Los problemas de la acumulación socialista

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  • Sin duda, en un país atrasado, incluso en un proceso de auténtica transición socialista, no puede dejar de haber privaciones. Pero éstas requieren de dos condiciones ausentes en los años 30 en la ex URSS: el consentimiento de estas mismas masas de privarse para acumular, y que esta acumulación sirviera a las generaciones futuras. Sin estas condiciones ineludibles, el “ahorro forzoso” que inevitablemente plantea la acumulación socialista en sus primeros pasos se transforma en lisa y llana explotación.

Roberto Saenz

El carácter del giro stalinista

“Los principios básicos acertados, como son las resoluciones de la 16ª Conferencia del partido sobre la industrialización y la colectivización, en las condiciones de administración burocrática, cuando la clase es suplantada por los burócratas convertidos en un sector gobernante aislado, no contribuyen a impulsar, sino a frustrar la construcción socialista” (Carta de los Cuatro, “Nosotros exigimos”, Rakovsky, Kosior, Muralov y Kasparova, abril 1930). 

¿Cómo caracterizar el giro estalinista de finales de los años 20 a la colectivización forzosa del campo y la industrialización acelerada? A priori, se trataba de medidas “izquierdistas”: del “campesinos, enriquézcanse” de los años anteriores se pasaba a la “liquidación del kulak en cuanto clase”, y del crecimiento industrial a “paso de tortuga” a un ritmo brutal de crecimiento. En apariencia, las medidas apuntaban al reforzamiento de la economía de la transición y de la dictadura proletaria, liquidando el peligro que había implicado la orientación derechista anterior. El historiador trotskista Pierre Broué da cuenta de las discusiones que se abrieron a raíz del giro de Stalin en la Oposición de Izquierda.

Esta circunstancia produjo la más grave división en las filas de la Oposición de Izquierda, con un sector que creía que las medidas industrializadoras de Stalin apuntaban al “fortalecimiento automático de las posiciones de la clase obrera”. Así tuvo lugar la ruptura de Preobrajensky, Radek y Smilga, que se pasaron a la fracción stalinista. La polémica giraba alrededor de si el giro de Stalin servirían, aun a pesar de su carácter burocrático, para reforzar la economía de la transición, o si más bien se inauguraba una dinámica de acumulación burocrática. La mayoría de la oposición encabezada por Trotsky resistió: la clave del carácter de estas medidas era quién y cómo las llevaría adelante.

Aquí hay dos elementos a destacar. El primero es que las medidas fueron tomadas de manera frenética: el campo ruso quedó lisa y llanamente destruido por décadas. La manera en que se llevó a cabo la colectivización nada tuvo que ver con lo postulado por la tradición de Marx y Engels y el propio bolchevismo: la asimilación voluntaria a las formas de la producción social en el campo por los pequeños propietarios. Para colmo, el ritmo furioso de la industrialización no tuvo reparos en recurrir a los más draconianos métodos de explotación del trabajo.

Todo esto ocurría, además, en un escenario muy preciso: cualquier atisbo de democracia obrera había sido liquidado; la clase obrera, a todos los efectos prácticos, había quedado fuera del poder; los organismos de representación de masas, completamente vaciados; la Oposición de Izquierda, en el destierro, la prisión o el exilio…

Pero estas circunstancias, de tipo político-social, tendrían inmensas consecuencias económicas: la apropiación del sobre-producto social, de la plusvalía estatizada, pasó a estar absolutamente bajo el control de la burocracia, inaugurándose así lo que podemos llamar el período de la acumulación burocrática.

Trotsky llegó a decir que “hoy la economía soviética no es monetaria ni planificada. Es una economía casi puramente burocrática. La industrialización exagerada y desproporcionada socavó las bases de la economía agrícola. El campesinado trató de hallar la salvación en la colectivización. La experiencia no tardó en demostrar que la colectivización desesperada no es colectivización socialista. El posterior derrumbe de la economía agrícola fue un duro golpe para la industria. Los ritmos aventureros y exagerados exigieron intensificar aún más la presión sobre el proletariado. La industria, liberada del control material del productor, adquirió un carácter suprasocial, vale decir, burocrático. El resultado fue que perdió capacidad de satisfacer las necesidades humanas” (León Trotsky, “La degeneración de la teoría y la teoría de la degeneración”, 29-4-1933, en Escritos, IV, 2).

En síntesis: en manos de la burocracia, medidas a primera vista “izquierdistas” sirvieron para sentar los primeros mojones de una acumulación burocrática.

La colectivización forzosa y la industrialización acelerada. Una acumulación de Estado

“No es difícil adivinar cuán seductores son para la burocracia la colectivización total y los mayores ritmos de industrialización. Ampliarían el ejército de la burocracia, aumentarían su parte en la renta nacional y fortalecerían su poder sobre las masas” (Carta de los Cuatro).

La industrialización tomó una serie de rasgos que no perdería prácticamente hasta el derrumbe de la ex URSS. Uno de las fundamentales fue la prioridad absoluta dada al sector I, de bienes de producción, en detrimento del sector II, de bienes de consumo.

Una vez más, prima facie parecía plausible que para avanzar en la acumulación y lograr una reproducción ampliada de la economía no alcanzaba solamente en la dotación de capital fijo heredado del zarismo, previo a la guerra mundial. Se requería con urgencia una renovación y ampliación de escala. También presionaba el cerco imperialista y los tambores de guerra que sonaban casi desde el comienzo de los años 30.

Tales fueron las excusas de la burocracia para el orden de prioridades que se le dio a los planes quinquenales. Pero aquí surgieron problemas marcados desde el comienzo mismo por la Oposición liderada por Trotsky, que veía más allá de esos condicionamientos.

Si la revolución socialista tenía algún sentido para las masas explotadas y oprimidas, debía establecer al menos una tendencia en el mejoramiento de su nivel de vida. No era ni es correcto defender –como lo hizo Mandel en la segunda posguerra– que todo período de acumulación primitiva, fuera capitalista o socialista, debía operar sobre la base de las privaciones de las masas, y que ello “no tenía nada particularmente antisocialista”.

Sin duda, en un país atrasado, incluso en un proceso de auténtica transición socialista, no puede dejar de haber privaciones. Pero éstas requieren de dos condiciones ausentes en los años 30 en la ex URSS: el consentimiento de estas mismas masas de privarse para acumular, y que esta acumulación sirviera a las generaciones futuras. Sin estas condiciones ineludibles, el “ahorro forzoso” que inevitablemente plantea la acumulación socialista en sus primeros pasos se transforma en lisa y llana explotación.

Preobrajensky era consciente de este dramático problema al señalar que “esta expansión cuantitativa de las relaciones socialistas, desde que requiere de una cierta parte del sobreproducto social de la economía estatal y subordina el crecimiento de los salarios en función de la acumulación, limita el crecimiento de la calidad de las relaciones socialistas y mantiene una brecha entre el nivel de los salarios y el valor de la fuerza de trabajo” (La nueva economía, p. 73).

Pero aun en medio de todas las dificultades y privaciones, debe afirmarse al menos una tendencia al mejoramiento del nivel de vida. Si tal no ocurre, lo que se termina imponiendo es una apreciación “racionalizada” de la economía donde su carácter de “transición socialista” sólo se sostiene como expresión de deseos, petición de principios o directamente un fetiche ideológico sin correlato práctico.

Tampoco vale la acusación del estalinismo de que los reclamos planteados por la Oposición de Izquierda eran “corporativos”. Lo mismo, dicho sea de paso, repite hoy la Central de Trabajadores de Cuba en defensa del plan del gobierno de Raúl Castro de dejar en la calle un millón de trabajadores…

Ahora bien, ¿qué significado tiene la sistemática opción por la rama I de la producción? Comencemos aclarando que Trotsky tenía una posición distinta a la de impulsar el desarrollo de la industria pesada fuera de toda medida. Acusado de “superindustrialista” en los años 20 por haber sido el primero en plantear el problema de la industrialización y la planificación, ante el giro stalinista de industrialización a marcha forzada en los 30 expresó la preocupación de no romper las elementales proporcionalidades entre las ramas económicas, algo clave para no descuidar el nivel de vida de las masas. Desde el principio sostuvo que el “óptimo” del crecimiento no era la obtención a toda costa de su potencial índice máximo, sino aquel que respetara esos criterios: “Prestar atención al uso, dos veces en una misma página, de la palabra ‘equilibrio’. Hay quienes piensan que esta palabra sólo fue usada por Bujarin y sus ‘derechistas” (Alec Nove, Escritos sobre Trotsky y la Oposición de Izquierda).

Otra tara de la acumulación burocrática, como hemos visto, es la prioridad absoluta de la cantidad en desmedro de la calidad. Aquí, además de la baja productividad general de la economía que tenía por consecuencia, estaba el total desconocimiento por los intereses de los consumidores (mayormente los mismos trabajadores) y la satisfacción de sus necesidades.

También Rakovsky insistió en este punto: “Era una producción prácticamente sin control de calidad. Según Rakovsky, ‘no estamos hablando de defectos específicos, sino de una fabricación sistemática de productos defectuosos’” (en R. Paulino, cit., p. 133).

Trotsky agregará agudamente: “Cuanto más avance [la producción], mayor será el choque con el problema de la calidad, y a éste escapa la burocracia como a una sombra. La producción parece marcada por el sello gris de la indiferencia. En la economía nacionalizada, la calidad supone la democracia de los productores y los consumidores, la libertad de iniciativa y de crítica; todo esto es incompatible con el régimen totalitario del miedo, la mentira y el panegírico” (ídem, p. 135).

Estos rasgos concretos de la industrialización burocrática señalan una desnaturalización del proceso de acumulación socialista. Como la burocracia no tenía títulos de propiedad formales, no le quedaba otra opción que acumular en cuanto que Estado: sus intereses aparecen identificados o fusionados con los del Estado, en condiciones en que el Estado no está realmente en manos de los trabajadores.

La opción por el reforzamiento de un Estado que ha dejado de ser obrero o está en tren de dejar de serlo es entonces una función de su propio reforzamiento como la única capa social privilegiada y dominante en la ex URSS.

Por esa razón, acumulación de Estado no equivale a acumulación socialista: “En una atribución de recursos que se tornaría un patrón en la ex URSS por décadas, ya durante el primer Plan Quinquenal los sectores de la industria pesada, energía e infraestructura de transportes recibirían la máxima prioridad, absorbiendo el 78% del total de las inversiones (…) Las altas tasas de inversión en el sector de bienes de producción, que solamente podían ser alcanzadas por un inmenso ahorro forzado, es otro elemento explicativo para los niveles de crecimiento tan elevados. La prioridad absoluta de lo que Marx llamó el sector I de la economía implicó desvalorizar la industria liviana, como también la construcción de viviendas populares. Esto se tornó en un patrón histórico en la economía de la ex URSS, imponiendo todo tipo de carencias, sacrificios y restricciones tanto para los campesinos (…) como en las ciudades, dónde faltaba de todo, comenzando con la vivienda” (ídem, pp. 122 y 126).

Aquí Paulino no puede con su genio deutscheriano y, a pesar de esta vívida descripción, tomada de los estudios de Moshe Lewin, termina justificando al stalinismo a cuenta de la llamada “acumulación primitiva socialista”: “El crecimiento acelerado también fue posible gracias a la explotación de los músculos y los nervios de la clase trabajadora, en niveles tal vez sólo comparables con los primeros tiempos del capitalismo. Toda una generación fue penalizada para garantizar la industrialización y la modernización del país en tiempo récord. Como durante la acumulación primitiva capitalista, lo que se dio en parte fue el sacrificio de una generación, que construye la riqueza y el equipamiento social que será heredado por las generaciones siguientes” (ídem, p. 127).

Esto es un verdadero sofisma: no fueron las “generaciones siguientes” las principales beneficiadas por el sacrificio de la generación de sus padres y abuelos, sino la burocracia stalinista. El “ahorro forzoso”, al servicio de la acumulación en el sector I y fuente de todo tipo de carencias, sacrificios y restricciones a las masas laboriosas, no implicaba entonces una acumulación que progresa en sentido socialista sino una acumulación burocrática o de Estado.

Esta forma de acumulación transformó en supuesta “ley” una particular relación entre el sector I y el II de la producción. Las proporciones fueron las siguientes: en 1928, el sector I ocupaba el 39,5% de la producción y el II el 60,5%; en 1940, el I, 61,2% y el II, 38,8%; en 1965, el I, 74,1% y el II 25,9%, y en 1973, el I, 73,7% y el II, 26,3%, según datos de Nove (El sistema…, cit., p. 468).

Desde otro ángulo, también Moreno hacía una aguda descripción del funcionamiento de la acumulación burocrática, en este caso referido a la acumulación de stocks y a la irracionalidad de su manejo: “Una de las leyes [económicas] de todos los estados obreros [burocráticos] es el stock. Se hace stock de todo, incluyendo la mano de obra. Todo gerente dice: ‘En mi fábrica necesito mil obreros. Voy a ver si logro convencer al burócrata que me den plata para tres mil obreros’. Justo al revés del capitalista. ¿Por qué? Para cuando llega la fecha del cumplimiento del plan. El plan se cumple por mes. Entonces, el primero de mes, el burócrata llama al gerente y le dice: ‘¿Y? ¿Me vas a cumplir?… [Y el gerente piensa]: ‘¡Vas a ver si te lo cumplo o no te lo cumplo! Te lo cumplo cuando quiero, porque ya te engañé cuando hiciste el plan: logré convencerte de que sólo puedo producir con tres mil obreros, y yo con mil trabajo tranquilo’. Entonces hacen stock de mano de obra. Lo mismo hace con la materia prima. (…) Está invertida directamente la proporción, en relación al mundo capitalista. En el mundo capitalista, de toda la materia prima que hay en un país, una tercera parte está en stock. En cambio, en los estados obreros (…) las dos terceras partes de todo lo que se produce están en stock. Entonces, hay carencia de todo, porque todo está stockeado. Todo el mundo junta y junta para poder cumplir el plan (…). Todo sector burocrático de la producción es más importante cuando le toca una inversión más grande. Presten atención a eso. Una fábrica o un sector burocrático, una rama, un ministerio económico, son más importantes cuando tienen mayor cantidad de inversiones del plan. Entonces, todo plan es una pelea infernal de todas las fábricas por pedir inversiones. Maniobran de todas las maneras para pedir inversiones. Cuando se hace el plan cada cinco años, hay una verdadera pelea para ver a quién le toca más inversiones. Es una lucha: ‘Nosotros necesitamos mucha plata, tenemos que ampliar la fábrica, comprar máquinas, hacer nuevo un edificio, etc.’ Y los otros también vienen a pedir. El plan es un despelote, una pelea infernal alrededor de las inversiones. Tienen tal manía por las inversiones, que eso ha liquidado la división del trabajo. Esta pelea interburocrática hace que cualquier fábrica produce cualquier cosa (…) en el afán de que haya inversiones, la fábrica de sábanas resuelve (…) hacer un tipo de lavarropas especial (…) se producen monstruosidades (…) Hay once ministerios que producen heladeras (…) Como ustedes ven, es lo contrario de la división de tareas. Hay una tendencia a hacer lo más que se pueda, y cada fábrica, si puede, hace de todo, para pedir inversiones” (N. Moreno, en selección de citas para el Seminario de la transición).

Pasemos a la colectivización forzosa del campo. Sobran estudios que refieren al desastre que significó para la producción agraria y el campesinado en general, no sólo las capas privilegiadas, desde el sacrificio de millones de cabezas de ganado antes que entregarlas al Estado hasta la muerte por hambrunas –los peores años fueron 1932 y 33– de seis millones de campesinos.

Con semejante destrucción de fuerzas productivas, hasta la década del 60 el campo ruso no pareció recuperarse de este desastre: “Hasta el 1° de octubre de 1929, apenas el 7,3% de las parcelas campesinas habían sido colectivizadas, a un ritmo relativamente lento. Sin embargo, después de eso se operó un giro radical: ‘13,2% el 1° de diciembre; 20,1% el 1° de enero de 1930; 34,7% el 1° de febrero del mismo año; 50% el 20 del mismo mes; 58,6% el 1º de marzo […]. En un espacio de apenas cinco meses, entre octubre de 1929 y febrero de 1930, aproximadamente el 60% de los campesinos pobres fueron agrupados compulsivamente en organizaciones colectivas de producción. Al final de 1935, el 98% de los atrasados mujiks estaban trabajando a la fuerza en formas colectivas de producción. [Se trató] de una completa ausencia de límites’ (Moshe Lewin, 1985). Una verdadera locura por la magnitud de las transformaciones impuestas desde arriba, por el espíritu de aventura, por el puro voluntarismo (…) y que será la característica de los grandes planes quinquenales de la década de 1930 (…). Los campesinos reaccionarán a la colectivización forzada a través de rebeliones armadas contra los representantes del gobierno del PCUS (solamente durante 1930 ocurrieron 14.000 revueltas, rebeliones o manifestaciones de masa contra el régimen, con la participación de cerca de 2,5 millones de campesinos), destruyendo los stocks de cereales, el equipamiento, chacinando el ganado, incendiado las instalaciones y propiedades. El stalinismo no procedió simplemente a eliminar una camada de los campesinos ricos; desencadenó una violencia indiscriminada y sin precedentes contra la gran masa de los campesinos pobres y medios que se negaban a entregar sus tierras, a ‘colectivizarse’ obligatoriamente” (R. Paulino, cit., p. 117).

No ha de ser muy “progresiva”, mucho menos socialista, una orientación que, para colmo contra la voluntad de la masa del campesinado, destruye fuerzas productivas en vez de desarrollarlas. En efecto, en la producción de cereales, el nivel de 1928 sólo será vuelto a alcanzar en 1939. Por otra parte, durante el primer Plan Quinquenal, los rebaños de ganado fueron reducidos en más de un 50%, y todavía para 1940 no se habían recuperado. Y varios estudios serios plantean que, en plena década de los 80, la productividad del campo ruso era entre un 10 y a lo máximo un 20% de la del agro estadounidense.

Respecto de esta comparación, observa Moreno: “En el campo, todos los males de la producción rusa se dan muchísimo peor, la producción es extensiva y cada vez rinde menos. Hay un rendimiento decreciente, igual que en todo el resto de la economía, pero mucho más grave. Por ejemplo, en la URSS las semillas de trigo insumen el 16.5% de la producción de trigo. Es decir, si se consigue 100 de cultivo, 16,5% se debe destinar a semillas. En EE.UU., es el 4%. ¡Cuatro veces más en la URSS! (…) Está el problema de los terrenitos que les dan a los campesinos. Estos terrenitos significan el 3% de todas las tierras de Rusia. El 97% está en manos de los koljoses y los sovjoses. ¡Pero estos terrenitos producen entre el 40 y el 60% de muchos cultivos! (…) La papa y la remolacha son los grandes cultivos de los estados del Este de Europa; son tradicionales, son las grandes comidas populares. En las parcelas individuales, rinde 4,7 toneladas por hectárea, contra 1,6 toneladas en los koljoses y los sovjoses. ¡Tres veces más!” (selección de citas para el Seminario de la transición). Vale la pena comparar esta diferencia de productividad de la pequeña producción privada y las parcelas estatales con lo que ocurre al respecto hoy en Cuba (ver el trabajo de M. Yunes en esta edición).

En el fondo, lo que está en juego es el carácter mismo de las formas de propiedad que puso en marcha la colectivización. La propiedad privada del campo es una forma heredada del capitalismo; el programa socialista revolucionario es la socialización de la tierra. Cuando los bolcheviques asumieron el poder lo hicieron con un “compromiso” con las masas campesinas pequeñoburguesas. Por esto mismo, la estatización de la tierra se hizo bajo la forma de usufructo “perpetuo” por los campesinos.

Cómo transición a la socialización, es conocida la insistencia de Lenin en sus últimos años en las formas cooperativas de producción agraria. Ahora bien: ¿qué forma social es la cooperativa agraria forzosa? Si la propiedad ya había sido estatizada, no implicó un cambio de status en ese sentido. Es verdad que había que tomar medidas frente al lock out del campo a las ciudades a finales de los años 20. Pero presentar la colectivización del estalinismo como una medida “socialista” es ir demasiado lejos, como advirtiera Trotsky.

Rakovsky iba aún más lejos: hablaba de “seudocooperativas”, dando a entender que se trataba de una forma en apariencia análoga a las verdaderas cooperativas pero que adoptaban un contenido distinto: ni eran consentidas por sus propios participantes, ni su sobreproducto era apropiado realmente por la clase obrera (o los campesinos pobres y medios). Por lo tanto, servían al fondo de la acumulación burocrática y no realmente a la transición socialista, ya que “detrás de la ficción del propietario koljosiano, el problema es que los trabajadores koljosianos no trabajan para sí mismos” (en Luis Paredes, “Las ‘Cartas de Astrakán’”, en Socialismo o Barbarie 21)

Para tener una medida gráfica del desastre que significó la colectivización burocrática, veamos algunos datos: “La violencia ejercida contra los campesinos permitió al stalinismo experimentar, ejercitar, los métodos de terror indiscriminado que posteriormente serían aplicados contra otros grupos sociales que se opusiesen al régimen. El Estado soviético bajo el liderazgo de Stalin había declarado una verdadera guerra contra toda una nación de pequeños productores. Nicolas Werth estima que en este proceso más de dos millones fueron deportados para regiones desérticas e inhóspitas del Norte o de Asia Central (1.800.000 sólo en 1930-1931); seis millones de campesinos murieron de hambre y centenares de miles perdieron la vida durante la deportación. Tales números dan una medida aproximada de la tragedia humana que fue ‘el gran asalto’ contra los campesinos (…) Lo que hizo el régimen de Stalin fue expropiar a los campesinos aquello que la Revolución les había concedido, rompiendo, entonces, el acuerdo hecho en 1917. En una evaluación posterior del proceso como un todo, Trotsky señala que la colectivización en sí no era cuestionable, pero sí los métodos de terror ciego e irresponsables con que fue realizada” (R. Paulino, cit., p. 119).

Dando un paso más, hay que decir que esos métodos la terminaron desnaturalizando completamente, quitándole todo carácter progresivo. Por ende, la caracterización de este giro como una “revolución complementaria”, señalada por Trotsky pero desarrollada hasta la caricatura por Isaac Deutscher, queda cuestionada: “[Durante los años 30] la masiva liquidación de todo resto del viejo proletariado [de 1917] había comenzado. La escala real de la represión estalinista de 1930-1956 es todavía desconocida. David Rousset la estima entre 7 y 8 millones de personas, de los cuales 1 millón de miembros del partido y jóvenes comunistas fueron ejecutados entre 1935 y 1941. Es necesario agregar a esto varias decenas de millones deportados a los campos. El resultado de la represión y de la industrialización stalinista extensiva (…) fue la constitución de una nueva clase obrera, que no tenía la experiencia de sus predecesores, una clase de extracción campesina, sujeta a inhumanas condiciones de vida y trabajo, a una represión omnipresente, totalmente atomizada (…) ¿Cómo uno podría imaginar que la ‘revolución social’ podía sobrevivir ‘en la conciencia de las masas laboriosas’ (…) Trotsky hubiera indudablemente corregido esto si hubiera sido capaz de revisar su caracterización luego del resultado de la guerra” (Jan Malewski, “Analizando la sociedad de la mentira desconcertante”, IV Online, octubre 2000).

A esta derrota de la clase obrera de la generación de la revolución y la emergencia de una nueva, sin esa tradición, se suma la liquidación física de la generación revolucionaria de Octubre en general y de la Oposición de Izquierda en particular, cuestión que merece un tratamiento específico que no desarrollaremos aquí.

¿Hasta qué punto se desarrollaron las fuerzas productivas en los años 30?

“Recordamos que un periodista oficioso nos explicó en ese momento [comienzos de los años 30] que la falta de leche para los niños se debía a la falta de vacas y no a los defectos del sistema socialista” (León Trotsky, La revolución traicionada).

Una discusión conexa a la anterior y verdaderamente importante es hasta qué punto estas medidas desarrollaron las fuerzas productivas en la ex URSS. Hay dos elementos de importancia en favor de la tesis de que, pese a todo, ese desarrollo efectivamente tuvo lugar.

Por una parte, en los años 30, el contraste entre los fabulosos índices de crecimiento de la ex URSS respecto de la economía mundial capitalista en plena Gran Depresión fue muy notorio. Desde ya, el stalinismo hizo un uso político de este hecho transitorio para justificar sus orientaciones de “desconexión” del mercado mundial y la prédica de los “éxitos” del socialismo en un solo país. Pero es innegable que hubo un fuerte desarrollo de ramas productivas y otras transformaciones en sentido de modernización del país, que salió de este “experimento” con un carácter urbano que no tenía, como lo señala Moshe Lewin en El siglo soviético.

Trotsky mismo destaca estos aspectos en el capítulo inicial de La Revolución Traicionada, titulado “Lo obtenido”, donde marcaba el contraste con el estado de la economía capitalista en la época de la Gran Depresión. En los años 30 la urbanización e industrialización de la ex URSS fue categórica, y el proceso continuó en las décadas del 50 y 60.

En segundo lugar, el hecho de que la URSS hubiera podido derrotar en la Segunda Guerra Mundial a la maquinaria del nazismo –aun con el inmenso costo de 20 millones de muertos– fue un acontecimiento de magnitud histórica.

Sin embargo, el desarrollo de la película histórica entera obliga a aguzar el ángulo crítico. Al señalado desastre en el campo se le agregó el carácter transitorio y relativo de estos progresos. Porque en pocas décadas la ex URSS cayó en un dramático estancamiento, que fue el estigma de su economía en sus últimas décadas.

Tampoco es correcto darle un valor independiente o absoluto a esta transformación económico-social. Este proceso tiene elementos de “relatividad” histórica, esto es, hubo inicialmente un gran avance y luego un gran anquilosamiento y retroceso, incluso antes de la restauración capitalista abierta: “Si ustedes leyeron con cuidado los cuadros estadísticos, hay una decadencia constante en los últimos treinta años en casi todos los índices (…) Otro problema es el de la mortandad infantil y el de la esperanza de vida… Es terrible eso (…) Lo mismo el problema de la esperanza de vida. Baja el nivel de la esperanza de vida (…) Bueno, al mismo tiempo hay una penuria total. Penuria porque siempre faltan productos en el mercado. Literaturnaia Gazeta se preguntaba: ‘¿Qué falta en este momento en el mercado?’ Y respondían: ‘Mostaza, máquinas de coser, cebolla, rimmel, vajillas de pequeñas dimensiones, ventiladores, todos los tejidos de algodón’. No había en toda Rusia tejidos de algodón, no había zapatos de verano a pesar de que era verano, no había estantes de biblioteca, no había una sola bicicleta, y sigue, sigue y sigue. Es permanente. Se hacen colas terribles de golpe por falta de pescado, de golpe falta carne…” (N. Moreno, selección de citas para el Seminario de la transición). Una vez más, el paralelismo con la penuria de bienes de consumo en Cuba sería asombroso si no respondiera a la misma lógica económica burocrática.

En fin, la película se desarrolló en reversa, concretándose la restauración capitalista. Y, a la salida de ella, la Rusia actual quedó transformada en potencia de segunda orden, exportadora de materias primas, más allá de enormes desarrollos desiguales como el hecho de seguir siendo una potencia nuclear, militar y aeroespacial, herencia de la “bipolaridad” de la Guerra Fría.

En suma, un desarrollo desigual de las fuerzas productivas evidentemente existió, al igual que una fuerte urbanización y haber arrancado a ingentes masas agrarias del atraso secular. Entre 1926 y 1939 la población urbana del país saltó de 26 a 56 millones, pasando del 18% al 33% de la población.[22] En la segunda posguerra, este proceso continuó; en 1960 la población urbana ya representaba el 49% de la población total de la URSS, y en 1972, la primera terminó pasando a la segunda en una razón del 58% al 42%, llegando al 70% en la República Rusa en 1985. Si en 1939 sólo existían 89 ciudades con más de 100.000 habitantes, su cantidad llegó a 272 en 1980.

Pero ante el estancamiento y derrumbe posterior, y a la luz del curso histórico real, no puede menos que ponerse de manifiesto el carácter transitorio y relativo de esos progresos, lo que debe tenerse en cuenta para no caer en la apología o el embellecimiento de un período tan plagado de contradicciones.[23]

Esto se puede verificar, por ejemplo, en los índices de esperanza de vida: luego de llegar a un máximo en 1965 de 66,2 años, comenzó a decaer –obsérvese, antes de la restauración del capitalismo, que hundió aún más todos los indicadores– hasta sólo 61,9 años en 1980 (B. Kerblay, “La reforma imposible y necesaria”, L’Expansion, marzo 1984).

Si nos referimos al índice de productividad del capital, al menos desde comienzos de los años 70 no dejaba de caer año a año: 1971-5, -2.8%; 1976, -2.6%; 1977, -2.9%; 1978, -2.2%; 1979, -4.8%; 1980, -3.6%; 1981, -3.4%; 1982, -2.6% (Estudio sobre la situación económica de Europa. Naciones Unidas, Nueva York, 1984). Presumiblemente, esto se acentuó con el derrumbe de la ex URSS, al menos en un primer momento.

Por otro lado, esta acumulación se hizo sobre la sangre y los músculos de la clase obrera: la prioridad nunca fue su nivel de vida. Pero no hace falta caer en un humanismo subjetivista para considerar que la fuerza de trabajo de la clase obrera es la fuerza productiva más importante: la creadora del valor; y que se trata de una fuerza productiva cuya educación, calificación y productividad hacen al progreso del conjunto de las fuerzas productivas. El desarrollo de éstas no puede medirse de manera independiente o separada de la transformación de las relaciones de producción en un sentido socialista, lo que evidentemente no ocurrió.

Veamos a este respecto lo que pasó con el campesinado como producto de la colectivización forzosa del campo: “La colectivización compulsiva de las tierras no significó la eliminación de la contradicción entre las tendencias individualistas de los campesinos y la idea de la socialización, como tampoco eliminó en la ex URSS la oposición entre ciudad y campo. El profundo resentimiento y la desconfianza de los campesinos frente al Estado, que les había sacado sus tierras e impuesto con el terror la colectivización, implicaron por mucho tiempo la baja productividad de las organizaciones agrícolas estatales. Frente a esta evidencia, incluso después de la colectivización total de la agricultura y hasta el final [restauración mediante], los gobiernos soviéticos se vieron obligados a seguir haciendo concesiones al interés individual de los campesinos como, por ejemplo, conceder autorización para el desenvolvimiento de parcelas o crianza particulares en pequeños lotes y el permiso para la propiedad privada de algunos animales. En general, en una aparente paradoja, en esos pequeños lotes individuales el rendimiento se mostró superior al de las haciendas estatales, sovjoses, demostrando que en las condiciones históricas de la década de 1930, la elevación de la productividad aún dependía del estímulo a los intereses particulares de los productores, que, como durante la NEP, funcionaban como estímulo a la producción. Visto en términos globales, los resultados económicos de la colectivización forzada parecen haber sido bastante limitados frente a los inmensos costos humanos y el sufrimiento del pueblo soviético, demostrando la irracionalidad de la opción” (R. Paulino, cit., p. 120).

En síntesis: hubo un desarrollo transitorio de las fuerzas productivas que, además, fue puesto básicamente al servicio de una acumulación burocrática y no propiamente socialista, que en pocas décadas terminó reabsorbiéndose con el retorno al capitalismo.

Paulino se refiera agudamente al carácter desenfrenado del desarrollo industrializador, que debía necesariamente engendrar nuevos problemas. En la forma avasallante y voluntarista en que se llevó a cabo la industrialización y colectivización forzosa del campo en las décadas del 30 y 40 es posible encontrar parte importante de la explicación para el agotamiento económico en las décadas posteriores.

Así las cosas, utilizar este desarrollo como justificación del carácter “obrero” de la ex URSS en los años 30 es como mínimo muy discutible.

Además, como ya hemos visto, las fuerzas productivas en la transición socialista no pueden desarrollarse de la misma manera que en los anteriores regímenes sociales: si el capitalismo pudo desarrollarse a costa de la clase obrera, las poblaciones originarias y los esclavos negros, evidentemente el criterio de desarrollo socialista no puede ser el mismo. Como tampoco puede ser comprendida la mecánica de la acumulación primitiva socialista (admitiendo el concepto a sabiendas de las malinterpretaciones a las que puede dar lugar) en el mismo sentido que la capitalista, a modo de racionalización de la explotación burocrática, como hizo Mandel en su momento.

La emancipación de la mujer como medida de la emancipación general

Es sabido que el socialista utópico Charles Fourier fue el primero que formuló que la medida de la emancipación general estaba dada por la emancipación de la mujer, la capa más oprimida de la sociedad. Por esto mismo, la evolución de los derechos de las mujeres en general y al aborto en particular en la URSS es una medida de gran importancia para evaluar el sentido de la evolución de las fuerzas productivas y las relaciones de producción en esta cuando el giro de los años 30, así como para diferenciar una verdadera acumulación socialista de su degeneración en acumulación burocrática.

Al respecto, en los años 20 en Rusia se verificó mayormente una tendencia emancipadora, aun limitada por las condiciones materiales y culturales heredadas del atraso del país y las devastaciones de la guerra mundial, la revolución y la guerra civil posterior. Sobre este aspecto no hay mayores polémicas. Pero sí las hay respecto del verdadero carácter del giro stalinista de los años 30 y sus consecuencias sobre la emancipación femenina.

Muchos autores destacan la urbanización general del país y el acceso masivo de la mujer a los lugares de trabajo como señal inequívoca de pasos en el sentido de su emancipación. Por un lado, efectivamente, el salir del aletargamiento campesino y el ingresar al mundo laboral creaba mejores condiciones materiales potenciales para avanzar en un proceso emancipatorio. Pero el hecho a destacar es que el stalinismo inhibió completamente esta posible tendencia mediante un conjunto de medidas que dejaron en letra muerta esta promesa.

Por ejemplo, no solamente se prohibió en 1936 el derecho al aborto –restablecido sólo fines de los 50–, sino que el acceso de la mujer al trabajo coincidió con una dramática caída del salario real: “El nuevo entusiasmo por la liberación de la mujer suscitado por la transformación radical de la economía [la industrialización forzosa de los años 30. RS] tuvo corta vida. Aunque desapareció el desempleo, creció el número de guarderías y se expandieron las oportunidades para recibir educación y capacitación laboral, nunca se cumplió la promesa de la independencia femenina. Las estrategias de acumulación que dieron forma al primer y segundo Plan Quinquenal dejaron a la mujer casi tan dependiente de la unidad familiar en 1937 como lo había sido una década atrás. Las proporciones de dependencia bajaron con el ingreso de las mujeres a la fuerza laboral, pero la dependencia real sobre la unidad familiar no bajó. Entre 1928 y 1932, los sueldos bajaron un espeluznante 49%. Como resultado de ello, los ingresos reales per cápita no aumentaron a medida que ingresaban a trabajar más miembros de la familia, sino que de hecho bajaron a un 51% desde el nivel de 1928. En otras palabras, había dos trabajadores empleados por el costo de uno. Hacían falta dos salarios cuando antes había sido suficiente con uno. Si el ‘sueldo familiar’ masculino había reforzado la unidad familiar al asegurar la dependencia de la mujer con respecto al hombre, la caída precipitada de los sueldos tuvo un efecto similar: los individuos dependían de los aportes totales de los miembros familiares para asegurar un nivel de vida decente (…) La entrada de las mujeres a la fuerza laboral podría haber tenido menos que ver con las nuevas oportunidades que con una necesidad desesperada de compensar los ingresos decrecientes de la familia. Los planificadores pueden haber provocado conscientemente una caída en los sueldos reales para movilizar las reservas de trabajo femenino en la familia urbana. Aunque se debe trabajar más sobre la relación entre los sueldos y el reclutamiento del trabajo femenino, queda una cosa en claro: la política salarial no alentó la ‘extinción’ de la familia, sino que dependió de la unidad familiar como medio efectivo de explotación laboral. En un período definido abiertamente por la intensificación de la acumulación en todas las industrias y fábricas, fue la institución familiar que le permitió al Estado obtener el excedente de la labor de dos trabajadores al precio de uno” (Wendy Z. Goldman, La mujer, el Estado y la revolución. Política familiar y vida social soviéticas 1917-1936, Buenos Aires, IPS, 2010. pp. 292-3).

Como se ve, nada más lejos del carácter emancipador de la transición socialista que la acumulación burocrática. Pero además, el conjunto de la legislación tendiente a la emancipación femenina y a superar los rasgos más patriarcales y atrasados de la familia fue revertido. De los intentos o esbozos de socialización de las tareas domesticas no quedó nada en el altar de la glorificación de la “familia socialista”.

Todo hace indicar que la explicación de fondo de esta reversión, acompañando el giro reaccionario del stalinismo en todos los terrenos, fue que la burocracia se asustó por la sistemática caída de la tasa de natalidad luego de la revolución de 1917, vinculada a la modernización de los vínculos sociales en la sociedad como un todo y en la familia también. Esto no quita que las formulaciones “idealistas” iniciales se vieran sometidas al peso de la experiencia concreta de la tendencia hacia la extensión de la familia. Todo esto fue muy debatido en la URSS en los años 20. Sin embargo, en los años 1930 se trataba de más bien de que el giro hacia la acelerada acumulación burocrática necesitaba de una tasa de natalidad creciente. Si todos los índices eran de crecimiento bruto, si lo que imperaba era el kul’t bala (la política del producto bruto), sólo una tasa de natalidad creciente podía ser funcional a la acumulación burocrática: “El Estado siguió su propia agenda a través de la ley de 1936, que no era necesariamente compartida por la población soviética. Tadevosian admitió luego de la Segunda Guerra Mundial que ‘la alta fertilidad de la familia soviética fue uno de los propósitos básicos del Estado socialista con la publicación del decreto del 27 de junio de 1936 sobre la prohibición del aborto’ (…) El énfasis pronatalista de la ley, que alababa a las familias de 7 u 8 hijos, se burlaba de las condiciones sociales y se agregaba inconmensurablemente a la pesada carga del trabajo y la maternidad ya soportada por las mujeres” (ídem, p. 314).

Este proceso de reencadenamiento de la mujer a la familia, que según Moshe Lewin no perdió su carácter patriarcal, era funcional a la acumulación burocrática, y de allí la reversión casi completa de las tendencias emancipadoras que tuvo lugar en los años 30.

Acumulación primitiva, socialista y burocrática

“He visto todo esto antes. He oído las mismas discusiones. En Rusia, donde se llevó a cabo la mayor revolución de la historia, había un partido con 20 millones de personas a la cabeza. Pero ¿qué pasó? ¿Por qué fue derrocado? Esto ocurrió porque no se pudo lograr la calidad en el área donde era más importante, en los bienes producidos para el consumo humano. Para satisfacer las necesidades de la gente” (ex embajador cubano en Yugoslavia Juan Sánchez Monroe, citado por A. Woods).

Lo anterior nos remite a la discusión acerca del tipo de acumulación a impulsar en la transición. Clásicamente la discusión había quedado establecida por Preobrajensky en La nueva economía. Correctamente, planteó que dado el bajo desarrollo de las fuerzas productivas en la ex URSS de los años 20, la acumulación debía asentarse sobre la transferencia de plustrabajo y/o plusvalía y renta (esta última, componente de la plusvalía agraria) desde la producción agraria al complejo industrial estatizado. Parte de estos mecanismos era también el monopolio del comercio exterior, aunque aquí las transferencias de valor (en uno u otro sentido) operan con la economía mundial.

La analogía era establecida con el capitalismo, cuya acumulación primitiva fue el período que precedió a la acumulación capitalista propiamente dicha y ocurría bajo otros métodos que los específicos del capitalismo. Es decir, no se trataba de acumulación bajo formas económicas puras de extracción de plusvalor, sino una suerte de acumulación previa sobre bases “políticas” que tenían que ver con la fuerza: apropiación de la propiedad agraria de los campesinos, explotación colonial, etcétera. Análogamente, lo propio ocurriría con la producción agraria campesina, aunque impulsando al mismo tiempo la industrialización para garantizar la alianza obrero-campesina sobre la base de tener productos industriales cada vez más abundantes y eficientes para el campo.

Ahora bien, si la acumulación primitiva capitalista había sido condición de la acumulación capitalista a secas, en el caso de la ex URSS la “acumulación primitiva socialista” de los años 20 en la ex URSS derivó, ascensión del stalinismo mediante, a la acumulación burocrática, no a la socialista.

Anotemos al paso que en razón de las malinterpretaciones a la que podía dar lugar el concepto de acumulación socialista primitiva, Trotsky no estaba muy convencido de usarlo. El concepto fue acuñado por el economista bolchevique V. M. Smirnov, y entre otros usos sirvió para justificar el relanzamiento de mecanismos de explotación del trabajo o incluso la colectivización forzosa de la producción agraria. Casi cualquier violencia burocrática destinada a aumentar la base productiva podía quedar incluida en esa acumulación. Por otra parte, cabe aclarar que Preobrajensky tenía muy clara la distinción entre la acumulación primitiva socialista y la socialista propiamente dicha. Su error no fue teórico, sino político: la apreciación errónea como forma de “acumulación primitiva socialista” del giro stalinista de los treinta, cuando en realidad configuró el lanzamiento de la acumulación burocrática, como correctamente lo caracterizó Rakovsky.

En este mismo error cae Mandel, que también justifica como “acumulación primitiva socialista” la acumulación de la burocracia con un argumento casi transhistórico: “Cierto que la industrialización rápida reviste la forma de una ‘acumulación primitiva’ realizada por una violenta sustracción respecto al consumo obrero y campesino, de la misma forma que la acumulación primitiva del capitalismo se basó en el incremento de la miseria popular. Pero, salvo en el caso de una contribución extranjera en gran escala, toda acumulación acelerada sólo puede realizarse por el incremento del sobreproducto social no consumido por los productores, sea cual fuere la sociedad donde se manifiesta semejante fenómeno. Y esto no tiene nada de específicamente capitalista” (en R. Sáenz, “Las revoluciones de posguerra y el movimiento trotskista”, Socialismo o Barbarie 17/18).

Lo que Mandel pasa por alto es el “detalle” de que ese “incremento del sobreproducto social no consumido por los productores” debía ser una decisión libre y consciente de éstos, so pena de transformarse en pura explotación. Preobrajensky, al menos, y a pesar de ciertas afirmaciones mecánicas en este terreno, tenía claro que “esta extensión cuantitativa de las relaciones socialistas (…), con subordinación del aumento de los salarios a la función de acumulación, conduce a la limitación de la elevación de la calidad de las relaciones socialistas y mantiene la disparidad entre el nivel de los salarios y el valor de la fuerza de trabajo (…) La acumulación socialista es una necesidad para la clase obrera, pero se manifiesta aquí como una necesidad conscientemente comprendida (…) Durante este período [el de la acumulación socialista primitiva], la ley de los salarios está subordinada a la ley de acumulación socialista, que halla su expresión en las restricciones a las que se somete conscientemente la clase obrera” (La nueva economía).

Sin embargo, como vimos, Preobrajensky, urgido por el imperativo de la acumulación, terminaba poniendo en segundo plano el rol regulador de esa decisión consciente, y postulaba un proceso de acumulación que se imponía espontáneamente en sentido socialista.

Con el giro del stalinismo en los años 30, la polisemia del concepto de “acumulación primitiva socialista” dejó claro que podía dar lugar a interpretaciones que operaran como una racionalización de la acumulación burocrática. Por el contrario, la acumulación socialista debe necesariamente incluir el criterio general del mejoramiento del nivel de vida de las masas. Así, sobre la base en una economía que aún tiene como fundamento la producción de valor y una plusvalía estatizada, la acumulación socialista tiene dos condiciones: quién está al frente de la administración de esta plusvalía estatizada –esto es, al servicio de qué fines se acumula–, y, en estrecha relación con esto, la acumulación debe, al menos tendencialmente, redundar en un progreso en el nivel de vida de las masas laboriosas.

En ausencia de estos dos criterios, y sobre la misma base de la subsistencia de una economía de valor, lo que tiene lugar es algo muy distinto: mecanismos de acumulación burocrática que bloquean la transición en sentido socialista y la transforman en acumulación de Estado.

Al respecto, Roberio Paulino presenta un gráfico del especialista francés Jaques Sapir en su obra Las fluctuaciones económicas en la URSS, 1941-1985, sumamente ilustrativo de la acumulación burocrática (cit., p. 128). Éste toma la evolución de una serie de índices de los años 30, construidos sobre la base de especialistas en cada campo de la investigación económica de la ex URSS. Abarcando el período 1928-1940, muestra que la industria creció en un rango que va entre el 300 y 500%; el PBI, en torno al 200%; la agricultura, luego de una brutal caída promediando la década, queda prácticamente en el mismo lugar, es decir, crecimiento cero, y los salarios reales pagados a los operarios y empleados muestran una caída promedio del 50%.

Todavía en el cuarto Plan Quinquenal (1946-1950), el sector I de la producción se llevaba el 87,9% de las inversiones, mientras que el sector II de bienes de consumo solamente el 12,1%. Es cierto que se trataba del período inmediatamente posterior a la segunda guerra, pero la burocracia siempre encontraba excusas para las prioridades de la acumulación burocrática: “El fin de la guerra y del período de reconstrucción, al contrario de la esperanza del pueblo soviético, no trajo alivio en cuanto a las privaciones. Los esfuerzos dedicados para la reconstrucción, y, en consecuencia, el direccionamiento de la mayor parte de los recursos al sector de bienes de producción y a la industria militar, nuevamente limitaron la elevación del nivel de vida del pueblo soviético, ya que significaban una vez más un ahorro forzado sustraído al consumo” (R. Paulino, cit., p. 167).

Con la muerte de Stalin en 1953 y el comienzo de los levantamientos populares en los países del Este, la burocracia comienza a ensayar el ciclo de reformas “socialistas de mercado”, que a la vez que no la sacarían del atolladero prepararían el terreno para la restauración capitalista.

Durante el período de economía de comando “clásico”, los años más críticos fueron 1933 (un crecimiento de sólo el 6,5%); 1942, en plena ofensiva nazi, con una caída del 28,3%; 1945 y 1946, con caídas del 5.7 y 6% respectivamente; 1953, con un crecimiento del 9,8%; y, finalmente, 1959 con un crecimiento del 7,4%. Ya bajo los intentos de reformas de mercado, los años más difíciles fueron 1962 y 1963, con un crecimiento del 5,6% y 4,1% respectivamente; 1972, con 3,9%; y 1979, con el 2,2% (obsérvese que el índice de los años “malos” es cada vez más bajo). Finalmente viene el desplome restauracionista, con el casi estancamiento en 1985, 1986 y 1987 (crecimiento del 1,6, del 2,3 y del 1,6% respectivamente) hasta el derrumbe del -4% en 1990.[24]

Reflejando esto, en los años 80 el propio Gorbachov denunciaba que la economía soviética estaba desbarrancándose bajo el peso de su atraso tecnológico, el desperdicio creciente de materias primas y energía, la baja calidad de muchos productos industriales (lo que implicaba baja competitividad en el mercado mundial), el bajo rendimiento de inversiones excesivas y en gran parte orientadas a obras interminables, y una planificación desequilibrada y crecientemente desarticulada. Mutatis mutandis, argumentos similares son los que está evocando hoy Raúl Castro para imponer sus propios Lineamientos restauracionistas.

Así las cosas, acumulación primitiva, socialista y burocrática deben ser claramente distinguidas para comprender el curso que debe tomar una economía verdaderamente de transición, que sólo puede operar eficientemente y en el sentido de la satisfacción de las necesidades humanas sobre la base de la democracia obrera.

Sobre el carácter de la URSS después del triunfo de Stalin

“El ritmo de trabajo es moderado, inferior a los países occidentales. (…) los diez primeros días no se hace absolutamente nada en las fábricas rusas. Se empiezan a preparar. Los diez días del medio, se empieza a trabajar y organizar el trabajo. Y los últimos diez días tienen un nombre especial, que significa ‘la tempestad’, que es tradicional. Es una institución esa palabra, se dice: ‘entraste en tormenta’. Significa que se entró en los diez días previos al cumplimiento del plan. Entonces se trabaja de día y de noche, no se va a dormir a la casa. El problema es cumplir la norma. Ustedes comprenden lo que significa eso para la calidad del producto… revientan las máquinas, hacen de todo. El otro problema es el trabajo en negro, que tiene distintas variantes; por ejemplo, el robo. Los obreros roban todos los materiales que pueden, para llevarlos a casa o para trabajarlos adentro de la fábrica. Otra forma de la resistencia individual de los trabajadores es que tienden a no trabajar. La borrachera es lo más general que hay en Rusia. Se hace alcohol, vodka clandestina, en gran producción. Esto expresa la resistencia individual. Así como los campesinos hacen una resistencia individual a través de las parcelas, acá también se expresa la resistencia individual de los obreros: roban todo lo que pueden, a la fábrica no la consideran de ellos, y después trabajan afuera” (N. Moreno, selección de citas para el Seminario de transición).

Respecto de cómo definir a la ex URSS a consecuencia del proceso de burocratización, así como a las sociedades no capitalistas emergentes de la revoluciones de la posguerra, hemos desarrollado toda una elaboración que no es necesario repetir en detalle aquí. También hemos escrito extensamente alrededor de la querella de definiciones a que dio lugar el proceso mismo de burocratización, criticando las nociones alternativas de “colectivismo burocrático” y “capitalismo de Estado” en reemplazo de la superada por los eventos históricos de “Estado obrero burocratizado”.

Por nuestra parte, adelantamos la definición de “Estado burocrático con restos proletarios y comunistas”, tomada de Cristian Rakovsky. Pero no estamos aferrados a ella cual talismán teórico que resuelva todos los problemas. En todo caso, lo que siempre quisimos destacar es que mantener la definición tradicional de Trotsky una vez que había sido dejada atrás por los acontecimientos históricos, flaco favor le hacía a un balance marxista y consecuente de las lecciones de la experiencia de la lucha por el socialismo en el siglo XX.

Básicamente, nuestro punto de vista es que la caracterización de Trotsky fue adecuada en el momento en que fue expuesta. Refutaba la apología oficial al “socialismo realizado”, evitaba las dificultades de las teorías del capitalismo de Estado y el colectivismo burocrático y brindaba instrumentos para la batalla contra el despotismo burocrático. Sin embargo, a la luz del colapso de la ex URSS, correspondía revisar las limitaciones de una visión que ya en la posguerra había perdido actualidad.

Esta inadecuación se tornó visible al concluir el período del terrorismo estalinista. Como dice a este respecto correctamente Claudio Katz, el termidor constituyó más bien un momento en la degeneración de la Revolución de Octubre que un concepto suficiente para explicar ese régimen. Perdió vigencia una vez consumada la contrarrevolución de los años 30. Ese desenlace modificó sustancialmente el contradictorio escenario que buscó retratar Trotsky.

Hubo dos hechos decisivos. Primero, que la clase obrera fue derrotada en esa década, y a pesar de esporádicos “chispazos” en las décadas posteriores, nunca logró recuperarse de conjunto. Segundo, que las purgas stalinistas tuvieron un contenido más profundo de lo que se pensó en su momento: fueron la expresión de una profunda contrarrevolución no sólo política sino también social.

Luego de aplastar a toda oposición, el grupo dominante se consolidó en el poder y potenció su manejo despótico del excedente económico a través de la explotación de los trabajadores. Este cambio no derivó en la formación de una clase propietaria, pero modificó el régimen que pretendía capturar la noción de Estado obrero burocratizado. Esta definición presentaba ya varios problemas imposibles de pasar por alto.

En primer lugar, la noción de Estado obrero burocratizado subvaloraba el alcance de la regresión política creada por el terror stalinista. Durante ese período de paranoicas masacres fue exterminada la generación de revolucionarios bajo el aluvión de humillación, locura y despotismo que entre 1930 y 1953 incluyó 3,7 millones de arrestos y 786.000 fusilados. Con estas purgas quedó sepultada la tradición bolchevique y definitivamente derrotada la clase obrera revolucionaria de 1917.

En segundo lugar, la URSS no podía ser un Estado obrero o una dictadura del proletariado, porque la tiranía de una burocracia sobre millones de trabajadores y naciones oprimidas no puede definirse como un Estado de esos obreros, ni como un poder de la mayoría contra los enemigos capitalistas. Desde el triunfo de Stalin, ya no se podía caracterizar al régimen con esos términos, y los calificativos de burocratizado, degenerado o deformado no bastaban para corregir ese contrasentido.

En tercer lugar, la inexistencia de un Estado obrero no es tan sólo una conclusión teórica sino un resultado de la observación empírica, ya que los trabajadores de la URSS no consideraban al régimen vigente como algo que les perteneciera. Si las conquistas de Octubre vivieron en la conciencia de la población hasta la entreguerra, perdieron definitivamente este lugar en la posguerra. La inmensa mayoría de los ciudadanos soviéticos percibían al régimen como ajeno y como un instrumento de la burocracia, y por eso no lo defendieron cuando colapsó. La noción de Estado obrero burocratizado omitía esta dimensión subjetiva y se limitaba a trazar un retrato sociológico de las clases y estratos prevalecientes en la URSS.[25]

En cuarto lugar, la definición de Estado obrero degenerado reforzó una equivocada creencia en la superioridad económica de la planificación, aun burocrática, frente a cualquier manejo capitalista. Partiendo de esta idea, se magnificaron los éxitos de las economías centralizadas, omitiendo que estos logros fueron resultados específicos de ciertas fases y ciertas circunstancias. Pero como lo prueban varias comparaciones adversas (Corea del Norte y del Sur, Alemania Oriental y Occidental), ese postulado no era generalizable. Las ventajas del plan indudablemente existieron, pero fueron limitadas y tendieron a revertirse con la consolidación de la gestión burocrática.

Por último, hablar de Estado obrero burocratizado condujo a ignorar que el grupo dominante en la URSS se encontraba embarcado en la imposible construcción de un sistema completamente alejado de la perspectiva socialista. Por eso se minimizaron los privilegios de la burocracia y muchos no pudieron percibir el giro hacia la restauración que prevaleció en la última etapa de esos regímenes. Éste fue sobre todo el caso del mandelismo; otras corrientes del movimiento trotskista mostraron más reflejos.

 

Este artículo es un fragmento de un trabajo mayor, «La dialéctica de la transición socialista» publicado en la revista Socialismo o Barbarie n°25 en marzo del 2011.

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