Una instrumentalización liberal e imperialista del pasado sangriento

Una crónica de viaje y reflexión sobre la memoria histórica.

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“But there was a continual proximity to fear, before and after, too: for anyone born in Berlin around the year 1900 –and who was then lucky enough to live on into the 1970s or 1980s- life in the city was an unending series of revolutions; a maelstrom of turmoil and insecurity”

Berlin. Life and Loss in the City That Shaped the Century. Sinclair McKay

La relación de los berlineses con su historia está mediatizada por un relato de muerte y destrucción, lo cual en parte es comprensible por el innegable grado de violencia política que azotó la ciudad en diferentes momentos del siglo XX. Pero, también, es una mirada unilateral, pues opaca –o, mejor dicho, invisibiliza- la riqueza cultural, artística, científica y política que caracterizó a Berlín durante gran parte de su historia reciente.

Esta percepción inicial se confirmó al poco tiempo de llegar a la ciudad y recorrer el centro histórico. Las cicatrices de la violencia abundan por doquier, ya sea por medio de memoriales, monumentos o museos que, en cantidades significativas, se relacionan con la segunda guerra mundial, el régimen nazi y el genocidio judío, así como el Muro y la dictadura estalinista en la RDA (que convenientemente se presenta como “comunista”, sin distinguir entre marxismo y estalinismo).

Nos embargó la sensación de que el espacio público berlinés estaba obsesionado en mostrar a las víctimas del nazismo y el estalinismo. Inicialmente, encontramos eso como algo comprensible, en tanto era una forma de rendir un justo tributo a quienes murieron bajo regímenes opresores y, para el caso específico de la barbarie desatada por los nazis, pensamos que era una forma de la sociedad alemana para lidiar con ese pesado lastre en su consciencia histórica nacional. Pero no pasó mucho para que notáramos que ese “homenaje” oficial constituía una recuperación muy superficial de la memoria, porque se mostraban las cicatrices provocadas por la violencia política, pero se explicaba muy poco o nada sobre las causas de la misma.

Para explicarnos mejor, veamos el caso de los “Stolpersteine”, cuya traducción al castellano es “piedra de tropiezo”. Son unos pequeños cubos de metal dorado incrustados en diferentes aceras, colocados al frente de edificios donde vivieron, estudiaron o trabajaron víctimas del régimen nazi, lo cual se detalla en la inscripción con el nombre de la persona, su día de nacimiento, la fecha de su detención y, cuando se tiene certeza, la de su asesinato en un campo de concentración.

Hay miles de estas “piedras de tropiezo” en Berlín (así como en otras ciudades de Alemania y de Europa) y provocan una sensación extraña al transitar por la ciudad, pues saturan el ambiente con una atmósfera de muerte que, aunque enfatiza en la identificación individual de las víctimas, a la vez es anónima, pues las presenta como individuos pasivos que fueron devorados por una fuerza externa o maligna, ante la cual no hay otra explicación que la irracionalidad[1]. Lo problemático de este abordaje es su enfoque unilateral del genocidio nazi; al individualizar el terror se suprime la memoria de resistencia colectiva, con la cual se ignoran las experiencias de lucha que protagonizaron sectores de la comunidad judía y los grupos de resistencia antifascista por toda Europa.

Otro ejemplo es el “Monumento memorial a los judíos asesinados en Europa” (ubicado en las cercanías de la Puerta de Brandenburgo), el cual posiblemente sea una de las obras arquitectónicas más horribles de la ciudad. Es una cuadra donde se instalaron 2.711 bloques de hormigón de diferentes tamaños al aire libre, configurando un laberinto por donde transitan miles de turistas cada año. Así, en medio de esos bloques grises, se recrea una sensación de muerte y vacío existencial. Además, cuenta con un centro de información donde se expone la política nazi de exterminio contra los judíos y, también, una sala donde se encuentran los nombres y biografías de los seis millones de personas asesinadas en el genocidio, cuya lectura completa tomaría seis años.

Esto nos recordó el análisis del historiador Enzo Traverso sobre la “obsesión con el pasado” en las sociedades occidentales contemporáneas, caracterizado por “un presente cargado de memoria pero incapaz de proyectarse en el futuro” debido a la ausencia de utopías emancipadoras, por lo cual la historia deviene en “un paisaje de ruinas, un legado viviente de dolor”. En este contexto, agrega, el pasado “dejó de interpretarse como una serie de experiencias de lucha y pasó a ser un fuerte sentido del deber en defensa de los derechos humanos”; es decir, es instrumentalizado como una “religión cívica” para legitimar la democracia liberal burguesa y, como parte de este proceso, niega las historias de resistencia de quienes lucharon contra las diferentes formas de explotación y la opresión en el siglo XX, presentándolos como víctimas pasivas y no sujetos activos del proceso histórico:

“Esta empatía por las víctimas ilumina el siglo XX con una nueva luz, al introducir en la historia una figura que, a despecho de su omnipresencia, se había mantenido siempre en la sombra. En lo sucesivo, el pasado parece el paisaje contemplado por el Ángel de la Historia de Benjamin: un campo de ruinas que crece en forma incesante hacia el cielo. (…) La memoria del gulag borró la de la revolución, la memoria del Holocausto remplazó la del antifascismo y la memoria de la esclavitud eclipsó la del anticolonialismo: la rememoración de las víctimas parece incapaz de coexistir con el recuerdo de sus esperanzas, sus luchas, sus victorias y sus derrotas”[2].

Lo anterior, sirve para comprender el caso de Alemania, un país que cuenta con una particularidad histórica destacada jocosamente por Marx desde el siglo XIX, a saber, que los alemanes compartieron todas las contrarrevoluciones de otros pueblos, pero ninguna de sus revoluciones[3]. En el siglo XX eso cambió, pues Alemania fue escenario de una revolución obrera que, de haber triunfado, podría haber cambiado el curso de la historia universal (en el siguiente acápite desarrollaremos más sobre la cultura obrera de masas de la socialdemocracia, la revolución y Rosa Luxemburgo). En todo caso, es innegable que persistió el carácter ultra reaccionario de la burguesía alemana que apuntó Marx en su “broma”, lo cual se manifestó en una triple contrarrevolución que aplastó al movimiento obrero alemán que, durante muchas décadas, fue el más fuerte y politizado de toda Europa, al grado de ser considerado como el epicentro de la revolución mundial por la más importante generación de militantes socialistas que vio la historia de la humanidad hasta la fecha, entre los que destacaron figuras como Lenin, Trotsky y Rosa Luxemburgo.

¿Cuáles fueron esas tres contrarrevoluciones? La primera fue una respuesta directa a la revolución alemana (1918-1923), cuya derrota fue producto de la traición protagonizado por el Partido Socialdemócrata Alemán (SPD por sus siglas en alemán), el cual desplegó los “Freikorps” (grupos paramilitares antecesores del nazismo) para aplastar los diferentes “actos insurreccionales” de la revolución (el levantamiento espartakista y la República de Baviera en 1919; la insurrección fallida de 1923) y exterminar físicamente a la vanguardia obrera y revolucionaria (incluyendo a sus dos principales referentes políticos, Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht)[4].

A pesar de esta fuerte derrota, las organizaciones sindicales y políticas del proletariado alemán no desaparecieron, por lo cual persistieron los hilos de continuidad de la tradición socialista. Aunque el SPD no tuvo reparo en traicionar la revolución e impulsar masacres selectivas, al ser un partido con base obrera no traspasó ciertos límites al dirigir el operativo contrarrevolucionario, pues si barría por completo al movimiento obrero se suicidaba como organización: no tendría base social y perdería su utilidad para posicionarse como intermediario político ante la burguesía alemana. Debido a eso, cuando estalló la crisis capitalista de los años treinta y retornó el peligro de la revolución, la burguesía no dudó en impulsar una contrarrevolución más profunda para completar el trabajo. Para esa tarea liberó las fuerzas destructivas del nazismo, esta vez con el objetivo de aniquilar por completo a todas las organizaciones obreras y asesinar a sus dirigentes –socialdemócratas, estalinistas y revolucionarios- en los campos de concentración.

Finalmente, sobrevino la ocupación soviética de gran parte del territorio alemán tras la derrota del nazismo en la segunda guerra mundial, lo cual abrió un proceso revolucionario internacional que, para el caso de Alemania, alentó una progresiva reorganización del movimiento obrero en el marco de la reconstrucción de las fábricas destruidas en la guerra, así como en la conformación de consejos de empresa y comités antifascistas (Antifas). Este proceso fue bloqueado por el estalinismo con la imposición de un Estado burocrático que, aunque expropió al capitalismo en la zona bajo su control, desde el principio sometió a la clase obrera a una feroz dictadura que sofocó cualquier atisbo de democracia socialista y, en vez de propiciar la emancipación social, diseñó una “tecnología del poder” concentrada en la represión sistemática y la criminal división del proletariado alemán, cuyos principales símbolos fueron la Staci –la seguridad del Estado- y el horroroso “Muro de Berlín” (esto lo desarrollaremos más adelante).

Desde nuestra perspectiva, la interpretación liberal e imperialista del pasado berlinés es una secuela de la derrota histórica del movimiento obrero alemán en el siglo XX, cuyas consecuencias todavía pesan sobre las nuevas generaciones, particularmente en lo que concierne a las representaciones del mundo que, ante la ausencia de utopías emancipadoras, indefectiblemente se van a traducir en un sentido conservador y reaccionario. Así, la obsesión de Berlín por el pasado sangriento se combina con un presente sin perspectiva de revolución social, dando como resultado una relación unilateral y conservadora con su propia historia, donde la resistencia y la lucha desaparecen de la memoria, para dejarle paso a la figura abstracta de las víctimas en tanto sujetos pasivos[5]. En este relato no tienen peso acontecimientos centrales como la rebelión del “Gueto de Varsovia” (que, aunque ocurrió en Polonia, es parte central de la lucha contra el nazismo) y otros hechos similares, en los cuales la población judía luchó heroicamente contra el nazismo de forma colectiva (en clave antifascista, pero también con influencia de sectores socialistas).

Por eso, sostenemos que la burguesía imperialista germana instrumentaliza conscientemente los hechos sangrientos de su pasado reciente, con el objetivo de legitimar la democracia liberal y, al mismo tiempo, rescatar su pasado imperial prusiano y relegar a un segundo plano los crímenes de lesa humanidad que cometieron en sus aventuras coloniales (de la memoria antifascista a la anticolonial hay poca distancia).


[1] Por otra parte, hay cierto debate en torno a lo atinado de colocarlas en el piso, pues son pisoteadas constantemente por los peatones de la ciudad, algo que no agrada a miembros de la comunidad judía.

[2] Traverso, Melancolía de izquierda (En file:///C:/Users/HP/Downloads/Melancolia_de_izquierda.pdf), p. 28-29.

[3] Flankin, Revolutionary Berlin (London: Pluto Press, 2022), p. 2.

[4] Para profundizar sobre los hechos de la revolución alemana, sugerimos la lectura del artículo Problemas de la Revolución Alemana de Roberto Sáenz, donde repasa algunos hechos claves de ese proceso histórico.

[5] Muy diferente es lo que percibimos en Francia, un país con una enorme acumulación en el plano de la lucha de clases y, aunque en su historia también hubo muchos hechos sangrientos, en la recuperación de la memoria histórica se impone la perspectiva de la resistencia. Eso lo constatamos durante la marcha multitudinaria contra la reforma de las pensiones (realizada el 06 de junio), en la cual hubo alrededor de 300 mil personas en París. Durante la protesta se cantó una consigna sobre la Comuna de París, una insurrección obrera que, aunque fue brutalmente reprimida en 1871, es reivindicada como un hito histórico de lucha que alimenta las perspectivas de transformación social de las generaciones en el presente. Eso también lo percibimos durante una cena en un restaurante administrado bajo el formato de cooperativa obrera, “Les Temps des Cerises”, en cuya decoración destacaban los decretos de la Comuna y un cartel de Louise Michel, la “Virgen Roja”. Asimismo, podemos mencionar el caso de la Argentina, cuya conmemoración de los treinta mil desparecidos no es en clave melancólica, por el contrario, alimenta una consciencia de lucha democrática que moviliza a decenas de miles de personas cada 24 de marzo, en su gran mayoría personas jóvenes.

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