De la rebelión a la revolución

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  • La lucha de clases atraviesa un ciclo de rebeliones populares, que marca un recomienzo histórico en la experiencia de los explotados y oprimidos.

Victor Artavia

El 2011 fue uno de los años de mayor rebeldía desde el mayo francés de 1968. El estallido simultáneo de gigantescas e impactantes movilizaciones sociales en lugares muy diversos del planeta dio cuenta de los profundos cambios que atraviesan la situación mundial. Incluso la revista Times (un órgano de prensa imperialista) reflejó de manera muy singular esta nueva realidad política: designó como personaje del 2011 a “el manifestante”.

Por otra parte, durante 2012 quedó demostrado que esta ola de rebeldía internacional no fue un fenómeno efímero. Muestra de esto fue el sostenimiento e intensificación de las movilizaciones de masas en Medio Oriente, convirtiéndose en el caso de Siria en una guerra civil contra el régimen dictatorial de Bashar Al-Assad. Junto con esto, durante este año se produjo la heroica huelga de los mineros de Asturias, que causó revuelo mundial cuando 200 obreros asturianos fueron recibidos en la capital española bajo cánticos como “Madrid obrero, apoya a los mineros”, “Que viva la lucha de la clase obrera”, entre otros. Finalmente al momento de escribir este artículo, las masas explotadas y oprimidas de Egipto han vuelto a tomar las calles para luchar contra el gobierno de la Hermandad Musulmana y las fuerzas armadas, lo cual preanuncia una mayor definición política y social del proceso de radicalización en ese país.

Por supuesto que, la intensidad y dinámica de todas estas luchas presentan desarrollos desiguales según las regiones y países. Pero a la vez contienen rasgos combinados, los cuales configuran el marco global donde se develan los alcances y límites de los procesos en curso. Justamente por esto, es imperativo que las corrientes del marxismo revolucionario interpreten los desarrollos políticos actuales desde un ángulo estratégico, a saber, la perspectiva de reintroducir la revolución socialista en el siglo XXI.

Desde la Corriente Internacional Socialismo o Barbarie (SoB) sostenemos que actualmente la lucha de clases atraviesa un ciclo universal de rebeliones populares, que marca un recomienzo histórico en la experiencia de los explotados y oprimidos.

De la rebelión a la revolución: recorrido histórico, sujetos sociales y perspectivas estratégicas

“En el proceso histórico se encuentran situaciones estables, absolutamente no revolucionarias. Se encuentran también situaciones notoriamente revolucionarias. Hay también situaciones contrarrevolucionarias (…) Pero lo que existe sobre todo en nuestra época de capitalismo en putrefacción son situaciones intermedias, transitorias: entre una situación no revolucionaria y una situación prerrevolucionaria; entre una situación prerrevolucionaria y una situación revolucionaria o…contrarrevolucionaria. Son precisamente estos estados transitorios los que tienen una importancia decisiva desde el punto de vista de la estrategia política” 

León Trotsky, “Una vez más, ¿adónde va Francia?”

El actual ciclo de rebeliones populares revierte una importancia estratégica para el desarrollo venidero de la lucha de clases. Actualmente, experimentamos en tiempo real un laboratorio universal de la lucha social como no se veía hacía décadas. Sucede que, más allá de los resultados inmediatos de las luchas en desarrollo y/o por venir, la principal medida de su valor es su efecto educativo sobre la conciencia política de las masas explotadas y oprimidas.

Desde SoB caracterizamos que las rebeliones populares representan un recomienzo histórico en la experiencia de los explotados y oprimidos, pues configuran un escenario universal donde la tónica es la acumulación de experiencias de lucha de las nuevas generaciones obreras, estudiantiles y populares, que están superando, mediante la movilización y lucha callejera, el peso de las derrotas de décadas anteriores.

A pesar de esto, el ciclo de rebeliones populares presenta limitaciones estratégicas que no pueden dejar de señalarse (sobre todo para las corrientes del marxismo revolucionario). Nos referimos a que estas rebeliones todavía no desbordan los marcos de la democracia burguesa ni cuentan con la centralidad política de la clase obrera, requisitos indispensables para que avancen en la perspectiva de la revolución social anticapitalista y socialista.

De ahí que sea necesario balancear sus alcances y límites políticos a fin de extraer las tareas estratégicas del momento. Bajo este criterio abordamos las rebeliones populares en la edición anterior de la revista Socialismo o Barbarie, que caracterizamos como “un proceso que se encuentra en el umbral entre una rebelión popular y la revolución propiamente dicha, sin haber todavía alcanzado la suficiente madurez para configurar un escenario de revolución social en el sentido pleno de la palabra” (J. L. Rojo, cit.: 7).

Por lo anterior caracterizamos el proceso como de rebelión y no de revolución; una situación intermedia o transitoria según las palabras de Trotsky. Esta distinción no implica una lectura sectaria, que impone un techo a priori a las rebeliones en curso. Por el contrario, nuestra apuesta es a que estas experiencias sirvan de puente para superar los retrasos de los factores subjetivos.

En lo que sigue, nos remitiremos a las conclusiones políticas extraídas por Marx, Engels, Luxemburgo y Trotsky respecto de las experiencias revolucionarias del siglo XIX y XX. Desde un enfoque comparativo, esperamos clarificar aún más nuestra delimitación de la categoría “rebelión popular” de “revolución social”. Para esto desarrollaremos cuatro aspectos que, a nuestro modo de ver, hacen parte de los rasgos principales con que estos autores del marxismo revolucionario abordaron la lucha de clases en su momento: a) la comprensión de la lucha de clases y los procesos revolucionarios como el terreno vivo de aprendizaje político de la clase obrera, b) la centralidad de la clase obrera como un requisito indispensable para dotarlos de una perspectiva socialista, c) la instauración de una dialéctica revolución/contrarrevolución en las situaciones de revolución social, d) la perspectiva de la toma del poder por la clase obrera a través de instancias de lucha y organización clasistas.

El laboratorio social de la lucha de clases

Para el marxismo la adquisición/construcción de la conciencia de clase del proletariado no es un proceso evolutivo o pasivo, sino que es producto de la acción transformadora de los sujetos sobre la realidad. Y esta realidad no es otra que el terreno de la lucha de clases, que se torna en un laboratorio social donde el enfrentamiento entre las clases, sus organismos de lucha, programas y partidos políticos, sienta las condiciones materiales para que avance la conciencia política. Por esto mismo Trotsky planteaba que “el proletariado no conquista su conciencia de clase pasando de grado como los escolares, sino a través de la lucha de clases ininterrumpida”

Revolución y fascismo en Alemania: 99, Buenos Aires, Antídoto, 2005

En la tradición del marxismo revolucionario, los procesos de la lucha de clases son interpretados en clave estratégica, es decir, trascendiendo la inmediatez del conflicto y extrayendo sus enseñanzas universales sobre el conjunto del movimiento obrero y de masas. Bajo este criterio, tanto Marx y Engels se posicionaron frente a las revoluciones burguesas de mediados del siglo XIX, que representaron el primer episodio del accionar independiente del proletariado moderno. Como todo paso inicial, estuvo cruzado por aciertos y desaciertos, que ambos dirigentes revolucionarios enmarcaron en un proceso de acumulación de experiencias históricas del proletariado.

Éste fue el caso de la revolución burguesa de 1848 en Francia, que Marx analizó a profundidad. La clase obrera intervino en primera línea contra la monarquía y defendió un modelo de “república con instituciones sociales”, planteando además la necesidad de “organizar el trabajo”. Aunque en principio se conformó un bloque de la burguesía, el campesinado y la clase obrera contra la monarquía, a los pocos meses de triunfar la revolución de febrero e instalarse un gobierno pluriclasista en París (donde hubo dos representantes del proletariado), las contradicciones de clase se hicieron más profundas y, finalmente, la burguesía “republicana” se alineó con sus antiguos rivales monárquico-feudales para aplastar físicamente al proletariado movilizado en junio de ese mismo año.

Aunque la clase obrera salió derrotada de esta revolución, Marx centró la atención de su balance en las enseñanzas que dejó para el conjunto del proletariado moderno: “Ha sido, pues, la derrota de junio la que ha creado todas las condiciones bajo las cuales puede Francia tomar la iniciativa de la revolución europea. Sólo empapada en la sangre de los insurrectos de junio ha podido la bandera tricolor transformarse en la bandera de la revolución europea, en la bandera roja. Y nosotros exclamamos: ¡La revolución ha muerto! ¡Viva la revolución!” (Karl Marx: La lucha de clases en Francia: 152, Buenos Aires, Luxemburgo, 2007).

Lo anterior da cuenta de que en Marx la principal conquista del proletariado es la maduración de su conciencia política, lo cual es imposible de realizar por fuera de la lucha de clases. La dicotomía “formal” de triunfo o derrota momentánea Marx la asume como un elemento parcial de la realidad, al que problematiza dialécticamente en el marco universal de la praxis revolucionaria de la clase obrera y sus partidos. De allí que su noción de avance o retroceso político no presente una correspondencia directa con la lógica de triunfo o derrota, sino que apunta directamente al plano de la conciencia del clase del proletariado en la perspectiva de la toma de poder: “El progreso revolucionario no se abrió paso con sus conquistas directas tragicómicas, sino, por el contrario, engendrando una contrarrevolución cerrada y potente, engendrando un adversario, en la lucha contra el cual el partido de la subversión maduró, convirtiéndose en un partido verdaderamente revolucionario” (ídem: 123).

En cuanto a Engels, tuvo la oportunidad de participar directamente en la revolución alemana de 1848, donde se destacó como líder militar. Al igual que en el caso francés, el proletariado intervino en esta revolución con reivindicaciones democráticas propias, que no planteaban la emancipación social de la clase obrera de la explotación capitalista, pero creaban el terreno democrático para que se desarrollara el movimiento obrero. A mediados del siglo XIX se produjo un quiebre histórico que marcaba el final del ciclo de las revoluciones burguesas y, a la vez, preanunciaba el advenimiento de las revoluciones obreras como fenómeno socio-histórico. Durante esta bisagra histórica el proletariado se posicionó a favor de consumar las revoluciones burguesas, pero profundizando su intervención como sujeto político independiente y construyendo organizaciones propias. Sería hasta el siglo XX cuando la experiencia histórica de las revoluciones rusas de 1905 y 1917 permitió avanzar en la teoría de la revolución, planteando la perspectiva de combinar las tareas democráticas con las socialistas en un marco de revolución permanente.

Finalmente, el proletariado alemán fue derrotado debido a los temores de la burguesía “republicana” de llevar a fondo su enfrentamiento con la monarquía, lo cual le brindó un amplio margen de maniobra política y militar a la contrarrevolución feudal.

Fruto de esta experiencia, Engels arribó a conclusiones estratégicas similares a las de Marx, planteando que “si hemos sido derrotados, no podemos hacer otra cosa que volver a empezar desde el comienzo. Y, por fortuna, la tregua, probablemente muy breve, que tenemos concedida entre el fin del primer acto y el principio del segundo acto del movimiento, nos brinda el tiempo preciso para realizar una labor de imperiosa necesidad: estudiar las causas que hicieron ineludibles tanto el reciente estallido revolucionario como la derrota de la revolución” (Federico Engels: Revolución y contrarrevolución en Alemania: 11, Buenos Aires, Polémica, 1976).

Es fundamental destacar la perspectiva político-metodológica con que Engels asume la derrota momentánea, que caracteriza como el “fin del primer acto” del cual hay que extraer las principales lecciones estratégicas, para entrar a disputar en mejores condiciones el “segundo acto del movimiento”. En suma, para Engels el proceso de acumulación de experiencias del proletariado es el punto de partida para interpretar la lucha de clases, que es un movimiento dinámico y unitario donde los desarrollos locales trascienden su inmediatez e impregnan al conjunto del movimiento obrero.

Esta perspectiva de proceso o recorrido histórico de la lucha de clases es una constante en los análisis del marxismo clásico, donde las situaciones revolucionarias fueron concebidas como catalizadores de la experiencia política de todas las clases sociales (incluida la burguesía). En sus análisis de la revolución francesa de 1848, Marx señalaba que en los períodos de mucha “inquietud histórica”, donde se acrecentaban las pasiones revolucionarias, las diferentes clases de la sociedad contabilizaban sus “etapas de desarrollo por semanas, como antes las habían contado por medios siglos” (Karl Marx: La lucha de clases en Francia: 185). En un sentido similar, Engels caracterizó que la revolución era un “agente tan poderoso del progreso social y político (…) [que] hace que la nación recorra en cinco años más camino que el que recorrería en un siglo en circunstancias ordinarias” (Revolución y contrarrevolución en Alemania: 54-55).

Este aspecto fue enteramente compartido por otra gran figura del marxismo revolucionario, Rosa Luxemburgo, que enriqueció el andamiaje teórico del marxismo al estudiar los nuevos desarrollos presentados por la lucha de clases a finales del siglo XIX y principios del XX.

En uno de sus textos más brillantes, Huelga de masas, partido y sindicatos, Luxemburgo da cátedra del método de análisis marxista desde la lucha de clases y por fuera de todo esquematismo vulgar, aun si es preciso señalar que también se hacen patentes sus limitaciones sobre el papel del partido revolucionario como dirección revolucionario, dado que ella siempre sobredimensionó los alcances del “espontaneísmo” en el movimiento obrero. En esta obra actualiza la elaboración del marxismo a la luz de la revolución rusa de 1905, donde la clase obrera conformó los primeros soviets de la historia y desarrolló una huelga de masas contra el absolutismo zarista. Esta revolución fue derrotada, pero abrió un debate estratégico en toda la socialdemocracia europea respecto de la viabilidad de este método de lucha.

Luxemburgo interviene en este debate replanteando la posición marxista sobre la huelga general o de masas, que previamente había sido rechazada por Engels en sus polémicas con el anarquismo español. En ese debate en concreto, Engels se posicionó correctamente contra el ultraizquierdismo del anarquismo, que anteponía una formulación de huelga de masas abstracta para finalizar de una vez por todas con la dominación burguesa, a la vez que rechazaba cualquier tipo de intervención política del movimiento obrero en los espacios parlamentarios burgueses (lo que Trotsky llamó “cretinismo antiparlamentario”).

A partir de esta posición de Engels, la socialdemocracia alemana asumió una posición de rechazo por “principios” a la huelga de masas como un método de lucha revolucionaria. Luxemburgo sostuvo una postura totalmente diferente, planteando que la revolución rusa exigía una reformulación de esta posición, pues la huelga general de 1905 surgió desde la misma clase obrera como un método de lucha para exigirle al zarismo los derechos democrático-burgueses que éste le negaba (algo muy diferente a la política artificial de huelga pregonada por el anarquismo).

En Luxemburgo, los métodos de lucha son creaciones históricas concretas del movimiento obrero, que debían ser valorados de acuerdo con su funcionalidad respecto de la lucha de clases, o sea, eran válidos si correspondían al desarrollo político del proletariado y potenciaban la lucha del movimiento obrero: “No se puede entender ni discutir el problema basándose en especulaciones abstractas sobre la posibilidad o la imposibilidad, sobre lo útil o lo perjudicial de la huelga de masas. Hay que examinar los factores y condiciones sociales que originaron la huelga de masas en la etapa actual de la lucha de clases. En otras palabras, no se trata de la crítica subjetiva de la huelga de masas desde la perspectiva de lo que sería deseable, sino de la investigación objetiva de las causas de la huelga de masas desde la perspectiva de lo históricamente inevitable” (Huelga de masas, partido y sindicatos: 249, Bogotá, Pluma, 1979. Los resaltados son siempre nuestros salvo indicación en contrario).

De esta forma, Luxemburgo incorpora un criterio fundamental en su análisis de la lucha de clases, que consiste en clarificar los alcances y límites de los procesos en curso, condicionados por una combinación de factores objetivos y subjetivos. En su enfoque, los métodos de lucha y categorías políticas no son simples denominaciones técnicas, sino que están determinadas histórica y políticamente: “Es tan imposible ‘propagar’ la huelga de masas como medio abstracto de lucha como lo es propagar la ‘revolución’. La ‘revolución’, como la ‘huelga de masas’, es una forma externa de lucha de clases, que sólo adquiere sentido y significado en determinadas situaciones políticas” (ídem).

Finalmente, otro aspecto enriquecedor en los análisis de Luxemburgo es su correcta ubicación internacionalista frente a los procesos de la lucha de clases. En su pelea contra las inercias conservadoras imperantes en la burocracia sindical y del aparato del Partido Socialdemócrata Alemán, Luxemburgo recurrió a las experiencias más avanzadas del movimiento obrero europeo como punto de apoyo estratégico. Para la revolucionaria polaca era necesario que el movimiento obrero se apropiara de cada proceso de la lucha de clases para potenciar su capacidad de triunfo en los combates contra la burguesía: “Es mucho más importante que los obreros alemanes aprendan a ver la Revolución Rusa como asunto propio, no sólo en el sentido de la solidaridad internacional con el proletariado ruso, sino ante todo como un capítulo de su propia historia política y social” (ídem: 312).

Este recuento sobre el método de análisis estratégico con que autores del marxismo revolucionario interpretaron los desarrollos de la lucha de clases viene al caso, pues en la actualidad es común que las corrientes marxistas realicen caracterizaciones políticas a partir de sus “manuales de bolsillo”, que despolitizan a las nuevas generaciones militantes en su capacidad de análisis y pensamiento. Por esto nos parece imprescindible destacar que, en la mejor tradición del marxismo revolucionario, la lucha de clases es asumida como un proceso de acumulación de experiencias, que adquieren su verdadero significado desde un ángulo estratégico y no a partir de enunciar categorías sin ningún contenido histórico determinado, como suele ocurrir en reiterados casos con la palabra “revolución”.

La centralidad de la clase obrera: de los fines y medios en la revolución socialista

El accionar independiente del proletariado a partir de la segunda mitad del siglo XIX y, posteriormente, su profundización con el desarrollo de las revoluciones obreras en la primera mitad del siglo XX (entre éstas la rusa de 1917), demostraron la potencialidad histórica de la clase obrera como sujeto social de la revolución socialista.

Por esto no resulta extraño que, a pesar de la distancia temporal entre autores como Marx, Engels, Trotsky, Lenin o Luxemburgo, en sus principales obras políticas coincidan en una premisa de orden estratégico: la centralidad de la clase obrera como un requisito indispensable para que las revoluciones adopten un curso verdaderamente socialista.

Contrariamente a cualquier interpretación objetivista o sustituista de la revolución, para los autores clásicos del marxismo revolucionario el socialismo es un proceso de transformación social, y la conciencia revolucionaria de la clase obrera desempeña un elemento central para su construcción. Esto obedece a la tensión finalista que atraviesa al marxismo, donde los fines y medios presentan una relación dialéctica. De esta forma, el fin de alcanzar la autoemancipación de la humanidad de toda forma de explotación y opresión social tiene que estar mediatizado por la experiencia y centralidad de la clase obrera en la lucha revolucionaria.

Utilizando este criterio de análisis, Marx diferenció categóricamente la dinámica de la revolución obrera con la de sus predecesoras burguesas, pues sus fines y medios eran diametralmente contrarios. Nuevamente apoyándose en la experiencia de las revoluciones burguesas de mitad del siglo XIX, Marx razonaba que “si han cambiado las condiciones de la guerra entre naciones, no menos han cambiado las de la lucha de clases. La época de los ataques por sorpresa, de las revoluciones hechas por pequeñas minorías conscientes a la cabeza de las masas inconscientes, ha pasado. Allí donde se trate de una transformación completa de la organización social tienen que intervenir directamente las masas, tienen que haber comprendido ya por sí mismas de qué se trata, por qué dan su sangre y su vida” (La lucha de clases en Francia: 116-117).

Aunque las revoluciones burguesas se iniciaron como movimientos de masas progresivos contra las monarquías absolutistas, su potencialidad revolucionaria resultó de corto alcance histórico, pues su objetivo fue instalar en el poder a otra clase propietaria, la burguesía. Por este motivo, la “inconsciencia” de las masas era una característica funcional a los fines de las revoluciones burguesas, debido a que posibilitaba que una clase minoritaria y propietaria, como la burguesía, instrumentalizara en su favor la fuerza revolucionaria del conjunto de las clases explotadas y oprimidas por la monarquía.

En contraposición con esta perspectiva, Marx sostiene que la revolución socialista persigue una “transformación completa de la organización social”, lo que introduce nuevas coordenadas para el desarrollo de la lucha de clases: la conciencia política de las masas y la centralidad de la clase obrera es imprescindible para construir esa nueva forma de sociedad.

La Comuna de París en 1870-71 demostró la certeza de esta perspectiva planteada por Marx. Durante esta experiencia revolucionaria, el proletariado parisiense desarrolló el primer intento por instaurar una dictadura del proletariado, lo cual representó un avance político respecto de su papel en las revoluciones burguesas. Aunque fue derrotada y brutalmente reprimida por la burguesía prusiana y francesa, aportó grandes enseñanzas a la teoría marxista del estado y la revolución.

Así, por ejemplo, en La guerra civil en Francia, Marx concentra su análisis de la Comuna en los procesos de organización del proletariado parisiense, y remarca que “la Comuna era, esencialmente, un gobierno de la clase obrera, fruto de la lucha de la clase productora contra la clase apropiadora, la forma política al fin descubierta para llevar a cabo dentro de ella la emancipación económica del trabajo”, y concluye que la “gran medida social de la Comuna fue su propia existencia, su labor. Sus medidas concretas no podían menos de expresar la línea de conducta de un gobierno del pueblo por el pueblo” (La guerra civil en Francia: 236 y 241, Moscú, Progreso, 1976).

Véase que aquí Marx considera a la dictadura del proletariado como la forma política bajo la cual poner en marcha una economía de transición al socialismo (“la emancipación económica del trabajo”). Visto lo anterior, resulta claro que para Marx el carácter obrero de la Comuna se origina en la congruencia entre el fin de alcanzar “la emancipación económica del trabajo” y la “forma política” o medio empleado para lograrlo, que vendría a ser el “gobierno de la clase obrera, fruto de la lucha de la clase productora contra la clase apropiadora”.

Durante la revolución española, Trotsky expuso conclusiones similares en sus polémicas con la política frentepopulista del stalinismo. Para Stalin y sus epígonos en la Internacional Comunista, era justificable hipotecar la independencia de la clase obrera en pactos con la burguesía “progresista” o “republicana”, pues permitiría alcanzar mayores libertades democráticas (para luego pelear por la revolución social). De esta forma, el stalinismo construyó su política para España con un criterio totalmente diferente al de Marx, al separar formalmente los fines (la transformación social, e, incluso, las mismas libertades democráticas) de los medios (la centralidad obrera en la lucha de clases).

Frente a esto, Trotsky enfatizaba la necesaria relación entre las conquistas democráticas y la centralidad de la clase obrera en la lucha por conseguierlas para avanzar hacia el socialismo: “Lenin decía incluso que el proletariado ruso había llegado en octubre de 1917 al poder, ante todo, como agente de la revolución burguesa-democrática. El proletariado victorioso empezó por la resolución de los problemas democráticos, y, poco a poco, mediante la lógica de su dominación, enfocó las cuestiones socialistas (…) después de que la clase obrera ha conquistado el poder, los fines democráticos del régimen proletario se transforman inevitablemente en socialistas. El tránsito orgánico y por evolución de la democracia al socialismo es concebible sólo bajo la dictadura del proletariado” (La revolución española: 75-76, El Puente, sin pie de imprenta).

Para Trotsky lo determinante del proceso revolucionario es la centralidad de la clase obrera, pues a través de la “lógica de su dominación” se abre la perspectiva del tránsito al socialismo. Esto es fundamental para comprender uno de los postulados de la teoría de la revolución permanente en Trotsky, pues el tránsito de la revolución democrática hacia una socialista se produce a partir de una combinación dialéctica entre la necesidad de resolver tareas democráticas que el capitalismo estructuralmente no puede resolver, pero a partir de la clase obrera en el poder.

Como se puede apreciar, para Marx y Trotsky existe una relación dialéctica entre las conquistas obtenidas, los sujetos sociales y los métodos: el qué, cómo y quién realiza las tareas revolucionarias. Desde Socialismo o Barbarie hemos insistido en este ángulo estratégico para evaluar los alcances y límites de los procesos revolucionarios, pues la experiencia de las revoluciones anticapitalistas de posguerra demostró que, sin la centralidad de la clase obrera mediante sus partidos y organismos de lucha, no se produjo ninguna transición al socialismo; a lo sumo, se alcanzó a configurar una serie de estados burocráticos que expropiaron a la burguesía y el imperialismo y obtuvieron parcialmente una serie de conquistas, pero que trascurridas algunas décadas ya fueron (o están en rumbo a serlo, como en el caso de Cuba) reabsorbidos por el capitalismo.

Y esto es todo un debate con el conjunto de las corrientes del trotskismo (incluyendo la LIT y el PTS), pues aún reivindican el andamiaje teórico-político del trotskismo de posguerra que unilateralmente caracterizó que hubo revoluciones “socialistas” aun con ausencia de la clase obrera, pues éstas habrían estado determinadas por la sola “presión” de las tareas objetivas y el enfrentamiento al imperialismo mundial, confundiendo así la connotación anticapitalista (expropiación de la burguesía) con la socialista (poder proletario y apertura del proceso de la transición al socialismo).

Al respecto, en un texto anterior de nuestra corriente se planteaba que “la revolución socialista no puede consumarse como producto de las ‘circunstancias objetivas’, de las ‘tareas’ que supuestamente cumplen, sin importar que la clase trabajadora como tal no tenga arte ni parte en ella ni la manera en que se cumplen esas tareas. En el caso de la revolución propiamente socialista, existe necesariamente una relación dialéctica entre las tareas, el sujeto y los métodos mediante los cuales aquéllas se llevan adelante” (Roberto Sáenz: “Las revoluciones de posguerra y el movimiento trotskista”: 56, Socialismo o Barbarie 17/18, Buenos Aires, 2004).

Finalmente, es importante agregar que la conceptualización de “centralidad de la clase obrera” en la revolución no se detiene en destacar unilateralmente el accionar independiente de la clase obrera, sino que, además, remite a otro elemento de enorme relevancia táctica en los procesos revolucionarios: ¿cómo proyectar la hegemonía del proletariado sobre otras clases sociales oprimidas en el capitalismo?

Engels planteó con gran agudeza que todas las revoluciones presentaban dos momentos característicos. El primero consistía en la unidad de todas las clases sociales revolucionarias y opositoras contra un enemigo común, mientras que el segundo se caracterizaba por un intenso proceso de diferenciación política y social luego de triunfar la revolución (Revolución y contrarrevolución en Alemania: 54). Y durante esta fase de diferenciación entre las clases, el proletariado tenía que lograr el apoyo del conjunto de los explotados y oprimidos hacia la revolución socialista, con la finalidad de no resultar aislado socialmente durante su enfrentamiento contra la burguesía.

Este señalamiento de Engels fue confirmado en infinidad de ocasiones a lo largo de los siglos XIX y XX. Por ejemplo, en el marco de los debates sobre el ascenso del fascismo en Alemania y cómo enfrentarlo desde la clase obrera, Trotsky polemizó con la política populista que pregonó el stalinismo de disolver el programa del proletariado en la concepción de “pueblo”, o lo que es lo mismo, en desdibujar la centralidad de la clase obrera: “Para que la nación pueda reconstruirse en torno a un nuevo meollo de clase, hay que reconstruirla ideológicamente, y esto se logra sólo si el proletariado no se disuelve en el ‘pueblo’, en la ‘nación’, sino que desarrolla un programa para su propia revolución proletaria y obliga a la pequeño burguesía a elegir entre dos regímenes. La consigna de revolución popular adormece tanto a la pequeño burguesía como a amplios sectores obreros, los reconcilia con la estructura burguesa-jerárquica de ‘pueblo’ y retarda su liberación” (Revolución y fascismo en Alemania: 45-46).

En síntesis, la centralidad de la clase obrera debe comprenderse como la intervención directa y consciente del proletariado en la revolución, no en calidad de individuos diluidos en el “pueblo”, sino como clase para sí y, desde esta ubicación, proyectando hacia el conjunto de los sectores explotados y oprimidos la alternativa socialista.

El derrumbe de la democracia burguesa

Un rasgo distintivo de cualquier proceso de revolución social es la instalación de una dialéctica de revolución/contrarrevolución, donde se tensionan al máximo las contradicciones de clase y no hay espacios para las soluciones institucionales. En estas condiciones los enfrentamientos políticos se resuelven mediante la fuerza, es decir, aplastando físicamente al adversario de clase.

Bajo el capitalismo, esto significa que el parlamento (como síntesis institucional del régimen democrático-burgués) no puede garantizar el dominio de la clase capitalista, por lo cual ésta ejerce su dominación con métodos dictatoriales, donde se suprimen el conjunto de los derechos “democráticos”.

A lo largo del siglo XX hubo diversos períodos históricos donde se produjeron escenarios de este tipo. Por ejemplo, Trotsky analizó esta dialéctica de revolución/contrarrevolución durante la década del 30, donde se produjo una verdadera crisis de dominación del capitalismo al coincidir la Gran Depresión con el estallido de procesos revolucionarios en países como Alemania, España y Francia.

Esto conllevó, en palabras de Trotsky, un verdadero “derrumbe de la democracia burguesa”, pues en todos estos países (y muchos más) no había espacio para salidas parlamentarias, y las alternativas planteadas eran fascismo o revolución socialista. Debido a esto, Trotsky resumía la dinámica política de Europa tras la I Guerra Mundial planteando que, con la excepción de Rusia, donde la clase obrera llevó a fondo su revolución y tomó el poder, en el resto de países “el parlamento ha mostrado no tener la capacidad de conciliar las contradicciones de clase y de asegurar la marcha pacífica de los acontecimientos. El conflicto se resolvió con las armas en la mano” (¿Adónde va Francia?: 14, Buenos Aires, Antídoto, 2005).

Y esto, insistimos, no fue un episodio de semanas o meses: fue la marca indeleble de todo un ciclo histórico que tuvo su momento más álgido en los años 30, donde el combate entre fascismo y revolución adquirió su mayor profundidad. Es importante tener presente esto, pues da cuenta de que la categoría “revolución” no se debe emplear indiscriminadamente; contiene una densidad histórica, estratégica y política que los marxistas revolucionarios no podemos obviar.

Prosiguiendo con Trotsky, en sus escritos sobre Alemania planteó que el capitalismo podía comprenderse a partir de tres grandes etapas históricas, que representaban un modelo de relación definida de la burguesía con la pequeño-burguesía y, a través de esta clase, con el proletariado: “La aurora del desarrollo capitalista, cuando la burguesía utilizaba métodos revolucionarios para realizar sus tareas; el período de florecimiento y madurez del régimen capitalista, cuando la burguesía otorgó a su dominación formas ordenadas, pacíficas, conservadoras, democráticas; por último, la decadencia del capitalismo, cuando la burguesía se ve obligada a recurrir a métodos de guerra civil contra el proletariado para proteger su derecho a la explotación” (Revolución y fascismo en Alemania: 210-211).

Como se puede apreciar, la dialéctica de revolución/contrarrevolución implica que la burguesía abandona sus modales “democráticos” y recurre directamente al empleo de los “métodos de guerra civil contra el proletariado para proteger su derecho a la explotación”. Más categóricamente, la burguesía no intenta cooptar la revolución a través de los mecanismos institucionales que, en circunstancias ordinarias, le permite desplegar la democracia burguesa, ya que la situación no se resuelve con un simple cambio del “elenco político” de la burguesía. Según Trotsky, donde “están en juego las bases de la sociedad misma, la aritmética parlamentaria no decide nada. Lo decisivo es la lucha” (ídem: 210).

Éste es el trasfondo estratégico de la definición con que Lenin sintetizaba las situaciones revolucionarias: cuando los de arriba no pueden gobernar y los de abajo no quieren ser gobernados.

Acá Lenin combina los elementos objetivos, tales como la crisis en la clase dominante y el sistema parlamentario, con los de carácter subjetivo, que vendrían a ser la fortaleza política de la clase obrera y los “de abajo” en tanto se plantean el derrocamiento de la burguesía. Un ángulo muy similar al de Trotsky cuando señalaba que toda situación revolucionaria “enfrenta al proletariado con el problema inmediato de la toma del poder” (ídem: 22).

Un aspecto final por desarrollar es que dentro de la dialéctica de revolución/contrarrevolución la disputa por la conducción política de las clases medias es determinante, pues es un elemento que pesa para volcar la correlación de fuerzas a favor de cualquiera de los campos enfrentados.

Como explicamos anteriormente, para el proletariado es importante ganarse a las clases medias para no quedar aislado social y políticamente durante su enfrentamiento con la burguesía. Pero también porque la burguesía lanza una ofensiva por instrumentalizar a estos sectores en su operativo contrarrevolucionario. Esto se origina en que la burguesía es una clase económicamente muy poderosa, pero socialmente es minoritaria. De allí que, históricamente, haya ejercido su dominio de clase a través de relaciones definidas con la pequeño-burguesía, que le servía como intermediaria para controlar al proletariado.

De esta manera, la dominación de los capitalistas se realiza de forma más “indirecta”, a través de otras clases o representantes políticos (su elenco gobernante) aburguesados: “Los programas políticos característicos de estas tres etapas, jacobinismo, democracia reformista (incluida la socialdemocracia) y fascismo, son fundamentalmente programas de corrientes pequeñoburguesas. Este hecho, más que ningún otro, demuestra la importancia enorme –más aún, decisiva– que tiene la autodeterminación de las masas populares pequeño-burguesas para el destino de toda la sociedad burguesa” (ídem: 211).

Resumiendo, dentro de la dialéctica de revolución/contrarrevolución acontece un desbordamiento de la democracia burguesa, los conflictos de clase se dirimen mediante el enfrentamiento directo y la disputa por las clases medias es determinante para el triunfo de la revolución o, en su caso, de la contrarrevolución.

La perspectiva de la toma del poder: huelga general, organismos de poder y partido revolucionario

Ciertamente, los métodos de lucha y formas de organización que asume cada proceso revolucionario varían según los casos y, además, están condicionados por las tradiciones de lucha del movimiento obrero y popular en cuestión. Pero el recorrido histórico de la lucha de clases demuestra que existen formas de lucha política consustanciales a las revoluciones con centralidad de la clase obrera, que expresan los rasgos de una clase social que, más allá de sus diferentes procedencias, comparte una misma ubicación en la producción capitalista.

Por ejemplo, durante la primera mitad del siglo XX se produjeron las principales revoluciones obreras (entre éstas, la rusa de 1917; pero también la húngara de 1919, la alemana de 1919/23, la china de 1926/7, la española de 1931/9, etcétera), en las cuales la clase obrera desarrolló métodos de lucha e instancias de organización acordes a la situación política, es decir, en la perspectiva de la toma del poder.

En primer lugar, la huelga general o de masas. Como explicamos anteriormente, la primera experiencia real de esta modalidad de huelga tuvo lugar durante la revolución rusa de 1905 (en realidad, desde comienzos de siglo hubo experiencias como las de la huelga general en Bélgica, entre otras). Y desde ese momento se incorporó al “capital político” del movimiento obrero como uno de los métodos de lucha más radical y sintomática de una profundización en la conciencia del proletariado.

Luxemburgo caracterizaba que “en el período de la huelga de masas, el factor político y el económico (…) constituyen simplemente los dos aspectos entrelazados de la lucha proletaria de clases en Rusia. Y su unidad la constituye precisamente la huelga de masas” (Huelga de masas, partido y sindicatos: 285-286). Aunque Luxemburgo se remite a la experiencia rusa de 1905, esta conclusión es válido generalizarla como un rasgo de cualquier huelga general, más allá de las desigualdades que entre ambos términos existan en cada caso concreto.

Justamente, la unidad entre las demandas políticas y las económicas constituye el rasgo distintivo de toda huelga general o de masas, y de ahí que toda su dinámica apunte a desbordar el ordenamiento burgués. Su profundidad política radica en que logra unificar las reivindicaciones gremiales con los intereses generales del conjunto de la sociedad.

Un criterio similar expuso Trotsky, para quien la “huelga general no se hace posible más que cuando la lucha de clases se eleva por encima de todas las exigencias particulares y corporativas (…) borra las fronteras entre los sindicatos y partidos, entre la legalidad y la ilegalidad, y moviliza a la mayoría del proletariado, oponiéndolo activamente a la burguesía y al Estado. Por encima de la huelga general no puede haber sino la insurrección armada” (¿Adónde va Francia?: 81).

Entonces, el carácter “general” de este tipo de huelga se define porque orienta la lucha de la clase obrera y todos los sectores explotados y oprimidos contra la dominación de la burguesía. Así las cosas, la huelga general concentra reivindicaciones para cambiar la totalidad de la sociedad, lo cual introduce un matiz revolucionario en la lucha de clases.

Lo anterior difiere con la dinámica de las huelgas económicas o reivindicativas, que se caracterizan más bien por su carácter parcial (atañen a un sector específico de la clase trabajadora) y tienen un perfil más estrechamente reformista, dado que su objetivo es renegociar las condiciones de explotación de la clase obrera (un mejor salario o pensión), más allá de que no dejen de ser una escuela de la lucha de clases. Gramsci expuso esta limitación estratégica del sindicalismo, y explicó que no era un medio adecuado para alcanzar el fin de la revolución obrera porque era “una mera forma de la sociedad capitalista, pero no una forma de potencial superación de tal sociedad. El sindicalismo organiza a los obreros no como productores, sino como asalariados, es decir, como criaturas del régimen capitalista de propiedad privada, como vendedores de la mercancía llamada trabajo (…) el sindicalismo une a los obreros de acuerdo con la forma que les imprime el régimen capitalista, el régimen del individualismo económico” (“Sindicalismo y consejos”: 210, en Control obrero, consejos obreros, autogestión, Ernest Mandel (comp.), México, Era, 1974).[2]

De ahí que la huelga general es un método de lucha que ocurre solamente bajo condiciones muy específicas de polarización de la lucha de clases y, por lo general, desencadena una crisis revolucionaria. Coloca a la burguesía en una situación donde pierde el control sobre amplias franjas de la producción y el territorio que administra y, al mismo tiempo, abre la posibilidad de la toma del poder por el proletariado. Su punto de partida representa un escalón superior en la conciencia del proletariado que, contra todas las inercias gremialistas y las presiones conservadoras, asume una pelea por modificar el conjunto de las relaciones sociales en el Estado.

Otra característica de la huelga general es que sectores amplios de la clase obrera comienzan a desbordar por la izquierda el control de la burocracia sindical, que basa su apoyo político en la división interna del proletariado, las inercias gremialistas y los reflejos conservadores del movimiento obrero en tiempos ordinarios. Y, justamente, es durante las huelgas generales cuando el proletariado supera estas limitaciones y pega un salto en su conciencia política, por lo cual entra en contradicción directa con la lógica de los aparatos burocráticos.

Frente a esto, el proletariado conforma organismos de lucha que, en sintonía con la dinámica de la huelga general, trascienden la estrechez gremialista y asumen el control de la producción y el territorio, instaurando una dinámica de poder dual frente a las instituciones del Estado burgués.

En un reciente texto de formación política de Socialismo o Barbarie, se detalla el perfil y naturaleza de estos organismos de la siguiente forma: “Se trata de organismos de lucha que (…) adquieren un carácter que, de hecho o de derecho, va mucho más allá de las reivindicaciones elementales para pasar a cumplir un rol político de conjunto, obrando en paralelo a las instituciones de poder del Estado en descrédito y decadencia. De ahí que uno de sus rasgos característicos sea su capacidad (…) de elevarse hacia las perspectivas más generales, superando los estrechos límites de cada gremio y elevándose a los intereses del conjunto de la clase obrera y demás explotados y oprimidos” (Roberto Sáenz, Ciencia y arte de la política revolucionaria: 79, Buenos Aires, Antídoto, 2012).

El caso más ilustrativo de este tipo de organismos fueron los soviets, que surgieron durante la revolución rusa de 1905 y, posteriormente, reaparecieron en la revolución de 1917. Pero no son un fenómeno exclusivamente ruso, pues instancias de este tipo surgieron en diferentes países durante procesos de huelga general, como fue el caso de los consejos obreros en Turín en 1919-1920, o en el caso de Latinoamérica, durante la revolución boliviana de 1952 la Central Obrera Boliviana se transformó en una “coordinadora revolucionaria” de organismos de esta naturaleza (aunque con un carácter de representaciones “sindicales” de los lugares de trabajo; ver texto en esta misma edición).

De esta forma, existe un vínculo entre la huelga general y los organismos de doble poder, en tanto hacen parte de la forma y contenido de un proceso revolucionario con centralidad de la clase obrera. Además, es importante señalar que ambos surgen como respuestas objetivas ante la profundización del enfrentamiento de la clase obrera con la burguesía. De hecho, en ambas revoluciones rusas los soviets se conformaron como un reflejo de la clase obrera y no porque los bolcheviques los impulsaran.

Pero un caso totalmente diferente acontece con la construcción de los partidos y direcciones revolucionarias, que requieren un proceso extenso de formación y selección de los mejores cuadros políticos. Y su importancia radica en que juegan un rol determinante en la perspectiva de la toma del poder, algo que ha sido confirmado en reiteradas ocasiones por la experiencia histórica.

La espontaneidad de las masas, incluso en coyunturas de huelga general, por sí misma es insuficiente para erigir un planteamiento alternativo y orgánico de sociedad. La espontaneidad revierte gran potencialidad, pero desvinculada de la acumulación histórica de la lucha de clases, es decir, de los triunfos y derrotas previos de la clase obrera, de sus aprendizajes estratégicos y el conocimiento científico del comportamiento del resto de clases sociales, queda limitada.

Esto se debe a que la clase obrera y los sectores explotados y oprimidos aprenden directamente en la acción. Pero este aprendizaje empírico tiene un techo por sí mismo, pues los conocimientos teóricos y científicos para potenciar la lucha de clases no se construyen espontáneamente, sino que requieren elaboración y síntesis previa. Y acá es donde entran en escena los partidos revolucionarios, como organizaciones que sintetizan la experiencia histórica de la lucha de clases y reúnen a los cuadros políticos más avanzados. Ésta fue la gran enseñanza de Lenin que a Rosa se le perdía.

De lo anterior se desprende una dialéctica entre el movimiento obrero y los partidos revolucionarios que Trotsky sintetizaba de la siguiente forma: “No se pueden formular los intereses de la nación de otro modo que desde el punto de vista de la clase dominante o de la clase que aspira a dominar. No se pueden formular los intereses de clase de otro modo que por medio de un programa, como tampoco se puede defender un programa de otro modo que creando un partido” (Revolución y fascismo en Alemania: 97).

Así, el partido y la dirección revolucionaria se constituyen en un resorte determinante para el desarrollo estratégico de la lucha de clases, pues su tarea es metabolizarse con el movimiento de masas. Pero esto se demuestra en la intervención directa del partido revolucionario en la lucha de clases, demostrando en los hechos su capacidad para erigirse como dirección revolucionaria: “La identidad de principios entre los intereses del proletariado y las tareas del Partido Comunista no significa ni que el proletariado en su conjunto tome conciencia de sus intereses actuales, ni que el Partido los formule, en todas las circunstancias, de una manera correcta. La necesidad del Partido deriva precisamente del hecho de que el proletariado no nace con la comprensión inmediata de sus intereses históricos. La tarea del Partido consiste en demostrar al proletariado en lucha su derecho a asumir la dirección” (ídem: 99).

En cualquier caso, este metabolismo entre la acción de masas y el partido revolucionario lleva la lucha a escalones siempre superiores: la huelga de masas no deja de ser así, en definitiva, un momento “preparatorio” para que se plantee la lucha por el poder y la insurrección, momento culminante de la lucha de clases socialista.

Alcances y límites del ciclo universal de rebeliones populares

Expuesto lo anterior, es momento de sintetizar la discusión y precisar los motivos por los cuales desde Socialismo o Barbarie caracterizamos los procesos actuales de la lucha de clases como un ciclo universal de rebeliones populares. El empleo de esta categoría no es antojadizo, sino que lo realizamos desde una lectura estratégica del proceso, es decir, la perspectiva de reintroducir la revolución socialista en el siglo XXI.

Un primer elemento por destacar es que las rebeliones populares representan una superación de la situación mundial que imperaba en décadas anteriores, cuando la tónica era la suma de derrotas y retrocesos del movimiento de masas. Para ilustrar mejor esto, basta con recordar que durante estos años los debates en la izquierda giraban en torno a cuán profunda era la derrota, y desde la intelectualidad posmoderna se planteaba que con la caída del muro de Berlín sobrevino el “fin de la historia”.

Actualmente la dinámica es diferente: atravesamos un recomienzo de la experiencia histórica de los explotados y oprimidos, donde se está desarrollando un proceso de acumulación de experiencias en el marco de la lucha de clases. Por esto mismo, ya sea desde la izquierda, el centro e incluso la derecha imperialista, los actuales debates políticos son alrededor de los alcances históricos de los procesos de lucha.

Y éste, sin ninguna duda, es el principal alcance político de las rebeliones populares. Son el terreno material donde se está configurando un laboratorio social para el aprendizaje político de la vanguardia revolucionaria, la clase obrera, amplios sectores de la juventud estudiantil y trabajadora, los sectores populares y el conjunto de sectores oprimidos por el capitalismo.

Un segundo aspecto por anotar es su carácter de ciclo universal. En la tradición del marxismo revolucionario, la categoría de ciclo político es una medida temporal donde se destacan las características políticas generales que identifican a todo un período de tiempo. En el caso específico de las rebeliones populares, implica generalizar los rasgos que determinan (positiva o negativamente) los desarrollos de la lucha de clases actualmente. Para esto es necesario combinar tanto factores objetivos como subjetivos, lo cual nos proporciona un punto de apoyo para generalizar las experiencias de lucha.

En este caso, ¿cuál es el trasfondo del ciclo universal de rebeliones populares? La crisis económica internacional capitalista es el factor que opera detrás de la dinamización de la lucha de clases. La extensión del deterioro económico (incluso a países del centro imperialista) es la clave material que explica la generalización y sincronía de las luchas actuales.

A partir de este dato estructural, las rebeliones populares se articulan con reivindicaciones específicas de cada región o país, que puede variar desde reclamos de carácter democrático hasta luchas contra políticas de austeridad fiscal. Por este motivo, desde SoB caracterizamos el ciclo en términos de la experiencia universal de la lucha de clases, y no segmentando artificialmente los procesos de lucha por países o regiones.

De ahí que, sin obviar las desigualdades de la lucha de clase en Europa, Medio Oriente y América, nuestra definición de “ciclo universal de rebeliones populares” parte de un ángulo metodológico clásico del marxismo revolucionario: trascender la estrechez geográfica de los conflictos y asumirlos desde una lógica estratégica, extrayendo las principales características políticas que determinan al conjunto de la lucha de clases en el período.

Pero toda esta enorme potencialidad de las rebeliones populares también está atravesada por importantes límites políticos, en particular en cuanto al atraso de los factores subjetivos que todavía expresa la lucha de clases. Esto es comprensible debido a que el ciclo de rebeliones populares estuvo precedido por muchos años de derrotas que, indefectiblemente, dejaron su huella sobre la conciencia general del movimiento obrero. Y es fundamental que las corrientes marxistas revolucionarias las planteen con total claridad, pues es el punto de arranque para aportar en su progresiva maduración y superación política.

¿A qué nos referimos con atraso en los factores subjetivos? En la edición anterior de esta revista explicábamos que “no nos referimos a la magnitud de los enfrentamientos en curso (de hecho, hubo y hay situaciones de guerra civil en Libia y Siria), sino a aquellos factores que, como la centralidad de la clase obrera, la conciencia, los programas, los organismos de poder y el peso de las organizaciones políticas revolucionarias, marcan el surgimiento de un escenario de revolución social” (J. L. Rojo, cit.: 19).

Entonces, al caracterizar el ciclo político como de rebeliones, damos cuenta de que si bien muchos de estos procesos son de gran intensidad (derribando incluso regímenes dictatoriales), no logran aún transformarse en revoluciones sociales contra el dominio de la burguesía como clase social.

Anteriormente explicábamos que durante la década del 30 del siglo XX, la lucha de clases alcanzó tal intensidad que se instauró una dialéctica de revolución-contrarrevolución, lo cual produjo un derrumbe generalizado de la democracia burguesa. Para el caso del ciclo actual de rebeliones populares esto no ocurre aún, lo cual es un indicativo de que no estamos en medio de un proceso de revoluciones sociales. Por el contrario, lo que prevalece es una dialéctica de rebelión-reabsorción, donde la democracia burguesa es justamente la mediación con la cual el imperialismo y las burguesías locales intentan desactivar los procesos de rebelión popular.

Quizá el caso más elocuente es el de Egipto. En enero de 2011 estalló una impactante rebelión popular, cuyo epicentro geográfico se localizó en los centros urbanos, y socialmente tuvo un fuerte impulso de amplios sectores de la juventud. Asimismo, durante su desarrollo se incorporaron sectores de la clase trabajadora.

Los reclamos del movimiento estaban orientados contra el régimen dictatorial encabezado por Mubarak y, de conjunto, expresaban un malestar ante la precarización de las condiciones de vida. Tras varias semanas de intensas jornadas de lucha, el imperialismo y los sectores dominantes egipcios descomprimieron la rebelión con una salida ordenada, mediante la cual depusieron a Mubarak pero dejando intactas las principales instituciones del régimen militar, empezando por las mismas fuerzas armadas.

La mediación para llevar a cabo este dispositivo desmovilizador fue la convocatoria a elecciones democrático-burguesas, con la perspectiva de colocar como relevo a la Hermandad Musulmana, una agrupación fundamentalista islámica que no refleja en nada el proceso de la rebelión popular, que desde un inicio tuvo un marcado carácter laico y con amplia participación de la mujer en la Plaza Tahrir.

Actualmente, el gobierno de Mursi, de la Hermandad Musulmana, está impulsando una retrógrada constitución fundamentalista y antidemocrática, tanto desde el plano general de los derechos democrático-burgueses, pero también desde la óptica de los derechos de organización de la clase trabajadora (ver nota en esta misma edición). En síntesis, en Egipto el dispositivo aplicado por el imperialismo y la burguesía es un clásico ejemplo de “cambiar algo para que no cambie nada”, lo cual fue posible mediante la trampa de la democracia burguesa.

Otro caso es el de Grecia. En este país, el movimiento sindical, la juventud radicalizada y los sectores populares han librado fuertes luchas contra los planes de ajuste impulsados por la Unión Europea, que están afectando las condiciones de vida de la clase trabajadora y el conjunto de la población. Solamente durante 2011 se realizaron dos huelgas generales de 48 horas. Ante este avance del movimiento sindical, la burguesía imperialista de la UE se jugó con todo a descomprimir la rebelión popular mediante elecciones presidenciales, centrando las aspiraciones de las masas trabajadoras y populares en resolver sus problemáticas votando en las urnas por el centro-izquierdista Syriza. Como es sabido, el resultado fue el triunfo del conservador Nueva Democracia (garante de los planes de ajuste), la legitimación del voto como mecanismo para dirimir los problemas, el fortalecimiento de la ultraderecha de Amanecer Dorado y la desmoralización de un sector del movimiento de masas. Si es un hecho que Syriza hizo una muy importante elección, no lo es menos que su adaptación total al mecanismo parlamentario sirvió en bandeja este momento de “respiro” en la situación griega.

¿Cómo se explica que ocurriera esto en Egipto y Grecia? Es una demostración en los hechos de la inmadurez política que caracteriza de conjunto al ciclo de las rebeliones populares, donde la experiencia del movimiento de masas apenas se reinicia y, por esto mismo, es comprensible que el imperialismo y las burguesías locales cuenten con margen para desmovilizar con la mediación democrático-burguesa. Además, el movimiento de masas tiene que realizar su propia experiencia con la democracia burguesa de la mano de las direcciones reformistas o fundamentalistas, como paso previo para extraer aprendizajes estratégicos sobre las limitaciones de esas direcciones.

En cuanto al calificativo de “populares”, denota que las rebeliones en curso no cuentan con centralidad de la clase obrera a través de sus organismos de lucha, programas y partidos. Por el contrario, la clase obrera interviene aún diluida en lo “popular”, y no como clase para sí. Y esto no es un dato secundario, pues, como explicamos anteriormente, su intervención consciente es una premisa determinante para que las rebeliones actuales transiten hacia revoluciones sociales en toda la amplitud del término.

Justamente por esto, a pesar de la radicalidad de las rebeliones (sobre todo en Medio Oriente), aún no se ha logrado avanzar en una perspectiva que cuestione de conjunto el dominio de la burguesía. Por ejemplo, volviendo al caso de Egipto, ciertamente hubo sectores de los trabajadores que lucharon por la caída de Mubarak (los trabajadores del Canal de Suez y las maquilas son un ejemplo), y su intervención fue decisiva para lograr su destitución, amén de que uno de los hechos característicos de este país es como se están poniendo en marcha los embriones de un nuevo movimiento obrero. Pero esta intervención nunca la realizaron desde una perspectiva independiente, planteando un programa alternativo al capitalismo egipcio y conformando organismos de poder para controlar la producción y el territorio.

Aquí reaparece la relación que prevalece entre los fines y medios para consumar la revolución socialista. Nos explicamos mejor: la rebelión egipcia obtuvo un triunfo democrático al echar a Mubarak, pero los límites del movimiento social por medio del cual se consumó este logro le impedían profundizar inmediatamente el proceso hacia una revolución social. Al quedar limitado, permitió que se garantizara la supervivencia del capitalismo egipcio y los intereses de la casta militar, desviando el proceso hacia la asunción del poder por parte de la Hermandad Musulmana. Éste es un ejemplo actual de lo que planteaba Trotsky respecto de la experiencia de la revolución rusa, donde el tránsito de la revolución democrática hacia la socialista solamente era posible desde la lógica del dominio de clase efectivo del proletariado a través de sus organismos de poder.

Para el caso europeo, la clase obrera cuenta con mayor tradición política y organizativa que en Medio Oriente, lo cual explica que durante las grandes movilizaciones que se desarrollan desde hace varios años en diversos países del continente tengan mayor presencia las organizaciones sindicales tradicionales del movimiento obrero. Incluso para los casos de España y Grecia, estas mismas centrales y dirigencias convocaron a huelgas generales en sus países, y el mismo 2012 denotó una mayor actividad y presencia obrera de conjunto.

¿Estas huelgas generales reflejan un proceso con centralidad de la clase obrera? Todavía no. Primero, porque el contenido real de esas “huelgas generales” dista muchísimo del que explicaban Trotsky o Luxemburgo en la primera mitad del siglo XX. Por ejemplo, son huelgas convocadas por uno o dos días a lo sumo, lo cual de entrada frena cualquier potencialidad para desbordar el régimen democrático-burgués, porque su objetivo es “administrar” la furia popular, antes que propiciar su estallido revolucionario. Para el caso de Grecia, durante 2011 hubo una seguidilla de huelgas y paros generales, que en gran medida sólo tendieron a desgastar las fuerzas de la resistencia obrera y popular, pues no lograban ningún objetivo real. Y en el caso de España, basta con mencionar que en el marco de la huelga minera, las centrales sindicales maniobraron para convocar a una huelga general no cuando los mineros entraban en Madrid y la ciudad entera se volcó a recibirlos, sino hasta varios meses después (el 14N).

Segundo, porque la burocracia sindical no ha sido desbordada aún por los trabajadores europeos. Ciertamente hay crecientes contradicciones entre las bases sindicales y sus dirigencias, lo que en gran medida explica que estas burocracias convoquen a jornadas de lucha por la presión de sus afiliados. Pero un desborde político de la burocracia requiere un contenido orgánico, ya sea con la construcción de organismos de lucha por fuera de las estructuras sindicales o la conformación de corrientes clasistas que disputen la conducción de los sindicatos a las direcciones tradicionales.

Finalmente, un aspecto que retrata el atraso en los factores subjetivos de las rebeliones es la poca representatividad con que cuenta aún los partidos revolucionarios dentro del proceso de rebeliones populares. Incluso dentro de movimiento de lucha persisten anticuerpos contra la forma partido, lo cual es una reminiscencia del período previo. Es el caso de movimientos juveniles como los Indignados en España, u Occupy Wall Street en Estados Unidos.

El desarrollo de las corrientes revolucionarias estará mediado (además de por la propia lógica de su acumulación de cuadros internos) por una profundización de la crisis económica y una mayor polarización política en los procesos de lucha. Esto es un requisito indispensable, pues hace parte de la experiencia concreta que las masas explotadas y oprimidas tienen que recorrer, entrando en mayor contradicción con las direcciones no revolucionarias (sean burocráticas, reformistas o islamistas) y de conjunto con la democracia burguesa.

Por todo esto, desde SoB caracterizamos el proceso como de rebelión popular y no de revolución social. Es común entre las corrientes de izquierda etiquetar a cualquier proceso con cierto grado de radicalidad como “revolución”. Y este uso a la ligera del término oculta las tareas estratégicas del momento, antes que aclarar o delimitar los alcances y límites del proceso.

La comprensión política de los procesos de la lucha de clases no surge a partir de etiquetarlos según los esquemas preconcebidos, sino analizarlos desde un ángulo estratégico y sin confundir los deseos con la realidad. En ocasiones esto puede devenir en categorías más abiertas, pero es un método de análisis mucho más educativo y apegado a los criterios del marxismo revolucionario.

Esto no implica una postura sectaria ante los procesos actuales de la lucha de clases. De hecho, hemos insistido en el gran valor estratégico que contienen las rebeliones populares, pues crea las condiciones para que se subsanen todos esos déficits, y pueden ser el vehículo para reintroducir la revolución social anticapitalista y socialista, donde esté claramente marcada la centralidad de la clase obrera, sus organismos de lucha, programa, etc.

Éste fue el ángulo metodológico con que Trotsky interpretó los procesos de la lucha de clases en los años 30, en contraposición a los análisis esquemáticos del stalinismo. Por ejemplo, en sus escritos sobre la revolución española Trotsky explicaba con detalle la naturaleza y perspectivas que planteaban las situaciones intermedias en la lucha de clases: “Si no puede existir revolución intermedia, régimen intermedio, puede haber, por el contrario, manifestaciones intermedias de masas, huelgas, demostraciones, choques con la policía y el ejército, sacudidas revolucionarias impetuosas (…) ¿Cuál es el sentido histórico posible de estas luchas intermedias? De un lado, pueden provocar cambios democráticos en el régimen burgués republicano, y de otro, puede preparar a las masas para la conquista del poder, para la creación del régimen proletario” (La revolución española: 93).

Y justamente ésta es nuestra expectativa en relación con el ciclo de rebeliones populares: que se transforme en una experiencia preparatoria para un escenario de revolución social.


 

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