Caras de París

¿Cómo ha cambiado París en la década pasada? Para responder a esta pregunta, lo ideal sería que uno regresara a la ciudad después de una larga ausencia.

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José Luis Suárez, "Panorámica de París".

Artículo de New Left Review

¿Cómo ha cambiado París en la década pasada? Para responder a esta pregunta, lo ideal sería que uno regresara a la ciudad después de una larga ausencia; en los últimos diez años yo solamente he estado fuera por cortos periodos y por ello veo su evolución como uno ve las arrugas en una cara querida que observas todos los días. Ahora la ciudad interior cambia despacio. Se necesita tiempo para que un barrio de cafés de la Kabilia se transforme en uno de bares de moda, para que el comercio chino de confección avance una o dos calles, o para que lo que se llama renovación dé un nuevo empujón a los pobres hacia la periferia[1].

Las transformaciones físicas de París pueden leerse como una incesante lucha entre el espíritu del lugar y el espíritu del tiempo. Tomemos por ejemplo el espacio sin nombre formado por el ensanchamiento de la rue Mouffetard debajo de la iglesia de Saint-Medard, en el Faubourg Saint-Marceau en el extremo oriental del Distrito V. Las viejas tiendas de alimentación, los puestos del mercado, los grandes árboles que proyectan su sombra sobre el pórtico de la iglesia, los restos del pequeño cementerio donde los  «convulsionarios»  bailaron  sobre  la  tumba  de  un  popular  religioso  en el reinado de Luis XIV[2], los dos grandes cafés a ambos lados de la calle. Esta completa panoplia de épocas, estilos y acontecimientos dan a este lugar un espíritu que no puede compararse con ningún otro. Los parisinos viejos saben que bajo sus pies corre el río Bièvre en su descenso hacia el Jardín Botánico y que este distrito estaba atravesado por el camino a Italia. La tradición de disturbios del Faubourg Saint-Marceau viene de lejos: en el siglo XVI era un bastión del protestantismo popular, más tarde estuvo envuelto en todas las grandes journées revolucionarias[3].

Eso por lo que se refiere al espíritu del lugar, pero el espíritu del tiempo también ha logrado hacerse sentir. El centro de este espacio está ocupado ahora por un enorme parterre floral con una fuente en medio. La actuación conjunta de los departamentos de Redes Viarias y de Espacios Verdes ha intentado lo imposible: transformar este lugar en una de las miles de rotondas que jalonan las carreteras a lo largo y ancho de Francia. El respeto por el espíritu del lugar no tiene nada que ver con la triste idea de «herencia», a no ser que desconfiar del espíritu del tiempo signifique rechazar lo contemporáneo. En los últimos veinte años, algunas innovaciones se las han arreglado para crear un nuevo espíritu del lugar. La pirámide de I. M. Pei, por ejemplo, dio vida al patio de Napoleón III del Louvre, anteriormente un polvoriento aparcamiento para el personal del museo, y no muy lejos está todo un barrio nuevo, con sus cosas buenas y malas, organizado alrededor del Beaubourg Centre. (Nunca lo llamo el «Centro Pompidou»; el difunto presidente tenía un gusto artístico deplorable –su oficina estaba decorada por Agam– y además se opuso al proyecto Piano-Rogers, que solamente se adoptó gracias a la testarudez del presidente del jurado, el gran Jean Prouvé.)

A la inversa, el encanto de ciertos sitios se ha evaporado sin que haya cambiado el decorado histórico. En la Place Saint-Sulpice, el Café de la Mairie solía ser un lugar agradable para tomar café con los primeros rayos del sol mañanero; aquí fue donde Georges Perec escribió su Tentative d’épuisement d’un lieu parisien, reflejando su comisaría, el cine, la editorial, las funerarias, las agencias de viaje, el quiosco de los periódicos, el salón de belleza «y muchas más cosas»[4]. El escenario es el mismo, pero lo rehúyo por su clientela: turistas guapos y mujeres elegantes tomándose un descanso después de hacer sus compras en las cercanas boutiques haute-couture. Fácil de evitar, pero, entonces, ¿adónde ir? La respuesta es difícil habida cuenta de los pocos cafés-terraza de la histórica margen izquierda que merecen ahora una visita.

Entre los agentes activos del deterioro urbano en estos últimos diez años, daría muchos puntos al Servicio de Espacios Verdes. Lo que llaman végétalisation se multiplica por todos los barrios, afectando a plazas que lo único que piden es que las dejen en paz. Entre Barbès y Place Clichy, el Boulevard de Rochechouart y el Boulevard de Clichy estaban divididos en el centro por un espacio que se utilizaba en parte como aparcamiento, en parte como campo de fútbol para los chavales de la zona, en parte como un sitio en el que podías beber una lata de cerveza sentado en un banco, pero, sobre todo, lo utilizaban los turistas de Europa del Este que salían de las cercanas sex shops y locales de kebab. En resumen, un espacio indefinido, justo lo que se necesita para dar un poco de aire a la ciudad. Pero el mairie no tiene mucho afecto por semejantes lugares. Todo a lo largo de estos viejos bulevares, el servicio ha puesto sembrados rodeados por enrejados metálicos, con unas plantas especialmente feas que ahora se encuentran por todo París, elegidas de tal manera que nunca florecen y enseguida quedan cubiertas por un desagradable polvo. Algunas veces esta végétalisation se lleva a cabo con arbustos en jardineras o en enormes macetas, como por ejemplo en la rue des Rosiers en el viejo barrio judío de Marais. Junto al nuevo pavimento y su canalón central, estos enfermizos tallos han dado el coup de grâce a esta calle que, hace diez años, todavía conservaba algo de su pasado askenazí-proletario.

Trazar el mapa de la metamorfosis

Pero no debería exagerar. Estos últimos años no han conocido un desastre comparable a la destrucción de Belleville alto en la década de 1960 o a la devastación de la Bastille por la instalación del teatro de la ópera de Carlos Ott, veinte años antes. Incluso se han visto algunos éxitos como el camino por el viejo viaducto que conduce a la estación de Bastille o el puente para peatones de Marc Mimram, que ingeniosamente une el museo de Orsay con los jardines de las Tuileries. A decir verdad, la impresión tan extendida de que París ha cambiado mucho en los últimos años es bastante cierta, pero lo que ha cambiado no es tanto el conjunto mineral y vegetal sino la manera en que se habita la ciudad.

En la margen izquierda apenas ha habido cambios desde la  década  de 1990. Aparte del gran barrio chino del Distrito XIII, la población ha permanecido de manera general blanca y burguesa. Durante siglos, París ha mezclado en estrecha proximidad a ricos y pobres, aunque también con un orden vertical. El mismo edificio albergaría tiendas en la planta baja –con el tendero viviendo en el entresuelo–, apartamentos para la aristocracia en la segunda planta (la planta «noble» antes de la invención del ascensor) y viviendas de trabajadores en los áticos. Esta mezcla no había  desaparecido del todo a principios de la década de 1960, cuando, por ejemplo en Mon- tagne Sainte-Geneviève, o en las calles Laplace, Lanneau y Valette, las buhardillas todavía estaban ocupadas por trabajadores. La división de zonas según los ingresos, al estilo estadounidense, nunca llegó a establecerse hasta la época de De Gaulle, Malraux y Pompidou, cuando los viejos barrios, masivamente rehabilitados, fueron reocupados por la burguesía.

En el actual barrio Latino, los negros son barrenderos, los árabes tenderos, a la policía se la ve poco y las históricas calles están tan limpias como las zonas peatonales de provincias. Todo es un poco más viejo, el amistoso mendigo cuyo lugar ha sido siempre los cinco metros entre la librería La Hune y el quiosco de periódicos de St-Germain-des-Près ahora tiene el pelo gris y se pone gafas para leer los libros que le dan las librerías. Ya no sucede nada en la margen izquierda, mientras que en mi juventud apenas necesitábamos cruzar el Sena: la margen derecha parecía un lejano desierto.

La margen derecha no es más homogénea ahora de lo que lo era en los días de las insurrecciones de junio de 1848 o durante la Comuna. En lo que bastante irónicamente se llama los beaux quartiers –digamos que al oeste de una línea que va desde Les Halles al mercado de las pulgas, pasando por rue Poissonière, rue du Faubourg Poissonière y el Boulevard Barbès– prácticamente no ha cambiado nada en diez años. La Batignolles, Plaine Monceau, el Faubourg Saint-Honoré, Auteuil y Passy duermen pacíficamente. La avenida de los Champs-Élysées ha bajado por la colina. Desde hace algún tiempo evoca la zona libre de impuestos de un aeropuerto internacional, decorada en un estilo entre pseudohaussmann y entre pseudobauhaus. Ahora el aeropuerto decididamente ha venido a menos y cuesta encontrar una mesa para tomar algo, fuera de cadenas de falsas pizzerías, sitios de auténtica comida rápida o cafés pseudo-1900.

La clase trabajadora de París sigue ocupando el este de la ciudad, el noreste para ser más exacto. La gente dice a menudo que también esto se está aburguesando, que los marginales, los pobres y los emigrantes se ven continuamente empujados fuera por el irresistible avance de los bobos –«bohemios burgueses», intelectuales, artistas, diseñadores, periodistas– que cultivan en estos barrios su inconformismo superficial y su suave antirracismo mientras hacen subir los alquileres con la ayuda de los especuladores. Esta opinión necesita matizarse. Es cierto que algunos sitios, que antiguamente recibían pocas visitas nocturnas, se han convertido en puntos de encuentro para una juventud más o menos dorada: las riberas del canal Saint Martin, las calles alrededor de la Place Gambetta, de la rue Oberkampf en su intersección con la rue Saint-Maur. Hace unos quince años, asistí en esa esquina al comienzo de este fenómeno: un antiguo bougnat –el nombre que recibían las antiguas tiendas de alcohol regentadas por averneses, que también proporcionaban madera y carbón a las plantas superiores– había sido transformado en un elegante café, el Cafe Chabron; su éxito llevó al florecimiento de bares que llegaron a invadir la rue Oberkampf y la rue Saint-Maur cien metros en cada dirección. También es verdad que calles que eran muy pobres y destartaladas hace unos diez años, como rue Myrha o rue Doudeauville hasta el norte de La Goutte d’Or, se han rehabilitado gradualmente, lo que está llevando a la expulsión de su frágil población africana, a menudo sin papeles o trabajo.

Pero la clase trabajadora de París está resistiendo mejor de lo que la gente dice. Los chinos en Belleville, los árabes en La Goutte d’Or, respaldados por comerciantes argelinos establecidos desde hace mucho tiempo y que son dueños de sus locales, los turcos en el mercado de Porte Saint-Denis, los africanos del mercado de Dejean (aunque recientemente amenazado), los ceilandeses y paquistaníes del Faubourg Saint-Denis cerca de La Chapelle; todos estos acogedores enclaves se están manteniendo, e incluso ganando algún terreno aquí y allá. Además, la presencia en las mismas calles de negros, árabes y de una precaria y proletarizada juventud blanca, tiende a crear lazos, especialmente para afrontar una presión policial que es mucho más severa que hace diez años. El desalojo policial de los sans papiers africanos que se habían declarado en huelga de hambre ocupando la iglesia de Saint Bernard en La Goutte d’Or, provocó una gran indignación en 1996. Hoy día se perdería en la avalancha de detenciones, redadas y expulsiones que son el denominador común de los barrios trabajadores en París. Pero si en estos distritos no hay una efervescencia comparable a la de los años revolucionarios, a pesar de todo la solidaridad y la acción común han creado gradualmente una nueva situación; sobre todo desde las revueltas de la juventud del extrarradio en octubre-noviembre de 2005, que llevaron al gobierno a proclamar el estado de emergencia por primera vez desde la Guerra de Argelia a comienzos de la década de 1960.

La división política de París se remonta muy atrás. En el siglo XIX, entre las anónimas barricadas nocturnas de noviembre de 1827 y los setenta brillantes días de la Comuna, la lista de manifestaciones, disturbios, golpes, levantamientos e insurrecciones es tan larga que ninguna otra capital puede igualarla. Su geografía y su distribución entre los barrios de París reflejan la Revolución industrial, la nueva relación entre patronos y obreros, la centrífuga emigración de la población trabajadora y peligrosa, el desarrollo de grandes obras y el «embellecimiento estratégico» de la ciudad. Los mismos nombres de calles y los mismos barrios regresan constantemente a lo largo del siglo, pero vemos el centro de gravedad del París rojo desplazarse despacio hacia el norte y el este, con interrupciones y aceleraciones que estampan sobre el mapa de la ciudad la marca de una vieja idea que ahora ha caído en descrédito, la de la lucha de clases.

Bajo la esvástica

En el siglo XX, estas zonas marcaron la geografía de la ocupación. Gracias a las placas que muestran dónde vivían y se reunían aquellos que fueron fusilados o deportados, es posible bosquejar las huellas del París de la Resistencia, al noreste de una línea que va desde Porte de Clignancourt a Porte de Vincennes pasando por la Gare Saint-Lazare, République y la Bastille, y derramándose claramente por el banlieue, desde Saint-Ouen y Gennevilliers a Montreuil e Ivry. Un pequeño edificio entre las calles de Saint-Blaise y Riblette en Charonne, por ejemplo, tiene una entrada como miles de otras excepto por dos placas de mármol una a cada lado de la puerta. La de la izquierda dice: «Aquí vivió Cadix Sosnowski, FTPF [Franc- Tireur et Partisan Français]. Fusilado por los alemanes a la edad de 17 años. Murió por Francia el 26 de mayo de 1943». En el lado derecho, enmarcando la cara seria de un chico de unos quince años, la inscripción recuerda: «La casa de Brobion Henri, FTPF. Soldado de la brigada Fabien. Caído en el campo de honor el 18 de enero de 1945 en Habsheim, Alsacia». Quizá fue Cadix el que llevó a su amigo Henri a la Resistencia, sus padres probablemente habían llegado desde Polonia  en  la  década  de 1920, como muchos otros que vivían en Belleville-Ménilmontant; no sorprende demasiado el que los hijos de estos emigrantes se unieran a la Re- sistencia. Uno de ellos, Laurent Goldberg, recordaba:

Pasé mi infancia allí, en la rue des Cendriers, hasta la edad de dieciocho años, cuando me buscaba la policía de Vichy y me marché a esconderme a la zona no ocupada, ya que se me buscaba por actividades en la Resistencia. En otras palabras, distribución de panfletos, repartirlos en los cines de la rue de Ménil- montant –el Phénix, el Ménil-Palace– […] Mi grupo quedó diezmado y desapareció. Hubo tres o cuatro supervivientes de un grupo que tenía secciones en cada uno de los cuatro barrios del distrito XIV: Belleville, Père-Lachaise, Pelleport y Charonne […] Es un milagro haber sobrevivido a todo lo que nos sucedió en aquellos días[5].

El otro París, el de los alemanes y sus colaboradores, se corresponde bastante con el de los beaux quartiers. Históricamente, los Champs-Élysées han sido el mayor eje del París colaboracionista. En 1870, Louise Michel señalaba cómo se rompían allí las sillas y las barras de los cafés por ser los únicos que abrían a los prusianos[6]. Después del Frente Popular, «en los cines de los Champs-Élysées el público elegante aclamó a Hitler a 20 francos la butaca»[7]. Todos los días, durante cuatro años, se estuvo realizando el cambio de guardia de la Wehrmacht en los Champs-Élysées: a mediodía, empezando desde la glorieta, la guardia entrante desfilaba con música hasta la Étoile, donde pasaba revista antes de dispersarse por los palacios del alto mando. La Kommandantur Gross-Paris estaba en Place de l’Opera, en la esquina de la rue du Quatre-Septembre. La Gestapo tenía su cuartel general en un hotel privado en la Avenue Foch, cerca de Porte Dauphine. La Propaganda-Staffel, donde trabajó Ernst Jünger, estaba en el Hôtel Majes- tic, en la rue Dumont d’Urville cerca de la Étoile. La Oficina de Pases estaba dos pasos más allá, en la rue Galilée. El Tribunal Militar alemán estaba en la rue Boissy-d’Anglas, y la oficina de reclutamiento de las Waffen SS en la avenida de Victor-Hugo. El Comisariado (francés) para Asuntos Judíos estaba en la rue des Petits Pères, detrás de la Place des Victoires.

Cuando pienso que paso en mi camino por la iglesia de Saint-Roch, en cuyas escaleras fue herido César Birotteau, y que en la esquina de la rue des Prouvaires la guapa dependienta Baret tomó medidas a Casanova en la parte trasera de su tienda, y que éstos son dos minúsculos hechos en un océano de acontecimientos reales o fantásticos, me siento invadido por una cierta clase de jubilosa melancolía, por un placer doloroso.

Jünger escribía esto en su diario el 10 de mayo de 1943. Pocos prusianos hubieran sido capaces de realizar semejante anotación en el diario, tan desencantada y tan fiel. Pero Jünger también limitaba sus habituales itinerarios a los barrios elegantes de la margen derecha y al Faubourg Saint- Germain. Se detenía ante el Raphaël en Avenue Kléber y frecuentaba establecimientos de lujo como la Pâtisserie Ladurée en rue Royale, el Ritz, «junto a Carl Schmitt, que dio una conferencia ayer sobre el significado, desde el punto de vista del derecho público, de la distinción entre tierra y mar». Anduvo hasta la Bagatelle, donde una francesa amiga suya le dijo que «se estaba arrestando a estudiantes por llevar estrellas amarillas con inscripciones como “idealistas”. Estos individuos todavía no saben que el momento de la discusión ha pasado. También se imaginan que el adversario tiene sentido del humor»[8]. Mientras, en la parte occidental de la ciudad, cultivados oficiales alemanes –francófonos e incluso antinazis– firmaban órdenes de ejecución de jóvenes que, en la parte oriental, estaban poniendo carteles y tirando panfletos en los cines de Ménilmontant[9].

Saltando los muros

Las revueltas de 2005 tuvieron el resultado, entre otras cosas, de plantear una vez más la vieja cuestión de cómo acabar con la división entre París y sus barrios periféricos. Esta cuestión parecerá extraña para los lectores ingleses o estadounidenses, familiarizados desde hace mucho con la expansión periférica y con un Gran Londres que se extiende casi hasta el mar. Las ciudades sin muros –al margen de las estrictamente organizadas en una cuadrícula rectangular como Turín, Manhattan o Lisboa como se proyectó por el marqués de Pombal– crecen en cualquier dirección, como los tentáculos de un pulpo o una placa bacteriana multiplicándose en su entorno. En Londres, Berlín o Los Ángeles, los límites de la ciudad y las formas de los distritos son vagos y variables:

La desenfrenada proliferación de la inmensa megápoli que forma Tokio da la impresión de un gusano de seda comiéndose una hoja de morera. La forma de semejante ciudad es inestable, su frontera es una zona ambigua en constante movimiento. Es un espacio incoherente que se extiende sin órdenes o indicadores, sus límites están pobremente definidos[10].

Pero París, tan a menudo amenazado, sitiado o invadido,  siempre  ha estado constreñido por sus murallas. Éstas le han dado una forma más o menos circular; se ha desarrollado en anillos concéntricos, como una cebolla, al ritmo de sus sucesivas defensas.  Desde  los  terraplenes  del siglo XIII de Felipe Augusto al Boulevard Périphérique de la década de 1970, seis diferentes murallas se han sucedido unas a otras en el transcurso de ocho siglos: la de Carlos V en el siglo XIV, la de Luis XIII en el siglo XVII, la muralla en la que se recaudaba el octroi por la Ferme-Générale, la odiada agencia de recaudaciones del ancien régime, en la década de 1780, y el posterior anillo de fortificaciones de la década de 1840, cuyo curso sigue casi exactamente el Boulevard Périphérique (véase el mapa). El escenario siempre ha sido el mismo. Se construye un nuevo límite con un amplio espacio interior para nuevas edificaciones; pronto el espacio se llena, mientras que al otro lado de los muros se construyen en los faubourgs casas con agradables jardines[11]. Cuando la concentración intramuros se vuelve intolerable, la ciudad absorbe estos faubourgs y el ciclo comienza de nuevo. Como los anillos de un árbol, los barrios entre dos muros son contemporáneos, incluso aunque el lado oeste y la margen izquierda normalmente se han quedado rezagados. Esto explica por qué Belleville y Passy tienen tanto en común: se encuentran en el mismo estrato, tardíamente incorporados a París y manteniendo ciertas características de los pueblos de Île-de-France, como la calle principal, la iglesia y el cementerio, el teatro («ahora municipal»), la concurrida plaza central donde se compran los pasteles el domingo.

De las fortificaciones medievales de París, las construidas por Felipe Augusto han dejado sus huellas más claras en la margen izquierda, donde los nombres de las calles y plazas todavía perpetúan su memoria: Fossés-Saint-Jacques, Estrapade, Contrescarpe. Después descendían en línea recta hacia el Sena, siguiendo la rue des Fossés-Saint-Victor (ahora Car- dinal-Lemoine) y la rue des Fossés-Saint-Bernard, llegando al río en la to- rre de La Tournelle. A pesar de las brechas y de la destrucción, ocho si- glos después el fantasma de esta muralla todavía define el barrio Latino. En esta semielipse –el vecindario del refectorio de los Cordeliers, del osario de Saint-Séverin, de la robinia de Saint-Julien-le-Pauvre, alrededor de la rue de la Harpe, Place Maubert y detrás del Collège de France– es don- de todavía sobrevive en la margen izquierda un trazado medieval: un trazado de terrenos estrechos en una trama densa e ininterrumpida, un remolino de calles que van en todas direcciones. Para comprobar esto, solamente hay que dejar la Sorbonne y subir por la rue Saint-Jacques hasta la rue des Ursulines, por la rue des Feuillantines (tan querida por Victor Hugo), la rue Lhomond y la rue de l’Abbé-de-l’Épée. Aquí, los altos muros, los árboles y los jardines vislumbrados detrás de las vallas, el modelo calmado y regular del plan, muestran que te encuentras extra muros, en un lugar relajado sobre las tierras de antiguos conventos, a lo largo de los caminos que conducen a Orleans e Italia. De la muralla de Carlos V –de sus pasajes, de sus baluartes, de sus puertas fortificadas, de sus bastiones utilizados para paseos al atardecer, de sus fosos donde la gente pescaba con cañas– no queda ningún resto. Pero su ruta a lo largo del viejo curso del Sena es todavía uno de los ejes fundamentales de la estructura de la ciudad, que completa en un amplio arco circular el plan rectilíneo heredado de los romanos. Entre la Bastille y la Porte Saint Denis, la noble curva de los bulevares que ahora llevan los nombres de Beaumarchais, Filles-du-Calvaire, Temple y Saint-Martin, cierra con precisión la línea de la vieja muralla.

La muralla de la Ferme-Générale [sociedad de recaudación] fue simplemente un instrumento de recaudación de los impuestos locales [octroi], sin ninguna finalidad militar, con sólo tres metros de altura y uno de espesor. La Ferme-Générale había establecido hacía tiempo oficinas alrededor de París para recaudar peajes sobre ciertas mercancías, incluidos productos de alimentación, vino y leña; pero la vaguedad de las fronteras–algunas calles estaban sometidas al octroi solamente en uno de sus lados– permitía toda clase de fraudes. En la década de 1780, con el creciente déficit de las finanzas públicas, los ministros de Luis XVI, Breteuil y Calonne, decidieron mejorar los ingresos. El viejo París es bajo y plano; el curso de la nueva muralla seguía la ruta de las colinas, tomando su orientación de las alturas sobre el valle horadado por el Sena. En el París actual, se corresponde con las dos líneas elevadas del metro: Nation-Étoile vía Barbès, y Nation-Étoile vía Denfert-Rochereau. Las cincuenta y cinco barreras fueron ideadas por Ledoux, arquitecto de la Fer- me-Générale dirigida por manos privadas. Parecen haber estado basadas en modelos de la Antigüedad o del Renacimiento –el Panteón romano, el Templete de Bramante, la Villa Rotonda de Palladio– combinados con una vívida imaginación. En su Essai sur l’architecture de 1753, el abate Laugier había lamentado que las entradas a París fueran «unas cuantas espantosas empalizadas levantadas sobre cimientos de madera, montadas sobre dos viejas jambas y flanqueadas por dos o tres estercoleros», hasta el punto de que los forasteros encontraban difícil de creer que no estuvieran todavía en algún pueblo vecino.  Ledoux  había  prometido  algo muy diferente: «Yo acabaré con el aspecto pueblerino de una población de 800.000 personas y les daré la independencia que saca una ciudad de su aislamiento; pondré trofeos de victoria en las cerradas salidas de sus límites tendenciales»[12].

Esta inconcebible muralla, de quince pies de altura y cerca de siete leguas de largo, que pronto rodeará a toda la ciudad,  tiene  un  coste  de  12  millones; pero como producirá 2 millones anuales, claramente es un buen negocio. Hacer que la gente pague por algo que solamente les hará pagar más, ¿qué podría ser mejor? […]. A la Ferme-Générale le hubiera gustado cerrar toda la Île- de-France. Pero lo que es repugnante desde todos los aspectos es ver las guaridas de las oficinas de recaudación convertidas en palacios con columnatas que son auténticas fortificaciones. Estos monumentos están sostenidos por estatuas colosales. Hay una en el Passy que tiene cadenas en sus manos, enseñándoselas a los que llegan: con esos auténticos atributos es el espíritu de la recaudación en persona. Oh, monsieur Ledoux, ¡es usted un espantoso arquitecto![13].

Louis-Sébastien Mercier no era el único que tenía esa opinión: la condena de la muralla fue tan general que los contratistas se vieron obligados a empezar su trabajo en el punto más desierto, a lo largo del hospital de la Salpêtrière. Gracias a una ironía del destino, Lavoisier, uno de los más destacados de los cuarenta «socios» –todos multimillonarios– de Ferme- Générale, fue tomado por responsable de un proyecto al que los parisinos acusaban de impedir que el aire puro entrara en la ciudad, y sus descubrimientos –sobre el mismo tema de la composición del aire– no le sirvieron para salvar su cabeza del tribunal revolucionario[14].

El pretexto inmediato para la muralla de la década de 1840 está en las tensiones existentes entre las potencias imperiales –Francia contra Gran Bretaña, Rusia, Austria y Prusia– en torno a la creciente fuerza de Muhammad Ali en Egipto. Como primer ministro, Thiers se inclinaba por una demostración de fuerza, y los planes de fortificaciones para la capital que se habían discutido desde 1830 se convirtieron en prioritarios. Se construiría una fortificación continua reforzada por diecisiete fuertes. Los portavoces de la oposición liberal, François Arago y Lamartine, denunciaron esta operación porque se podía volver en contra del pueblo de París. Incluso Cha- teaubriand salió de su silencio para escribir una «Lettre sur les fortifications»: «Internamente, la paz de los cuarteles; fuera de estas fortificaciones, el silencio del desierto, ¡vaya resultado para nuestra revolución!». El ena- no monstruoso, como lo llamaría Marx, replicó desde la tribuna de la Cá- mara de Diputados: «¿Cómo? ¡Creer que cualquier trabajo de fortificación podría suponer alguna vez un peligro para la libertad!»[15]. El ejército, el Departamento de Puentes y Carreteras y los contratistas privados movilizaron 25.000 trabajadores en los más de treinta kilómetros de esta construcción.

La nueva muralla se completó en 1843. Su recorrido fue dictado por el contorno del terreno y se corresponde con lo que se conoce como los

«bulevares de los mariscales»; de hecho, sus nombres están tomados de la ronda militar que recorría el interior de la muralla. Al norte de la ciudad, por la llanura de Saint-Denis, la muralla corría en línea recta desde la Porte de la Villete a la Porte de Clichy, ahí giraba para tomar Monceau, Passy y Auteuil, cruzando el río rodeaba Vaugirard y Grenelle, cortaba por Issy, Montrouge, Gentilly e Ivry haciendo una amplia cur- va, se dirigía derecha hacia el norte desde la Porte de Charenton a la Porte des Lilas, girando finalmente entre los altos de Belleville y el PréSaint-Gervais. Ésta era su parte más accidentada y ahora la parte más pintoresca de los «bulevares de los mariscales», con sus cerradas curvas que dominan la amplia llanura de los barrios periféricos del norte.

Entre los pueblos que rodeaban París, algunos quedaron así completamente incluidos dentro de la muralla y otros cortados en dos, con una de las partes fuera de las fortificaciones. El octroi se recaudaba en las nuevas puertas, la muralla de la Ferme-Générale fue demolida, el número de distritos aumentó de doce a veinte, con límites que permanecen en la actualidad. Los «pueblos» que se tragó París en esta época ya no eran aldeas a las que se llegaba por largas carreteras a través de los campos, como cuando Rousseau fue a estudiar plantas en Gentilly en las riberas del Bièvre o en Ménilmontant[16]. En el momento de su anexión, la banlieu –aquí fue cuando la palabra entró a formar parte del lenguaje normal– ya estaba poblada, urbanizada e incluso parcialmente industrializada, hasta el punto de que Haussmann y Luis Napoleón se mostraron preocupados por la concentración de fábricas y obreros  en  el  norte  y este de la ciudad.

En la banlieu

¿Cómo gestionará París su siguiente expansión, hacia la banlieu por el Boulevard Périphérique? Por el oeste de la ciudad ya lo ha alcanzado en líneas generales en los últimos años, a lo largo de un amplio arco que va desde Levallois –antiguamente territorio de los vendedores de coches de segunda mano y actualmente zona rica con sedes de empresas del mundo del espectáculo y de multinacionales de armamento– hasta Vanves y Malakoff. En este sector, tanto las condiciones geográficas como sociales eran favorables. La zona de transición entre el «bulevar de los mariscales» y el Périphérique no se halla dislocada, la puedes cruzar a pie sin poner en peligro tu vida. La población de ambos lados es homogénea, blanca y adinerada.

Sin embargo, haría falta un Victor Hugo para hacer la comparación entre la Porte de la Muette en el oeste –un suntuoso embarcadero para Cythe- ra, rematado con castaños rosados– y la Porte de Pantin en el este: una insalvable barrera de hormigón y ruido, donde el Périphérique pasa al nivel de la vista con el Boulevard Sérurier por debajo metido en una horrible zanja, la escuálida hierba de la isla central está sembrada de envases grasientos y latas de cerveza, y los únicos seres humanos a pie son nativos de Lviv o Tiraspol que tratan de sobrevivir pidiendo en los semáforos. En este sector, el abismo entre París y la banlieu sigue siendo enorme por razones que son políticas en sentido amplio. La mayor parte de la población actual del antiguo «cinturón rojo» de París –desde Ivry y Vitry en el sur a Saint-Denis y Aubervilliers en el norte– tiene «orígenes en la emigración», es decir, está formada por negros y árabes; la misma gente, o sus parientes, que ha sido expulsada de la ciudad por la renovación y la subida de alquileres.

Por otra parte, este proceso está muy en línea con la historia de París, donde la acción combinada de planificadores urbanos, especuladores y la policía nunca ha dejado de presionar a los pobres, a las «clases peligrosas», para alejarlas del centro de la ciudad. A petición del presidente de la República, la fine fleur de la arquitectura oficial presentó hace poco sus proyectos para el Gran París, en general en torno a giróscopos o centrifugadoras: la idea era hacer que los pobres giren alrededor de la ciudad a cierta distancia, evitando que regresen para otra cosa que no sea su trabajo como cajeras o vigilantes nocturnos. ¿Por qué arriesgarse a recuperar en la periferia a aquellos a los que costó tanto trabajo evacuar del centro?

Afortunadamente, gracias a la crisis económica, estos últimos planes puede que no se realicen. Por ahora, el Gran París se limitará a una reorganización de las fuerzas de la policía: se acaba de anunciar que el prefecto de policía de la ciudad extenderá su autoridad a todos los departamentos que la rodean. Pero en la historia de París las decisiones administrativas son una cosa y otra lo que realmente sucede, posiblemente algo muy diferente. Ya hace algunos años ha empezado a funcionar una nueva ósmosis entre los distritos de la clase trabajadora de la ciudad –desde Montmartre a Charonne, vía Belleville y Ménilmontant– y los viejos bastiones proletarios de la adyacente banlieue, Gennevilliers, Saint-Denis, Aubervilliers, Les Lilas, Montreuil. A ambos lados de la línea, para mucha gente joven, la manera de vivir, la música y las luchas son lo mismo. Es cierto que tienes que coger el metro para ir de un lado a otro. Pero, como escribió Victor Hugo en Notre-Dame de Paris, «una ciudad como París está creciendo permanentemente» y los burócratas pueden hacer poco para evitarlo.

 


[1] Estos fragmentos están sacados de Eric Hazan, The Invention of Paris. A History in Foot- steps, Londres, Verso, 2010.

[2] El joven diácono François de Pâris (1690-1727) fue conocido por sus preocupaciones por el pueblo y dejó todos sus bienes terrenales a los pobres. Su tumba fue aclamada como lu- gar de curaciones milagrosas, atrayendo a grandes cantidades de personas; algunas sufrían convulsiones. En 1732, escandalizados por los informes sobre «hermosas jóvenes con las gar- gantas y pechos desnudos, con las faldas tiradas y las piernas al aire, agitándose en los bra- zos de hombres jóvenes que así podían satisfacer ciertas pasiones», las autoridades cerraron el cementerio. Pronto aparecieron las pintadas callejeras: «De par le roi, défense à Dieu / De faire miracle en ce lieu»  [«Por  orden  del  rey,  queda  prohibido  que  Dios  haga  milagros  en este lugar»].

[3] En L’interdiction (1836), Balzac describió el barrio como el más pobre de París, «en el que los dos tercios de la población carece de fuego en invierno, el que deja más críos a las puer- tas de la inclusa, el que manda más mendigos al hospicio, más traperos a los rincones de las calles, el que tiene más gente decrépita disfrutando sobre las paredes donde da el sol y el que manda más delincuentes al juzgado». Este pasaje, como otros muchos, muestra el gra- do en que Balzac, a pesar de su defensa del trono y del altar, difería de Tocqueville, Du Camp o Flaubert: nunca encuentras en él la más mínima expresión de desdén por la gente ordinaria.

[4] Tentative d’épuisement d’un lieu parisien, París 1975. En homenaje a Perec (1936-1982), en The Invention of Paris escribí las páginas sobre la Place Saint-Sulpice en una mesa del mismo café.

[5] En François Morier (ed.), Belleville, belle ville, visage d’une planète, París, 1994.

[6] Louise Michel, La Commune, histoire et souvenirs, París, 1970.

[7] Vladimir Jankélévitch, «Dans l’honneur et la dignité», Les Temps Modernes (junio 1948).

[8] Anotación del 14 de junio de 1942; Ernst Jünger, Journal de guerre, París, 1979.

[9] Jünger, desde el Escuadrón de Propaganda, no tuvo que firmar esas órdenes, pero Hein- rich von Stülpnagel, el general al mando, con su «amable manera de sonreír» (Journal de guerre, 10 de marzo de 1942) y su gran conocimiento de la historia bizantina, sí tuvo que hacerlo; aunque se suicidó después del atentado con bomba contra Hitler en julio de 1944.

[10] Yoshinobu Ashihara, L’ordre caché. Tokyo, la ville du XXIsiècle, París, 1994.

[11] «La palabra faubourg significa la parte de una ciudad que está fuera de sus puertas y de sus límites. Pero esta definición hace mucho tiempo que dejó de ser adecuada para los fau- bourgs de París, que, viéndose obligada a expandirse, ha acabado por englobarlos dentro de sus muros. Sin embargo, debido al peso de  la costumbre, han conservado el nombre, que ayuda al entendimiento topográfico de la capital.» Antoine Béraud y Pierre Dufay, Diction- naire historique de Paris, París, 1832.

[12] Claude Nicolas Ledoux, L’architecture considérée sous le rapport de l’art, des moeurs et de la législation, París, 1804.

[13] Louis-Sébastien Mercier, Tableau de Paris, Londres y Hamburgo, 1781.

[14] «Es a Lavoisier, de la Academia de Ciencias, a quien debemos estas pesadas e inútiles ba- rreras, una nueva opresión que realizan los constructores sobre sus conciudadanos. Pero ¡ay! este gran físico de Lavoisier pertenece a la Ferme-Générale»; (Louis-Sébastien Mercier, Le nouveau Paris, 10 Frimario, año VII/1798)

[15] Louis-Adolphe Thiers, citado por Karl Marx en «The Civil War in France», The First Interna- tional and After, Harmondsworth, 1974, pp. 191-192 [ed. cast.: Karl Marx y Friedrich Engels, Obras escogidas, 2 vols., Madrid, Akal, 1975].

[16] «Hace algunos días que la cosecha ha sido recogida; los paseantes de la ciudad ya se han ido a casa, los campesinos también estaban abandonando el campo para el trabajo de in- vierno. El campo todavía verde y sonriente, pero en parte ya sin hojas y ahora casi desier- to, ofrecía por todas partes la imagen de la soledad y de la llegada del invierno.» Jean-Jac- ques Rousseau, Les rêveries du promeneur solitaire, París, Flammarion, 2006 [ed. cast.: Las ensoñaciones del paseante solitario, Madrid, Alianza, 2008].

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