Alexandr Pushkin, el genio mozartiano

Disfrutando la inagotable Mamushka artística. Clases de literatura rusa de Sylvia Iparraguirre.

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Sylvia Iparraguirre dictó en el Malba, durante los años 2014/15 un curso sobre literatura rusa del siglo XIX, principios del XX, tomando cinco grandes escritores de ese período. En estos días, dichas clases se convirtieron en un más que didáctico y apasionante libro. La autora, en un gesto que agradecemos profundamente, ofrece a Izquierda Web, parte de la segunda clase, dedicada a Alexander Pushkin. Para que lxs lectorxs, tengan un contexto adecuado de la misma, acompañamos al final, un índice de la obra. Compartimos también una entrevista realizada por este mismo medio a Iparraguirre


Alexander Pushkin

Clase dos: El genio mozartiano

En el sistema de la literatura rusa clásica, Alexandr Pushkin es la estrella polar. Unánimemente designado “poeta nacional” desde el comienzo de su vida literaria, alrededor de su figura nace y gira la literatura completa del siglo XIX. Su sorprendente talento lírico y su apasionamiento poético, que puso al servicio de la despreciada lengua rusa, lo convirtieron, desde muy joven, en una celebridad popular. Pushkin fue inspiración y, a la vez, indudable precursor de los escritores rusos posteriores, que lo llamaron “padre de la literatura rusa”. Ejemplifica, además, algo que trasciende su tiempo: el intento del Estado de manipular la palabra del escritor y, al no poder hacerlo, de callarla.

Su impulso fundacional continuará hasta el llamado Siglo de Plata (que no es un siglo), que va de fines del XIX a lo que fue la vanguardia rusa de los años 1910 y 1920. Aparece en esos años una generación de poetas de la talla de Anna Ajmátova y Marina Tsvetáieva, Vladimir Mayakovski, Boris Pasternak, Osip Maldestam, Alexander Blok, quienes leen a Pushkin, escriben libros sobre él y su obra, y sobre su influencia en sus vidas y su poesía, identificados con el poeta al considerar la tortuosa relación que mantuvo con el poder del Estado zarista. Es el caso de Mi Pushkin, de Tsvetáieva, donde la escritora cuenta su lectura temprana del poeta y recuerda, en su casa, el cuadro El duelo, en el que muere Pushkin.

Diremos que para todos los rusos Pushkin es una gloria nacional, y su muerte o asesinato, una herida abierta en cada uno de sus escritores. El poema “A la ciudad de Pushkin”, de Ajmátova, termina con los versos: “¡Ya no voy por allí! Pero a la orilla del río de la muerte, / yo llevaré mis trémulos jardines de Tsarskóie Seló”. En Tsarskóie Seló (hoy la ciudad se llama Pushkin), muy cerca de San Petersburgo, estaba el liceo al que ingresa el poeta a los doce años, donde hace sus estudios y empieza a escribir poesía. Acercándolo a nuestro tiempo, un ejemplo entre tantos es el artículo de Joseph Brodsky “Guía para una ciudad rebautizada”; la ciudad es San Petersburgo y allí dice: “La profecía de Pushkin, puesta en boca de su jinete de bronce: ¡Todas las banderas llegan hasta nosotros como huéspedes! recibió su encarnación literal”. Volveré sobre este ensayo. Y también sobre el imprescindible Vladimir Nabokov y sus Lecciones de literatura rusa.

La literatura que veremos, encabezada por el poeta nacional, va a ser espejo de la vida y los acontecimientos políticos y sociales de su país, que llevaron, en el siglo XX, hasta la revolución de 1917. Sin ser una literatura política, pues la censura lo impedía, su realismo de distintos matices representó el componente colectivo irrefutable de la identidad de una lengua nacional y la toma de conciencia de la existencia de una Rusia invisibilizada y sometida.

Es Pushkin quien crea y manifiesta la identidad nacional. En Rusia, la literatura, la arquitectura, la pintura, la moda, todo venía de Francia, espejo de idioma y de costumbres cultivados y copiados por la nobleza. Es Pushkin quien, de un modo inmediato, natural y estético, rompe esa tradición. La lengua de la aristocracia rusa era el francés. No existía una lengua literaria rusa; Pushkin la crea. Del idioma ruso: “No había ni una gramática ni una ortografía establecida y muchas palabras abstractas carecían de una definición precisa” (Figes). Incluso le pasa a Pushkin que, en la adolescencia, cuando empieza a escribir en ruso, tiene que averiguar el significado de algunas palabras, porque no las conocía bien. Se trata de una lengua que no ha tenido trato con la literatura, ni con la filosofía ni con la ciencia: una lengua depreciada, propia, según los nobles, de la clase vulgar. Tomar la lengua rusa, transfigurarla en lengua literaria y llevarla a su más alta expresión poética es el patrimonio que Pushkin dejará a los escritores que lo siguieron. Porque es él quien redime la lengua rusa.

Este exilio de su propio idioma en la única clase educada del país puede parecer algo increíble hoy, pero era natural. Cito el tema en dos ejemplos que da Tolstói. En Guerra y paz: cuando ya es inminente la entrada de Napoleón en Moscú y el pueblo en las calles está ansioso por luchar, en una reunión de nobles un personaje dice: “¿Han oído ustedes que el príncipe Galitzin ha tomado un profesor de ruso? Está aprendiendo ruso… ¿Comienza a volverse peligroso hablar en francés en las calles?”. Y en Anna Karenina, en una escena doméstica en la que Dolly reprende a su hija porque no encuentra una palabra en francés, le hace pensar a Levin: “¿Por qué habla en francés con sus hijos? Es tan afectado y antinatural. Y los niños lo perciben. Aprenden francés y se olvidan de la sinceridad”. Simplificando: para la nobleza educada, es decir, el diez por ciento de la población, no existía la lengua rusa, no existía la literatura rusa; el otro noventa por ciento era analfabeto.

Vida y contexto

Pushkin nace en Moscú, el 6 de junio de 1799; nominado en nuestros días por la ONU como el “día de la lengua rusa”. Era conde. Su familia descendía de los boyardos, la nobleza rural, como la de Tolstói, y le gustaba proclamar que su linaje paterno era más antiguo que el de la dinastía de los Romanov, los zares, ya que los Pushkin figuran como una de las escasas familias aristocráticas que se salvó de las sangrientas represalias de Iván el Terrible. Su padre era un hombre culto y superficial, característico de su clase. Tenía una excelente biblioteca en francés e inglés a la que accedió muy temprano Alexandr, quien mostró una precocidad desconcertante que asombraba a todos. La primera lengua de Pushkin fue el francés. Su abuela y su aya le enseñaron el ruso. Llegó a ser políglota, leía y hablaba varias lenguas, diez, se dice, y por supuesto leyó todo lo de esa biblioteca paterna, a la que tuvo acceso libre a los nueve años. La familia materna muestra una curiosa particularidad: su madre, Nadezna Gannibal, “la bella criolla”, era nieta del llamado “negro de Pedro el Grande”. Pushkin desde muy niño mostró un temperamento díscolo, indomable; era lo que él llamaba su “temperamento africano”. Estaba orgulloso de que por sus venas corriera sangre africana, y entre sus papeles dejó una novela inconclusa con la historia de su bisabuelo, titulada precisamente El negro de Pedro el Grande. En época de Pedro I, su embajador en Constantinopla rescata a un chico de siete años de origen abisinio, esclavo en un harén, y se lo lleva a Pedro “de regalo”, como una curiosidad. Pedro adopta al chico y lo educa como a un hijo, le da el nombre de Ibrahim Gannibal, le otorga tierras y títulos, lo manda a estudiar Ingeniería a Francia y lo casa con una noble sueca.

En los retratos del poeta se advierten algunos rasgos de esta herencia. A los padres frívolos y despreocupados pronto les molestó su pequeño hijo incorregible. En su primera infancia y por el resto de su vida la persona más cercana a él y por la que tuvo el mayor cariño fue su aya.

A los doce años, Pushkin se muda de Moscú a San Petersburgo e ingresa al liceo de Tsarskóie Seló.

Es uno de los treinta jóvenes nobles admitidos. Allí tuvo sus primeros amigos y admiradores, verdaderos camaradas con los que seguiría en contacto el resto de su vida. Lo admiraban, pero también lo protegían de los excesos de un temperamento que no sabía medir las consecuencias. A los dieciséis años, en 1815, escribe la oda “La libertad”, conmocionado por la victoria nacional sobre Napoleón y la entrada triunfal del ejército de Alejandro I en París, lo que enorgullecía a toda Rusia. La exaltación de la llamada “guerra patria” caldeaba los ánimos. Sus compañeros de liceo serán, años después, en 1825, los llamados decembristas o dekabristas (por diciembre, en ruso), los que llevaron a cabo la primera revolución que se produce en Rusia contra el poder totalitario del zar. Fue una revuelta de los nobles y la primera a favor de la liberación de los siervos. Por primera vez estos oficiales entraron en contacto con los soldados rasos, con el pueblo, en su materialidad más directa: los cuerpos de los campesinos reclutados o enviados por sus dueños, los terratenientes, al frente, muchas veces sin botas ni ropa adecuada. La entrega de esos soldados a la lucha por su país y la convivencia en el frente de batalla fueron para los nobles la revelación de una vida ignorada. Como lo fue el contacto directo con los sistemas de monarquías parlamentarias europeas.

La derrota de Napoleón posiciona a Rusia como una nueva y temible potencia europea y a Alejandro I como el gran vencedor de quien había asolado Europa. Se sentía un dios, y si bien antes había considerado ciertas reformas sociales solicitadas por sus oficiales nobles, luego de la derrota de Napoleón y de la restauración de las monarquías, todavía bajo los ecos del terror de la Revolución Francesa que sentían resonar y había aterrorizado a Europa, las coronas europeas crean la Santa Alianza y se abroquelan en sus poderes absolutos. El zar le cerró las puertas a cualquier tipo de flexibilización del régimen.

Proliferaron las logias secretas, a las que concurrían los oficiales y en las que se discutía cómo lograr las reformas ahora rechazadas, cómo cambiar y modernizar Rusia. Aunque menor que ellos, entre estos compañeros se forma Pushkin, y concurre a todas las reuniones. Su poesía fue la inspiración de la insurrección; los poemas revulsivos y anárquicos que circulan entre los jóvenes y su comportamiento hacen que, en 1820, el zar escriba al director del liceo: “Es necesario enviar a Pushkin a Siberia, inunda Rusia de versos indignantes, todos los jóvenes los conocen de memoria”. Gracias a Karamzin, historiador y escritor laureado, y a la intervención de amigos, su destino es cambiado por el de Besarabia, al sur. Comenzaba un largo camino de destierros para el joven poeta.

Previo al primer destierro y cuando sale del liceo, el conde Pushkin entra al servicio del zar en el Ministerio de Asuntos Exteriores, nombramiento puramente nominal. Los nobles no trabajaban. La vida de un noble en Rusia consistía en, luego del liceo, entrar en el ejército, y la máxima aspiración era pasar a ser parte de la Guardia Imperial del zar. Simplemente se vivía de las enormes riquezas heredadas y se era habitué de las fiestas y actividades de la corte y de las cacerías en las enormes haciendas. A los dieciocho años Pushkin se zambulle en esa vida de excesos: bailes en la corte, mujeres sin fin, duelos, borracheras y, como Dostoievski y Tolstói, adicción al juego de cartas. Aconsejado por una mujer, Mary Smith, la esposa de un embajador, en la adolescencia Pushkin deja el francés y comienza a escribir en ruso; nunca más volverá a escribir en francés.

Romanticismo y realismo

En un contexto más amplio, Pushkin pertenece al movimiento romántico que, desde 1790, venía cambiando radicalmente los aires estéticos y políticos de Europa y que, al comienzo del siglo XIX, tiene como trasfondo las guerras napoleónicas. Forma parte de la generación de los grandes revolucionarios, de los grandes arriesgados, de los rebeldes: la segunda generación de escritores románticos. Aunque admiraba a Byron desde la pubertad, creo que por temperamento Pushkin se parece más a Percy Shelley, el tipo de poeta que lo arriesga todo; lo que escribe en este período se asemeja a los poemas políticos de Shelley, como “La máscara de la anarquía”. Estoy pensando en la oda “La libertad”, escrita a los dieciséis años. Byron sí fue el modelo vital de Pushkin. Las peregrinaciones de Childe Harold, el poema de rebeldía de Byron contra su propia clase y la sociedad inglesa, está presente en Eugeni Oneguin, no en su forma poética, sino en la construcción del personaje. Un torbellino de influencias que, sumado a su temperamento, cifra en Pushkin todo el cambio del siglo: deja atrás las jerarquías racionales que dominaban la estética para abrir paso a las formas oscuras del inconsciente, las transgresiones de la moral y, en la historia, a la búsqueda de una identidad nacional a través de la lengua y al apoyo a las rebeliones por la libertad de los pueblos. Byron es el primer viajero que trae a Occidente una visión del Oriente desconocido y exótico. Pero en este detalle fundamental Pushkin se distingue de Byron ya que, para un ruso, Oriente, el Imperio Otomano y los musulmanes estaban en su frontera sur, en Odesa y el Cáucaso. Los motivos orientales, convertidos en clisés, en los topoi del romanticismo, no son lo que deslumbra a Pushkin: lo que él desea y anhela es la libertad que posee Byron, ya que es un prisionero en su propio país. Su peregrinación será al corazón de Rusia, hacia su interior, hacia el pueblo ruso. Imposibilitado de “peregrinar”, o peregrinando como desterrado en su propio país, traslada la transgresión a la mirada, que se hunde en el cuadro campesino, gitano, aldeano, en búsqueda de esa veta auténtica, que es lo que va a hacer en Eugeni Oneguin: el descubrimiento, por parte de un noble de San Petersburgo, de un cínico lleno de spleen, de la vida en la Rusia profunda.

En su liquidación de la literatura anterior, miméticamente dieciochesca, Pushkin exalta la imaginación y la expresividad individual, pero dominada por la forma. Formas nuevas, o creadas por él según lo requiriera lo que está escribiendo: canciones, poemas narrativos, poemas líricos, odas, novela en verso, teatro, recurre espontáneamente a todo, y lo que no encuentra, lo inventa. La versatilidad formal de Pushkin asombra: fue un genio mozartiano. Fue un virtuoso brillante, una multiplicidad diáfana que podía acceder a cualquier tipo de composición, sea en verso o prosa, y desarrollarla con transparencia y espontaneidad. Hay en su obra una enorme libertad, un impulso estético que lo hace sumergirse extasiado en la magnificencia natural del Cáucaso, del mar o de la estepa, o fascinarse con las costumbres gitanas, las tradiciones campesinas y los relatos populares. Tanto se apasionó por los relatos de la tradición oral y por las canciones folclóricas campesinas, que desafió a un estudioso de la universidad de Moscú a que, de su cuaderno particular de notas, distinguiera cuáles eran las canciones anónimas populares auténticas y cuáles las compuestas por él: el antropólogo no supo diferenciarlas. Pushkin fue un genio luminoso, solar, a quien le gustaba reír, así como Dostoievski fue un genio piadoso y sombrío.

Como sea, su romanticismo es permeado por la situación general del imperio y el conocimiento directo de la tradición popular, transmitida en su primera infancia por su aya. Sus sucesivos destierros hacia los límites del país le dan el conocimiento de geografías y costumbres de las aldeas campesinas, de los mujiks, de la libertad de los gitanos y de la vida en los cuarteles militares en los que debe vivir y cuya descripción lo lleva muy temprano a una transición hacia el realismo.

El primer texto de Pushkin, a los veintiún años, que le da una inmediata popularidad, es Ruslán y Ludmila, poema narrativo basado en un cuento de hadas ruso-oriental. Allí aparecen un enano maligno de larguísima barba en la que anida su poder, hechizos, un sombrero que vuelve invisible a quien lo usa y salva a la princesa Ludmila, y una cabeza parlante. Se perciben una estrategia y una lógica narrativas estilo Las mil y una noches, con una gracia, un divertimento, que lo hicieron de inmediato popular: la gente lo aprende de memoria y empieza a rodar por los pueblos. Ésta es, digamos, la primera operación literaria de Pushkin, de un solo golpe: tomar un cuento popular que le contaba su aya y ponerlo en verso y en ruso. Es el paso que no tiene vuelta atrás: legitimar el caudal folclórico de los cuentos populares. Pero su gran gesto fundacional es llevar la lengua rusa a una escala de uso literario antes nunca vista: del verso popular de métrica simple a un sofisticado nivel poético que implica la creación de versos, métricas y estrofas particulares o especialmente creadas: el ruso como lengua literaria y de los temas folclóricos como materia.

Desde el comienzo, tuvo muy claras las deficiencias de la literatura rusa y el hecho de que estaba en los inicios de una enorme tarea por hacer. En una carta desde uno de sus destierros, en 1824, dice:

Aún no tenemos literatura ni libros; desde nuestra infancia todos nosotros bebemos nuestro conocimiento de libros extranjeros. Nos hemos acostumbrado a pensar en una lengua extranjera. […] Ahora bien, erudición, política y filosofía no fueron tratados aún en ruso. Carecemos totalmente de lenguaje metafísico. Nuestra prosa es tan poco cultivada que hasta en una simple carta nos vemos obligados a utilizar giros para explicar las cosas más comunes, lo cual se debe a que la clase de lectores es limitada, la literatura no es una necesidad del pueblo pues le falta la opinión pública. (Citado por Figes)

Voy a volver sobre estas palabras, pero antes quiero referirme a un personaje singular.


Índice de la obra

Rusia

Clase uno: Por el camino de la literatura rusa clásica

Alexander Pushkin

Clase tres: El suicidado por la sociedad

Nikolai Gógol

Clase cuatro: El extraño ucraniano

Case cinco: La risa incomprendida

Fiódor Dostoievski

Clase seis: El oscuro explorador del alma

Clase siete: El Gran Inquisidor

León Tolstoi

Clase ocho: El delicado cazador de osos

Clase nueve: Espejo de la Revolución

Antón Chejov

Clase diez: retrato de un desconocido


Alfaguara, Penguin Random House, 2023. Sylvia Iparraguirre es egresada y docente de Letras de la Universidad de Buenos Aires. Dirigió, junto a quien fuera su esposo, Abelardo Castillo, las míticas revistas literarias “El escarabajo de oro” y “El Ornitorrinco”. Es autora de cuentos y novelas como “En el invierno de las ciudades”, “El país del viento”, “La tierra del fuego”, “Encuentro con Munch”, “La orfandad” y “El muchacho de los senos de goma”, éstas dos últimas forman parte de la trilogía “Historia Argentina”, que culmina con “Antes que desaparezca”. También escribió numerosos ensayos, publicados tanto en el ámbito académico como en medios de prensa, y un volumen autobiográfico sobre sus lecturas: “La vida invisible”. Recibió el Premio Municipal de Literatura, el Premio Sor Juana Inés de la Cruz, el Premio Konek de Platino en Novela y el Premio Nacional Esteban Echeverría a su trayectoria. Sus libros se han traducido a múltiples idiomas

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