La guerra Rusia-Ucrania: viejos y nuevos problemas para la economía global (Segunda parte)

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  • La guerra Rusia-Ucrania y la puja interimperialista: se abre un mundo distinto.

Marcelo Yunes

  1. Continuidad y profundización de factores estructurales

Más ahorro y menos trabajadores (más viejos)

Al mismo tiempo, conviene no perder de vista el comportamiento de otros indicadores más estructurales, que parecen alejados de los vaivenes coyunturales pero que hacen sentir su peso de manera cada vez más ostensible. Es el caso del envejecimiento de la población –sobre todo, pero no únicamente, en los países desarrollados–, con su correlato de aumento del ahorro (en detrimento del gasto y la inversión) y de reducción relativa de oferta laboral en el mercado de trabajo.

La población global mayor de 50 años ha pasado del 15% del total en los años 50 al 25% en 2020. Y no se trata sólo de casos conocidos como Japón, Corea o Europa Occidental: incluso los gigantes demográficos, China e India, ya están por debajo o en el límite de la tasa de 2,1 hijos por mujer en edad fértil, cifra que se considera la “tasa de reposición” de la población. Si no fuera por la inmigración –últimamente en peligroso descenso– y por las minorías étnicas, EEUU estaría en la misma situación (en 2021 su población creció un 0,12%), y su población blanca ya está en declive absoluto (TE 9282, “America is stagnating”, 5-2-22).

El significado económico de estas tendencias es que “sin que ni la desigualdad ni el nivel de reservas en divisas muestren señales de caída sostenida, la fuerza ineluctable de la demografía continuará impulsando el crecimiento del ahorro global. El mundo, en otras palabras, puede empezar a parecerse cada vez más a Japón. Allí, la mediana de edad es 48 años; más de un cuarto de la población tiene más de 65 años y la tasa del bono estatal a 30 años es de un gélido 0,8%, pese a que la deuda total del estado alcanza el 260% del PBI” (TE 9282, “Too much of a good thing”, 5-2-22).

La cuestión de la tenencia y administración de activos –capital que busca retribución fuera del circuito productivo– se ha vuelto candente: el total de activos de estados, empresas y hogares saltó de 160 a 510 billones de dólares, esto es, del 460 al 610% del PBI global, entre 2000 y 2020, según el Mc Kinsey Global Institute, uno de los think tanks globales más citados. Estos activos tienen en general la forma de reservas en divisas o fondos soberanos (estados), acciones y bonos (empresas) y ahorros en fondos de pensión y a veces, como en EEUU, también acciones (el 53% de los hogares estadounidenses tiene acciones, sobre todo vía indirecta de los fondos de pensión), aunque aquí talla el aumento grosero de la desigualdad en el período señalado. Por supuesto, “la desigualdad de ingresos y la rentabilidad de las empresas (…) refleja la interacción de muchas fuerzas, desde la relación de fuerzas entre las compañías y la fuerza de trabajo al estado del progreso tecnológico y el crecimiento de la productividad, pasando por la políticas tributarias y regulatorias de los estados” (TE 9282, “Too much of a good thing”, 5-2-22). Dicho más brevemente y en lenguaje marxista, las tendencias de la economía no son independientes de la lucha de clases, sino en buena medida tributarias de ella.

Por ejemplo, el texto citado señala como uno de los posibles desarrollos, atado a la dinámica de la “puja distributiva” entre trabajadores y empresarios –particularmente en los países capitalistas avanzados– un eventual “retroceso de la globalización” en diversos planos, desde las cadenas de suministros hasta las finanzas, pasando por los riesgos de una regionalización de internet motivada políticamente (ídem)[1].

La contrapartida de este aumento global del ahorro es la disparada de la deuda global, tanto de estados como de empresas y hogares, en este último caso, sobre todo, los de menores ingresos y más golpeados por la pandemia. La deuda global aumentó de 85 billones de dólares en 2000 a 295 billones en 2021, esto es, del 230 al 320% del PBI mundial. Sin embargo, precisamente debido al bajo nivel de tasa de interés, el servicio de esa deuda mucho mayor es sustancialmente menor que en los períodos de alta inflación y tasas altas: 10,2 billones de dólares, o el 12% del PBI global en 2021, contra el 27% en 1989 (TE 9282, “The bill balloons”, 5-2-22).

La suba global de tasas va a cambiar la ecuación que venía manejando el conjunto de la economía mundial, pero sus efectos no serán los mismos para todos los actores en danza. Sin duda, los estados más perjudicados serán quienes deban honrar su servicio de deuda en divisas y no en monedas locales, un factor que puede llegar a ser incluso más importante que la ratio deuda/PBI. En este grupo, naturalmente, encontramos a muchos de los países dependientes o “emergentes”.

En cuanto a los hogares, así como los ahorros de los ricos empujan hacia abajo las tasas de interés, las necesidades de los hogares pobres los impulsan al endeudamiento y a una reducción del consumo para pagar esa deuda, lo que a su vez beneficia a los hogares ricos, que ahorran en activos respaldados por deudas hipotecarias, perpetuando el ciclo (ídem).

El desafío del momento, con todo, es la inflación y los riesgos que conlleva su combate. Porque “hay pocos ejemplos de bancos centrales que domen la inflación sin que la economía sufra una recesión. La última vez que en EEUU la inflación cayó desde más arriba del 5% sin una recesión fue hace más de 70 años. La lucha contra la inflación bien puede llevar al mundo a una caída” (TE 9282, “How high will interest rates go?”, 5-2-22).

De inversiones obligadas, voluntarias, reales y ficticias

El “rebote” de crecimiento después del desplome suscitado por la pandemia en 2020 incluyó, sobre todo en EEUU, una importante suba de la inversión (según Morgan Stanley, la recuperación más rápida desde los años 40). Pero no se trata sólo de la primera economía del planeta: el Banco Mundial estima que para el conjunto de los países desarrollados el nivel de inversión habrá superado la dinámica pre pandemia en 2023.

Este cambio no obedecería al ciclo habitual –es conocido el escepticismo de Michael Roberts, al respecto, que en buena medida compartimos– sino a una respuesta particular a necesidades específicas de inversión disparadas por la pandemia. El caso más patente es el de la economía digital: la propiedad intelectual representa el 41% de la inversión privada de empresas, frente a un 36% antes de la pandemia y un 29% en 2005, lo que sugiere una tendencia de largo plazo que, según datos de Goldman Sachs, parece estar empezando a dar dividendos en términos de aumento de productividad (TE 9282, “The urge to splurge”, 5-2-22)[2].

Otro factor motorizador de nuevas inversiones, como vimos, son los cuellos de botella en las cadenas globales de suministro, aunque esto alimente el riesgo de “duplicar” infraestructura de manera poco eficiente para los parámetros habituales de la globalización capitalista. Desde ya, la situación abierta con la guerra en Ucrania no hace más que contribuir a los problemas logísticos y obliga a una inversión concomitante para tapar esos agujeros.

Y, last but not least, la política global de “descarbonización” es una realidad tangible tanto en los mercados financieros como en las grandes multinacionales, desde el “impuesto al carbono” hasta la verdadera moda de las “green investments”. No obstante, y pese a ciertos incentivos bajo la forma de premios y castigos para los fondos de inversión en función de su “nivel verde”, esto no significa que ese impulso sea de hecho suficiente para revertir el proceso de calentamiento global conforme a las metas establecidas en las cumbres sobre el tema desde París 2015 a Glasgow 2021.

Roberts cita a economistas de la Society for Benefit-Cost Analysis, que estudiaron la cuestión de los precios del mercado de carbono como herramienta para reducir las emisiones. El resultado del análisis es que en todos los casos donde existe un precio adicional para la emisión de carbono como disuasivo –que no son tantos– ese precio era demasiado para tener algún efecto importante y/o sostenible sobre las emisiones. (“ASSA 2022, part one: the mainstream”, 12-1-22). Es evidente que estas iniciativas, sean bienintencionadas o sean una fachada desde el inicio, está muy lejos siquiera de empezar a abordar seriamente el problema.

Para no hablar de que en la agenda del establishment y en la guerra informacional en los medios masivos, la propaganda pro OTAN y anti Rusia tapa todo otro tema, aunque sea el futuro de la humanidad y su hábitat natural, la Tierra. Un ejemplo palmario de esto es la insignificante repercusión del último informe del Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (sigla inglesa IPCC), un ente creado ya en 1988 y que es el generador de los estudios más completos sobre el tema. El documento difundido el 28 de febrero, de 3.600 páginas, describe con aterrador detalle el impacto actual y futuro del calentamiento global. La conclusión, como era de esperar, es que los esfuerzos para mantener el aumento de temperatura global “bien por debajo” de 2 grados centígrados sobre el nivel de la era preindustrial son completamente insuficientes. De hecho, la meta está más lejos que hace unos años.

Mientras estos esforzados organismos producen estos trabajos y estas advertencias, es cada vez más notorio y alarmante que buena parte de lo que gobiernos y compañías venden en las cumbres climáticas como “inversión verde” es en muchos casos una auténtica pantomima. En efecto, no hay cierres de minas de carbón o pozos petroleros, sino una delicada ingeniería financiera para salvar las apariencias, moviendo activos e inversiones de manera tal que los fondos más codiciosos no se privan en absoluto de disfrutar de las buenas ganancias que dan las energías “sucias”, que ahora con el contexto de la invasión rusa a Ucrania prometen ser aún mayores (TE 9283, “A dirty secret”, 12-2-22).

Prueba adicional, por si hacía falta, de que un asunto tan serio como el destino del planeta no puede dejarse en manos de gente tan poco seria como los buscadores desenfrenados de lucro, también conocidos como capitalistas.

Una estructura financiera global más inflada, más opaca y más en riesgo que en 2008

Luego de las múltiples medidas regulatorias implementadas tras la crisis financiera global de 2008, especialmente en la banca de inversión y mayorista, el resultado sedimentado a lo largo de más de una década es un desarrollo mucho mayor del circuito financiero extrabancario, que presenta riesgos específicos y adicionales a los que ya conocíamos. Esas medidas buscaron –y en buena medida lograron– fortalecer y hacer menos riesgoso el sistema financiero “oficial” (esto es, el que opera con bancos). No es equivocado concluir que “los mayores bancos del mundo son ahora más pequeños, mejor capitalizados y menos internacionalizados de lo que eran” antes que se desatara la crisis financiera global (TE 9279, “A good idea, until it isn’t”, 15-1-22).

El desarrollo no previsto de esta virtuosa situación es que el volumen de transacciones financieras que circula por fuera de los bancos –mucho más opaco y menos sujeto a regulaciones– ha aumentado de manera exponencial. Así, en contraste con los objetivos declarados por los instrumentos regulatorios de la segunda década del siglo, los niveles de apalancamiento que eran moneda corriente en los bancos comerciales y de inversión antes de 2008 se han trasladado a instituciones financieras no bancarias: fondos de cobertura (hedge funds), aseguradoras y toda una serie de entidades no reguladas, con altos retornos (las exitosas) y de contabilidad sumamente opaca.

En el extremo de esta tendencia está el desarrollo de las criptomonedas, verdaderas cajas negras financieras de las que todo puede esperarse y casi nada puede controlarse, pese al creciente clamor al respecto sobre todo en EEUU. Como resume The Economist, “los bancos mismos tienen sin duda una capacidad de resistencia mucho mayor que antes de la crisis financiera global. Pero es difícil saber si el sistema financiero basado en los mercados y las operaciones de alta tecnología que se ha creado en el último período es más sólido que el sistema de hace 15 años, más basado en los bancos. Puede que los que todavía están en la montaña rusa no tengan que esperar mucho para averiguarlo” (TE 9283, “What goes up”, 12-2-22).

Es el avance de lo que se ha dado en llamar los “mercados privados”, es decir, flujos de inversiones como los de fondos de pensión y administradores profesionales de activos, que no pasan por las compañías que cotizan en Bolsa –en la jerga, “públicas”, que no debe confundirse con estatales– sino que se dirigen a capitales de riesgo (venture capital), instrumentos inmobiliarios, start-ups, mercados de deuda privada, criptomonedas y otros vehículos de creciente opacidad y tasa de riesgo. Y es lógico, porque el techo de las cotizaciones bursátiles aparece cada vez más cercano, de modo que “los precios de las acciones ya están altos, el ingreso por tenencia de bonos se reduce con la caída de las tasas de interés y una población envejecida mete presión a la solvencia de los fondos de pensión. En estas circunstancias, los antecedentes de buenas ganancias de los mercados privados parecen irresistibles, y los fondos públicos de pensión con fuertes déficits (…) rezan para que los mercados privados los salven”, expectativa que puede conducir a una seria desilusión” (TE 9285, “The prívate equity delusion”, 26-2-22).

En el fondo, de lo que se trata aquí es de la sed creciente del capital global por tasas de retorno mayores, en un entorno que en realidad es cada vez más seco. De allí los vaivenes histéricos entre los saltos mortales hacia los activos prometedores de altas ganancias pero opacos y riesgosos, como las criptomonedas, las deudas soberanas y bonos de países emergentes, las acciones de valuación dudosa y las start ups y compañías no públicas (no cotizantes en Bolsa), por un lado, y los “vuelos a la calidad” ante cualquier cimbronazo financiero, económico o geopolítico[3]. En momentos de alta volatilidad e incertidumbre, es de esperar una continuidad y profundización de esta conducta errática de los grandes inversores. O, como advierte Roberts, directamente la posibilidad de un crash financiero, del cual hay múltiples señales anticipatorias (“The sugar runs out”, 7-2-22).

Rol del Estado y bancos centrales: ¿un “nuevo consenso”?

Uno de los pilares del consenso neoliberal, la idea de que la intervención estatal debiera reducirse a lo mínimo indispensable –idealmente, sólo para como defensor de última instancia de los derechos de propiedad y como bombero de crisis sociales–, está en crisis desde hace tiempo, y la pandemia, con su estela de gigantesca intervención estatal, no hizo más que profundizar esa crisis. Es verdad que ese cuestionamiento sigue sin llegar a un punto de quiebre –para eso harán falta choques sociales y radicalización política que aún están por venir–, pero vale la pena dejar anotados algunos elementos de lo que empieza a asomar como un posible –y preventivo– “nuevo consenso”.

Un paper que sigue la evolución del pensamiento de los economistas de la American Economic Association en conjunto desde 1976 muestra un movimiento hacia una mayor confluencia respecto de ciertos criterios: regulación de grandes multinacionales, distribución más igualitaria del ingreso, una mayor atención de la Reserva Federal a la cuestión laboral y no sólo al índice de inflación, y también si es necesaria, o deseable, una mayor intervención estatal en la marcha de los asuntos económicos. En todos estos rubros, el consenso se ha corrido en dirección “heterodoxa”, de recortar atribuciones al mercado y de poner el acento en la acción estatal para atenuar las desigualdades (TE 9278, “The new consensus”, 8-1-22).

Las señales de la voluntad de los estados capitalistas de actuar de manera más directa como reguladores económicos –la idea de ser actores económicos en sentido estricto sigue siendo casi tabú, salvo en sistemas de capitalismo de Estado como China– son múltiples. El enfoque proteccionista y regulacionista de Biden, la iniciativa global para cobrar más impuestos a las multinacionales y a las compañías tecnológicas, experimentos varios en seguridad social (incluyendo algunos de ingreso básico universal), la intervención del Estado en áreas como investigación y desarrollo en sectores estratégicos (inteligencia artificial, semiconductores, medicina, baterías para vehículos eléctricos y un largo etcétera), mayor inversión en seguridad social y, desde ya, la cuestión del cambio climático son todas áreas donde la presencia del Estado capitalista se acepta como contrapeso inevitable a la dinámica del mercado (TE 9279, “Beware the bossy state”, 15-1-22).

 

  1. Avances y límites del desarrollo económico en China

La economía china creció un 8,1% en 2021, la cifra más alta desde 2011 (y en 2020 había sido de las poquísimas que se había mantenido en terreno positivo, pese a la obvia desaceleración generada por la pandemia), pero las perspectivas para 2022 no son tan rosadas: la meta oficial es una suba del PBI de alrededor del 5%. La dinámica 2021 fue impulsada en buena medida por el aumento del consumo tanto fronteras adentro como en los mercados de exportación. Ese indicador difícilmente sea tan favorable este año.

La crisis del sector inmobiliario

Entre los peligros que acechan a la economía, se destacan tres: la inestabilidad de su gigantesco sector inmobiliario –las autoridades chinas lograron en principio contener la crisis de Evergrande y otros grandes actores del rubro, pero la situación sigue siendo crítica–; el volumen de deuda bancaria, privada y sobre todo, de ciudades y provincias; problemas de suministro energético, con una combinación de escasez de carbón y límites autoimpuestos a la generación de energía “sucia” y, finalmente, la estrategia de “covid cero” del PCCh, que sin duda será puesta a prueba con la expansión de la variante ómicron, más leve pero mucho más contagiosa que las anteriores. Veamos esos temas con más detalle.

Fue noticia global la crisis de uno de los mayores conglomerados de inversión inmobiliaria de China, Evergrande, que requirió de la intervención del estado chino y un proceso de reestructuración que está lejos de haber concluido. Pero lo de Evergrande es sólo la punta de un iceberg que echa fuerte sombra sobre las condiciones estructurales del crecimiento económico chino.

Debido a las facilidades de crédito y al impulso del Estado a la inversión privada, el desarrollo del mercado inmobiliario en China dio lugar a una oferta de viviendas que, como ahora se está demostrando, excede mucho a la demanda a mediano plazo. Irónicamente, el movimiento de precios operaba como si la realidad fuera exactamente al revés: los precios de las viviendas no encontraban techo. Esto alimentaba a) los ingresos de los gobiernos locales (municipales, cantonales y provinciales) por la venta de terrenos, que el año pasado representaban nada menos que el 43% del total; b) las ganancias de empresas, bancos e inversores del rubro; c) la angustia de millones de personas que veían cómo necesitaban relativamente cada vez más ingresos para acceder a la vivienda propia.

La contraparte de esto fue la expansión de una burbuja de valores de viviendas y de deuda que se ha vuelto totalmente insostenible. La decisión del gobierno nacional fue limitar el acceso fácil al crédito poniendo límites a la capacidad de endeudamiento de los desarrolladores inmobiliarios en función de ciertas ratios financieras muy razonables pero antes dejadas de lado. El resultado de este apriete es que muchas grandes constructoras van al default o la reestructuración, y muchos proyectos en marcha están parados (y muchos compradores que adelantaron su dinero están sin casa). Ahora bien, el sector representa nada menos que un 25% del PBI chino. Un frenazo o una crisis abierta tendrían implicancias no sólo para la meta de crecimiento nacional sino para toda la economía global. De allí las dudas entre inversores (y funcionarios) de hasta dónde está dispuesto el gobierno de Xi Jinping a mantener la vigencia de las “líneas rojas” de financiamiento.

Un desenlace imprevisto pero, conociendo el paño, no tan sorprendente de la crisis inmobiliaria sería una mayor intervención estatal en el sector, no ya como simple regulador sino asumiendo la decisión de una estatización parcial (y creciente). Según un analista de Morgan Stanley, “el mercado de vivienda está controlado en su mayor parte por magnates privados. Desde la perspectiva del gobierno, sería razonable que una porción mucho mayor del sector de propiedades pasara a ser administrado por el Estado” (TE 9286, “The other crisis”, 5-3-22). Sucede que no hay solución sencilla a la dependencia que tienen los estados locales respecto de los ingresos por ventas de tierras. Una crisis en la construcción de viviendas tendría un efecto cascada casi inmediato sobre la actividad económica y las finanzas locales.

También aquí, el factor demográfico es una fuente de infinita preocupación. Un ex economista jefe de Evergrande, Ren Zeping, reclama que el estado chino emita 2 billones de yuanes para subsidiar a las familias para que haya 50 millones de nacimientos en la próxima década. Sin ese impulso a futuros compradores de viviendas, el actual número de viviendas construidas anuales triplica el de la potencial demanda. Si esa tendencia se hace realidad, será una especie de Día del Juicio para la economía china.

Hay progresos, pero no milagros

Otro de los potenciales peligros para la marcha de la economía china es lo que suceda con la pandemia. Sucede que a diferencia de muchos países del mundo, que han alcanzado una relativa inmunidad de su población en razón misma de la cantidad de contagios (unos 20 países desarrollados, sobre todo europeos, tienen una tasa oficial de contagios de entre el 30 y el 50% de la población), China sólo cuenta con las vacunas para combatir la extensión del virus. Al margen de la polémica sobre la efectividad de Sinovac y Sinopharm respecto de sus contrapartes occidentales, la estrategia de rastreo y aislamiento de contactos –y, cuando es necesario, cuarentena masiva de ciudades de decenas de millones de personas–, si los casos de la variante ómicron se extienden, puede demostrarse o bien insuficiente o bien muy gravosa para la economía. Como China se niega a aceptar la posibilidad de “convivir con el virus” a la que se han resignado casi todos los demás países, ya ha ocurrido que cuarentenas súbitas y masivas dañaron seriamente la actividad en importantes puertos, con pérdidas importantes incluso a nivel global por la disrupción de cadenas de suministro y de logística (TE 9280, “Omicronic pains”, 22-1-22).

Más allá de estos problemas, unos más estructurales que otros, conviene no perder de vista que la continuidad del desarrollo chino, de manera gradual –y no tan lenta como en otros casos menos exitosos–, está situando al país en el umbral de los países de altos ingresos. Esto significaría que, a diferencia de casi todos los países “emergentes” ubicados en el nivel medio, parecería estar logrando superar la llamada “trampa de los ingresos medios”, que hace que los países que alcanzan esa categoría luego no consiguen progresar hasta la de ingresos altos.

La línea que separa una categoría de otra es, desde ya, relativamente arbitraria y varía según quién haga el estudio. Pero ciertos parámetros son más o menos constantes. Por ejemplo, el Banco Mundial toma como base de comparación el ingreso nacional per cápita de las “economía industriales de mercado” de un mínimo de 6.000 dólares a precios de 1987. En ese momento, esa línea alcanzaba para incluir a países como Irlanda y España; hoy equivale a unos 12.700 dólares, y se ajuste según un índice de precios y tipos de cambio que pondera los promedios de EEUU, el Reino Unido, Japón, la zona euro y la propia China.

Es cierto que varios países, incluidos Argentina, Rusia y Venezuela, suelen entrar y salir de esa zona, situación que forma parte de la “trampa de medianos ingresos”. Pero todo indica que la evolución de China implicará una transición más estable y sostenida, que la llevaría a alcanzar la línea de ingresos altos este año o el próximo, con tendencia ascendente. La estimación es que en 2025 China superaría el umbral, para entonces de 15.000 dólares anuales per cápita, llegando a unos 17.000-18.000 dólares. Los criterios que contribuirían a ese resultado son tres: el nivel de acumulación de capital, la proporción de mano de obra rural, industrial y de servicios, y la cantidad de años de escolaridad promedio de la población. En el primer indicador, China está claramente por encima del promedio de la OCDE. En cuanto a la mano de obra, la industrial es mayor que el promedio (19% vs 13%), y la rural es aún muy importante (25% vs 3%, pero eso incluso subraya el potencial de crecimiento). Y el nivel educativo se ha emparejado: si bien los países ricos promedian 11,5 años de escolaridad contra 9,9 años de China, los niños chinos hoy tienen un horizonte de 13 años de escolaridad, lo que sugiere una convergencia creciente en ese rubro (TE 9282, “The high kingdom”, 5-2-22).

Dicho esto, una cosa parece clara: difícilmente China vuelva a cumplir el rol de dinamizador de la demanda global capaz de impulsar una recuperación sostenida tras la pandemia, como ocurrió a la salida de la crisis financiera de 2008-2009. La maduración de su estructura productiva, en el contexto de las creciente presiones hacia la autarquía y la autosuficiencia –al menos en varias áreas estratégicas de alta tecnología–, sumada a su transición social y demográfica, no auguran un retorno de demandas gigantes casi indiscriminadas. Más bien, cabe esperar el mantenimiento y desarrollo de determinados nichos de comercio exterior y una política fiscal bastante más cuidadosa y consciente de los problemas no resueltos. Para expresarlo brevemente, China no será esta vez el salvador de economías emergentes exportadoras de commodities.

 

  1. La pandemia, la crisis y los cambios en el mundo del trabajo

EEUU: del teletrabajo a la “gran renuncia”

La pandemia instaló un debate –y una realidad– sobre las modalidades “mixtas” (presencial y a distancia) de la relación laboral y en general sobre los cambios en el mundo del trabajo provocados, o catalizados, por la pandemia. Al respecto, un estudio de las universidades de Stanford y Chicago, con una base de datos mensual desde mayo de 2020, estima que en el futuro próximo hasta un 15% de la fuerza laboral trabajará de manera 100% remota, mientras que casi un tercio operaría de manera híbrida; en total, casi la mitad de los trabajadores incorporaría el trabajo remoto como parte de su rutina laboral. Un cambio considerable respecto de la pre pandemia, cuando sólo un 5% trabajaba de manera remota (TE 9279, “Remote prospects”, 15-1-22).

Estos cambios no serían de fácil adaptación –hay quienes lo comparan al proceso de “desindustrialización” de la mano de obra en los años 70 y 80 en Europa y EEUU–, y para el capital tendrían como contrapartida la promesa de un muy esperado aumento de la productividad. Ya ha habido estudios sobre trabajadores de call centers y de telemedicina que respaldan esa hipótesis. Sin embargo, una cosa es que las empresas que implementen la medida se vean beneficiadas con una mayor productividad y otra es que lo haga la economía en su conjunto; lo micro no se traslada de manera mecánica a lo macro. Es la duda que tienen economistas como Larry Summers, para quien los obstáculos más estructurales al aumento de productividad –entre los que ubica en primer lugar el envejecimiento de la población en el mundo desarrollado y más allá– van a seguir influyendo más allá de los cambios laborales inducidos por la pandemia.

Parte de este escenario de cambios en la fuerza laboral es el hecho, todavía poco explicado, del retiro masivo de amplios sectores de la población económicamente activa (esto es, menos empleos pero sin que aumente la tasa de desempleo). Al menos una parte de los casi 3 millones de empleos menos que tiene la economía de EEUU puede deberse a condiciones contingentes y de corto plazo, como la cantidad de trabajadores de entre 25 y 54 años que dejaron el mercado laboral. Pero aunque la tasa de regreso al empleo en esta franja aumenta, todo indica que quedará un residuo importante: en los años 50, en esa franja el 97% estaba trabajando o buscando trabajo; hoy, sólo el 88%. Esa brecha es aún mayor entre los que eligieron un “retiro temprano” (trabajadores de entre 55 y 64 años). Es lo que dio en llamarse “la gran renuncia”, es decir, los millones de trabajadores que en EEUU decidieron no volver o renunciar a sus empleos anteriores a la pandemia.

Contra la que esperaban los laboralistas, hay casi 2 millones menos de empleos entre los inmigrantes, lo que demuestra que no puede tratarse sólo de empleados que recibieron generosos subsidios estatales y con este colchón demoraron la vuelta al mercado laboral. Según The Economist, “huelgas y piquetes serán un dolor de cabeza para algunos sectores patronales. Pero lo que le quita el sueño a la mayoría es la ola de renuncias” (TE 9282, “Talent wars”, 5-2-22).

De paso, aclaremos que las renuncias y vacancias no son un fenómeno específicamente estadounidense: en los 38 países de la OCDE, según calcula The Economist, hay hoy 30 millones de puestos vacantes, incluidos muchos de relativamente baja calificación que pese a la mejora en los salarios siguen sin ocuparse (TE 9280, “Update in progress”, 22-1-22). Los puestos “rutinarios”, supuestamente los más vulnerables a la automatización, no tienden a desaparecer… pero sí a quedar vacantes. Y en países como Alemania, la escasez de mano de obra calificada ya preocupa seriamente a las patronales y al gobierno: un dirigente del FDP, partido que está en la coalición de gobierno, advierte que esta situación está “desacelerando nuestra economía de manera dramática”, y que Alemania necesita al menos 400.000 inmigrantes anuales para compensar el impacto del envejecimiento de la fuerza laboral y de la población en general (TE 9282, “Depopulation pressure”, 5-2-22). Es exactamente el tipo de presión que viene sufriendo la economía japonesa desde hace décadas –en ese país, agravada por lo acelerado del envejecimiento y por un flujo migratorio casi inexistente–, y que ya empieza a replicarse en otros países asiáticos, como China (ver más arriba), Corea del Sur y hasta Tailandia.

Por esa razón, es cierto que son muchas las empresas que están buscando la forma de atraer trabajadores que parecen reacios a aceptar salarios y condiciones laborales que antes daban por sentadas. Esto incluye una combinación de pisos salariales un poco más altos (Walmart, el mayor empleador privado de EEUU, subió su mínimo a 12 dólares la hora; Amazon, a 18 dólares; Alemania planea llevar el salario mínimo a 12 euros la hora para fin de año); mayor estabilidad en los esquemas de horarios (uno de los grandes reclamos contra Amazon y Starbucks, además del salario, era el rechazo a la imposición de rotaciones de horarios que hacen imposible que lxs trabajadores puedan planificar su vida), aun cuando éstos sean flexibles (la alemana Bosch ofrece a sus trabajadores hasta 100 esquemas de horarios diferentes); mayor peso en el reclutamiento a la experiencia por sobre las exigencias de calificación académica, y posibilidades de capacitación y entrenamiento.

De todos modos, en general la política patronal es hacer estas “concesiones” o mejoras por fuera de todo convenio colectivo y como estímulos por única vez; la idea es evitar elevar de manera permanente el gasto salarial. De ahí lo extendido del uso de los bonos o premios anuales en reemplazo de salarios o condiciones de trabajo más estables. Y cuando todas estas medidas no logran su cometido, queda el recurso, en sectores industriales pero crecientemente también de servicios, a la robotización y la automatización parciales.

La automatización no mitiga la histeria antisindical de los gurúes tecnológicos

En cuanto al tan debatido impacto de estos procesos, existe hoy una miríada de papers y trabajos de investigación que indagan la relación entre desarrollo tecnológico y empleo, donde lo que se destaca es la falta de consenso. Por otra parte, muchos de esos estudios son demasiado parciales o microeconómicos –por ejemplo, señalan la nula correlación entre el desarrollo de la robotización en Japón (que produce el 45% de los robots anuales) y Corea del Sur y el (inexistente) aumento del desempleo allí– y/o se centran en los beneficios o perjuicios para compañías o sectores aislados; casi ninguno logra identificar impactos de conjunto a largo plazo. De hecho, ni siquiera terminan de establecer si la automatización tiene efectos positivos o negativos. Un estudio de próxima aparición de un especialista, David Autor, y otros investigadores del MIT plantea una mirada más matizada y crítica: “Incluso si los robots no generan desempleo, pueden contribuir a crear un entorno en el que los beneficios están orientados hacia arriba”, es decir, hacia los empleadores (ídem). De hecho, quizá el único consenso sea el de una cierta tendencia a desechar las miradas más apocalípticas del estilo de las del famoso estudio de Frey y Osborne en 2013, que fue interpretado como que casi la mitad de los empleos en EEUU estaban bajo la amenaza de la automatización.

En todo caso, la relativa permanencia de la brecha entre los empleos perdidos durante la pandemia y los que se recuperaron posteriormente está llevando a considerar seriamente hipótesis como la de la economista de la Universidad de Tennessee Marianne Wanamaker de que el mercado laboral entero de EEUU ha entrado en una nueva fase caracterizada por una declinación permanente de la cantidad de trabajadores. O, en sus términos, en una era de “escasez laboral perpetua” que podría comprometer de manera estructural la dinámica de crecimiento económico en EEUU (TE 9280, “Help wanted, now and in the future”, 22-1-22).

Estos cambios no se procesarán de manera puramente técnica o aséptica, sino que se darán en el escenario de una permanente confrontación entre trabajadrxs y empresas por el nivel de salarios, de control sobre la actividad laboral, de condiciones de trabajo, de organización laboral y en general de explotación de los nervios y músculos y sus límites.

Un ejemplo es el proceso de votación en los depósitos de Amazon en Alabama, que empezó el 4 de febrero y durará dos meses, luego de que el Comité Nacional de Relaciones Laborales (sigla inglesa NLRB) dictaminara que la votación sobre si sindicalizarse o no que tuvo lugar el año pasado había sido nula debido a la campaña de intimidación organizada por los secuaces de Jeff Bezos. En diciembre pasado la compañía debió firmar un acuerdo con el NLRB que facilita algo la posibilidad de organización de los trabajadores. Pero la furia antisindical de Amazon y en general de todas las compañías logísticas y tecnológicas es una constante. Lo propio ocurrió en Target, una cadena de grandes almacenes con casi 2.000 sucursales en EEUU que en 2021 declaró ingresos de 93.000 millones de dólares, cuando los trabajadores empezaron a organizarse en 2020 para reclamar un salario de 15 dólares la hora y un adicional de 2 dólares en la temporada alta de 2021. Como denunció la agrupación Target Workers Unite, la empresa respondió con una lluvia de emails a los gerentes de sucursales instándolos a buscar signos de actividad sindical para reprimirlos (Ámbito Financiero, 21-2-22). Otros casos emblemáticos de histeria antisindical son la cadena de cafeterías Starbucks y las expresiones del hombre más rico del planeta, Elon Musk, el dueño de Tesla y SpaceX, en múltiples ocasiones, la más reciente con motivo de la instalación de una planta de Tesla en Alemania[4].

Por otra parte, no se trata de un simple capricho de empresarios derechistas: como señala un informe de la consultora McKinsey, “la automatización en los depósitos de almacenamiento ya no es simplemente algo bueno sino un imperativo para el crecimiento sostenible”, esto es, para la supervivencia comercial de las compañías involucradas. Probablemente por eso es que Amazon planea redoblar el empleo de robots en sus “centros de cumplimiento”–ha creado incluso una división específica, Amazon Robotics, y ha abierto plantas de producción de robots–; la idea es tanto reemplazar mano de obra poco calificada (pero difícil de conseguir con los salarios prepandemia) como establecer un sistema de convivencia entre robots y trabajadores (TE 9283, “The bots taking over the warehouse”, 12-2-22).

Una lección a extraer de estos casos es que bajo el manto de la “nueva economía digital”, de la “disrupción laboral”, de la filosofía de Silicon Valley de “moverse rápido y romper cosas” y de los “nuevos paradigmas”, lo que tenemos es la buena y vieja lucha de clases. Esto es, la pelea a dentelladas dentro y fuera de las empresas entre patrones y trabajadores para ver quién impone qué a quién, cómo y a qué costo. Como hemos señalado en trabajos anteriores, es altamente significativo que sean precisamente los campeones de la novedad y el cambio, los que más rabiosamente recurren a prácticas antisindicales del orden más burdo que ya fueran denunciadas por Adam Smith en La riqueza de las naciones (1776). El corolario del viejo epigrama “para novedad, los clásicos” bien podría ser “para esclavitud laboral del siglo XVIII, los gurúes digitales del siglo XXI”.

 

 


[1]   Un ejemplo o símbolo de que el impulso globalizador ya no es lo que era es la parábola del Citigroup, que entre los años 80 y 2007 erigió la más extensa y mayor red de servicios financieros globales, con miles de sucursales en todo el planeta y decenas de millones de clientes individuales. Desde hace un año, el banco viene anunciando cierre tras cierre de operaciones, liquidando o vendiendo sus activos y carteras para concentrarse en la banca comercial, las empresas grandes y el manejo de activos a millonarios. No menos significativo es que en casi todos los casos los compradores de las operaciones del Citi sean bancos nacionales (privados o estatales), no globales: “La consolidación local y regional [esto es, no global. MY] parece ser lo que refleja mejor estos tiempos” (TE 9284, “The Citi that was never finished”, 19-2-22). Es el caso más impactante, pero no el único: el HSBC también se retira de muchas de las plazas que solía ocupar; el ANZ australiano abandonó su estrategia de expansión asiática y grandes mamuts de las finanzas como los grandes bancos chinos y JPMorgan Chase directamente ni se plantean la posibilidad de una expansión global en el mercado minorista. Todo conduce a la regionalización y a la concentración en los grandes jugadores. De modo que adiós a las “finanzas populares”…

[2]  Sin embargo, no hay que exagerar la importancia de ese dato todavía. En primer lugar, porque son estudios preliminares que están lejos de dar cuenta del impacto general del aumento de la inversión en tecnología. Y también, sobre todo, porque ese mismo estudio en realidad estima que la “productividad total de factores” (un criterio que no coincide con la mirada marxista sobre la productividad, pero que puede tomarse como un “proxy” relativo) estaría simplemente volviendo al promedio anual de 1,2% del largo período 1880-2020, cuando en la década 2010-2020 fue de solamente un 0,5% (TE 9282, cit.).

[3]  Un indicador clásico del nivel de volatilidad en los mercados financieros es el eterno “activo real”, el oro. Si bien su valor ya no es un indicador tan directo como en décadas pasadas del humor (y los temores) de los inversores, una cosa es segura: la incertidumbre global y el valor de la onza troy están en clara correlación. Después de años de letargo  –llegó a caer a 1.160 dólares la onza en el verano de 2018– que hasta propiciaron debates sobre el fin del oro como valor de referencia, en lo peor de la pandemia (verano boreal 2020) llegó a un techo de 2.070 dólares, reflejando la incertidumbre general por el destino de la economía. Tras caer a unos 1.750 dólares en diciembre pasado, cuando se hablaba del fin de la pandemia, la invasión a Ucrania volvió a llevarlo por encima de los 2.000 dólares.

[4]  Elon Musk hizo todo lo posible para evitar el ingreso del sindicato IG Metall a su nueva planta de Tesla cerca de Berlín. Primero inscribió a la empresa como Societas Europaea, un recurso previsto por la UE que la exime de la obligación que tienen en Alemania las firmas de más de 2.000 trabajadores de dar a los representantes sindicales lugar en el directorio. Pero no pudo impedir la conformación del “consejo obrero” dentro de la empresa (algo así como un cuerpo de delegados, pero menos cercano a la base). Luego se dedicó a contratar masivamente empleados polacos; el sindicato respondió enviando a un hablante de polaco para organizar a los trabajadores. Por último, la política de contratación empieza por el personal jerárquico y más calificado, con la idea de tener desde el inicio una plantilla más afín a la “cultura empresarial” de Tesla, que se puede resumir en dos puntos: devoción ciega a la compañía y culto religioso a su egomaníaco dueño.

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