Biden, el bloqueo imperialista y Cuba

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  • La respuesta del imperialismo yanqui a la situación política en Cuba debe enmarcarse, ante todo, en recordar cuáles son las prioridades de política exterior de Biden: la rivalidad estratégica con China y el cambio climático.

Marcelo Yunes

La respuesta del imperialismo yanqui a la situación política en Cuba debe enmarcarse, ante todo, en recordar cuáles son las prioridades de política exterior de Biden: la rivalidad estratégica con China y el cambio climático.

Eso implica, por defecto, que regiones y temas que otrora estaban en el centro del radar de los secretarios de Estado yanqui pasan de manera lenta pero continua al segundo plano. De hecho, y salvo la definición –que a su vez es funcional al enfrentamiento con China– de recuperar la confianza de los aliados europeos y asiáticos que Trump había tratado con negligencia y/o desdén, en muchos sentidos todo el resto de la política exterior es algo todavía en relativa construcción, en la medida en que no plantee urgencias.

Un ejemplo es la política hacia Medio Oriente. Aunque Biden restableció ciertas medidas abandonadas por Trump (ayuda económica a Palestina por 250 millones de dólares, eliminada por Mr Orange, y el patrocinio de la reapertura del consulado palestino en Jerusalén), no le ve solución posible al conflicto en las actuales circunstancias. Según The Economist (TE), Biden “está resuelto a ser el primer presidente de EEUU desde Gerald Ford [vice de Nixon que terminara el mandato de éste (1974-1976) luego de su destitución tras el caso Watergate. MY] en no lanzar una iniciativa de paz para Medio Oriente. En la jerga de Washington DC, ‘no está interesado en el premio Nobel’” (TE 9246, “Joe’s modest Middle-East medicine”, 22-5-21). Es esta misma lógica de no embarcarse en causas perdidas la que está detrás del retiro de tropas yanquis de Afganistán, después de décadas de intervención infructuosa y costosa en términos económicos, políticos y humanos.

Una medida del atraso en la elaboración de política exterior por fuera de los trazos más gruesos es que Biden todavía no designó embajadores en ninguno de los países del G-7. Los que nominó para la UE, la OTAN e Israel todavía no tienen aprobación del Senado. Los embajadores del nuevo gobierno yanqui en países clave de Asia –sin duda el continente decisivo para EEUU– como China, India, Corea del Sur, Filipinas, Afganistán, Pakistán o Arabia Saudita siguen siquiera sin nominar, mucho menos asumir su puesto; algo que puede pagarse caro cuando se desencadenan situaciones inesperadas, como ocurrió con la ofensiva israelí contra Palestina (al gobierno de EEUU le llevó días enteros reaccionar con alguna coherencia).

La situación no es mucho mejor en el equipo de asistentes de política exterior: salvo las designaciones que no requieren acuerdo del Senado (y que estaban en su mayoría hechas antes de asumir), las otras siguen sin confirmación. Es cierto que se trata de una situación que también sufrieron Obama y Trump, a quienes llevó más de 500 días confirmar al vice del secretario de Estado, es decir, el vice canciller. El embajador en Rusia es el mismo que designó Trump, y así por el estilo con el panorama general a la hora de poner en disposición el equipo diplomático yanqui global (TE 9251, “The Foreign Not-in-Service”, 26-6-21). En general, el ritmo de Biden en la designación de personal diplomático es de los más lentos, apenas superior al de Trump, lo que es una vara bajísima. Y esos equipos tienen un rol fundamental; no tanto en las definiciones, pero sí en la implementación de la política exterior. Pero prioridades son prioridades, y por ahora de lo más importante se encarga el propio Biden en persona: el G-7, Putin y charlas telefónicas con Xi Jinping.

Un patio cada vez más trasero… pero alborotado

Ahora bien, si esta morosidad en la conformación de equipos y políticas –con la obvia excepción de las áreas prioritarias– es notoria para países y regiones donde el involucramiento de EEUU en acciones militares y esfuerzos diplomáticos fue el factor dominante de la discusión internacional, qué cabe esperar para América Latina, que ha sido abandonada como tema central de la política exterior yanqui desde hace al menos tres décadas. La región sólo entra en el visor del Departamento de Estado cuando se dispara una crisis inmigratoria o cuando el aumento de la presencia china empieza a inquietar. Claro que en ese último caso el interés no es el “patio trasero” per se sino sólo como arena de disputa con el enemigo de fondo.

La otra posible excepción a lo que podríamos llamar subalternidad estratégica relativa de Latinoamérica para EEUU es cuando se abre la posibilidad de socavar o tumbar a alguno de los gobiernos de la región que son incómodos para Washington. En este terreno el más activo ha sido Trump, que no pensó dos veces en formas de intervención más o menos descaradas, según el caso, en Venezuela (affaire Guaidó), Ecuador bajo Correa, Bolivia –las chanchadas de Macri en el momento del golpe de Estado a Evo Morales fueron, qué duda cabe, inspiradas por, y por cuenta y orden de la CIA– o, en otro plano, el apoyo explícito a gobiernos amigos (Duque, Piñera, Macri y otros).

En el caso de Cuba, esto se manifestó en una política de Trump bien pro gusana y de completa reversión de la táctica de “acercamiento seductor” de Obama, que incluso coqueteaba con la idea de levantar el infame bloqueo yanqui a la isla (ver nuestro “Aunque el imperialismo se vista de seda…”, SoB 373, 31-3-2016). Esa “novedad” en la política del imperialismo yanqui hacia Cuba no era ninguna graciosa concesión –que por otra parte no se concretó–, sino la resultante de una evaluación estratégica. Recordemos esta evaluación de hace un lustro: “En los últimos años, EEUU y Latinoamérica en cierto modo se han alejado. Washington tiene otras preocupaciones, desde Medio Oriente a Asia. Los países latinoamericanos se beneficiaron de la avidez de China por sus minerales, combustibles y alimentos. El ciclo político llevó al poder a un grupo de líderes antiestadounidenses que vieron en China una alternativa atrayente a los rigores del FMI y a las lecciones a veces hipócritas de Washington sobre drogas y derechos humanos. Esto es malo para EEUU. Aunque ninguna región concita menos atención en la política exterior de EEUU que América Latina, ninguna región es más importante para las vidas cotidianas de los estadounidenses. (…) La apertura a Cuba puede ayudar a subsanar este distanciamiento” (TE 8981, “Cubama!”, 19-3-16). Lo que hizo Trump, en cambio, fue volver al “distanciamiento”, confiando en que, con la ola “progresista” o “rosada” en retroceso en la región y la renovada guardia de gobiernos serviles a EEUU (Temer y luego Bolsonaro, Macri, Lenín Moreno) sería suficiente para contener la amenaza china.[1]

Biden encontró un panorama regional seriamente modificado: la crisis de los gobiernos de Piñera y luego de Bolsonaro, la victoria de López Obrador, la derrota de Macri, ahora las elecciones de Chile y Perú, la crisis “a la chilena” en Colombia y el fracaso de las movidas golpistas o destituyentes en Venezuela y Bolivia, son una muestra de que ya no es seguro que América Latina no le vaya a traer problemas. De allí la relativa cautela –e incluso demora, replicando el patrón de la crisis Israel-Palestina en mayo pasado–con que el gobierno de EEUU está abordando su respuesta política a las protestas en Cuba. Demora que, naturalmente, fue denunciada por Trump.

La “libertad” de los gusanos: bombardear e invadir

Por supuesto, los medios gusanos, los políticos gusanos, los periodistas gusanos y los partidos gusanos no dudan en aferrarse a la hipótesis de la “revolución naranja”. Es decir –por analogía con el proceso de Ucrania en 2004–, un “levantamiento civil independiente” y pacífico que termina desplazando a un gobierno autoritario para imponer un régimen neoliberal y aliado de EEUU. O, inclusive, una reedición de 1989 y las “revoluciones de terciopelo” como la de Checoslovaquia, con el mismo resultado. Pero no son las únicas opciones que maneja ese sector; hay quienes propician “soluciones” más drásticas.

Por ejemplo, una muestra del sentido común trumpista que aún prevalece en amplios sectores de la derecha estadounidense y latinoamericana es el cristalino reclamo del alcalde de Miami, Francis Suárez: ¡bombardear Cuba! No es ninguna exageración: Suárez, que a su vez es hijo del primer alcalde de Miami nacido en la isla, mostró su amor por el terruño natal de sus ancestros reclamando a Biden una intervención militar inmediata: “Lo que debería contemplarse ahora es una coalición de acción militar potencial en Cuba”, al estilo de las que se hicieron en el pasado “en Panamá y Kosovo”.

Cuando le preguntaron si hablaba de ataques aéreos, no lo negó: “Esa opción es una que debe explorarse, no una que simplemente deba descartarse”, porque, después de todo, “Estados Unidos ha intervenido en América Latina en numerosas ocasiones y ha tenido mucho éxito”. En esto, Suárez no hacía más que responder al estado de ánimo de su enfervorizada base gusana, que en una concentración en el restaurante Versailles, sede de un concierto “patriótico”, levantaba pancartas que decían “Si no hay intervención, déjennos ir a la isla a ayudar a nuestros hermanos” (en castellano) o “Déjennos entrar con nuestras propias armas” (en inglés) (La Razón, Madrid, 15-7-21).Desde el punto de vista de la claridad, hay que reconocer que esta gente no deja nada que desear.

La estrategia Biden y la política interna yanqui

Ahora bien, ésta es la política de la gusanería, y acaso –con muchas reservas– algo que Trump podría considerar. No es, por ahora, ni remotamente la política de Biden, que no apunta a la “guerra EEUU + aliados regionales (?) + gusanos con sus armas vs. Cuba”, sino más bien a algo que se parece a un intento de recapitulación de la política de “acercamiento-seducción” de Obama, con las adaptaciones imprescindibles al contexto actual. Porque, por ahora, las primeras señales que emite la Casa Blanca no tienen nada que ver con una reedición de la invasión a la Bahía de los Cochinos, sea con marines o con ejércitos privados de la gusanería, u otras formas del garrote. Más bien, la política que asoma se parece más a una zanahoria.

Las medidas en discusión en el gobierno de EEUU son las siguientes: 1) flexibilizar las restricciones impuestas por Trump a las remesas a la isla provenientes de cubanos y sus descendientes en territorio yanqui; el volumen de esas remesas, de entre 2.000 y 3.000 millones de dólares anuales, representa la tercera fuente de divisas de Cuba; 2) reanudar el Programa de Reunificación Familiar Cubana, que daba una cobertura legal para que cubanos en Cuba se reunieran con sus familiares en EEUU; 3) eliminar a Cuba de la lista de países patrocinadores del terrorismo, etiqueta que le endilgó Trump poco antes de abandonar la presidencia.

El enfoque general que le daría marco a estas medidas es, según la vocera de la Casa Blanca, Jen Psaki, “su impacto en el bienestar político y económico del pueblo cubano” y ayudar a la población a “recuperarse de los problemas económicos provocados por la pandemia”. Como se ve, poca mención de la defensa histérica de la “libertad” en abstracto, como promueve la gusanería, y más referencia a la situación material concreta de los cubanos. Más Obama y menos Trump.

Sin embargo, un retorno a la estrategia Obama respecto de Cuba sólo parecería tener sentido si incluye lo que era la zanahoria mayor de ésta: el levantamiento del bloqueo, tema sobre el que la Casa Blanca hizo un silencio sepulcral. No hay ninguna duda de que el fin del bloqueo era la pieza central de la política Obama hacia Cuba, incluso ya en ese entonces pensando en contrarrestar la influencia china. Como explicaba una autorizada voz del imperialismo yanqui en ocasión de la iniciativa de Obama sobre Cuba: “La Casa Blanca apuesta a que la conexión cultural entre EE.UU. y Cuba no sólo ayudará a Washington en su rivalidad económica con Beijing, sino también en la batalla por el futuro político de la isla. ‘Con el tiempo, las políticas del gobierno de Obama en Cuba podrían hacer menos atractivas las inversiones de China en América Latina’, dice Jason Marczak, un experto en la región del Atlantic Council. ‘Con la apertura hacia Cuba hemos hecho a un lado el velo del imperialismo, que muchas veces nos ha confundido, y demostramos que podemos ser realmente socios con el resto de la región’, asevera” (“EE.UU. y China compiten por el mercado de Cuba”, C. E. Lee y F. Schwartz, Wall Street Journal, 17-3-16).

Ahora bien, esta estrategia de “echar a un lado el velo del imperialismo” –tomemos la frase con una sonrisa– no prosperó por varias razones, pero en primer lugar porque Obama jamás pudo atravesar el cerco parlamentario que representa sobre todo el Senado, bajo control o con capacidad de veto de los republicanos, que no querían saber nada con el fin del bloqueo. Fue la derrota de una jugada que apuntaba a renovar el arsenal diplomático de EEUU más allá de la simple agresión.[2]

Biden se enfrenta con un problema similar: la infernal dinámica parlamentaria en el Senado yanqui, caracterizada por el “obstruccionismo” (filibuster). Técnicamente, se trata de la posibilidad de ejercer de manera interminable el derecho a debate, algo que ya ha pasado en la historia de EEUU, con senadores hablando durante horas y horas hasta frustrar la sesión y por ende la ley en cuestión. Para evitar esta amenaza, se requiere un piso de 60 votos del Senado sobre 100 (hay dos senadores por cada uno de los 50 estados). La composición actual es 50 demócratas y 50 republicanos; gracias al voto desempate de la vice Kamala Harris, Biden pudo aprobar con lo justo el paquete de estímulo fiscal.

Pero, precisamente, la única parte de la agenda parlamentaria que es inmune al obstruccionismo es la vinculada a las decisiones del presupuesto del Estado. Biden requiere de 60 votos para aprobar cualquier otro rubro de legislación general, o de lo contrario sufrir la amenaza del filibuster republicano (aunque, naturalmente, la oposición deberá elegir en cuáles casos y con qué frecuencia acudir a ese recurso).

Este esquema disfuncional –uno más de los tantos del armado institucional yanqui–, probablemente el único caso del mundo en que un gobierno con mayoría parlamentaria simple no puede aprobar sus propias leyes,[3] pone en peligro buena parte de la agenda interna de Biden, desde los planes de gasto público hasta la política inmigratoria, pasando por salud, educación, defensa y acciones contra el cambio climático. Pero también arriesga dejar en suspenso buena parte de las decisiones de política exterior, incluyendo medidas concretas que impliquen una reversión de la política de Trump hacia Cuba y que podrían empantanarse indefinidamente, como ocurrió tantas veces en los dos mandatos de Obama. Si esto vale para medidas menos ambiciosas como las que ahora se ponen en discusión, mucho más vale para terminar con el bloqueo, que es una política de mucha más larga data.

Lo notable del asunto es que medidas como el bloqueo o el embargo yanqui no son defendidas por casi nadie. No hablemos del resto del mundo –hasta la ONU lo rechaza, al igual que la Unión Europea–, sino incluso en los propios Estados Unidos. En el establishment político (y no sólo entre los demócratas), es un secreto a voces el carácter inútil y hasta perjudicial del bloqueo, que a la vez que pone a EEUU en el rol de opresor imperialista, provee al régimen cubano de una excusa muy real detrás de la cual ocultar problemas también muy reales. Pero aquí talla también, como un factor poco mencionado pero muy concreto, una tercera disfuncionalidad de la política yanqui: su sistema indirecto de consagración del presidente, elegido no por voto popular sino por electores de cada estado. Y este sistema, por extraño que parezca, es decisivo para la política de EEUU hacia Cuba.

Es sabido que los estados designan una cantidad de electores aproximadamente proporcional a su población, y que la candidatura que se impone en un estado se lleva todos los electores de ese estado (otro dislate). Pues bien, en EEUU se vota en 50 estados, pero los que deciden la elección son siete u ocho; diez como máximo. Sucede que hace décadas, normalmente, unos 20 estados (los de las costas del Atlántico y el Pacífico y alguno más) votan a los demócratas, y otros tantos (los del “cinturón bíblico” conservador de los estados del centro y la mayoría de los estados del sur) votan a los republicanos. El resultado depende de los “estados basculantes” (swing states), que en cada elección pueden ir hacia un partido o hacia el otro: los ex estados industriales (Rust Belt), los de la zona de los Grandes Lagos, y algunos pocos más. Y de todos ellos, el estado con más electores (29) es precisamente Florida. Allí, el peso del lobby de la gusanería cubana exiliada es tan grande que los dos partidos saben perfectamente que cualquier postulante presidencial que proponga acabar con el bloqueo a Cuba estará regalando al partido rival esos cruciales 29 votos. No es por azar que Obama propusiera terminar el bloqueo recién en 2016, cuando ya era un “pato rengo” (estaba terminando su segundo mandato, sin posibilidad de reelección).

Es poco probable que Biden retome sin ningún cambio la agenda Obama hacia Cuba, que, en virtud de la mirada estratégica ya apuntada, era casi todo zanahoria y casi nada de garrote. A la vez, está claro que tampoco habrá lugar para la histeria gusana, ávida de invasiones, bombardeos e intervenciones con marines. La cuestión de qué hacer con el bloqueo difícilmente tenga nuevas definiciones en lo inmediato, aunque Biden ha demostrado que puede dar sorpresas. Probablemente la definición que más se acerque a la realidad es que, sobre la base de no hacer trumpismo grosero ni dar golpes de timón de imposible sanción parlamentaria, el imperialismo yanqui en versión Biden va a ser más bien cauto, dando señales muy generales de “preocupación por el pueblo cubano” y llamados al gobierno cubano a “respetar los derechos y libertades” hasta tener más claro el panorama. Esta línea es a la vez coherente con el giro de Biden a la postura tradicional del imperialismo yanqui como adalid de la “democracia” (ver nuestro “Vuelve el imperialismo yanqui ‘clásico’”, SoB 585, 31-3-21). Al mismo tiempo, por ahora no parece querer arriesgarse a  comprometerse mucho más.

Algo de eso reconoció la portavoz de la Casa Blanca antes citada, Jen Psaki, cuando aclaró que Biden “no tiene planes” de dar grandes definiciones públicas sobre su visión estratégica para Cuba y todo el hemisferio, en medio de las crisis en curso en Haití, Nicaragua y otros países de la región. ¿El resumen? “Veremos cómo se desarrollan las cosas en los próximos días”, dijo Psaki.

Sin embargo, puede que esta actitud de “esperar y ver”, a semejanza de lo ocurrido con los bombardeos israelíes a Gaza, resulte sobrepasada por el ritmo de los acontecimientos. En ese caso, Biden estará obligado a dar definiciones más precisas y con más prontitud de lo deseado. Está por verse aún si la agitación que comenzó en algunas ciudades pequeñas de Cuba quedará en un estallido aislado y rápidamente sofocado o recrudecerá.


[1] Como decía en ese momento un analista marxista especializado en Cuba, Guillermo Almeyra, fallecido en 2019: “Con México desde hace rato en el saco, el Tío Sam está decidido a poner en orden el gallinero latinoamericano, donde los gallos ‘progresistas’ son muy flacos y escasean los huevos. La presencia en la región de las economías china y rusa, en tales condiciones, y con gobiernos tipo Peña o Macri, prácticamente se reduciría a poco” (“Obama: la gira del patrón”, en rebelion.org). Desde entonces, las condiciones han cambiado bastante: México no está tan en el saco con López Obrador, los huevos no son tan escasos, y los que están flacos son más bien los “gallos neoliberales”. En conclusión, el “gallinero latinoamericano” hace tiempo que no estaba tan revuelto…

[2] Decíamos entonces: “La política de Obama hacia Cuba demuestra ser más paciente, más sutil, más pérfida y más realista que el garrote desembozado de los gusanos de Miami. A la vez, es potencialmente más efectiva, o en todo caso, para EEUU, vale la pena buscar otro camino después de haber probado con la invasión (Bahía de los Cochinos, 1961), el magnicidio (decenas de intentos), el terrorismo (la CIA hizo estallar un vuelo de línea con pasajeros civiles), el bloqueo internacional… y el embargo. Obama parece haber entendido la lección de la caída de otros regímenes stalinistas, como el de la URSS y los del Este europeo: lo que no pudo la fuerza militar, el ‘poder duro’, se logró con  la combinación de descomposición interna y ‘poder blando’ (la influencia cultural, la tentación consumista, etc.)” (“Aunque el imperialismo se vista de seda…”, cit.).

[3] Es cierto que en la mayoría de los países con democracia parlamentaria hay exigencias de mayorías calificadas (tres quintos, dos tercios, etc.) para ciertos casos especiales. Pero por lo general esas mayorías especiales son necesarias para temas muy importantes –por ejemplo, cambios en la Constitución–, y nunca para la legislación general, como en EEUU. La paradoja se ahonda cuando se constata que para liquidar este régimen demencial del obstruccionismo alcanzaría ¡con una mayoría simple, que el Partido Demócrata en teoría tiene! Pero sucede que hay dos senadores demócratas –Krysten Sinema y, sobre todo, Joe Manchin– que se oponen a eliminar el filibuster con el argumento de la necesidad del “consenso bipartidista” (algo por otra parte inexistente desde hace años en EEUU).

Sucede que Manchin es senador demócrata por Virginia del Oeste, un estado furiosamente republicano (Trump sacó el 69% de los votos allí en 2020, sólo debajo de Wyoming), y su puesto depende de mantener su perfil conservador moderado. Es otra más de las rarezas políticas de EEUU, donde un estado que vota a un partido para presidente bien puede votar a otro para el Senado o para la gobernación (por nombrar un caso conocido, el republicano Arnold Schwarzenegger fue gobernador de California, estado absolutamente seguro para los demócratas en el voto a presidente).

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