Encerrados por la Peste

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  • Un cuento de la revista de vanguardia literaria “Punto”.

Por Juan Borges

Estábamos confinados a un encierro que no habíamos elegido, eso lo hacía involuntario y terrible. Colmado de soledad y hartazgo desde el comienzo, cada día ahogándonos en un aciago infierno. El de mirarnos cara y cara con nuestra soledad y despreciarnos un poco más cada vez. En las calles los cazadores avanzaban con sus armas y sus cascos garantizando el orden. El mandato del presidente era cumplir con el encierro y la oscuridad. Nada de gritos ni luces altas, tan solo velas de baja intensidad y aquellos insurgentes que osaran contrariar las ordenes democráticas serian presas de las leyes, las torturas y en última instancia la cárcel.

La peste avanzaba a pasos desbordantes, no cesaba en su podredumbre y caos mundial. Durante la madrugada absorta en mi insomnio miraba los cuerpos acechando en las calles. Durante el día predominaba el estado de sitio y los mortales se entregaban a la faena existencial del cotidiano encierro. Durante la noche cuando los perros regresaban a sus guaridas ,los más astutos salían de sus hogares y recorrían las calles buscando algún cuerpo o tan solo sobrantes de alimentos que los más afortunados arrojaban. El hambre era un agravante de toda aquella mortal pandemia. Yo no era ajeno a semejante miserabilidad e indigencia y entonces me arrojaba a la siniestra aventura de extraer pedazos de pan o tal vez un generoso resto de comida. Había que combatir en muchas oportunidades para obtener una miserable cena. Regresaba a casa y después de lograr tragar algo sólido recién conciliaba el sueño, en realidad pesadillas que me transportaban a mis vidas antiguas cuando tenía familia, trabajo e intentaba ser un ciudadano de bien. Inmerso en mi soledad ahora apenas sobrellevaba mis horas. Esta peste llevaba dos años sobre nuestra ciudad arrasando con todo. Eran millones los que habían perdido sus trabajos, escuelas abandonadas y hospitales colapsados con plenos testimonios de moribundos que aun respirando estaban sin conciencia ni entendimiento de todo lo circundante .Tan solo las naciones más desarrolladas habían podido implementar una vacuna contra aquella enfermedad misteriosa e inexplicable que llevaba millones de fallecidos sobre la faz del planeta. El capitalismo era el causante del mismo, con sus políticas de miseria y explotación. Con la desigualdad social que generaban y empujaban a desmantelar proyectos de salud en el mundo entero. Cuando La Peste arribo, el sistema ya estaba en una crisis irreversible, la Pandemia simplemente arrastro hacia un abismo indeclinable llevándose la existencia y la dignidad de un planeta plagado de guerras, miseria y las más catastróficas perversiones humanas. No había posibilidades concretas de salir de aquella catastrófica situación .Los países más vulnerables como el nuestro estaban sumergidos en la miserabilidad más escandalosa.

Encerrados nos desesperábamos aguardando el fin de aquella directiva que proponía el encierro para salir de la Peste. Después de dos eternos y demoledores años sabíamos que aquello solo finalizaría el día que muriéramos todos, solo en nuestra nación llevábamos cantidades de afectados que superaba los centenares de miles. La sociedad estaba desintegrada, las instituciones desgarrándose en su vacío operativo carente de insumos y personal para sostenerlas. Un gobierno sin timón y sin conectividad hacia las voces de un pueblo desesperado que estaba muriendo incesantemente. El congreso estaba cerrado y prácticamente disuelto debido a aquella pandemia. Estaban restringidas todas las actividades políticas, sindicales y culturales que pudieran desarrollarse en la vía pública debido al siempre latente temor al contagio. Todas las acciones estaban restringidas al ámbito de las redes sociales Era verdad que ya nos habíamos adaptado totalmente a esa transformación, sin embargo extrañábamos dar un abrazo a algún ser querido o tal vez deambular un rato en alguna plaza o parque. Muchos ya no recordaban todo aquello, sin embargo los más sensibles y románticos anhelábamos cenar afuera o tan solo dar una vuelta. Al principio de la Peste hubo mucha resistencia pero paulatinamente la gente se fue asimilando a las nuevas costumbres debido a las innumerables muertes producto del contagio. El miedo aterraba y era el mejor maestro en esa crisis profunda. Estábamos desamparados y aquello nos vulneraba, no obstante descubría ciertas fortalezas insospechadas previamente .Sobre todo la capacidad de adaptación y la creatividad para sobrevivir en una catástrofe sanitaria similar a una contienda bélica. La adaptación siniestra a las perdidas fatales de miles de seres queridos había sido sin dudas lo más terrible, lo más cruento para asimilar. También, pero más leve, había sido construir una vida nueva desde el encierro. Aprendiendo a sobrellevar costumbres y hábitos desconocidos En mi caso leía mucho escribía, cuidaba mi jardín y había aprendido a cocinar. Eso solo al principio debido al deterioro económico que pasamos a padecer, ya no podíamos comprar alimentos y nuestros ingresos se hicieron cada vez más magros e inexistentes. Después la desesperación se apodero de todo y me invadió primero la angustia de la soledad, después la desazón y la locura. El suicidio había sido la salida más fácil para muchos, la muerte lenta o la violencia para otros. Mi suicidio era la absoluta soledad. Las personas que estaban conmigo al inicio de la peste ya se habían ido, me habían abandonado. Las situaciones críticas muestran generalmente lo peor de nosotros aun que los medios y cierto discurso falaz pretenda instalar que la gente es solidaria y buen prójimo, la realidad es sumamente diferente. Somos como bestias que buscamos sobrevivir a costa de lo que sea. El miedo a la muerte nos transforma en monstruos horripilantes y desalmados. La pandemia había desnudado lo peor de nosotros. Nuestros miedos más terribles y nuestra ansia de matar si fuera necesario para preservar nuestra propia vida.

Durante la noche era el momento donde los encargados de reprimir y preservar el orden volvían a descansar a sus casas, quedaban pocos de ellos realizando guardias minimas. Saliamos de nuestras madrigueras para obtener alimento o tal vez alguna emoción que fuera una disrupción en aquellas vidas miserables de encierro. Hacia un par de noches había tenido un encuentro desesperado, en búsqueda de un poco de pasión y ternura, con una mujer que había conocido en una noche de recolección de comida en los cestos comunitarios del hospital cercano a casa. En ese lugar depositaban grandes porciones de desperdicios comestibles sabiendo que muchos asistíamos durante la madrugada para comer algo, minimo.Ella también asistía allí y nos conocimos, la había llevado a casa una madrugada ante su pedido desesperado, manifestándome su carencia de un techo producto de la violencia familiar. No quise indagar demasiado y la invite a casa. Después de cenar los restos que habíamos recogido nos sumergimos en una charla deliciosa y profunda. Conversamos de nuestras historias verdaderas y también algunas imverosimiles.Despues pasamos la noche juntos, despilfarramos caricias y abrazos repudiando leyes y dictámenes que lo prohibían .Indiferentes al estado de sitio y a los barbijos nos emborrachamos con nuestros cuerpos sedientos y desesperados. Después dormimos durante muchas horas, exhaustos, rendidos. Al despertar me agradeció y dándome un fuerte abrazo me pidió perdón, después se fue. Al principio no entendí porque envuelta en sollozos me había pedido disculpas. A la semana comencé a sentir síntomas compatibles con la peste.

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