La guerra Rusia-Ucrania: viejos y nuevos problemas para la economía global (Primera parte)

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  • La guerra Rusia-Ucrania y la puja interimperialista: se abre un mundo distinto.

Marcelo Yunes

  1. Con la guerra nace un nuevo escenario geopolítico y económico

Cualquier evaluación de la marcha de la economía mundial hoy no puede sino empezar dando cuenta del inmenso y aún imposible de medir el impacto de un hecho no esencialmente económico sino de raíz geopolítica: la invasión de Rusia a Ucrania, con su corolario de sanciones comerciales y financieras occidentales –motorizadas por EEUU como líder de la OTAN– y un estado de alerta político-militar generalizado como no se veía hace décadas.

Queda fuera del objeto de este texto el análisis de las causas y, sobre todo, las consecuencias más generales de este acontecimiento; en principio, nos limitaremos sobre todo a su impacto económico inicial. Sólo señalaremos rápidamente, sin desarrollar y sin demostrar, que a nuestro juicio la guerra en Ucrania –esto es, en Europa– abre una nueva fase en el inestable orden mundial surgido tras la caída del Muro de Berlín y lo que se dio en llamar post Guerra Fría. Sin duda, el sueño de la “unipolaridad” con hegemonía yanqui no pasó de eso, pero tampoco se vivía en una supuesta “multipolaridad” que diluye el tremendo peso específico de EEUU como mayor potencia global. Hemos discutido en otro lugar[1] los cambios que introdujo en el panorama económico y geopolítico mundial el ascenso de China a segunda potencia mundial. Sin que este factor haya desaparecido –más bien, esa polaridad se refuerza, aun cuando el protagonista inmediato de la escena en este momento sea Rusia–, es evidente que entramos a un mundo diferente.

Se trata de un mundo donde se vuelve a hablar de los antecedentes inmediatos a la Primera y la Segunda Guerra mundiales, de la remilitarización de países históricamente renuentes como Alemania y Japón (el ex premier Shinzo Abe sugirió recibir armas nucleares de EEUU en territorio japonés), del reforzamiento de la OTAN (que había sido declarada en “muerte cerebral” por el presidente de Francia, Emmanuel Macron, hace menos de dos años y medio) y hasta de ¡Tercera Guerra Mundial y uso de armas nucleares!

Mientras tanto, el despliegue de sanciones de amplitud y profundidad sin precedentes desde la Segunda Guerra Mundial para un país como Rusia (la undécima economía del planeta) muestra un aislamiento de Rusia respecto de Occidente que es casi total; hasta la sempiternamente neutral Suiza se sumó al bloqueo a los bancos rusos. Al mismo tiempo, ese consenso casi absoluto contra Putin y Rusia en Europa carece de acompañamiento –lo que no necesariamente significa que es rechazado– en varios de los mayores países asiáticos, como China, India, Pakistán, Irán y Vietnam. El resultado de esto sólo puede ser crecientes tendencias a la autarquía, el aislacionismo o al menos la consolidación de bloques regionales en detrimento de la globalización del comercio, las finanzas y las cadenas de suministro.

Un historiador liberal, Nicholas Mulder, publicó a principios de este año, de manera casi premonitoria, el libro The Economic Weapon – The Rise of Sanctions as a Tool of Modern War (El arma económica: el sugimiento de las sanciones como herramienta de la guerra moderna), en el que analiza el uso de sanciones económicas desde su origen hasta el siglo XXI. Allí sostiene que las sanciones pueden generar un grave daño en coyunturas de estancamiento del comercio mundial, y pone el ejemplo de las sanciones del período de entreguerras, que no hicieron más que socavar un sistema de comercio internacional que ya estaba en situación precaria. Y advierte que este panorama no es cosa del pasado: “En tanto la economía mundial sufra los embates de la crisis financiera, el nacionalismo, las guerras comerciales y una pandemia global, las sanciones agravan las tensiones existentes dentro de la globalización. Desgraciadamente, el hecho de que las sanciones estén pensadas para promover la estabilidad internacional no es defensa suficiente contra ese riesgo” (citado en TE 9286, “The economic weapon”, 5-3-22).

Este caveat contra el uso irreflexivo de las sanciones resulta casi profético en momentos en que, pasado el fervor inicial de EEUU y sus aliados en la toma de medidas contra Rusia, no son pocos los bancos, inversores, traders de comercio exterior… y gobiernos europeos los que se preguntan seriamente cómo evitar que las sanciones resulten, además de un castigo para Rusia, un tiro en el pie. Ya hay quienes se quejan –por ahora, en voz baja– de que la artillería financiera contra Rusia se está convirtiendo en “fuego amigo” para las multinacionales afectadas.

Es muy probable que Putin no haya calculado todas las consecuencias de su decisión de invadir Ucrania. La supuesta “fortaleza Rusia”, asentada sobre 630.000 millones de dólares de reservas y un creciente grado de autonomía respecto de los circuitos comerciales y financieros globales, no es capaz de resistir una desconexión del nivel de la que propone EEUU, que incluye el sistema SWIFT, el más usado en todo el mundo para compensar operaciones financieras[2]. De hecho, buena parte de esas reservas, al estar radicadas fuera de Rusia, son inaccesibles para el gobierno ruso, que no puede recurrir a ellas para sostener un rublo en caída libre.

Para EEUU, cuya exposición a la economía rusa es muy menor, el anuncio de sanciones no cuesta tanto. Para Europa, que depende de Rusia para la provisión de entre un 20 y un 30% del gas que utiliza en hogares e industrias (en el caso de Alemania, entre un 40 y un 60%), la situación es muy distinta. Una escalada de sanciones en la que Rusia decida, por ejemplo, disminuir o interrumpir el suministro de gas y petróleo a una Europa completamente aliada de EEUU tendría consecuencias inimaginables, o demasiado imaginables.

Es verdad que semejante medida perjudicaría en primer lugar a la propia Rusia y al régimen de Putin. Pero nada puede descartarse en un escenario donde no queda nada claro cuál es la estación final del recorrido de la guerra. No hay a la vista ningún desenlace que logre volver todo a la situación ante bellum. Por el contrario, en los círculos imperialistas hay preocupación por la aparente ausencia de alguna vía de salida decorosa para Putin que permita evitar la espiralización del conflicto.

Como observa The Economist, “ciertas preocupaciones tienen validez termine como termine la guerra. Una Rusia castigada pero victoriosa puede sentirse impelida a desafiar aún más a la OTAN; una Rusia empantanada frente a la insurgencia ucraniana puede querer tomar represalias contra quienes asisten a los combatientes ucranianos; una Rusia que intente derrocar a Putin será inestable. Thomas Wright, del Brookings Institute, señala que los años iniciales de la Guerra Fría estaban plagados de peligros, desde el bloqueo soviético a Berlín Occidental en 1948-49 a la crisis de los misiles cubanos en 1962, antes de que finalmente se lograra un mayor grado de estabilidad y predictibilidad. Y como observa Wright, ‘estamos al comienzo de una nueva era, y los comienzos pueden ser peligrosos’” (TE 9286, “The post-post-cold-war”, 5-3-22).

Esto es así sobre todo cuando ni siquiera están muy claros los contornos de qué es lo que está comenzando. Sólo sabemos que el mundo donde los reclamos territoriales y los conflictos comerciales o geopolíticos se procesaban y mediaban en el marco de instituciones globales aceptadas por todos los actores en pugna se está alejando acaso para no volver. Entramos en territorio no cartografiado, donde la capacidad militar, las relaciones de fuerza geopolíticas, las alianzas súbitas y las decisiones unilaterales tenderán a pasar por encima de las reglas establecidas en los marcos de la Guerra Fría. Las cada vez más frecuentes alusiones al “desorden global” previo a las dos guerras mundiales y del período de entreguerras no son arbitrarias ni exageradas: revelan que las coordenadas que rigieron esos períodos empiezan a cobrar renovada actualidad. Es imposible exagerar la necesidad de seguir con atención los acontecimientos y el desenlace del principal acontecimiento que puede catalizar este cambio de fase: la invasión rusa a Ucrania con su trasfondo de conflicto interimperialista.

 

  1. El primer impacto económico de la guerra: más inflación y menos crecimiento

Pasemos ahora a examinar cómo afecta la guerra a la economía global. Al respecto, cabe una primera definición: ni los resultados de la guerra específicamente económica que lanzó EEUU contra Rusia ni el impacto internacional de la guerra sobre la economía dejarán beneficiarios. Todos perderán: la economía mundial en su conjunto, que crecerá menos; la extensión del proceso de globalización capitalista, con una regionalización y localización mayores de las cadenas de suministros; las economías desarrolladas, afectadas por ese mismo factor y por el aumento de la inflación global y los precios de las commodities; los países “emergentes” y pobres, aun los exportadores de commodities, que difícilmente podrán compensar a la vez los mayores precios de alimentos y energía, además de una contracción de sus posibilidades de crédito; Rusia y Ucrania, cuyas economías sufrirán consecuencias devastadoras entre las sanciones y la guerra sobre el terreno, y la lista puede seguir. Con el nuevo escenario global, sólo los fabricantes de armas tienen ganancias garantizadas.

La inflación en energía, commodities y el resto

El primer impacto económico del conflicto ruso-ucraniano fue una sacudida violenta de los mercados de commodities (entre ambos países acaparan casi el 30% de las exportaciones mundiales de trigo, mientras que Rusia es el mayor exportador mundial de gas natural y el segundo de petróleo). El barril de petróleo ya superó los 120 dólares, pero no se trata sólo de hidrocarburos y cereales; también metales como el aluminio, el paladio y otros se ven afectados por la incertidumbre en la producción, distribución y financiamiento del circuito comercial (TE 9281, “Material moves”, 29-1-22). En particular, la situación del petróleo dependerá no sólo del conflicto Rusia-Ucrania sino también de lo que haga la OPEP y de la situación del petróleo y gas de esquisto (shale) en EEUU, cuya línea de costos bajó mucho en los últimos años y que podría verse revitalizada en función de un barril que ya supera los 120 dólares.

Las consecuencias de una disparada de los precios en alimentos, energía e insumos básicos no pueden más que acelerar la ya preocupante suba de la inflación global, lo que a su vez repercutirá, con distinta gravedad, tanto en países capitalistas desarrollados como en los “emergentes”, como veremos más abajo.

Las cifras de EEUU y del mundo desarrollado, sobre todo, no dejan lugar a dudas: la inflación ha vuelto, y con ganas. El debate sobre los factores temporarios y la eventual paciencia de la Reserva Federal para esperar que su influjo se diluyera se terminó saldando cuando el índice de precios anual de EEUU tocó el 8%: la Fed dijo basta y anunció la primera suba de tasas de interés para marzo de 2022. La única incógnita en los mercados es cuántas subas más habrá este año; las apuestas empiezan con tres y llegan hasta siete.

Esto no significa que esté ya definido un ciclo de alta inflación de larga duración. Las proyecciones del FMI y de consultoras privadas apuntan, más bien, a un descenso paulatino en los próximos años. Pero ese plazo parece completamente nebuloso frente a las urgencias del momento disparadas por la guerra; de allí la reacción de los bancos centrales de los principales países desarrollados y sobre todo de la Reserva Federal de evitar una escalada que se pueda salir de control.

Al respecto, un indicador que refleja las tendencias más largas es el de “inflación núcleo” (core inflation), que excluye los precios de alimentos y energía, sujetos a vaivenes coyunturales fuertes. Para este año, la inflación núcleo en EEUU se estima en un 5,2%; la de la zona euro, en un 2,7%. Pero es un consuelo bien pobre para la clase trabajadora y la gente de a pie, cuyos ingresos se destinan en alta proporción precisamente a los alimentos y los servicios de energía. Éstos últimos, en particular en Europa, están sufriendo aumentos que superan holgadamente no ya los dos dígitos sino los tres dígitos, bien por encima del 100% no ya en un año sino en cuestión de meses. Y aunque no a esos niveles, la inflación de productos alimenticios básicos, atada a insumos como el trigo, el maíz y el aceite, será muy superior a la “núcleo”, con consecuencias devastadoras para los ingresos y el nivel de vida de la mayoría de la población. Las autoridades monetarias, más allá de lo que digan los libros de teoría económica, van a estar bajo la presión de bajar la inflación.

Ahora bien, la suba de tasas que se propone como remedio, por lo pronto, difícilmente sea tal. La suba de tasas no resolverá por sí sola el problema si el origen de la inflación es, como postula el marxista británico Michael Roberts, un estrangulamiento de la oferta, no un exceso de demanda: “Desde mi punto de vista, es la desaceleración de las economías más importantes y la continuidad de los problemas de la oferta para cubrir la demanda de los consumidores lo que ha conducido a un fuerte aumento de la tasa de inflación. Esto se revela e particular en los precios de la energía, el principal motor de la inflación” (“The sugar runs out” 7-2-22).

Lo que sí hará es detener la recuperación, hacerla más lenta o directamente lanzar la economía a la recesión: “En los últimos 70 años, cada vez que la inflación de EEUU superó el 5% anual, hizo falta una recesión para bajarla. Y los inversores financieros están tomando nota. Esto se revela en lo que se conoce como la ‘curva de rendimiento’ de los bonos del Tesoro, es decir, la diferencia entre la tasa de interés que pagan los bonos de largo plazo (a 10 años) y los de corto plazo (2-3 años). (…) Si los inversores empiezan a creer que la economía va hacia el estancamiento, van a comprar bonos de largo plazo, más seguros, y la tasa de interés de éstos cae. (…) Cuando la curva se aplana o incluso se invierte, es decir, cuando la tasa de interés de los bonos de largo plazo es mayor que la de los bonos de corto plazo [lo normal es lo contrario. MY], normalmente sigue una recesión” (ídem). Ha habido ya indicios en ese sentido, que habrá que seguir. Por ejemplo, en muchas ruedas del año la curva estuvo casi “plana”, es decir, casi sin diferencia entre los bonos “cortos” y los “largos”.

En todo caso, se considere la “inflación núcleo” o la inflación integral, y con el contexto ya desfavorable de 2022 cualitativamente agravado por la guerra en Ucrania –¡ni hablar si hay una escalada de sanciones y represalias entre Rusia y la OTAN!–, el signo de este año está decidido en cuanto a la suba de precios: será la más alta en casi cuatro décadas.

¿La culpa es de los aumentos de salarios?

Frente a este panorama sombrío, la primera reacción de un amplio sector de economistas capitalistas fue pasar la factura a la clase trabajadora. Está totalmente instalado entre los economistas el debate sobre la “puja distributiva” y la carrera entre precios y salarios como a la vez resultado y motor de la inflación. Como siempre sucede, los voceros del capital se apresuran a señalar la necesidad de limitar los aumentos de salarios para evitar una espiral inflacionaria. Por ejemplo, el CEO de Goldman Sachs, banco que en 2021 tuvo ganancias un 60% mayores que su récord anterior, ya se queja de que “hay inflación de origen salarial en todas partes en la economía” de EEUU (TE 9280, “Mixed messages”, 22-1-22).

Pero esta prédica del establishment sobre la relación entre la suba de la inflación en EEUU y el supuesto aumento de salarios no tiene el menor asidero. La realidad es que las “mejoras” salariales, como casi siempre, corren a la inflación desde atrás… y como casi siempre, no le ganan: según la Oficina de Estadísticas Laborales de EEUU, sólo los trabajadores de los sectores de hotelería y recreación consiguieron aumentos por encima de la suba de precios. Sectores como comercio, transporte, servicios y el promedio general están entre dos y tres puntos por debajo del nivel de enero de 2021 (ídem).

Aunque algunos sicofantes de las corporaciones se quejen de la suba de la proporción del ingreso correspondiente al trabajo (alrededor de 3 puntos porcentuales promedio para 30 países de la OCDE, del 50,5 al 53,5%), olvidan señalar que ese salto se dio exclusivamente en la segunda mitad de 2020, cuando todavía estaban vigentes los planes de estímulo, protección laboral y subsidios; desde entonces, el fin de ese gasto ha hecho perder a los asalariados dos de esos tres puntos. Y según el Bureau of Labor Statistics de EEUU, si bien en ese país entre 2020 y 2021 los costos por unidad de producto subieron cerca del 5%, las ganancias por unidad de producto crecieron espectacularmente, más de un 30% (TE 9284, “The battle of the markups”, 19-2-22).

Entre muchos otros, Michael Roberts contesta adecuadamente a la falsa analogía del huevo o la gallina atribuyendo la inflación, como debe ser, al capital (esto es, a la “oferta”) y no al trabajo (“Inflation: Supply or demand?”, 19-2-22). Inclusive, señala que en el encuentro anual de economistas de EEUU “es interesante notar que hubo acuerdo en que la suba de la inflación no estaba causada por los aumentos salariales. Los datos muestran aumentos de salarios moderados y de hecho por debajo de la inflación, de modo que los salarios reales estaban cayendo. De modo que no es culpa de los trabajadores. Lo que preocupaba a los economistas convencionales era que los trabajadores reaccionaran a los aumentos de precios tratando de compensarlos con huelgas, etc., para conseguir mejoras salariales. Eso sería desastroso para la rentabilidad del capital y podría hacer volver a la economía de EEUU a la espiral de precios y salarios de los años 70 que condujo a la estanflación. (…) De modo que tanto los keynesianos como los neoclásicos estaban de acuerdo en evitar ‘excesivos’ aumentos salariales” (“ASSA 2022, part one: the mainstream”, 12-1-22).

¡Lógica destacable! Los economistas capitalistas reconocen que los trabajadores no tienen la culpa de la inflación, pero si intentan compensarla pidiendo aumentos de salarios, la inflación va a crecer y el proceso continuaría en espiral, de modo que… mejor que los trabajadores acepten mansamente el deterioro de su poder de compra. Es el equivalente bajo el disfraz de “ciencia económica” del viejo dicho “tiene razón, pero marche preso”.

La suba de tasas de interés y el desinfle de valuaciones bursátiles

Volviendo a la cuestión de las tasas de interés, durante más de una década ninguna economía del G-7 tuvo tasas superiores al 2,5% anual, con lo que el financiamiento barato había pasado a ser un rasgo distintivo del período, con su corolario de mayor deuda pública y privada (a nivel global, el 355% del PBI mundial), valuaciones de activos (sobre todo bursátiles) infladas y muy baja inflación. Todo eso se termina ahora.

Empezando por la inflación, que a nivel global roza el 6%, y por la cascada de bancos centrales, tanto de países desarrollados como emergentes, que emprendieron una carrera de suba de tasas. Los valores de Bolsa de las empresas, después de años de exuberancia –bastante irracional, diría Alan Greenspan, el ex titular de la Fed–, empiezan a sufrir correcciones importantes (ver más abajo). El camino trazado por la Reserva Federal de varias subas de tasas para este año no se vio modificado (más bien, fue reconfirmado) por los eventos en Ucrania. El total podría equivaler a una suba de 1,75% (o 175 puntos básicos, en la jerga), la mayor en un año desde 2005.

Más allá del impacto del conflicto Rusia-Ucrania, ya desde antes empezaba a notarse en Wall Street el temor a que el fin de las tasas hiperbajas, el fin del estímulo monetario (“tapering”) y el retorno de la inflación señalen el fin de una época dorada para las valuaciones bursátiles y las ganancias financieras. El anuncio de la suba de tasas y del tapering tuvo como primer efecto castigar las valuaciones bursátiles (infladas, desde ya) de muchas compañías, especial, pero no únicamente, tecnológicas, bancos y, cómo no, la trampa para incautos del siglo, las criptomonedas.

Con la nueva astringencia monetaria y la suba de tasas, ya no habrá espacio para el alegre endeudamiento de las empresas y los estados soberanos. Pero tampoco para burbujas de valuación bursátil, con compañías que ya sufrieron lo que en la jerga se llama “corrección” (baja superior al 10%), lo que no es otra cosa que un desinfle de valor ficticio. Un indicador que hemos mencionado otras veces, la ratio entre precio de mercado y ganancia anuales ajustada por ciclos (sigla en inglés CAPER) arroja un valor de 40, superior incluso al índice previo al crash de 1929 y sólo sobrepasado por el estallido de la burbuja de las compañías punto.com en 2000 (TE 9281, “Forward in fear”, 29-1-22, y TE 9283, “When the ride ends”, 12-2-22).

Este riesgo se solapa con otro que solía recordar el recientemente fallecido Michel Husson: la proporción de compañías “zombies” –es decir, cuyas ganancias no son suficientes para cubrir el servicio de su deuda, aun con las bajísimas tasas de interés vigentes durante más de una década– no ha hecho más que crecer. Pero un Día del Juicio para esas empresas debe llegar en algún momento ya que, como establece la teoría marxista, no hay posibilidad de reiniciar una nueva fase de crecimiento sostenido sin eliminación de capital ineficiente o de baja tasa de ganancia (lo que Schumpeter llamaba “destrucción creativa”), que es exactamente lo que representan las compañías zombies, cuyo volumen total de deuda supera los 1,4 billones de dólares (M. Roberts, “Forecast for 2022”, 1-1-22).

Se trata de dos fenómenos separados: no todas las empresas sobrevaluadas son zombies, ni viceversa. Pero hay una amplia zona de coincidencia, especialmente en las compañías vinculadas a la tecnología digital cuyo modelo de negocio se apoya en el criterio de ganar la mayor proporción de mercado que se pueda (aun a pérdida) para apalancarse después sobre esa posición de privilegio y, llegado el caso, empezar a dar beneficios. Esa segunda fase, para muchas de ellas que ya capotaron, que están en duda o que parecen gozar de buena salud, no ha llegado ni llegará. De allí que crezcan las dudas sobre la viabilidad de muchas de esas compañías, algunas de nombres de rutilancia global.

Estos temores parecían fuera del radar hace sólo unos meses. El índice S&P 500, que contiene esa cantidad de compañías de primera línea cotizando en Wall Street, había quebrado sus propios récords en 70 de los 261 días de operaciones. Sólo en 1995 se había dado una performance “bull” (alcista) semejante. Pero en lo que va de 2022 y la corrección del 10% a que hicimos referencia, ya hay voces que comparan esta situación con la previa al crash de 1929.

Es el caso de Robert Shiller, de la Universidad de Yale, premio Nobel por sus estudios de las burbujas financieras, que advierte que la proporción de inversores que creen que los precios de las acciones están inflados es la más alta en lo que va del siglo, al nivel del momento previo al estallido de la burbuja de las punto.com en 2000. Irónicamente, esos mismos inversores creen que si las acciones se desploman, se volverán a recuperar, y “esta combinación contradictoria de temor a la sobrevaluación y temor a perder una ola favorable es lo que resulta un espejo de la dinámica de 1929” (TE 9283, “What goes up”, 12-2-22).

La disrupción en las cadenas de suministros y los coletazos de la pandemia

En cambio, otro de los factores habitualmente señalados como responsables del aumento de la inflación, el problema de los cuellos de botella logísticos en las cadenas de suministro globales, es bien real. Tomando una de las rutas más representativas, la de China-EEUU y la de China-Europa, el tiempo de entrega pasó de 48 y 58 días respectivamente en 2019 a 114 y 108 días en 2022. Sólo para el segundo semestre de este año se espera que ese desbalance empiece a atenuarse (TE 9280, “Chain reactions”, 22-1-22, y TE 9281, “More pain, no gain”, 29-1-22).

A diferencia de EEUU y Europa, más castigados por los aumentos de cereales y los cuellos de botella logísticos, en Asia esos factores todavía no inciden tan significativamente (las cadenas de suministro se están normalizando y el principal insumo alimentario, el arroz, se ha mantenido estable), lo que contribuyó a que la suba de la inflación en el continente fuera mucho menor (TE 9283, “Rice restraint”, 12-2-22). Pero, en contraste, la disparada del petróleo y demás commodities energéticos tras la invasión a Ucrania sin duda no va a dejar indemnes a los países asiáticos, altamente dependientes en esos rubros.

A todo esto, no hay que olvidar el impacto de la pandemia. Es verdad que todo parece indicar que la ola de la variante ómicron sería menos gravosa para la economía, en razón de su relativamente menor virulencia sanitaria y la extensión de la vacunación en la población (aunque este elemento admite desigualdades muy marcadas, con los países más pobres como principales perjudicados). Pero por otro lado, con las arcas públicas exhaustas en todas partes, sencillamente no hay margen para nuevas medidas fiscales que sostengan aislamientos o cuarentenas prolongadas de franjas sustanciales de la población, con la posible excepción de China. Una situación será si se consolida el tránsito de la pandemia a la endemia en los países con mayor porcentaje de población inmunizada[3]; otra será para los países que aún deben extender su programa de vacunación, y aún otra muy distinta será si llega a asomar una nueva variante que perturbe un cuadro sanitario que hoy aparece como más ordenado, con todas las desigualdades del caso.

Panorama oscuro para los países “emergentes”

En ese sentido, es evidente que la recuperación desde el pozo de 2020 sigue siendo muy despareja, con los países desarrollados en general retomando la actividad y volviendo a los niveles pre pandemia (unos pocos, algo por arriba), y muchos otros, incluyendo la casi totalidad de los “emergentes”, todavía luchando para recuperar un terreno perdido que posiblemente se extienda a 2023 y quizá 2024 para los más afectados (TE 9281, “Acquired immunity?”, 29-1-22).

El mayor impacto para los países “emergentes” y pobres derivado de la guerra en Ucrania no es su exposición a la economía rusa de manera directa, sino los efectos indirectos del conflicto, empezando por la inflación global, en especial en energía y alimentos. Países como Brasil, Turquía o Egipto, para nombrar algunos de los más importantes, se verán afectados de manera directa en esos rubros de importación. Por otro lado, países con endeudamiento alto en divisas inevitablemente sufrirán por la astringencia de liquidez internacional, es decir, una relativa escasez de crédito barato. La suba de tasas global y el “vuelo a la calidad” de quienes quieren huir de mercados riesgosos en un contexto volátil volverán mucho más difícil para esos países la posibilidad de financiar o refinanciar su deuda. Recuerda Roberts que “según el FMI, cerca de la mitad de los países de bajos ingresos están ahora en peligro de default de su deuda” (“The sugar runs out”, 7-2-22).

No obstante, quizá el mayor peligro para todo este grupo de países sea el más difícil de medir, y hace precisamente a las condiciones de inestabilidad e imprevisibilidad crecientes de la economía mundial: desde las disrupciones a las cadenas de suministro a las guerras comerciales, desde una súbita disparada de la inflación hasta los coletazos de la guerra y las sanciones, son demasiados los “cisnes negros” y muy pocos los blancos que puedan colaborar a una recuperación sostenida de economías ya castigadas por la pandemia.

El resultado práctico de esto es un claro pronóstico de desaceleración del crecimiento, algo que ya registró el FMI para EEUU (recortó la previsión del 5,2 al 4% del PBI). Lógicamente, lo propio ocurre en general respecto de la marcha de la economía global: luego del crecimiento del 5,9% en 2021, el Fondo estimaba en su World Economic Outlook de octubre una suba del PBI mundial para este año del 4,9%, pero ya en enero la previsión caía al 4,4%. Y esto sólo consideraba el efecto de la inflación en EEUU, los problemas en las cadenas globales de suministros y una desaceleración en China (ver más abajo). Con el panorama ensombrecido por la guerra en Ucrania, con su correlato de aumento de precios de las commodities y la energía, para no hablar de los mayores problemas financieros para estados endeudados, son de esperar nuevos retoques a la baja.

 


[1]  “China: anatomía de un imperialismo en ascenso”, mayo 2020, izquierdaweb.com

[2]  Es notable que el aislamiento político de Putin en Occidente y la amenaza de más sanciones tienen efectos similares a las medidas mismas. Las grandes multinacionales, bancos y fondos de inversión tratan los activos rusos, incluso los expresamente excluidos de las sanciones, como material tóxico: “Las refinerías no compran petróleo ruso. Los bancos no financian los embarques. Nadie quiere quedar pegado. Ya no se precisa apretar nada: la inercia destruye. (…) Sberbank AG [filial austríaca de Sberbank, el mayor banco ruso. MY] ya está en liquidación. No resistió la corrida de sus depositantes. Nada menos nuclear y más convencional” (J. Siaba Serrate, “¿Cómo sancionar a Rusia y no morir en el intento?”, Ámbito Financiero, 7-3-22). Mientras tanto, gigantes petroleros (y no petroleros) liquidan apresuradamente sus activos en Rusia a precio de saldo, resignándose al derrumbe de sus inversiones allí. Los damnificados por haber apostado a que, como en los últimos veinte años, con Putin sus inversiones gozarían de estabilidad, son muchos y por grandes montos: sólo la multinacional BP debió pasar a pérdida cerca de 25.000 millones de dólares.

[3]   Decimos inmunizada y no necesariamente vacunada porque hay países donde las distintas variantes del covid-19 afectaron a franjas amplísimas; hay no menos de una docena de países (casi todos europeos) donde sólo los contagiados superan el 30% de la población, llegando incluso al 50%.

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