El humanismo revolucionario de Ernest Mandel

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  • A Ernest Mandel se le conocía no sólo como al principal teórico de la IV Internacional, sino también como a uno de los mayores economistas marxistas de la segunda mitad del siglo XX.

Michael Lowy

Ernest Mandel fue uno de los más importantes dirigentes y continuadores del trotskismo en la segunda mitad del siglo XX. El pasado 20 de julio se cumplieron 25 años de su muerte. Reproducimos este artículo de Michael Lowy (uno de los referentes teóricos actuales del «mandelismo») que hace un recorrido popor su pensamiento y trayectoria, a pesar de que tenemos importantes críticas a sus concepciones y el balance de la política de la «Cuarta Internacional» bajo su dirección. Artículo traducido por Viento Sur escrito originalmente en febrero de 2018.

 

A Ernest Mandel se le conocía no sólo como al principal teórico de la IV Internacional, sino también como a uno de los mayores economistas marxistas de la segunda mitad del siglo XX. No obstante, el eco de su obra llegaba bastante más allá de las filas del movimiento fundado por León Trostsky o del círculo de estudiantes de economía.

De París a Sao Paulo, de Berlín a Nueva York y de Moscú a México, las razones de esa amplia atracción, de ese interés y de esa simpatía son numerosas. Desde luego, una de ellas consiste en la revolucionaria dimensión humanista de sus escritos.

Esta dimensión es uno de los principios unificadores de su pensamiento, un hilo rojo que atraviesa su obra, ya se trate del debate económico en Cuba, de la pobreza en el Tercer Mundo, de la economía política marxista o de la estrategia revolucionaria hoy en día. Cada cuestión —fuera esta económica o política—, cada acontecimiento, conflicto o crisis, todo ello lo relacionaba con una perspectiva global, con la lucha por una emancipación humana universal y revolucionaria. Su trabajo no era cautivo de un punto de vista estrecho, de un enfoque técnico o táctico, de un método economicista o “politicista”, sino que siempre tomaba pie en una perspectiva humanista revolucionaria más amplia, histórico-mundial.

Es la razón por la cual sus escritos económicos no se limitan nunca a analizar únicamente las fuerzas abstractas y las “leyes económicas”, sino que hablan de seres humanos concretos, de su alienación, de su explotación, de su sufrimiento —así como de la historia de sus luchas, de su negativa a someterse a la dominación del capital—. Es verdad que el humanismo de Mandel no tenía nada que ver con el ambiguo “humanitarismo” tan de moda hoy en día. Para un marxista como él, el futuro de la humanidad dependía directamente de la lucha de la clase de los oprimidos y de los explotados.

El humanismo marxista no ha sido analizado en ningún escrito de Mandel en concreto: se encuentra en toda su obra. A lo largo de las pocas páginas que siguen, intentaremos reunir sus ideas sobre el tema y, en cierta medida, sistematizarlas y criticarlas, sin pretensión alguna de exhaustividad. No es necesario aclarar que se trata de una interpretación de su pensamiento —inspirada en buena medida en marxistas “heterodoxos” como Lucien Goldmann y Walter Benjamin—. Nos concentraremos en especial en tres temas centrales, íntimamente ligados y dialécticamente articulados: el carácter inhumano del capitalismo, el socialismo como realización de las potencialidades humanas, así como el argumento a favor de un optimismo antropológico.

Existen sorprendentes lagunas en su obra: encontramos muy poco a propósito del debate sobre el “antihumanismo teórico” de Althusser o sobre la discusión en torno a la concepción marxista de la naturaleza humana. Pero ello puede explicarse por su reticencia a embarcarse en controversias estrictamente filosóficas. Más inquietante es la falta de atención dedicada a los crímenes contra la humanidad: el gulag estalinista, Hiroshima e incluso Auschwitz (hasta 1990). No puede decirse que estos acontecimientos históricos estén ausentes de sus escritos: hace mención a ellos (especialmente en los diez últimos años), pero con un estatus un poco marginal, sin otorgarles todo su significado histórico-mundial en calidad de desastres de la modernidad.

Mandel era un heredero demasiado orgulloso de la Ilustración, discípulo de las Luces francesas y de su filosofía optimista del progreso histórico, como para percibir estos acontecimientos como rupturas civilizatorias, como hitos centrales del siglo XX o como argumentos a favor de una crítica general —en el espíritu de la Escuela de Frankfurt— de toda la civilización industrial moderna. No los entendió ni como desafío a la idea de progreso inherente a una cierta interpretación “clásica” del marxismo, ni como giro mayor de la historia humana que exigiera una interpretación diferente de nuestro siglo.

La crítica del capitalismo como sistema inhumano es para Mandel —como para el propio Marx— uno de los argumentos principales a favor de la necesidad de luchar contra este modo de producción y a favor de su abolición revolucionaria. Por supuesto, Mandel —como Marx— es consciente del rol civilizatorio del capitalismo, y de su contribución al progreso humano a través del desarrollo exponencial de las fuerzas de producción. Pero insiste en el hecho de que, desde el principio, “el capitalismo industrial ha desarrollado una combinación de progreso y de regresión, de fuerzas productivas y de tendencias regresivas”. La naturaleza regresiva e “inhumana” del capitalismo se manifiesta en la mutilación de la vida y de la naturaleza humanas, del potencial de libertad, de felicidad y de solidaridad de la humanidad.

El capitalismo es un sistema que produce y reproduce la explotación, la opresión, la injusticia social, la desigualdad, la pobreza, el hambre, la violencia y la alienación. El concepto de alienación —esto es, la servidumbre de los seres humanos por el producto de su propio trabajo, las “leyes” de la producción mercantil, la organización social transformada en fuerza hostil e independiente— es un componente esencial de la crítica de Mandel al capitalismo. Como consecuencia de la alienación, los seres humanos —tras haber escapado, en cierta medida, a la tiranía de la fatalidad natural— se vuelven víctimas de una fatalidad social que parece condenar la humanidad a las crisis, a las guerras, a las dictaduras y, quizá mañana, a un desastre nuclear. El trabajo alienado es una alienación de la naturaleza humana, una negación del ser humano como ser social y político, pues subordina las relaciones humanas a una acumulación irracional de riquezas. Mediante fórmulas como la división del trabajo, mutila a la persona humana de una manera que es contradictoria con la propia naturaleza humana, así como con el desarrollo armonioso del individuo. (Es por cierto en estos escasos pasajes en los que Ernest Mandel utiliza el concepto de naturaleza humana sin definirla por ello de una manera u otra).

En su libro sobre la formación del pensamiento económico de Karl Marx, Mandel polemiza con los marxistas —casi siempre asociados a los partidos comunistas, como Wolfgang Jahn, Manfred Buhr, Auguste Cornu, Emile Bottigelli y por supuesto Louis Althusser— sobre el rechazo de estos hacia el término alienación, que tachan de “anticientífico” y “premarxista”, y que asocian al universo intelectual humanístico-feuerbachiano del “joven Marx”. En sentido contrario a esta toma de posición, Mandel explica que el término Entfremdung no desaparece en modo alguno de los escritos económicos más tardíos de Marx: un estudio de su evolución intelectual muestra el paso de una concepción antropológica de la alienación, característica de los Manuscritos de 1844, a una concepción histórica, que se puede encontrar en La ideología alemana, los Grundrisse e incluso en El Capital.

La alienación capitalista produce y reproduce también la venalidad universal y la mercantilización de la vida social: todo ha de poder venderse o comprarse en el mercado. La privatización frenética del consumo y de la vida destruye el tejido vivo de las relaciones humanas, disminuyendo cada vez más la comunicación oral y la acción común, dejando a los seres humanos sin los lazos de afecto y de simpatía que emanan de los grupos colectivos, o produciendo más y más soledad y cinismo. El individualismo egoísta, la competitividad y el afán de lucro dominan las relaciones sociales y conducen a una guerra de todos contra todos que extirpa los sentimientos, los valores y las iniciativas de acción que caracterizan a la humanidad: la protección del débil, la solidaridad, el deseo de cooperación y de apoyo mutuo, el amor al prójimo. (El ateo marxista Ernest Mandel no dudaba en hacer uso de este mandamiento “cristiano” en sus escritos).

Homo homini lupus et bella omnium contra omnes: no es tal la expresión esencial de la naturaleza humana —como Hobbes y tantos otros ideólogos burgueses pretenden—, sino más bien la expresión del espíritu del capitalismo. La lógica del sistema conduce a formas masivas de violencia social, como la destrucción brutal de las sociedades precapitalistas a lo largo del largo proceso de acumulación primitiva y de colonización descrito por Marx y Engels: estos últimos “eran humanistas demasiado apasionados como para no rebelarse contra tales crímenes abominables”. Con el surgimiento del imperialismo, las formas coloniales de violencia son transferidas —a un nivel aun más destructor— hacia las metrópolis avanzadas, tomando la forma de guerras mundiales y, más tarde, del fascismo. No hubo ni un solo año sin guerra desde 1935. La Primera Guerra Mundial, que costó la vida a decenas de millones de personas, fue un momento de cambio en la historia de la humanidad debido a sus niveles de brutalidad y de violencia. Pero fue superada, y de lejos, por la Segunda, con sus 80 millones de muertos y sus nuevos niveles de barbarie, desconocidos hasta entonces: Auschwitz, Hiroshima. “¿Cuál será el precio de una Tercera Guerra Mundial?”.

Claro que el capitalismo no tiene el monopolio de la barbarie: su rival y su álter ego, el sistema burocrático estalinista, es responsable igualmente de crímenes monstruosos. Los procesos y las “purgas” de los años 30 constituyen para Mandel “toda una serie de tragedias y de crímenes producidos a una escala gigantesca”, con el asesinato de millones de víctimas, entre las cuales se encontraban la mayoría de dirigentes comunistas de la Unión Soviética. La lista de crímenes estalinistas comienza con la colectivización forzada en la URSS, y termina con los horrores del régimen de Pol Pot en Camboya.

Prevenir nuevas guerras e impedir nuevas explosiones de barbarie, tales son algunas de las razones más urgentes de luchar contra el sistema capitalista —a la par que se lucha contra su contraparte burocrática—. “Socialismo o barbarie”: la fórmula de Rosa Luxemburg que aparece a menudo en los escritos de Mandel subraya con fuerza el hecho de que el advenimiento de un mundo socialista no tiene nada de inevitable, sino que constituye simplemente una de las muchas posibilidades del desarrollo histórico futuro. No es casualidad que el título escogido por Mandel para el Manifiesto de la Cuarta Internacional de 1992 fuera Socialismo o barbarie, justo al alba del siglo XXI.

Esta manera de plantear la alternativa muestra que Mandel escribía menos como “oráculo” —es decir, alguien que pretende predecir un futuro inevitable— que como “profeta” —esto es, en términos bíblicos, una figura que anuncia lo que pasará si el pueblo deja atrás sus mejores tradiciones—. El profeta expresa únicamente una anticipación condicional: habla del desastre inminente que tendrá lugar si no se actúa contra el peligro existente. Si se entiende así, la profecía es un componente esencial de cualquier discurso estratégico revolucionario —como ocurre en el célebre panfleto de Lenin de 1917, La catástrofe inminente y los medios para evitarla—.

Desde 1985, la expresión “socialismo o barbarie” es progresivamente desplazada en el discurso de Mandel por una nueva: “socialismo o muerte”. El capitalismo conduce a catástrofes suicidas que amenazan no solamente la civilización, sino la propia supervivencia física de la especie humana —de no producirse una acción revolucionaria a escala mundial contra el sistema—.

¿Acaso es esta una concepción demasiado apocalíptica del futuro? Mandel no dudaba en emplear visiones “apocalípticas” para ilustrar sus llamadas de atención. En su ensayo de 1990 sobre el futuro del socialismo, evoca la llegada —ya efectiva— de los cuatro jinetes del apocalipsis: la amenaza de guerra nuclear, el peligro de un desastre ecológico, el empobrecimiento del Tercer Mundo y las amenazas a la democracia en las metrópolis. A Mandel le indignaba especialmente la muerte de 16 millones de niños al año en los países del Tercer Mundo por desnutrición y a causa de enfermedades curables (según UNICEF): “Cada cinco años, esta hecatombe silenciosa provoca le mismo número de víctimas que la Segunda Guerra Mundial, incluyendo el Holocausto e Hiroshima. El equivalente de varias guerras mundiales contra los niños desde 1945: ese es el precio de la persistencia del capitalismo internacional”.

A pesar del “optimismo antropológico” de Mandel (que analizaremos más adelante), no se encuentra en su discurso ninguna creencia complaciente en el “progreso” irreversible, ni fe alguna en el futuro. Si el marxismo ha de aliar, como dijera antaño Gramsci (citando una expresión de Romain Rolland), el “pesimismo de la razón” y el “optimismo de la voluntad”, no se echa en falta pesimismo racional en las llamadas de atención “proféticas” de Mandel. Por ejemplo, en uno de sus últimos libros publicados, Poder y dinero (1992), afirmaba lo siguiente: “Si la irracionalidad sigue dominando en el ámbito de las armas nucleares y con la amenaza de un desastre medioambiental, la humanidad está condenada a la extinción”. La supervivencia de la especie humana depende de su capacidad de parar “su trayectoria hacia la autodestrucción”. En otros términos, si las cosas continúan siendo “como de costumbre”, si no se produce ninguna acción revolucionaria, el curso “natural” de la historia —la tendencia espontánea de la pseudo racionalidad capitalista— conducirá a la catástrofe. Este pesimismo de la razón es una de las fuentes del sentimiento de urgencia moral y política que brota de los escritos de Ernest Mandel, así como de la superioridad de su diagnóstico respecto a tantas predicciones sosas y sensibleras de “progreso social”. Mandel no creía en el progreso lineal e insistía en la necesidad de explicar y de dar cuenta, en términos marxistas, de la “sucesión de períodos de barbarie y de civilización a lo largo de toda la historia humana”.

Sólo la revolución proletaria y el establecimiento de un nuevo modelo de producción, de un nuevo modo de vida, de una nueva civilización fundada en la cooperación y la solidaridad —esto es, el socialismo—, sólo ese conjunto de cosas pueden prevenir el desastre. Para Mandel, el destino de la humanidad está íntimamente ligado a la victoria de la clase obrera internacional. La emancipación de la humanidad en su conjunto depende de la emancipación del proletariado, pero hay que recordar que ambos términos no son idénticos: “La emancipación proletaria es una condición absoluta de la emancipación humana general; eso sí, es una condición solamente, no un substituto”. La emancipación universal exige no sólo la liberación de la clase obrera, sino la abolición de todas las formas de opresión y de explotación humanas: la de las mujeres, la racial, la de las naciones dominadas y la de los pueblos colonizados.

De hecho, para Mandel, la lucha revolucionaria proletaria —definida en términos marxistas clásicos— es la legítima heredera y la ejecutora testamentaria de miles de años de esfuerzos emancipadores de la humanidad trabajadora, desde Espartaco hasta Thomas Münzer y Babeuf. Hay una continuidad histórica en la lucha contra la injusticia social, una poderosa tradición de luchas humanas contra las condiciones inhumanas que alimentan la acción emancipadora proletaria.

La causa revolucionaria moderna se funda en los intereses materiales objetivos de una clase social —la de los asalariados, en el sentido más amplio—, pero se inspira igualmente, según Mandel, en los valores éticos, en el imperativo categórico (en el sentido kantiano del término, pero con un contenido completamente diferente) que formuló el propio Marx: luchar contra toda condición social que conlleve la explotación, la degradación, la opresión, la alienación de los seres humanos.

Luchar junto a las víctimas de la injusticia, contra la inhumanidad, contra las condiciones sociales inhumanas que transforman el mundo en un infierno, es un deber elemental, fundado en un principio axiomático: el único valor supremo para los seres humanos es el valor de los propios seres humanos. Sin ni mucho menos contradecir esta obligación moral, el materialismo histórico y la defensa del proletariado en la lucha de clases le aportan justificaciones suplementarias.

Este deber de luchar contra la explotación, la injusticia, la opresión y las circunstancias inhumanas no lo motiva en modo alguno la confianza ciega en que dicho combate termine con el triunfo del socialismo. Incluso si la ciencia demostrara que dicha lucha no tiene posibilidad alguna de triunfar en el futuro inmediato, el imperativo categórico seguiría siendo válido: “¿Acaso no se es una mejor persona si se intenta arrancar de las manos del amo el látigo con el que azota a su esclavo, o si se intenta organizar una revuelta contra el asesinato de masas (como en el gueto de Varsovia)? La resistencia a las condiciones inhumanas es un derecho y una obligación del ser humano —independientemente de todo saber o predicción científicos—“.

Si el socialismo revolucionario representa la esperanza de interrumpir el curso catastrófico de la humanidad hacia la autodestrucción, de abrir así una nueva era, no es —para el marxismo, al contrario de lo que tantos críticos superficiales pretenden— el “fin de la historia”, el “paraíso en la tierra”, la felicidad suprema o la armonía estable: es únicamente el final de la “prehistoria” humana, el final de las tragedias indignas de los seres humanos, y el comienzo de la verdadera historia humana, del verdadero drama humano. Las luchas de clases desaparecerán, siendo reemplazadas por nuevos conflictos, dignos de la especie humana y no animales y viles.

El socialismo es también el primer paso hacia la libertad. El control consciente de la producción por parte de los individuos asociados —la planificación democrática— es el comienzo de la realización de la libertad a través de la comunidad, con la supresión de las alienantes presiones externas creadas por las leyes económicas de la producción mercantil, las supuestas “leyes de hierro de la economía”.

En uno de los pasajes más evocadores de su Tratado de economía marxista, Mandel rechaza categóricamente la variedad positivista del marxismo, a ojos de la cual las leyes económicas son “objetivas” y “necesarias”, reduciendo así la libertad a la “conciencia de la necesidad”: toma pues partido por la “auténtica tradición humanista de Marx y Engels” —para quienes “el reino de la libertad comienza al terminar el reino de la necesidad”—, y afirma que la libertad no es una coerción “aceptada libremente” sino que consiste en el desarrollo libre y autónomo de los seres humanos, en un proceso permanente de cambio y de enriquecimiento. En el socialismo, ya no existen “leyes de hierro” ni hay lugar para la “economía política” en sentido estricto, pues la producción se basa en las decisiones libres y democráticas de los individuos asociados, según las necesidades sociales de sus comunidades.

Para el humanista revolucionario Ernest Mandel, el socialismo no es un objetivo “productivista”. En estos escritos económicos, subraya que, en el socialismo, el desarrollo de las fuerzas productivas deja de ser un fin en sí mismo para volverse un medio para alcanzar objetivos humanos: el crecimiento de la individualidad socialmente enriquecida. Los bienes son distribuidos cada vez más mediante medios diferentes de la circulación monetaria, según las necesidades. En lugar de acumular cosas, de producir más y más mercancías, el objetivo es el desarrollo polivalente de los seres humanos, la realización de todas sus potencialidades humanas. Los criterios de riqueza serán entonces el tiempo libre, el tiempo para la expresión creativa y el intercambio social —permitiendo así a cada individuo su propio desarrollo como persona completa y armónica—.

El homo faber moderno no tiene tiempo ni posibilidad de crear libremente, ni de jugar, ni de ejercer sus capacidades espontáneamente y sin egoísmo; cuando estas actividades son precisamente lo específico de la praxis humana. El ser humano socialista volverá a ser, como en el pasado precapitalista, homo faber y homo ludens a la par —en realidad, cada vez más ludens sin dejar de ser faber—: “El desinterés material viene coronado por la espontaneidad creativa que reúne en una misma juventud eterna el juego del niño, el impulso del artista y el eureka del sabio”.

Dicho de otra manera: el socialismo no es un “Estado”, un “sistema”, sino un proceso histórico de humanización progresiva de las relaciones sociales, capaz de conducir a la puesta en marcha de un nuevo sistema de relaciones humanas —en lugar de las relaciones reificadas de hoy— y, a fin de cuentas, al nuevo ser humano: “el humanismo socialista que pone la solidaridad humana y el amor del prójimo a la cabeza de todos los móviles de la acción humana es una contribución notable al nacimiento del nuevo ser humano”.

¿Acaso no se trata de una simple utopía más? A pesar de su admiración por Ernst Bloch, Mandel no categoriza casi nunca sus propias posiciones sobre la alternativa socialista posible como “utópicas” —un adjetivo empleado demasiadas veces para eliminar como “imposibles”, “irreales” o “impracticables” las proposiciones de cambio social radical—. Pero en Poder y dinero se refiere a la célebre rehabilitación que hace Lenin del sueño, cuestionando así la definición convencional y restrictiva del término “utopía”:

“Lenin, por improbable que parezca, llamó verdaderamente la atención sobre la importancia del derecho a soñar, con la condición de que el sueño sea relativo a aquello que no existe aun pero que podría realizarse en un determinado contexto, bajo ciertas circunstancias… La utopía, en el sentido más amplio del término, ha sido uno de los grandes motores de la realización del progreso histórico. En el caso del esclavismo, por ejemplo, su abolición no se habría producido en el momento y en las condiciones en las que se produjo si los abolicionistas revolucionarios y utópicos se hubieran limitado a luchar a favor de la mejora de las condiciones de los esclavos dentro de la institución particular”.

Según Mandel, el sueño revolucionario, el horizonte imaginario del futuro, la esperanza de un cambio radical, son todos ellos componentes esenciales de la vida humana: como Ernst Bloch, uno de sus autores marxistas contemporáneos preferidos, insiste en el hecho de que el ser humano es un homo sperans, esto es, un ser movido por el “principio de esperanza”. Claro que, en Mandel, esta dimensión utópica no se opone a la dimensión científica: ambas son elementos necesarios del movimiento socialista a favor de la emancipación revolucionaria.

La ciencia puede demostrar la existencia de la lucha de clases, pero no su resolución: “el socialismo o la muerte”. En el compromiso a favor de la causa proletaria socialista, hay necesariamente un elemento de fe, es decir (retomando la definición de Lucien Goldmann), una creencia en valores transindividuales cuya realización no puede ser objeto de prueba fáctica o científica. En uno de sus primeros ensayos de cierta amplitud —el artículo Trotsky, el hombre y su obra (1947)—, el joven Ernest Mandel escribía ya lo siguiente:

“En el corazón de todo marxista auténtico hay una creencia en el ser humano, sin la cual toda actividad revolucionaria pierde su sentido. A lo largo de los últimos veinte años de su vida, años de batallas de retirada, de lucha contra la infamia, la calumnia y la degradación creciente de la humanidad, Trotsky conservó esa fe inalterable, sin caer en la trampa de las ilusiones… Pero su fe en el ser humano no tiene nada de místico o de irracional. No es sino la forma más elevada de la conciencia”.

Esta fe en el ser humano —en los seres humanos— está íntimamente ligada, en el marxismo revolucionario, a la creencia en el potencial emancipador de la clase explotada. En un artículo cuyo sorprendente título es La victoria de León Trotsky —publicado en 1952, en el peor momento de la Guerra Fría—, Mandel afirmaba lo siguiente:

“El trotskismo es antes que nada la creencia, la fe inalterable en la capacidad del proletariado de todos los países para tomar las riendas de su destino. Lo que más diferencia al trotskismo del resto de corrientes del movimiento obrero es esta convicción… La convicción de Trotsky no era irracional o mística, sino que se basaba en la comprensión profunda de la estructura de nuestra sociedad industrial”.

Lucien Goldmann descubrió un denominador común entre la apuesta de Pascal por la existencia de Dios y la apuesta socialista por la realización de la auténtica comunidad humana: ambas implican la fe, el riesgo de fracasar y la esperanza del triunfo. En una referencia evidente a la tesis de Goldmann (que conocía bien), Ernest Mandel afirma en su ensayo sobre las razones de la fundación de la Cuarta Internacional (1988) que, dado que la revolución socialista era la única posibilidad de sobrevivencia del género humano, era razonable apostar por ella luchando por su victoria:

“Nunca ha sido tan pertinente como hoy el equivalente de la apuesta de Pascal en lo relativo al compromiso revolucionario. Sin compromiso, todo está perdido de antemano. ¿Cómo podríamos dejar de apostar por ello aunque las posibilidades de victoria no fueran más que de un 1%? En realidad, las posibilidades son mayores”.

En el corazón de la fe revolucionaria de Ernest Mandel reside una especie de optimismo antropológico, esto es, un optimismo fundado en la creencia de que, en última instancia, la aspiración a la emancipación posee un fundamento antropológico. “La rebelión es inherente al ser humano; mientras las humanidad siga existiendo, los oprimidos y los sometidos se rebelarán contra sus cadenas y la especie revolucionaria no desaparecerá nunca”.

Esto no quiere decir que los marxistas tengan una concepción ingenua y unilateral de la “bondad” intrínseca de la naturaleza humana: están de acuerdo con la psicología moderna (Freud) en que los humanos son seres contradictorios y ambivalentes. Su carácter alía el individualismo y la socialización, el egoísmo y la solidaridad, el espíritu destructor y la creatividad, Tánatos y Eros, la sinrazón y la racionalidad. Sin embargo, como enseña la antropología contemporánea, los humanos son seres sociales; ello significa que existe la posibilidad de organizar la sociedad de tal manera que esta favorezca el potencial humano de creatividad y de solidaridad.

Por otra parte, existen también razones históricas para el optimismo: el estudio de las sociedades primitivas muestra que la avaricia no es un componente de la “naturaleza humana” sino un producto de determinadas circunstancias sociales. Lejos de ser una “parte innata” del carácter humano, la tendencia a la acumulación primitiva de riqueza no existió durante miles de años: la cooperación y la solidaridad animaban la actividad de las comunidades primitivas tribales o aldeanas. No hay razón a priori alguna que impida que estas se vuelvan cualidades humanas universales en una futura comunidad socialista mundial. No es casualidad que, durante siglos, el socialismo haya sido el sueño de una vuelta a la “edad de oro” perdida.

Es de señalar que este argumento es uno de los pocos momentos “románticos” en el humanismo revolucionario de Mandel, a saber, la referencia positiva a las cualidades sociales y humanas de determinadas sociedades arcaicas precapitalistas, destruidas por la civilización capitalista y reinventadas en el socialismo moderno.

Apoyándose en este “optimismo antropológico” humanista revolucionario, Mandel rechaza categóricamente toda forma de “pesimismo antropológico”: el dogma de la naturaleza fundamentalmente “mala” del ser humano es pura superstición. Barnizado de manera pseudo científica por la escuela de Konrad Lorenz, que estipulaba la supuesta agresividad universal de los seres humanos, esta mistificación reaccionaria fue puesta en jaque por la teoría psicoanalítica de Freud, mucho más profunda, que demuestra que tanto Eros como Tánatos son componentes esenciales de la psique humana. Mandel resume así el problema en la conclusión de Poder y dinero:

“Los socialistas creen que todavía podemos evitar el Apocalipsis si incrementamos el nivel de racionalidad de nuestra conducta colectiva, si nos esforzamos en tomar las riendas de nuestro futuro. Estas son la libertad y la autodeterminación por las cuales luchamos. Creer que la humanidad es incapaz de ello no es ser “realista”, sino asumir que los hombres y las mujeres son inaptos de manera congénita para la preservación de sí mismos. Eso es superstición pura, una nueva versión del mito del pecado original”.

Este optimismo de la voluntad fundado en la antropología es un elemento decisivo del carácter de Ernest Mandel como pensador marxista y luchador: ilumina toda su vida, sus acciones y sus escritos políticos. Sin él, es casi imposible entender episodios tan increíbles de su vida como sus dos fugas de campos de concentración alemanes durante la Segunda Guerra Mundial. Fue seguramente un componente importante de su fuerza personal y de su coherencia, de su encanto persuasivo como orador público, del entusiasmo y de la esperanza que podía suscitar tan a menudo en sus auditores y lectores.

Pero cuando esta característica dejaba de ser un “optimismo de la voluntad” (en sentido gramsciano, esto es, combinado a un “pesimismo de la razón”) y se volvía una especie de “optimismo de la razón” infundado, o simplemente un exceso de optimismo, entonces se volvía fuente de gran debilidad. Ello motivó algunas de sus predicciones oraculares más optimistas, tan repetidas y tan falsificadas, sobre la “ascensión impetuosa de las masas” y la “inminencia de la avanzada revolucionaria” en la URSS, en España, en Alemania, en Francia, en Europa y en el mundo entero. Este fenómeno comenzó muy pronto, como lo muestra el ejemplo siguiente: en un artículo de 1946, Mandel —alias “E. Germain”— insistía en que las rebeliones de los años 44 y 45 no eran sino “la primera etapa de la revolución europea”, a la que seguiría rápidamente una segunda. “No habrá estabilización relativa”, escribía, “la situación actual no es más que la calma antes de la tormenta, una etapa transitoria hacia la revolución general”. Cerrando la puerta a toda posible respuesta, “E. Germain” concluía que lo que le inspiraba tal análisis “no era optimismo, sino realismo revolucionario”. No es necesario aquí añadir comentario alguno.

Las predicciones excesivamente optimistas de Mandel fueron de corta duración. Pero su mensaje humanista revolucionario sigue siendo tan pertinente como nunca:

“Los marxistas no luchan contra la explotación, la opresión, la violencia masiva contra los seres humanos y la injusticia a gran escala únicamente porque esta lucha promueva el desarrollo de las fuerzas productivas o de un progreso histórico entendido de manera demasiado limitada… Aun menos combaten estos fenómenos sólo porque que esté científicamente demostrado que la lucha acabará con la victoria del socialismo. Combaten la explotación, la opresión, la injusticia y la alienación en cuanto que estas son condiciones inhumanas, indignas. Son un fundamento y una razón suficientes”.

El compromiso político y moral inquebrantable de Ernest Mandel a favor de la emancipación de la humanidad, su poderoso sueño de una solidaridad humana universal, seguirán con nosotros durante largos años, e inspirarán la lucha de las generaciones futuras.

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