Masculinidad y salud mental

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  • Este texto habla de los impactos de ciertas ideas sobre la masculinidad en la salud mental de los hombres, no olvidemos que las interacciones y expectativas sociales son factores importantes que la moldean.

Articulo de nexos

Ignacio Lozano-Verduzco

Hace algunas semanas, un amigo me envió el video de una conversación entre dos hombres psicoanalistas. Hablaban de salud mental y, para provocar el diálogo, citaban una frase célebre que el mismísimo Sigmund Freud pronunció un poco antes de morir en 1939. Al preguntarle qué se necesita para que una persona sea sana, madura y adaptada a la sociedad, Freud sorprendió con una respuesta muy corta: “Amar y trabajar”.

En casi 15 años de experiencia terapéutica y de investigación, nunca había visto semejante imagen. Ningún hombre que yo haya conocido se sienta propositivamente a hablar de manera abierta sobre la salud, la salud mental y mucho menos sobre su salud mental. Muchas investigaciones y teorizaciones en los estudios de masculinidad sostienen que los hombres no nos preocupamos por nuestra salud, pues acudir a algún servicio médico, mostrar dolor, implica una pérdida de poder masculino. Esto a su vez, refleja elementos centrales en la construcción de la hombría: la fuerza, el “aguantar” dolor y malestar y la negativa a dialogar sobre procesos íntimos y personales.

Mientras escuchaba a los hombres pensaba: “Claro, por eso los hombres que pierden su trabajo o a su pareja, se deprimen”. No todos, por supuesto, pero hemos podido ver que en las pocas ocasiones en que se diagnostica depresión a un hombre, ésta ha sido desencadenada por la pérdida de un privilegio que fácilmente podríamos describir como patriarcal: el trabajo remunerado y una mujer.

La frase de Freud a la cual hago alusión es relevante para pensar la salud mental desde el género y las masculinidades porque apela a la división sexual del trabajo y a la manera en que hombres y mujeres estamos acostumbrados y sabemos ocupar el espacio público. En términos generales, los hombres vivimos convencidos de que el espacio público es nuestro: las empresas, la calle, la colaboración en la regulación social y política —y todos los procesos que esto implica—, son actividades que nadie duda que, como hombres, somos capaces de llevar a cabo. Por eso, los hombres que no trabajan suelen ser descritos como “flojos” o “huevones”. Esta idea de los privilegios y cómo los encarnamos es una de las formas en que el patriarcado, en tanto régimen político, regula la vida íntima y emocional.

Si el diagnóstico de Freud es correcto, los hombres tenemos la mitad de los elementos necesarios para contar con una buena salud mental: el trabajo. Pero, ¿por qué son más los hombres que califican para alguna forma de abuso de sustancias? ¿Por qué mueren muchos más hombres que mujeres en accidentes automovilísticos y por lesiones autoinfligidas?

En México, la Encuesta Nacional de Consumo de Drogas, Alcohol y Tabaco más reciente, señala que los hombres son casi nueve veces más propensos que las mujeres a la dependencia al consumo de alcohol. En general, los resultados de la encuesta señalan que los hombres consumimos alcohol, tabaco y drogas más frecuentemente y con mayores problemas asociados a ese consumo, en comparación con las mujeres. La Encuesta Nacional de Salud y Nutrición, por su parte, señala que los hombres sufrimos más accidentes que las mujeres. La misma encuesta señala que los hombres vivimos toda una serie de violencias (como estrangulamiento, golpes, patadas, asaltos con violencia, entre otras) con mayor frecuencia que las mujeres. En cambio, los hombres diagnosticados con depresión conforman la mitad del total de mujeres con esta misma sintomatología.

Estos datos nos permiten ver algunos patrones culturales claros. Hay menos diagnósticos de depresión en hombres porque el dolor y la tristeza (dos de los síntomas más frecuentes en la depresión) son emociones que para la masculinidad son indeseables. En vez de hablar de nuestro malestar, la lógica masculina nos lleva a consumir alcohol para entumecer el mundo emocional, cuya exploración se nos dificulta porque no contamos con muchas herramientas para hacerlo. Otra respuesta a la que acudimos es a la violencia física contra otros hombres y mujeres. Los accidentes y las formas de violencia de los hombres son muestra de la falta de preocupación frente a nuestras acciones, por lo que tenemos menos cuidado a la hora de manejar automóviles o herramientas pesadas. Estos patrones  responden a otros mandatos centrales en la construcción de la hombría: la negación del dolor y el malestar, y el constante enfrentamiento a situaciones de riesgo.

Las causas de estos patrones tienen que ver con la primera dimensión que señala Freud: el amor. Para este pensador, el amor se refiere a la capacidad de construir y mantener vínculos emocionales con otras personas. El trabajo permite encaminar a los sujetos en su salud mental, no por el mero hecho de producir, sino porque el trabajo es la manera en que podemos integrarnos a una sociedad y construir servicios o productos que dicha sociedad encuentra útiles: desde lo que comemos, hasta obras de arte. El trabajo, en cualquiera de sus formas públicas, nos permite convertirnos en un pequeño engranaje de la sociedad. El amor, o la afectividad, por su parte, implican renunciar a nuestro narcisismo, por lo menos parcialmente. Los vínculos afectivos exigen esta renuncia, pues de lo contrario, nos vinculamos con lo que proyectamos de nosotros mismos en el otro. Y es aquí donde los cuerpos afectados y regulados por las lógicas de masculinidad nos podemos atorar.

A mi juicio, construir nuestra identidad bajo la lógica de privilegios patriarcales nos dificulta ––si es que no nos imposibilita–– levantar la mirada y reconocer la otredad. Desde niños se nos socializa para que aprendamos a construir para nosotros y compartir sólo entre hombres. Es decir, la masculinidad exige una suerte de cofradía compuesta por otros hombres a través de los cuales me reconozco porque son similares a mí y son diferentes a las mujeres. Esta lógica requiere de sostener una serie de recursos que son tanto materiales como simbólicos. Los hombres aprendemos a no mirar al otro, a no reconocer la diferencia: a estar siempre en el goce del narcisismo, con lo que es como yo. Es por eso que los espacios de homosocialización entre hombres (los espacios donde socializan sólo hombres entre hombres) son tan importantes, pues permiten la convivencia masculina, que en muchas ocasiones es atravesada por lógicas homoeróticas —como decirle a los compadres que los amo cuando estoy borracho, o hablar de sexo en los vestidores y en el vapor del gimnasio.

La incapacidad de reconocer la existencia de otras subjetividades, de otras clasificaciones, es una incapacidad para amar y, por lo tanto, de poder gozar de estados de bienestar emocional y mental. Los colectivos de hombres necesitan reconocer a esa otredad poniendo en tela de juicio los mandatos de la masculinidad, incluyendo la supuesta fuerza innata y la dificultad para identificar y analizar el mundo emocional.

Lo anterior significa aceptar que la existencia de la otredad es múltiple y diversa; que existe tal cual es y no sólo en una versión de lo no-hombre o de lo no-masculino. Significa dejar de dudar de la experiencia de las mujeres, de las personas trans, de las comunidades nativas, de hombres gay, bisexuales y mujeres lesbianas y bisexuales. Los vínculos así construidos, en tanto que proponen un diálogo horizontal entre subjetividades distintas, también ayudan a cuestionar los mandatos de género y, como consecuencia, a mejorar nuestra salud mental. Esto, sin embargo, implica una renuncia parcial a nuestro yo y, por ende, a nuestra cofradía. A los hombres nos toca hacer un trabajo profundo de reconocimiento para así gozar de nuestros vínculos afectivos en toda su profundidad y lograr sentirnos plenos, saludables e integrados a nuestras comunidades.

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