Imagina a una científica

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  • El acoso sexual es vivido por al menos el 50% de las científicas en algún punto de su carrera profesional, siendo la humillación la forma más común.

Natalia Nieves Montiel

Articulo de nexos

En el documental Picture a scientist (2020), Nancy Hopkins, bióloga molecular del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), narra una historia impactante. Se pregunta —de manera retórica— por qué ha tenido que dedicarle tanto tiempo de su trabajo profesional a combatir el acoso sexual que ha vivido a lo largo de su vida. Y el primer nombre que lanza es el de Francis Crick, uno de los científicos que describió la estructura del ADN.

En el mundo de las ciencias biológicas es bien sabido que James Watson —quien recibió el Nobel de Medicina o Fisiología de 1962 junto con Crick— es un personaje impresentable por sus comentarios y actitudes xenófobas, racistas y sexistas. En su más reciente libro, El código de la vida (2021) —sobre la científica Jennifer Doudna, una de las desarrolladoras de CRISPR como técnica de edición genética—, el biógrafo Walter Isaacson menciona un episodio que permite comprender a Watson: “En determinado momento, declaró que una de las lecciones más importantes que le habían dado sus padres era que ser hipócrita sólo para ser aceptado socialmente mina el respeto por uno mismo. Y lo aprendió muy bien”.

Sin embargo, de acuerdo con lo que de manera independiente narran Hopkins e Isaacson, parece que Francis Crick también fue una persona insolente y con límites que hoy en día reconocemos como nocivos. Probablemente por eso el robo de la fotografía 51 de Rosalind Franklin —a manos de Watson y Crick con la ayuda de Maurice Wilkinson— no pareció un evento reprobable, ni siquiera relevante. No obstante, esa percepción ha cambiado en la actualidad. Lo mismo ha sucedido con Nancy Hopkins y otras científicas que cuentan en el documental sus experiencias de acoso sexual en el ámbito científico.

Este producto de comunicación científica está lejos de presentar evidencia desconocida. Las mujeres representan un tercio de la fuerza laboral científica alrededor del mundo; existe un efecto embudo que explica la reducción del número de mujeres conforme avanzan en su formación académica o posición profesional, y además de que las mujeres de ciencia son una minoría, aquellas cuyo color de piel es distinto al blanco enfrentan aún más dificultades.

Sin embargo, el documental sí presenta evidencia sobre cómo el acoso sexual en la ciencia no es un tema de percepción o interpretación, sino que es un hecho. Nancy Hopkins narra que, a pesar de ser una científica consolidada, a finales de los años noventa el tamaño de su laboratorio era considerablemente más pequeño que el de sus colegas hombres. Por ello, emprendió una cruzada para medir los espacios del edificio donde se encontraban alojados los peces cebra con los que había trabajado por varias décadas y tuvo que hacerlo de noche, cuando todos se habían ido, por el miedo a ser descubierta. El pánico era tan grande como el deseo de justicia, pero el primero era causado por considerar que estaba haciendo algo incorrecto.

La medición de los espacios de trabajo le permitió demostrar con cifras que, efectivamente, las científicas del MIT —además de ser menos que los científicos— contaban proporcionalmente con menos metros cuadrados para desempeñar sus actividades profesionales. La científica pasó de esconderse en las noches a crear un grupo con sus colegas; juntas, perdieron el miedo y robustecieron su valentía. Comenzó a dedicar alrededor de veinte horas a la semana a visibilizar las discrepancias entre científicas y científicos. El esfuerzo resultó en la publicación del reporte A study on the status of women faculty in science at MIT, en 1999.

El estudio fue revelador. Con base en evidencia, las científicas demostraron el sexismo al que estaban expuestas. También resulta interesante que Charles M. Vest, entonces presidente del MIT, lo avalara: “Siempre he creído que la discriminación de género contemporánea dentro de las universidad es parte realidad y parte percepción. Cierto, pero ahora comprendo que la realidad es por mucho la mayor parte del balance”. Este reporte generó cambios en apariencia pequeños —como la instauración de un lugar de cuidado para los hijos de las investigadoras— que con los años permitieron que el número de mujeres contratadas por la institución se duplicara.

De forma paralela a la experiencia de Hopkins, al menos otras dos científicas cuentan lo que ha sido para ellas el acoso sexual en sus respectivos campos de trabajo. La geóloga Jane Willenbring nos lleva a la Antártida para explicar cómo es que desarrolló lo que parecería una simple infección urinaria como producto de la violencia que vivió a manos de David Merchant; por su parte, la química Raychelle Burks narra, entre varias historias, cómo la han confundido con una persona del servicio de limpieza.

El acoso sexual es vivido por al menos el 50 % de las científicas en algún punto de su carrera profesional, siendo la humillación la forma más común. Las historias de Hopkins, Willenbring y Burks están llenas de eso: humillación. Pero el documental también revela y contextualiza otros tipos de acoso sexual. Mientras que la atención sexual no deseada, la coerción y el ultraje son las formas más identificables, la exclusión sutil, la práctica de ignorar sus correos o participaciones en reuniones, el no ser invitadas a colaborar, la hostilidad o el nombrar de manera vulgar son prácticas poco consideradas dentro del acoso.

El acoso sexual es violencia. En uno de los peores casos puede acabar con la carrera de las científicas, como lo narra de manera anónima una científica afectada por el mismo investigador que acosó a la geóloga Willenbring. Pero, en el mejor de los casos, denunciar  puede ayudar a terminar la cadena de sucesos.

Que Willenbring denunciara a su perpetrador dieciséis años después de los sucesos de acoso más relevantes que vivió hizo que David Marchant comenzara a ser identificado como un acosador sexual, algo que antes sólo era un secreto a voces entre los expertos en geología. Luego de que la Universidad de Boston le recomendara retirarse de la práctica científica durante un par de años a causa de las denuncias interpuestas, finalmente fue despedido en 2019. Además, el glaciar de la Antártida que llevaba su nombre fue renombrado como Matataua por su proximidad con el pico Mata Taua, que en maorí significa “un explorador ante las tropas”. Aunque la nueva designación responde a políticas de nomenclatura, coincide con el escrutinio al que la comunidad científica recurre cada vez más.

Aunque a mediados del siglo pasado pudiera haber parecido natural que un investigador de la altura de Francis Crick le tocara el pecho a una científica como Nancy Hopkins sin su consentimiento, afortunadamente hoy es posible revelar las prácticas de acoso mediante productos de comunicación científica con distribución masiva, como este documental premiado en el Festival de cine de Tribeca en 2020. Los cambios son generacionales. Tal vez en el futuro, cuando le pidan a alguien que imagine a un científico, pensará en una científica. Y las científicas de la vida real dejarán de vivir acoso sexual.

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