Isadora, o cómo bailar “La Internacional”

“¡Adiós, Viejo Mundo! ¡Salud para el Mundo Nuevo!”. El paso de Isadora Duncan por la Rusia soviética.

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Artículo de viento sur

En la antesala del centenario del octubre-noviembre rojo, la antesala – septembrina ésta- de otra efemérides redonda: los 90 años de la muerte de Isadora Duncan, bailarina del futuro. Se presumen para entonces glosas de su vida intensa, esplendorosa, dolorida, escandalosa y trágica; glosario que, casi con toda seguridad, pasará como de puntillas por su participación breve y ardorosa en la revolución a la que fue invitada.

Sus memorias /1 terminan con estas palabras: “¡Adiós, Viejo Mundo! ¡Salud para el Mundo Nuevo!”. Abandonaba –ella suponía que para siempre- ese viejo mundo que detestaba, para acudir a la invitación de la revolución emergente que le prometía realizar sus sueños y sobre todo uno: su sueño hegemónico de tener al fin una escuela de baile estable, sin la accidentada inestabilidad de otras anteriores, donde formar a los bailarines de un esperanzado porvenir.

En la primavera de 1921 recibió este telegrama del gobierno de los soviets: “El gobierno ruso es el único que puede comprenderla. Venga a nosotros. Haremos su escuela”.

Fue la esperanza, el entusiasmo y su fe en esa revolución lo que le hizo acoger aquel telegrama como lo más prodigioso con que la vida le obsequiara últimamente. “Iba hacia otra esfera” confiesa, “dispuesta a ingresar en el dominio ideal del comunismo. No llevaba ropa. Me figuraba que iba a pasar el resto de mi vida con una blusa de franela roja, entre camaradas igualmente vestidos con sencillez y llenos de amor fraternal”.

Comentarios finales de su autobiografía bastante ilustrativos del espíritu apasionado, de la rotundidad de su compromiso, pero también de un rematado idealismo romántico, tan característico de su personalidad. “Sí, iré a Moscú y enseñaré a vuestros niños sin ninguna condición, salvo la de que me proporcionéis un estudio y el dinero preciso para mi trabajo”, respondió de inmediato Isadora.

Los anfitriones pusieron a su disposición un palacio de la calle Prechistenka de Moscú, que había pertenecido al magnate Smirnov, el del vodka, y luego a otro empresario, casado con una primera bailarina del Teatro Bolshoi. La mansión se transformó pronto en Escuela de Danza Futura y en hogar del matrimonio Isadora-Sergei. Ella, enemiga proverbial del vínculo conyugal, consintió en casarse con Essenin, el poeta ruso máximo representante de la escuela imaginista, del que se separó meses después.

La californiana de San Francisco, atea, teórica y practicante del amor libre, acérrima defensora de los derechos de la mujer, enemiga de clase de la burguesía que tanto la aduló -y no digamos de la nobleza-, enemiga también de ese ballet de puntas y tutú que su amiga Pavlova llevó a máxima expresión bajo la batuta del maestro Petipa, y cuyos ensayos agotadores a Isadora se le antojaban crueles, inútiles y absurdos, defensora como era de una danza nueva, descalza, combativa, liberadora de cuerpos y mentes, inspirada en la naturalidad de los olas de ese mar que la vio nacer y en la gracia de los frisos griegos, se encontró con un Moscú recién salido de una guerra civil de dos años, hambriento pero triunfal.

Ese ‘ballet” imperial de la Pavlova y otros/otras representaba, según Isadora, “la expresión intrínseca de la etiqueta zarista” y “estaba tan firmemente arraigado en Rusia que hacía imposible todo cambio”. Visión premonitoria.

“No era un Moscú sucio, de calles descuidadas y de vida lánguida, como pretendían determinadas propagandas —contó después ella—, sino una población animada y animosa…” Entonces vio que los teatros estaban “concurridísimos”, que se habían “triplicado en poco tiempo y que eran muy visitado.”/2

Nos han quedado pocos testimonios de aquella estancia en la Rusia revolucionaria. Cuando murió por culpa de ese maldito foulard que la ahorcó al enredarse en los radios de una rueda trasera de descapotable en Niza (septiembre, 1927), Isadora, que acababa de terminar de escribir sus memorias, proyectaba escribir otro libro titulado Mis dos años en la Rusia bolchevique. La fatalidad que la persiguió toda su vida nos escamoteó ese testimonio, precioso sin duda, esencial, acerca de una estancia intensa envuelta en neblina.

Con certeza sí sabemos que inventó una coreografía para ‘La Internacional”, que bailó acompañada de sus alumnas moscovitas ante Lenin, instalado en un palco del Bolshoi, recordando acaso el momento en que llegó a Occidente la noticia del Asalto al Palacio de Invierno en Petrogrado, y escandalizó a una clientela encopetada improvisando ‘La Marsellesa” bailada, provocación máxima seguida de escandalera y senos al aire.

Sabemos también que inventó otras coreografías revolucionarias, como El joven guardia”, ‘La canción del trabajo,” o ‘¡Con coraje, camaradas!”, y que en años ulteriores a su marcha de la URSS llevaba en su repertorio dos danzas fúnebres en memoria de Lenin.

Entre lo genuino de su arte y de su carácter estuvo desdeñar el repertorio tradicional y consabido de música para ballet. En cambio convirtió a Beethoveen, Liszt, Wagner…en eficaces colaboradores. Pero su danza, decía ella, se fue alimentando de la voz potente de Whitman – ‘Hojas de hierba”-, el poeta de América, y del espíritu de un Nietzsche, al que Isadora adjudicó el título de “primer filósofo bailarín”.

Intuimos que además de a Essenin, en aquella Rusia enardecida de vanguardismos, conoció a Maiakovski con sus futuristas, a Kandinsky y su arte abstracto, a Malevich con su suprematismo, a los hermanos Gabo-Pevsner y su constructivismo escultórico, a Chagall con su expresionismo surreal y delirante, a Tatline, a Vesnin, a El Lisistky con sus geniales, arquitectónicas, utopías. A Rodchenko, a la Stepanova, a la Popova…

A la Krupskaya, compañera de Lenin, con cargo de enseñante en el Narkomprós de Lunacharky (3), empeñada en la alfabetización urgente de todos los niños rusos.

A Meyerhold, que le sería presentado –sin duda- por su maestro Stanislavsky, íntimo de la Duncan, y al que Meyerhold negó con su ‘Octubre Teatral” y su ‘Biomecánica”, para servir a un teatro futurista, y no a ese intimismo impresionista de un Chejov, como hacía el creador del célebre Método actoral y fundador del Teatro de Arte de Moscú…

La concienciación revolucionaria, su personalidad política, conoce diversas fuentes. No es menor la de aquel recuerdo negro de un día del invierno de 1905, entrando en San Petersburgo al alba, en una de sus visitas profesionales a Rusia, cuando quedó horrorizada con la imagen de un cortejo fúnebre de infinitos féretros de obreros fusilados la víspera por haberse presentado ante el Palacio de Invierno “para pedir al zar auxilio a su miseria y un poco de pan para sus mujeres y niños”.

Y cómo no reconocer, como fuente central de esa concienciación social, su propia biografía de emigrante en Londres. Isadora es de esos seres que no necesitaron leer el ‘Manifiesto Comunista” para entender la lucha de clases, algo que ella llevaba inyectado en vena.

Como explicación de tan breve estancia revolucionaria -su tormentosa vida y separación conyugal no bastan por sí mismas—, se ha dicho que Isadora no halló todo el apoyo prometido; que la escasez de la posguerra civil había hecho mella en las entidades culturales; que las vanguardias empezaban a ser acosadas seriamente por la burocracia rampante; y las organizaciones artísticas conservadoras se prometían hegemónicas, con un Lenin ya enfermo, y el torvo ‘realismo socialista” asomando por la puerta su mostacho.


1/‘Isadora Duncan. Mi vida”. Ed. Debate (Tribuna Feminista). Madrid, 1977.

2/Aguilera, M. Emiliano: ‘Pasión y tragedia de Isadora Duncan”. Ed. Iberia S.A. Barcelona, 1947.

3/ Comisariado Popular de Educación. Creado en 1917. Para dirigir sus destinos fue elegido Lunacharsky, veterano bolchevique de inmensa cultura al que Lenin había conocido en su exilio europeo.

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