Tres siglos de inmortalidad

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  • Acerca de la filosofía de Baruch Spinoza.

Evald Vasilievich Iliénkov y Liev K. Naúmienko

Artículo traducido por Marxismo Crítico.

Publicado en ruso en la revista Comunista (1977, n.5, pp. 63-73) y publicado en italiano en Jornal Crítica da Filosofía Italiana (Julio-Diciembre 1977, año LVI (LVIII), fasc. III-IV, pp. 410-426).

Disponible en ruso en el Читая Ильенкова [http://caute.ru/ilyenkov/]. Derechos de reproducción: Creative Commons1.

Hace trescientos años, completó su camino en la tierra uno de los mejores hijos del género humano, un hombre ante cuya memoria se sienten hoy obligados a inclinar la cabeza con respeto incluso los adversarios más radicales de sus ideas, los enemigos implacables de la noble causa a la que entregó su vida corta y luminosa, teólogos e idealistas de todas las tendencias y matices. Siglos de esfuerzos inútiles los convencieron de que no es posible confrontar a Spinoza con insultos, difamaciones, prohibiciones y censuras. Ahora intentan vencerlo con el arma de la “interpretación”, a través de la tergiversación más inexcusable del verdadero sentido de la doctrina del gran pensador humanista. Es bastante ridículo, pero es así. El mismo partido del oscurantismo religioso que alguna vez publicara el texto de la “gran excomunión” que prohibía para siempre a sus correligionarios, no sólo “leer cualquier cosa compuesta o escrita o por él”, sino incluso “acercarse a él a menos de cuatro codos”, hoy, por boca de Ben Gurion, pide permiso a la humanidad para “corregir la injusticia” y cuenta entre sus santos al gran hereje y adversario de Dios…

Bertrand Russell, reconocido líder del positivismo contemporáneo, lo consideró, entre los grandes filósofos, uno de los más nobles y atractivos, aun cuando pensaba que “la ciencia y la filosofía de nuestro tiempo no pueden aceptar la concepción de la sustancia en que se apoyaba Spinoza”. (B. Russell, A History of Western philosophy, New York, 1966, pp. 568-578).2

Por supuesto, tales interpretaciones, al igual que las viejas calumnias, apenas pueden mancillar la figura de Spinoza. Cuanto mayor es la distancia en el tiempo que nos separa de su vida, más claro y definido se perfila su auténtico rostro, el rostro de uno de los fundadores de la ciencia moderna, de una visión esencialmente materialista del mundo circundante y del mundo interior del hombre.

Es posible afirmar sin exagerar que, gracias a la doctrina de Spinoza, la humanidad conquistó, de una vez y para siempre, el sistema claro e inequívoco de axiomas de la cultura intelectual y moral progresista y democrática. En su personalidad y en su obra, el intelecto y la moral se fundieron de manera verdaderamente prodigiosa, de forma tal que resulta del todo imposible separar el uno de la otra. Esta peculiaridad da origen a algo que solo puede ser definido como una humanidad profunda, como la democracia profunda del pensamiento.

Es difícil concebir injusticia mayor que la leyenda acerca de “la complejidad”, “la ininteligibilidad” y “la inaccesibilidad” de las tesis que constituyen la esencia de la doctrina de Spinoza. Estas son tan claras y sencillas en todos los puntos decisivos que pueden parecer derivadas de una ingenuidad infantil, en lugar de concebirse como el resultado del trabajo arduo de una mente madura y osada, presa de una extrema necesidad y de las contradicciones más agudas de la época, las contradicciones del desarrollo de la cultura burguesa que lo acompañarían desde el inicio hasta su fin inevitable: las existentes entre la ciencia y la religión, entre la palabra y la acción, entre el hombre y la naturaleza, entre los individuos y la sociedad, y otras por el estilo.

Por la lógica rigurosa de su construcción, el edificio de la Ética recuerda la armonía luminosa del Partenón, un hermoso templo erigido en honor del Hombre y de la humanidad, un hombre del todo real, terrenal, al que nada humano le es ajeno, incluidas sus flaquezas, o sea, sus limitaciones naturales… Se trata de las mismas flaquezas y limitaciones que toda religión “deifica”, que se presentan y se conciben como virtudes incondicionales, como perfecciones “divinas” de su naturaleza, como resultado de lo cual sus perfecciones reales comienzan a parecer defectos pecaminosos. Spinoza no intenta en modo alguno “deificar” al hombre. Simplemente procura entenderlo tal y como es. En esto radica todo el secreto del espinozismo.

La gran ventaja del ateísmo de Spinoza –que constituye la fuerza y la sabiduría de su estrategia y su táctica– respecto a cualquier otra forma de “no creencia en Dios”, deriva probablemente de esa faceta de su personalidad y su doctrina que definimos más arriba como democracia profunda, de su respeto sincero por el ser humano de su época, real, vivo, no imaginario. Spinoza no intentaba impresionar a sus contemporáneos con expresiones irreverentes del tipo “¡no hay dios!”, porque su lucha no estaba orientada contra las palabras que designan prejuicios y supersticiones, sino contra los propios prejuicios y supersticiones en su esencia. Echaba por tierra los prejuicios, al tiempo que se mostraba indulgente con los términos con los que estos se expresaban. Precisamente por ello, se dirigía a sus contemporáneos en el único lenguaje que estos entendían: dios existe, pero vosotros, los hombres, lo imagináis completamente diferente a lo que realmente es. Lo imagináis muy semejante a vosotros, y le atribuís todo vuestro egoísmo, toda vuestra estrechez personal y nacional, todas las características de vuestra naturaleza, incluidas las peculiaridades de la carne, hasta llegar al absurdo más ridículo y evidente.

Spinoza sitúa así la conciencia religiosa frente a una alternativa muy incómoda: o dios es antropomórfico, y entonces está privado de todos los atributos “divinos”, o posee todos esos atributos, y en tal caso, su representación debe ser depurada de toda huella de antropomorfismo, de cualquier indicio de semejanza con el cuerpo pensante del hombre.

Se trata de una auténtica descomposición dialéctica del concepto fundamental de la teología y de la religión, que destruye por completo la piedra angular de la ética y la cosmología idealista-religiosa. A dios se le retiran, uno tras otro, todos los rasgos y atributos que le había atribuido la religión y estos le son devueltos de inmediato a su verdadero dueño, el ser humano; al final, dios se ve privado de toda determinación y resulta enteramente fundido con el conjunto infinito de todas las “determinaciones” que se niegan mutuamente. En otras palabras, de “dios” no queda, en resumen, más que el nombre; se convierte en un sinónimo nuevo –y por tanto, superfluo– de la palabra “naturaleza”, de la que el hombre real siempre ha sido y sigue siendo una minúscula partícula. La fuerza real y el poder de la palabra “dios” sobre los hombres no es otra cosa que la fuerza totalmente real del desconocimiento de estos acerca de la verdadera naturaleza y el orden de las cosas en el cosmos, la fuerza demoníaca de la ignorancia, de la ausencia de un saber real del ser humano tanto sobre la naturaleza como sobre sí mismo.

Nos hallamos, por supuesto, ante un ateísmo tan claro e inequívoco que fue comprendido de inmediato por todos; no sólo por los teólogos instruidos, virtuosos en el arte de detectar cualquier atisbo de heterodoxia, sino hasta por el cura más provinciano. En el pasado, ningún ateo había desatado entre el clero tamaña tempestad de indignación, de odios e insultos. En la animadversión hacia Spinoza confluirían estrechamente las fuerzas de todas las religiones, demostrando así una completa unanimidad en la comprensión del hecho de que su doctrina representaba la condena a muerte, no sólo –y no tanto– de una religión o iglesia específica, sino también de la forma religiosa de pensamiento en general. Obviamente, la furia del clero reveló una sola cosa: su total impotencia para oponer a Spinoza aunque sea un argumento sólido, para contraponer a su doctrina algo más que insultos, maldiciones y amenazas. El adjetivo “espinoziano” se convirtió durante largos siglos en sinónimo de “ateo”, e hicieron falta cientos de años para que las religiones del mundo tomaran conciencia de que los insultos groseros contra Spinoza apenas afectaban la fuerza serena de sus argumentos y, más bien, elevaban su prestigio ante los ojos de todos los hombres de pensamiento.

Al descomponer dialécticamente el concepto idealista-religioso de “dios“ en sus elementos constitutivos reales (por un lado, una falsa representación de la naturaleza y, por otro, una representación no menos falsa de la naturaleza humana como una “partecita” de aquella), Spinoza presentó una alternativa positiva al punto de vista que había desahuciado con su análisis: la investigación científica lúcida y audaz, que no se detiene ante nada, de la naturaleza del hombre como un “modo” peculiar de la naturaleza en general, la comprensión dialéctica de ambos, tanto en su unidad, como en la diferencia existente dentro de esa unidad, igualmente indudable.

Se trata, de manera general, del mismo programa en cuyo cumplimiento está empeñado desde entonces todo el desarrollo de la cultura mundial en sus mejores tendencias y sus corrientes auténticamente progresistas.

El propio Spinoza entendió muy bien que la realización concreta de su programa de perfeccionamiento intelectual y moral de la humanidad, no es una labor tan sencilla como para que pueda ser culminada con premura, porque la tarea de comprender de forma exhaustiva la naturaleza en su totalidad, que incluye la comprensión de la naturaleza humana como una parte peculiar de este conjunto infinito, sólo puede ser acometida con el concurso de las fuerzas combinadas de todas las ciencias naturales y humanas, y únicamente como un objetivo que nunca será plenamente alcanzado. Por ello, no confió la solución de esa gran tarea a una sola ciencia, cualquiera que fuese – la mecánica, la fisiología o la filosofía–, sino que puso sus esperanzas solamente en sus esfuerzos conjuntos, orientados a alcanzar una comprensión adecuada de la naturaleza infinita. Por esta misma razón, Spinoza nunca amarró sus puntos de vista al nivel de desarrollo de las ciencias naturales de su tiempo (como tampoco al nivel existente de las concepciones morales de sus contemporáneos), pues comprendía perfectamente toda su limitación, todas sus carencias e imperfecciones. Esa peculiar actitud fue muy valorada dos siglos después por Friedrich Engels: “Hay que señalar los grandes méritos de la filosofía de la época que, a pesar de la limitación de las Ciencias Naturales contemporáneas, no se desorientó y —comenzando por Spinoza y acabando por los grandes materialistas franceses— se esforzó tenazmente para explicar el mundo partiendo del mundo mismo y dejando la justificación detallada de esta idea a las Ciencias Naturales del futuro”3.

Es del todo evidente que resulta imposible entender y explicar la filosofía de Spinoza como el resultado de una simple “generalización” de las ciencias naturales de su época, pues aquella no se apoyaba en el nivel alcanzado por estas últimas, sino en las tendencias históricas progresistas que no era muy fácil identificar en el conjunto del conocimiento de entonces. No se debe olvidar que las ciencias naturales de la época apenas comenzaban a liberarse del yugo omnipotente de la teología y que sobre la mentalidad de los naturalistas, incluso de los más grandes, aún pesaba el prestigio de un Aristóteles teologizado con su concepción de la finalidad “inmanente” de los fenómenos naturales, o sea, de la existencia de fines en la propia naturaleza. Esta representación acudía en socorro de los naturalistas cada vez que se ponían de manifiesto las deficiencias obvias de la concepción puramente mecanicista de las cosas, es decir, el punto de vista matemático unilateral, la manera abstractamente cuantitativa de describirlas e interpretarlas. La teleología —una forma un poco más refinada del mismo antropomorfismo que regía en la esfera de la moral religiosa—, resultó un complemento históricamente inevitable de la concepción groseramente mecanicista, una especie de imagen especular invertida de su imperfección. En plena medida, esta “complementariedad” constituía una propiedad de todo el cartesianismo y, más tarde, de todos los discípulos del gran Newton.

No es difícil imaginar qué filosofía nos hubiese dejado Spinoza en herencia si simplemente (acríticamente) hubiese generalizado los éxitos de las ciencias naturales de su tiempo, incluso sus verdaderos éxitos, obtenidos mediante el modo de pensamiento consecuentemente mecanicista. Sin embargo, él demostró una asombrosa capacidad de diferenciación crítica en relación con estos éxitos, y por ello su actitud categóricamente negativa hacia la teleología en general se convirtió por necesidad en una actitud crítica respecto al mecanicismo. Esta ventaja de su forma de pensar se reveló con especial agudeza en la comprensión de la naturaleza del hombre, en la solución de las dificultades relacionadas con la doctrina cartesiana de la relación entre el cuerpo y el alma, con el famoso problema “psicofísico”.

La solución de este problema en la concepción de Spinoza aún impresiona por la solidez de sus principios y la ausencia de compromisos teóricos, por aquella asombrosa consistencia que aún hoy –300 años después– brilla por su ausencia entre algunos psicólogos y fisiólogos cuando reflexionan sobre la relación existente entre la psiquis y el cerebro, entre el pensamiento y los estados corporales del ser humano, del organismo del hombre.

Como todo lo genial, la solución de Spinoza es sencilla.

De un solo golpe, corta el nudo gordiano del célebre problema “psicofísico” ideado por Descartes: entre el “alma” y el cuerpo del hombre no existe ni puede existir “relación” alguna (menos aún causal, de causa y efecto) por la sencilla razón de que no se trata de dos “cosas” diferentes que pudieran establecer relaciones recíprocas diversas entre sí, sino de la misma “cosa” en dos proyecciones diferentes, obtenidas como resultado de su refracción (su desdoblamiento) a través del prisma de nuestra “mente”.

Por ello, en el enfoque cartesiano, el “problema psicofísico” constituye un problema ilusorio, existente solo en la imaginación, que Spinoza retira del orden del día al considerarlo una formulación falsa de un problema real completamente diferente. Este problema se resuelve mediante la investigación crítica de las peculiaridades reales de nuestra propia mente (o, con más precisión, de la facultad de imaginación), inclinada a ver dos cosas diferentes donde de hecho sólo existen dos palabras que designan la misma “cosa” efectivamente indivisible: el cuerpo pensante.

Así, pues, preguntarse cómo se “unen” en el hombre el “alma” y el “cuerpo” (los estados del cuerpo y el pensamiento), es tan absurdo como preguntarse cómo se “une” al cuerpo su propia extensión. Esta pregunta ya contiene en sí el supuesto absurdo de que puede existir un “cuerpo” sin “extensión”, y una extensión sin cuerpo y fuera del cuerpo…

El concepto de cuerpo pensante es la auténtica piedra angular de toda la filosofía de Spinoza, la médula de su oposición al dualismo cartesiano, aunque desde un punto de vista formal (según el orden de la exposición de esta filosofía en la Ética) podría parecer que esta piedra angular la constituyen las definiciones axiomáticamente formuladas de “sustancia”, “atributo”, “libertad”, “necesidad”, “causa final” e “infinitud”.

Karl Marx llamó la atención en varias ocasiones sobre esta importantísima circunstancia: “Así, son dos cosas absolutamente diferentes lo que Spinoza consideraba la piedra angular de su sistema, y lo que, en realidad, constituye esta piedra angular”4.

No es difícil reparar en que las “definiciones”, con las que comienza la Ética, solo constituyen en realidad aclaraciones sucintas del significado de determinadas palabras (términos) universalmente aceptadas en aquella época. Otra cosa completamente diferente es responder a la pregunta de si es posible considerar el pensamiento como la sustancia del alma humana (es decir, de la psiquis real de los hombres), o si ha de entenderse solo como un atributo de la sustancia, como algo que solo nuestra mente concibe como esencia de la sustancia, es decir, como la propia sustancia en su definición principal. Es fácil comprender (y así lo hicieron al acto los contemporáneos de Spinoza) que la mente que concibe al pensamiento como “sustancia “ del alma, es la “mente” completamente real de Descartes, que, en este caso, había rendido todas sus posiciones ante los teólogos. Spinoza es en extremo categórico al afirmar que esta representación constituye una ilusión de nuestra mente, que en modo alguno compartía, aunque comprendiera su origen.

El verdadero punto de partida y el concepto fundamental del sistema de Spinoza, desde cuya perspectiva reinterpreta radicalmente todos los “conceptos” lógicos abstractos de su época, es una determinada concepción de la naturaleza del hombre consecuentemente materialista, que aún hoy no todos aceptan.

El hombre –y solo el hombre– es el objeto real del que aquí se trata y que Spinoza, de punta a cabo, sitúa en el centro de su investigación teórica. El hombre, y solo el hombre, es el “sujeto real”, y todas las características postuladas al principio sin hacer referencia a él –las características de la “sustancia”, del “atributo”, del “modo”, etc.– son en realidad definiciones abstractas suyas.

El pensamiento es una propiedad, una facultad de la materia o, como dice Spinoza, un atributo de la sustancia. En esta tesis encuentra su expresión acabada la esencia del materialismo “inteligente” de los siglos siguientes, incluido el nuestro. Toda la poderosa energía heurística del materialismo se encuentra aquí como en un resorte enrollado, como en un concentrado de fórmulas algebraicas.

Precisamente a causa de su exactitud, las formulaciones de Spinoza tuvieron consecuencias verdaderamente catastróficas para la concepción idealista-religiosa del mundo; estremecieron el fundamento –la piedra angular– de las construcciones especulativas más ingeniosas, que estas compartían con las supersticiones más groseras y primitivas. Estas formulaciones aún conservan toda su fuerza destructiva en relación con este tipo de construcciones, a lo cual es preciso añadir que excluyen, al mismo tiempo, toda posibilidad de interpretar el “pensamiento”, no solo como cierto principio incorpóreo que irrumpe activamente desde fuera en la “sustancia corpórea” para formarla a su manera, sino también de explicarlo según la lógica del materialismo primitivo, mecanicista, inclinado a ver en el “pensamiento” un sinónimo literario inútil (un nombre superfluo) de los procesos materiales peculiares que transcurren en el cuerpo del cerebro humano, en el estrecho espacio del cráneo del hombre. Esta concepción puramente fisiológica del “pensamiento” es tan inaceptable y absurda para Spinoza como las fantasías acerca del “alma incorpórea”.

Spinoza comprende perfectamente que es imposible entender la “naturaleza del pensamiento” cuando nos limitamos a examinar los sucesos que ocurren dentro del cuerpo singular y del cerebro del individuo, porque en ellos sólo se expresa de una manera particular algo totalmente diferente, a saber, el “poder de las causas externas”, la necesidad universal en cuyos marcos existen y actúan (se mueven) todos los cuerpos, incluido el cuerpo del ser humano.

Por lo tanto, el “pensamiento” (la facultad que distingue el “cuerpo pensante” del cuerpo no pensante) sólo puede ser comprendido si examinamos el “cuerpo” real en cuyo interior el pensamiento se realiza por necesidad y no por azar. Ese “cuerpo” no es la glándula “pineal”, no es el cerebro y ni siquiera el cuerpo humano en su totalidad, sino solamente el conjunto infinito de “cuerpos”, del cual forma parte también el cuerpo del hombre.

Al definir el pensamiento como un “atributo de la sustancia”, Spinoza se sitúa por encima de todo representante del materialismo mecanicista. Asimismo, se anticipa a su época por lo menos en dos siglos cuando enuncia, en esencia, una tesis que Engels formularía de la siguiente forma: “Pero lo gracioso del caso es que el mecanicismo (incluyendo al materialismo del siglo XVIII) no se desprende de la necesidad abstracta ni tampoco, por tanto, de la casualidad. El que la materia desarrolle de su seno el cerebro pensante del hombre constituye, para él, un puro azar, a pesar de que, allí donde esto ocurre, se halla, paso a paso, condicionado por la necesidad. En realidad, es la naturaleza de la materia la que lleva consigo el progreso hacia el desarrollo de seres pensantes, razón por la cual sucede necesariamente siempre que se dan las condiciones necesarias para ello (las cuales no son, necesariamente, siempre y dondequiera las mismas)”.5

De lo anterior se deriva necesariamente la conclusión de que “la materia permanece eternamente la misma a través de todas sus mutaciones; de que ninguno de sus atributos puede llegar a perderse del todo y de que, por tanto, por la misma férrea necesidad con que un día desaparecerá de la faz de la tierra su floración más alta, el espíritu pensante, volverá a brotar en otro lugar y en otro tiempo”.6

¿Es necesario demostrar que nos hallamos ante una reproducción de la tesis que sustenta Spinoza? El propio Engels destacó de forma inequívoca la coincidencia total de sus ideas con las de Spinoza en este punto, y no es casual que Plejanov haya traído a colación esta circunstancia en el contexto de sus discusiones con los machistas: “Así, pues –pregunté– ¿considera usted que el viejo Spinoza estaba en lo cierto al decir que el pensamiento y la extensión no son otra cosa que dos atributos de una misma sustancia? ‘Desde luego’ –respondió Engels–, ‘el viejo Spinoza tenía toda la razón’”.7

Lo importante en este caso no es tanto la coincidencia de ideas, cuanto el hecho de que Engels ve precisamente aquí la frontera que separa radicalmente el materialismo “inteligente” del materialismo mecanicista que, incapaz de orientarse en la dialéctica de las interrelaciones entre la “idea” y la materia, se ve arrastrado por fuerza hacia el callejón sin salida del célebre “problema psicofísico”.

El discurso sobre la “naturaleza del pensamiento”, sobre el pensamiento como tal, se construye de manera inaceptable a imagen y semejanza de la “inteligencia y la voluntad” del individuo singular, es decir, de acuerdo con la lógica del antropomorfismo que, al razonar sobre esta cuestión, siguen tanto los teólogos como los cartesianos. Ahora bien, ocurre justamente lo contrario: el intelecto y la voluntad del hombre singular han de ser entendidos como una expresión particular y específica (y no necesariamente “adecuada”) de la capacidad universal, “infinita en su género”, necesariamente inherente, no a un cuerpo único, sino a todo el conjunto infinito de tales cuerpos unidos en una totalidad, que constituyen, según la expresión de Spinoza, “como si fuera un solo cuerpo”.

Esta facultad universal pertenece al cuerpo singular solo porque este es capaz de existir y de actuar de acuerdo con una necesidad que lo conecta con todos los otros cuerpos, y no de acuerdo con la naturaleza, la forma y la disposición peculiar de las partículas de las que está compuesto.

En otras palabras, por su naturaleza, el pensamiento consiste precisamente en la facultad de ejecutar acciones corporales reales de acuerdo con la lógica de cualquier otro cuerpo, y no de acuerdo con la lógica de la estructura específica del cuerpo que realiza estas acciones. En ello radica la esencia del espinozismo, la esencia del vuelco radical que operó Spinoza en la historia del pensamiento filosófico, un vuelco decisivo hacia el materialismo.

Un cuerpo es un cuerpo pensante en la medida en que es capaz de construir activamente sus propias acciones y realizarlas de acuerdo con los esquemas (con la forma y la disposición) de todo el conjunto de cuerpos del mundo circundante, con los esquemas de la necesidad universal.

Por supuesto, el hombre real, terrenal, está muy lejos de poder hacer esto; sin embargo, por cuanto piensa, actúa exactamente así y no de otra forma. Los grados de su libertad aumentan justamente en la misma medida en que actúa como un cuerpo pensante. Es posible afirmar que el problema de la libertad en la obra de Spinoza se identifica desde el principio con el problema de la facultad del “cuerpo pensante” (de la “cosa pensante”) de existir y de actuar de acuerdo con el orden necesario de las cosas en el mundo circundante.

También en este punto, la doctrina de Spinoza constituye una antítesis radical del cartesianismo, a saber, su antítesis materialista. A los ojos de Descartes, “la libertad” se presenta por doquier como un simple sinónimo del “libre albedrío”, o sea, de la capacidad del “alma” de actuar con absoluta independencia de todo el conjunto de las circunstancias materiales. En términos generales, se trata de la misma concepción del problema de la “libertad” que más tarde predicaron tanto Kant como Fichte, así como sus seguidores, incluidos los existencialistas contemporáneos.

En cambio, según Spinoza, esta concepción de la “libertad” es una ilusión más de nuestra (limitada) mente, a la que no corresponde nada en la realidad independiente de ella. Esta ilusión surge de manera muy simple, como consecuencia de la ignorancia de las mismas causas reales que estimulan al “cuerpo pensante” a actuar de una manera y no de otra.

El supuesto “libre albedrío” es, pues, sólo una máscara detrás de la cual se esconde en realidad la ausencia total de libertad, o la necesidad en forma de compulsión externa, tanto más irresistible cuanto que el “cuerpo pensante” no sólo no ve, sino que definitivamente no quiere ver las causas externas que lo esclavizan.

Según Spinoza, en cambio, la libertad consiste en la facultad de autodeterminación para la acción inherente al cuerpo pensante, que toma en cuenta activamente todo el conjunto de circunstancias y condiciones “corporales” de tal acción, en vez de obedecer ciegamente a la espontaneidad de los acontecimientos fortuitos inmediatos. El “cuerpo pensante”, que abarca con la mirada no sólo las “causas” externas que actúan directamente sobre él en un momento dado, sino también las más distantes, se revela capaz de actuar a contrapelo de la presión ejercida por una u otra situación fortuita y efímera, de acuerdo con la necesidad general integral del mundo exterior, de acuerdo con la “razón”.

No es difícil entender cuánto más amplia, más profunda y –lo más importante–, más realista que la cartesiana, resulta esta forma de plantear el problema de la “libertad”. Al rechazar de manera categórica la interpretación de la libertad como “libre albedrío”, Spinoza formula su concepción de la libertad como la actuación real (“corpórea”) del hombre que determina activamente (es decir, conscientemente) los objetivos y los medios de sus acciones, de acuerdo con el nexo general –global, no sólo inmediato– objetivo de las cosas.

De forma unánime, los adversarios cartesianos de esta concepción (quienes hasta el día de hoy abordan el problema de la “libertad” exclusivamente como “libre albedrío”, o sea, como un fenómeno que tiene lugar en el interior de un “cuerpo pensante” singular, como la “independencia” absoluta de la psiquis del individuo respecto al mundo exterior) le reprocharon –y aún le siguen reprochando– a Spinoza su supuesta propensión hacia el “fatalismo”. Nada más alejado de la realidad.

No deja de tener interés señalar que en nuestros días los filósofos burgueses dirigen este mismo reproche de “fatalismo”, de negación de la “libertad de la personalidad”, no sólo contra Spinoza, sino también contra el marxismo, y se sirven para ello de los mismos argumentos y de sus fundamentos teóricos. Así, en el Diccionario Filosófico de Heinrich Schmidt [el Philosophisches Wörterbuch de Heinrich Schmidt, publicado por vez primera en Alemania Occidental en 1912], leemos esta definición de “libertad”:

“La libertad (Freiheit) es la posibilidad de comportarse a su gusto. La libertad es libre albedrío. Por su esencia, la voluntad es siempre una voluntad libre […] El marxismo considera la libertad como una ficción: en realidad, el hombre siempre piensa y actúa en dependencia de los estímulos y del entorno (Véase: Situación), en el cual juegan un papel fundamental las relaciones económicas y la lucha de clases”. Y así sucesivamente, con el mismo espíritu.

Por supuesto, tanto Spinoza como el marxismo rechazan esta “libertad” –el “libre albedrío”– y colocan en su lugar la libertad real, alcanzable sólo mediante la acción coincidente con las tendencias generales del cambio de las “situaciones” históricas universales, y no con presiones ejercidas sobre el “cuerpo” y la “psiquis” del individuo por circunstancias inmediatas, empíricamente constatables…

Fue precisamente Spinoza quien formuló por primera vez la definición de libertad como actuación de conformidad con la necesidad universal del mundo, porque solamente esta actuación hace al hombre dueño y no siervo ciego de las “circunstancias” y asegura a fin de cuentas la superación exitosa de los obstáculos que se alzan en el camino hacia un objetivo racional planteado; mientras que la concepción cartesiana de la libertad como libre albedrío del individuo aislado, como posibilidad de hacer “lo que se quiera”, acarrea que ese “libre albedrío” choque con la resistencia, para él invencible, del “poderío de las causas externas” y, como resultado, resulte absolutamente impotente y de ningún modo “libre”.

Ante la sabiduría de la solución de Spinoza, inclinó la cabeza el propio Hegel, quien intentaba salvar la concepción cartesiana de la libertad con una interpretación antimaterialista de la necesidad universal, entendida como necesidad del “espíritu absoluto”, puramente lógica. Sin embargo, el esquema general de su solución del problema lo sitúa del lado de Spinoza, contra Kant y Fichte.

Tanto el planteamiento como la solución del problema psicofísico que ofrece Spinoza, trascienden con creces los marcos de su contenido específico. Su grandeza y su valor imperecedero en la historia de la filosofía, de la ciencia y de la cultura, consisten en haber formulado de forma en extremo aguda y sin compromisos, las condiciones del planteamiento y la solución correcta no sólo de este, sino también de cualquier problema científico similar. Estas condiciones contienen en sí el principio del monismo materialista, cuyo valor cosmovisivo y metodológico se resume en una fórmula simple pero enjundiosa: explicar el mundo material a partir de sí mismo, sin cualesquiera añadidos extraños y sin “sustracciones” mutiladoras. No se trata de reducir series directamente opuestas de fenómenos a lo que es común a todas ellas, sino, por el contrario, de deducir fenómenos distintos y opuestos a partir de una causa inicial común, completamente corpórea, que genera los unos a los otros. Esta es la vía del desdoblamiento de una misma realidad en sus momentos opuestos, la vía de la “deducción materialista”.

Spinoza comprendió con precisión que si las oposiciones empíricamente evidentes (el alma y el cuerpo, la razón y la voluntad, el intelecto y los “afectos”, y así sucesivamente) se consideran dadas y son constatadas desde el inicio como series de fenómenos mutuamente excluyentes, la tarea de investigar su unidad y su interconexión necesaria se vuelve insoluble de forma automática. Spinoza estimaba que la única alternativa a este callejón sin salida del dualismo cartesiano, es precisamente el método inverso, que parte de una comprensión clara de una unidad inicial dada y luego procura esclarecer cómo y por qué este “lo mismo” genera dos formas de su propia expresión, no sólo diferentes, sino también opuestas. Es por ello que se sitúa conscientemente en el ámbito del principio dialéctico del “desdoblamiento de la unidad” (Lenin), el único que conduce a la comprensión (al conocimiento) del vínculo real existente entre fenómenos que nos parecen mutuamente excluyentes y, por esta razón, “no unificables”…

En términos generales, esta es también la vía que sigue el autor de El Capital, la forma lógica de un punto de vista esencialmente histórico, encaminado a esclarecer cómo “se engendran”, cómo se originan realmente las diferencias y las contraposiciones empíricamente evidentes. Se trata del principio de la deducción, que aún hoy se opone al “reduccionismo”, cuya sabiduría consiste en el intento infructuoso de reducir la diversidad concreta de los fenómenos de la naturaleza y de la historia a una triste uniformidad, a una “unidad” formal sin vida de hechos de diverso género, a un sucedáneo artificial de la comprensión real del nexo vivo y contradictorio que se establece entre ellos en la totalidad natural infinita.

Precisamente por eso aún hoy los positivistas odian tanto a Spinoza y su principio de «sustancia». La «lógica de la ciencia» fundada por ellos no es compatible con este principio, ya que parte de la idea infantil de que sólo el lenguaje crea la «unidad» del conocimiento teórico y de que esta unidad sólo existe en el lenguaje –»el lenguaje de la ciencia»–, fuera del cual sólo habría una “diversidad” puramente subjetiva e inconexa de impresiones sensoriales y vivencias.

Si una u otra cualidad (por ejemplo, el valor, la medida aritmética, la forma espacial, la información o la organización, etc.) se considera “en sí misma” como un “objeto abstracto” particular, y las cosas que poseen esa cualidad solo son consideradas como sus “portadores”, también “en sí mismos”, la cualidad en cuestión se transforma inmediatamente en una “esencia” particular y adquiere propiedades místicas, similares a las propiedades del “alma” que solamente se encarna en cosas materiales completamente independientes de ella por su “naturaleza” y sencillamente inconmensurables con ellas. Tales son “los números y las figuras” de los pitagóricos, la “entelequia” (o “fuerza vital”) de los vitalistas, el “valor” de los economistas vulgares, la “estructura” y “el sistema” de los estructuralistas, la técnica, la tecnología, las reglas jurídicas y los “valores” morales de los sociólogos burgueses, los “signos” y los “significados” de los positivistas lógicos, etc. Para cada grupo particular de fenómenos se formula un principio particular de explicación. Lo que hace la “filosofía de la ciencia” positivista es transformar semejantes abstracciones –creaciones artificiales de la mente–, en sus propios “objetos”, como consecuencia de lo cual surge el problema irresoluble para ella de conectar los “temas” de la ciencia con sus “objetos”, las palabras con las cosas, los “signos” con los “significados”, los conceptos científicos con la experiencia, con la práctica, con las “realidades banales” de la vida cotidiana, según la expresión del conocido positivista Philipp Frank.

Para Spinoza, la unidad interna de los fenómenos de la naturaleza y de la vida humana es un punto de partida y un hecho no menos real que la diversidad que surge dentro de ella. Para los positivistas, una y otra sólo existen en el interior del cuerpo del hombre: la diversidad, en la sensoriedad, y la unidad, sólo en la palabra, en el lenguaje. No es difícil comprender que se trata de posiciones antagónicas. La de Spinoza es la de un materialismo inteligente, que extiende sus principios a la comprensión de la naturaleza y de la vida del hombre, incluida su actividad cognoscitiva. La posición de los positivistas es la de reducir todo a las abstracciones de la fisiología y de la lingüística: se trata del idealismo psicofisiológico que contrapone por adelantado los eventos que ocurren en el interior del cuerpo del hombre con su cerebro, a los acontecimientos del mundo circundante.

No es difícil comprender que la visión monista consecuente de Spinoza sobre estas dos series de eventos conserva en nuestros días un valor heurístico inestimable –aún no del todo justipreciado– para la solución de problemas tan sutiles como el de las interrelaciones existentes entre la psicología y la fisiología del sistema nervioso superior, entre el “signo” y su “significado”, entre los procesos psíquicos y el comportamiento “externo”, y otros muchos de este género. El eminente psicólogo soviético Liev Vigotski escribió de forma convincente en varias ocasiones acerca de la actualidad de los principios defendidos por Spinoza en relación con este tema.

¿Es casual el hecho de que el gran Einstein deseara tener precisamente al viejo Spinoza como árbitro filosófico en su discusión con Miels Bohr? Pues, en este caso, el debate se apoyaba en una u otra interpretación del problema del «observador» de los fenómenos físicos. ¿Quien observa los acontecimientos del mundo físico?, ¿el hombre entendido como representante del mundo y como ciudadano suyo con plenos derechos, como una partícula sujeta a todas las leyes de la física sin excepción, o un «intelecto» incorpóreo matematizante, que contempla la naturaleza “desde fuera” sin tener nada en común con ella?

Una de dos: o el monismo materialista consecuente de Spinoza, o el dualismo, el pluralismo y el relativismo que separa la unidad viva existente entre la naturaleza y el hombre y, por ello, conduce inevitablemente no sólo a la contraposición de la “lógica de la ciencia” (el “orden de las ideas”) con la lógica de las cosas, sino también al desmembramiento del propio sujeto del conocimiento, la razón humana, en un gran número de compartimentos mal ligados entre sí, sujetos a “lógicas” diversas (por ejemplo, la “lógica del conocimiento empírico” y la “lógica de la ciencia”; la “lógica de la matemática” y la “lógica de las ciencias inductivas”, etc.). Esto resulta comprensible, pues el “investigador” u “observador” que se ocupa de abstracciones muertas, no constituye él mismo más que una abstracción, distante del sujeto real del conocimiento, del hombre real que desarrolla su actividad objetiva en el mundo real.

La idea central del espinozismo es la convicción de que es necesaria una escala única, común a la naturaleza de las cosas y a la razón en general, una lógica común que determine, como decía Spinoza, “el orden y la conexión de las ideas” de acuerdo con “el orden y la conexión de las cosas”. En caso contrario, la razón que sigue su lógica “específica” no es capaz de producir más que desorden; pues las abstracciones no son objetos del pensamiento y el conocimiento, sino medios suyos, una especie de «señales viales» que ayudan al ser humano a orientarse en el intrincado laberinto de la naturaleza. La tarea de una inteligencia genuina consiste en colocar correctamente estos indicadores en los cruces y en las intersecciones de los caminos. Quien explora estos caminos y los convierte en avenidas amplias no es «la ciencia por sí misma», sino una ciencia indisolublemente vinculada con la praxis.

Sólo la dialéctica materialista es capaz en nuestros días de jugar este papel de lógica del desarrollo de la ciencia y de la cultura. Por supuesto, Spinoza no creó ni podía crear una lógica así en su época. Sin embargo, en esencia, planteó el problema de crear precisamente esta lógica, y la cultura de pensamiento dialéctica actual es inconcebible sin su aporte.

Quien contempla y conoce en la figura del hombre, ¿es la Naturaleza por sí misma? ¿O quien lo hace es cierto “intelecto” incorpóreo que flota fuera del espacio, conectado no se sabe cómo con la carne pecadora del hombre-científico?

La respuesta de Spinoza es inequívoca y conserva su actualidad en nuestros días. Quien conoce la naturaleza no es la “mente”, el “espíritu” o la “razón”, sino únicamente el Hombre totalmente real, con su organización corpórea espacialmente determinada, que posee una mente, un espíritu, una razón. En otras palabras, en la figura del Hombre quien realmente conoce (es decir, se conoce a sí misma) es la naturaleza en su infinitud, y en modo alguno el “sujeto” incorpóreo del idealismo con sus experiencias internas, trátese del “alma” cartesiana, del “espíritu absoluto” de Schelling y de Hegel, la “voluntad” de Schopenhauer, o la “información pura” de los partidarios tardíos de Aristóteles que aún hablan del conocimiento como percepción de la “forma pura” sin materia. Hace ya trescientos años, Spinoza echó a un lado estas y otras concepciones similares acerca de la relación cognoscitiva del hombre con la naturaleza. Por ello, continúa siendo uno de los luchadores más poderosos en la guerra sin cuartel del materialismo contra el idealismo en todas sus vertientes heterogéneas, incluidas las que visten el traje de la “ciencia moderna” y recurren al “lenguaje de la ciencia”.

En su tiempo, Spinoza se sirvió del lenguaje de la teología para defender los intereses de la ciencia. Sus adversarios se sirven del lenguaje de la ciencia para defender los intereses de la superstición. En ello radica la diferencia principal.

A partir de lo anterior, ha de quedar claro que no hay nada más falso e injusto que acusar a Spinoza de haber perdido actualidad. La actitud ante Spinoza es la actitud ante su principio, el principio del materialismo consecuente, monista, militante. Si la sociedad burguesa contemporánea no asume la esencia de su filosofía, la explicación debe buscarse en ella misma, en sus principios.

El “secreto” de la actitud de la filosofía burguesa contemporánea hacia Spinoza puede desvelara través de las siguientes palabras de Marx que, aunque referidas a otra época, conservan su fuerza tanto para los tiempos de Spinoza como para el capitalismo de nuestros días: “Como la mariposa nocturna que, luego de ocultarse el sol común para todos, busca la luz de las lámparas que cada ser humano enciende para sí”8.

Spinoza era hijo de su tiempo, pero no su apologista; fue un ideólogo de la burguesía ascendente, pero nunca un albacea de los pequeños comerciantes o los grandes empresarios. Fue la conciencia de la época y, por ello, no sólo expresó sus contradicciones y conflictos, sus errores evidentes y sus “ilusiones honestas”, sino también sus desilusiones en relación consigo misma y sus esperanzas de que fuese posible organizar la vida de forma tal que la luz de las “lámparas” no se apague antes que la luz del “sol común”, el hombre sea digno de ser llamado “hombre racional” y pueda presentarse en la integridad su ser frente a la totalidad de la naturaleza.

En febrero pasado [1977] se cumplieron trescientos años de la muerte de Spinoza; y en diciembre se cumplirán trescientos años de la edición póstuma de sus obras –la Opera posthuma. Es todo un símbolo: el año de su muerte es el año de su nacimiento como pensador para la humanidad, para la inmortalidad.


N. del T.: La presente traducción al castellano del artículo original en ruso (Читая Ильенкова) [http://caute.ru/ilyenkov/] publicado en 1977 en la revista Comunista (1977, n.5, pp. 63-73) se apoya en la traducción italiana que ese mismo año publicó la revista el Giornale critico della filosofia Italiana (Julho-Dezembro 1977, ano LVI (LVIII), fasc. III-IV, pp. 410-426) y en la traducción al portugués desde la italiana de Marcelo José de Souza e Silva. La inestimable labor de cotejo de la presente traducción castellana con el original ruso realizada por nuestro amigo Rubén Zardoya ayuda a paliar la deformación que inevitablemente implican dos traducciones de por medio respecto del original y a darle mayor fidelidad. Muchas gracias.

2 1 RUSSELL, Bertrand. История западной философии [Historia de la Filosofía Occidental]. Moscú, 1959, pp. 588-597. [En castellano en: Historia de la filosofía occidental. Editorial Espasa Calpe; 2010]

3 C. Marx y F. Engels, Introducción a La Dialéctica de la Naturaleza. En Obras escogidas, en tres tomos, Editorial Progreso, Moscú, 1974, tomo 3.

4 MARX, Karl; ENGELS, Friedrich. Сочинения [Obras Escogidas], v.34, p. 287.

5 ENGELS, Friedrich. Dialéctica de la Natureza. In: MARX, Karl; ENGELS, Friedrich. Сочинения [Obras Escogidas], v.20, pp. 523-524.

6 ENGELS, Friedrich. Dialéctica da Naturaleza. In: MARX, Karl; ENGELS, Friedrich. Сочинения [Obras Escogidas], v.20, p. 363.

7 PLEKHANOV, Georgi Valentinovitch. Сочинения [Obras Escogidas], v. XI. Moscú-Leningrado, 1928, p. 26.

8 MARX, Karl; ENGELS, Friedrich. Из ранних произведений [Obras juveniles]. Moscú, 1956, p. 197.

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