El inmenso fracaso de los Estados Unidos en Afganistán

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  • Intentaremos aquí reponer algo del contexto perdido en los flashes noticiosos, sin el cual es imposible entender qué pasa en Afganistán, y por qué.

Marcelo Yunes

Las imágenes dan la vuelta al mundo: afganos desesperados por huir de Kabul se trepan a aviones en pleno carreteo. La prensa internacional “seria”, compungida, vaticina catástrofes en un país que no conoce otra cosa desde hace al menos 40 años. La gran noticia, parece, es que en Afganistán vuelve al poder el islamismo más oscurantista y reaccionario.

“Occidente” se lamenta de esta marcha de los acontecimientos, como si fuera un fenómeno natural ajeno a las decisiones de los países imperialistas. El papel siniestro y criminal de EE. UU. en el asunto aparece, en general, bajo un pudoroso velo de silencio o como mucho mencionado tangencialmente, como si no estuviera en el centro mismo de la escena. Intentaremos aquí reponer algo del contexto perdido en los flashes noticiosos, sin el cual es imposible entender qué pasa en Afganistán, y por qué.

De la invasión soviética a la invasión yanqui

La historia reciente de Afganistán tiene dos hechos que la cruzan de manera decisiva: la desastrosa intervención de la URSS en 1979 y la invasión de EE. UU. inmediatamente después de los atentados del 11 de septiembre de 2001. No tenemos espacio aquí para desarrollar los orígenes y desarrollo de la primera de ellas, que se extendió por diez años hasta casi el colapso mismo de la URSS (1989). Sólo diremos que fue una intervención disparatada en todos los terrenos, y sembró el terreno para que EE. UU. alentara a los mismos islamistas reaccionarios de los que ahora tanto se horroriza. Empezando por el mayor “demonio”, Osama bin Laden, que se formó bajo los auspicios de la CIA combatiendo al Ejército Rojo en Afganistán del lado de los muyahidines[1].

Cuando Bin Laden devolvió las gentilezas con el atentado a las Torres Gemelas y el Pentágono, EE. UU. lanzó su “guerra total contra el terrorismo”, poniendo un signo igual entre Al Qaeda y el régimen talibán. El primer país invadido por EE. UU. luego del 11/9 fue Afganistán. Desalojar del gobierno central a los talibanes no fue tarea difícil para el poderío militar desatado de EE. UU.; el verdadero desafío era poner en pie un estado-nación viable sin la presencia de los islamistas. Pero, como decía Trotsky, a los pueblos no les gustan los misioneros con bayonetas (o, en este caso, con misiles), y a EE. UU. la suerte del pueblo y la nación afgana era algo que no le interesaba en lo más mínimo: su objetivo era la cacería de Bin Laden, primero, y la liquidación de Al Qaeda como enemigo, después.

El resultado de la intervención fue la división de hecho del país en zonas de influencia: lo que posaba como “gobierno de Afganistán” en realidad era el gobierno de Kabul y algunas otras ciudades importantes (en un país donde sólo el 25% de la población es urbano). El resto del extenso territorio afgano –no es un paisito como Kuwait o Granada, por nombrar dos intervenciones “exitosas” de los yanquis; en su superficie entrarían juntas Alemania e Italia– quedó en manos de talibanes y de milicias étnicas locales de afiliación tan nómada como parte de su población. A lo largo de décadas, el mosaico de ocupación de territorios se movería en diversas direcciones, pero desde hace poco menos de una década la tendencia era clara: el gobierno “central” controlaba cada vez menos, mientras que las milicias independientes y, sobre todo, los talibanes ganaban terreno.

La estrategia yanqui: militarismo ineficaz

Lo que los cráneos del Pentágono no entendían –ni les interesaba entender, obsesionados como estaban por el costado militar de la intervención– era que no es gratuito invadir un país, desalojar al gobierno y, después de poner en el poder a un gobierno amigo, irse como si tal cosa o inventar un “estado” de la nada. Y menos si ese país está tan fracturado y plagado de contradicciones como Afganistán. Por eso, desde George W. Bush, todos los sucesivos ocupantes de la Casa Blanca desoyeron las pocas voces expertas que aconsejaban la negociación con todos los actores de la política afgana, incluidos los talibanes, para intentar dar viabilidad a un gobierno central estable. Decidieron, en cambio, jugar la carta ideológica patriotera y belicista, empezando por el “progresista” y premio Nobel de la paz (¡vergüenza!) Barack Obama, bajo cuya gestión la presencia militar de EE. UU. alcanzó el máximo de efectivos, con casi 100.000 soldados profesionales.

Aunque hacia el final de su segundo mandato Obama ya sabía que la intervención en Afganistán era una causa perdida y una guerra imposible de ganar, no dejó de anunciar su “compromiso duradero con Afganistán”, incluyendo una reforma de la embajada yanqui en Kabul que la transformó en la más grande y equipada del planeta (un tercio mayor que la segunda, la embajada yanqui en Bagdad), lo que no es poco decir (“What a way to spend  $2trn”, The Economist 9253, 10-7-21).

Donald Trump, que basó buena parte de su campaña en acusar a Obama de “flojo”, no era el más indicado para desescalar la presencia yanqui en Afganistán. Pero en los años de su mandato, la situación se hizo tan insostenible para el gobierno títere de Ashraf Ghani (sucesor del primer monigote yanqui, Hamid Karzai) que no hubo más remedio que hacer lo impensable y nombrar lo innombrable: negociar con los talibanes.

El acuerdo se firmó en febrero de 2020 en Qatar. EE. UU. se comprometía a retirar sus tropas y los talibanes a no permitir que Al Qaeda o algún otro grupo islamista (referencia apenas velada a Estado Islámico) controlara territorio afgano. Claro que en este acuerdo las relaciones de fuerza ya estaban decididamente inclinadas en favor de los talibanes, en pleno avance, mientras que EE. UU. prometía hacer… la retirada que ya estaba concretando. Por eso este pacto precario y de corto plazo –por supuesto, se lo presentó a la opinión pública mundial como la gran solución al pantano afgano– sólo sirvió para darle más tiempo a los talibanes a consolidar su ofensiva y al gobierno de Kabul a seguir cayéndose a pedazos.

Aquí hay que detenerse un poco. Pese a que el ejército del gobierno títere de Kabul tenía apoyo aéreo, superioridad numérica y de armamento, entrenamiento pagado por los yanquis y apoyo financiero, esas fuerzas se mostraron no sólo incapaces de detener el avance talibán sino siquiera de presentarles batalla seria. Los reportes oficiales de EE. UU. están llenos de casos en que la mera llegada de las milicias talibanes a un puesto estratégico o pueblo era seguida de la desbandada más vergonzosa del ejército “regular”. Las tropas del ejército “afgano” eran presa de una total desmoralización, por varias razones: suministros irregulares de alimentos, municiones y paga por sus servicios –la corrupción del gobierno central alcanza en Afganistán proporciones increíbles–, pérdida de sentido de la pelea, inminente abandono de su patrocinador yanqui… Las propias agencias de inteligencia yanqui, según citaba el Wall Street Journal el mes pasado, veían posible el colapso del gobierno de Ghani en un plazo de seis meses. La realidad demostró que incluso ese pronóstico sombrío era demasiado optimista.

El derrumbe del ejército era tan grande que a veces a los talibanes les alcanzaba con prometer –y en general cumplir– que no habría represalias sangrientas para que las fuerzas encargadas de custodiar una plaza se entregaran sin disparar un solo tiro. Un vocero del gobierno, Suhail Shaheen, declaró a la BBC que la política de los talibanes no era tomar Kabul por la fuerza –de hecho, los talibanes ni siquiera tienen armas pesadas como para sostener un asedio militar en regla– sino simplemente esperar que el gobierno cayera por su propio peso.

La desesperación de Ghani –hasta su abandono del país, que fue la señal de que Kabul quedaba indefensa– era tal que hasta intentó reclutar comandantes locales como Atta Nour, de la provincia norteña de Balkh, un veterano de la lucha contra los soviéticos, a sabiendas de que soltar las riendas a los ejércitos privados es abrir una caja de Pandora (“Peace out”, The Economist, 10-7-21).

El fracaso de un estado artificial para un pueblo fragmentado

Ahora bien, ¿qué expectativas tiene el pueblo afgano de un futuro gobierno talibán? Lo primero a señalar es que, precisamente, es muy difícil hablar de “pueblo afgano” en este país mosaico de etnias, lenguas y corrientes religiosas (aunque la abrumadora mayoría de la población es musulmana). Ni siquiera se sabe bien cuántos habitantes tiene el país: el último censo nacional (parcial, además) se hizo en 1979. Las estimaciones van de los 32 a los 38 millones de habitantes, con una altísima tasa de fertilidad que implica que la mitad de la población tenga menos de 18 o incluso de 16 años, y una expectativa de vida de 53 años, de las más bajas del mundo. Según datos de 2004 de la Encyclopaedia Britannica, alrededor del 40% de la población es étnicamente pashtun (y habla pashtun); el 27% de tajiks y el 9% de hazaras hablan el persa en su variante dari (distinta al farsi hablado en Irán); el 9% de uzbecos y el 3% de turcomanos son étnica y lingüísticamente turcos (aunque no es el turco hablado en Turquía); a esto hay que sumar los kirguises (afines a sus pares de Kirguistán), balochis (vinculados al Beluchistán pakistaní) y otros menos numerosos. Las divisiones étnicas y lingüísticas se replican en la geografía y la cultura: unos grupos son más urbanos, otros más agricultores, otros son pastores nómades…

El grado de unidad de este mosaico es en general inferior al grado de conflicto latente o abierto, y cuando esto ocurre no hay “afganos”, sino que las líneas de falla son étnicas y hasta de clanes o tribus. Cuando estallan las hostilidades, el país queda de hecho al borde de la anarquía y con un gobierno central extremadamente debilitado, lejano, incompetente y muchas veces –como bajo la ocupación de hecho yanqui– espantosamente corrupto. Ante este panorama, que fue por ejemplo el que siguió a la caída del gobierno pro URSS en 1992, la amenaza de caos es tan grande que cualquier orden, incluso el de un movimiento tan opresivo y reaccionario como los talibanes, termina siendo aceptado, resignadamente, como el mal menor. Este tipo de lógica presidió también el avance del Estado Islámico en su momento de mayor extensión territorial en Iraq y Siria, con la ventaja de que la fuente de ingresos de EI, el control del petróleo, era más fácil de operar legalmente que el tráfico de opio y heroína sobre el que se basa buena parte de la economía de resistencia de los talibanes.

Las milicias étnicas irregulares, pero con sólida tradición y respaldo locales, son, pese a lo volátil de sus lealtades, una mediación imprescindible para cualquier actor con aspiraciones de poder central, sean los yanquis, sus títeres o los talibanes. En la época de la invasión soviética fueron decisivas para la derrota del Ejército Rojo y la posterior caída del gobierno pro ruso. De allí que, como vimos, el propio gobierno de Ghani intentara, tardíamente, recurrir a ellas.

Este cuadro nos ayuda a comprender por qué el intento de EE. UU. de “inventar” un estado afgano apoyado en la aviación militar y la embajada yanquis fracasó tan miserablemente. No hay forma de crear un estado-nación “a la occidental” pasando por encima de toda la historia, la sociedad, la economía y la política reales. Los “expertos” del Pentágono, enceguecidos por un enfoque militarista, concibieron siempre que la respuesta a todos los enigmas afganos era continuar una guerra que no podían ganar. En el camino, se perdieron cerca de 100.000 vidas civiles afganas; EE. UU. tuvo poco más de 2.000 militares muertos y un gasto estimado de 2 billones de dólares.

Como sintetiza el columnista titular sobre EE. UU. de The Economist, “es de esperar que al menos se aprendan las lecciones de este desastre. La principal es obvia: una política exterior sobremilitarizada y que se propone objetivos no realistas está condenada a fracasar. Sin embargo, (…) esto parece ser más una regla (feature) de la política exterior estadounidense que una excepción (bug)” (“What a way to spend $2trn”, cit.).

El “nuevo estado afgano” patrocinado por el imperialismo yanqui se terminó pareciendo cada vez más a una ciudad-estado (Kabul) con vasos comunicantes con algunas otras ciudades crecientemente frágiles y un divorcio también en permanente aumento del entorno rural donde viven las tres cuartas partes de la población. Es verdad que la población urbana, y en particular las mujeres, pudieron disfrutar de un respiro a la sofocante y ultrarreaccionaria opresión talibán. Esas libertades, aunque limitadas y ganadas a un precio demasiado caro, deben ser defendidas a toda costa contra el fundamentalismo islámico, impidiendo un retorno al régimen siniestro de los 90[2].

Ante la perspectiva de volver a ese oscurantismo talibán de los 90, es comprensible que para muchos afganos la única opción parezca el exilio (algo que perfectamente podría convertirse en una crisis de refugiados análoga a la de la guerra civil en Siria). En la oficina de pasaportes de Kabul, ya semanas antes de la caída de la ciudad, las colas eran infinitas, con desesperados y desesperadas esperando hasta días enteros (“Peace out”, cit.). En los países limítrofes –Pakistán al sur y el oeste, Irán al oeste y tres de las repúblicas musulmanas de Asia Central al norte–, pese a las restricciones de movimientos que impone la pandemia, ya se ven amplios grupos de exiliados. Muchos intentan, pasando a través de Irán incluso a pie, llegar a Turquía, desde donde, pese a que serán pésimamente recibidos, pueden intentar el salto a Europa.

En resumen, el clima en Afganistán es, como todo en el país, dividido: en muchas zonas rurales hay incluso esperanza de algún tipo de orden y pacificación después de 20 años de guerra; en las regiones que se mantuvieron relativamente autónomas (no “neutrales”) durante el conflicto EE. UU. y su gobierno vs talibanes, hay una tensa expectativa sobre si y qué se negociará con el gobierno central; en las ciudades, y especialmente en Kabul, prima el miedo, la angustia y el deseo de emigrar ante la cuasi certeza de que las cosas serán mucho peores en todos los terrenos, y en particular en la vida cotidiana, en especial para las mujeres.

Kabul no es Saigón

Para EE. UU., que la caída de Kabul haya llegado tan pronto agrega una humillación adicional a su retirada militar. La débil apuesta a un eventual acuerdo entre el gobierno títere y los talibanes mostró ser una ficción: la realidad era que todas las cartas ganadoras estaban del lado talibán, y que detrás de Ghaini y su “estado”, una vez retirado el soporte de la intervención yanqui, no había nada.

El fracaso estratégico, económico, militar, geopolítico y moral de EE. UU. en Afganistán es absoluto y sin atenuantes, y a muchos –como al periodista Michael Moore– se les vino enseguida a la mente la analogía con la retirada de Saigón por parte del ejército imperialista en 1975, que marcó el fin (con derrota yanqui) de la guerra de Vietnam. Sin embargo, aunque el propio imperialismo yanqui no tiene más remedio que admitir el desastre total de una intervención de dos décadas, su impacto general en la sociedad yanqui y en la política global no es ni remotamente equivalente al de la caída de Saigón, por varias razones.

En primer lugar, la presencia de la guerra en Afganistán es muy inferior en la opinión pública yanqui a la que tuvo la guerra de Vietnam, que fue omnipresente. Aunque la guerra afgana fue más larga, fue también mucho menos intensa, con un pico de, como dijimos, no más de 100.000 soldados, todos ellos profesionales (voluntarios y pagos) y un total de algo más de 2.000 muertos. En cambio, en 1968 había más de medio millón de conscriptos en Vietnam, con todo lo que eso significaba para sus millones de familiares, que temían que sus hijos, hermanos o novios engrosaran la lista de más de 50.000 muertos.

Por eso mismo, en segundo lugar, no hubo ningún movimiento de masas contra la guerra en Afganistán (o en Iraq, para el caso) como sí lo hubo en los años 60 y 70 respecto de Vietnam. El nivel modesto de bajas de un ejército de voluntarios, no de conscriptos forzados a servir, el relativamente menor desplazamiento de tropas y el hecho de que no había grandes éxitos ni espectaculares derrotas para mostrar contribuyeron a que, desde el punto de vista de los grandes medios de comunicación, la guerra en Afganistán fuera casi invisible. La prolongación misma del conflicto bélico, con largos períodos de aparente calma seguidos de sacudones no demasiado grandes y salpicado de escaramuzas permanentes, ayudó a que pronto se transformara en una parte lejana y poco prominente del paisaje informativo.

Y tercero, el agente de la derrota yanqui no fue, como en Vietnam, un movimiento popular armado que encarnaba una resistencia nacional contra el imperialismo y un proyecto “socialista”, aun encuadrado en los términos de la Guerra Fría. Por el contrario, los talibanes son incapaces de generar la menor simpatía y carecen de cualquier atractivo, salvo su legitimidad por el hecho de ser nativos del país. Son quizá la variante más oscurantista y atrasada del islamismo político –ya de por sí una ideología reaccionaria–, cuyo proyecto de sociedad sólo puede generar el más sincero espanto en cualquier latitud, incluidos los países musulmanes.

Desde el punto de vista no sólo de los socialistas marxistas, sino de cualquier simple demócrata, el regreso al poder de los talibanes no tiene ninguna arista para celebrar, salvo una: el retiro definitivo de las tropas yanquis. Porque el destino de Afganistán tiene que ser decidido por el pueblo afgano, no por ninguna de las potencias imperialistas que ya se están preparando para ver de qué modo, con el taparrabos del rechazo a la barbarie talibán, pueden volver a meter sus zarpas en ese sufrido país.


[1] Afganistán, por su ubicación clave entre Asia Central y Cercano Oriente, fue siempre un botín preciado por las grandes potencias desde las épocas de la Ruta de la Seda. Sus fronteras actuales se establecieron a fines del siglo XIX, en pleno conflicto entre el Imperio Británico y Rusia por el control del país. Su falta de unidad política y social –es un mosaico de etnias y clanes–, su relieve donde predominan las montañas, mesetas y desiertos, y su fiera tradición de independencia han sido la tumba de todos los invasores que han querido ocupar el país de manera permanente. En su conflicto con la URSS, y bajo el auspicio financiero y militar de EE. UU., ganaron dimensión los movimientos islamistas reaccionarios, presentados como “combatientes de la libertad”, entre ellos Bin Laden.

[2] Los voceros de los talibanes emitieron esta vez comunicados más “moderados” respecto de las mujeres y las libertades civiles en general de los que acostumbraban en sus peores épocas (“si no renuncian a la cultura occidental, habrá que matarlos”). Pero hay que considerar esas promesas por lo que realmente valen, que no es mucho. Por un lado, los talibanes intentarán cuidar ciertas formas para evitar una reacción militar o sanciones económicas de Occidente. Por el otro, un ejército victorioso puede darse el lujo de prometer magnanimidad y tolerancia antes de ocupar el conjunto de las posiciones de poder; cuánto de eso podrá o querrá cumplir una vez al frente del Estado, es harto dudoso. Y de lo que no hay dudas es de que los talibanes no se han movido un milímetro de sus doctrinas y de su versión archirreaccionaria del Islam.

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