La transición al socialismo: Trabajo humano, mercado, dinero y precios

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Plan, mercado y democracia obrera. Artículo del 2011

Por Roberto Sáenz

“Varios profesores obedientes habían logrado construir con las palabras de Stalin toda una teoría, de acuerdo con la cual el precio soviético, a la inversa de los del mercado, estaba dictado exclusivamente por el plan o por directivas; no era una categoría económica sino una categoría administrativa destinada a servir mejor al reparto de la renta nacional en beneficio del socialismo. Estos profesores olvidaban explicar cómo se puede ‘dirigir’ los precios sin conocer el precio de costo real, y cómo se puede calcular éste si todos los precios, en lugar de expresar la cantidad de trabajo socialmente necesaria para la producción de los artículos, expresan la voluntad de la burocracia”

León Trotsky, La revolución traicionada, p. 75

 

Uno de los debates teóricos que jalonaron los años 20 y 30 en la ex URSS fue la pertinencia de las categorías marxistas de la crítica a la economía política para el abordaje de las relaciones económicas en la transición al socialismo. La polémica atravesó desde el período del “comunismo de guerra” hasta la colectivización forzosa, pasando por la NEP, en el marco de un debate mayor sobre el impulso de la industrialización y la planificación económica. La cuestión se mantuvo sobre el tapete en los años 30 y retornó en la segunda posguerra con el giro al “socialismo de mercado” en los 60. Sus actores clásicos fueron Bajaron y Preobrajensky, aunque será León Trotsky quien sacará las conclusiones de más largo alcance.

Volver sobre los alcances y límites de la vigencia de la ley del valor en la transición socialista no es un ejercicio historiográfico carente de sustancia política, y menos hoy que el acelerado giro hacia el mercado en Cuba vuelve a poner sobre la mesa la discusión acerca de la riquísima cantera de experiencias anticapitalistas y socialistas del siglo XX, incluidas las relaciones entre la planificación económica, el mercado y la democracia de los trabajadores.

 

2.1 Bujarin: de la negación formal a la adaptación

“Lenin criticaba un párrafo del libro de Bujarin La economía del período de transición que caracterizaba el modo de producción capitalista como una economía de ganancia, en oposición a la economía socialista cuyo objetivo es satisfacer las necesidades: ‘No está logrado’, anotó Lenin; ‘también la ganancia puede satisfacer necesidades; se debió decir que la plusvalía en la economía socialista [en la economía de transición socialista, R. S.] en lugar de ser apropiada por los propietarios como en la economía capitalista, sólo es aprovechada por los trabajadores’. En consecuencia, no son las categorías mercantiles –ganancia, crédito, comercio– lo que caracteriza al capitalismo, sino su utilización en beneficio de un grupo de propietarios”

Pierre Naville, Le nouveau Léviathan

 

A comienzos de los años 20 del siglo pasado, Nicolai Bujarin –todavía en su versión “izquierdista”– escribía en La economía del período de transición que las categorías de la economía política, a todos los efectos prácticos, habían dejado de regir luego de la Revolución de Octubre. El valor, el trabajo asalariado, la moneda, los “problemas fundamentales de la economía política”, se estaban “desvaneciendo” aceleradamente en la ex URSS: “Esas relaciones elementales, cuya expresión ideológica está constituida por las categorías de mercancía, precio, trabajo asalariado, ganancia, etcétera, existen en la realidad al mismo tiempo que no existen. Las categorías no existen y sin embargo se puede decir que existen, existen como ficción. Tienen una existencia singular, espectralmente real, y al mismo tiempo realmente espectral, un poco como las almas de los muertos en las viejas leyendas eslavas y como los dioses paganos para la Iglesia cristiana” (N. Bujarin, “Las categorías económicas del capitalismo durante el período de transición”, en Debate sobre la economía soviética y la ley del valor, México, Grijalbo, 1975, pp. 257-258).

Este galimatías era un abordaje antidialéctico del problema, que para ser desentrañado debía basarse en una interpretación que partiera de la comprensión de que la economía de transición parte de las relaciones heredadas por el capitalismo. Nada resuelve apelar a una metafísica del simultáneo “existir y no existir”, sino más bien definir en concreto alcances y límites de la subsistencia de las categorías mercantiles en una sociedad que, si bien ha dejado de ser capitalista, todavía no ha llegado a las relaciones características de la economía socialista.

Hacia mediados de los años 20 Bujarin girará abruptamente a la derecha. También lo hará en materia de su comprensión de la mecánica de la economía de la transición: lo que había sido echado por la ventana vuelve ahora por la puerta de entrada, y se propone la adaptación pasiva a la producción mercantil y la ley del valor. A esta última la concebía como el único y exclusivo regulador de la economía de la transición, lo que fue muy justamente criticado por Preobrajensky como “un error teórico escandaloso” de consecuencias políticas oportunistas. De ahí su conocida consigna “¡Campesinos, enriquézcanse!”, que solamente ayudaba a fortalecer el sector de la economía todavía basado en el mercado y la propiedad privada.

Bujarin, en el fondo, tenía una apreciación abstracta de la subsistencia de las categorías de la economía política en la transición; siempre pensó que existían sólo formalmente, y, por lo tanto, sin consecuencia alguna para la economía de la transición. Preobrajensky le criticó, con toda justicia, su pretensión de circunscribir el materialismo histórico sólo al capitalismo: “Le sugiero al camarada Bujarin que compare su posición con la de Lukács sobre la teoría del materialismo, como concepción que no tiene significación sino para las sociedades de clase, comenzando por consiguiente a perder su significación en y para el período de transición” (La nueva economía).

Esta visión le permitió ir de izquierda a derecha sin solución de continuidad, de la negación formal a la adaptación lisa y llana; de ahí su enfoque puramente armonicista de las relaciones entre la ciudad y el campo.[6]

De allí que a finales de los años 20, dos economistas formados en la escuela bujarinista, Lapidus y Ostrovitianov, naturalizaran completamente la subsistencia de los elementos mercantiles en la transición: “Aquí sólo retendremos la idea que el régimen caracterizado por el intercambio es más amplio que la noción de ‘capitalismo’. Un régimen basado en el intercambio, pero que no sea capitalista, es posible, como lo veremos más tarde; se puede, en cierto sentido, relacionar con esta categoría la economía soviética” (Manual de economía política, Buenos Aires, Eudeba, 1971).

Dos décadas después Stalin intervendría en el debate en su Los problemas económicos del socialismo (1951) al que algunos economistas del “socialismo real” como Oskar Lange concedieron exagerada importancia. Allí se encargará de ocultar las imposiciones de explotación subsistentes en la ex URSS al tiempo, que abrir vías a criterios “socialistas de mercado”: “Pues bien, si no existen esas condiciones que convierten la producción mercantil en producción capitalista, si los medios de producción no son ya propiedad privada, sino propiedad socialista, si el sistema de trabajo asalariado ya no rige y la fuerza de trabajo ha dejado de ser una mercancía, si hace ya tiempo que ha sido liquidado el sistema de explotación, ¿a qué atenerse?, ¿se puede considerar que la producción mercantil conducirá, a pesar de todo, al capitalismo? No, no se puede” (J. Stalin, “Observaciones sobre cuestiones de economía relacionadas con la discusión de noviembre de 1951”, en www.eroj.org). Por supuesto, todo esto era ficción: la propiedad estatizada no había llegado de ninguna manera a ser “socialista”, el “sistema de trabajo asalariado” seguía rigiendo y la fuerza de trabajo no había dejado de ser mercancía.

Stalin pretendía así ocultar el relanzamiento de los mecanismos de explotación del trabajo en la economía burocratizada. Pero junto con esta negación mistificadora, abría la puerta a mecanismos de mercado que luego desarrollarían plenamente los “socialistas de mercado”. El movimiento era análogo al de Bujarin: de la negación formal (y la supresión lisa y llana del mercado en los años 30) Stalin pasaba a transitar –aunque de modo aún muy inicial– el camino hacia la adaptación al mercado.

El stalinismo jamás tuvo ni podía tener una comprensión justa de las relaciones entre planificación, mercado y democracia obrera en la transición socialista. Oskar Lange, economista crítico pero parte del elenco burocrático, siempre elogió este texto de Stalin precisamente por su apertura hacia el mercado.

 

2.2 Preobrajensky y Trotsky: buscando el abordaje correcto a la transición

 

Volviendo a los años 20, y todavía cómo parte de la Oposición de Izquierda, Preobrajensky terciará con La nueva economía. El sistema económico de la primera mitad de los años 20 en la ex URSS (período de la NEP, o Nueva Política Económica) es considerado como de “doble sector”, mercantil y socialista. Esto le permitirá a Preobrajensky afirmar de que se trataba de una etapa regida por dos reguladores económicos contradictorios: la ley del valor y la ley de la acumulación socialista primitiva: “El equilibrio económico en la economía Soviética está establecido sobre la base de un conflicto entre dos leyes antagónicas, la ley del valor y la ley de la acumulación primitiva socialista, lo que significa rechazar que haya un solo regulador de todo el sistema” (La nueva economía, p. 3).

Preobrajensky hace el esfuerzo por apreciar hasta qué punto siguen rigiendo las categorías de la economía política en la economía soviética de los años 20, tratando de escapar a un enfoque abstracto del problema. Pero el centro de su análisis estaba en el planteamiento de la planificación como el otro regulador económico de la transición, y el fundamental en el área de la economía estatizada.

Su análisis respecto de la oposición entre dos criterios, principios o reguladores de la economía de la transición, la ley del valor y la planificación, era, como dijera Trotsky, a priori, el único correcto.

Sin embargo, el devenir de la lucha fraccional dentro del partido dejaría rápidamente al descubierto su principal punto ciego: considerar que esta pugna entre dos criterios económicos distintos se podía hacer valer en un sentido socialista de manera “espontánea”, independientemente de la naturaleza concreta del poder político.

Secundariamente, su posición tenía el problema de carecer de una apreciación suficientemente dialéctica de las contradicciones entre ley del valor y planificación, lo que contribuiría al desvío administrativo-burocrático de la planificación stalinista de los años 30. Trataremos esto luego más en detalle.

Será León Trotsky quien asuma el enfoque más correcto del asunto. Su punto de vista expresa una superación dialéctica tanto de la visión de Bujarin como del mismo Preobrajensky, al postular la existencia de tres reguladores en la transición.

Trotsky parte de reivindicar el planteo de Preobrajensky, pero objeta sus costados más esquemáticos: una contraposición demasiado mecánica entre plan y mercado, y la ausencia del postulado de la democracia obrera como uno de los mecanismos orgánicos de la economía de la transición. Reprocha a Preobrajensky quedarse en un terreno puramente económico en su análisis de la mecánica de la acumulación socialista. A sus ojos, esto configuraba el peligro de transformar el proceso mismo de la transición en un proceso casi autónomo, independiente de los sujetos y sus luchas: “Como puntualizó correctamente Stephen Cohen [biógrafo de Bujarin], ‘pocos se dieron cuenta de la contradicción entre el razonamiento de Preobrajensky acerca de la industrialización socialista en una aislada Rusia y el énfasis de Trotsky acerca del rol crucial de la revolución europea’. Mientras tanto, el propio Trotsky vio el peligro de que sus oponentes teóricos usaran las ideas de Preobrajensky para sostener el ‘socialismo en un solo país’” (M.M. Gorinov y S.M. Tsakumov en “Vida y obra de Evgenii Alekseeevich Preobrazhenskii”, Ozleft, publicación de la izquierda australiana).

En la segunda posguerra, fue Ernest Mandel quien asumió las posiciones de Preobrajensky casi tout court, sin advertir que no representaban cabalmente las ideas del fundador de la IV Internacional.

Catherine Samary, especialista en la ex Yugoslavia e integrante de la corriente de Mandel, observa que “en el debate con Nove, Mandel comenzó su demostración presentando como ‘el objetivo de la política marxista el socialismo sin producción mercantil’. ¿Cómo debería medirse entonces la producción y los costes, el trabajo ‘socialmente necesario’? La respuesta implícita de Mandel es que esto puede hacerse ‘directamente’. Lo cual significaría la organización directa de la producción y de la distribución en términos de valores de uso o de trabajo concreto, es decir, sin moneda ni precios. Es interesante señalar cuál era la idea de Trotsky sobre tal tentativa de planificación directa y global del conjunto de la producción y de la distribución. En ‘La economía soviética en peligro’, escribió que no existe un ‘experto universal’ capaz de ‘concebir un plan económico exhaustivo sin huecos, comenzando por el número de acres de trigo y llegando hasta el último botón de las chaquetas’ (…) Trotsky subrayó también hasta qué punto la burocracia, concentrando el poder de decisión, ‘impidió ella misma la intervención de millones de interesados’. Esto plantea otro aspecto del problema: la posibilidad de opciones alternativas. Opuso a la erradicación stalinista del mercado la concepción de un ‘plan controlado y realizado, en una parte considerable, por el mercado’. Una ‘unidad monetaria sólida’ era para él indispensable para evitar el caos. En las condiciones concretas de la transición en la Unión Soviética, Trotsky consideraba que ‘sólo a través de la interacción de estos tres elementos –la planificación estatal, el mercado y la democracia soviética- era posible dar una orientación correcta a la economía del período de transición’. Mandel adopta un planteamiento bastante diferente en su debate con Nove (…) concibe la democracia directa como un sustituto del mercado en la economía socializada” (“El papel del mercado: el debate Mandel-Nove”, en www.ernestmandel.org.es).

Nahuel Moreno da cuenta del mismo problema: “Trotsky nunca dijo claramente si coincidía con esa expresión de Preobrajensky [de acumulación socialista primitiva] (…). Preobrajensky habla de la ley del plan y la ley del valor. Y dice que el plan se hace para combatir la ley del valor (…) Estas discusiones en el lugar donde mejor se dieron fue en Cuba, porque los trotskistas pudieron intervenir un poco, sobre todo Mandel (…) Hubo una tremenda discusión entre los stalinistas y el Che Guevara en Cuba, sobre este lío de la ley del valor y el plan, [también] sobre el problema de los incentivos. Ahí el Che desarrolló la línea maoísta: lo fundamental es la moral y el plan, y desarrollar la industria… El otro lado era stalinista puro: lo fundamental es el incentivo, no el plan, ni desarrollar la industria, ni nada. Mandel intervino en esta discusión planteando el problema del plan contra la ley del valor… Que los incentivos servían, que la moral no marchaba por sí sola, pero que el punto central era que el plan tenía que ir contra la ley del valor. Es decir, de hecho Mandel aceptaba la teoría de Preobrajensky. Nosotros discrepamos. Creemos que estamos más cerca de la concepción de Trotsky (…) Trotsky nunca se pronunció por la acumulación primitiva socialista (…) Antes que nada porque Trotsky veía como muy economicista la interpretación de Preobrajensky. Según mi interpretación, Trotsky hace una primera objeción a Preobrajensky, por eso nunca lo aprobó: el problema esencial es político, no económico, aunque el económico es muy importante. Es el problema de la revolución mundial. No bien Stalin hizo un plan quinquenal, Preobrajensky se fue con Stalin, rompió con Trotsky, porque dijo: ‘Es nuestra política, el plan quinquenal’. En cambio, ¿qué dijo Trotsky?: ‘No es nuestra política. Ésta es una caricatura de nuestra política económica; pero nuestra política es un todo: que haya democracia en el partido, la política internacional, el problema del marxismo. Es decir, el problema de la acumulación primitiva es táctico en relación al desarrollo de la revolución mundial” (selección de citas del Seminario sobre transición).

Por lo tanto, Trotsky postulaba una necesaria relación entre el plan, el mercado y la democracia obrera como reguladores, haciendo intervenir una combinación más rica entre factores objetivos y subjetivos en la transición socialista.

 

2.3 El trabajo humano como medida de la riqueza

“Resulta inconcebible originar ese cambio vital en la función social del tiempo de trabajo –de determinante (que reduce el trabajo viviente, en expresión de Marx, a ‘cascarón de tiempo’) a ser determinado– sin un avance correspondiente hacia la supresión de la división del trabajo. Porque mientras el tiempo domine a la sociedad en forma del imperativo de extraerle el tiempo de trabajo excedente a su inmensa mayoría, el personal a cargo de ese proceso debe conducir una forma de existencia sustancialmente diferente, en conformidad con su función como la personificación y el impositor del imperativo del tiempo. A la vez, la inmensa mayoría de los individuos son ‘degradados’ a meros trabajadores, subsumidos bajo el trabajo” 

István Meszáros, Más allá del capital, p. 859

 

Bujarin, Preobrajensky y Trotsky sintetizaron quizá los puntos de vista más formados sobre la vigencia de las categorías de la economía política en la transición (debate que sería en cierto modo replicado en Cuba, entre otros por el Che Guevara, en los años 60). Este debate nunca tuvo un carácter meramente teórico. Tomar las categorías de la transición socialista y las relaciones sociales que éstas expresan como formales o “técnicas” sólo oscurece la subsistencia de imposiciones económico-sociales, que se hacen valer al menos hasta cierto punto dada la inevitable continuidad de la producción de la riqueza dependiente de la medida del trabajo humano.

Trotsky era muy claro a este respecto: “Los dos problemas, el del Estado y el del dinero, tienen diversos aspectos comunes, pues se reducen ambos, a fin de cuentas, al problema de los problemas, que es el rendimiento del trabajo. La imposición estatal y la imposición monetaria son una herencia de la sociedad dividida en clases (…) El fetichismo y el dinero sólo recibirán el golpe de gracia cuando el crecimiento ininterrumpido de la riqueza social libere a los bípedos de la avaricia por cada minuto suplementario de trabajo y del miedo humillante por la magnitud de sus raciones. Al perder su poder para proporcionar felicidad y para hundir en el polvo, el dinero se reducirá a un cómodo medio para la estadística y para la planificación; después, es probable que no sea necesario ni aun para eso” (La revolución traicionada, pp. 67-68).

En otras palabras, las categorías del valor subsisten inevitablemente en la transición, al menos en las sociedades con economías atrasadas. La medición del valor de los productos por el tiempo de trabajo utilizado en producirlos es imposible de sustituir todavía por otro rasero. Esto ocurre como producto necesario del bajo desarrollo de las fuerzas productivas, lo que a su vez deviene en bajo desarrollo de la productividad del trabajo. Ambos hechos impiden todavía liberar a los trabajadores del yugo del trabajo para satisfacer sus necesidades, y a la economía como un todo de la dependencia del trabajo humano para producir la riqueza.[7]

En contraposición, muchos autores argumentan que el valor se hace valer solamente en la producción para el intercambio. Es un argumento típico, por ejemplo, de Ernest Mandel, que muchas veces cayó en un embellecimiento y mistificación de la economía no capitalista en manos de la burocracia, presentándola como directa productora de valores de uso (como en su el Tratado de economía marxista) y defendiendo unilateralmente una economía basada en puros mecanismos administrativos (ver La reforma de la planificación soviética y sus implicaciones teóricas), pese a ciertas observaciones agudas respecto de la problemática de la planificación en manos de la burocracia que luego veremos.

Esto es un error: no hay manera de racionalizar la economía de la transición si no es sobre una base objetiva, no meramente “administrativa” o “convencional”, y esa base sólo puede sostenerse, a pesar de la expropiación de los capitalistas, sobre la medida del tiempo de trabajo socialmente necesario. De allí que las categorías mercantiles sigan siendo inevitables, por cuanto la regulación de la producción social por la medida del tiempo de trabajo, que en el capitalismo se afirma de manera anárquica e indirecta por intermedio del mercado, en la transición socialista lo hace –o debería hacerlo– de manera directa, consciente y planificada, direccionada por el Estado obrero. La transición equivale, en este respecto, a una suerte de “autoconsciencia de la ley del valor”.

No se puede sencillamente arrojar el mercado “al diablo”, como pretendía Stalin en los años 30. Porque la subsistencia del valor en la transición no depende tanto de la extensión y las formas que adopte el intercambio de productos en el mercado, sino de la continuidad del intercambio de la fuerza de trabajo (que sigue siendo mercancía) por un salario, y más en general, del intercambio en general de las distintas aplicaciones de la fuerza de trabajo, medidas por el tiempo y expresadas como valor intercambiable.

A diferencia de Trotsky, Mandel y otros trotskistas de posguerra se detuvieron excesivamente en la forma en que se afirma la ley del valor en el capitalismo, relacionada con el intercambio mercantil. Hasta cierto punto esto es correcto. Sin embargo, se les escapó el contenido sustancial de lo que esconden las relaciones del valor. Parecen sugerir que, dado que en la transición las relaciones económicas no están mediadas por el mercado en el sentido estricto del término, ya que la planificación se afirma de manera directa y ex ante, no como en el mercado capitalista clásico, de modo indirecta y ex post, entonces las relaciones del valor se desvanecerían o incluso desaparecerían.

El mismo Preobrajensky, aunque es mucho más cuidadoso, parece caer aquí en un criterio esquemático al considerar como “naturalista” una “concepción no histórica de la ley del valor, en el cual la manera en que el proceso económico es regulado bajo la producción mercantil se funde con el rol regulador del gasto de trabajo en la economía social en general; el rol (…) que su gasto ha jugado y seguirá jugando en cualquier sistema de producción social” (La nueva economía, p. 3). A nuestro modo de ver, aquí se peca por exceso y por defecto. Porque en la sociedad comunista el gasto de trabajo humano ya no será el regulador de la producción, pero en la transición la producción todavía no es directamente social: inevitablemente está mediada por relaciones de valor.

En el fondo, la experiencia de la URSS muestra que el problema gira alrededor del verdadero contenido de las relaciones productivas: ¿qué pasa en la transición con la sustancia que enmascaran estas relaciones, esto es, con el hecho que la medida de la riqueza sigue siendo el trabajo humano?

Mandel no logra dar cuenta de esta problemática. Es verdad que las categorías del valor se afirman en las condiciones de la producción para el intercambio, es decir, en el capitalismo. Sin embargo, se requiere una apreciación históricamente ampliada de la ley del valor para aprehender las formas de la vigencia de las relaciones que supone esta ley incluso en economías no capitalistas.

Lo esencial es recordar que en la transición la producción de la riqueza sigue dependiendo del estrujamiento de los nervios y músculos de los trabajadores. Oscurecer la continuidad de esta imposición le hizo grandes favores al stalinismo: “En 1920, Lenin no estaba satisfecho con algunas apreciaciones de Bujarin. En sus notas marginales a la Teoría económica del período de transición, señaló que no era del todo exacto describir el capitalismo como ‘desorganizado’ (…). También señaló la persistencia, incluso bajo el comunismo, de leyes económicas como las que gobiernan las proporciones básicas de la economía. Podría haber estado de acuerdo con Bastle, que imaginó dos especies o aspectos de la ley del valor: la “versión 1” se refiere a la distribución del trabajo en distintas proporciones para diversos objetivos, que debe existir en toda la sociedad; y la “versión 2” es el aspecto en que se manifiesta en la economía mercantil, con intercambios, mercados, competencia, etcétera” (A. Nove, cit., p. 19).

Esta visión ilustra la complejidad del problema, si bien cabe advertir que este esquema corre el riesgo de diluir el irreductible carácter histórico de la ley del valor, que sufre modificaciones sustanciales en la transición y cuyo imperio queda limitado por la planificación socialista. Además, hablar de proporciones ‘económicas’ en el comunismo induce a confusión porque la base de la riqueza deja de depender de la contribución directa del trabajo humano. Sin embargo, subsiste el hecho de que la base material de la producción en la transición socialista sigue siendo el trabajo humano. Ocultar esta realidad dando una versión tan “limitada” de la vigencia de la ley del valor en la transición tiene por resultado no poder dar cuenta cabal de una parte sustancial de las relaciones económicas reales.

En ese sentido, incluso Mandel, muchas veces tan acrítico del stalinismo, llega a afirmar que “las categorías mercantiles cubren un período más vasto de la humanidad que el único período del capitalismo. Nacen mucho antes que el capitalismo, no fenecerán sino mucho después de la desaparición de éste. En la época de la transición del capitalismo al socialismo, es la relativa penuria de valores de uso lo que prolonga la vida de los valores de cambio, al menos en la esfera de los bienes de consumo” (Ensayos sobre neocapitalismo).

Pero, al cuestionar una visión unilateral, Mandel inmediatamente recae en otra también unilateral pero de signo opuesto: “El error de Bordiga proviene del hecho de que no distingue claramente una economía en la cual hay presencia de categorías mercantiles respecto de una economía regida por la ley del valor (…) Bordiga (…) pierde de vista la distinción fundamental entre una sociedad regida por la ley del valor y una sociedad en la que circulan mercancías sin que esta circulación determine la dinámica económica fundamental en ellas” (ídem). El ultraizquierdista italiano Amadeo Bordiga era incapaz de distinguir los grises, ya que su caracterización de la ex URSS era la de un capitalismo de Estado donde la ley del valor regía sin restricción alguna. Pero Mandel se va casi al polo contrario, perdiendo de vista que “la dinámica económica fundamental” de la economía de transición sigue basada sobre el gasto de trabajo humano en la producción, esto es, sobre la ley del valor.

Al respecto, Nahuel Moreno trataba de hacer una apreciación más matizada, dando cuenta de manera más objetiva de los problemas reales: “Ya en el propio terreno económico, nosotros estamos contra Mandel y contra Preobrajensky. Creemos que son poco dialécticos. En la circulación de mercancías hay las famosas fórmulas de Marx [M-D-M]. Y está la otra fórmula de Marx de circulación, [D-M-D’]. Es decir, más dinero [incrementado por la explotación]. Marx dice: circulación simple de mercancías y circulación capitalista (…) Y estas dos son expresiones de la ley del valor: capitalista y cambio simple de mercancías. Entonces, para nosotros, acá está la ley del valor [D-M-D’] y acá está la ley del plan [M-D-M]. Para nosotros, el plan, la planificación y la sociedad de transición, la economía de transición hacia el socialismo, están obligados a unirse a esta expresión de la ley del valor [M-D-M], a desarrollarla y combatir a muerte esta otra [D-M-D’]. (…) Es decir, no es toda la ley del valor [la que se cuestiona]. Dentro de esta fórmula económica, se esconden problemas de clase muy profundo, problemas políticos (…) Detrás de esta fórmula de circulación [D-M-D’], está una clase, la capitalista. Y aquí [M-D-M] están los trabajadores (…) Es una dialéctica típica: antes de desaparecer, la ley del valor cumplirá un rol más racional que nunca, porque habrá moneda sólida, confiable, etcétera” (selección de citas para el Seminario sobre transición).

Para Moreno, entonces, la economía de la transición debe apoyarse en criterios de racionalidad que no pueden ser puramente arbitrarios, sino que deben respetar o tener en cuenta las relaciones reales de valor a la hora de los intercambios. Al mismo tiempo, claro está, debe combatir la acumulación capitalista. Lo que Moreno aquí no toca es la problemática de la acumulación y explotación burocrática, que veremos más adelante.

En todo caso, esta misma validez de los criterios de valor a la hora de los intercambios no significa que este imperio del valor no deba ser limitado y quebrantado –hasta cierto punto al menos– en la transición, so pena de no avanzar en la acumulación en sentido socialista. Al respecto, tenía plena razón Preobrajensky cuando afirmaba que la acumulación socialista o primitiva socialista, debía romper las relaciones del valor para avanzar. De ahí que corresponda la crítica implacable a quienes, como Bujarin, no sólo veían la subsistencia de las categorías del valor sino que postulaban una adaptación lisa y llana a los requerimientos del mercado.

Esto hace parte del debate con los “socialistas de mercado” de la segunda posguerra, un conjunto de economistas que fundamentaron los intentos reformistas frustrados en la ex URSS y otras “democracias populares”. En Occidente, defendieron estas posiciones intelectuales de prestigio como el especialista inglés en economía de la ex URSS, Alec Nove, editor de Soviet Studies. Su punto de vista, a la postre, no podía tener otra consecuencia que pavimentar el retorno al capitalismo.

A pesar de la unilateralidad de su propio enfoque, Mandel los caracterizó correctamente cuando señala que “lo que los economistas soviéticos buscan es un sistema de autorreguladores que permita obtener resultados óptimos económicos, independientemente de la intervención consciente de los hombres. Este viraje va justamente contra la hipercentralización burocrática y, al rechazar por razones sociopolíticas no menos evidentes la solución ideal del control democrático por la masa de los productores-consumidores, no puede menos que rehabilitar progresivamente el automatismo del mercado” (Tratado de economía marxista, 2, p. 329).

Las reformas que está impulsando hoy el PC cubano se podrían encuadrar perfectamente dentro de la variante “socialista de mercado”, si no fuera porque en este contexto histórico se trata ya de la búsqueda de una vía de restauración capitalista tipo Vietnam (China que le queda un poco grande). A modo de justificación de este curso restauracionista, el propio Fidel Castro ha reconocido que “el modelo cubano ya no funciona ni siquiera para nosotros”.

En todo caso, la alternativa no puede ser ni la economía de comando burocrático ni el socialismo de mercado: el único camino para impulsar una verdadera transición socialista es la planificación democrática en manos de los trabajadores en el marco del impulso de la revolución internacional, cosa que al castrismo jamás se le ocurriría porque sería suicidarse en tanto que burocracia.[8]

Volviendo al problema conceptual, el necesario quebrantamiento de la ley del valor sobre la base de los mecanismos de acumulación socialista y monopolio estatal del comercio exterior no significa, a su vez, que los cálculos de la producción no deban realizarse sobre una base económica racional que se atenga a la utilización del tiempo de trabajo real.

La dialéctica del problema apunta a lo siguiente: el Estado de la transición debe, para el desarrollo económico lo más integral posible de todas sus ramas, llevar adelante la producción independientemente de que ésta sea más costosa que el promedio del mercado mundial, so pena de que su dependencia extrema de ese mercado lo haga morir por inanición. “El valor de cambio sigue siendo el regulador de todas estas relaciones. Lo que cambia, lo que es nuevo, es el poder que detenta el Estado de modificar a favor de relaciones no capitalistas una estructura que depende en su origen de las relaciones capitalistas mundiales de donde proviene” (P. Naville, cit., 1, p. 19). En el mismo sentido, Trotsky denunciaba que “la planificación burocrática se libera del control del valor, así como el aventurerismo burocrático se libera del control político. El repudio a las ‘causas objetivas’, es decir, a los límites materiales de la aceleración de los ritmos, así como el rechazo al respaldo en oro de la moneda soviética, constituyen delirios ‘teóricos’ del subjetivismo burocrático” (Naturaleza y dinámica del capitalismo y la economía de transición, p. 583).

 

2.4 Categorías mercantiles, fuerzas productivas y relaciones de producción

Detengámonos ahora en el vínculo entre las nuevas relaciones productivas originadas en la revolución y las atrasadas fuerzas productivas heredadas del capitalismo, y de ambas con las categorías mercantiles.

Dice Marx: “La riqueza real es el poder productivo desarrollado de todos los individuos. La medición de la riqueza ya no es, de ninguna manera, el tiempo de trabajo, sino más bien el tiempo disponible. El tiempo de trabajo como la medición del valor plantea que la riqueza misma está fundamentada en la pobreza y que el tiempo disponible existe en y a causa de la antítesis al tiempo de plustrabajo, o el planteamiento del tiempo total de un individuo como tiempo de trabajo, y su consiguiente degradación a mero trabajador, subsunción bajo el trabajo” (en I. Meszáros, cit., p. 859).

Para Marx, entonces, en el socialismo la medida de la riqueza de la sociedad no estará más en relación con el tiempo empleado en producir la misma. Por oposición, su vinculación se establecerá con el tiempo libre de los individuos, como producto del desarrollo de las fuerzas productivas. La medida de la riqueza de una sociedad la dará la cantidad de tiempo de sus individuos para aplicarse a desarrollar sus potencialidades universales.

Ahora bien, esto es precisamente lo que todavía no puede ocurrir en la transición, donde la medida de la riqueza sigue dependiendo del tiempo de trabajo humano empleado en producirla, de modo que sigue siendo una sociedad “pobre” en el sentido que la definía Marx.

Negar en la transición la pervivencia de las categorías heredadas del capitalismo sólo deja a ciegas a quien la estudia. Es un embellecimiento equivocado creer, o hacer creer, que la producción ya es directamente de valores de uso y que las categorías económicas han devenido meramente en “productivas” o “técnicas”. Es el caso de Mandel, que en su Tratado de economía marxista señalaba erróneamente que la mayoría de la producción en la ex URSS era ya directamente de valores de uso. Tal afirmación sólo puede oscurecer la continuidad de imposiciones y limitaciones heredadas del capitalismo, que si no se asumen conscientemente pueden estar al servicio del restablecimiento de los mecanismos de explotación del trabajo. O en el mejor de los casos, a derivas voluntaristas como la del Che en Cuba, cuando con argumentos honestos e izquierdistas llegaba a postular que las categorías mercantiles podrían ser abolidas “a voluntad”.

Sin embargo, con su eclecticismo característico, Mandel no dejaba de reconocer la supervivencia de las categorías mercantiles en la ex URSS: “En una sociedad socialista, los productos del trabajo humano poseen un carácter directamente social y no tienen, por consiguiente, valor. No son mercancías, sino valores de uso, producidos para la satisfacción de las necesidades humanas. Una sociedad tal ignorará el salario y sólo conocerá el ‘precio’ en un puro objetivo de contabilidad social. La existencia de las ‘categorías económicas’ en la URSS indica claramente que este país todavía no es una sociedad socialista” (E. Mandel, cit., p. 179). Y, que sus productos, agregamos nosotros, al no ser todavía directamente sociales, siguen siendo mercancías en algún grado.

Respecto del carácter mercantil o no de los productos del trabajo en la ex URSS, Mandel establecía una separación demasiado mecánica entre la producción “sólo de valores de uso” en el sector I, al tiempo que apreciaba como “valores de cambio” a los producidos en la rama II. Este “dualismo” es insostenible dada la inevitable interrelación entre las ramas de bienes de producción y de consumo, y las vinculaciones de ambas –y la economía como un todo– con el mercado mundial.

En su momento, Trotsky le había hecho una crítica similar a Stalin: “En lo más fuerte de su aventurerismo económico, Stalin prometió enviar a la NEP, es decir, al mercado, ‘al diablo’. Toda la prensa habló, como en 1918, de la sustitución definitiva de la compra-venta por ‘un reparto socialista directo’, cuya cartilla de racionamiento era el signo exterior (…) La moneda soviética había cesado de ser una moneda; ya no era una medida de valor; los ‘precios estables’ estaban fijados por el gobierno; el chervonetz ya no era más que el signo convencional de la economía planificada, una especie de carta de reparto universal; en un palabra, el socialismo había vencido ‘definitivamente y sin retorno’” (La revolución traicionada, pp. 71-72).

Para Trotsky, superar las categorías de la economía política, entre ellas el dinero, requiere previamente arribar al estadio de la abundancia, de la eliminación de las imposiciones del trabajo por un salario, a la vez que una real socialización de la producción y un sistemático desarrollo de las fuerzas productivas. Es decir, una plétora de productos, aunque deben ser otros y producidos de otra forma. Mientras tanto, prescindir de las categorías de la economía mercantil es avanzar a ciegas.

En definitiva, está en juego aquí la relación entre fuerzas productivas y relaciones de producción en la transición. Desde el punto de vista de las relaciones de producción han cambiado radicalmente: con la expropiación la clase capitalista ha sido liquidada, y la clase obrera, en el caso de un proceso de transición auténticamente socialista, pasa a ser la clase dominante. Pero subsiste un problema a nivel de las fuerzas productivas, sobre todo en las sociedades retrasadas, que están por detrás respecto del promedio mundial, o al menos del centro imperialista. El hecho que la producción depende todavía del trabajo humano, es decir, de la compulsión al excedente de trabajo, pone un límite concreto al revolucionamiento de las relaciones de producción. Esta imposibilidad de independizar la producción del esfuerzo humano de trabajo es lo que le da su verdadero contenido material a las nuevas relaciones de producción. Éstas son una palanca para llevar el proceso hacia adelante, pero el atraso de las fuerzas productivas no puede ser pasado por alto de manera voluntarista. De ahí la subsistencia de las imposiciones del valor en la transición, lo que conlleva la subsistencia misma de las categorías de la economía política, al menos hasta cierto punto.

Este aspecto era el que se le perdía en gran medida a Preobrajensky, que hacía demasiado hincapié en la transformaciones de las relaciones de producción, pero independizaba esta apreciación del grado de desarrollo de las fuerzas productivas: “El 90 por ciento de todos los errores, incomprensiones y quebraderos de cabeza que ocurren cuando la gente joven estudia a Marx provienen de una concepción naturalista del valor (…) detrás de la similar relación de las personas con la naturaleza (la misma técnica, los ‘mismos’ trabajadores), los cambios que se han producido en las relaciones de producción no son vistos” (La nueva economía, pp. 149-150).

Trotsky tenía una apreciación del tema bastante distinta, más materialista y dialéctica, y tenía muy presente que las correlaciones entre relaciones de producción y fuerzas productivas eran menos mecánicas que como las veía Preobrajensky. Su abordaje estaba anclado en su crítica sólidamente marxista de la idea stalinista del socialismo en un solo país, aspecto que se diluye en Preobrajensky, demasiado enfocado en el mercado interior, cuando era el mercado y la lucha de clases mundiales lo que, en definitiva, ponía límites concretos a la transformación del contenido de las categorías mercantiles.

Yendo más lejos aún, Bujarin alimentará la perspectiva del socialismo en un solo país y su mirada superficial de las consecuencias de la subsistencia de las imposiciones del valor, afirmando, en ruptura con toda la tradición del marxismo, que “las diferencias de clase en nuestro país, o nuestra técnica atrasada, no nos llevarán a la ruina; podemos incluso construir el socialismo sobre esta base de miseria técnica; el crecimiento de este socialismo será muy lento, avanzaremos a paso de tortuga, pero construiremos el socialismo y acabaremos su construcción” (en Paulino, cit., p. 109).

Trotsky no cedió un ápice a las presiones. Mantuvo su enfoque acerca de la necesidad de la revolución internacional como condición de posibilidad para avanzar hacia el socialismo en la URSS, e insistió en que la economía de la URSS hacía parte de una totalidad más amplia llamada, la economía capitalista mundial.

En cambio, en Preobrajensky la correlación entre fuerzas productivas y relaciones de producción termina desequilibrada a favor de las segundas, lo que le da un tono incluso idealista: “De esto viene el gran peligro en el análisis teórico de la economía soviética de que uno pase por arriba de las relaciones de producción (…) es decir, de deslizarse en un punto de vista naturalista vulgar” (La nueva economía, p. 162).

Su análisis le da demasiada importancia a la transformación de las relaciones de producción, de manera muy mecánicamente separada de su base material, el nivel de desarrollo de las fuerzas productivas. De ahí que considerara “naturalista” la visión que no olvida que la economía de la URSS estaba todavía fundamentada en el gasto de energía humana para producir la riqueza. Preobrajensky comprendía esto, pero cometía el error de circunscribir demasiado las relaciones de valor al mero intercambio mercantil, y se le perdía de vista la sustancia o naturaleza de los intercambios en la economía de la transición.

Como buen materialista, Trotsky tenía un enfoque distinto: nunca perdía la determinación en última instancia de las fuerzas productivas, que son las que le dan verdadero contenido material a las nuevas relaciones. Este punto es clave para evitar lecturas equívocas del proceso de la transición, que podrían ser facilitadas por las apreciaciones más mecánicas de La nueva economía.

El veredicto de la experiencia histórica del siglo XX no deja dudas y reafirma el criterio de Trotsky: el proceso de la transición no tiene una “solución” puramente económica, sino que requiere de la extensión político-universal de la revolución socialista.

2.5 Emancipación del trabajo humano o socialización de la miseria

Dicho lo anterior, cabe no caer en el error opuesto: sostener que la ley de valor debe imperar sin trabas o que tiene un carácter “transhistórico”, como ocurre con los socialistas de mercado.

Esto es falso: la ley del valor es una ley histórica que se extinguirá en la medida que producto del desarrollo de las fuerzas productivas se logre independizar la producción de la riqueza del esfuerzo humano directo en la producción; esto es, en la medida en que se supere el horizonte del capitalismo.

Es contemporánea a este respecto la crítica de István Meszáros a Lukács, que “convierte [la ley del valor] en una ley universalmente válida y permanente, característica de ‘todos los modos de producción’, incluida la etapa más elevada de la sociedad comunista. [Es una falsedad] la permanencia ahistórica de la ley del valor (…). Marx ve estas cosas bajo una luz radicalmente diferente. Lejos de aceptar la permanencia de la medición del tiempo de trabajo, recalca el papel del tiempo disponible como la medición de la riqueza bajo las condiciones de una sociedad socialmente avanzada” (Más allá del capital, pp. 857ss).

Esto no significa perder de vista que en una economía de relativamente bajo desarrollo de las fuerzas productivas, donde el trabajo humano sigue siendo la medida de la riqueza, aunque haya planificación y asignación planificada de recursos, prescindir de las nociones del valor no solamente oscurece las imposiciones reales sino que impide tener una medida real de la productividad del trabajo y del precio real de los productos, esto es, la determinación del valor de los productos por la cantidad de trabajo que tienen incorporado. Como dice Alec Nove a este respecto: “Marx habría estado ciertamente de acuerdo en que durante las primeras fases de la sociedad socialista, la recompensa debería estar relacionada con el trabajo, dado que lo dijo claramente en su Crítica del Programa de Gotha. Esto todavía representaría una forma de desigualdad, un vestigio del ‘derecho burgués’. En esta primera fase, el tiempo de trabajo constituye la base tanto de la regulación de la producción como de la distribución a los trabajadores en proporción a su trabajo” (A. Nove, cit., p. 79).

Aquí hay un problema de importancia vinculado a la subsistencia del trabajo humano como medida de la riqueza. La forma clásica de la ley del valor es la que se impone indirectamente por el intercambio en el mercado. Pero la racionalización directa por intermedio del plan de las principales esferas de la producción debe seguir haciéndose sobre la base de un cálculo de utilización del trabajo humano racional, objetivo y mensurable.

Sucede que la producción de la riqueza todavía no puede ser una función meramente “técnica” que se desprenda del solo desarrollo de fuerzas productivas completamente independizadas del “sudor humano”. Esto es, no ha llegado aún la etapa en que el ser humano se coloque “al lado de los medios de producción como director y vigilador” en vez de estar supeditado a ellos, como dice Marx en los Grundrisse.

Este horizonte se halla todavía distante en la transición: “El cambio del trabajo viviente por el trabajo objetivado –es decir, el planteamiento del trabajo social en forma de contradicción entre el capital y el trabajo asalariado– es el desarrollo final de la relación de los valores y de la producción apoyada en el valor. Su presuposición es –y lo sigue siendo– la masa de tiempo de trabajo directo; la cantidad de trabajo empleada, como el factor determinante en la producción de la riqueza. Pero al grado en que se desarrolla la gran industria, la creación de riqueza real viene a depender menos del tiempo de trabajo y de la cantidad de trabajo empleada que del poder de las agencias puestas en acción durante el tiempo de trabajo, cuya ‘poderosa efectividad’ está a su vez fuera de toda proporción con el tiempo de trabajo directo gastado en su producción, sino que depende más bien del estado general de la ciencia y del progreso en la tecnología, o de la aplicación de esa ciencia a la producción… Tan pronto como el trabajo en forma directa ha dejado de ser la gran fuente de la riqueza, el tiempo de trabajo deja y debe dejar de ser su medición, y por consiguiente el valor de cambio debe dejar de ser la medición del valor de uso” (en I. Meszáros, cit., pp. 857-858). En el mismo sentido dice Marx: “No será el trabajo directo del hombre, ni el tiempo de trabajo, sino la apropiación directa por el hombre de su propia fuerza universal de producción, la comprensión y el dominio de la naturaleza por la totalidad de la sociedad, esto es, el florecimiento del individuo social” (en A. Nove, cit., p. 42).

En suma, la emancipación del trabajo pasa por que deje de ser la fuerte directa de la producción de la riqueza; y cuando esto ocurra se acabará definitivamente todo vestigio de posibilidad de explotación del trabajo humano. Pero en la transición, la realidad es que la producción no puede ser independizada todavía de la “explotación” del trabajo humano. La satisfacción de las necesidades humanas va a seguir estando mediada por la cantidad de trabajo humano disponible o, lo que es lo mismo, por la productividad del trabajo, que combina el avance en la dotación de capital fijo y la calificación media de los trabajadores.

Mientras esto siga siendo así, las categorías de la economía política retienen su validez, aunque en las condiciones de una transición auténtica y que progresa de manera efectiva su contenido se verá cada vez más transformado. Porque las categorías del capitalismo son las de la explotación del trabajo. Y en la medida en que esta “explotación” se vaya reabsorbiendo en la transición (de la expropiación de los capitalistas a la efectiva socialización de la producción), entonces sí, progresivamente, de las categorías se mantendrá cada vez más sólo la forma; en su contenido deben devenir necesariamente cada vez más “espectrales” como quería Bujarin.

Pero esto es así, reiteramos, sólo en cuanto realmente progrese el desarrollo de las fuerzas productivas, mediado por la socialización efectiva de la producción. Caso contrario, sólo se vuelve al “viejo fárrago” de la explotación del trabajo, como señalara Marx en La ideología alemana en referencia a los problemas que conllevan socializar la miseria.

Cuba es un ejemplo dramático de esta circunstancia, y las consecuencias de convivir con la penuria (eso sí, socialista”) son las que expresa el escritor Leonardo Padura en una entrevista de Sin Permiso: “Hay un desgaste moral bastante serio en la sociedad cubana. En un país donde la prostitución deja de ser un oficio reprobable y se convierte muchas veces en una salvación para la economía hogareña con el beneplácito y la admiración de la familia, hay algo que funciona mal (…). En un país donde la mayoría de las personas tiene que buscar alternativas de supervivencia en los márgenes o más allá de los márgenes de la legalidad y lo hacen con total desenfado, como una actividad absolutamente normal, es un problema serio”.

En ese contexto, declarar “abolidas” las categorías del valor solamente puede estar al servicio de ocultar las renovadas imposiciones explotadoras como ocurrió clásicamente en la ex URSS.

 

2.6 El sobreproducto social como plusvalía estatizada

“[Hace falta] garantizar en la producción de bienes y servicios un crecimiento de la productividad del trabajo que supere el crecimiento del ingreso medio de los trabajadores” (punto 42 del Proyecto de Lineamientos del VI Congreso del PC de Cuba)

Citamos este revelador criterio para presentar la problemática de los mecanismos de explotación del trabajo en las sociedades poscapitalistas burocratizadas. En el caso de la reforma pro capitalista que está impulsando hoy el castrismo, aumentar la productividad del trabajo por encima de los ingresos de los trabajadores da lugar a un sobreproducto social que, al ser apropiado unilateralmente por la burocracia castrista, no es otra cosa que una explotación del trabajo por apropiación de plusvalía estatizada.

Uno de los principales estudiosos de las experiencias de la transición socialista en la segunda mitad del siglo XX fue el sociólogo francés Pierre Naville. El ángulo de mira de todo su estudio respecto de la evolución de la ex URSS se basaba en las profundas implicancias de la subsistencia de la fuerza de trabajo como mercancía, puesto que “más que su naturaleza, es la forma de la determinación del salario lo que diferencia el socialismo de Estado del capitalismo” (Le nouveau Léviathan, 2, p. 209).

Pocos trotskistas después de la posguerra se detuvieron a reflexionar sobre las implicancias de esta circunstancia. Era imposible dejar de ver en todas las experiencias de la transición (o transición frustrada) la realidad del intercambio de la fuerza de trabajo por un salario, sea directo o indirecto. Prácticamente en ningún momento de la experiencia soviética el trabajo se dejó de intercambiar por un salario como retribución monetaria. Si en algún momento del “comunismo de guerra” se llegó a especular con sustituirlo por bonos de trabajo, muy pronto se llegó a la conclusión que esto era una utopía irrealizable. Sucede que el intercambio de productos por simples bonos de producción que certifiquen la realización de un trabajo o actividad útil requiere un desarrollo de fuerzas productivas universales, cosa que nunca llegó a plantearse en la ex URSS, y menos aún en las demás experiencias no capitalistas del siglo pasado.

El hecho cierto es que, en las condiciones de las experiencias de la transición del siglo pasado, la principal categoría de la crítica de la economía política, la fuerza de trabajo como mercancía creadora de valor y la piedra angular de todo el sistema marxiano, no podía dejar de subsistir en el centro mismo del mecanismo de toda la economía.

Su continuidad en las sociedades de transición se debe, en primer lugar, a la subsistencia del mercado mundial capitalista, que debe ser analizado como una totalidad marcada por la unidad de principios y de leyes que atañen globalmente al conjunto de sus relaciones sociales. Radicalmente en contra de los postulados “dualistas” o “pluralistas”, Naville insiste en que por todo un período histórico, en los países donde sea expropiado el capitalismo la ley del valor seguirá estando, hasta cierto punto al menos, en la base o infraestructura de la economía de transición.

En un contexto marcado por la presión del mercado mundial y el relativo atraso de las fuerzas productivas nacionales, la fuerza de trabajo sigue necesariamente asumiendo la forma de mercancía. Y si subsiste el trabajo asalariado, su producto no puede ser otro que valor más plusvalor, trabajo necesario y trabajo excedente a ser apropiado por alguien: c + v + pv.

En consecuencia, Naville coloca en el centro de su edificio teórico-interpretativo el hecho que en la ex URSS la fuerza de trabajo se sigue intercambiando por un salario. El trabajo asalariado necesariamente permanece en la base de las relaciones económicas de las sociedades de transición o de transición abortada, lo que da lugar en este último caso al relanzamiento de mecanismos de explotación del trabajo.

Estas relaciones se expresan bajo la forma de relaciones de “explotación mutua” o “autoexplotación”, ya que, a diferencia de los que afirmaba Preobrajensky en La nueva economía, la clase obrera sí puede (en verdad, debe) “explotar” su propio trabajo de manera análoga a las cooperativas bajo el capitalismo. Trotsky, en el capítulo IX de La revolución traicionada, utiliza prácticamente la misma figura al considerar a todos los trabajadores como accionistas de la misma “empresa”, el Estado. El caso de las cooperativas es análogo: se trata de accionistas que explotan su propio trabajo.

Veamos primero lo que decía Preobrajensky: “Permítasenos balancear todos los pro y contras y decidir cuál término es más correcto usar en relación al fondo de sobreproducto que es depositado en la economía estatizada luego de que las necesidades de consumo de los trabajadores de la industria estatizada han sido satisfechas. ¿Plustrabajo o plusvalía? Personalmente, considero que el término plustrabajo es más correcto, en la medida que es cuestión de caracterizar no sólo lo que existe, sino también la tendencia de desarrollo” (La nueva economía, p. 194).

Pero, como observa Naville, la evidencia histórica fue que estas “tendencias” emancipadoras no se desarrollaron y que las necesidades de consumo de los trabajadores nunca fueron realmente satisfechas. Naville agrega que el mecanismo de las cooperativas bajo la propiedad estatizada puede tender a la completa disolución de toda relación de explotación, en la medida en que se dé un desarrollo efectivo de las fuerzas productivas y que el sobreproducto social realmente sea reapropiado por los trabajadores. Pero en las condiciones concretas de la ex URSS, donde de manera sistemática se afirmó una burocracia por encima de la clase obrera, sobre la base de una economía todavía apoyada en la producción de valor y plusvalor, lo que ocurre es un recomienzo de la explotación del trabajo: “El poder de los dirigentes del Estado-partido sobre la asignación de los recursos facilita la desviación de una parte de estos recursos en beneficio del propio estrato dirigente, y éstos y otros tipos de privilegios y desigualdades se ocultan y nunca se discuten públicamente” (A. Nove, cit., p. 172).

La apropiación de plusvalía estatizada por parte de la burocracia fue puesta al servicio de mecanismos de acumulación burocrática y no de una evolución en un sentido socialista auténtico, como veremos en detalle más abajo.

Naville señala que, comprensiblemente para su época, Preobrajensky prefería llamar al sobreproducto social plustrabajo y no plusvalía, no tanto en función de las condiciones existentes sino de las futuras. Pero lo decisivo aquí es que al no confirmarse esas perspectivas emancipadoras, sino en cambio producirse la apropiación del trabajo no pagado por una burocracia sobre la base de una producción fundada en el valor, no cabe más que llamar a esta apropiación plusvalía estatizada y apropiada burocráticamente. Toda otra denominación sería embellecer y mistificar las relaciones reales, como hizo el stalinismo… y tantos “trotskistas” en la segunda posguerra.[9]

En realidad, Naville no hace más que seguir a Trotsky cuando postula la categoría de plusvalía estatizada. En efecto, el revolucionario ruso hace referencia a ella al polemizar con Stalin acerca del carácter de los productos del campo: “Dejemos establecido que en la URSS la renta absoluta no fue abolida sino estatizada, que no es lo mismo (…) Todas las pautas económicas, incluida la renta absoluta, se reducen al trabajo humano (…) En la URSS, el dueño de la tierra es el Estado. Eso lo convierte en titular de la renta de la tierra. En cuanto a la liquidación real de la renta absoluta, podremos hablar de ello una vez que se haya socializado la tierra de todo el planeta, es decir, una vez que haya triunfado la revolución mundial. Pero dentro de las fronteras nacionales, dicho sea sin el menor ánimo de insultar a Stalin, no sólo no se puede construir el socialismo sino que ni siquiera se puede abolir la renta absoluta” (León Trotsky, “Stalin como teórico”, 15-7-1930, en Escritos, I, 4, Bogotá, Pluma, 1977). Criterio revelador que se puede y se debe aplicar al trabajo asalariado y a la plusvalía en las sociedades de transición abortada.

Cabe en este contexto la crítica al fetichismo stalinista del “trabajo puro”. El trabajo asalariado no puede ser considerado como una categoría meramente “técnica” siquiera en las sociedades de transición auténtica: sigue siendo una categoría social. Considerarlo de modo puramente técnico, como sugería Bujarin, sólo enmascara las imposiciones reales y la apropiación burocrática de la plusvalía estatizada o sobreproducto social: “El Código de Trabajo soviético de 1922 confió a los sindicatos la tarea de defender los intereses de los obreros para la conclusión de contratos colectivos, especialmente en materia de fijación de salarios. Esta legislación no resultaba solamente de las exigencias del pasaje a la NEP. Se extendía expresamente a la industria de Estado, al sector plenamente socializado (…) A la teoría del salario de 1922, que implica un cambio negociado, la reemplazó en la práctica el principio de una asignación salarial por las oficinas de planificación y, en teoría, la idea de que el salario no resulta de un cambio, sino de una simple distribución de beneficios sociales” (P. Naville, cit.).

Una formulación fetichista del mismo tipo es la que aparece en el documento de apoyo de la central sindical cubana (CTC) a las reformas procapitalistas y anti-obreras que está impulsando el PC cubano: “Un asunto de singular importancia lo constituye el salario. Hay que revitalizar el principio de distribución socialista, de pagar a cada cual según la cantidad y calidad del trabajo aportado. Los sistemas de pagos por resultado, aplicados en centros con plantillas mejor ajustadas, continuarán siendo la vía para elevar la productividad y, como consecuencia de ello, el ingreso de los trabajadores” (“Pronunciamiento de los sindicatos cubanos ante los caminos económicos”, Secretariado Nacional CTC, 13-9-10). En el mismo sentido se insiste en los “Lineamientos” del PC cubano: “[impulsar] la ley de distribución socialista: de cada cual según su capacidad, a cada cual según su trabajo”. Aquí no hay ningún “principio socialista”, sino los habituales métodos capitalistas por los cuales el salario “aumenta”… con el aumento de la explotación.

Volviendo a nuestro argumento, la mirada “técnica” del salario no resiste el menor análisis, y refleja la idea de que las categorías marxistas ya no tendrían ninguna utilidad en la comprensión de las sociedades de transición, que tendrían categorías y leyes “propias”.

Como resumía Nahuel Moreno respecto de Naville: “[En la URSS] hay explotación mutua, ésa es la palabra. Él descubre en Marx una cita que habla de explotación mutua. Es muy interesante el libro de Naville. Acepta la caracterización de Trotsky, pero avanza más. Le da enorme importancia a que haya asalariados, que haya el problema del trabajo; habla de fetichismo. Naville acepta el criterio de Trotsky de que [la URSS] viene a ser como una sociedad anónima. Pero avanza más, a que más que una sociedad anónima es como si fuera una cooperativa, o un conjunto de cooperativas. (…) Naville, nos da la impresión, quizá tiene razón; avanza dentro de la propia línea de Trotsky –porque él acepta lo de Trotsky– es más rico, en el sentido de que quizá es así lo de explotación mutua. Porque en la URSS, estudiándola concretamente, todo el mundo se tira a joder contra todo el mundo. Es una cosa infernal. Todo el mundo tira a joderse. Una fábrica a la otra, dentro de la fábrica, un obrero al otro; es algo generalizado” (Escuela de cuadros 1985).

Y agregaba: “Trotsky dice que el grave problema es que las normas de distribución son burguesas. Y Naville dice: ‘Ésa no es la madre del borrego; ése es el borrego. La madre del borrego está en la producción, está dentro de la fábrica’. El problema es que se paga salario y que se selecciona el personal. Lo selecciona un jefe de personal… Es decir, en la producción, en la fábrica, hay todas las normas burguesas de trabajo. Y de esto se apropia el Estado y no los capitalistas. De esa contradicción, que se hace trabajar a los obreros como si fueran una empresa capitalista común, y al mismo tiempo se apropia la plusvalía el Estado, de ahí surge que el consumo sea burgués (…) y que la planificación sea burocrática” (selección de citas para el Seminario sobre Transición).[10]

En síntesis: en la transición subsiste, y no puede dejar de subsistir, la connotación social del trabajo: las inverosímiles apelaciones al trabajo “puro” en la ex URSS sólo cumplieron el papel de fetiche fundador del Estado “socialista” estaliniano. Lamentablemente, una multitud de idiotas útiles en la izquierda han creído esta fanfarronada.

 

2.7 La subsistencia del mercado mundial y el proteccionismo socialista

Otra cuestión central de la transición es la subsistencia del mercado mundial.[11] En la segunda posguerra, Mandel fue campeón de una visión que fragmentaba la totalidad mundial. Seguía en esto al propio Stalin, que en 1951 afirmará la existencia de “dos mercados mundiales”: “Una consecuencia económica de la existencia de dos campos opuestos ha sido la disgregación del mercado mundial único y omnímodo; tenemos hoy la existencia paralela de dos mercados mundiales, opuestos también el uno al otro” (J. Stalin, cit.).

Esto no era más que una apología de la economía burocrática de la ex URSS, aunque solapadamente se pretendía comenzar a abrir el terreno para elementos de “socialismo de mercado”, como cuando Stalin reconocía, en contradicción con lo sostenido en los 30, cierta subsistencia de la ley del valor en la ex URSS.

Pierre Naville estuvo entre los que salieron al paso de este tipo de bravuconadas con mayor lucidez, cuando dirigentes de la IV Internacional como Michel Pablo o el mismo Mandel creyeron a pie juntillas este disparate.

No había ni podía haber dos mercados mundiales; como señalara Trotsky, el mercado mundial era (y sigue siendo) una totalidad a la cual se encuentran subordinadas todas las economías nacionales, sean capitalistas o de transición: “El marxismo parte del concepto de la economía mundial no como una amalgama de partículas nacionales, sino como una potente realidad con vida propia, creada por la división internacional del trabajo y el mercado mundial, que impera en los tiempos que corren sobre los mercados nacionales (…). Proponerse la edificación de una sociedad socialista nacional y cerrada equivaldría, a pesar de todos los éxitos temporales, a retrotraer las fuerzas productivas, deteniendo incluso la marcha del capitalismo (…). Pero los rasgos específicos de la economía nacional, por grandes que sean, forman parte integrante, en proporción cada día mayor, de una realidad superior que se llama economía mundial (…). La ley a la que aludimos (…) lejos de sustituir o anular las leyes de la economía mundial, está supeditada a ellas” (L. Trotsky, La revolución permanente, pp. 7 y 11).[12] El mundo no era ni podía ser dual en sus principios, y las leyes de la totalidad que rigen la economía mundial no pueden ser otras que la ley del valor internacional.

La poderosa realidad del mercado mundial presionaba de múltiples modos sobre la economía nacional de la ex URSS (o del mercado común “socialista” Comecon en la segunda posguerra), por cuanto la medida de la productividad mundial la da necesariamente la economía capitalista, cuyo desarrollo de las fuerzas productivas es mayor. Por esto mismo, la medida del valor, del trabajo socialmente necesario incorporado a los productos, en un momento dado y con un nivel determinado de desarrollo de la productividad del trabajo, es una media mundial marcada por las economías más desarrolladas.

Es precisamente esta presión de la economía mundial, y la unidad de sus leyes fundamentales, la que explica por qué la economía de transición se ve obligada a erigir mecanismos de proteccionismo socialista. Esto es, quebrar hasta cierto punto el imperio de la ley del valor en el mercado interior de la economía no capitalista de que se trate, so pena de ser barrida por la competencia internacional: “La economía planificada del período de transición, si bien se basa en la ley del valor, la viola a cada paso y fija relaciones de intercambio desigual entre las distintas ramas de la economía y, en primer término, entre la industria y la agricultura. La palanca decisiva de la acumulación forzosa y la distribución planificada es el presupuesto gubernamental. El papel de éste, con su desarrollo inevitable, se acrecentará. La financiación crediticia regula las relaciones entre la acumulación obligatoria del presupuesto y los procesos del mercado, en la medida en que éstos mantengan la primacía. Ni la financiación presupuestaria ni la financiación crediticia planificada o semiplanificada, que aseguran la ampliación de la reproducción en la URSS, pueden englobarse de ninguna manera en las fórmulas del segundo tomo [de El capital]. Porque toda la fuerza de estas fórmulas reside en el hecho de que pasan por alto los presupuestos, tarifas y planes y, en general, a todas las formas de injerencia planificada del Estado, y resaltan la necesaria legitimidad inherente al juego de las fuerzas ciegas del mercado, disciplinado por la ley del valor. Si se ‘libera’ al mercado interno soviético y se aboliera el monopolio del comercio exterior, el intercambio entre la ciudad y la aldea se volvería incomparablemente más igualitario, y la acumulación en la aldea –acumulación del kulak o del granjero capitalista– seguiría su curso; resultaría evidente entonces que las fórmulas de Marx se aplican también a la agricultura [soviética]. En esa senda, Rusia no tardaría en transformarse en una colonia sobre la que se apoyaría el desarrollo industrial de otros países” (L. Trotsky, “Stalin como teórico”, cit.).

La necesidad misma de levantar barreras de protección sólo ilustra la circunstancia de que el inevitable parámetro internacional sigue siendo la ley del valor del mercado mundial. Y ésta no puede dejar de ser el patrón de medida o de comparación para la economía de transición, aun cuando ésta se ve obligada a violar esta misma referencia en aras de la acumulación socialista.

A este respecto, es ilustrativa la referencia de Alec Nove a los criterios que regían al interior del Comecon: “Un estudio prolongado no ha logrado proponer ningún tipo de ‘precios de mercado socialistas’, y la solución ha sido basar las transacciones en precios de mercado capitalista como único criterio objetivo. Para nivelar las fluctuaciones se ha acudido a la práctica de emplear la media de ‘precios del mercado mundial’ capitalista en los años anteriores. Se puede citar en este contexto una observación que me hizo un economista checo: ‘Cuando llegue la revolución mundial, tendremos que conservar un país capitalista por lo menos. De otro modo no sabremos a qué precios comerciar” (A. Nove, cit., p. 167).

En el mismo sentido, el economista cubano Ernesto Molina señala: “Mientras el mercado mundial capitalista exista, los precios deben reflejar los precios del mercado mundial. Cuba es una economía pequeña y abierta en un mundo capitalista turbulento. Siempre hemos tenido que importar bienes y debemos mantener nuestras fuerzas armadas para la defensa. Tenemos algunas grandes tareas a las que hacer frente; por ejemplo, en el ámbito de la vivienda. Alguno de los problemas pueden resolverse dentro de Cuba. Otros están fuera de nuestro control, en el mercado mundial” (en Alan Woods, “Intelectuales comunistas…”, 24-11-10).

Lo mismo repetía Naville: “Si la URSS puede imponer en su comercio internacional distorsiones a la ley del valor, esto es imposible para Polonia, China o Yugoslavia en sus relaciones con el mercado capitalista. (…). El comercio exterior internacional coloca todos los problemas de la comparación sobre la base del mercado mundial de los valores producidos, es decir, de las productividades marginales. Y coloca también el problema de los costos y de los precios del mercado interior nacional, porque constituye el elemento de comparación” (cit., p. 238).

Análogamente, los “Lineamientos” del PC cubano, más allá de su carácter procapitalista, se preocupan por establecer que “el sistema de precios deberá ser objeto de una revisión integral que posibilite medir correctamente los hechos económicos”, al tiempo que establece que uno de los puntos de referencia para los mismos serán “los precios del comercio exterior” (puntos 61 y 63).

La pérdida de referencia con los precios del mercado mundial llevó a distorsiones e irracionalidades tremendas, al punto que dentro mismo del Comecon se debió apelar a los precios imperantes en el mercado capitalista mundial para la realización de estos intercambios.

Por otra parte, es imposible que una economía de transición corte sus vínculos con el mercado mundial. Trotsky insistía que la prédica de la “autarquía” era otra de las utopías reaccionarias del stalinismo que hacía un todo orgánico con la perspectiva del socialismo en un solo país: “Las grandes y pequeñas desproporciones de la economía planificada implican la necesidad de recurrir al mercado mundial (…) la aparición de nuevas exigencias y desproporciones (…) amplían la necesidad de un enlace con la economía mundial. El programa ‘de independencia’, es decir, del carácter de una economía soviética bastándose a sí misma, revela cada vez más su carácter reaccionario y utópico. La autarquía es el ideal de Hitler, y no el de Marx y Lenin” (El fracaso del Plan Quinquenal, pp. 37-38).

En el fondo, la unidad del mercado mundial y la subordinación a éste de la economía de la transición es la principal explicación de la subsistencia de las categorías de la economía política en la transición. Se trata de un hecho al cual de ninguna manera hay que adaptarse pasivamente; pero que no puede ser eliminado de manera administrativa o voluntarista. Tiene estratégicamente una sola solución: la extensión internacional de la revolución socialista y el desarrollo de fuerzas productivas universales.

Si las relaciones entre naciones, en el contexto del mercado mundial, son de competencia, no de explotación, pero sí de dependencia, de extracción del plusvalor por parte del capital más fuerte y de transferencia por parte del más débil, ello no se opone sino que se articula perfectamente a la explotación de una clase sobre otra, del capital sobre el trabajo. En este segundo caso no hay transferencia de plusvalor, sino apropiación de éste. Pero el plusvalor apropiado por el capital en la relación vertical capital-trabajo (explotación) es la fuente de la transferencia de un capital débil hacia el más fuerte en el nivel horizontal (competencia y/o dependencia). Éstas son las relaciones que rigen el mercado mundial dominado por la ley del valor, mecanismo que explicaba muy bien Henryk Grossmann en La ley de la acumulación y el derrumbe del sistema capitalista (1929).

Mutatis mutandis, esto se aplica a las relaciones entre el mercado mundial capitalista y una economía de transición al socialismo (o no capitalista), en caso de que la ley del valor internacional imperara sin trabas. Precisamente por esto, la economía de transición debe en cierto modo quebrar este imperio so pena de sucumbir. Y el mecanismo clave para esta ruptura es el llamado proteccionismo socialista: sin él, la economía de transición, más atrasada que el promedio mundial, sería barrida por la competencia capitalista.

Digamos de paso que esto mismo vale incluso para los programas del nacionalismo burgués característicos de la segunda mitad del siglo pasado, que han incluido siempre formas de protección de la economía nacional respecto de la mundial como mecanismo indispensable para alentar algún grado de industrialización del país atrasado en cuestión.

En el otro extremo está el libre imperio de la ley del valor internacional. El libre comercio, en vez de negar las desigualdades entre naciones, las agudiza como producto de la desigualdad de desarrollo de las fuerzas productivas de cada una de ellas. Las ventajas absolutas de los países capitalistas adelantados sobre los subdesarrollados (o no capitalistas en países atrasados) no se reducirán en una supuesta “ventaja comparativa para todos”, aun si cada uno se dedica a aquella producción en la cual es más “competitivo”. Fue lo que ocurrió al interior del “bloque socialista” cuando la ex URSS convenció a Cuba de dedicarse al monocultivo de azúcar; un paso estratégicamente desastroso para la isla, que explica muchos de los problemas que tiene hasta hoy. En efecto, el libre comercio sólo asegura que los países capitalistas avanzados dominen el intercambio internacional y que los países menos desarrollados (capitalistas o no) terminen con un déficit crónico y una deuda también crónica, debido sencillamente a la transferencia del valor que opera desde los capitales más débiles a los más fuertes en el mercado mundial.

Preobrajensky hizo una muy justa apreciación al respecto: sin algún tipo de proteccionismo socialista (término acuñado por Trotsky) que limite el imperio de la ley del valor internacional sobre la economía nacional no capitalista, no se puede siquiera empezar a pensar en una economía de la transición, al menos en los países atrasados. Sin barreras proteccionistas no hay posibilidad de acortar la brecha con los países con más desarrollo de las fuerzas productivas, no puede haber verdadera acumulación a escala ampliada ni desarrollo global de las ramas productivas.

Es imperativo poner límites al imperio de la ley del valor, a las mercancías más baratas de los países más competitivos del mercado mundial, en los cuales cada unidad de producto tiene menos trabajo humano incorporado. Porque si la economía de la transición se ajusta a la ley del valor, no le quedaría otra que producir aquello para lo que sólo tiene “ventajas comparativas” por dotación de la naturaleza, y comprar bienes de capital a los países desarrollados (y bienes de consumo a China). En Marx las cosas se plantean exactamente en este nivel: lo que impide una “competencia perfecta” es la existencia del monopolio del comercio exterior como hecho político, extraeconómico.

Por supuesto, todo proteccionismo tiene límites; en última instancia, lo que decide las cosas es, junto con la imprescindible extensión la revolución mundial, el grado de desarrollo de las fuerzas productivas. Los mecanismos del proteccionismo socialista permiten, hasta cierto punto, desconectar los precios del mercado interno de los internacionales, mediando entre los espacios nacionales de valor y el espacio mundial. Pero esta desconexión nunca puede ser absoluta ni prolongarse indefinidamente: a largo plazo, inevitablemente, termina imponiéndose la ley de valor-trabajo operante a escala mundial. Sin cuestionamiento político global al orden capitalista mundial, no hay artilugio económico que salve la transición.

A este respecto, es ilustrativo que en los años 80, en plena crisis de estancamiento de la URSS y ante la necesidad de aumentar sustancialmente sus intercambios con el mercado mundial, sus exportaciones competitivas fueran las commodities: petróleo, gas natural, metales y otras materias primas, que llegaron a representar el 90% de las exportaciones soviéticas a las naciones capitalistas.

Es una ilusión pensar que los precios puedan ser fijados arbitrariamente por el poder político por su pura voluntad. Ni siquiera el régimen stalinista en la década del 30 (con una economía casi totalmente estatizada y poderosos organismos de planificación burocrática) fue capaz de “dominar” la ley del valor mundial. En ausencia de condiciones económico-sociales para la desaparición del mercado, éste no puede ser eliminado por decreto.

En síntesis, las políticas cambiarias, arancelarias e impositivas modifican los precios en el espacio de la economía de la transición, de manera que éstos divergen con respecto al precio establecido en el mercado mundial. Pero esta circunstancia no puede anular la ley del valor: sólo puede hacer que opere en el espacio nacional bajo formas particulares. No puede ser “anulada” a voluntad mediante mecanismos administrativos del Estado, operen o no bajo la perspectiva de la utopía reaccionaria del “socialismo en un solo país”.

 

2.8 Dinero, mercado y precios en la transición socialista

“La experiencia demostró rápidamente que la industria misma, aun socializada, necesitaba métodos de cálculo monetario elaborados por el capitalismo. El plan no podía descansar sobre los simples datos de la inteligencia. El juego de la oferta y la demanda siguió siendo, y lo será por largo tiempo, la base material indispensable y el correctivo salvador” 

León Trotsky, La revolución traicionada

Pasemos ahora a la problemática de los precios en la transición. Varios autores plantearon que la planificación dejaría “abolido” el uso de las categorías mercantiles, por dos razones: a) numerosas asignaciones no pasan por el mercado, b) mucho de lo planificado se hace necesariamente rompiendo las relaciones de valor.

Se trata de dos cuestiones diferentes aunque interconectadas. Por un lado, la supuesta “abolición” de las imposiciones del valor generaría la impresión de que podría reinar la pura voluntad del planificador. Esto no es así; intentar “emancipar” la planificación de un cálculo económico racional sobre la base de los costos reales en términos de gasto de trabajo humano lleva a la más pura irracionalidad, como ocurrió en muchos momentos en la ex URSS, sobre todo en el furor planificador de los años 30.

La planificación tiene un límite: el trabajo humano a disposición en sus dos formas de trabajo vivo y trabajo muerto. Esta realidad no se puede burlar; se impone objetivamente dado un determinado nivel de desarrollo de las fuerzas productivas. Trotsky lo señalaba contra Stalin: “Resulta que se ha abandonado todo cálculo y que la racionalización ha pasado de moda (…) ¿Desde cuándo las paredes del plan económico se levantan, no según un plano, sino a ojo de buen cubero? (…) Los cálculos, que antes tampoco eran ideales, (…) han sido abandonados a partir del momento en que la dirección burocrática ha reemplazado el análisis marxista de la economía y la regulación elástica de la misma por el látigo administrativo (…). Hace ya dos años que hablamos de los faros apagados” (El fracaso del Plan Quinquenal, p. 98).

Es cierto que en la planificación el valor no se impone cual ley ciega ex post, como en el mercado. Pero la circunstancia de que la asignación de trabajo sea ex ante vía la planificación no significa que prescinda de cualquier medida vinculada a la productividad del trabajo humano (evaluada, además, respecto de la imperante en el mercado mundial): “Con el tiempo devino más claro que la sustitución del mercado por la planificación no podía abolir la función del valor de cambio y el problema de los precios (y, entre ellos, del salario), que permanecen en el centro de la vida económica” (P. Naville, cit., p. 235).

Trotsky es muy claro respecto de la importancia de una evaluación racional de los precios en la transición: a) los precios en la transición no pueden estar dictados por la sola voluntad de los planificadores; b) no pueden ser todavía una mera expresión “técnica” o “administrativa: siguen siendo una categoría de la economía política; c) no dejan de ser la expresión del trabajo socialmente necesario en la producción; d) las cuentas de la planificación deben hacerse sobre la base de los costos reales de los productos, que sólo pueden ser calculados con arreglo a la cantidad de trabajo socialmente necesario para su producción.

No elimina el problema decir que los costos se establecerían según “los precios de producción”. Recordemos que en el tomo III de El capital Marx desarrolla la compleja problemática de la transformación de los valores en precios. En la medida en que los precios se forman por el juego de la oferta y demanda en el mercado, pueden fluctuar alrededor de los valores que cada mercancía tiene incorporada. Sin embargo, Marx establecía un límite de última instancia a esas disparidades de precios respecto de los valores de las mercancías: la suma total de cada conjunto debe coincidir. A partir de ese hecho surgen entonces otras determinaciones, como la formación de los promedios en el mercado. El precio puede estar entonces por encima o por debajo del valor de la mercancía individual, que incluye el trabajo necesario incorporado y el plusvalor del producto del que se trate. Pero si el plusvalor también termina siendo un promedio, llegamos a la categoría de precios de producción, que se constituye agregándole al precio de costo la ganancia media. Sin embargo, el cálculo de los costos más una ganancia media no cambia la naturaleza de las cosas: los precios de producción siguen siendo una forma de precio, categoría de la que no puede escapar del todo en la transición.

En definitiva, los precios deben expresar en dinero, de una u otra manera, el trabajo incorporado en los productos, sea bajo la mediación directa o indirecta de relaciones de oferta y demanda en el mercado o cuasi-mercado de la economía de la transición.

A este respecto, Nove señala que “la información contenida en los precios es indispensable para elegir tanto los fines como los medios. La planificación cuantitativa es evidentemente insuficiente puesto que no permite en modo alguno la comparación entre los costes de las alternativas. ¿Cómo se puede general electricidad? ¿Deben ser las centrales eléctricas grandes o pequeñas? ¿Es prohibitivamente costoso invertir en minas de carbón en el nordeste de Siberia? ¿Qué clase de material aislante es más barato? ¿Merece la pena invertir en un nuevo proceso de producción de ácido sulfúrico? No podemos responder a estas preguntas sin utilizar algún tipo de precios, sean precios reales o precios ‘sombra’, y los precios que se empleen deben reflejar los costes, que a su vez reflejan la escasez relativa de medios” (La economía…, cit., p. 151).

Lo mismo vale en relación con el mercado de trabajo: los directores de empresas debían manipular el nivel de los salarios si es que pretendían tener (o retener) una determinada categoría de trabajadores: “La fuerza de trabajo no debería ser una mercancía; verdaderamente, en la teoría oficial soviética, la fuerza de trabajo no es una mercancía (…) Existen, sin embargo, amplias estadísticas que muestran que millones de personas cambian de trabajo anualmente por su voluntad (…) y emigran de un área a otra sin que les interesen las intenciones de los planificadores (…) Existe suficiente movilidad para asegurar que podrían surgir problemas muy serios si la tasa salarial en una industria, profesión o región fuese tal que no pudiera atraer y retener a la fuerza de trabajo necesaria (…) Las tensiones y los esfuerzos resultantes dan lugar (…) a presiones por alterar las relatividades del salario” (A. Nove, El sistema económico soviético, México, Siglo XXI, 1982, p. 268ss.). En suma, el salario era un tipo de precio en la ex URSS: el precio de la fuerza de trabajo.

Tampoco resuelve las cosas el hecho de que durante determinados períodos en la ex URSS no se incorporaba a los precios de los productos (o mercancías, según el caso), o se lo hacía muy irregularmente, los costos de depreciación del capital fijo. Esta irracionalidad se llevaba adelante sobre la base de la pretensión de que los medios de producción serían “gratuitos” y que su manutención y/o reemplazo costaba cero: “En el XXI Congreso del PCUS, A. Aristov mencionó la cifra de 60.000 fresadoras y 15.000 prensas mecánicas, ‘que permanecen durante años en los depósitos o se oxidan en los patios de las fábricas’. Esta acumulación de equipo no utilizado se ve facilitada por la regla de no incluir la amortización de este equipo en el precio de costo de la producción corriente” (E. Mandel, Tratado…, p. 211).

En el mismo sentido: “En la cuasi gratuidad de los recursos productivos puestos a disposición de las empresas y de los organismos económicos parece estar parte de la explicación para la irracionalidad económica y el desperdicio en la economía soviética, denunciados posteriormente [pero desde la derecha, R.S.] en la Perestroika de Gorbachov. Una invitación a la ineficiencia y la administración irresponsable. Esto también ayudaría a explicar, por ejemplo, la existencia de millares de obras en construcción o inacabadas por largos períodos en la ex URSS y otros países del Este Europeo, verdaderos elefantes blancos, como los llamó Robert Kurz en El colapso de la modernización” (R. Paulino, cit., p. 191).

Ejemplo de estas “irracionalidades” de considerar “gratuitos” diversos factores de la producción era el manejo de las materias primas. Por ejemplo, en el trabajo en las minas. La búsqueda de una producción más rápida daba lugar a pérdidas enormes, del orden del 15 al 20% de la producción de las reservas minerales. En los pozos petroleros de la década del 60, los gases liberados escasamente se aprovechaban. Se estimaba que cada año se perdían billones de metros cúbicos de metano que se diluían en el aire.

Por principio, “manipular” los precios, correcta o incorrectamente, y “construirlos” de determinada manera con arreglo al plan no cambia su contenido como expresión de una determinada cantidad de trabajo humano. Incluso Mandel llega a plantear esto: “Los precios en la URSS no son los precios ‘reales’, es decir, no son el reflejo fiel de los gastos reales en trabajo que ha costado su producción. Son ‘precios administrados’ que resultan de la aplicación, a costos medios de las ramas industriales, calculados periódicamente, de coeficientes de aumento (impuesto sobre la cifra de negocios) o de reducción (subsidios) rígidos durante largos períodos. En general, todos los economistas están de acuerdo en señalar que el empleo de estos ‘precios administrados’, independientemente de que sean indispensables dentro del marco de la planificación socialista, complica y obstaculiza excesivamente los trabajos de la contabilidad nacional, y hace difícil, sino imposible, un cálculo económico preciso (éste debería poder reducir todos los ‘precios administrados’ a ‘precios reales’), y esto al menos sobre una base anual, lo cual provoca complicaciones inauditas y plantea además numerosos problemas teóricos. Se deriva de ello la imprecisión general de la planificación” (E: Mandel, Ensayos sobre neocapitalismo).[13]

Trotsky insistía en que los precios debían ser lo más reales posibles con arreglo al valor incorporado en los productos y tender a alcanzar lo del mercado mundial (independientemente de que los “mercados” en la URSS fueran verdaderamente tales o una forma “bastarda” de ellos). Lo que no significa abandonar el criterio de que la industrialización de un país relativamente atrasado va a requerir desviarse de las asignaciones según el promedio del valor mundial, que ya hemos señalado. Aquí caben enteramente los criterios de Preobrajensky sobre la acumulación primitiva socialista y los de Trotsky sobre el proteccionismo socialista. Pero incluso en ese caso persiste un patrón de medida objetivo, el promedio de la productividad mundial por la existencia de un único mercado mundial. En esas condiciones, la medida de valor subsiste necesariamente en dos formas: positiva y negativamente. Positivamente, en cuanto funciona como rasero o patrón de medida de la producción. Negativamente, porque ese patrón debe ser roto para promover la acumulación socialista y promover ramas productivas que, ateniéndose a la medida del valor mundial, no podrían desarrollarse.

Ahora bien, ¿cómo establecer los precios al interior del complejo industrial estatizado, donde en principio la producción no es para el intercambio? A nuestro modo de ver, los precios necesariamente deben subsistir como medida de intercambios que no pueden evaluarse con precisión de otro modo.

Decimos que en principio la producción no es de mercancías porque el intercambio de los bienes producidos en las ramas industriales estatizadas –por ejemplo, máquinas fabricadas en la rama I que se destinan como medios de producción para una industria de la rama II– no está mediado por un mercado de compra y venta. Sin embargo, en la economía de transición de un país atrasado todavía tenemos un bajo desarrollo de las fuerzas productivas. En tales condiciones –y esto es fundamental– la fuerza de trabajo sigue siendo mercancía: se intercambia por un salario y genera un plustrabajo o una plusvalía no pagada.

Por lo tanto, el único rasero racional para evaluar la eficacia de la producción no puede ser otro que la productividad del trabajo y la “ganancia” obtenida en la producción o, al menos, no trabajar generalizadamente a pérdida.

En cuanto a la ex URSS, digamos que si existía plusvalía estatizada, si su objetivo no era realmente la satisfacción de las necesidades humanas, algún tipo de ganancia debía existir. Naville demuestra que la persecución de este objetivo terminó siendo un rasgo característico de la economía de la URSS. Al respecto, Nove presenta una tabla de las ganancias por sectores, calculadas como porcentajes sobre el capital básico y circulante: para el total de la industria, en 1965, las mismas fueron del 13%; en 1972, del 19,3%, y en 1978, del 13,5%. Las más altas se verifican (como ocurrió desde los años 20) en la industria ligera, con picos para esos tres años medidos del 36,9% en 1972, y en la alimentaria, con picos para el mismo año del 24,5% (El sistema económico soviético, ídem, p. 243).

En consecuencia, y más allá de lo anterior, incluso en una verdadera sociedad de transición la medición no se podrá realizar en entidades puramente “físicas” o “naturales”: se debe saber cuánto trabajo humano fue necesario para producir determinada cantidad de productos. Además, es inevitable que subsista un mercado hecho y derecho: no solamente en todas las relaciones externas al complejo productivo estatizado, sino también bajo la forma de “cuasi-mercados”. En la medida en que siga dominando la escasez, inevitablemente emergerá una suerte de mercado negro incluso de medios de producción (y hasta de fuerza de trabajo, como acabamos de ver), cuyos valores seguramente serán divergentes de los planificados.

El concepto de “cuasi-mercado” alude, precisamente, a este tipo de fenómenos en que junto con las asignaciones administrativas se desarrolla toda una red de mercados negros. Naville insistía en que más que una mecánica contraposición entre plan y mercado, lo que ocurre es que el primero tiende a absorber o socavar al segundo.

A Mandel se le perdía completamente esto cuando afirmaba de manera unilateral que “en la medida en que la sociedad toma en sus manos la industria (…), los medios de producción y de cambio producidos por las empresas nacionalizadas pierden su carácter de mercancías y sólo tienen ya carácter de valores de uso. Incluso si esos valores de uso son formalmente ‘vendidos’ de una empresa del Estado a otra, se trata de simples operaciones de contabilidad y de verificación general de la ejecución del plan” (cit., p. 180).

Por nuestra parte, afirmamos que ni siquiera en el sector de producción de bienes de producción (el de mayor proporción de propiedad estatal) se expresa una producción directamente social al servicio de las necesidades humanas, sino que son, al menos en parte, mercancías. En el mejor de los casos, una forma transitoria entre mercancías y verdaderos valores de uso, que para ser tales deben estar realmente al servicio de la satisfacción de las necesidades humanas, cosa que de ninguna manera se cumplía bajo el stalinismo.

Expresión de esto es que uno de los principales funcionarios de una empresa en la URSS era el que recorría el país buscando aprovisionamientos e insumos por “izquierda”: “En su informe ante el XIX Congreso del PCUS, Malenkov confirmó la existencia de tales fenómenos [como los mercados “negros” o “paralelos”, RS], puesto que indica que ciertas empresas no cumplen su plan porque intentan realizarlo solamente durante las horas suplementarias, trabajando durante el día para pedidos privados. El personaje principal de este mercado paralelo en bienes de producción es el tolkach (organizador), un intermediario más o menos ilegal que, formalmente agregado a la empresa, viaja por todo el país para arreglar los asuntos ilegales” (Tratado de economía marxista).

La experiencia de la Unión Soviética demostró que despegar los precios del valor real de los productos conlleva todo tipo de irracionalidades e infringe los más elementales criterios de eficacia económica. Esto ocurrió durante muchos períodos en la ex URSS, especialmente en los años 30. La unidad de medida del cumplimiento del plan se realizó en unidades físicas de peso (en toneladas). Esto llevaba a que se produjeran, por ejemplo, tractores que para alcanzar los objetivos físicos planificados por los órganos centrales se fabricaban al doble o triple de su peso necesario, resultando literalmente inútiles para el trabajo en los campos. Otra fuente de irracionalidad en la economía de la ex URSS fue las escalas de precios, fijadas por años o incluso décadas, que la realidad iba distorsionando, pero que dado el trabajo administrativo que llevaba ajustarlos –implicaban reformar el conjunto del sistema de precios–, no se corregían con la flexibilidad necesaria, constituyendo otra fuente de disparates económicos.

En síntesis: toda la experiencia del siglo XX atestigua que los precios en la economía de la transición deben ser una expresión real de las relaciones de valor y no un hecho puramente administrativo, so pena de terminar despegando la economía del terreno material de la verdadera productividad del trabajo.

Esto no implica que no pueda y deba haber precios subsidiados, o que el plan dedique ingentes recursos a ramas productivas en las cuales la productividad del trabajo está muy por debajo del promedio mundial, pero que hacen a la tarea de erigir el sistema de la economía de transición de la que se trate rompiendo con las relaciones de valor “naturales”. Lo que no se puede perder de vista es que incluso en esos casos es imprescindible tener la medida real de los costos y los precios de los productos para medir la proporción del subsidio o de la inversión en cuestión.

Pasemos ahora a la cuestión de la subsistencia del dinero, que requiere considerar ciertos criterios. El mercado subsiste para los intercambios con la economía mercantil; la agraria, en el caso ruso de los años 20. También subsiste en el terreno del consumo, e incluso la fuerza de trabajo sigue siendo una mercancía que se intercambia por otras mercancías. Y, fundamentalmente, subsisten los inevitables intercambios con el mercado mundial, que incluso debieran ser lo más amplios posibles para el desarrollo de las proporciones del plan. Por lo tanto, más allá de los límites del complejo industrial estatizado –e incluso, en cierto modo, dentro de él– aparece el mercado, los intercambios mercantiles y los productos como mercancías para el intercambio. He ahí una de las fuentes de la necesaria subsistencia del dinero como representante general del valor: “El intercambio y el valor se implican mutuamente. Si hay uno, hay el otro; y esta existencia implica un mercado regulado por los precios de mercado (…) El Estado interviene, reglamenta e impone; [pero no hay que] cerrar los ojos [a] la materia misma de la acción [de la planificación]: el intercambio de valores” (P. Naville, cit., p. 236).

En el mismo sentido, Trotsky señalaba que “los innumerables participantes de la economía del Estado y particulares, colectivos e individuales, manifiestan sus exigencias y la relación de sus fuerzas no solamente por la exposición estadística de las comisiones del plan, sino también por la influencia inevitable de la oferta y la demanda. El plan se verificará, y en un gran medida se realizará, por intermedio del mercado. La regularización del mercado debe basarse sobre las tendencias que en él se manifiesten cada día” (El fracaso del Plan Quinquenal, p. 62).

Como se puede observar, Trotsky ve más entrelazados al plan y el mercado de lo que se ha apreciado habitualmente. Al menos, parece rechazar una visión muy corriente en los debates de la izquierda que los opone mecánicamente, más allá de que, sin duda, en su progreso la economía de la transición debe tender a sustituir las subsistentes relaciones basadas en la producción mercantil.

Pero hay más razones para la subsistencia del dinero. A partir de los intercambios sobre una base de valor, el dinero expresa tanto medida del valor como medio de circulación y de pago. Desde ya, el dinero ya no puede ser transformado en capital porque la propiedad privada ha sido estatizada y la acumulación se va a expresar ahora como una acumulación en manos del Estado. Pero, como dice Trotsky, “esta función del dinero, unida a la explotación [se refiere al dinero como instrumento de la acumulación que lo transforma en capital], no podrá ser liquidada al comienzo de la revolución proletaria, sino que será transferida, bajo un nuevo aspecto, al Estado comerciante, banquero e industrial universal. Por lo demás, las funciones más elementales del dinero, medida del valor, medio de circulación y de pago, se conservarán y adquirirán, al mismo tiempo, un campo de acción más amplio que el que tuvieron en el régimen capitalista” (La revolución traicionada, p. 68).

Además de que, como dice Trotsky, su “función unida a la explotación” se ha transferido al Estado, el dinero como medio de intercambio subsiste por cuanto sigue habiendo mercados, o cuasi mercados, en los que se intercambian mercancías. No se está de conjunto todavía en un estadio de desarrollo de las fuerzas productivas donde lo que se intercambian son meros productos (bienes de uso) y donde, en todo caso, el subsistente “dinero” no es ya más que un papel para hacer “exigible” una entrega, como desarrollara Marx en su debate con Proudhon.

Pero la cuestión va más allá de los intercambios. La subsistencia del dinero hace a la asignación de recursos, que sigue atada a la medida de trabajo y no centralmente a la satisfacción de las necesidades humanas: donde los bienes realmente abundan no hay más mercado en ningún sentido real de la palabra, salvo el lugar físico de donde se retiran. El propio Mandel reconoce esto: “Hoy podemos entender mejor que la supervivencia de las categorías del mercado en el período de transición del capitalismo al socialismo se debe principalmente al desarrollo inadecuado de las fuerzas productivas, que no permiten una distribución física de todos los bienes producidos según la cantidad de trabajo suministrado por cada productor. La oferta inadecuada de valores de uso mantiene vigente la ley del valor de cambio, en la medida en que fuerza a cada productor a retener la propiedad privada de su fuerza de trabajo y cambiarla por un salario, que constituye un certificado para la apropiación estrictamente limitada, pero indiferenciada, de la masa total de bienes y servicios producidos por la sociedad. La eliminación del carácter de mercancía de los bienes de consumo significaría una sustitución de este salario por raciones físicas limitadas” (E. Mandel, La economía del período de transición, Barcelona, Anagrama, 1975).

Pero también es verdad –cosa que Mandel ya no reconoce– que incluso donde los intercambios no están mediados por el mercado, como hasta cierto punto ocurre al interior de la industria estatizada, igualmente subsiste la moneda. ¿Por qué? Por el simple hecho que debe haber un patrón de medida racional. Las asignaciones sobre la sola base de los valores de uso sólo pueden darse en otro estadio del desarrollo de las fuerzas productivas al que todavía no se ha llegado en la economía de transición. Mientras tanto, hay que racionalizar la producción según el trabajo. Y para eso hace falta una moneda estable. Trotsky decía que la Oposición de Izquierda en la ex URSS debía poner un cartel que dijera: “La inflación es la sífilis de la economía planificada”, ya que enmascaraba y distorsionaba los problemas reales.

En el mismo sentido afirmaba Moreno que “todo el plan tiene que ser hecho en valores y moneda estable. [Hay precios y salarios, y deben ser lo más reales posibles]. Por ejemplo, todo Rusia discutiría cómo los automóviles los venden a tanto. Si llevan tantas horas [de trabajo] y al mismo tiempo cuestan tanto. Bien, todo va a ser cristalino, contabilidad cristalina (…) La estabilidad se la da el oro, no el plan. Si no, [el plan] es administrativo y no obedece la ley del valor. Justamente, el tener patrón oro es una de las expresiones máximas de que la ley del valor existe y tenemos que dominarla (…) Si la moneda es oro es sencillísimo. Porque hay tanto oro y no hay posibilidad de más o menos. Además, esto está impuesto por el mercado mundial. Dependemos del mercado mundial y tenemos que aceptar las leyes del mercado mundial, aunque las dominemos por la vía del plan. Aunque lo hagamos racional, no podemos negar eso” (selección de citas para el Seminario de transición).

Y Moreno concluía: “Queremos, al revés [de Preobrajensky], que el plan racionalice la ley del valor, para que se aplique en forma cristalina. Y, al mismo tiempo, queremos que se desarrolle un sano consumo, con una moneda como medida de cambio, como equivalente, que sea leal. Es decir, que sea seria, que todo el pueblo cuente con que no es una moneda inflacionaria, [sino] confiable totalmente. También racional” (ídem).

Reiteramos que estos criterios sanos no significan en absoluto negar la posibilidad y la necesidad de precios subsidiados. Al contrario: parte fundamental de la lógica de la acumulación socialista tiene que ver con llevar a cabo una “manipulación” racional de los precios en función de alentar el desarrollo de determinadas ramas productivas, que sin esta “intervención” no podrían llevarse adelante. Pero este procedimiento no por obligatorio debe dejar de ser racional, como pedía Trotsky (y señalaba el propio Moreno): el hecho mismo de hablar de precios subsidiados indica que el monto del subsidio estará en función de conocer la medida o precio real del bien en cuestión.[14]

 

2.9 El debate en la Cuba de los 60. Cálculo económico, planificación socialista e incentivos

El debate acerca de las justas relaciones entre planificación, cálculo económico e incentivos tuvo un capítulo de importancia en la Cuba de la primera mitad de los años 60, y versó acerca de las relaciones entre el plan y el mercado. En la polémica participó el propio Che Guevara desde su puesto al frente del Ministerio de Industrias. Se sumaron internacionalmente destacados economistas marxistas como Mandel y el maoísta Charles Bettelheim, cuota de apertura que expresaba que se estaba todavía en el momento revolucionario de la experiencia cubana, previo a la stalinización del PCC y de la política de los Castro.

Se manifestaron dos posiciones. Por un lado, reflejando el giro hacia reformas de mercado en la ex URSS a comienzos de los 60, funcionarios cubanos defendieron la racionalización económica vía el cálculo basado en la ley del valor tout court. De ahí su cerrada negativa al impulso de la industrialización de la isla y su planteo de la necesidad de adaptarse a los requerimientos económicos de la URSS, que les compraría azúcar –el único producto competitivo de Cuba en el mercado mundial del momento– a cambio de todo lo demás. Se apoyaban en un problema real: el retraso económico de la isla y la imposibilidad de racionalizar la economía de una manera que se salteara la medición del tiempo de trabajo en la producción. Sin embargo, esta admisión estaba al servicio de un objetivo espurio: bloquear toda posibilidad de desarrollo industrial de la isla, en un curso de adaptación a las posiciones “reformistas” en boga en la ex URSS en aquellos años. En esas condiciones, no podían cuestionarse qué significaría esta orientación desde el punto de vista del objetivo de la liquidación de todo atisbo de explotación del trabajo en la transición. Además, los incentivos materiales que defendían eran el reparto de primas (ganancias) para los directores de las empresas. Su punto de mira era la de una capa de funcionarios, no el de los intereses de los trabajadores.

Todo esto se agravaba considerando que en Cuba no había siquiera en ese momento, su pico revolucionario, ningún elemento de democracia obrera que operara a modo de control de la introducción del mercado.

A nuestro modo de ver, en ausencia de centralidad de la clase obrera, la revolución anticapitalista cubana dio lugar desde el comienzo mismo a un tipo sui generis de Estado burocrático apoyado en una movilización de masas encuadrada desde arriba (marca sempiterna de esta revolución), que pasó por distintas fases, unas más revolucionarias y luego mucho más conservadoras, como el definitivo giro de Castro hacia la ex URSS a comienzos de los 70. Dice un analista: “Fidel Castro y Raúl hicieron de necesidad virtud, porque estaban convencidos de que la Unión Soviética stalinizada sería eterna. El país pudo, sí, elevar enormemente su nivel de cultura y de sanidad, pero no creó, debido a esa dependencia, una base industrial y una tecnología de punta salvo en medicina. Y el voluntarismo del mando provocó despilfarros sin fin y llevó a la simulación del pleno empleo cubriendo una vasta capa de trabajadores improductivos y a la desvalorización del salario real, de la mercancía fuerza de trabajo” (G. Almeyra, La Jornada, 28-11-10).

Desde una ubicación a izquierda, el Che se opuso al citado tipo de racionalización, apelando a la planificación y al desarrollo de elementos morales como motor de la producción. Temía que la subordinación de la economía a los mecanismos del mercado llevara a un puerto que no fuera el socialismo, en lo cual no se equivocaba. Pero su propuesta de un sistema de financiamiento presupuestario alternativo se basaba en la otra variante burocrática: la de los precios administrativos: “Negamos la posibilidad del uso consciente de la ley del valor (…); negamos la existencia de la categoría mercancía en la relación entre empresas estatales (…). La ley del valor y el plan son dos términos ligados por una contradicción y su solución: podemos, pues, decir que la planificación centralizada es el modo de ser de la sociedad socialista, su categoría definitoria” (Ernesto Che Guevara, La planificación socialista. Su significado, junio 1964). La oposición mecánica del Che entre la planificación y el mercado lo llevó, en una apreciación ultraizquierdista, a condenar al Lenin de la NEP y a definir ésta como el comienzo de todos los males en la ex URSS, ya que la consideraba una política “restauracionista del capitalismo”.

Digamos más bien que la categoría definitoria de la sociedad socialista es la producción de valores de uso para la satisfacción de las necesidades humanas y la dirección consciente por parte de la clase obrera, disuelta en la sociedad como un todo, de esta producción. Seguramente, el Che no fue del todo consciente de que lo que postulaba como “categoría definitoria” del socialismo era la planificación en manos de la burocracia…

El otro punto ciego de la postura del Che era su ubicación puramente “pedagógica” sobre los trabajadores, con una muy peligrosa apelación a incentivos morales en manos de una burocracia de Estado y una ceguera completa hacia cualquier apertura de auténtica dictadura del proletariado y democracia socialista. El Che nunca dejó de creer en el aserto –de su propio cuño– de que para hacer la revolución sólo hacían falta “cuarenta pelotas”, como cuenta Ricardo Napurí, militante socialista peruano que fue secretario suyo por varios años al comienzo de los 60.

En síntesis, ninguna de las dos posiciones expresaba el punto de vista del socialismo revolucionario y terminaban siendo posiciones burocráticas, aunque la del Che estuviera kilómetros a la izquierda de la que en definitiva asumió Castro.

Por nuestra parte, opinamos que el cálculo económico es una imprescindible herramienta en la transición. Pero, claro está, debe estar en manos de los trabajadores. Ya treinta años antes Trotsky había alertado: “Los organismos estatales deben demostrar su comprensión económica por medio del cálculo comercial. El sistema de la economía transitoria no puede ser enfocado sin el control del rublo. Esto exige, por tanto, que el rublo sea igual a su valor. Sin la firmeza de la unidad monetaria, el cálculo comercial no sirve más que para aumentar el caos” (El fracaso del Plan Quinquenal, p. 62).

Prescindir del cálculo comercial es sacar pasaporte a la irracionalidad en la economía, dado que en la transición, el cálculo de la producción todavía no puede ser reemplazado por un rasero puramente técnico, realizado sobre la base de meros valores de uso y una producción directamente socializada de las necesidades humanas. Y como también señalara Trotsky, el cálculo económico es imposible sin las categorías de la economía política: “El hierro fundido puede ser medido en toneladas, y la electricidad en kilovatios/hora. Pero es imposible crear un plan universal sin reducir todos los sectores a un denominador común de valor” (en A. Nove, La economía del socialismo factible, p. 67).

La condición para que este cálculo no aliente criterios capitalistas es que sea hecho por los trabajadores, desde sus instituciones y organizaciones. Por otra parte, una cosa es tener como criterio de medida los mecanismos de la ley del valor y otra es adaptarse ciegamente a ellos.

A este respecto, el Che hacía una interpretación unilateral dándole un alcance prácticamente sin límites a aquellos aspectos de la planificación que se “ajustan” por criterios de acumulación socialista y no por los costos reales: “La existencia de la propiedad social y las políticas del gobierno revolucionario no dirigidas a la ganancia, sino a la satisfacción de las necesidades del pueblo [hacen que] el precio del sector socialista no tenga una relación directa con el costo de producción, ya que los precios y su determinación pasan por decisiones de política” (Teresa Machado Hernández, La polémica en torno a la ley del valor y su manifestación en el pensamiento económico cubano).

El Che estaba en lo cierto al afirmar que la planificación socialista debía hasta cierto punto romper con los criterios atados a la ley del valor. Pero llevaba las cosas demasiado lejos: terminaba perdiendo de vista que las relaciones de valor con el mercado mundial son los únicos puntos de referencia objetivos para racionalizar o medir una economía de la transición, en la cual los precios tampoco podían ser fijados de manera completamente arbitraria, so pena de irracionalidades monstruosas.

Una derivación de lo anterior es la problemática de los incentivos en la transición. Aquí el debate se expresó entre dos polos antagónicos con un tercero excluido. Esos polos fueron desde la apelación tout court a los incentivos materiales –las reformas Liberman en los años 60– hasta hacer depender todo de la “voluntad”, término emparentado con el de “conciencia”.

A este respecto, Néstor Kohan, un profesor argentino de orientación guevarista, es fiel al pensamiento del Che cuando señala que “a un lector mínimamente informado no puede pasársele por alto que este mismo tipo de análisis de Mao Tse Tung es el que plantea el Che cuando, en Cuba, les responde a los partidarios del ‘cálculo económico’ (…) que no hay que esperar a tener un mayor grado de desarrollo de las fuerzas productivas para, recién allí, cambiar las relaciones de producción. Desde el poder revolucionario, la política y la cultura comunista que promueve la creación de un hombre nuevo, se puede acelerar la transformación de las relaciones de producción” (¿Ética y / o economía política? En los apuntes críticos del Che Guevara).

Respecto de la filiación maoísta de Guevara y del idealismo (en el sentido de carencia de apreciación de las condiciones materiales) del criterio de Kohan, Moreno planteaba correctamente: “Ésta es una gran discusión [la de los incentivos]. Mao y el Che (que era discípulo de Mao) opinaban que el problema moral era suficiente. O sea, que nosotros tomamos el poder y le decimos a las masas: ‘Hay que trabajar dieciséis horas al día para construir el socialismo’, y entonces las masas trabajan dieciséis horas. Los hechos han demostrado que no es así. Los famosos sábados comunistas de Lenin anduvieron muy poco tiempo, no dieron gran resultado” (selección de citas para el Seminario de Transición).[15]

En ambos “modelos”, el prosoviético seguido en definitiva por Castro y el subjetivista del Che, siguiendo la estela de Mao, el término ausente fue siempre la democracia obrera. Factor que, para Trotsky debe ser “el mecanismo fundamental –flexible y elástico– de la construcción socialista”, el elemento principal en cuanto a la posibilidad del desarrollo de la conciencia de los trabajadores.

Mandel, que participó del debate haciendo seguidismo a la posición del Che, planteaba sin embargo años después “una contradicción entre esta ‘línea de masas’ y la práctica política cotidiana del gobierno revolucionario cubano. El campo de la gestión de la economía –y más claramente, el de la gestión de la industria– estuvo sólidamente inmunizado contra toda intervención directa de las masas” (“El debate económico en Cuba durante el período 1963-4”, Partisans 37, 1967).

Por otra parte, los seguidores del Che no suelen tener presente que hablar de incentivos “morales” no remite a una participación y decisión consciente en los asuntos, sino a un precepto de conducta que no se puede cuestionar. Lo que coincide perfectamente con la ausencia completa de todo concepto de democracia obrera: “El no cumplimiento de la norma significa el incumplimiento del deber social; la sociedad castiga al infractor con el descuento de una parte de sus haberes. La norma no es un simple hito que marque una medida posible o la convención sobre una medida de trabajo; es la expresión de una obligación moral del trabajador, es su deber social. Aquí es donde deben juntarse la acción del control administrativo con el control ideológico. El gran papel del partido en la unidad de producción es ser su motor interno y utilizar todas las formas de ejemplo de sus militantes para que el trabajo productivo, la capacitación, la participación en los asuntos económicos de la unidad, sean parte integrante de la vida de los obreros, se vayan transformando en hábito insustituible” (E. Guevara, “Sobre el sistema presupuestario de financiamiento”, febrero 1964).

Este esquema, en manos de una burocracia que se pone por encima de la clase obrera, es enormemente peligroso. En el Che, la conciencia, que sólo puede existir y desarrollarse de manera orgánica en un marco de democracia proletaria, se presenta completamente fusionada con la idea de la “moral revolucionaria”, al tiempo que brillaba por su ausencia todo mecanismo de autodeterminación de los trabajadores.

En cambio, la tradición del marxismo revolucionario comprende el problema de una manera opuesta: los elementos “morales” están subordinados a la comprensión consciente de los asuntos, a la voluntad libremente asumida. Es solamente en ese contexto, la necesidad de democracia obrera y la asunción consciente de ciertas obligaciones respecto al todo de la organización, que las tareas se pueden y deben expresar abnegadamente, con una determinada moral, como dedicación sistemática a ellas. Pero siempre supeditado a los mecanismos de democracia obrera, el incentivo político par excelence.

En nuestra visión, a la hora de los incentivos debe haber una combinación de elementos. En primer lugar, la necesaria base material de la elevación del nivel de vida de los trabajadores, absolutamente fundamental cuando hablamos de las más amplias masas. Por supuesto, los incentivos materiales a los trabajadores no tienen relación alguna con las “primas” para los directores de las empresas, defendidas por los “socialistas de mercado” (ver al respecto “Plan, beneficio y primas”, en E. Liberman, URSS: la actual reforma económica, Buenos Aires, Juárez Editor, 1969).

En lo que hace a la masa de los trabajadores, la elevación de su nivel de vida es un patrón fundamental que hace a liberar tiempo para poder asumir las tareas políticas de la transición por cada vez más amplios sectoresEsta elevación es la medida del progreso en la transición socialista. No puede estar mediada por criterios crudamente productivistas al estilo de los del stalinismo, que hizo avanzar la producción a costa del nivel de vida de las masas obreras y campesinas. Caso contrario, se configura un proceso que, lejos de ser de acumulación socialista, termina tomando la forma de acumulación burocrática: “El entusiasmo heroico puede animar a las masas en el transcurso de período históricos relativamente breves. Una pequeña minoría es capaz de manifestar entusiasmo en el transcurso de toda una época histórica: en esto se funda la idea del partido revolucionario como selección de los mejores elementos de la clase. La edificación socialista es una obra de décadas. Sólo la elevación sistemática del nivel material y cultural de las masas puede garantizar su realización” (L. Trotsky, El fracaso del plan quinquenal, p. 105). Desde otro ángulo, Trotsky agregaba que “el éxito de una edificación socialista no se concibe sin que el sistema planificado esté integrado por el interés personal inmediato, por el egoísmo del productor y del consumidor, factores que no pueden manifestarse útilmente si no disponen de ese medio habitual, seguro y flexible, el dinero” (La revolución traicionada, p. 70).

Que una acumulación burocrática ocurra por una variante voluntarista que pretenda imponerles criterios “socialistas” a los trabajadores desde afuera, como ocurría con el Che, no modifica las cosas. En el Che había una confusión completa de dos planos distintos: el de los incentivos políticos y el de los morales. Los primeros hacen a la participación consciente de la clase obrera en la gestión económica y el poder. Son los trabajadores los que resuelven uno u otro curso de acción, y esta participación democrática en la gestión de los asuntos es un incentivo en sí mismo, además de generar una determinada moral (en el sentido de criterio de conducta) para llevar adelante la pelea por el socialismo.

Otra cosa completamente distinta son los incentivos morales como los entendía el Che, ya que, como señalamos, remiten más bien a la obediencia de un precepto que a una decisión libremente asumida mediante mecanismos de democracia obrera.

Sin duda, toda acción, incluso la más libremente asumida, implica una determinada moral para ser ejecutada, sobre todo en el terreno de la economía o la política, incluida la guerra. Pero la “moral” desligada de la participación democrática en la decisión de los asuntos es muda: pura obligación o pura confianza, razón por la cual abre de par en par las compuertas para las imposiciones burocráticas y la concepción popularizada en Cuba de que las masas están para pedir “¡Comandante en Jefe, ordene!”

Para graficar la distancia entre los incentivos políticos y los abstractamente “morales” tenemos a mano un ejemplo extremo: el movimiento stajanovista de los años 30 en la URSS, que funcionaba como un látigo para explotar al conjunto de la clase.

No eran mejores las apelaciones voluntaristas del maoísmo y el castro-guevarismo, que terminaron en desastres completos. Recordar la catástrofe del “Gran Salto Adelante” de finales de los 50 en China, o el fracaso de la zafra de los 10 millones de toneladas de azúcar en Cuba a comienzos de los 70: “El último episodio de la espontaneidad revolucionaria que caracterizó al régimen de Castro en su primera década en el poder tomó lugar en los primeros meses de 1970. En un último vuelo ‘resplandeciente’ antes del gris atardecer de la adaptación a la ortodoxia económica soviética, Castro buscó derrotar las leyes de la naturaleza y la economía produciendo un milagro en los campos de caña. ‘¡Los diez millones van!’ fue el eslogan que electrificó el país” (Richard Gott, Cuba: una nueva historia, Yale, Nota Bene, 2005, p. 240).

En definitiva, el aspecto fundamental ausente en las conducciones burocráticas es la democracia obrera: que los trabajadores asuman conscientemente las opciones y que la planificación sea realmente democrática. En el caso de Cuba, “la eliminación del bloqueo sería bienvenida (…). Pero esto no disminuiría el impacto de la otra fuente principal de los problemas económicos que enfrenta Cuba (…), la ineficiencia y el malgasto asociado con la actual administración burocrática de la economía. El viejo dicho atribuido a los trabajadores soviéticos y de la Europa Oriental, según el cual ‘ellos aparentan pagarnos y nosotros aparentamos trabajar’ se aplica de lleno a la isla. Es evidente en la falta de cuidado, atención y mantenimiento de todo tipo de propiedad perteneciente al sector público, desde los aviones hasta los hoteles, restaurantes, jardines, edificios, no importa cuán reciente o bellamente han sido renovados. Si bien es cierto que las dificultades económicas y el bloqueo explican la falta de material de construcción necesario para realizar la obra de mantenimiento, esto no explica la ausencia de las sencillas actividades de labor intensiva que no requieren de ningún tipo de capital significativo, tales como limpiar, barrer y el simple aseo diario. El problema fundamental consiste en la falta de iniciativa, motivación, disciplina en el trabajo y la administración. A través de los siglos, el capitalismo ha desarrollado sistemas jerárquicos burocráticos donde los trabajadores no tienen idea del para qué ni del cómo del proceso general de producción. Aun así, los trabajadores están obligados a desempeñarse con un cierto nivel de habilidad, aguijoneados por la política del palo (produce o acabas despedido) y la zanahoria (la promesa, y a veces la realidad, de un aumento salarial y un ascenso). Los sistemas de tipo soviético no han podido desarrollar un sistema paralelo de motivación que se acerque a la efectividad de los métodos capitalistas. Los trabajadores en este tipo de sistema igualmente, si no más, burocratizado y jerárquico, tampoco alcanzan a comprender el para qué y el cómo del proceso general de producción” (Samuel Farber, “Una visita a la Cuba de Raúl Castro”, Sin Permiso, 17-6-07).

 

2.10 La superación de las categorías mercantiles: de cada cual según su capacidad, a cada cual según su necesidad

Si las categorías de la economía política son inevitables en la transición, pierden completamente su validez en el socialismo. Las categorías económicas no son más que el reflejo de determinadas relaciones sociales. Esas relaciones, en la transición, suponen una economía que aún depende del esfuerzo humano de trabajo para la producción de la riqueza. Se puede decir que las categorías de la economía política no pueden ser suprimidas con la expropiación de los capitalistas, sino que pasan a estar mayormente estatizadas. A este respecto, Preobrajensky se engañaba en gran medida: veía más en trance de “desaparecer” a las categorías mercantiles, sobre todo cuando se refería al sector público de la economía, que su “estatización”, como era la apreciación más realista y materialista de Trotsky. Esta dificultad recorre la parte de La nueva economía dedicada a la apreciación de la ley del valor (capítulo 3). Como señalábamos, esto deriva de una falsa apreciación de las relaciones entre desarrollo de las fuerzas productivas y transformación de las relaciones de producción en la transición, ya que la evolución real de las segundas depende del progreso real de las primeras, que dan la verdadera medida material de las cosas.

Fue Trotsky quien señaló el camino en esta dirección, no solamente al referirse a la estatización de la renta de la tierra en la URSS, sino también al advertir que las funciones del dinero no habían quedado “abolidas” sino que habían sido transferidas al Estado (lo que incluía el manejo de la plusvalía estatizada, agregamos nosotros).

En esas condiciones, la riqueza sigue siendo la combinación de lo que provee la naturaleza (uno de sus dos manantiales) y el esfuerzo humano de trabajo: el valor de los productos, su verdadero contenido, no puede aún ser más que el gasto humano de trabajo incorporado a ellos.

Las cosas cambian completamente en una situación que ya no es de economía de transición sino de socialismo “realizado”. En ese caso, dado el umbral de desarrollo de las fuerzas productivas alcanzado, la producción de la riqueza no depende del esfuerzo humano directo aplicado a la producción. Como señalara Marx, ya las fuerzas científico-naturales puestas en movimiento por el hombre son tan vastas que no requieren que su medida siga siendo el sudor humano. Además, dada la plétora de productos, la medida del bienestar o desdicha humana deja de ser la mayor o menor cantidad de bienes a disposición, por cuanto se ha superado la barrera de la escasez.

En este marco, las relaciones económico-sociales que están detrás de las categorías de la economía política pierden su fundamento. El criterio “de cada cual según su capacidad y a cada cual según su necesidad” rompe definitivamente con la vinculación entre el trabajo humano rendido y la satisfacción de las necesidades, independiza la producción y el consumo de la medida del trabajo y la fuerza de trabajo deja de ser una medida, una mercancía intercambiable por otras mercancías.

Es el umbral final de la liberación de la explotación del hombre por el hombre y el momento en el cual las categorías de la producción pasan a ser estrictamente “técnicas” y no económico-sociales. Entonces sí, las categorías de la explotación y el valor pueden ser arrojadas al basurero de la historia. Y lo serán.

 

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