Memorias del imperio

Una crónica de viaje y reflexión sobre la memoria histórica.

0
14

“Federico Segundo venció en la Guerra de los Siete Años,

¿Quién más venció?

Cada página una victoria

¿Quién guisó el banquete del triunfo?

Cada década un gran personaje.

¿Quién pagaba los gastos?

A tantas historias, tantas preguntas”.

Preguntas de un obrero que lee. Bertolt Brecht

La memoria histórica en Berlín es muy selectiva, con el agravante de ser una ciudad donde transcurrieron muchos de los eventos que marcaron la historia universal contemporánea, por lo cual unos se superponen sobre los otros. Esta saturación histórica es filtrada en función del Estado diseñado por la burguesía alemana que, como analizamos previamente, tiene como uno de sus ejes representar al nazismo y estalinismo como formas de “totalitarismos”, para así legitimar al capitalismo liberal como la mejor forma de organización social y económica.

Junto con esto, al recorrer la ciudad percibimos otro elemento constitutivo de la “nueva” Alemania, aunque esta vez presentada de forma positiva. Nos referimos al rescate sutil del pasado prusiano. Eso es comprensible en la lógica de una potencia capitalista, para la cual es desbalanceado articular su identidad a partir de una historia de invasiones y destrucción extrema, pues es un relato donde queda expuesta como una nación endeble. Para medirse con otras potencias y postularse como fuerza hegemónica en Europa, se requiere de cierta dosis de soberbia imperial, con más razón cuando los competidores ostentan la gloria de sus longevos imperios coloniales, con los cuales saquearon continentes enteros y se transformaron en referentes culturales con la imposición de sus idiomas, literaturas, religiones, tradiciones culinarias, etc.

Por este motivo, la reconstrucción de Berlín se realizó/realiza bajo la lógica de la restauración; una combinación conservadora donde se mezcla la restitución simbólica de elementos imperiales con la modernidad que distingue al capitalismo alemán. Esto se expresa de diferentes maneras, pero nos referiremos a las que nos resultaron más evidentes: la arquitectura y el legado imperial prusiano.

  1. Arquitectura

Según los estándares europeos, Berlín con sus ochocientos años de historia es una ciudad “joven” y, en comparación con otras urbes del continente, no cuenta con una gran cantidad de edificios de la edad media o del siglo XIX. Recordemos, además, que sus calles y avenidas fueron severamente castigadas o destruidas completamente durante la segunda guerra mundial.

Asimismo, en los últimos 150 años la ciudad estuvo al menos bajo seis regímenes políticos diferentes: militarismo imperial prusiano, la República de Weimar, la barbarie contrarrevolucionaria del nazismo, la dictadura burocrática estalinista y el ultra capitalismo neoliberal (mezclado con décadas de fuerte presencia estadounidense). Todos procuraron dejar su huella por medio de obras identificadas con su visión del mundo, por lo cual el panorama arquitectónico de la ciudad se tornó impredecible. En sus cuadras se combinan aleatoriamente “capas” de arquitecturas pasadas, como edificios decimonónicos, iglesias góticas, fábricas modernistas, sinagogas de estilo oriental o los bloques de apartamentos de influencia estalinista[31].

La asociación entre poder y arquitectura no es un invento berlinés, pero su peculiaridad consiste en la confluencia de grandes eventos históricos en un espacio y tiempo tan reducido. A pesar de eso, es evidente que la burguesía alemana apuesta por recuperar aspectos del viejo esplendor imperial, lo cual se refleja en algunas obras públicas de gran valor económico y simbólico.

Un caso ejemplar es el Palacio de la Ciudad, otrora residencia de la dinastía imperial Hohenzollern. Este edificio fue severamente dañado por los bombardeos en la segunda guerra mundial y, en su lugar, las autoridades de la antigua RDA construyeron el Palacio de la República (inaugurado en 1976), una estructura moderna para la época y cuyo nombre la distanciaba del pasado imperialista de su antecesor. Tras consumarse la reunificación en los años noventa, el aristócrata y empresario Wilhelm von Boddien, inició una campaña para la reconstrucción del Palacio Imperial, un llamado que tuvo eco dentro del Bundestag (parlamento federal alemán), pues en 2004 este órgano acordó demoler la estructura erigida en la RDA y reconstruir el palacio original.

Eso desató protestas de sectores vinculados a la cultura y el arte, pues consideraron que era un atropello contra un edificio que hacía parte de la memoria histórica del Berlín contemporáneo. A pesar de eso, la demolición se llevó a cabo (a un costo de 119 millones de euros) y, en 2021, fue oficialmente inaugurada una réplica del Palacio Imperial (cuya reconstrucción requirió otros 600 millones de euros), aunque rebautizado como “Humboldt Forum”. ¡Un oportuno “camuflaje” ilustrado y liberal para guardar las apariencias!

Algo similar podemos decir del Reichstag, sede del parlamento federal alemán. En 1933 fue severamente dañado por un incendio, el cual fue aprovechado por los nazis para desatar una cacería de comunistas y declarar un estado de excepción (todo apunta que fue un atentado provocado por los mismos nazis). Posteriormente, fue un objetivo militar en la guerra mundial -particularmente en la durísima batalla final por Berlín-, por lo cual quedó en ruinas y fue restaurado parcialmente en 1956, aunque fue un edificio prácticamente inutilizado hasta la caída del Muro porque la capital de la RFA se trasladó hacia Bonn. Por ese motivo, tras la reunificación resurgió el interés en su restauración para que, nuevamente, albergara el parlamento federal. Eso se materializó en 1999 con la construcción de una nueva cúpula de vidrio, una intervención muy simbólica que refleja a la Alemania moderna, pues combinó “una decoración de alta tecnología encima de una estructura autocrática heredada de los Kaisers”[32].

Otro caso es la ciudad de Postdam, capital del estado de Brandemburgo y ubicada a unos 35 km de Berlín. Su principal atractivo son los palacios de la monarquía prusiana y la exuberancia de sus jardines reales, por lo cual es conocida como una versión alemana de “Versalles”, aunque más pequeña. Al igual que gran parte de Berlín, esta ciudad resultó muy dañada con los bombardeos durante la guerra y, tras la división del país, quedó bajo control de la RDA. Bajo el estalinismo, la ciudad perdió su “esplendor”, en parte porque las autoridades no tenían interés en rescatar su simbología prusiana, pero también porque se transformó en un lugar habitado por familias trabajadoras. Pero eso cambió después de la reunificación, pues las autoridades federales alemanas se enfocaron en reconstruir sus edificios icónicos, como el Palacio Municipal y la Iglesia de la Guarnición. Asimismo, la región experimentó un proceso de gentrificación y se tornó en el nuevo centro de reposo para la burguesía que, en adelante, compró las villas rodeadas por hermosos bosques para descansar los fines de semanas, expulsando a sus antiguos pobladores obreros del lugar.

No estamos en contra de la restauración de edificios históricos. Por el contrario, nos parece una tarea fundamental para la preservación del patrimonio cultural de la humanidad. El problema es la forma que la burguesía alemana lleva a cabo esa labor, pues su objetivo es restaurar los elementos más retrógrados del pasado prusiano para fortalecer su proyecto imperialista del presente, a la vez que no responde a las demandas sociales para garantizar un verdadero derecho a la ciudad.

Por ejemplo, retomemos el caso de la ciudad de Potsdam, la cual se transformó en un importante centro turístico por la exuberancia de sus antiguos palacios y jardines imperiales, en los cuales se exalta el suntuoso estilo de vida de la familia real prusiana, pero en ningún momento crítica la estructura social y política opresiva que garantizó ese nivel de vida a la nobleza prusiana.

Aunado a esto, es incompresible las prioridades urbanísticas de las autoridades berlinesas, las cuales no tienen problema en despilfarrar más de 700 millones de euros para derrumbar un edificio completamente funcional (aunque primero fue necesario retirar residuos de asbesto) y construir una réplica del Palacio Imperial, al mismo tiempo que la ciudad enfrenta un severo problema de vivienda. La recuperación de la capitalidad por parte de Berlín vino acompañada de un aumento sostenido de la población que, en promedio, aumentó 50 mil personas por año en la última década.

Lo anterior, provocó un crecimiento en la demanda de viviendas y, en consecuencia, del precio de los alquileres, desatando una crisis entre amplios sectores de la población: se estima que un 85% de los berlineses son inquilinos y destinan entre un 40% y 50% de sus ingresos para costear el alquiler de sus viviendas. Eso explica la presión social para solucionar esta problemática, principalmente entre las personas jóvenes que tienen trabajos precarizados con bajos salarios e inestabilidad laboral.

Una medida parcial fue la “ley de tope al alquiler”, la cual imponía un congelamiento en el precio de los alquileres por un tiempo limitado, pero fue declarada inconstitucional poco después de que entrara en vigencia. En todo caso, no resolvía el problema de fondo, a saber, la concentración de viviendas en unas pocas empresas inmobiliarias. Según las autoridades de Berlín, hay un faltante de 120 mil viviendas, pero otros analistas alegan que la cifra real es de 200 mil. En contraparte, algunas empresas son propietarias de cientos de miles de apartamentos y viviendas; es el caso de Deutsche Wohnen, la cual posee 110 mil viviendas en la ciudad, una cantidad “pequeña” en comparación con las 350 mil de Vonovia.

Eso motivó a la agrupación ciudadana “Deutsche wohnen & co enteignen” (Expropiar a Deutsche wohnen y compañía) a impulsar un referéndum no vinculante en 2021, en el cual un 57% de los votantes apoyó que el Estado expropiara –con el pago de indemnizaciones- un total de 240.000 casas y apartamentos entre los propietarios que poseyeran más de tres mil viviendas. A pesar del amplio apoyo popular que recibió, hasta la fecha esta iniciativa no se materializó, pues las principales autoridades alegaron dificultades para pagar las indemnizaciones que, según sus estimaciones, costarían entre 29 mil y 39 mil millones de euros.

Para la burguesía alemana, la reconstrucción de Berlín nunca tuvo como finalidad mejorar las condiciones de vida de las clases trabajadoras y los sectores populares. Por el contrario, todo su proyecto urbanístico se concentra en restaurar la vieja grandeza imperial, una fórmula elitista donde el derecho a la ciudad no tiene cabida. Ante eso, es indispensable luchar por un modelo de ciudad diferente a partir de las necesidades de vivienda y movilidad de las clases trabajadoras.

Inclusive, la historia berlinesa cuenta con interesantes precedentes de las vanguardias artísticas de los años veinte del siglo XX, las cuales reflejaban el impacto en el mundo artístico de la cultura socialista de masas que describimos anteriormente. Por ejemplo, algunas de sus escuelas de arquitectura tuvieron como objetivo mejorar las condiciones de vida de la clase trabajadora. Es el caso de Ludwin Mies van der Rothe, fundador del grupo “El Anillo”, el cual abogaba por “transformar el bienestar material y espiritual de la clase obrera” por medio de proyectos de casas sociales. Otro caso lo podemos encontrar en Walter Gropius, fundador de la escuela Bahaus, cuyo meta era crear una “nueva humanidad en un nuevo entorno” a través de la unificación del arte y el diseño para mejorar la estructura de las fábricas en función de los intereses de los trabajadores[33].

2. Autoritarismo y colonialismo

Como expusimos previamente, en Berlín la reconstrucción oficial de la memoria histórica está enfocada en denunciar los crímenes de los “totalitarismos”, particularmente el genocidio contra la población judía y la construcción del Muro como símbolo de la opresión “comunista”.  Agreguemos, además, que el abordaje de esos temas es bastante unilateral y sesgado, en tanto coloca un signo de igual entre el nazismo y el estalinismo a partir de sus rasgos dictatoriales, a la vez que no explica las causas que los originaron. Así, en los hechos, ambos regímenes son asumidos como un “paréntesis” histórico que desviaron al país de su curso democrático-liberal.

Es una lectura sesgada de cabo a rabo, pues existe una relación entre el impetuoso desarrollo que experimentó el país tras consumar su unificación nacional, con el posterior expansionismo que atizó las disputas inter-imperialistas por el reparto del orbe a inicios del siglo XX, cuyos momentos más álgidos fueron las dos guerras mundiales. Pero este enfoque resulta útil para la tarea estratégica que asumió la burguesía germana en la posguerra y que reafirmó tras la caída del Muro: la reconstrucción/restauración de la vieja y potente Alemania, con el fin de retomar su lugar en el podio de los imperialismos contemporáneos.

Debido a lo anterior, el abordaje de la herencia imperial prusiana es poco crítica con sus aspectos más regresivos, en particular con los rasgos autoritarios que caracterizaron al Imperio Alemán, así como su conversión en una fuerza colonial al final del siglo XIX.

Eso lo constatamos mientras recorríamos el Tiergarten, un exuberante parque en el centro de la ciudad que, además de su belleza natural, contiene una enorme colección de estatuas sobre ilustres personalidades de la historia alemana. Entre esas destaca el monumento dedicado a Otto von Bismark, cuyo enorme tamaño es proporcional al peso que tiene en el imaginario político del imperialismo alemán, el cual pareciera crecer conforme pasan los años.  De acuerdo a los datos que pudimos recopilar, en la actualidad se contabilizan alrededor de 700 calles con su nombre por todo el país, a lo cual se suman 146 torres y 97 monumentos. Asimismo, su figura es exaltada en el sistema educativo, donde lo presentan como el responsable de introducir el voto directo, los seguros de salud y contra accidentes, así como el derecho de jubilación.  En suma, ¡todo un estadista del siglo XIX con el cual la burguesía alemana no tiene vergüenza en identificarse![34]

Pero ¿quién fue realmente Bismark? Este personaje se caracterizó por sus ideas nacionalistas en torno a una Alemania unificada y fuerte, la cual estaba destinada a ser la principal potencia europea. A partir de esa ferviente creencia, el denominado “Canciller de hierro” lideró el proceso de unificación alemán en el siglo XIX. Para lograr tan ansiado objetivo, desplegó una tremenda destreza en el campo político y militar que, sumado al impetuoso crecimiento económico teutón, sentaron las condiciones para imponerse en una serie de guerras que le permitieron unificar a los veinticinco Estados alemanes. Primero derrotó a Dinamarca en 1864, posteriormente se impuso ante Austria en 1866 y, para sellar con broche de oro su currículo militar, urdió una maniobra para instigar la guerra contra el Segundo Imperio Francés en 1870-1871, de la cual salió victorioso y proclamó la fundación del Imperio Alemán en 1871 (la crisis abierta por esta guerra propició el estallido de la heroica Comuna de París del 18 de marzo al 28 de mayo de ese mismo año).

Así surgió el II Reich[35], al frente del cual estuvo Bismark como Canciller hasta 1890. Durante todo ese tiempo se demostró afín con las ideas monárquicas, conservadoras y aristocráticas, aunque también destacó por su repulsión contra el movimiento obrero, particularmente por su temor a que se desarrollara una “Comuna de París” en Alemania. A raíz de eso, atacó por todos los flancos a la socialdemocracia para bloquear su desarrollo entre la clase obrera, combinando políticas de seguridad social con las “leyes anti-socialistas”, cuyo nombre real era “Ley contra las aspiraciones socialdemócratas que suponen un peligro público” (vigentes hasta 1890). Así, impidió que la socialdemocracia concurriera en las elecciones como partido, censuró sus periódicos y prohibió sus reuniones públicas, entre otras medidas represivas. Inclusive, en 1888 presentó un proyecto de ley para retirar la ciudadanía alemana a los miembros de la socialdemocracia y, aunque fue rechazada, da cuenta de su carácter reaccionario.

Tras la caída del Muro de Berlín, el “Canciller de hierro” se tornó más popular dentro del relato oficial. Su figura fue utilizada para establecer un paralelismo entre el unionismo prusiano y la reunificación de 1990, al mismo tiempo que se elogió su perfil de “conservador revolucionario” que supo combinar los “valores tradicionales” prusianos con los cambios que exigía su época para potenciar el desarrollo del país. Un abordaje muy afín a los intereses de la burguesía germana en la actualidad, considerando que encabeza una economía neoliberal muy avanzada desde el punto de vista científico y tecnológico, pero mantiene intactos los cimientos económicos capitalistas y las perspectivas históricas reaccionarias que caracterizan a toda potencia imperialista.

De hecho, el rescate de la herencia prusiana viene acompañado de un “embellecimiento” de su pasado colonial. Algunos historiadores aducen que, bajo el mandato de Bismark, el Imperio alemán no reclamó nuevos territorios y se concentró en su desarrollo interno. Es una aseveración que, aunque tiene elementos verdaderos, no por eso deja de ser unilateral y superficial. Alemania consumó su unidad nacional de forma tardía, un factor que retardó su despliegue imperial por fuera del continente europeo, puse ese espacio ya estaba ocupado por otras potencias capitalistas. En ese contexto, Bismark fue cuidadoso de no agitar las aguas en exceso, porque temía provocar un conflicto donde partía con desventaja. Pero ese equilibrio hegemónico no tardó mucho en ser cuestionado, una consecuencia lógica de la presión derivada de una Alemania en ascenso que ansiaba hacer valer su nuevo estatus imperialista.

La Conferencia de Berlín (1884-1885) fue un ejemplo de eso. Organizada bajo el auspicio de Bismark, tuvo como objetivo garantizar un consenso imperialista para repartirse África y, de esta forma, desatar con total libertad –¡y brutalidad!- sus proyectos coloniales en dicho continente. Fue un triunfo político para Alemania, porque se posicionó como la cuarta potencia colonial que, en adelante, tenía el derecho a ser integrada como un eje del nuevo orden hegemónico internacional. A partir de esa movida diplomática del canciller prusiano, el nobel imperio alemán extendió su poder por fuera de las fronteras europeas y consolidó sus posesiones coloniales en África, Asia y Oceanía, entre las cuales estaban Togo, Camerún, África Alemana del Sudeste (actual Namibia), África Alemana Oriental (actualmente Tanzania), tres territorios de Papúa-Nueva Guinea (Kaiser-Wilhelmsland y el Archipiélago de Bismarck y las Islas Salomón alemanas) y otras “concesiones” coloniales en el norte de China.

Sobre ese pesado lastre colonial, Berlín guarda silencio escandaloso. La única referencia “anticolonial” que encontramos fue durante el último día de nuestro viaje, justo cuando nos dirigíamos hacia la Estación Central. En determinado punto del camino nos topamos con una serie de carteles históricos colocados a lo largo de la calle Wilhelmstraße, antiguo epicentro político del Reich. En uno de esos se indicaba el lugar donde se desarrolló la “Conferencia de Berlín”, pero al leer la información de inmediato fue evidente la tenue autocrítica sobre su pasado imperial, pues, al mismo tiempo que señalaba lo perjudicial que fue para los países africanos, también ¡resaltaba el papel de Bismark como mediador multilateral entre las potencias para evitar un conflicto internacional! De hecho, el título del informativo era “Recordar, reconciliar. Asumir juntos la responsabilidad de nuestro futuro”, una formulación donde la reparación histórica no aparece en ninguna parte.

Actualmente, Alemania está bajo presión por sus crímenes en sus antiguas colonias. Es necesario recordar que, entre 1904 y 1908, se desarrolló una rebelión anticolonial en la África Alemana del Sudeste (actual Namibia) en rechazo a la confiscación de tierras de los pueblos nativos en beneficio de las hordas de colonizadores. El Imperio Alemán no titubeó en aplastar el movimiento con un baño de sangre; según algunas estimaciones, los soldados alemanes asesinaron a 65 mil miembros de la tribu “herero” y otros 10 mil pertenecientes a la “nama”. Este crimen fue catalogado por las Naciones Unidas en 1985 como el primer genocidio del siglo XX, pero el Estado alemán rehusó pedir disculpas oficiales durante décadas, así como a pagar cualquier tipo de indemnización por sus crímenes de lesa humanidad. Fue hasta 2021 que, el gobierno alemán, aceptó y se disculpó oficialmente por su responsabilidad en el genocidio, además de negociar con el gobierno namibio una indemnización de 1.100 millones de euros para desarrollar proyectos de obra pública en el país. Este acuerdo fue denunciado como un insulto por los descendientes de los pueblos masacrados, con los cuales las autoridades alemanas no negociaron. Además, el monto acordado como reparación histórica es risible para una potencia imperialista, la cual no tuvo problemas para derrochar 700 millones de euros para derrumbar el Palacio de la República y reconstruir el Palacio Imperial.

Eso demuestra que el colonialismo, racismo y otras lacras derivadas del imperialismo, no son parte de la reflexión histórica oficial en Alemania; al menos no con la profundidad que el tema amerita. Incluso, sobre el genocidio en Namibia solamente hay una pequeña placa en Berlín, en contraste con los cientos de monumentos y calles en honor a Bismarck (ver el reportaje Alemania reconoce como genocidio matanzas en Namibia de la DW). En cierto sentido es lógico, pues asumir responsabilidades de crímenes coloniales abre muchos cuestionamientos sobre el papel de las potencias imperialistas en la actualidad. Igualmente, denota un esfuerzo de la burguesía alemana para crear un “cordón sanitario” en torno a esa parte de su historia, pues no quiere ensuciar el legado del Imperio y de una figura como Bismark, los cuales hacen parte de su marco de referencias simbólicas en la actualidad. Una vez más, la memoria histórica se nos presenta como un campo de batalla política, donde se combina la visión del pasado, los intereses del presente y la proyección del futuro.

En ese sentido, es muy conveniente la definición del totalitarismo de Hannah Arent, pues se limita a un republicanismo sin contenido social donde los pobres estaban excluidos de la política. A eso, es preciso añadir el carácter profundamente eurocéntrico de dicha autora, la cual trató con desdén las rebeliones de los esclavos y pueblos colonizados, porque desataban una “furia loca” que convertía los sueños de libertad en pesadillas para todo el mundo[36]. Así, se entiende mejor que esta perspectiva histórica sea tan difundida en las esferas oficiales en Alemania y en otros países imperialistas, pues combina una crítica abstracta del nazismo y el “comunismo” soviético, pero no cuestiona las formas de explotación y opresión inherentes al capitalismo liberal y desarrolladas al máximo por las potencias imperialistas.

Esperábamos otra cosa a partir de los contenidos que produce la televisión estatal alemana DW, porque el pasado colonialista es retomado con regularidad en sus reportajes y documentales. Un tema particularmente espinoso es el debate en torno a las colecciones de los museos europeos, en los cuales se encuentran gran parte del patrimonio cultural de las ex colonias y países semicoloniales; obviamente, todo esas obras y piezas arqueológicas fueron adquiridas de forma ilegal.

Pero lo que encontramos cuando recorrimos la ciudad nos demostró lo contrario, sobre todo cuando visitamos la “Isla de los Museos”. Este espacio está constituido por cinco museos espectaculares, tanto por su diseño arquitectónico como por su contenido cultural, por lo cual fueron declarados patrimonio de la humanidad por la UNESCO en 1999. Lo problemático es la presentación de las obras procedentes de las ex colonias o países semicoloniales. Por ejemplo, el “Museo Nuevo” -más conocido por su nombre en inglés, “Neues Museum”- se especializa en Egipto antiguo; su principal atractivo es el busto de Nerfetiti, el cual fue adquirido de forma polémica por Alemania en 1912, en el marco de las “expediciones científicas” gestionadas por Francia en el país africano. Desde entonces, la pieza es motivo de disputa con Egipto, país que reclama su devolución por el enorme valor cultural e identitario que representa para la cultura nacional.

Las autoridades alemanas se rehúsan a devolver tan valiosa pieza, pues alegan que fue adquirida de forma legal. De hecho, en la sala donde se expone el busto no hay una sola mención a ese debate, una omisión que, tácitamente, naturaliza la extracción ilegal del patrimonio cultural de otros pueblos por las potencias imperialistas, ante lo cual estas instituciones culturales no tienen el decoro de informar cómo llegaron hasta tierras europeas. Eso demuestra la estrechez del discurso “anticolonial” de las potencias europeas, así como el “cordón sanitario” de la burguesía alemana con relación a su pasado imperial y el legado prusiano.

Por cierto, cuando decimos “autoridades” nos referimos a la “Fundación del Patrimonio Cultural Prusiano”, un nombre que delata el carácter conservador y reaccionario de dicho organismo. Es una de las principales instituciones culturales del mundo y está encargada de administrar diecinueve museos con más de cinco millones piezas arqueológicas y artísticas. Por ese motivo, en los últimos años estuvo envuelta en varios debates con representantes de gobiernos y pueblos africanos, los cuales exigen el retorno de piezas que ostentan un poder simbólico para sus poblaciones.

La táctica de los museos europeos es presentar sus colecciones como obras artísticas, es decir, reduciendo su valor al plano meramente estético, equiparándolos casi a un adorno que puede exhibirse en cualquier lugar del planeta. Con esa categorización extirpan los atributos simbólicos, culturales o políticos de muchas piezas, lo cual facilita que se nieguen a abrir un proceso de reparación histórica por medio de su devolución o algún tipo de acuerdo intermedio.

Es un tema difícil de solucionar. Por dar un ejemplo, recientemente Alemania devolvió más de mil piezas de los llamados “bronces de Benín” tras firmar un acuerdo con el gobierno de Nigeria, para que fuera expuestos al público en un museo que se iba a construir con ese fin. Pero el ex presidente de ese país, antes de dejar su mandato en mayo los transfirió a Oba Ewuare II, actual rey ceremonial de Benín, generando incertidumbre sobre su destino e, incluso, si podrán ser de acceso público para la población nigeriana, pues ahora esas piezas están en manos de un particular y resguardados en un palacio privado.

Este caso refleja los problemas en torno al abordaje de las colecciones reunidas en los museos imperialistas, pues, al mismo tiempo que fueron adquiridos mediante la expoliación colonial de determinados pueblos, también son obras que hacen parte del patrimonio cultural y artístico de la humanidad en su conjunto. La política de reparación cultural no puede circunscribirse a las negociaciones entre los gobiernos imperialistas y sus similares burgueses en las ex colonias; es necesario que sea parte de un debate democrático que involucre –verdaderamente- a los pueblos expoliados, a la vez que garantice que las piezas continúen accesibles a la población en general. Pero será difícil avanzar en ese camino mientras prevalezcan los criterios culturales de las potencias imperialistas que, como demuestra el caso de Alemania con su rescate del legado prusiano, no se superan por medio de discursos por los derechos humanos en los foros de la Unión Europea[37]. Para eso será necesario acabar con las formas actuales de expoliación imperialista en las actuales semicolonias (países formalmente independientes, pero económicamente sometidos a las potencias capitalistas).


[31] Flakin, Revolutionary Berlin…, p. 1-2 y McKay, Berlin. Life and Loss in the City That Shaped the Century…p. 39.

[32] Flakin, Revolutionary Berlin…, p. 43.

[33] McKay, Berlin. Life and Loss in the City That Shaped the Century…p. 41-42.

[34] Un dato que ilustra eso, es que Bismark es el punto de referencia para evaluar el desempeño de los principales cancilleres alemanes en la actualidad. Por ejemplo, el ex canciller Helmut Kohl, encargado de liderar el proceso de reunificación en los años noventa, fue reconocido como el nuevo “canciller de la unidad” en comparación con la unidad prusiana del siglo XIX. Algo similar sucedió con Ángela Merkel, la cual fue bautizada por la prensa como la “Canciller de acero”, debido a su capacidad para mantenerse en el cargo por muchos años y transformar al país en la principal potencia de la Unión Europea.

[35] Este nuevo Reich se extendió desde 1871 hasta 1918, año en que se consumó la derrota germana en la primera guerra mundial y estalló la revolución de noviembre, la cual forzó la renuncia del Káiser y la fundación de la República de Weimar. Por otra parte, el I Reich fue el Sacro Imperio Romano Germánico, el cual se extendió desde la Alta Edad Media hasta su disolución en 1806. Posteriormente, Hitler retomó esta tradición imperial y nombró al régimen nazi como el III Reich (1933-1945).

[36] Traverso, Revolución. Una historia intelectual (Fondo de Cultura Económica: Buenos Aires, 2022), p. 502.

[37] Otro ejemplo de este imperialismo cultural lo encontramos en la guía oficial del Museo del Louvre en París. Por ejemplo, en el primer capítulo “Del Palacio al Museo”, se indica que “las misiones arqueológicas (…) ampliaron el campo del saber a nuevas civilizaciones e hicieron beneficiar al museo con sus descubrimientos” (p. 13 de la versión en español). Para nuestra sorpresa, no dice una sola palabra crítica sobre el carácter imperialista que tuvieron dicha misiones arqueológicas y científicas, pues, además de la investigación histórica, también fueron el punto de partida para expoliar el patrimonio cultural de las colonias, como vimos recientemente en el caso del busto de Nefertiti. Asimismo, en el capítulo “Artes de África, Asia, Oceanía y las Américas”, se incluye una cita de Guillaume Apollinaire –reconocido poeta y crítico de arte francés- de 1909, donde indica que el Louvre debería “albergar ciertas obras maestras exóticas cuyo aspecto es al menos tan conmovedor como el de los mejores ejemplos de la estatuaria occidental” (p. 464 de la versión en español)., (p. 464 de la versión en español), lo cual indican que se realizó en el año 2000 con la inauguración de una exposición con obras de esos continentes. Es decir, el Louvre no tiene reparo en caracterizar como “exóticas” las obras provenientes de antiguas colonias, un vocablo que resulta chocante y ofensivo al ser empleado por una institución de un país imperialista para caracterizar las obras culturales de antiguos países coloniales.

Sumate a la discusión dejando un comentario:

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí