Un relato apologético del estalinismo

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  • Una polémica con Emilio Albamonte sobre el balance del siglo XX, el estalinismo y la revolución socialista.

Roberto Saenz

(…) el movimiento obrero, que aparentemente estaba derrotado, sale con un resultado mucho más contradictorio de la guerra. La URSS no solo mantiene su territorio sino que avanza hacia los Balcanes, Europa del Este, hasta ocupar la mitad de la Alemania capitalista, un resultado inesperado para todo el mundo (…) las economías planificadas, aunque burocráticas, habían expropiado a los capitalistas, y los Estados obreros deformados y degenerados burocráticamente, sacan un tercio de la humanidad de la valorización del capital (…) Stalin salió triunfador y extendió el prestigio de esa economía planificada –deformada burocráticamente-, la economía de la Unión Soviética creció sostenidamente. Aliada a China, empezaron a crecer y ser un desafío al orden mundial”

Emilio Albamonte, “El método marxista y la actualidad de la época de crisis, guerras y revoluciones”, izquierdadiario, 20/12/2

 

Recientemente el dirigente del PTS (Partido de Trabajadores Socialista, Argentina), Emilio Albamonte, dio una charla por zoom para su militancia abordando algunos elementos de la situación internacional. En realidad, más que una intervención acerca de la coyuntura pretendió proponer una panorámica sobre la situación mundial, por así decirlo, tomando una visión más de conjunto de las últimas décadas.

Su intervención contiene algunas definiciones generales del actual período con las que coincidimos, pero esta permeada por un balance errado del siglo pasado que se desborda en los análisis de la actualidad.

 

Factores objetivos y subjetivos

Albamonte parte de señalar que el análisis de la situación mundial requiere de la combinación del estudio de la economía internacional, las relaciones entre los Estados y la lucha de clases, cuestión tomada de un planteo clásico de León Trotsky y que hace al ABC del análisis internacional. En ese abordaje general si bien insiste en que el elemento determinante en última instancia es la lucha de clases, en realidad, más bien, Albamonte desarrolla un análisis donde, sobre todo en la segunda mitad del siglo pasado, sin decir agua va agua viene, se pasa, más bien, al análisis de las relaciones entre los Estados. Es decir, la centralidad del análisis queda situada en dichas relaciones y no en la lucha entra las clases.

Por lo demás, al radicar Albamonte sus esperanzas en aquellos elementos objetivos que sacan a los explotados y oprimidos de su cotidianeidad y les impulsan a hacer acciones revolucionarias, lo que es una determinación real (los “sufrimientos superiores a los habituales” señala él; nosotros destacamos la misma idea en nuestras charlas), Albamonte tiende, sin embargo, a subestimar los factores subjetivos en gran medida. Esto ocurre aunque, paradójicamente, sea al mismo tiempo un proponente de una idea de partido como resumen de toda la subjetividad de la clase obrera; existe el partido y nada más que él en materia de la subjetividad de los explotados y oprimidos; un abordaje de la organización revolucionaria que queda algo abstracto; sin “suelo nutricio” para desarrollarse y construirse.

El elemento de las así llamadas “presiones objetivas” es real. Así funcionan las grandes crisis que dan lugar a las revoluciones sociales. Pero, sin embargo, de lo que carece todo el análisis de Albamonte, insistimos, es del análisis no solo estructural de la situación actual de la clase trabajadora en términos generales, la proletarización masiva del mundo, sino, sobre todo, de sus elementos subjetivos: la clase trabajadora en tanto que movimiento obrero y conciencia no está analizada. O sólo lo está, como señalamos arriba, por la vía de sus direcciones. Todo parece un juego de direcciones abstraídas completamente de sus raíces en el seno de las masas; el resto de las determinaciones de la subjetividad de los trabajadores no cuentan para nada. Y, sobre todo, no cuenta la crisis de alternativa socialista que subsiste hasta el día de hoy como subproducto de las frustraciones del siglo veinte y que tiene su importancia sobre todo en materia de sacar los balance del caso para relanzar la batalla por el socialismo.

Albamonte desestima completamente la dificultad de que no exista hoy un movimiento obrero socialista como un siglo atrás, lo cual es una dificultad no absoluta, claro está, pero sí un problema que está pendiente de resolución.

Por otra parte, llama la atención que en su intervención no tenga ubicación alguna la crisis ecológica que atraviesa la humanidad capitalista y de la cual es parte la actual pandemia, cual relato sin sensibilidad por los problemas reales, cotidianos, que afectan a grandes sectores de los de abajo, separado de las vivencias reales de la gente de carne y hueso, cuestión que no tiene lugar en su larga intervención1.

De cualquier manera, en realidad, no es en esto en lo que disentimos más fundamentalmente con Albamonte, y tampoco en su evaluación de la larga etapa de retrocesos que ha significado el neoliberalismo capitalista de las últimas décadas, respecto de la cual tenemos un abordaje similar, si bien su ángulo sobre todo de los efectos “ideológicos” del mismo, está desligado del análisis de la crisis de alternativa socialista, dándole un aire algo abstracto al abordaje (aunque la ideología neoliberal, competitiva de todos contra todos, es un elemento real).

La Revolución Rusa como acontecimiento estratégico

Pero en lo que se resiente dramáticamente el análisis que hace Albamonte, es en su visión del siglo pasado y las consecuencias que dicha experiencia tiene todavía hoy en el presente.

Básicamente, Albamonte divide la historia del último siglo en tres partes. La primera etapa sería (es) entre los años ‘20 a los ‘40, la que quedó marcada por grandes revoluciones, empezando por la Revolución Rusa, a la que Albamonte no nombra, que, sin embargo, terminaron en grandes derrotas. Con ser esto así, en el sentido lato del término, no se hace ninguna evaluación al interior de estos procesos ni se señala que fueron acontecimientos históricos marcados a fuego por revoluciones socialistas –triunfantes y derrotadas- propiamente dichas, clásicas, con centralidad de la clase obrera y un rol de enorme importancia de nuestra corriente marxista revolucionaria histórica.

La segunda gran etapa es la de la inmediata posguerra, donde se venía de las grandes derrotas históricas de los años ‘30 pero que como subproducto de las condiciones objetivas, según Albamonte y en parte realmente, se habrían obtenido grandes triunfos expropiándose a los capitalistas un tercio del globo.

La tercera es la del neoliberalismo (de los años ‘80 a la crisis del 2008) y, finalmente, la cuarta es la actual a partir del 2008, de lenta tendencia a la reversión de este ciclo de retrocesos abierto promediando los años 1970, cuestión está última que, en términos generales coincidimos. Albamonte habla de que estamos “en el límite del período de restauración neoliberal”, y nosotros señalamos que se vive un período de reinicio de la experiencia histórica de los explotados y oprimidos; dos definiciones que pueden ser complementarias.

Con todo, la visión del mundo y de la situación política internacional, apreciada históricamente, es tan esquemática que termina siendo, paradójicamente, un relato que aplana en realidad la lucha de clases: el rol de los sujetos sociales y políticos, la conciencia, los programas, las direcciones, etcétera, con la esperanza que la realidad objetiva sea la que, en definitiva, nos resuelva los problemas…

Por lo demás, en la segunda posguerra todos los desarrollos habrían sido progresos así como en la etapa anterior, la inmediatamente posterior a la Revolución Rusa, todos fueron retrocesos y, sobre todo, no se analiza críticamente estos acontecimientos.

Pero la realidad del último siglo y sus consecuencias hasta el día de hoy, ha sido muchísimo más contradictoria. A diferencia de Albamonte, opinamos que el acontecimiento estratégico del siglo veinte, el que enmarcó en definitiva todos los desarrollos junto a la Primera Guerra Mundial y la Gran Depresión de los años 1930, fueron los acontecimientos ocurridos en torno a la Revolución Rusa y las posteriores contrarrevoluciones que desataron la emergencia del fascismo y el estalinismo; un análisis distinto al de Albamonte y la generalidad del trotskismo en la segunda posguerra. La Revolución Rusa fue una conmoción internacional de tal magnitud que siguió “repiqueteando” a lo largo del siglo entero.

La experiencia de la clase obrera con sus organizaciones tomando el poder acompañada del campesinado y todos los explotados y oprimidos, dio lugar a un elam emancipador sin igual -no simplemente emancipatorio sino de auto-emancipación (Roland Lew)-, histórico. Una revolución hecha desde abajo, con el protagonismo consciente de la clase obrera y el resto de los explotados y oprimidos que, por añadidura, repercutió en los cuatros costados del globo y dio lugar a un ascenso socialista; atentos que estamos hablando de un ascenso propiamente socialista de la lucha de clases.

Además de la Revolución Rusa triunfante se sucedieron un conjunto de revoluciones obreras y socialistas derrotadas (Húngara, Alemana, China, Española, etcétera), que constituyeron eventos históricos de la centralidad de la clase obrera consciente en la revolución y que se repitieron, también con derrotas pero de manera muy significativa, tanto en las revoluciones antiburocráticas de posguerra (RDA, Hungría, Polonia y Checoslovaquia, aplastadas por los tanques estalinistas2), como en la Revolución Boliviana de 1952, el Mayo francés, el Cordobazo, etcétera, aunque estos últimos no hayan llegado a ser revoluciones.

De ahí que el marxismo revolucionario, el bolchevismo y demás tendencias revolucionarias socialistas –el trotskismo inicial, el luxemburgismo, el gramscismo, etc., por así llamarlas- hayan tenido un protagonismo que posteriormente no pudimos recuperar las diversas corrientes del trotskismo–aunque la historia se mide en otros tiempos que unas pocas decenas de años y siempre está abierta y depende, hasta cierto punto y a partir de determinado momento, de nosotros, de nuestra acción-.

La mayor revolución histórica parió los más grandes fenómenos contrarrevolucionarios que hayan existido en la historia de la humanidad: al nazismo y el fascismo (que no fueron exactamente iguales; fue más virulento el primero) y el estalinismo; dos “almas gemelas” como las llamaría Trotsky que tuvieron consecuencias históricas a lo largo del siglo pasado y sin los cuales no se podrían entender las décadas subsiguientes. Fenómenos contrarrevolucionarios “gemelos” el fascismo y el estalinismo, pero de naturaleza social diversa evidentemente.

En los países del capitalismo occidental, en el caso europeo de la mano de la socialdemocracia, y en los Estados Unidos por otras vías más directas (el New Deal, etcétera), el imperialismo se atrincheró en una democracia burguesa imperialista primero “asediada” en cierta forma por la polarización de la revolución y contrarrevolución, y luego parcialmente legitimada por la creciente burocratización de la URSS y la emergencia del nazismo, así como posteriormente por la derrota del nazismo.

Las derrotas y retrocesos de finales de los años 1920 y los años 1930 (“la medianoche del siglo” como definiría Víctor Serge al período), tuvieron dramáticas consecuencias en lo que vino después aun si las crisis y las guerras parieron, efectivamente, nuevas revoluciones -revoluciones anticapitalistas pero no socialistas; ya volveremos sobre esto-, así como nuevos fenómenos como la expropiación de los capitalistas sin revolución alguna mediante la ocupación de países enteros por el Ejercito Rojo estalinizado. Y esto por no hablar de la expropiación campesina en la URSS a comienzos de los años 1930 por intermedio de la contrarrevolución estalinista. (Albamonte sigue reivindicando la trilogía de Isaac Deutscher sobre Trotsky, que contra toda la investigación historiográfica de las últimas décadas presenta la colectivización forzosa y la industrialización acelerada como la “revolución desde arriba de Stalin más profunda, incluso, que la Revolución Rusa de 1917”…)

El estallido de la Segunda Guerra Mundial fue una colosal derrota de los explotados y oprimidos de todo el mundo así como, distorsionadamente, la derrota del nazismo y el fascismo fue un colosal triunfo democrático.

La guerra fue interimperialista, efectivamente, así como una guerra contrarrevolucionaria contra la URSS, que incluso si no era ya un Estado obrero -cuestión en abierto hasta cuando lo fue; nosotros nos inclinamos a que dejó de serlo en los años 1930-, seguía siendo un país donde el capitalismo había sido expropiado3. Sin embargo, la herencia de las derrotas de las clases obreras más fuertes y con más tradición del centro del mundo no dejaría de tener su peso en la resultante de los acontecimientos de la segunda posguerra.

¿Cómo apreciar las etapas de la lucha de clases?

En este punto el relato de Albamonte se escinde de la lucha de clases y se transforma en una disputa entre Estados; los Estados incluso “obreros” serían los portaestandartes de la historia y no la lucha de clases misma (una visión estatista reñida con el marxismo revolucionario4). Las consecuencias de esto es que el análisis internacional está puesto sobre bases campistas, Este-Oeste, sobre la idea del “enfrentamiento entre dos sistemas sociales”, sobre el concepto de que el estalinismo extendió la “revolución socialista” por todo el orbe a la salida de la guerra mundial…

Sin embargo, este no es más que el vulgar relato pablista (por el dirigente de la IV Internacional, Michel Pablo, que comienzos de los años 1950 sostuvo una orientación seguidista del estalinismo que terminó en la escisión de la IV en 1953) y no marxista revolucionario que, colocado en estos términos, y aunque las nuevas generaciones conozcan poco de este debate, dejaba al marxismo revolucionario, al trotskismo, sin justificación histórica; un “pablismo tardío y recargado” podríamos llamar al relato de Albamonte.

A finales de los años ‘80 cae el muro de Berlín y el estalinismo, y se restaura el capitalismo. Pero lo que Albamonte no señala es que cae como fruta madura -¡más bien podrida!-. Es decir: la explicación de esta caída ignominiosa, sin pena ni gloria, hay que buscarla -no queda otra explicación materialista posible, que Albamonte no da- en lo que ocurrió en las décadas anteriores, fundamentalmente, en la derrota histórica de la clase obrera en la ex URSS, en su propio Estado, en los años ’30, así como en las derrotas en los levantamientos antiburocráticos del Este europeo.

Nada se puede explicar de la finalización del siglo veinte (el “corto siglo veinte”), y también de los comienzos del veintiuno, sin remitirnos a las consecuencias estratégicas de dichos años, de dicha contrarrevolución, aún si, por otra parte, esto tampoco impidió que hubieran inmensas conquistas democráticas, antiimperialistas e, incluso, anticapitalistas pero no propiamente socialistas, en la medida que no llevaron a la clase obrera el poder como afirma erróneamente Albamonte: “(…) los resultantes de la lucha de clases dan que los campesinos y trabajadores chinos aprovechan la situación para hacerse del poder y entrar en Pekín en enero de 1949, mientras que la URSS puede extender su territorio ocupando todo el Este de Europa”. Esto no fue así ni en China, ni, mucho menos, en ninguno de los países del Este europeo ocupados por el Ejército Rojo burocrático (la extensión de la influencia de la URSS a nuevos territorios no configuró ninguna revolución) ni, por lo tanto, abrieron realmente la transición socialista más allá de la conquista progresiva de la expropiación burguesa5.

El relato simplista de Albamonte tira por la borda todo este balance; un balance mucho más matizado y que comparten, incluso, en términos generales, muchas corrientes del trotskismo “ortodoxo”. Por oposición, Albamonte nos presenta un relato a lo Eric Hobsbawm, historiador estalinista aggiornado que justifica a Stalin o, lógicamente, a lo Isaac Deutscher, historiador de la derecha trotskista, que criticó en su obra al fundador de nuestro movimiento en nombre del pragmatismo. Según él, Trotsky habría sido “el más grande exponente del marxismo clásico”, pero sus análisis no habrían tenido vigencia durante los años 1930 y subsiguientes porque la revolución habría ocurrido de manera diferente afirmaría Deutscher en su biografía sobre el gran revolucionario ruso.

Y, efectivamente, la revolución ocurrió de manera diferente. Pero el problema es que había que evitar colocarle a todos los desarrollos la connotación de “socialista” y estudiar críticamente que es lo que realmente estaba ocurriendo bajo nuestros ojos. (En todo caso, y como digresión, el pragmatismo no es, simplemente partir de los acontecimientos tal cual son, obligación de todos los revolucionarios para no ser meros propagandistas, sino negarse a adaptarse mecánicamente a ellos para intentar transformarlos.)

Albamonte señala que en las últimas décadas la acumulación militante ha sido muy lenta para todos los que hemos acumulado fuerzas (están también las corrientes que desacumularon), lo que es un hecho; pero no le da una explicación materialista al fenómeno. En realidad, sí señala el bajo nivel de la lucha de clases como así también el imperio del neoliberalismo, lo que está bien. Pero se le pasa de largo completamente la trabajosa reconstrucción de la conciencia socialista de la clase obrera; clase obrera que debe “digerir” el balance de las primeras experiencias socialistas y/o anticapitalistas sobre todo en los países donde las mismas ocurrieron y que siguen siendo en cierto modo un “agujero negro” desde el punto de vista estratégico revolucionario (sobre todo la ex URSS y los países del Este europeo; China es más dinámico).

Albamonte puede esquivar esto porque el núcleo de su corriente está en la Argentina… Pero su informe carece de la sensibilidad y de los matices del análisis que son necesarios para hacer pie realmente en Europa y ni hablar de los países del Este europeo, la ex URSS o mismo China. (Sobre China recomendamos la lectura de Au Loong Yu, un marxista hongkones que es un punto de referencia fundamental como puerta de entrada para entender que pasa en el gigante oriental.)

Es decir: un balance dedicado no solamente a las evoluciones del capitalismo, sino también, y estratégicamente, a las experiencias no capitalistas fallidas, sin el cual no se puede relanzar realmente la lucha por el socialismo.

Puede ser que un relato apologético de la historia sea más práctico para entusiasmar; también puede ser que mostrar una Icaria (supuestamente la ex URSS de la segunda mitad del siglo pasado) sea una especie de placebo para decir “se puede”; pero eso es puro pragmatismo: no sirve para nada sino está mediado por un balance radical de los acontecimientos históricos, cosa que Albamonte no parece dispuesto a encarar.

El PTS tiene elaboraciones sobre estrategia y otros tópicos que tienen su valor más allá de los matices y/o diferencias que tengamos con ellos. Pero de lo que ha carecido siempre es de una elaboración propia y real sobre el balance del estalinismo, actualizada, además, en función de lo más serio de la historiografía marxista de las últimas décadas; y esto que decimos es un hecho, no una afirmación caprichosa6.

Albamonte presenta un relato mecánico de las etapas de la lucha de clases; las mismas se suceden como si dijéramos “unas detrás de las otras”; se “sobreimprimen” esquemáticamente, por así decirlo, pero nunca de manera dialéctica: en lo nuevo no subsiste lo viejo. Se asemeja en esto al marxista estalinista Louise Althusser, que no reconocía el análisis diacrónico, es decir, histórico de los procesos, sino solamente la sobreimpresión de nuevas “sincronías” (es decir, era incapaz de dar cuenta del surgimiento de lo nuevo). Pero la historia real no funciona así. Toda nueva etapa contiene parcialmente desarrollos de la anterior (el conocido concepto hegeliano, tomado por Marx, de Aufhebung, el superar conservando, remite a esto; a las herencias del pasado en el presente -a lo que podemos agregarle las potencialidades del porvenir7-).

La etapa revolucionaria socialista de los años 1920 a 1940, grosso modo, tuvo que vérselas con la “resistencia de los materiales” de la etapa anterior: el atraso de las fuerzas productivas y el aislamiento de la revolución en la URSS, un movimiento obrero en Occidente dominado por la socialdemocracia, etcétera. La etapa revolucionaria pero no socialista de la segunda posguerra tuvo que medirse, a su vez, con la herencia de las derrotas del fascismo y el estalinismo en materia de atomización de las más grandes clases obreras y la burocratización de la más grande revolución en la historia de la humanidad; la revolución social terminó desplazada al Oriente con todas las consecuencias estratégicas que tuvo este hecho que, en cierta manera, fue subproducto de los acuerdos de Yalta y Posdam donde Stalin acordó, de manera traidora, quedarse con la periferia a cambio de dejarle el centro del mundo al imperialismo yanqui. Pero este elemento clásico del análisis del trotskismo de posguerra tampoco figura en el relato de Albamonte8.

La realidad es más grande, efectivamente. Y por eso, a pesar de todo, hubo inmensas revoluciones anticapitalistas bajo la presión de las grandes guerras y catástrofes económicas y sociales como subproducto de la Segunda Guerra Mundial. Pero la herencia del período anterior impidió que la clase obrera se hiciera del poder. Este es un hecho material que ninguna sociología vulgar puede resolver: las revoluciones de posguerra –y atención que no todos los procesos consistieron en revoluciones- fueron anticapitalistas pero no socialistas9.

Incluso el período neoliberal tiene sus contradicciones: los burgueses avanzaron en la restauración capitalista en un tercio del globo, impusieron retrocesos en las condiciones de explotación de los trabajadores y trabajadoras pero, contradictoriamente, aun sin radicalización, es verdad, también, que se lograron conquistar derechos democráticos que solo un iluso podría ver como meras concesiones burguesas…

Trazo grueso, la primera mitad del siglo veinte fue el de las más grandes revoluciones y contrarrevoluciones en la historia humana; la segunda mitad expresó tanto la consolidación de la hegemonía estadounidense como la emergencia de revoluciones anticapitalistas sin socialismo (en honor a la verdad, la segunda revolución histórica del siglo, fue la Revolución China de 1949, esto más allá que no la consideremos propiamente socialista), y la coexistencia pacífica entre el estalinismo y el imperialismo, lo que terminaría haciendo que la burocracia se arrodille perdiendo en la competencia puramente económica, y, ahora, el período en que el capitalismo neoliberal parece estar llegando a sus límites… Pero todo este análisis admite matices que, si no se aprecian, quedan vulgares; al menos vulgares desde el punto de vista del marxismo revolucionario.

El estalinismo lo hizo

El texto de Albamonte tiene varios problemas fácticos por no hablar de errores –y horrores- teóricos y estratégicos a los que sólo podemos dedicarnos aquí a unos pocos de los más gruesos10. Albamonte ve a la URSS estalinista de los años 1940 como ariete de la revolución socialista; la mera extensión de sus fronteras sería un “vector revolucionario”, olvidándose que esto ocurrió sin revolución alguna, sino, más bien, pisoteando los derechos nacionales de las masas de Europa Oriental y la ex RDA (este no es un balance meramente nuestro sino una reflexión que nos dejara nada mas ni nada menos que Ernest Mandel, dirigente trotskista belga que fuera ortodoxo en su análisis de la ex URSS como Estado obrero11). Albamonte también parece olvidarse que la división de Alemania fue una derrota histórica para la clase obrera de dicho país, una de las clases obreras más poderosas de la época (otro ortodoxo en materia de análisis de la ex URSS como Nahuel Moreno, latinoamericano él, tendría sin embargo más sensibilidad que Albamonte respecto de estos hechos12). Albamonte habla de una suerte de “unidad de acción entre la URSS y China”, que sólo está en su cabeza. Porque bien pronto comenzaron las desavenencias entre ambas burocracias. Por algo eran burocracias nacionales defensoras del “socialismo en un solo país; solo si hubieran sido internacionalistas hubieran estrechado esfuerzos; ¡pero para ello no podrían hacer sido burocracias!

Es verdad que un tercio de la humanidad quedó fuera de la valorización directa del capital; un hecho progresivo sin duda alguna. Pero es falso que la URSS haya crecido “sostenidamente” luego de la segunda guerra… bien pronto se apreciaron los límites insanables de la planificación burocrática, y bien pronto también quedaría desacreditada la planificación en manos de la burocracia. En vez de desarrollar estos acontecimientos, Albamonte se evade de todo análisis materialista del derrumbe de la URSS y se apega a la idea simplista de que los capitalistas “compraron a la burocracia” como si la de la ex URSS o China se trata de una burocracia similar a la sindical de los países capitalistas…

En fin: se nos hace muy largo seguir a Albamonte por todos sus desarrollos pero creemos haber tomado algunos de sus problemas principales. La cuestión aquí nos remite, en definitiva, a las dificultades de construir una corriente internacional que sea sólida sin el esfuerzo de construir un balance estratégico; no un balance acabado lo que sería una pedantería no solo por lo fragmentado que esta el movimiento trotskista sino, por lo demás y fundamentalmente, porque hace falta que todavía logremos sacar a nuestro movimiento de la marginalidad en el que ha estado a lo largo de décadas –sobre todo por razones objetivas, pero subjetivas también. Y además, y más fundamentalmente aun, hacen falta nuevas revoluciones socialistas en el siglo veintiuno que nos permitan “redondear” conclusiones más de conjunto sobre su contraste.

Marx y Engels eran muy cuidadosos con las anticipaciones. Preferían atenerse al movimiento real. Claro que, por otra parte, no tenían detrás de sí un siglo de experiencias anticapitalistas como tenemos nosotros. Pero de todas maneras, es evidente que hace falta que “hablen” las nuevas revoluciones socialistas que están en el porvenir –¡y para las cuales debemos trabajar denodadamente!- para poder superar la actual parcialidad en materia de elaboración programático-estratégica, problema que ninguna corriente podrá resolver por sí misma hasta que no logremos amplia influencia orgánica entre las masas y roles de dirección reales.

Esto sólo se puede hacer pegados a la lucha de clases y construyendo nuestros partidos revolucionarios y nuestras corrientes internacionales con la mayor amplitud de miras que sea posible; organización revolucionaria y corriente internacional que nosotros concebimos íntimamente ligadas a nuestra clase, a sus vivencias y experiencias para aprender de ellas y además aportarles nuestro bagaje estratégico.


1 Al análisis de las interrelaciones entre economía, Estados y lucha de clases habría que agregarle, quizás, la ecología: la relación entre las sociedades humanas y la naturaleza.

2 “Democracias populares y resistencia obrera: una aproximación histórica a los Estados burocráticos del Glacis (1945/1956), Victor Artavia, izquierdaweb.

3 Nuestra definición de la URSS a partir de la consolidación de la contrarrevolución estalinista la tomamos de Cristian Rakovsky, que lo define como “Estado burocrático con restos proletarios y comunistas de la revolución de 1917”. Demás está decir que reivindicamos la figura de Rakovsky contra parte importantísima del trotskismo que lo ha soslayado. En Comunistas contra Stalin y Un revolucionario de todos los países Pierre Broue hace una justa reivindicación de su figura.

4 Incluso bajo el gobierno bolchevique de Lenin y Trotsky a comienzos de los años 1920, las revoluciones conducidas a punta de pistola por el propio Ejercito Rojo revolucionario y no sobre la base de una ascenso obrero genuino en el país, como fue el caso de la marcha sobre Varsovia en 1920, se vieron frustradas. La lección: no se puede sustituir a las masas obreras y populares y su acción con sus partidos y organismos a la hora de la revolución socialista.

5 Una conquista que solo en los primeros años redundó en logros para los trabajadores y campesinos y luego rápidamente se agotó dando lugar a desastres burocráticos como “El gran salto adelante” que generó una hambruna en China (comienzos de 1960) o “Los 10 millones van” (por la zafra fracasada a comienzos de los años 1970 en Cuba; fracaso al que le siguió la adaptación completa al monocultivo que le impuso a la isla la URSS).

6 Han publicado notas de diversos historiadores trotskistas o marxistas revolucionarios pero eso no parece incorporado en su relato estratégico.

7 El principio esperanza, de Ernest Bloch, es una obra brillante que presenta de una manera mucho más dialéctica, realmente, como lo nuevo late siempre en lo viejo.

8 Acá ocurre un paradoja: su corriente se la ha pasado despotricando contra el “trotskismo de Yalta” pero no solamente ha asumido todos sus presupuestos sino que muchas veces, como en esta charla, queda a la derecha de él…

9 La propiedad estatizada debe afirmarse no solo negativamente contra los capitalistas como lo hicieron dichas revoluciones (es una expropiación y por lo tanto una conquista popular), sino también positivamente. Es decir: para realizar todas sus potencialidades y no transformarse en una fuente de nuevos privilegios y desigualdades, estar en manos de la clase obrera y su dictadura proletaria (ver nuestro ensayo “A cien años de la Revolución Rusa”, izquierdaweb, sobre todo el capítulo dedicado a los problemas de la propiedad estatizada).

10 Tenemos concepciones tan distintas que habría que escribir un “tratado” entero para dar cuenta de ellas. En todo caso, un error fáctico en su charla –¡error fáctico estalinofilo también él!- es la emergencia de la Resistencia en Francia en 1943/4. Robert Paxton, conocido especialista en la Francia de Vichy señala que, sobre todo la juventud francesa se volcó a la Resistencia cuando al gobierno fascista del Mariscal Petain comenzó a mandar a los jóvenes como trabajadores forzados a Alemania; una medida eminentemente antipopular. Por lo demás, el PC francés no llegó nunca a organizar una resistencia de masas. Fue, más bien, una vanguardia de masas, lo que no es exactamente lo mismo.

11 El poder y el dinero es su obra de balance madura del estalinismo por así decirlo.

12 Moreno llevó adelante una síntesis objetivista de la teoría de la revolución que ayudó al desbarranque de su corriente. Sin embargo, en los años 1980 y en relación a los desastres de la planificación burocrática, demostraría enorme sensibilidad. Lo hemos citado a este respecto en nuestro ensayo “Dialéctica de la transición. Plan, mercado y democracia obrera”, izquierdaweb.

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