Un sistema mundial de Estados “multipolar” con tendencias crecientes a la inestabilidad

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Por Claudio Testa

Hacia la reapertura de la época de crisis, guerras y revoluciones. Articulo de 8 de noviembre de 2016.

“EEUU se tambaleó por los efectos de la guerra de Irak… La invasión de Irak en 2003 causó un daño permanente a EEUU en el mundo. Después de la caída de Saddam Hussein, la violencia sectaria desgarró a Irak, y el poder de EEUU comenzó a debilitarse. No sólo el gobierno de George W. Bush fracasó en su intento de cambiar el orden en la región a través de la fuerza, sino que los costos políticos, económicos y de poder de esa aventura finalmente socavaron la posición global de Estados Unidos. La ilusión de un mundo unipolar se desvaneció”

Frank Steinmeier, ministro de Relaciones Exteriores de Alemania, “Germany’s New Global Role”, Foreign Affairs vol. 85, no. 4, julio-agosto 2016

 

El ministro de Relaciones Exteriores de Merkel tiene razón al alegar que “la ilusión de un mundo unipolar se desvaneció”. Y si se intenta caracterizar con una palabra el panorama del sistema mundial de Estados en la actualidad, habría que comenzar por definirlo como lo opuesto; o sea como “multipolar” o, quizá también, “policéntrico”. Aunque, por supuesto, existen enormes desigualdades entre esos múltiples polos. Y, además, una sola palabra no es suficiente para retratar un presente geopolítico complejo y contradictorio. Asimismo, es muy importante agregar que esos “polos” –grandes, medianos y pequeños– y sus relaciones cruzadas, muestran hoy cierta inestabilidad, desequilibrios y sobre todo tensiones crecientes y conflictos, algunos potenciales y otros que ya están en marcha.

Las tensiones se dan sobre el telón de fondo de un ciclo recesivo de larga duración en la economía global. En 2008 tuvo un pico de crisis serio. Pero luego las cosas no se solucionaron mediante el reinicio de un ciclo de crecimiento sostenido. Todo es “anémico”, aunque desigualmente: la “anemia” de China no tiene las mismas tasas que la de Italia. Pero, en todo el mundo, las consecuencias de esa “anemia” la pagan las masas trabajadoras y populares.

Esto se refleja, además en otro dato que sintetiza además el anquilosamiento de la llamada “globalización”: durante los casi 25 años antes de la crisis del 2008, el comercio mundial crecía el doble que el PBI mundial. Desde 2008, a duras penas llega a igualarlo. ¡Las supuestas “ventajas” del capitalismo globalizado se desacreditan cada vez más! Sólo han favorecido, en un extremo, la concentración más escandalosa de riqueza de la historia de humanidad… y, en el otro extremo, un crecimiento fenomenal de la desigualdad y la miseria: hoy, “el 1% más rico de la población mundial acumula más riqueza que el 99% restante”.4

¡Pero los gobiernos siguen jurando sobre la Biblia del capitalismo y los Evangelios de la globalización neoliberal, y continúan negociando “tratados de libre comercio”, aunque por abajo abren el paraguas tomando medidas proteccionistas todavía puntuales, pero que ya indican tendencias de que la cosa no va bien!

Es verdad que “la ilusión de un mundo unipolar se desvaneció” al poco tiempo de iniciar EEUU las aventuras de Irak y de Afganistán, de las que aún no ha terminado de salir por completo. ¿Pero por qué se reveló tan rápidamente como una ilusión ese “mundo unipolar”? ¿Sólo por Afganistán e Irak? ¿O porque esos fracasos dejaron al descubierto debilidades y problemas más serios de la “superpotencia”, al tiempo que entraba en escena China y retornaba Rusia?

Esa “ilusión de un mundo unipolar” tenía su razón de ser. Nació luego de 1989-91 al producirse el derrumbe y disgregación de la Unión Soviética. Es que, geopolíticamente, el mundo posterior a la Segunda Guerra Mundial era visto ante todo como “bipolar”: EEUU versus la Unión Soviética. Era el período de la llamada Guerra Fría.

Pero repentinamente uno de los polos de esa “bipolaridad” desapareció. Entonces, la definición parecía simplísima, aritmética: 2 – 1 = 1. Restaba un solo polo geopolítico, los Estados Unidos. ¡Dicho de otro modo, estábamos en el mundo unipolar!

Las cosas demostraron ser más complicadas. Eso tenía que ver con los procesos económicos, políticos y geopolíticos que se habían desarrollado en ese mundo relativamente “bipolar”, desde que nació al finalizar en 1945 la Segunda Guerra Mundial. En esa posguerra se inició luego la Guerra Fría, que en verdad siempre estuvo contenida y regulada en el marco de los acuerdos de Yalta-Potsdam, por los cuales Washington y Moscú se repartieron el mundo. La Unión Soviética, uno de sus polos, se había “disuelto”. Pero el polo triunfante, Estados Unidos, tras casi medio siglo de mundo bipolar, no era igual ni más fuerte que al inicio, en varios aspectos fundamentales que veremos a continuación.

Podríamos comparar esto con una carrera de larga distancia en que compiten dos corredores. Uno de ellos, la URSS, se derrumba repentinamente por un infarto. El otro corredor, EEUU, llega a la meta y es el triunfador, pero eso no implica que esté mejor o igual de salud que al momento de partir, 45 años antes. Efectivamente, durante ese largo período, EEUU, como Estado, había tenido sus “problemas de salud”… aunque no mortales, como fue el caso de la Unión Soviética. Veamos algunos de ellos.

 

2.1 Las guerras y sus consecuencias

En 1975, por primera vez en la historia, EEUU –superpotencia militar jamás derrotada– perdió una guerra, la de Vietnam. Para peor, este resultado no fue simplemente militar, sino el subproducto de una enorme movilización de masas juvenil y popular en EEUU, que abrió una crisis política y también de sus fuerzas armadas.

Es verdad que este movimiento de masas contra la guerra, así como el movimiento de los derechos civiles de los afroamericanos que lo precedió, fueron luego en gran medida “reabsorbidos” por el sistema, pero no sin dar concesiones y hacer cambios con ciertas consecuencias.

Uno de ellos, de importancia geopolítica, fue el giro a un ejército exclusivamente profesional, un cambio facilitado por los avances tecnológicos en materia militar. Esto intenta evitar que se repita el rechazo popular a las futuras guerras, que en el caso de Vietnam había sido agudizado por el servicio militar obligatorio que golpeaba a las familias.

La profesionalización de las fuerzas armadas fue eficaz para evitar, en los casos de Irak y Afganistán, la repetición de protestas masivas. Pero no ha solucionado la paradoja de una gran potencia imperialista que tiene que evitar los envíos masivos de tropas en sus intervenciones y debe reemplazarlas con aviación, drones y tecnología. Este problema no parecen tenerlo mayormente sus actuales rivales, Rusia y China.

 

2.2 Del “American Dream” a la pesadilla de la globalización

No hay que subestimar el tema de las guerras ni, concretamente, el fracaso de la ventura geopolítica de Bush de colonización casi directa del “Gran Medio Oriente”. Pero hay otro factor tanto o más importante que esas guerras en sí mismas para explicar las inesperadas debilidades del imperialismo más poderoso, luego de quedar solo en la escena después de 1989-91.

Nos referimos al progresivo deterioro de las condiciones de vida y de trabajo en EEUU, y el crecimiento paralelo de la desigualdad social. Esto ya se inicia a mediados de los 70 y se va profundizando cada vez más al compás de la globalización que en los 90 recibe otro impulso formidable, decisivo, por la caída de la Unión Soviética y la restauración capitalista en China y todo el (falso) “mundo socialista”. Luego, con la crisis de 2008, se presenta al mismo tiempo la oportunidad de dar otro mazazo para liquidar lo que quedaba de las concesiones y conquistas de los buenos tiempos de posguerra.

Recordemos que a mediados de los 70 finalizan los “30 gloriosos”, es decir, las tres décadas de la bonanza de posguerra. Fue el período de crecimiento económico más alto de la historia del capitalismo en los países centrales; a saber, EEUU, Europa (occidental) y Japón. Simultáneamente, las concesiones del Estado y las patronales –corporizadas en el “Estado de Bienestar”– fueron también sin precedentes en esas décadas. No sólo eran concesiones posibles en medio de esa bonanza, sino también ineludibles por la fuerza de los movimientos obreros y además la competencia con el “comunismo”.

Aunque con menos concesiones que los Estados europeos, EEUU en ese período fue el “mundo feliz” de la clase obrera y trabajadora, y también de los sectores de clases medias, pequeños comerciantes y empresarios… por supuesto, siempre que fuesen WASPs (White, Anglo-Saxon, Protestant).6

En el Manufacturing Belt (cinturón industrial) que se extendía por varios estados desde los Grandes Lagos al Atlántico, estaba lo que casi podríamos llamar la “fábrica del mundo”. Hoy esa región ha cambiado de nombre. Ahora se la conoce como el Rust Belt (cinturón de óxido): sólo quedan las ruinas de gran parte de esas fábricas y de las grandes ciudades industriales como Detroit.

Frente a la crisis que estalla a mediados de los 70, el capitalismo estadounidense encabezó un salto cualitativo en el proceso de globalización, que ya se había reiniciado al finalizar la guerra. Esto tuvo varios componentes, como, por ejemplo, la globalización financiera, que instaló sus dos principales capitales en Nueva York y Londres. Pero el más importante, que transformó la producción a escala mundial, fue la globalización de la producción, facilitada por la revolución de los containers en el transporte marítimo y otros avances tecnológicos.

Los productos industriales no se fabricaron ya en un solo lugar ni país. Los procesos productivos se realizan hoy en varios países, y sus partes convergen en algún punto del planeta donde se arma el producto final, desde un automóvil a una computadora.

Esta “deslocalización” mundial de la producción permitió al gran capital –cada más concentrado en oligopolios– poner a competir internacionalmente a los trabajadores entre sí, para explotarlos a todos más y mejor: el paria de la India, China o México contra el obrero “privilegiado” de EEUU, Gran Bretaña o Francia. Fue gran negocio pagar a un obrero chino o mexicano el 10% del salario de un estadunidense por hacer el mismo trabajo.

Sobre esos dos pies, la globalización financiera y los oligopolios productivos también globales, el capitalismo pisó el acelerador de la globalización neoliberal, en la que EEUU jugó un papel central y, en buena medida, conductor.

 

2.3 Internacionalización de producción y finanzas, pero con Estados nacionales

Sin embargo, simultáneamente, esto puso en marcha o agravó viejas y (sobre todo) nuevas contradicciones. Entre ellas, la contradicción creciente entre esos capitales que internacionalizan cada vez más su producción y finanzas, por un lado, y las consecuencias sociales y geopolítica en sus respectivos estados, que siguen siendo nacionales, por el otro.

La sociedad capitalista, desde sus orígenes, ha estado cruzada por la contradicción entre el carácter mundial de la economía y el carácter nacional de sus estados. La globalización no la resolvió –como creyeron algunos–, sino que, por el contrario, elevó esa contradicción a un nuevo nivel e hizo surgir nuevos aspectos.

Retomando el ejemplo de EEUU. Para el gran capital estadounidense globalizado fue un magnífico negocio cerrar las fábricas del Manufacturing Belt, convirtiéndolas en el Rust Belt, el cinturón de óxido, y, simultáneamente, abrir otras en China o México, con salarios incomparablemente más bajos.

Pero esto no sólo fue una catástrofe social, tanto para sus trabajadores como para las clases medias e incluso para los otros capitalistas que no huyeron a tiempo. También, desde el punto de vista geopolítico, para el Estado y el imperialismo estadounidense, tuvo consecuencias como mínimo contradictorias.

En primer lugar, la globalización económica y financiera ha proporcionado a la gran burguesía imperialista de EEUU –el famoso “1%”– ganancias sin precedentes, incluso en medio de las crisis. Pero, simultáneamente, debilita los imprescindibles cimentos de consenso del Estado y deteriora sus bases sociales. Eso es lo que han reflejado las recientes elecciones, a través de la mediación muy distorsionada de Trump. ¡El descontento crece cada vez más!

Es verdad que EEUU encabezó la “globalización” de la producción y las finanzas. Sin embargo, eso lo fortaleció en algunos sentidos, pero no en otros. En 1945, EEUU producía en su territorio el 50% del PBI mundial. Este año, según cifras del FMI, medido como PBI nominal, EEUU estaría en el 24,5% (World Economic Outlook Database, International Monetary Fund. October 2016). Y, medido como PPP (paridad de poder de compra), en el 15,6%. Mientras tanto, China –que en 1945 era la nada en comparación con EEUU– alcanza el 15,20%, medido como PBI nominal, y llegaría al 17,5%, medido como PPP (“Report for Selected Country Groups and Subjects-PPP valuation of country GDP”, International Monetary Fund, 13-6-16).

Y esto no se verifica sólo en Estados Unidos. También se aplica a Europa ¿Cuándo el Estado imperialista británico fue social e institucionalmente más sólido? ¿Cuándo concentraba en la isla la industria del Imperio Británico, que además se medía de igual a igual con Alemania? Ahora, que se ha desindustrializado relativamente (sólo el 14% del PBI es industrial), la principal “industria” son los servicios, incluida en primer lugar la ruleta financiera de la City de Londres. ¡Los “servicios” figuran hoy en las estadísticas con casi el 80% del PBI! ¿A quién se le hubiese ocurrido, además, en esas viejas épocas, proponer la secesión de Escocia del Reino Unido?

Hoy las islas británicas y su Estado están cruzados por una crisis social, con regiones industriales en ruinas, similares al Rust Belt de EEUU. Su voto fue decisivo para el triunfo del Brexit, que desató la crisis geopolítica más grave, tanto de la Unión Europea como al interior del Reino Unido, en relación a la posible separación de Escocia.

Y pasando al continente: el clima de descontento y deslegitimación de todo el edificio comunitario que está resquebrajando a la Unión Europea, ¿es obra de algún virus desconocido? ¿Sólo se debe a los inmigrantes? Y antes de que llegaran, ¿todos eran felices, las industrias florecían con trabajos estables y buenos salarios para todos? ¿O los refugiados sólo fueron la gota que desbordó el vaso del descontento preexistente?

 

2.4 El surgimiento de China como gran potencia: un imperialismo en construcción

Pero éstas no son las únicas consecuencias negativas o, como mínimo, muy contradictorias para los tradicionales Estados imperialistas. Las deslocalizaciones de la producción globalizada han generado en Centroamérica o México maquilas geopolíticamente “controlables”… por lo menos hasta ahora.

En Asia-Pacífico, las cosas han sido diferentes y más contradictorias. Es que la globalización productiva fue el mecanismo decisivo (aunque no el único) en la irrupción de China como gran potencia, que hoy le está pisando los talones a Estados Unidos. Las inversiones en China y/o la utilización de su industria proporcionaron ganancias colosales al capital estadounidense y europeo. Pero eso, simultáneamente, implicó un debilitamiento geopolítico relativo de sus Estados y crisis social a su interior.

Con China les surge un rival geopolítico cuya talla, sumada al “retorno” de Rusia, pone a EEUU cada vez más lejos del “mundo unipolar” gobernado desde Washington, ilusión que en los años 90 se daba como un hecho. Y no se trata sólo de China. También la India –que además es potencia nuclear– constituye otro “peso pesado” y un interrogante geopolítico.

En un punto específico sobre el escenario del Asia-Pacífico, analizaremos más adelante la expansión de la influencia económica y geopolítica de China, englobadas en las iniciativas de la “nueva ruta de la seda” y otros desarrollos, así como nuevas instituciones internacionales promovidas por Beijing, paralelas (y competidoras) de las fundadas por EEUU en la posguerra. También veremos los roces crecientes con EEUU y otros estados de la región, con amagos de confrontaciones militares, sobre todo después que Obama anunciara el “giro al Pacífico” para hacer frente al nuevo “peligro amarillo”.

Aquí sólo veremos una definición de China como Estado. Esto es importante, entre otros motivos, porque sectores de la izquierda, en América Latina y Europa consideran a China más “progresiva” o, por lo menos, más “benévola” que EEUU y el resto de viejos imperialismos. Algo parecido, aunque con distintos argumentos, se hace en esos u otros círculos en relación a Rusia.

En ese tema, una confusión geopolítica fue durante unos años la constitución de los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica), que puso un falso signo igual entre Estados muy distintos.

Nos parece que la definición más correcta del Estado chino –y de su aparición como potencia capaz de medirse con EEUU– es la de Pierre Rousset: “un imperialismo en construcción” (ver su texto “China – Un imperialismo en construcción”, periódico Socialismo o Barbarie Nº 304, 11-9-14). En ese texto polemiza con razón contra la fábula de los BRICS y los famosos “Estados emergentes”, que tantas fantasías económicas, políticas y geopolíticas inspiraron en la década pasada. Se especuló con el proyecto de una asociación económico-comercial de las “cinco economías nacionales emergentes más importantes del mundo”. En verdad, casi lo único en común que tenían como estados era su gran extensión y población (aunque Sudáfrica mucho menos). Pero ni los BRICS, ni el BRIC (sin Sudáfrica) han confirmado esos sueños. El impacto de la crisis iniciada en el 2008 puso de relieve las diferencias.

Asimismo, a estos países se los ha caracterizado como “subimperialistas”, una categoría de cierta utilidad acuñada el siglo pasado por Ruy Mauro Marini –teórico de la “dependencia”– para caracterizar el rol de Brasil en Sudamérica bajo la dictadura militar en los 60, cuando era una especie de gendarme continental comisionado por Washington. Pero es evidente que hoy ni China ni Rusia ejercen el rol de subimperialismos regionales bajo comando de alguna otra potencia global.

La burocracia maoísta (reconvertida al capitalismo) que gobierna China aprovechó la colosal oportunidad que desde los 90 implicó convertirse en la “fábrica del mundo”, que desembocó en una verdadera revolución industrial. Bajo la consigna de Deng Xiaoping, “hacerse rico es maravilloso”, la burocracia se hizo billonaria, pero eso no implicó que se convirtiese en lacayo subimperialista de EEUU, como es el caso (histórico e irremediable) de la gran burguesía brasileña.

La clave principal de esta diferencia es la mediación de una gran revolución, la de 1949, una de las más importantes del siglo pasado. No fue una revolución obrera y socialista, y su burocracia la hizo desembocar finalmente en un capitalismo con estándares de explotación salvajes. Pero también consumó una transformación social que barrió a la vieja burguesía sirviente de EEUU y otros imperialismos, consumó una revolución agraria y sentó las bases de la independencia nacional. Es sobre ese terreno que la burocracia billonaria se apoyó para erigir a China como segunda potencia mundial.

La peculiar formación económico-social de China, donde una burocracia gobernante generada por una revolución se “reconvierte” en burguesía billonaria, es simultáneamente la fuerza y la debilidad de su régimen. El marxista chino Au Loong Yu, al polemizar con Giovanni Arrighi, en su libro Adam Smith en Pekín (2007), considera así a China y su régimen:

“Sobre la base de las experiencias de Occidente, la burocracia y la clase capitalista son considerados como dos grupos sociales diferentes e incluso opuestos. Por el contrario en China la burocracia es la clase capitalista […]. Si el Estado-partido conserva la propiedad de los comandos de la economía, no es en razón de cualquier adhesión al ‘socialismo’, como lo hace entender Arrighi. Es simplemente porque la elite dirigente no puede tolerar abandonar los sectores más rentables de la economía. […] Pero, por más hegemónica que sea, el Estado-partido funciona igualmente de manera contradictoria. Es eficaz para controlar a la población, pero pierde progresivamente el control sobre sí mismo. No puede controlar su propia voracidad, ni su corrupción ni sus dimensiones. El número de funcionarios no deja de crecer, a pesar de las directivas del gobierno central. Los escándalos son ejemplos de la importancia de la corrupción, que se traduce en una desconfianza y un odio profundo de la población por los funcionarios gubernamentales, y la desintegración del tejido social pone a un número creciente de ciudadanos al borde de la rebelión” (Au Loong Yu, “Fin d’un modèle ou naissance d’un nouveau modèle ?”, Inprecor, N° 555, novembre 2009).

Y, efectivamente, desde que Au Loong Yu escribió esto, los llamados “incidentes”, tanto obreros como populares, han tenido –con alzas y bajas– una tendencia a multiplicarse. Y un caso especial ha sido la “rebelión de los paraguas” de Hong Kong.

Asimismo, con Xi Jinping, que asume el mando del PCC en 2012, hay un intento de hacer frente a los desafíos internos y externos. Al interior, hay una limpieza anticorrupción, pero que dudosamente acabe con una cuestión que es estructural y que hace al modo de dominación y reparto de la plusvalía en un sistema simbiótico de burguesía-burocracia. Al exterior, se lanza la iniciativa de la Nueva Ruta de la Seda, que veremos más adelante.

 

2.5 Rusia: ¿Un imperialismo en re-construcción?

La naturaleza de la Rusia actual es también un tema de debate importante como el de China. Y en esto, también varían mucho los puntos de vista que aparecen en la “izquierda” en general. Mientras algunos presentan a la Rusia de Putin como un imperialismo cabal, en el otro extremo se la describe casi como una inofensiva semicolonia, que hace todo lo que puede para defenderse de los pendencieros de la OTAN.

“¿Rusia en un poder imperialista, parte del ‘centro’ del capitalismo global? ¿O, dadas sus características económicas, sociales y político-militares la señalan como parte de la ‘periferia’ o ‘semiperiferia’ global; es decir como uno de la mayoría de países que, en mayor o menor grado, son blancos del acoso y del saqueo imperialistas?” (Renfrey Clarke and Roger Annis, “The Myth of ‘Russian Imperialism’: in defence of Lenin’s analyses”, Links, 29-2-16). Tal es la pregunta retórica que se hace uno de los tantos polemistas, que opina que Rusia no es “un poder imperialista”. Y nos remiten a Lenin –en “El imperialismo fase superior del capitalismo”(1916/17)– y la definición sintética que formula allí del imperialismo.7

En esa definición, evidentemente, la actual Rusia no entra totalmente. Pero tampoco le cabía a la Rusia zarista de la época de Lenin. Sin embargo, a nadie en esa época –tampoco a Lenin– se le ocurría decir que Rusia no fuese un imperialismo, aunque evidentemente no era como el Imperio Británico, Alemania, Francia o EEUU, y exhibía atrasos aún peores que los de la Rusia actual.

Es que la Rusia de los zares (y hoy también la Rusia de Putin) presentaba una combinación extrema de desigualdades, de rasgos económicos y sociales atrasados y avanzados. Tenían en algunas ciudades las más grandes fábricas de Europa, y en otras regiones un atraso de siglos, con relaciones serviles o hasta tribales en al campo. Financieramente, los zares eran una semicolonia de los banqueros de París, mientras al mismo tiempo imperaban sobre innumerables naciones no rusas, etc. ¡No es casual que haya sido un ruso –León Trotsky– quien formula la “ley del desarrollo desigual y combinado”, inspirándose explícitamente en la realidad rusa de extremados contrastes y de “amalgama de formas arcaicas y modernas”!

La Rusia que emerge tras la disolución de la Unión Soviética en 1991, luego de más de seis décadas de stalinismo, no era por supuesto la Rusia de los zares, pero tenía poco que envidiarle en cuanto a “extremados contrastes”, por ejemplo, entre una industria militar y aeroespacial que se mide con, y en algunos aspectos supera a, EEUU, y una economía donde los hidrocarburos son aún la principal fuente de divisas, como si fuese Ecuador o Venezuela. Pero no nos confundamos: en el cuadro geopolítico del planeta, Rusia no es Venezuela ni tampoco Ecuador.

Los privatizadores y neoliberales extremos que gobernaron con Yeltsin llevaron a Rusia a la bancarrota de 1998. Es probable que en esos primeros años, el carácter de Rusia e, incluso, la posibilidad de su fragmentación estuviese entre signos de interrogación. Pero la reacción nacida de las entrañas del aparato del Estado –que se corporizó en Putin, que hizo su carrera específicamente en el aparato militar– impuso un giro bonapartista.

De ninguna manera liquidó a los oligarcas neoliberales que saquearon al Estado. ¡Putin no tiene nada de socialista ni anticapitalista! Pero les impuso obediencia, junto con nacionalizaciones de cierta importancia. Quienes lo desafiaron terminaron en la cárcel, el exilio o el cementerio. Claro que ese clima represivo también sopla hacia la izquierda…

La hostilidad creciente de EEUU, la OTAN y (desigualmente) la UE –con provocaciones como la guerra con Georgia (2008), Ucrania (2013-14) y los despliegues militares en el Báltico y Polonia– no hizo más que fortalecer su figura al interior de Rusia. Especialmente lo de Ucrania elevó la popularidad de Putin a cifras inalcanzables para sus colegas occidentales. La demostración de fuerza en la guerra de Siria, que contrastó con las vacilaciones de EEUU y las potencias europeas, completó este cuadro.

De alguna manera, la definición geopolítica de la Rusia de Putin la aporta el mismo Putin. Su proyecto parte explícitamente de la reivindicación histórica de las Rusias, sus imperios y sus zares, de los que se presenta como su continuación y reconstrucción. En ese sentido, para que no queden dudas, Putin acaba de erigir frente al Kremlin una estatua monumental de Vladimir I, fundador de la Primera Rusia en 988. “Vladimir pasó a la historia como el unificador y defensor de las tierras rusas, como un político visionario. Ahora nuestro deber es ponernos de pie y enfrentar juntos los retos y las amenazas modernas, basándonos en su legado”, dijo Putin al inaugurarla. Otros destacados zares constructores del poder imperial, como Pedro el Grande, también figuran en el santoral oficial.

En cambio, para Putin existe una figura abominable y culpable de todos los males en la historia de Rusia: Vladimir Lenin. En enero pasado, Putin llegó a hacerlo responsable post mortem de la disgregación de la Unión Soviética: “Puso una bomba atómica bajo la casa de Rusia que después explotó” (Isabelle Mandraud, “Putin y el desafío de Lenin”, Viento Sur, febrero 2016). ¿Cuál es esa maldita bomba leninista, que disgregó los dominios de Rusia? El principio defendido por Lenin (contra Stalin, al constituirse la URSS) de “autodeterminación de los pueblos” con “igualdad plena” y el “derecho de cada uno a abandonar la Unión” (ídem). Putin, con toda franqueza, explica que va en dirección opuesta.

En ese sentido, su proyecto reconstructivo, al tiempo que abomina de Lenin, reivindica no sólo la Rusia imperial de los grandes zares sino también la de Stalin, aunque en este caso esquiva prudentemente personalizar. Para eso se toma de un gran hecho histórico, la lucha heroica y la victoria de la Unión Soviética sobre el nazi-fascismo en la Segunda Guerra Mundial. Los monumentales desfiles militares que organiza frente al Kremlin, están presididos por dos colosales escudos, el del águila bicéfala usado por los zares y el de la hoz y el martillo. Pero, al igual que hacía Stalin, este triunfo sobre el nazi-fascismo es vaciado de su contenido internacionalista: es “la Gran Guerra Patria”.

Esta reconstrucción o recomposición geopolítica encaminada por Moscú mira hacia Oriente y también hacia Occidente. Se expresó tanto frente a la cuestión de Ucrania como a los proyectos “euroasiáticos” que están en curso con China y diversos estados de Asia Central. Y es en función de ella que además Moscú interviene decisivamente en la guerra de Siria.

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