¿Emancipación social o liberación decolonial? un debate sobre programa y organización

Su propuesta se reduce a un accionar enteramente reformista que, más allá de su retórica “radical”, no cuestiona el imperio del Estado burgués sobre el conjunto de la vida social. 

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Los debates con la historiografía y la epistemología decolonial no son asuntos académicos, sino que remiten a problemas de estrategia en torno al carácter del programa y el tipo de organización social que se piensa. En el caso del proyecto decolonial su propuesta se reduce a un accionar enteramente reformista que, más allá de su retórica “radical”, no cuestiona el imperio del Estado burgués sobre el conjunto de la vida social. Por el contrario, sus principales autores se esfuerzan por sustentar teóricamente a los gobiernos populistas burgueses y las experiencias de autogestión paralela al poder estatal (como el zapatismo), sin dejar de lado sus ataques furibundos contra el marxismo revolucionario y su lucha por la emancipación social.

Mignolo expresa bien la estrategia reformista decolonial, al señalar que “ya no es izquierda, sino otra cosa: es desprendimiento de la episteme política moderna, articulada como derecha, centro e izquierda; es apertura hacia otra cosa, en marcha, buscándose en la diferencia” (Mignolo, 2007b:30-31). De ahí que el epicentro de su propuesta es “la descolonización del saber y del ser” y la lucha por la “liberación” en todas las escalas (individual, social o colectiva), donde según el lugar de “enunciación” se determinará qué proyecto desarrollar.

 

¿Reforma o revolución en América Latina?

Páginas atrás rebatimos las acusaciones de Anibal Quijano contra la categoría de “imperialismo” de Lenin, a quien acusaba de ser un etapista histórico. Lo más ridículo del caso es que este autor es el principal ideólogo de la noción del cambio “heterogéneo”, eufemismo que utiliza para esconder su planteamiento reformista. En la visión de Quijano las relaciones de poder en el capitalismo no son homogéneas, sino que están compuestas por “historias diversas y heterogéneas”, motivo por el cual “el proceso de cambio de dicha totalidad capitalista no puede, de ningún modo, ser una transformación homogénea y continua del sistema entero, ni tampoco de cada uno de sus componentes mayores. Tampoco podría dicha totalidad desvanecerse completa y homogéneamente de la escena histórica y ser reemplazada por otra equivalente” (Quijano, 2000: 223). Agrega, además, que los debates en torno a si los cambios sociales se producen de forma gradual o por saltos, son insustanciales dado que no implican una “ruptura epistemológica”.

Aunque Quijano disimule su planteamiento con una retórica “academicista”, el trasfondo de su política reformista salta a la vista: las sociedades son “heterogéneas”, por lo cual sólo es posible realizar cambios desiguales (léase parciales) y nunca totales. En otras palabras, arriba a la misma conclusión estratégica del etapismo estalinista: en el actual momento histórico (¡que no tiene principio ni final en realidad!) la tarea es reformar el capitalismo y luchar por “otro mundo posible”.

Acá se comienzan a hacer patentes las conclusiones estratégicas del abordaje historiográfico y epistemológico decolonial, pues al colocar la centralidad de su proyecto en combatir la “matriz colonial del poder” y en la agenda fragmentaria de los sujetos colectivos (los “condenados de la tierra”), termina por renunciar a luchar por un proyecto alternativo al capitalismo, o lo que es lo mismo, ¡se decreta que la revolución social está por fuera de la agenda histórica! Mignolo nos coloca de frente a esta estrategia decolonial: “En la medida en que la opción decolonial confronta la matriz colonial de poder (…), la tarea a futuro no es tanto pelear con los molinos de viento llamados ‘capitalismo global’ sino con las intrincadas fases, esferas y dominios en los que hoy la matriz colonial de poder está en disputa en un orden mundial policéntrico” (Mignolo, 2009: 274).

¡El objetivo explícito del proyecto decolonial es luchar contra la “colonialidad del poder” y no contra la explotación y opresión del capitalismo![20] ¿Qué significa esto en términos prácticos? Pues que a diferencia de los marxistas que persiguen “molinos de viento”, los decolonialistas se concentran en pelear por la “liberación” de las “gentes” en sus espacios de interacción social, por lo cual la “corporeidad” desempeña un lugar central para esta tarea. Por donde se le mire, esto es una orientación abiertamente reformista, pues al no asumir la pelea contra la totalidad del orden social burgués e instaurar una nueva forma de organización social para el conjunto de los explotados y oprimidos, el énfasis se coloca en los momentos “parciales” de la liberación de las “gentes”.

Lo anterior nos remite al clásico debate entre reforma y revolución. Para el marxismo revolucionario la estrategia consiste en enlazar cada lucha parcial en la perspectiva de la revolución socialista, estableciendo una dialéctica entre fines y medios. Así, las peleas por reformas son momentos tácticos de las luchas de los explotados y oprimidos, cuyo principal valor reside en su aporte a la politización de los sujetos que se organizan y luchan. En el caso del reformismo las cosas están invertidas, pues su estrategia consiste en desvincular las luchas parciales de un proyecto de revolución social, haciendo de las reformas concretas un fin en sí mismas.

Para los decolonialistas su estrategia reformista se justifica por el carácter “heterogéneo” de las sociedades, donde conviven “gentes” con “historias diversas” y, muy importante, porque sostienen que la relación salarial es la menos extendida geográfica y demográficamente, por lo cual la clase trabajadora es socialmente minoritaria (Quijano, 2007). En realidad las estadísticas del siglo XXI apuntan en un sentido contrario, pues la tendencia es hacia una creciente proletarización en todo el orbe, constituyéndose una nueva clase obrera (muy tercerizada y fragmentada) y sociedades mayoritariamente urbanas: “entre 1970 y el 2010, el número de trabajadores en los países avanzados pasó de 300 millones a 500 millones. Pero en los países pobres, su número, incluyendo dependientes inmediatos, pasó de 1.100 millones a entre 2.500 y 3.000 millones (…) nunca como a comienzos de este siglo XXI los explotados y oprimidos del mundo han sido tan proletarios como hoy” (Sáez, 2012: 89-90).

Por otra parte, es absurdo sostener que la heterogeneidad de las sociedades impide realizar un cambio del conjunto del sistema capitalista. Desde la perspectiva del desarrollo desigual y combinado de Trotsky, el capitalismo en su fase imperialista era un factor clave que alteraba las relaciones entre las clases sociales en los países coloniales y semicoloniales, a los cuales se les imponía el salto de etapas en su desarrollo histórico y se constituían formaciones sociales combinadas, cuyo carácter específico se comprendía dentro de la totalidad del capitalismo mundial. Por eso en Trotsky el carácter desigual y combinado no es una justificación para rechazar la perspectiva de la revolución socialista en los países semicoloniales, por el contrario la dotaba de mayor actualidad al determinar la necesaria combinación entre las tareas democráticas y las socialistas como parte de un mismo proceso político revolucionario “Los países coloniales y semicoloniales son, por su misma naturaleza, países atrasados. Pero los países atrasados son parte del mundo dominado por el imperialismo (…) De la misma manera se determina la política del proletario de los países atrasados: las luchas por los objetivos de independencia nacional y de democracia burguesa más elementales se combinan con la lucha socialista contra el imperialismo mundial. Las reivindicaciones democráticas, las reivindicaciones transitorias y las tareas de la revolución socialista no se separan en épocas históricas durante esta lucha sino que emanan inmediatamente unas de otras” (Trotsky, 1971: 247).

En relación directa (y diríamos complementaria) a su perspectiva reformista, los decolonialistas también sostienen elaboraciones “autonomistas” que rechazan la lucha por el poder del Estado, acusando al marxismo de “superestructuralista” por cifrar sus expectativas de cambio social desde la institucionalidad: “la idea de que el socialismo consiste en la estatización de todos y cada uno de los ámbitos del poder y de la existencia social, comenzando con el control del trabajo (…) hace de una superestructura, el Estado, la base de la sociedad. Y escamotea el hecho de una total reconcentración del control del poder, lo que lleva necesariamente al total despotismo de los controladores, haciéndola aparecer como si fuera una socialización del poder, esto es la redistribución radical del control del poder” (Quijano, 2000: 241).

De esta cita se desprenden tres aspectos centrales por debatir. Primero, la falsa equivalencia entre socialismo y estatización. Desde Socialismo o Barbarie realizamos un balance estratégico de las revoluciones de la segunda posguerra del siglo XX, producto de las cuales surgieron Estados autodenominados “socialistas” y “obreros” porque expropiaron a la burguesía, aunque en la práctica se establecieron gobiernos burocráticos donde la clase obrera no tenía control democrático del Estado y la toma de decisiones mediante sus organismos y partidos. Al respecto de esto señalábamos que “se pierde de vista que la expropiación en sí todavía no es una tarea propiamente socialista, sino que depende del sentido de la evolución ulterior. Esto es, del desarrollo de una verdadera tendencia a la socialización de la producción (…) no se trata sólo de cuáles son las tareas, sino de cómo (los medios) y quién (el sujeto) las lleva a cabo” (Sáenz, 2004: 51).

Segundo, un posicionamiento antiestatista muy similar al planteamiento de John Holloway (otrora referente del autonomismo mundial) con su famoso “cómo cambiar el mundo sin tomar el poder”. En realidad el marxismo no hace de la toma del poder y control del Estado un fin en sí mismo, sino que se relaciona directamente con una apreciación materialista de la lucha de clases, de lo cual se desprende que el Estado es el epicentro de las relaciones políticas en la sociedad y, por lo mismo, su control democrático por parte de la clase obrera es fundamental para consumar un proyecto de transición hacia el socialismo. Renegar de la centralidad del Estado en la vida social es una pose ultraizquierdista e infantil, cuyo trasfondo implícito es la renuncia a no transformar el conjunto de la sociedad, tal como sostienen los decolonialistas. En este sentido resultan atinadas las palabras de Lenin cuando señalaba que “fuera del poder todo es ilusión”.

Tercero, una reproducción criolla de la “ley de hierro de las oligarquías” al determinar que la burocratización es consecuencia directa de concentrar el poder en el Estado. Dicha tesis fue sostenida por el alemán Robert Michels a comienzos del siglo XX, para quien era inevitable que las organizaciones se burocratizaran en el poder, tal como le sucedió a la socialdemocracia alemana a finales del siglo XIX tras su ascenso en el parlamento alemán (Sáenz, 2014). Esta concepción denota un enfoque teleológico de la historia, pues parte de suponer que toda revolución que tome el poder devendrá inevitablemente en un proceso de burocratización. En esto incurre Quijano cuando, subrepticiamente, “explica” el estalinismo como una consecuencia directa de la revolución bolchevique.

Esta ambivalencia entre el autonomismo y el reformismo, se vincula directamente con la centralidad de los “condenados de la tierra” en el proyecto decolonial, determinando que su agenda esté restringida por la “inclusión social” antes que por la emancipación social. Son perspectivas complementarias que rechazan la centralidad de la clase obrera y no cuestionan el imperio del Estado burgués sobre el conjunto de la sociedad, ante lo cual su respuesta es realizar cambios parciales y fragmentarios. Al respecto de esto, nos parece atinadas las palabras de un texto de Socialismo o Barbarie a propósito de las rebeliones populares de América Latina y el auge de los movimiento sociales: “No hay sucedáneo orgánico posible para la clase trabajadora urbana si lo que se pretende es orientar la lucha social en el sentido de erigir un nuevo orden opuesto a y superador del capitalismo. Va de suyo que la clase trabajadora necesita articular y encabezar una alianza social con todas las capas sociales explotadas y oprimidas. Pero por fuera de ella y de su hegemonía sólo hay o bien reformismo (…), o bien la utopía reaccionaria de la construcción de una sociedad «paralela» en los «intersticios de la sociedad capitalista»” (Yunes, 2005: 12).

 

Re-teorizando vías de coexistencia con el Estado burgués

El rechazo a un proyecto de revolución social conlleva, inexorablemente, a sostener “alternativas” de convivencia con el Estado burgués. Una muestra de esto son las teorizaciones decoloniales sobre la “coexistencia” de varios mundos, premisa que hace parte del ideario político del Foro Social Mundial (FSM) y del movimiento zapatista. Explícitamente Mignolo se refiere a esto, cuando aduce que para el giro decolonial “no se trata únicamente de una conciencia de oposición o resistencia. Se trata de actuar para desligarse y mirar a un futuro en el que «otros mundos son posibles», como afirma el discurso del Foro Social Mundial, o «encaminarse hacia un mundo en el que sea posible la coexistencia de varios mundos», como nos dicen los zapatistas” (Mignolo, 2007: 160). Esta formulación coincide con la lógica del cambio heterogéneo de Quijano, donde cada sujeto colectivo construye su proyecto de liberación en los márgenes de su “geopolítica del conocimiento”. También es consecuente con el enfoque unilateral de las “historias locales”, ángulo particularista mediante el cual se abandona cualquier criterio de totalidad y, por lo mismo, se termina por enarbolar la bandera de la coexistencia social.

Por eso los decolonialistas defienden un programa que no cuestiona el Estado burgués en su conjunto y, por el contrario, impulsan políticas reformistas de inclusión social de los “condenados de la tierra” en la institucionalidad burguesa. Un ejemplo es cuando Mignolo celebra acríticamente las políticas de “interculturalidad” de algunos gobiernos en América Latina, donde los movimientos indígenas “coparticipan” en el Estado y la educación, lo cual asume como parte de la “descolonización del ser y del saber” en la región (Mignolo, 2007).

Entonces para Mignolo es correcto que un movimiento social “coparticipe” en un Estado a partir de un criterio unilateral: que sea “pluricultural” e incorpore otras “cosmologías”, obviando cualquier referencia a su carácter de clase burgués y, por lo tanto, explotador y opresor. Esto, insistimos, es consecuencia directa del abandono de un criterio clasista comprender la realidad social, por lo cual la política se estructura desde la lógica de los “excluidos”, cuyo resultado es una adaptación al Estado burgués al cual “embellece” calificándolo como más democrático o decolonial por sus políticas “pluriculturales”, aunque prosiga explotando y oprimiendo a otra gran parte de las sociedad. Así, la fragmentación política del sujeto colectivo decolonial y sus agendas unilaterales desde las “historias locales”, terminan por colocar a los movimientos sociales más cerca de la burguesía “plurinacional” (o progresista), antes que fomentar la unidad de todos los explotados y oprimidos en lucha por un mismo proyecto de emancipación social (lo cual desde la decolonialidad equivaldría a incurrir en una política desde la “colonialidad del poder”).

Desde ya señalamos que apoyamos las luchas de los pueblos originarios por exigirle a los Estados el reconocimiento de sus reivindicaciones, en particular las que atañen al derecho a la autodeterminación nacional. Como parte de esto es válido (y necesario) luchar por reformas que amplíen sus derechos políticos, pero nunca sin perder de vista el carácter de clase de dicho Estado. Al respecto de esta temática, desde Socialismo o Barbarie contamos con varias elaboraciones donde abordamos el problema de la opresión contra los pueblos originarios desde una perspectiva clasista, en particular sobre el caso de Bolivia. A propósito de las rebeliones populares en ese país a finales del siglo XX e inicios del presente, planteábamos que “el Estado boliviano no es sólo un Estado capitalista, sino un estado de opresión racial blanca sobre la población originaria indígena de estas tierras. Por lo tanto, desde el marxismo revolucionario es una tarea de primer orden reconocer el derecho de estas nacionalidades a su autodeterminación de manera incondicional” (Sáez, 2005: 42). Por esto, antes que sostener como estrategia la “coparticipación” en el Estado, lo pertinente es enlazar las luchas por reformas políticas con un planteamiento de refundación social de nuestras naciones desde la clase obrera, los explotados y oprimidos, como parte de un proyecto internacionalista.

Por otra parte, Mignolo también defiende las experiencias de autogestión “paralelas” al Estado burgués, donde las comunidades desarrollan sus propias formas de organización social. Con respecto a “Los Caracoles” zapatistas en el sur de México, argumenta que “son asambleas comunitarias indígenas interconectadas que colaboran entre sí para «inventar» (…) sus propias formas de organización social, política y legal. En cuanto a la estructura económica, en lugar de regirse por los principios de un mercado competitivo, recurren a la reciprocidad. Sus subjetividades se moldean por medio de la colaboración, no de la competencia.” (Mignolo, 2007: 145).

Aunque defendemos el derecho de los pueblos para autogestionarse contra el Estado burgués y la violencia del crimen organizado (fenómeno que actualmente está muy extendido en México), también somos claros en afirmar que se ocupará más que esto para destruir de raíz toda forma de explotación y opresión. Desde nuestra perspectiva esto pasa por destruir el poder central de la burguesía e instaurar un gobierno unitario de todos los explotados y oprimidos, apropiándose de la industria y otras “palancas” materiales del capitalismo para crear las condiciones de una sociedad emancipada. Por el contrario, para los decolonialistas la solución remite a refugiarse en “comunas” donde no aplique la lógica del capitalismo, una política muy característica de las corrientes autonomistas y populistas en América Latina que pregonan un romanticismo de izquierda mediante el cual embellecen las prácticas de autosubsistencia comunal como estrategia para vivir al margen del Estado burgués.

La experiencia del actual zapatismo da cuentas de esto, pues durante muchos años este movimiento tuvo como orientación estratégica alcanzar acuerdos de “coexistencia” con los gobiernos burgueses mexicanos, algo que el mismo Mignolo señala pero que pasa por alto: “En 2001, tras la asunción de Vicente Fox como presidente de México, los zapatistas marcharon a pie hasta México DF, con la esperanza de iniciar un trabajo conjunto con el nuevo gobierno. Los Acuerdos de San Andrés, firmados en ese momento, fracasaron porque el gobierno no cumplió sus promesas. La reacción de los zapatistas no fue quejarse sino dar la espalda al gobierno y dedicarse a crear alternativas propias; por ejemplo, pusieron en marcha organizaciones socioeconómicas independientes llamadas «Los Caracoles»” (Mignolo, 2007: 145). Quizás para Mignolo “dar la espalda al gobierno” y limitarse a fundar “Caracoles” sea una respuesta muy “decolonial”, pero estamos seguros que para la clase trabajadora, los explotados y oprimidos de México la realidad es mucho más compleja, pues el gobierno y la burguesía no hacen lo mismo, sino que prosiguen gobernando el país con una gran violencia…Ayotzinapa es un recordatorio de eso. Ciertamente los zapatistas decoloniales no son responsables de la barbarie de la burguesía mexicana, pero tampoco son una alternativa ante la misma. Ese es nuestro punto.

 

Una adaptación al populismo burgués y el capitalismo de Estado

Otra expresión del reformismo decolonial es su posición frente a los gobiernos populistas de América Latina, a los cuales insertan en una segunda ola independentista en la región al caracterizar que presentan una “plataforma epistémica” diferente a la modernidad colonial: “La plataforma epistémico-política de Hugo Chávez (metafóricamente, la revolución bolivariana) ya no es la misma plataforma en la que se afirmó Fidel Castro (metafóricamente, la revolución socialista). Son otras las reglas del juego que están planteando Chávez en Venezuela y Evo Morales en Bolivia”. Más adelante agrega que “podríamos ver a Lula da Silva, Néstor Kirchner y Tabaré Vázquez como ‘momentos de transición’ entre la plataforma epistémico-política de Castro, por un lado, y la de Chávez y Morales, por otro” (Mignolo, 2007b: 31).

Recordemos que para el giro decolonial la lucha es contra la “matriz colonial del poder”, inaugurada en su momento por los imperialismos europeos y sostenida posteriormente por los Estados Unidos. Dentro de este esquema la estrategia pasa por la “descolonización del ser y del saber”, tarea en la cual los gobiernos nacionalistas burgueses cumplen un papel importante por sus proyectos de Estados “pluriculturales” y disputas con el imperialismo, particularmente con el estadounidense. Este razonamiento es muy similar al que sostienen los teóricos del populismo latinoamericano, quienes caracterizan a los gobiernos por las “significaciones discursivas”, incurriendo en una interpretación de la realidad en “clave idealista”[21].

Justamente esto acontece con los decolonialistas, cuyo proyecto se articula desde los enfoques epistemológicos alternativos a la “colonialidad del poder”, lo cual termina por convertirse en un cheque en blanco para adaptarse a cualquier gobierno burgués reformista. Desde este ángulo se pierde cualquier referencia al carácter de las relaciones sociales que imperan en los Estados que dirigen los gobiernos populistas afines al proyecto decolonial, pues el énfasis se coloca en su política de confrontación con el “imperialismo epistémico” de la Europa moderna y los Estados Unidos (Mignolo, 2009).

En ningún momento entra en la perspectiva decolonial la refundación social y política de los Estados desde una lógica anti-capitalista y de transición al socialismo, lo cual implicaría un abordaje crítico del balance de los gobiernos populistas burgueses en la región que, más allá de algunas reformas parciales al capitalismo neoliberal reinante en las últimas décadas del siglo XX, nunca avanzaron hacia una ruptura con las relaciones sociales de explotación y opresión capitalista. Esto es valedero incluso para el caso del chavismo y su “plataforma epistémica” del “socialismo del siglo XXI”, la variante más radicalizada (al menos discursivamente) de esta oleada de populismos, a pesar de lo cual nunca dejó de ser un gobierno burgués que garantizó la continuidad del capitalismo en Venezuela: “la continuidad de la gran propiedad privada –y de un capitalismo de Estado que no significa que la economía está en manos de los trabajadores-; la existencia de una Fuerzas Armadas que, por muy ‘bolivarianas’ que se reclamen, no son milicias populares sino el mantenimiento del monopolio de la fuerza por parte de un Estado que, evidentemente, sigue siendo burgués; la continuidad y reforzamiento del mecanismo plebiscitario y de las instituciones de ‘representación’ que, por más ‘participativas’ que se califiquen, de ninguna manera constituyen organismos de poder de las masas. El Estado populista burgués chavista podrá ‘reformar’ todo lo que se quiera…pero lo que evidentemente nunca podrá ser es el ‘semi-estado de los obreros armados’ al que se refería Lenin; es decir, basado en sus propios organismos de representación y violencia organizada contra la clase capitalista” (Rojo, 2007: 38).

Mignolo procura revestir su propuesta con alguna referencia  a relaciones políticas concretas, para lo cual recurre al correlato de integración económica de la “patria grande”…. el Mercosur, al cual presenta como un caso de ruptura epistemológica desde una “geopolítica del conocimiento” propia, en oposición a los acuerdos de libre comercio impulsados por los Estados Unidos, lo cual da cuentas de una independencia política del “Norte” y donde destaca que Brasil juega un papel central en esta redefinición identitaria de América Latina (Mignolo, 2007)

Esta valoración del Mercosur es totalmente desproporcionada y mentirosa, pues aunque esta alianza económica se constituyó por fuera de la  conducción directa del imperialismo estadounidense, en ningún momento tuvo por objetivo romper con las lógicas de supeditación al mercado capitalista internacional. Por el contrario, el Mercosur confirmó la incapacidad de las “burguesías nacionales” de estos países por llevar a fondo un proyecto  de liberación nacional, pues tras veinte años de “integración” el resultado es la continua supeditación de sus integrantes al mercado mundial como productores de materias primas o centros de ensamblaje para las empresas transnacionales: “El lugar de Brasil y de Argentina en la división mundial capitalista del trabajo está muy claro: proveedores de materias primas y factoría global (de menor escala, desde ya) de ensamblado de automotores para compañías imperialistas. El Mercosur, a más de 20 años de su nacimiento, no sólo no ha cuestionado ese status de ambos países sino que ha contribuido a reforzarlo” (Yunes, 2014: 5).

Los gobiernos populistas de América del Sur marcaron un cambio político en la región con relación a sus predecesores de los noventa, muchos más sometidos a los designios del “Consenso de Washington”. En algunos casos aplicaron medidas reformistas y redistribuyeron la renta nacional entre más sectores de la población, dando cuenta de las enormes presiones que ejercieron los movimientos de trabajadores y otros sectores sociales en el marco de las rebeliones populares de principios del siglo XXI. Incluso en algunos casos realizaron reformas para dotar de mayores derechos políticos a los pueblos originarios, como declarar a sus Estados como “plurinacionales”. Pero esto no implica que sean gobiernos de ruptura con la burguesía y en transición al socialismo: “Ni uno solo de esos gobiernos dio pasos sustantivos en ese sentido. Más bien, todos, con sus ritmos y sus matices, fueron poco a poco asumiendo la realidad del capitalismo mundializado y abandonaron toda pretensión de ‘antiimperialismo’ siquiera verbal. En todo caso, a lo más que aspiraron fue a mostrar que su proyecto de integración al capitalismo global proponía alguna salvaguarda más y un manejo un poco menos cipayo que el neoliberalismo puro de los años 90. Y eso fue todo” (Yunes, 2014: 5).

 

¿Partido de vanguardia o movimiento de retaguardia?

Por último nos referiremos al debate decolonial con la teoría de la organización leninista, donde varios de sus autores sacan a relucir sus mayores prejuicios anti-comunistas, en particular Aníbal Quijano y Ramón Grosfoguel. Ambos coinciden en su crítica al leninismo por considerarlo una concepción “mesiánica” de la política, de forma tal que la revolución se realizaría a partir de una organización de iluminados que llevaría a las masas la conciencia mediante sus programas científicos. Las posturas de Quijano y Grosfoguel, antes que constituir una crítica profunda o innovadora al leninismo, son una mezcla de “lugares comunes” empleados por la derecha durante la Guerra Fría y otras provenientes desde las corrientes posmodernas, en particular de los ideólogos del autonomismo[22]. Las mismas parten de una lectura superficial del planteamiento de Lenin en el ¿Qué hacer?, obra que sintetiza muchos aspectos de la teoría de la organización del partido revolucionario.

En el caso de Quijano fundamenta su crítica a partir del “desacople” entre la noción de clases sociales y sujeto histórico con la realidad, donde las “gentes” no portan ninguna conciencia intrínseca a su clase social. Aduce que Lenin resolvió este problema mediante una formulación mecánica, donde la conciencia política “sólo podía ser llevada a los explotados por los intelectuales burgueses (Kautsky-Lenin) como el polen es llevado a las plantas por las abejas” (Quijano, 2007: 112). En un sentido similar se refiere Grosfoguel, aunque en su caso emplea argumentos bastantes más vulgares al relacionar a Lenin con el mesianismo judeocristiano: “En Lenin, vía Kautsky, se reproduce el viejo episteme colonial, donde la teoría es producida por las élites blancas-burguesas-patriarcales-occidentales y las masas son entes pasivos, objetos y no sujetos de la teoría. Tras el supuesto secularismo, se trata de la reproducción del mesianismo judeo-cristiano, encarnado en un universo secular marxista de izquierda” (Grosfoguel, 2007b: 76).

Estas diatribas se originan en una referencia a Kaustky que Lenin incluyó en el ¿Qué hacer?, con el objetivo de fortalecer su análisis de que la conciencia socialista era externa a la lucha económica de la clase obrera. La cita en cuestión señalaba que “el portador de la ciencia no es el proletariado, sino la intelectualidad burguesa (…): es del cerebro de algunos miembros de esta capa de donde ha surgido el socialismo moderno, y han sido ellos quienes lo han transmitido a los proletarios destacados por su desarrollo intelectual, los cuales lo introducen luego en la lucha de clase del proletariado allí donde las condiciones lo permiten. De modo que la conciencia socialista es algo introducido desde fuera (…) en la lucha de clase del proletariado, y no algo que ha surgido espontáneamente (…) dentro de ella” (Citado en Lenin, 1970b: 149). A partir de esto, los decolonialistas (y muchos autores autonomistas) establecen que hay una línea directa entre el planteamiento de Kautsky con el de Lenin, suposición que pareciera cierta pues lo emplea como una referencia de autoridad en su principal escrito sobre teoría de la organización revolucionaria.

Nuestra postura es totalmente diferente, pues aunque Lenin recurre a Kautsky para consolidar sus argumentos, a lo largo del ¿Qué hacer? desarrolla una profunda reflexión sobre el problema de la adquisición de la conciencia política, tomando como punto de partida las experiencias de lucha de la clase obrera, los explotados y oprimidos, ángulo que lo diferencia de Kautsky. La desafortunada referencia a Kaustky se explica porque contenía un aspecto correcto y que coincidía con el debate de Lenin con los economicistas: la conciencia socialista no surge de forma espontánea de la lucha económica, por lo cual tenía que ser elaborada por un grupo específico[23]. Pero esta coincidencia es solamente parcial, pues en el caso de Kautsky daba paso para justificar que eran los miembros de la burguesía quienes elaboraban y trasmitían la “ciencia” a los “proletarios destacados por su desarrollo intelectual”, quienes a su vez lo trasladarían a la lucha de clases cuando fuese posible. Esta es una concepción muy mecanicista y “magistral” de la política, la cual se reduce a un proceso unilateral de trasmisión de ideas y desvinculada de los procesos de lucha de la clase obrera como tal, donde la relación entre el partido revolucionario y la clase obrera está fragmentada.

Esto dista enormemente de la teoría de la organización en Lenin, la cual está permanente tensionada en torno a garantizar una relación directa entre las masas obreras dispersas y el partido revolucionario. Esto ya lo planteaba en ¿Por dónde empezar? (antecesor directo del ¿Qué Hacer?), donde señalaba que “la tarea inmediata de nuestro partido no debe consistir en llamar al ataque, ahora mismo, a todas las fuerzas con que cuenta, sino en llamarlas a constituir una organización revolucionaria capaz de unificar todos los sectores y de dirigir el movimiento no sólo nominalmente, sino en la realidad, es decir, una organización que esté lista para apoyar toda protesta y toda explosión, aprovechándolas para multiplicar y robustecer los efectivos aptos para el combate decisivo” (Lenin, 2015: 4).

De esta forma la intervención política no se limita al acto de “trasmitir” una verdad científica a los obreros más avanzados, sino de construir un partido revolucionario que ganara para sus filas a esos obreros y, de esta manera, desarrollar un trabajo orgánico sobre el movimiento obrero en sus luchas. Esto es fundamental para cualquier perspectiva revolucionaria, pues la experiencia histórica demuestra que la clase obrera de manera espontánea no podía alcanzar una conciencia socialista, por el contrario, librada a su propia suerte tiende a asimilar con mayor facilidad la ideología burguesa, mucho menos elaborada que la socialista y que cuenta con muchísimos canales de transmisión social (escuela pública, instituciones políticas, Iglesias, etc.)

Para Lenin lo espontáneo era solamente la forma embrionaria de la conciencia y para su desarrollo era imprescindible un partido revolucionario que se “metabolizara” con la clase obrera para politizarla hacia una perspectiva socialista, con mucha más razón dado el carácter fetichizado de las relaciones sociales en el capitalismo (Sáenz, 2009). Esta era la única forma de romper la fragmentación de la conciencia de la clase trabajadora, los explotados y oprimidos, colocando en pie una organización revolucionaria que fuera parte orgánica de sus luchas cotidianas, pero articulándolas en una perspectiva revolucionaria, es decir, contra el conjunto del Estado burgués: “La socialdemocracia dirige la lucha de la clase obrera no sólo para obtener condiciones ventajosas de venta de la fuerza de trabajo, sino para que sea destruido el régimen social que obliga a los desposeídos a vender su fuerza de trabajo a los ricos. La socialdemocracia representa a la clase obrera no sólo en su relación con un grupo determinado de patronos, sino en sus relaciones con todas las clases de la sociedad contemporánea, con el Estado como fuerza política organizada. Se comprende, por tanto, que los socialdemócratas no sólo no pueden circunscribirse a la lucha económica, sino que ni siquiera pueden admitir que la organización de las denuncias económicas constituya su actividad predominante. Debemos emprender activamente la labor de educación política de la clase obrera, de desarrollo de su conciencia política” (Lenin, 1970b: 169).

Así, la construcción y desarrollo del partido revolucionario en Lenin no responde a un criterio “mesiánico”, sino que parte de un análisis de las relaciones sociales en el capitalismo y su impacto en la conciencia de los explotados y oprimidos. La superación del fetichismo en el capitalismo no se produciría de forma espontánea en el conjunto de la clase trabajadora, mucho menos surgiría en los márgenes estrechos de la lucha por mejores salarios o condiciones laborales[24], sino que era preciso hacerlo desde “afuera de esta lucha económica” con un partido que fuera parte orgánica de clase obrera: “Lenin planteaba como orientación práctica la educación de la clase trabajadora en interesarse por los problemas de todas las clases, por todos los problemas de la sociedad.  Y al ubicarse desde un punto de vista social total, plantearse verdaderamente el problema del poder político (…) Se trata de una orientación práctica, material: no simplemente ‘ideas’ o ‘conceptos’ que ‘vienen desde afuera’ de la clase porque la adquisición de la conciencia política por parte de los trabajadores (que no es lo mismo que la formación marxista), no puede ser algo puramente ‘ideal’ o ‘intelectual’ asimilado mecánicamente ‘desde afuera’. Es un hacerse material de la conciencia mediada por la propia experiencia, en interacción dialéctica con el partido revolucionario, y cuyo ‘vehículo’ es precisamente la política” (Sáenz, 2009: 322).

Esta polémica está directamente relacionada con la estrategia reformista del giro decolonial, cuyo resultado es plantear una forma de organización política de “retaguardia”, en contraposición a la definición de partidos de vanguardia del marxismo revolucionario. Esto resulta patente en la crítica de Grosfoguel al accionar político de los partidos leninistas a partir de un programa revolucionario: “El partido de vanguardia parte de un programa a priori enlatado, que al ser caracterizado como ‘científico’ se autodefine como ‘verdadero’. De esta premisa se deriva una política misionera de predicar para convencer y reclutar a las masas a la verdad del programa del partido de vanguardia. Muy distinta es la política pos-mesiánica zapatista, que parte de ‘preguntar y escuchar’, donde el movimiento de ‘retaguardia’ se convierte en un vehículo de un diálogo crítico transmoderno, epistémicamente diversal y, por consiguiente, decolonial” (Grosfoguel, 2007b: 77).

Renunciar a formular un programa y circunscribir la acción política a “preguntar y escuchar”, equivale a una adaptación a la conciencia imperante entre los explotados y oprimidos, es decir, al sentido común derivado de la fetichización de las relaciones sociales. Esto es muy funcional para los decolonialistas  y su estrategia reformista del cambio heterogéneo y coexistencia con el Estado burgués. Si las masas de explotados y oprimidos tuvieran conciencia de la tarea histórica de arrebatar el poder a la burguesía e instaurar un gobierno propio, la emancipación social sería cosa de sentarse a esperar que ocurra de forma inercial. ¡Esta si es una concepción teleológica del cambio histórico!

Por supuesto que la construcción de un partido revolucionario requiere de teoría revolucionaria y del estudio científico de la realidad social en todos sus ámbitos, lo cual no implica que sea portador de una “verdad” abstraída del proceso de lucha de clases. La elaboración de cualquier programa requiere una caracterización previa, en lo cual es válido emplear infinidad de métodos para lograr una “apreciación del momento” y las sensibilidades políticas que lo definen, incluyendo el “preguntar y escuchar”. Pero esto nunca se realiza de forma pasiva, sino que tiene como finalidad delinear una propuesta para la acción del partido y los explotados y oprimidos, cuya prueba final es la misma lucha de clases. En fin, es una perspectiva donde “el propio educador necesita ser educado”.

Trotsky explicaba esto cuando señalaba que “el proletariado no conquista su conciencia de clase pasando de grado como los escolares, sino a través de la lucha de clases ininterrumpida”, y en este proceso era que los comunistas tenían que ganarse el puesto de dirección política, no por ser los mejores intelectuales o científicos, sino demostrando que tenían la capacidad de plantear respuestas a los problemas coyunturales e históricos de la clase trabajadora: “La identidad de principios entre los intereses del proletariado y las tareas del Partido Comunista no significa ni que el proletariado en su conjunto tome conciencia de sus intereses actuales, ni que el Partido Comunista los formule, en todas las circunstancias, de una manera correcta. La necesidad misma del Partido deriva precisamente del hecho de que el proletariado no nace con la comprensión inmediata de sus intereses históricos. La tarea del Partido consiste en demostrar al proletariado en lucha, su derecho a asumir la dirección” (Trotsky, sin data: 99).

 

A modo de conclusión

“Desde nuestra corriente reivindicamos la defensa de la tradición del marxismo revolucionario, especialmente las enseñanzas dejadas por Lenin, Trotsky, Rosa Luxemburgo (y también Gramsci…), sobre todo en el terreno en el que cada uno se reveló  más fuerte. Es desde esa ubicación que creemos se deben enfrentar las derivas reformistas, autonomistas, populistas y ‘socialistas nacionales’ hoy en boga, así como también el cerrado doctrinarismo de las corrientes incapaces de extraer enseñanza alguna de la riquísima experiencia, pero también frustraciones y derrotas, de las revoluciones del siglo pasado” (Sáenz,).

Desde la Corriente Socialismo o Barbarie (SoB) sostenemos que actualmente la lucha de clases atraviesa un ciclo universal de rebeliones populares[25], el cual marca un recomienzo histórico en la experiencia de los explotados y oprimidos. Los estallidos de junio del 2013 en Brasil, las más de 30 huelgas generales en Grecia contra los planes de austeridad de la UE, las movilizaciones de millones en México por los 43 normalistas desaparecidos en Ayotzinapa, son algunos de los casos más recientes que suman a esta definición. Esto marca un avance con respecto a la situación imperante décadas atrás, cuando reinaba una sensación del “fin de la historia” y se daban por obsoletos los proyectos de emancipación social. ¡Esta basura ideológica está siendo barrida actualmente por las masas de jóvenes, mujeres y trabajadores que luchan por todo el mundo!

Estos desarrollos en la lucha de clases contraen nuevos debates estratégicos, los cuales parten del bajo nivel de politización que predomina entre las nuevas generaciones (rasgo intrínseco a cualquier recomienzo histórico) y que actúa como un límite para que se produzcan desbordes por la izquierda de las instancias de la democracia burguesas  y un cuestionamiento al imperio del Estado burgués. De ahí que aún las burocracias sindicales y los partidos reformistas sean referentes políticos para amplios segmentos de los explotados y oprimidos. Por esto nos referimos al ciclo político como de rebeliones, dando cuenta de que si bien muchos de estos procesos son de gran intensidad, no logran aún transformarse en revoluciones sociales contra el dominio de la burguesía como clase social.

El giro decolonial hace parte de las ideologías que se apoyan sobre esta despolitización y, antes que plantear su superación, la profundizan al sostener perspectivas abiertamente reformistas de coexistencia con el Estado burgués, que cuestionan la centralidad de la clase obrera en la estratégica revolucionaria y se proclaman abiertamente anti-partido. ¡Es una moda intelectual con marcado acento posmoderno y anti-comunista, incapaz de plantearse como una alternativa universal para la clase trabajadora, los explotados y oprimidos!

Justamente por esto, es imperativo que las corrientes adscritas al marxismo revolucionario interpreten los desarrollos políticos actuales desde un ángulo estratégico, a saber, la perspectiva de reintroducir la revolución socialista en el siglo XXI. Esto requiere de un continuo debate político que dé respuesta a los desafíos actuales de la lucha de clases, en particular contra las ideologías posmodernas y reformistas que despolitizan a sectores enteros de la vanguardia, colocándola como furgón de cola de sectores burgueses. Además debe acompañarse de la construcción de partido revolucionarios, no para hacer “programas enlatados” como aducen los decolonialistas, sino para aportar politización de las luchas de la clase obrera, los explotados y oprimidos, para así lograr su desarrollo en un curso anticapitalista y de transición al socialismo. Esta es la tarea que engloba a la Corriente Socialismo o Barbarie, y extendemos un llamado a nuestros lectores y lectoras a realizar una experiencia militante con SoB.

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