La planificación socialista como principio de racionalidad

Plan, mercado y democracia obrera

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“Las cuestiones de quién asigna los recursos, con qué criterios, sujeto a qué responsabilidades, ante quién y cómo, se convierten en asunto de importancia fundamental [en la economía planificada]” 

Alec Nove, La economía del socialismo factible, p. 83

 

3.1 La creación de las condiciones históricas para la planificación económica

Corresponde ahora referirnos a la compleja pero apasionante problemática de la planificación socialista, en el contexto de la indagación de las vías para alcanzar el comunismo. Con gran agudeza, Naville afirma que el futuro es la dimensión de tiempo más importante para el pensamiento socialista, y en esa dimensión incluye la planificación.

Producto del desarrollo histórico de las fuerzas productivas bajo el capitalismo, que hace de la economía una totalidad no sólo nacional sino internacional, quedan creadas las condiciones generales para una conducción explícita y consciente de la economía. Pero el capitalismo, pese a toda la sofisticación de la política económica burguesa (que incluye el desarrollo de toda una suerte de elementos de capitalismo de Estado), sigue siendo, irreductiblemente, sistema de capitales en competencia. Por lo tanto, la mediación anarquizante del mercado, que se abre paso de una u otra manera, es inevitable.

En la transición al socialismo se pone en juego otro orden de racionalidad: al ser expropiados los principales medios de producción y puestos a disposición del Estado obrero, quedan en obra las condiciones elementales para poder dirigir la economía como un todo, a la que puede orientar de modo voluntario y consciente, superando la espontaneidad del mercado. Allí reside la importancia de la problemática de la planificación.

Al respecto, tenía toda la razón Preobrajensky cuando afirmaba que “con la centralización del conjunto de la economía estatal y su dirección, la previsión juega un rol excepcionalmente importante en el desarrollo [de la planificación económica] y su preservación, incomparablemente [mayor] al rol de la previsión en el tipo espontáneo de regulación [de la economía de mercado]” (La nueva economía, p. 68).

Éstos son los principios más generales de la planificación económica, que se volvieron mucho más concretos y determinados al pasar por el cedazo de la experiencia histórica de la ex URSS y las revoluciones anticapitalistas del siglo pasado. Buscaremos ahora extraer las enseñanzas generales de esa riquísima experiencia histórica.

 

3.2 El peligro de elevar la planificación al rango de ley

El mecanismo de la planificación está llamado a reemplazar la irreductible espontaneidad del mercado capitalista. Pero esta condición general sólo es el comienzo del análisis, a partir del cual se abre un debate que ha sido recurrente en el marxismo sobre la planificación, que hunde sus raíces en la experiencia concreta de la ex URSS y las polémicas que jalonaron su desarrollo, así como las otras economías no capitalistas, como es el caso de Cuba.

El punto de partida más general es la apreciación de que los fenómenos sociales, como los de la naturaleza, están regidos por regularidades, por cierta racionalidad interna que hace que las cosas “funcionen” de una manera determinada. A esas regularidades a la que se le da el nombre de leyes, que en el fondo no son más que la síntesis de múltiples determinaciones que hacen que los acontecimientos ocurran de esa manera y no de otra.

En el terreno de la economía capitalista, su totalización en el mercado mundial y la generalización de la producción para el intercambio elevó al rango de “ley de leyes” y de principio de racionalidad e inteligibilidad a la ley del valor. Esto es, que todas las mercancías son producto del trabajo humano por tener en común una determinada cuota de trabajo incorporado, y que se intercambian según un criterio que obedece a esa cantidad de trabajo incorporado.

En Marx, esta comprensión es llevada hasta su límite lógico: todos los fenómenos de la economía capitalista son analizados de manera congruente con esta ley que los rige, desde la renta de la tierra hasta la transformación de los valores en los precios, por dar dos ejemplos.

Este estatuto de las leyes sociales (y naturales) supone varios aspectos. Uno de ellos es su carácter histórico. Los fenómenos naturales son de duración mucho mayor. Sin embargo, sus leyes son igualmente históricas: la naturaleza tiene una historia.[16]

Las sociedades también son históricas, y de una duración mucho más corta. En su devenir interviene, modificándolas, la acción humana. Esto confiere a las leyes sociales, de modo mucho más visible, el carácter de leyes históricas. Esto incluye, naturalmente, a la ley del valor, que funciona dados determinados supuestos, y deja de hacerlo cuando éstos han desaparecido, contra los autores que, sobre una base metodológica empirista y una estrecha perspectiva histórica, consideran la ley del valor como casi “transhistórica” (el caso de A. Nove). Superado el horizonte del capitalismo por la vía de un desarrollo socialista de las fuerzas productivas, la producción pasará a ser directamente de valores de uso, y su patrón de medida, la satisfacción de las necesidades humanas. Como dice Naville, una planificación de las necesidades y de los usos será el regulador en un socialismo desarrollado en un horizonte que será inevitablemente mundial.

Estos criterios hacen a dar cuenta de qué leyes rigen el período de transición y el estatuto de éstas. Ya hemos señalado que en la transición rigen tres reguladores: la planificación, la ley del valor y la democracia de los trabajadores. La del valor es una ley que viene dada por la subsistencia del mercado mundial capitalista, y se presenta espontáneamente en las sociedades de transición. Ahora bien, ¿qué carácter tiene la planificación en la transición, que en gran medida se debe afirmar rompiendo o redireccionando las determinaciones del valor?

Precisamente, uno de los principales debates en los años 20 versó sobre los problemas de la acumulación socialista y si ésta tenía el estatuto de un proceso “espontáneo” que se afirmara cual ley económico-social. Como vimos, fue Preobrajensky quien planteó que la “ley de la acumulación primitiva socialista” (y la planificación que le era concomitante) debía ser abordada como una ley económica. Según el gran economista ruso, la ex URSS de comienzos de los años 20 estaba regida por dos leyes económicas contradictorias: la ley del valor y la ley de la acumulación primitiva socialista.

El giro del estalinismo a finales de esa década pareció confirmar este estatuto de ley: Stalin estaría actuando “por cuenta y orden” de ésta en su giro a la colectivización forzosa y la industrialización a paso acelerado. Isaac Deutscher propuso una interpretación de este tipo, pero no a partir del estudio de la economía de la transición sino de una analogía demasiada mecánica entre de la revolución rusa y la francesa.

Trotsky y el resto de la Oposición de Izquierda, en primer lugar Cristian Rakovsky, opinaron lo contrario: la industrialización y planificación en manos de la burocracia podía dar lugar a resultados y fenómenos de naturaleza opuesta a si esas medidas estaban en manos de la clase obrera.[17]. Trotsky llegará a definir la URSS como “una economía de tipo casi puramente burocrática”.

Es sugerente lo que dice Nove acerca de ciertas afirmaciones autojustificatorias de Stalin: “De tanto en tanto uno se encuentra con la afirmación de que ciertas proposiciones constituyen leyes económicas, aunque la palabra ‘ley’ podría parecer que requiere comillas si las proposiciones en cuestión han de tener un significado lógico. Por ejemplo, se ha dicho que existe una ley fundamental del socialismo, definida por Stalin y frecuentemente repetida desde entonces: ‘Proveer la máxima satisfacción de las necesidades materiales y culturales’. Esto es en parte sólo una generalización propagandística, pero también (…) envuelve un supuesto (…) analíticamente desastroso de que cualquiera de las decisiones que toma el gobierno soviético (…) está necesariamente en conformidad con la ‘ley’ anteriormente mencionada (…) Lo mismo es verdad respecto de la frecuentemente reafirmada ley del desarrollo (proporcionado) planificado de la economía, que siempre apareció justamente en esta forma, con la palabra ‘proporcionado’ entre paréntesis. Hasta donde puede asegurarse, es una afirmación al efecto de aseverar que la economía está planificada (…) En este caso, es una ‘ley’ en un sentido absolutamente especial, y debería utilizarse una palabra diferente” (A. Nove, El sistema…, cit., p. 466).

A nuestro modo de ver, el debate acerca de las leyes económicas en la transición se debe mover entre dos límites. Por un lado, el campo de la economía tiene parámetros objetivos que no se pueden violar o desconocer voluntaristamente, como vimos. Por el otro, no se puede considerar que la transición esté regida por mecanismos que se imponen espontáneamente, por encima de lo que hagan o dejen de hacer los sujetos sociales y políticos involucrados en ella.

Es significativo que, partiendo de la experiencia práctica de la URSS, Trotsky insistiera en considerar la planificación socialista como un “arte”: “Cualquiera sea el lado por donde se aborde este primer plan quinquenal, no hubiera podido por sí nacer más que como un esbozo de hipótesis elaborado principalmente para una reconstrucción fundamental en el proceso de trabajo. No se puede crear a priori un sistema definido de economía armónica. La hipótesis del plan no podía contener en sí las desproporciones viejas ni evitar el desarrollo de nuevas desproporciones. La dirección centralizada no constituye sólo una garantía enorme, sino que también crea el peligro de las faltas centralizadas, es decir, multiplicadas. Sólo una regularización permanente del plan en el proceso de su realización, su reconstrucción parcial y total sobre la base de la experiencia adquirida, pueden asegurar un carácter económico efectivo. El arte de la planificación socialista no cae del cielo y no llega hecho con la toma del poder” (El fracaso…, cit., p. 16). Bien mirado, el comentario significa que de ninguna manera se puede concebir un plan tan falible y tan necesitado de constantes ajustes como una ley que se impone de manera ineluctable o como una mente omnisciente que efectuara a la perfección todos los cálculos y asignaciones de la producción, sin pasar por la prueba de la práctica, como pretendía el stalinismo en su período de comando burocrático.

De ahí que la planificación sea un arte, y concederle el estatuto de ley es un exceso no sólo teórico, sino con amplias consecuencias político-prácticas. La planificación es inevitablemente una obra económico-social colectiva, que debe ser corroborada por la experiencia y corregida en el momento mismo de su ejecución. Pero para esto es imprescindible la actuación de los otros dos reguladores de la economía de la transición: el mercado y, fundamentalmente, la democracia obrera. La planificación no es proceso que pueda imponerse espontáneamente en un sentido socialista, independientemente de los sujetos sociales y del carácter del poder que está al frente de ella.

Es sabido que la planificación socialista en una nación atrasada debe desarrollar las fuerzas productivas e industrializar el país. Este proceso debe hacerlo quebrantando en buena medida la ley del valor mundial, o utilizándola, hasta donde pueda, al servicio de sus propios fines: la acumulación socialista.

Esto fue clásicamente establecido por Preobrajensky, y es una conclusión inatacable. Lo cuestionable de su enfoque está en que este desarrollo no puede comprenderse como apoyándose en alguna ley “ineluctable” que se impone por su propia dinámica “objetiva”, como se desprendía de algunas de sus formulaciones. No hay ninguna ley que pueda hacerse valer por sí en una economía cuya productividad, para colmo, está por debajo de la media mundial. Tal era la pretensión del stalinismo y de las afirmaciones de Bujarin de que, en medio de condiciones económicas miserables y atrasadas, también se podía “construir el socialismo”, sólo que “a paso de tortuga”.

De manera comprensible por el contexto de lucha política contra la burocracia emergente, pero teóricamente unilateral, Preobrajensky planteaba que en la economía de la transición se manifiesta “la regularidad objetiva en el proceso de reproducción socialista ampliada, tal como se desarrolla a pesar y en contra de la ley del valor, y con proporciones definidas dictadas desde afuera, por el poder compulsivo de la acumulación (…) en cada año económico particular (…) Rechazar en este terreno la operación de la ley de causalidad es socavar las bases del determinismo, es decir, las bases de toda ciencia en general (…) El conjunto de las tendencias agregadas, consientes y semiconscientes, dirigidas hacia el máximo desarrollo de la acumulación socialista primitiva, es también la necesidad económica, la determinante ley de existencia y desarrollo del sistema en su conjunto” (La nueva economía, pp. 4 y 58).

Era completamente correcto señalar que para la planificación existen restricciones objetivas, y que no es el mundo de la pura arbitrariedad, como quería el stalinismo en su versión “izquierdista”. Por ejemplo, “la producción en los sectores I y II debe ser definida en volúmenes, cantidades y valor, se debe elegir entre diferentes medios para alcanzar el fin. Este problema de la elección entre diferentes inversiones diversamente ventajosas viene siendo discutido desde hace largo tiempo por los economistas de la URSS. La conclusión stalinista oficial es que, en fin de cuentas, no hay criterio económico que sea decisivo: en última instancia la decisión será de origen político y social, tomada en función de parámetros muy diversos, y no a partir de cálculos económicos. De hecho, así es como parece ocurrir en apariencia. Pero se debe estar ciego para no ver que estas decisiones políticas son comandadas –en sus grandes rasgos– por las exigencias económicas, incluso si son mal interpretadas, o contrariadas momentáneamente (…) De manera práctica, las decisiones son tomadas por toda una serie de razones, donde la política interviene también. Pero la autonomía del sistema fija las condiciones límite, y ellas también existen en el plan soviético” (P. Naville, Le nouveau Léviathan, 4, p. 249).

Como señalaba Naville, las restricciones objetivas existen son un hecho. La elección de medios para alcanzar un fin opera no en el mundo del libre albedrío, sino bajo determinaciones materiales, y no deja de ser una elección en un terreno determinado por la finalidad de la acumulación misma. Sin embargo, Preobrajensky iba demasiado lejos, planteando los problemas de la acumulación socialista de manera sumamente mecanicista. Es que si los límites los fija la economía, los objetivos los fija la política, algo que se le perdía al economista ruso en su por otra parte justo afán polémico contra el “subjetivismo” de Bujarin. En honor a la verdad, y aunque la operación “teórica” de Bujarin estaba al servicio de un curso oportunista, no se equivocaba al recordarle a Preobrajensky que en la sociedad de transición se verifica una suerte de “fusión” entre economía y política.

Por otra parte, de producirse un desarrollo “espontáneo” de la acumulación en un sentido socialista, la paradoja histórica sería que se trataría de una “ley” basada no en un mayor grado de desarrollo de las fuerzas productivas superior que el promedio mundial, sino en uno más atrasado. De ahí a la idea del “socialismo en un solo país” había un solo paso, que Stalin no dudó en dar.

Desde ya, cualquier totalidad desarrolla ciertos intereses y una lógica propios; Preobrajensky tenía razón a este respecto, ya que al poner en marcha los medios de producción estatizados deben rendir económicamente algún tipo de acumulación. Sin embargo, su error estaba en la evaluación del proceso en su conjunto. Su comprensión determinista de la mecánica de la planificación económica como resorte de la ley de acumulación primitiva socialista lo llevaba demasiado lejos: “La ley de la proporcionalidad en el gasto de trabajo opera en nuestro país también, pero la existencia de la producción colectiva en el sector estatizado de la economía la obliga a reproducir las relaciones de producción colectivas en una escala ampliada, que como resultado hace que la misma aparezca como ley de la acumulación primitiva socialista. A través de la operación de esta ley, la economía estatal hoy día sostiene y desarrolla empresas que bajo la operación de la ley del valor sería clausuradas” (La nueva economía, p. 26).

Preobrajensky agrega que “con la operación de esta ley tenemos proporciones en el intercambio con la economía privada que no podrían existir si operara la ley del valor, dado el más alto desarrollo de la técnica capitalista (…). La ley que concentra en sí misma todas las tendencias hacia sobreponernos a este atraso es la ley de la acumulación primitiva socialista. Bajo su regulación, distribuimos nuestras fuerzas productivas de otra manera de lo que ocurriría bajo el capitalismo” (ídem).

Aquí el criterio general es correcto, pero la connotación de ley que se da al proceso es abusiva. Es también un exceso hablar de una inexistente “ley de proporcionalidad del gasto de trabajo”. No había motivo para creer que la planificación económica estaba objetivamente “obligada a reproducir de las relaciones de producción colectivas”, las cuales, por otra parte, nunca llegaron a consolidarse en la ex URSS. El resultado histórico fue exactamente el opuesto: no existió (ni puede existir) “ley económica” alguna que pudiera resolver (o compensar) el hecho de que el proletariado fue violentamente desalojado del poder. Como consecuencia, el proceso de la transición socialista quedó bloqueado y a la postre abortado, restauración capitalista mediante en la ex URSS.

Si el promedio de la productividad en una sociedad de transición atrasada está por debajo de la media mundial, no puede haber nada en el terreno económico que justifique esta supuesta “ley”; la justificación del orden social de la transición es política y de clase, y hace a terminar con la explotación del hombre por el hombre.

Es en este sentido más general, pero también más concreto, que no se puede considerar a la planificación socialista como una “ley económica en la transición” o incluso, como las llamaba Oskar Lange, “leyes de la economía socialista”, salvo que demos ese nombre a las herramientas del proteccionismo socialista y del monopolio del comercio exterior. Pero éstas, aun siendo decisivas en la economía de la transición, no dejan de ser instrumentos, y en modo alguno alcanzan el rango de leyes.

Esta supuesta “ley de acumulación primitiva socialista” fue invocada casi en los mismos términos por Stalin: “La ley de desarrollo armónico de la economía surgió como oposición a la ley de la concurrencia y de la anarquía de la producción bajo el capitalismo. Surgió sobre la base de la socialización de los medios de producción, una vez hubo perdido su fuerza la ley de la concurrencia y de la anarquía de la producción. Entró en acción porque la economía socialista únicamente puede desarrollarse basándose en la ley económica del desarrollo armónico de la economía” (J. Stalin, Problemas…, cit.).

La realidad histórica fue la opuesta: la economía “socialista” bajo Stalin estuvo determinada no por una supuesta “ley” que ineluctablemente hubiera establecido la “armonía” en el desarrollo económico-social –cuento de hadas en el que creyeron incluso muchos “trotskistas” – sino por las más violentas coerciones, desproporciones e irracionalidades económicas imaginables, al servicio de la acumulación burocrática.

Una vez más, cabe distinguir la transición del socialismo o el comunismo “consumados”, sobre una base propia, que escindiera la producción de la riqueza del esfuerzo humano de trabajo; en ese caso operará bajo sus propios principios de racionalidad objetivos, sus propias leyes. Pero en el terreno de la transición, elevar la planificación al rango de “ley” tiene el grave peligro de deslizarse a ver su desarrollo como algo ineluctable, independiente del sujeto social que la encabece. Este peligro ha quedado palmariamente demostrado por toda la experiencia del siglo pasado en el objetivismo en que cayeron tantos trotskistas de la segunda mitad del siglo XX.

Volviendo al debate de los 20, Preobrajensky tenía completa razón contra Bujarin en cuanto éste hacía depender todo el curso de la transición de la arbitrariedad de una mera política económica. Además, Bujarin se cerró a toda posibilidad de análisis teórico del proceso en función de criterios puramente fraccionales, con un texto de polémica sumamente vulgar. Su posición estaba en las antípodas de Preobrajensky: rebajó la planificación a una herramienta meramente política o subjetiva donde, por añadidura, la acumulación en el sector industrial-estatal era una función de la acumulación en el sector campesino privado, un abordaje oportunista del proceso de la acumulación socialista.

Pero cuando Preobrajensky eleva “la ley de la planificación” a proceso casi autónomo, abrió las puertas a que el propio stalinismo se apropiara de su obra, vulgarizándola y dándole el estatuto casi de “historia oficial”. A decir verdad, todo el capítulo de La Nueva Economía donde Preobrajensky expone el carácter de las leyes económico-sociales en la transición parece demasiado mecánico, por más que intentara consignar ciertas reservas, consciente de los problemas que podía suponer esta definición de “ley”: “Si comprendemos la libertad como la conciencia de la necesidad, entonces la regularidad en la esfera de la actividad económica y social de los hombres continúa prevaleciendo [en la transición. RS] también, solamente cambiando su forma. La ley se ‘afirma’ bajo la economía planificada en una forma diferente que bajo la desorganizada economía de mercado. Pero hay regularidad, conformidad a la ley, aunque en vista de las diferentes formas [sociales] fuera necesario reemplazar el término ‘ley’ por algo diferente” (La nueva economía).

Más allá del mal uso que se ha hecho de la concepción hegeliana de la relación entre necesidad y libertad, a la luz de la experiencia histórica parece efectivamente más apropiado “reemplazar el término ley por algo diferente” cuando hablamos de la planificación socialista. El propio Preobrajensky busca algunas alternativas: “La transición hacia la planificación regulada conscientemente está conectada, histórica e inmanentemente, con la socialización de los instrumentos de producción; esa regulación es inevitable después de la revolución socialista. Es, sin embargo, otra cuestión completamente distinta cuán ‘conscientemente’ esta tarea es llevada a cabo. Incluso si fuera cierto que el concepto de ley debe desaparecer donde la dirección consiente de la producción existe, podemos seguir hablando de ley al menos porque la conciencia y la previsión están todavía muy modestamente desarrolladas entre nosotros” (ídem, p. 58).

En síntesis, el balance del siglo XX exige otra combinación, más rica y compleja, de los factores objetivos y subjetivos en la transición socialista. Una mirada metodológica demasiado objetivista, como la que se desprende, a pesar de sus muchos méritos, de La nueva economía, ha dado lugar a demasiados errores que va siendo hora de superar. En este sentido, tiene interés lo que señala Néstor Kohan en su análisis del pensamiento económico del Che, al que hemos criticado más arriba por subjetivista. No obstante, cabe rescatar observaciones agudas sobre el problema de la actuación de las leyes en el proceso histórico: “Guevara (…) cuestiona el recurrente hábito del marxismo ortodoxo –repetido en todos los manuales ‘científicos’ de la URSS– que consiste en atribuirle a fenómenos históricos, que han sido producido en condiciones y circunstancias coyunturales, el carácter de ley” (N. Kohan, cit.).

 

3.3 La planificación socialista como principio de racionalidad

Trotsky abordó la problemática de la economía de la transición de una manera distinta a Preobrajensky. Su posición trasmite una comprensión mucho más dialéctica de la mecánica de los factores objetivos y subjetivos en la transición. Por ejemplo, en ¿Hacia el capitalismo o hacia el socialismo?, Trotsky aborda el problema con increíble penetración, aun sin despegarse del terreno de la economía: “Cuando está en cuestión la exactitud de una previsión, es necesario saber de qué tipo de previsión se está hablando (…) [Cuando] los estadísticos de (…) Harvard se esfuerzan por establecer la vitalidad y la dirección del desarrollo de las distintas ramas de la economía americana, proceden hasta cierto punto como los astrónomos (…) ensayan comprender un proceso completamente independiente de su voluntad (…) Nuestros estadísticos se hallan en una posición completamente distinta: operan en tanto que miembros de una institución que dirige la economía. Entre nosotros, el plan de estimación no es solamente el producto de una estimación pasiva, sino también la palanca de la ‘planificación’ económica activa. En ella, cada cifra, no es solamente una simple copia fotográfica, sino también una directiva (…) representa una conjunción dialéctica de previsión teórica y voluntad práctica” (en P. Naville, Le nouveau Léviathan, 4, p. 293).

Lo que ocurre en el proceso de la transición es que al período político de la dictadura del proletariado le corresponde determinada “economía” (Lenin). Las determinaciones de la naturaleza de los procesos aparecen hasta cierto punto invertidas (lo que Moreno llamaba “inversión de la causalidad” entre los factores económicos y políticos): es el carácter social del poder el que le confiere su naturaleza al proceso en su conjunto. Tal es nuestra firme convicción estratégica de cara a la experiencia histórica del siglo pasado.

En este período histórico, la transición socialista no puede afirmarse de manera irreversible: depende realmente de qué clase o fracción de clase esté a su frente. Y, como acaban de demostrar los universales procesos de restauración capitalista, es evidentemente reversible. Por lo tanto, y dado que la economía de la transición se muestra inevitablemente preñada de dramáticas contradicciones, frente a las cuales de nada vale encomendarse a un factor externo, un deus ex machina, sostenemos que corresponde abordar la planificación como principio rector más que como ley.

De esta manera, pretendemos precisar el estatuto de un proceso que no está simplemente sujeto a decisiones de “política económica”, como quería Bujarin, sino que, sin llegar a ser una ley en el sentido pleno de la palabra, se afirma con los rasgos de una serie de criterios de operatividad en base a una determinada racionalidad.

El mismo Preobrajensky se refería a la planificación consciente de que podía caber una discusión en cuanto a llamarla “ley” o “principio”: “¿Es posible en general hablar de una ley aplicable al proceso de acumulación socialista primitiva; no es más correcto hablar simplemente de un principio de planificación y su operatividad?” (La nueva economía, p. 57). Sin embargo, su mirada mecanicista admitía solamente un cambio en la forma de la operación de las leyes de causalidad en la transición, pero no una combinación más rica de los factores.

Por el contrario, Trotsky, ya en 1926 en sus Notas sobre cuestiones económicas intuye problemas en la visión preobrajenskiana del asunto, y planteaba, aun escuetamente, la relación entre “el problema de la acumulación socialista y el principio de la planificación”.

Veamos la cuestión más de cerca. Un principio remite a un criterio con una determinada racionalidad que le es propia y “obliga” a que las cosas sucedan de determinada manera. No hay acción meramente casual o espontánea, sino un proceso que debe seguir patrones o criterios para afirmarse. Ya el hecho mismo de la estatización de la economía hace de la planificación algo inherente al funcionamiento de la transición. Pero al no ser una ley cuya dinámica es objetiva, con movimiento propio, el principio de la planificación debe ser asumido por un sujeto que lo haga marchar. Es la clase obrera y su vanguardia, a cargo del poder en el Estado proletario, la que debe tomarla en sus manos. Sin ese sujeto que se propone aplicar ese principio en una dirección determinada no se puede afirmar un rumbo socialista de manera automática. Es justamente este sujeto motor del principio de la planificación, que no tiene “automovimiento objetivo”, lo que pasaron por alto (lo daban por sentado) tanto Bujarin como en gran medida el propio Preobrajensky.

Pero no fue el caso de Trotsky, que desde la fundación de la Oposición de Izquierda y luego en los años 30, sacó las conclusiones teóricas del caso acerca de la absoluta necesidad de los tres reguladores en la economía de transición: el plan, el mercado y la democracia obrera.

Es de interés seguir el razonamiento de Bujarin a este respecto: “¿Cuál es el principio motor de nuestra producción? ¿Cuál es él estímulo que obliga (concretamente obliga) a avanzar, que garantiza el progreso, que sustituye el estímulo privado del beneficio que favorece al propietario privado de una empresa? ¿Cuál es el mecanismo peculiar de la economía en el período de transición? Podemos afirmar que la garantía procede de la presión de las masas, en primer lugar obreras, después campesinas. A pesar de que se mantenga en nuestras condiciones la forma capitalista del ‘beneficio’, a pesar de que todos los cálculos se efectúen todavía en base a esta forma, las palancas de nuestro desarrollo son distintas. Nosotros mismos, grupos dirigentes del país, y ante todo del partido, traducimos y reflejamos (“regulando”, “controlando” y “rectificando”) el desarrollo de las exigencias de las masas. En otras palabras, a pesar de la persistencia del mercado, y a pesar de la forma capitalista de nuestra economía estatal, ya estamos pasando de un tipo de economía dominado por el beneficio, a un tipo de economía cuyo principio motor es la satisfacción de las exigencias de las masas (uno de los rasgos de la economía socialista)” (cit., p. 32).

La argumentación exhibe un conjunto de supuestos o peticiones de principios indemostrables. Que la garantía de la transición sea la “presión” de las masas significa poco y nada: no se habla de organismos de poder de la clase trabajadora, sino sólo de una “presión” casi gaseosa, en el aire, una aspiración de deseos que no se materializa en instituciones: eso alcanzaría para “obligar” y “garantizar” un curso socialista en la transición.

Luego sí hay algo más concreto: son los “grupos dirigentes” los llamados a “traducir” y “reflejar” las exigencias de las masas. Toda la confianza es depositada ciegamente en ellos. Nuevamente, queda ausente el auténtico ejercicio de la democracia obrera y del poder por parte de la clase trabajadora. Esta atribución a la dirección del partido, ya en tren de burocratización, de la capacidad de “expresar” las exigencias de las masas sin otro matiz es una mera petición de principios desmentida por la historia. Cabe notar, de paso, que el Che tenía una apreciación muy similar en la Cuba de los 60: era el poder el que interpretaba las necesidades… y las masas las que debían ejecutar obedientemente sus órdenes, concepción bonapartista sintetizada en la consigna “¡Comandante en Jefe, ordene!”

Tampoco Preobrajensky lograba resolver el problema: como ya vimos, su “petición de principios” para una transición en sentido socialista está en otro lado, en la “ley” de acumulación primitiva socialista: “El conjunto de las tendencias agregadas, consientes y semiconscientes, dirigidas hacia el máximo desarrollo de la acumulación socialista primitiva, expresa una necesidad económica, la compulsiva ley de existencia y desarrollo del conjunto del sistema, la constante presión que la misma ejerce sobre la conciencia colectiva de los productores de la economía estatizada, lo que los lleva una y otra vez a repetir acciones dirigidas hacia el logro de la acumulación máxima en la situación dada” (La nueva economía, p. 58).

Se trataba de una mirada extremadamente mecánica: la “presión de la necesidad económica” de manera “compulsiva” garantizaría por sí misma una acumulación que se desarrollaría necesariamente en sentido socialista. La realidad histórica ha sido bien distinta a este “triunfo socialista garantizado”, y las lecciones de esa experiencia son inequívocas: no hay capa social ajena a la clase obrera o “ley de acumulación” que pueda remplazarla en el comando de la economía de transición. El “quién” y “cómo” está al frente es absolutamente central para una planificación socialista. La planificación en sí misma no “garantiza” ningún progreso al socialismo si no es orientada y dirigida de manera efectiva por la clase obrera.[18]

Esta realidad fue intuida por un desapasionando conocedor de la ex URSS, el socialista de mercado Alec Nove: “¿Cómo tienen que ser articuladas las necesidades de la sociedad y las elecciones realizadas y por quién? (…) ¿Quién estará en condiciones de saber qué trabajo es necesario y cómo convertirá sus conocimientos en acción?” (A. Nove, cit., pp. 61 y 79). Claro que para Nove el alfa y omega del combate contra la irracionalidad de la planificación burocrática es el mercado, no la democracia obrera.

Ese “quién”, ese “alguien”, ese sujeto consciente, no puede ser otro que el proletariado, que para asumir esa función debe estar realmente al frente del Estado. Nadie puede hacerlo en su reemplazo, so pena de que, como ocurrió en la ex URSS, el proceso termine yendo para otro lado: la acumulación burocrática, que desarrollaremos luego.

 

3.4 Racionalidad e irracionalidad en la planificación

“La infeliz combinación de la toma de decisiones ejecutiva y jerárquica en el lugar de trabajo, y el bien fundado resentimiento de la gente que sufre las consecuencia de esa forma ‘socialista’ de alienación de su propio poder de toma de decisiones, tan sólo puede producir, por un lado, la anarquía del taller de trabajo (en forma de ‘cabalgamiento de horarios’, desperdicio de material y de tiempo, escasa motivación para el aprendizaje de nuevas y mayores habilidades y negligente ejercicio de la destreza productiva incluso en el nivel inferior, etcétera), y por el otro, como su remedio consecuencial e ilusorio, la intensificación definitivamente contraproducente del control burocrático centralizado, del cual el sistema stalinista representa un ejemplo histórico particularmente agudo y trágico”

I. Meszáros, Más allá del capital, p. 856

Como hemos señalado, la economía planificada tiene, a priori, un grado histórico de racionalidad mayor que la economía de mercado, como subproducto de un estadio superior del desarrollo de las fuerzas productivas de la humanidad. Sin embargo, esto no puede ser comprendido como juicio de valor absoluto o como un factor independiente que impidiera evaluar la experiencia concreta de la planificación de las economías no capitalistas del siglo XX. Naville señalaba agudamente que solamente los voceros del stalinismo podían plantear que el plan sustituía por definición la anarquía capitalista. La experiencia histórica ha mostrado circunstancias más contradictoria.

Vayamos primero al problema general de la racionalidad de los regímenes sociales. Sólo puede haber racionalidad e irracionalidad determinadas: sin algún grado de racionalidad, ningún régimen social se sostiene: “En todo sistema social existe una racionalidad que le permite su funcionamiento, así como irracionalidades. Maximizar sus ventajas, minimizar sus inconvenientes, esto es lo que será racional. Lo contrario, la irracionalidad. En suma, aquí se coloca la necesidad de una coordinación satisfactoria de los medios y de una adecuación de los medios a los fines” (P. Naville, Le nouveau Léviathan, p. 223).

La racionalidad del capitalismo está vinculada a la obtención de la ganancia. A este respecto, su lógica es absolutamente racional: “El sistema capitalista y liberal de mercado no aparece como irracional más que desde el punto de vista de otro sistema establecido, otra forma de cohesión. Pero en sí mismo, el sistema capitalista establece las normas de su propia racionalidad. Aquello que aparece para sus adversarios como irracional (…) no por ello destruye el principio de racionalidad que es su razón de ser: el movimiento del capital detentado en manos privadas” (ídem, pp. 223-224).

Aquí aparece un problema que luego también se manifestará respecto de la planificación burocrática: que el desarrollo capitalista, la anarquía del mercado y la competencia de los capitales, aun a pesar del desarrollo de formas capitalistas de Estado, inevitablemente terminan distorsionado, limitando y destruyendo las fuerzas productivas. Y lo mismo ocurrió con el stalinismo; ver, si no, la nefasta experiencia de la colectivización forzosa.

Con la evidencia de la experiencia histórica a mano, sólo una mirada apologética del stalinismo e incapaz de sacar lecciones críticas de lo sucedido en los países “socialistas” podría suponer que la planificación es “inherentemente” racional independientemente de quién la conduzca. La planificación no puede juzgarse desde un punto de vista meramente “técnico”; es abandonar el análisis social y reducir el proceso histórico de la transición a uno no pautado por la lucha de clases y el desarrollo de las fuerzas productivas, sino por la aplicación de instrumentos sin carne.

La transición no puede ser una obra de “ingeniería social” ni erigirse por encima de las clases en lucha en el terreno nacional e internacional. Tampoco un mecanismo de relojería que podría avanzar independientemente de la acción humana y de la conducción de la clase obrera, su vanguardia, sus organismos de poder y sus partidos.

Por el contrario: la experiencia histórica ha mostrado que la racionalidad de la planificación depende de sus fines (y éstos, a su vez, de los sujetos): “Si, en efecto, la racionalidad designa la adecuación de un medio a un fin, aquello que de técnico hay en el medio puede en rigor considerarse como neutro, pero la finalidad no lo es y no lo será jamás. Diversos objetivos intermedios, situados en el proceso productivo o el modo de gestión, pueden en rigor ser considerados como técnicamente neutros, pero su rol en la cadena es indicado por el objetivo final de todo el proceso” (ídem, p. 225).

A este respecto, Naville cita un agudo señalamiento del antropólogo Maurice Godelier: “La racionalidad inintencional de un sistema social se manifiesta bajo la forma […] por medio de la cual los individuos combinan los medios para lograr un fin. Sin embargo, ese análisis ‘formal’ nada dice respecto de la naturaleza de los medios y los fines […] No existe racionalidad en sí ni racionalidad absoluta. La racionalidad de hoy puede ser irracionalidad de ayer. En suma, no hay racionalidad puramente económica […] En definitiva, la noción de racionalidad reenvía al análisis del fundamento de las estructuras de la vida social; su razón de ser y su evolución” (ídem).

Se trata de la misma idea-fuerza que venimos sosteniendo: la racionalidad de la planificación debe ser puesta en relación con sus fines económicos, sociales y políticos.

Un aspecto general de abordaje de la racionalidad de la planificación remite a los citados criterios relativos. La economía planificada expresa un grado más elevado de desarrollo de las fuerzas productivas creado por el conjunto de las circunstancias históricas. Pero eso no quita que todo régimen social tenga una determinada racionalidad o coherencia interna. Si en principio la economía planificada expresa un grado históricamente mayor de racionalidad que el de la economía de mercado capitalista, esto no puede funcionar cual relato de una filosofía de la historia que se imponga por encima de la experiencia real: esa mayor racionalidad potencial debe ser concretada en la vida social, y aquí tallan los sujetos sociales, que no son intercambiables.

 

3.5 La planificación burocrática. Medios, fines y la URSS como “reino del absurdo del rey Ubú”

“Las leyes del período transitorio se distinguen fundamentalmente de las leyes del capitalismo. Pero no se distinguen menos de las leyes futuras del socialismo, es decir, de la economía armónica, cuyo crecimiento se realiza sobre un equilibrio dinámico nivelado y seguro. Las posibilidades de producción de la centralización socialista, de la concentración, de la dirección única, son inconmensurables. Pero por una falsa aplicación, y sobre todo por un abuso burocrático, pueden tornarse en su contrario” 

León Trotsky, El fracaso del plan quinquenal, p. 75

 

Hay dos planos donde la “racionalidad” de la planificación burocrática fracasó. El primero es el de los fines mismos, ya que no hay cómo evaluar la racionalidad de la planificación cómo hecho meramente técnico o per se. Como dice Naville, “esta visión (…) supondría que la planificación sería por sí misma un procedimiento superior a todos los procesos socioeconómicos concretos. Por el contrario, nosotros vemos que la planificación choca, como procedimiento trascendente, con la exigencia de la compatibilidad entre medios y fines (…) El obstáculo, aquí, no es técnico, es político (…) El socialismo de Estado (…) no puede lograr la racionalidad que será propia de un comunismo auténtico (…) Por el momento, la propia burocracia cierra esa vía” (ídem, p. 226).

Es la propia dialéctica de los medios y los fines lo que no permite separarlos, so pena de caer en el mundo weberiano de la racionalización abstracta que, como dice Weber, es producto de que el capitalismo posibilitó un grado de racionalización históricamente superior. En su esquema, esa “racionalización” conduce a una heteronomía radical: una “jaula de hierro”, como la llamó el sociólogo alemán. En esta “jaula”, la humanidad irremediablemente pierde el control del desarrollo de los acontecimientos (el “desencantamiento del mundo”) y es la técnica la que se impone por encima de los hombres, como quería también Heidegger.[19]

Este tipo de racionalización, inevitablemente, se transforma en una dinámica irracional (fuerzas destructivas) absolutamente inmanejable y que deja a la especie humana a merced de fuerzas que no controla ni puede controlar: una perspectiva de escepticismo radical opuesta por el vértice a la del socialismo y a la dirección consciente de los asuntos que comporta como camino de liquidación de la alienación humana.

Cómo critica al abordaje weberiano de total separación de fines y medios, digamos que la planificación no se puede afirmar en un sentido socialista independientemente de sus fines, que deben ser los de la creciente satisfacción de las necesidades humanas.[20]

La planificación no puede ser ni es unidireccional, un instrumento meramente técnico que camine automáticamente en un solo sentido. Tampoco puede afirmarse de manera “espontánea”: quién planifica es fundamental, ya que suponer el comando consciente de la economía hace de la cabeza de ese comando un factor decisivo.

En cuanto a la cuestión de los medios, sencillamente no son de la misma naturaleza social la planificación socialista y la burocrática. Si la primera debe tender a la satisfacción de las necesidades humanas, la segunda sirve a la acumulación burocrática. La burocracia excluyó de plano el mecanismo flexible de la democracia obrera, tanto en su modelo de “comando administrativo” como de “socialismo de mercado”.

En el modelo “administrado”, la burocracia se privó irracionalmente de los otros dos reguladores: el mercado y la democracia obrera. Se pensó a sí misma como omnisciente, capaz de llevar a cabo todos los cálculos, sin leyes sociales ni naturales a las que atenerse. De ahí disparates como los índices de crecimiento puramente cuantitativos y delirantes que se expresaron en los años 30 en la ex URSS, el “Gran salto adelante” en China a finales de los años 50 o la Cuba de la zafra de los 10 millones de toneladas a comienzos de los 70.

En este “modelo” de irracionalidad, burocrático, subjetivista y voluntarista, no hay control y regulación por parte de la clase obrera, ni tampoco evaluación de los costos y las necesidades de consumo en función del trabajo humano disponible por parte del mercado. A eso se agrega la ausencia de un patrón único para evaluar la eficacia de conjunto de la economía, además del desarrollo de toda una serie de distorsiones. Dejadas de lado las evaluaciones en términos de valor, se paso a hacerlas en términos puramente “físicos”, criterio incapaz de homogeneidad de unidad de medida. Por ejemplo, no se puede evaluar de igual modo la producción de acero que la de petróleo, los automóviles o leche. Como ya señalamos citando textualmente a Trotsky, el hierro fundido puede ser medido en toneladas, y la electricidad en kilovatios/hora. Pero es imposible crear un plan universal sin reducir todos los sectores a un denominador común de valor.

Decía al respecto Nove: “Si se mide en toneladas, se premia el peso y se penaliza la economía de materiales. Si se mide en el valor bruto en rublos, se pueden obtener beneficios fabricando productos caros y empleando materiales caros. Las toneladas por kilómetros incitan a las empresas de transporte a transportar mercancías pesadas a larga distancia. Los ejemplos de prácticas despilfarradoras e irracionales destinadas a cumplir los planes podría llenar varios volúmenes” (La economía…, cit., p. 111). Ya Nahuel Moreno hacía referencia a estos despropósitos burocráticos en sus escuelas de cuadros de los 80.

A partir de la década del 60 se pretendió resolver esto reintroduciendo el mercado. Pero toda una serie de intentos reformistas al respecto fracasaron. Si el mercado no puede ser arbitrariamente arrojado a la basura, como quería Stalin, y si desconocer la subsistencia de las categorías del valor solamente conduce a la irracionalidad, en el esquema “socialista de mercado” el regulador fundamental de la planificación socialista, la democracia obrera, sigue ausente, aunque ese factor para Nove no tenía la menor importancia.

No se trata solamente que la clase obrera pueda “opinar”, sino de un incentivo fundamental, el involucramiento de los trabajadores en la producción sobre la base material del progreso en sus condiciones de vida. Pero la planificación no puede ser racional si solamente se pretende interesar a los directores de empresa mediante “primas” mientras que en la clase obrera, supuestamente beneficiaria de la producción y del Estado “obrero”, lo que se reproduce es una nueva forma de alienación del trabajo, como observa Meszáros, emparentada con la del capitalismo. Lo que se genera es una situación de extrañamiento completo respecto de la propiedad de los medios de producción, supuestamente “del pueblo”. En estas condiciones, asistimos a un muy lógico pero en el fondo irracional “sálvese quien pueda”, un verdadero sistema de “guerra de todos contra todos” donde todos viven del robo abierto o encubierto de la propiedad estatal: la mayoría explotada, para sobrevivir; la minoría privilegiada, para hacer su acumulación primitiva como futuros capitalistas.

Es lo que ocurrió en la ex URSS décadas atrás y es lo que ocurre hoy en Cuba: “La corrupción en Cuba ha impregnado a toda la sociedad; la gente tiene que robar para sobrevivir. A un nivel muy fundamental esto sucede simplemente porque es imposible sobrevivir con la ración mensual del gobierno que cubre las necesidades de la gente sólo por dos semanas. (…) Dado que robar al Estado se ha convertido en una norma general para poder sobrevivir, sospecho que el ex empleado de Estado recién convertido en mecánico de automóviles tendrá que robar aún más para que su negocio pueda sobrevivir” (entrevista a Samuel Farber, “¿Adónde va Cuba?”, Correspondencia de Prensa, 29-11-10).

En el mismo sentido señalaba Moreno respecto de la URSS: “Todos los obreros tienen la tendencia a tener doble empleo. Hay una malversación del aparato productivo: en la fábrica, todo el mundo hace los trabajos que puede para afuera (…) ¿Por qué se tiene al doble empleo? Para ganar más dinero, porque no quieren trabajar en la fábrica y porque diez días al mes en la fábrica están sin hacer nada. Entonces vienen y hacen laburitos. Es muy común el cuentapropismo… en todos los estados obreros ser plomero, albañil, todo eso es súper privilegiado, es dónde más se gana (…) Hace una cosa [en la fábrica] y saca [por ejemplo, piezas de repuestos de automóviles]. Esa es una forma. Y la otra, la que yo decía, trabaja afuera directamente, y en la fábrica se tira a muerto” (selección de citas para el Seminario de transición).

Esto nos lleva al tercer punto. La planificación burocrática acumuló elementos de irracionalidad tanto de los fines como de los medios. De los fines, porque no fue una autentica planificación socialista que sirviera a la acumulación en manos de la clase obrera. De los medios, porque la liquidación de la democracia obrera y, en la mayoría de los casos, del mercado, dio lugar a la exposición de una dramática irracionalidad que solamente podía servir para desprestigiarla y colaborar a que se abriera paso el período neoliberal que hemos debido padecer.

Ernest Mandel llega a referirse a la planificación en la ex URSS como el “reino del absurdo del rey Ubú”: “En la práctica, los índices considerados de común acuerdo cómo los preponderantes eran los de producción física (¡a menudo expresados burdamente en peso!) y el valor de la producción bruta. De ahí se derivan una serie de deformaciones tragicómicas. Los directores de las empresas que producen tractores están interesados en fabricarlos lo más pesados que sea posible para asegurar el cumplimiento y el rebasamiento del plan (calculado en producción física medida por el peso), lo que implica un enorme desperdicio de metales. La escasez de pequeñas herramientas, de tornillos, de clavos y de todo lo que pesa poco y no tiene un gran valor global se generalizó progresivamente, debido a que ninguna empresa tenía interés en fabricar productos de este género” (Ensayos sobre neocapitalismo).

En el mismo sentido, Andreas Hegedus habla de “sistema de irresponsabilidad organizada”. Nahuel Moreno iba aún más lejos: “No existen mecanismos de control, ni del mercado ni de los trabajadores, y por eso es una locura completa. El gerente de fábrica elabora su plan tratando de demostrar que necesita mucho más dinero, materia prima y personal del que hace falta en realidad. En la URSS los stocks de las fábricas son inmensos, muchos más grandes que en los países capitalistas. (…) Al desarrollarse la planificación desde arriba y sin el menor control, todo se tergiversa. Cada uno trata de engañar a los demás (…) Pero no hay manera de engañar a las leyes de la economía: si se producen guantes solamente de la mano derecha o telas de un ancho menor al estándar industrial se provoca un desequilibrio brutal y, entre otras anomalías, un floreciente mercado negro. Semejante delirio es el producto inevitable, insisto, de una economía planificada desde arriba sin control” (Conversaciones con Nahuel Moreno, Buenos Aires, Antídoto, 1986).[21]

Todo conduce a la misma conclusión: en la transición socialista necesariamente ocurre una mayor imbricación de los factores objetivos y subjetivos, y sin un sujeto revolucionario, no burocrático, a su frente: la racionalidad y el carácter socialista mismos de la planificación quedan irremediablemente cuestionados

 

3.6 Planificación burocrática y desarrollo de las fuerzas productivas

“En medio de las nuevas fábricas, talleres, minas, granjas colectivas y soviéticas, los obreros y campesinos se sienten rodeados por fantasmas gigantescos, indiferentes ante los destinos humanos. Las masas están presas de una gran desilusión. La población consumidora ya no entiende para qué se empeña al máximo de sus fuerzas productivas” 

León Trotsky, “¡Señal de alarma!”, 3-3-1933, en Escritos, IV, 1

La evaluación de la planificación en relación con el desarrollo de las fuerzas productivas tiene un aspecto teórico y otro histórico. Comencemos por el segundo (que tendrá una derivación más abajo); luego nos dedicaremos al primero.

Trotsky afirmaba que las conquistas de la revolución de Octubre posibilitaban un enorme desarrollo de las fuerzas productivas, incluso bajo el stalinismo. Este desarrollo hasta un determinado momento tuvo lugar; en la segunda posguerra, los problemas del estancamiento económico sobrevinieron con bastante rapidez.

Esta afirmación del revolucionario ruso –tan acríticamente repetida por tantos doctrinarios– tenía un límite histórico: es un hecho comprobado, no una especulación, que la planificación y la acumulación burocráticas llevaron a un callejón sin salida, contra quienes creyeron y siguen creyendo fetichistamente en la “religión” de la racionalidad per se de la planificación, aun en manos de la burocracia. Describe Paulino: “La brecha técnica y científica entre la atrasada Rusia de la década de 1920 y los países capitalistas centrales indiscutiblemente se había reducido, por lo menos hasta el final de los años 60. Pero ya en los años 70 comenzó a alargarse otra vez y muy rápidamente. Exactamente cuando en el mundo capitalista comenzaba una nueva y vertiginosa corrida tecnológica en busca de mayor productividad y eficiencia en el nivel microeconómico, (…) la industria y máquinas soviéticas se mostraban obsoletas, y su sistema de gestión burocrático se reveló plagado de inercias para acompañar tal transformación” (cit., p. 222).

Sólo algunas décadas duró la inercia de las conquistas de la revolución de Octubre, que en los años 30, efectivamente, contrastaron con el desastre de una economía capitalista en plena crisis. Sin embargo, vivir a cuenta del futuro terminó generando una hipoteca ilevantable en toda una serie de terrenos tecnológicos, como la genética y informática. Otro problema fueron los desastres ecológicos, como consecuencia de una lógica puramente extensiva aplicada a la producción de materias primas y a la explotación de la naturaleza: “Hay un derroche permanente, se pide plata de más. Al decir ‘derroche’ queremos decir lo siguiente: es una norma económica de los estados obreros el desgaste acelerado de las fuentes de energía, de materias primas, de todo. Tierras, materias primas, mano de obra, maquinarias, se las revienta, se las gasta una barbaridad” (Nahuel Moreno, en selección de citas para el Seminario de transición).

¿Desde qué marco apreciar entonces los alcances y límites del desarrollo de las fuerzas productivas en los años 30 en la ex URSS? Dejemos establecida una definición a ser desarrollada más adelante: esas transformaciones terminaron siendo una función de la acumulación burocrática. Y, para colmo, configuraron logros históricamente reversibles, como se puedo apreciar en el estancamiento y decadencia posterior de la ex URSS.

Más allá del inicial progreso en materia de industrialización y urbanización del país, el hecho decisivo que debe ser apreciado sin apelar al reduccionismo económico es que, de conjunto, no fue una acumulación al servicio de la satisfacción de las necesidades humanas y/o de la transformación integral de las relaciones sociales. Este último plano directamente retrocedió bajo el estalinismo.

Por otro lado, hubo una evaluación que se reveló históricamente esquemática acerca de las perspectivas del capitalismo, considerado como absolutamente limitado en sus tendencias de desarrollo, análisis que no se vio corroborado pero que sirvió para magnificar los elementos de desarrollo de la URSS. Se hizo una lectura mecánica de la justa definición leninista de que con el final de la Primera Guerra Mundial y la Revolución de Octubre se había abierto la época de la revolución socialista. Esta definición, que vuelve a ponerse hoy a la orden del día, fue apreciada de modo catastrofista, puesto que lo que terminó ocurriendo con el capitalismo fue más bien una combinación altamente inestable de desarrollo de fuerzas productivas y destructivas en una época de declinación histórica.

Además, es un hecho históricamente comprobado que también en la ex URSS –que supuestamente, según Mandel, no tenía “ninguna de las leyes características del capitalismo”– funcionó este mecanismo que combinó fuerzas productivas y destructivas, fenómeno que se explica a partir de que las sociedades no capitalistas de la segunda posguerra hacían parte como subsistema de la economía mundial, como definiera Naville.

Last but not least (último, pero no menos importante), no se puede perder de vista que el que terminó ganando la carrera “competitiva”, al menos por ese período histórico, fue el capitalismo. Por lo tanto, es incorrecto que el desarrollo de las fuerzas productivas en la URSS y demás países “socialistas” sea juzgado de manera absoluta en cuanto al carácter “progresivo” de las transformaciones del stalinismo, perdiendo de vista que fueron una función de la acumulación burocrática. Bien podemos mirar el punto desde otro ángulo: ¿cómo habrían sido las cosas sin la burocracia? Ya a finales de la década del 20 Trotsky señalaba que todo hubiera sido distinto sin Stalin…

En todo caso, el problema teórico fundamental en este punto es el análisis de la relación entre la planificación y la satisfacción de las necesidades humanas. Si el desarrollo de las fuerzas productivas en el capitalismo puede ser apreciado “instrumentalmente” (el Marx maduro tiene sugerentes apreciaciones a este respecto), ¿qué pasa cuando hablamos de la transición al socialismo, de un período en que se debe verificar una tendencia a la liquidación de la explotación del trabajo ajeno? ¿Puede apreciarse el desarrollo de su productividad separadamente de la satisfacción de las necesidades humanas? ¿Es aplicable el mismo criterio instrumental del desarrollo capitalista a la transición socialista?

En nuestra opinión, esto categóricamente no es posible. Ya la Oposición de Izquierda había señalado a finales de los 20 que el principal criterio para evaluar la economía de transición no podía ser otro que el creciente mejoramiento del nivel de vida de la clase obrera, so pena de acumulación burocrática y desmoralización de la propia clase trabajadora.

Esto se relaciona con la necesaria apreciación crítica de la sistemática persistencia en la ex URSS de la prioridad de sector I sobre el II. ¿A qué se podía deber esto? ¿A las necesidades de la defensa nacional? Pues bien, si éstas eran innegablemente reales, al igual que la necesidad de poner en pie una infraestructura elemental y la base de la industrialización, no se puede caer en una burda racionalización de la acumulación burocrática, como hace Mandel. Aquí, esas necesidades se imbricaban con que la burocracia acumulaba en tanto que “Estado”. Como el Estado era a todos los efectos prácticos “propiedad” de la burocracia (o al menos posesión de hecho de los medios de producción), en el sector I se hacían valer sus necesidades e imposiciones.

Por oposición, el sector II de bienes de consumo (junto con la producción agraria, fundamental respecto del consumo de masas) siempre fue un desastre. Esto no es accidental ni se debió centralmente a las dificultades reales de una economía atrasada en relación con el occidente capitalista. Su verdadero fundamento está en otro lado: en una acumulación en manos de la burocracia, una apropiación de la plusvalía estatizada que evidentemente no iba a fomentar el consumo sino la inversión monopolizada por la misma burocracia.

En contraste, la Oposición de Izquierda insistía: “Al disminuir los ritmos, se liberarán los recursos que deben canalizarse inmediatamente hacia el consumo y la industria liviana. ‘Es necesario mejorar a toda costa la situación de los trabajadores’ (Rakovsky). Durante la construcción del socialismo la gente tiene que vivir como seres humanos. No podemos perder de vista que se trata de una perspectiva de décadas y no de una campaña militar o un ‘sábado’ o simplemente un caso aislado que requiere una concentración excepcional de fuerzas. El socialismo será obra de las generaciones futuras, pero hay que organizar las cosas de manera tal que las generaciones actuales puedan cargar con todo su peso” (L. Trotsky, “¡Señal de alarma!”, cit.).

En esas condiciones, la planificación no tenía ninguna “racionalidad espontánea” que trabajara para el lado de la acumulación socialista: en manos de la burocracia, sólo alimentaba la acumulación burocrática.

Aquí talla la cuestión de los óptimos en la planificación. Trotsky señalaba que el óptimo no podía significar, como bajo el stalinismo, el puro máximo de la producción. Por el contrario, debía atender determinadas proporciones entre las ramas económicas, ya que de lo que se trata es de orientar la planificación –al menos como tendencia comprobable– hacia la satisfacción de las necesidades humanas.

Los óptimos no son absolutos de orden técnico, sino que descansan sobre lógicas sociales. Y la de la transición socialista hace a la evaluación de las fuerzas productivas en su conjunto, lo que incluye la satisfacción de las necesidades de los productores y supone la decisión colectiva de la sociedad acerca de los medios y los fines de la producción.

También cabe incluir en este punto la cuestión de la relación entre cantidad y calidad a la hora de juzgar los índices de producción. Como señalara agudamente Cristian Rakovsky, si se rompe el equilibrio entre ambas (que no está dado de una vez para siempre sino que admite grados), la cantidad se transforma en una pura abstracción. Si la mitad de los productos son inservibles por baja calidad, o se desgastan antes de su vida útil prevista, las cantidades se falsean y se quiebra el ciclo productivo, la posibilidad de un ritmo coherente de reposición. Cuenta Moreno: “Lo de los zapatos (…) hacen todos del mismo número. Eso lo hacen siempre. Sale una resolución: ‘Tal fábrica hace diez mil pares de zapatos’. Entonces (…) como no dijeron si del número 38, 40 o 41, hacen todos del 38 (…) Después sale la queja en Pravda: sólo hay pares 38 (…) Da risa pero es para llorar” (selección de citas para el Seminario de transición).

Cantidad y calidad deben guardar una relación cuidadosamente controlada por mecanismos democráticos en la economía de la transición. Si la primera se desarrolla a expensas de la segunda, se distorsiona toda la evaluación del desarrollo de las fuerzas productivas. Al respecto señala R. Paulino: “De esta visión [la que privilegia la cantidad sobre la calidad] deriva también lo que los economistas reformadores soviéticos llamaban “la política del producto bruto”, o sea, un planeamiento y una producción desequilibrada, en los cuales se privilegiaban el peso y la cantidad de productos, en vez de mejorar la calidad y ajustar la oferta a la demanda” (cit., p. 216). El mismo problema se verifica en la proporción entre los métodos “extensivos” de producción y los “intensivos”, ahorradores o derrochadores de recursos. Todavía en las décadas del 70 y 80, los primeros garantizaban tres cuartos del crecimiento, y los segundos el cuarto restante.

En síntesis: el óptimo de la planificación no es la máxima tasa de crecimiento considerada en abstracto, como tampoco la prioridad automática a la rama I de la producción. Estos son los rasgos de la acumulación burocrática, no de la socialista. Por el contrario, la planificación socialista debe realizarse en función del respeto a ciertas proporcionalidades de la economía, que, por un lado, tiendan a una industrialización y acumulación crecientes y al fortalecimiento del sector estatizado de la economía, y por el otro, no pierdan de vista la creciente satisfacción de las necesidades humanas y la tendencia a la liquidación de todo resto de explotación del hombre por el hombre.

 

3.7 Hacia una planificación de las necesidades y los usos

“La producción debe cesar de ser su propia finalidad, crecimiento por el crecimiento mismo, para devenir solamente la mediación indispensable para la satisfacción de las necesidades [por los valores de uso]” 

P. Naville, Le nouveau Léviathan, 4, p. 271

 

El desarrollo de la economía de transición debe tender entonces a una perspectiva distinta a la que se desarrolló en la URSS bajo el imperio de la planificación burocrática: dejar atrás la base de valor (de cambio) de la producción. Esto no puede ocurrir como proceso interno, fronteras adentro, sino en íntima correlación con los progresos de la revolución internacional.

Pero teniendo clara esta condición de posibilidad, la tendencia debe ser a la superación de la producción en términos de la creación de valor de cambio como subproducto del trabajo humano. Este problema es absolutamente central, porque hace a superar la verdadera base material de las imposiciones explotadoras.

Haya apropiación colectiva del plustrabajo –en la verdadera transición al socialismo– o apropiación burocrática –lo que relanza la explotación del trabajo ajeno–, la garantía última para que estas imposiciones sean superadas está en dejar atrás la base de valor de la producción. Mientras esto no ocurra, la planificación sólo hace una previsión ex ante de la utilización del trabajo humano.

Desde ya, en una verdadera transición al socialismo, donde colectivamente se decide el uso de ese trabajo humano disponible, no estamos en presencia de explotación del trabajo sino, en todo caso, de una forma de “autoexplotación” consentida, como observa Naville.

Pero lo que debe comprenderse es que en la transición, cualquiera sea la planificación de la que se trate, aún estamos frente a una serie de intercambios de valor-trabajo que debe tenderse a superar. Señalaba agudamente Naville al respecto: “El lenguaje académico y profesional (…) cubre (…) ciertos aspectos de lo más ambiguos de las formas planificadas de desarrollo económico del socialismo de Estado. Si uno traduce esas explicaciones en un lenguaje más simple y más práctico, uno se percatará que consisten en normalizar relaciones inscritas en una forma de planificación estatal fundada sobre los intercambios de valor. En ese caso, la planificación no es ni más ni menos experimental que el régimen capitalista. Puede, ciertamente, reducir una serie de gastos superfluos y tensiones. Pero el empleo de métodos econométricos no es suficiente ni de lejos para reemplazar, siquiera progresivamente, el equilibrio del valor por un modo nuevo de evaluación de las necesidades y los usos” (Le nouveau Léviathan, 4, pp. 232-233).

Es precisamente ese “equilibrio de valor” el que hay que superar en la verdadera transición socialista, avanzando hacia un modo enteramente nuevo de “evaluación de las necesidades”, fundado en la producción de valores de uso. Es esa producción de valores de uso la que pasará a ser la reguladora de la economía socialista, o lo que es lo mismo, la directa satisfacción de las necesidades humanas pasa a ser el regulador de esta economía.

 

Anexo: Historia, biología y dialéctica

“La evolución del sistema soviético en la URSS, los choques entre las clases, mal dirigidos y mal regulados por una política errónea y zigzagueante, se traduce en una línea quebrada. Esto quiere decir que, por el momento, no podemos definir más que la tendencia general (…) muy bien expresada por la declaración de Rakovsky como la de la transformación del Estado proletario con deformaciones burocráticas en un Estado burocrático con restos comunistas. Los camaradas Jomiski, etc., están descontentos con esta definición dialéctica, dinámica, que admite que se podría producir en la línea quebrada un giro que modificaría la dirección prevista. El camarada Jomiski exige una definición estática que podría tener cabida en un manual y constituiría un punto fijo allí donde los hechos reales, los fenómenos controlados, no lo marcan”

L. Trigubov, “La declaración de abril y sus consecuencias” (30-7-1930), Cahiers León Trotsky, N° 6, París, 1980

 

La experiencia del siglo XX ha dejado profundas enseñanzas respecto de la dialéctica del desarrollo histórico. Lenin había definido la época abierta con la Primera Guerra Mundial como de “crisis, guerras y revoluciones”. A priori, la época de la transición al socialismo. Sin embargo, esa definición objetiva, absolutamente correcta, no tenía por qué habilitar una idea mecánica por la cual la historia tiene ineluctablemente un final feliz. Al respecto, y contemporáneamente, Rosa Luxemburgo había terciado con una definición de cuño engelsiano: la guerra mundial mostraba que la perspectiva para la humanidad era “el socialismo o la barbarie”. Es dentro de estas coordenadas generales que se deben leer las experiencias anticapitalistas del siglo pasado y los acontecimientos en curso del actual.

Esto viene a cuento porque la comprensión que se tenga de la dialéctica del devenir histórico condiciona hasta cierto punto la apreciación de las sociedades de transición (o, más exactamente, de transición bloqueada o abortada) en el siglo pasado, tanto la ex URSS cómo las de la segunda posguerra. La idea de que el tránsito al socialismo era “ineluctable” distorsionó la manera de apreciar su dinámica y sus leyes de desarrollo. Un error más grave aún fue considerarlas de manera completamente ahistórica, sobre todo los grupos antidefensistas defensores de la idea del “colectivismo burocrático”, pero también los del capitalismo de Estado.

Parte de este matriz es que se hayan considerado necesariamente de “transición” todas las economías de los países no capitalistas, incluso cuando estaba cada vez más claro que no conducían a ningún socialismo y que su tránsito real era más bien hacia el capitalismo.

Una concepción a la vez materialista y dialéctica del desarrollo histórico previene contra interpretaciones demasiado vulgares de que por una supuesta “necesidad histórica” esas experiencias se abrirían paso, de una u otra manera, en un sentido socialista (a este respecto desarrollamos una extensa polémica con un intelectual del PSTU de Brasil en “Notas sobre Las esquinas peligrosas de la historia de Valerio Arcary. El recurso al sustituismo social”, Socialismo o Barbarie 21, noviembre 2007).

En todas las sociedades esa transición quedó bloqueada al ser desplazada la clase obrera del poder (cuando llegó a estarlo). La producción nunca llegó a socializarse realmente; la economía pasó a estar centralizada por un Estado en manos de la burocracia, y la acumulación fue sistemáticamente dirigida en una dirección opuesta a la satisfacción de las necesidades humanas. Por ende, esas sociedades no pueden considerarse como hizo l mayoría del trotskismo de posguerra, “Estados obreros”.

En cuanto a la dialéctica histórica, flaco favor le hace afirmar que como se estaba en “la época de la revolución socialista”, lo que era y es correcto, tales sociedades no podían ser otra cosa que “Estados obreros” en diversos grados de “degeneración”. El razonamiento es que “en una época en que la contrarrevolución es burguesa, toda revolución anticapitalista es socialista” (V. Arcary, cit.). Para Arcary, una apreciación concreta de la experiencia histórica real de las revoluciones del siglo XX que escape al economicismo y determinismo habitual en las filas del trotskismo del siglo pasado sería un ejercicio de “posmodernismo”. Pero las definiciones no puedan estirarse al precio de deformarse totalmente y perder todo contenido. Un auto chocado sigue siendo un auto, pero si es imposible volver a hacerlo funcionar se transforma en chatarra, y es un engaño seguir definiéndolo como auto cuando ya ha perdido todo atributo de tal. Y una vulgar filosofía de la historia no puede reemplazar la tarea de dar cuenta de las enseñanzas del proceso histórico real, a fin de sacar las conclusiones del caso.

La dialéctica histórica es materialista pero no mecánica. Sociedades surgidas de la expropiación del capitalismo eran, por ende, no capitalistas; la burguesía fue expropiada y ésta fue una tarea histórica progresiva. Pero su determinación no podía ser la de Estados “obreros” o de automática transición al socialismo cuando la clase obrera no tenia ni arte ni parte en el ejercicio del poder, como es el caso de Cuba hasta el día de hoy, aun con la presencia de elementos emparentados con los de la transición socialista.

Ninguna supuesta ley histórica o filosofía de la historia puede resolver por sí misma el hecho de que la clase obrera no detentó el poder y que esas experiencias se terminaran desviando hacia una vía muerta y de allí de vuelta al capitalismo. Porque el carácter evidentemente anticapitalista de las revoluciones de posguerra no podía anular la dialéctica que supone la revolución socialista: un Estado obrero requiere de la clase obrera al frente. Y si esto no ocurre, lo que se desarrolla, así sea “inorgánicamente”, es otra cosa: una suerte de aborto histórico dónde la transición al socialismo queda bloqueada, más allá de que sirviera a la acumulación de experiencias y generara efectivamente conquistas que defender, como sigue siendo el caso hasta hoy de Cuba.

Una analogía útil para la comprensión de la dialéctica histórica es el desarrollo del darwinismo moderno. Entendemos como del mejor cuño marxista aprovechar los desarrollos de otras ciencias para iluminar los nudos problemáticos del materialismo histórico. Los biólogos dialécticos Lewontin, Kamin y Rose ofrecen en ese sentido sugerentes criterios metodológicos y epistemológicos: “Es característico del reduccionismo asignar pesos relativos a distintas causas parciales e intentar evaluar la importancia de cada causa manteniendo constantes todas las demás mientras se hace variar un solo factor. Las explicaciones dialécticas, por el contrario, no separan las propiedades de las partes aisladas de las asociaciones que tienen cuando forman conjuntos, sino que consideran que las propiedades de las partes surgen de estas asociaciones. Es decir, de acuerdo con la visión dialéctica, las propiedades de las partes y de los conjuntos se codeterminan mutuamente” (Lewontin, Rose y Kamin, No está en los genes, Barcelona, 2003, p. 23).

Puede echar luz sobre la singular evolución de la URSS, por ejemplo, esta observación de tipo general sobre la mecánica del desarrollo: “La metáfora más reciente, introducida por primera vez en el siglo XIX, es un singular legado intelectual de Darwin. Es la metáfora del ensayo y el error, del desafío y la respuesta, del problema y su solución. Según este modelo, los organismos, las sociedades y las especies se enfrentan a problemas que les plantea la naturaleza exterior, independientes de su propia existencia, y reaccionan ensayando soluciones diversas hasta que encuentran una adecuada. El arquetipo es el modelo variacional de la evolución darwiniana. El mundo exterior plantea problemas de supervivencia y reproducción. Las especies se adaptan probando variantes al azar, los ‘ensayos’, algunos de los cuales triunfan reproductivamente, difundiéndose entre la especies y proporcionándoles una respuesta adaptativa al desafío exterior” (ídem, p. 331).

En un sentido similar, para el paleontólogo estadounidense, ya fallecido, Stephen Jay Gould, el desarrollo natural está pautado por determinaciones materiales pero también por imprevistos y circunstancias fortuitas que dirigen las cosas en direcciones no previstas.

Las últimas dos décadas mostraron en la biología una polémica creciente contra las concepciones más deterministas, sobre todo en lo referente a la ciencia de la evolución. Esta recepción, actualización y reelaboración de la teoría de Darwin sigue un criterio dialéctico valioso e instructivo para el abordaje de las experiencias socialistas y anticapitalistas del siglo pasado. Desde ya aclaramos que no somos especialistas en biología ni epistemología, y nos disculpamos por anticipado por posibles imprecisiones que esta reflexión pueda contener.

Un aspecto a rescatar de este corpus es una apreciación de la dinámica de la evolución de la naturaleza que rompe con el mecanicismo ambiente sin perder el terreno material de las cosas.

Es sabido que Darwin rompía con las teorías creacionistas, que explicaban la aparición de la vida y las especies como un fiat divino, un “hágase la vida” sobrenatural. En Darwin, el mecanismo de la evolución es material: la selección natural, dependiente de la aptitud adaptativa de las especies a los cambios en el medio ambiente. Darwin es muy enfático en señalar que no podía haber “eslabones perdidos”: la evolución no da saltos, afirmaba. Y si había saltos en el registro fósil, esto se debía simplemente a la insuficiencia de los datos y las investigaciones.

En cambio, Gould recoge algo de la tradición “catastrofista” para entender las situaciones precisamente catastróficas. ¿Cómo explicar los saltos de registro fósil cuando realmente no pueden ser llenados, no porque falten investigaciones sino porque se produjo un real salto evolutivo? Gould desenvuelve la teoría del “desarrollo puntuado”, que intentar dar cuenta de los saltos evolutivos. En el curso de la evolución, contra lo que creía Darwin, no todo era gradualismo evolutivo: había verdaderas catástrofes que cortan toda una línea de desarrollo, incluso cegando toda una “cantera de vida”.

Incluso más: el curso de la historia natural da lugar a toda una serie de desarrollos en paralelo, muchos de los cuales terminan en ninguna parte. Un ejemplo muy conocido es el de los homínidos: hubo varias líneas de desarrollo que podían conducir a los humanos modernos. Pero muchas de ellas quedaron, o se desviaron, a vías muertas. Solamente la que dio lugar al homo sapiens se terminó afirmando para dar lugar a los humanos modernos. En el fondo, la idea sorprende por su sencillez: el proceso de la historia natural combina elementos de determinación material y también circunstancias no previstas, accidentes históricos: “Las redes y cadenas de los eventos históricos son tan intrincados, tan imbuidos de elementos casuales y caóticos, tan irrepetibles en dar lugar a tal multitud de objetos singulares (y singularmente interactuantes), que los modelos estándar de simple predicción y replicación no se aplican. La historia puede ser explicada con significativo rigor si la evidencia es adecuada, luego de una secuencia de acontecimientos, pero no puede ser predicha con ninguna precisión por anticipado” (S. J. Gould, La riqueza de la vida, Vintage, Londres, 2007, p. 210).

Desde ya, esos “accidentes” no ocurren en cualquier terreno sino sobre la base material de las circunstancias determinadas. Accidentes históricos en eras geológicas diferentes tienen impactos diferentes, y lo propio ocurre con la historia humana: las circunstancias “accidentadas” no tienen las mismas características, ni consecuencias, en la sociedad feudal que en la transición del capitalismo al socialismo: “Las explicaciones dialécticas intentan dar una interpretación coherente y unitaria, pero no reduccionista del universo material. Para los dialécticos, el universo es unitario pero está sometido a continuo cambio; los fenómenos que podemos ver en cada momento son partes de procesos, procesos con historia y un futuro cuyos caminos no están sólo determinados por sus unidades constituyentes. Los conjuntos se componen de unidades cuyas propiedades pueden ser descritas, pero la interacción de estas unidades en la construcción de los conjuntos genera complejidades que dan lugar a productos cualitativamente diferentes de las partes que los componen” (Lewontin, Rose y Kamin, cit., p. 23).

Tanto en la naturaleza como en la historia, las cosas no funcionan según un determinismo natural, histórico o social de tipo mecánico. No hay automatismo que haga que la sociedad vaya al socialismo, cómo tampoco ningún mecanicismo predeterminado que obligara, por caso, a la burocratización de la Revolución Rusa. Sobre un terreno material e histórico determinado, esto dependió de la interacción de determinadas fuerzas y peleas socio-políticas, que tampoco admiten explicación a priori sino sólo a posteriori.

El escenario histórico está pautado, y de manera creciente, por la alternativa de socialismo o barbarie histórico-natural, en la que la acción humana tiene un peso histórico relativo cada vez mayor: “La interacción entre el organismo y el medio ambiente está entonces, incluso para los no humanos, lejos de los modelos simplistas ofrecidos por el determinismo biológico. Y esto es especialmente cierto en el caso de nuestra propia especie. Todos los organismos legan al morir un medio ambiente ligeramente modificado a sus sucesores; los humanos, más que ningún otro, afectan constante y profundamente su medio ambiente, de tal modo que a cada generación se le presenta un conjunto bastante novedoso de problemas que debe explicar y decisiones que debe tomar; nosotros hacemos nuestra propia historia, aunque bajo circunstancias que no han sido elegidas por nosotros mismos (…) Éste es el motivo por el que la única cosa sensata que se puede decir sobre la naturaleza humana es que está ‘en’ esa misma naturaleza la capacidad de construir su propia historia. La consecuencia de la construcción de esa historia es que los límites de la naturaleza humana de una generación se vuelven irrelevantes para la siguiente” (ídem, p. 25).

De allí también que la entrada en la época de la revolución socialista no tenía forma de garantizar por sí misma que las revoluciones anticapitalistas de la segunda posguerra fueran indefectiblemente socialistas, o que la transición fuera necesariamente al socialismo. Se trata de revoluciones anticapitalistas y economías no capitalistas, sin duda. Pero el desarrollo histórico en todo el decurso del siglo pasado muestra que no todos los caminos revolucionarios deben conducir al socialismo. Está la posibilidad de que los procesos aborten y vayan a vías muertas.

Es este criterio materialista, pero no determinista, el que desarrolla lo mejor de la biología dialéctica actual y también los estudios de Gould: “La historia incluye demasiado caos, o extrema dependencia en pequeñas e inconmensurables diferencias en las condiciones iniciales, llevando a resultados masivamente distintos basados en pequeñas y desconocidas disparidades en los puntos de comienzo. Y la historia incluye mucha contingencia, o la configuración del presente como resultado de una larga cadena de impredecibles estados anteriores, en vez de determinación inmediata por leyes ahistóricas de la naturaleza (…) Los humanos emergieron como un resultado fortuito y contingente de miles de eventos vinculados, dentro de los cuales uno de ellos podría haber ocurrido de otra manera y llevado la historia a una vía alternativa que nunca hubiera dado lugar al [desarrollo humano] consciente (…) Esta visión es altamente contradictoria con el determinismo convencional de los modelos de la ciencia occidental” (S. J. Gould, cit., p. 211).

Como a nuestro juicio la dialéctica es una sola, histórica y natural, las evoluciones recientes algo tienen para decirnos acerca de la auténtica revolución socialista en el siglo XXI. Y la primera lección es que no podemos reposar plácidamente sobre las “leyes de la historia”: si no hay una lucha consciente, si no está la clase obrera peleando conscientemente, el proceso no va al socialismo. Y esta condición vale asimismo para la transición socialista. Y en lo metodológico, lo que nos plantea el curso histórica del siglo XX es ir de las formulaciones teóricas a priori, de los esquemas histórico-universales, al análisis de las experiencias concretas de transición iniciada pero fallida y volver a generalizar a partir de ellas. Ya decía muy bien Gould en su propio terreno que “para entender los eventos y generalizar las vías de desarrollo de la vida, debemos ir más allá de los principios de la teoría evolutiva, al examen paleontológico de las contingencias de la historia de la vida en nuestro planeta” (ídem, p. 221).

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