La sociedad y la cultura bajo el régimen del PCCh

0
41

 

  • Como probablemente ninguna otra nación del mundo, China no ha perdido continuidad cultural a lo largo de varios milenios; los actuales gobernantes chinos pueden apelar a costumbres o valores antiquísimos que siguen siendo de relevancia presente. 

Marcelo Yunes

Tradicionalismo, desigualdad y control social de una “modernización oriental”

Como probablemente ninguna otra nación del mundo, China no ha perdido continuidad cultural a lo largo de varios milenios; a diferencia de Grecia, Egipto o Israel, por ejemplo, los actuales gobernantes chinos pueden apelar a costumbres o valores antiquísimos que siguen siendo de relevancia presente. Así, una especialista sostiene que “durante casi dos mil años la familia ha sido el principio organizador de la sociedad china. Los ‘valores confucianos’ son una manera breve de presentar la idea de que una sociedad se construye sobre la familia como unidad estable y extendida de varias generaciones bajo el mismo techo, cada cual con un rol y status social específico. Los lazos son verticales y jerárquicos, definidos por el respeto y las obligaciones que van desde los jóvenes a los viejos, desde el grupo familiar hasta el emperador. No es de extrañar que el presidente chino Xi Jinping predique los ‘valores familiares’ como parte de su visión de una China armoniosa” (Rosie Blau, informe especial de The Economist “The new class war”, 9-7-16).

Sin embargo, la disrupción de la vida familiar que trajo la urbanización y modernización de la vida social socavan lentamente este esquema. El promedio de generaciones que viven bajo el mismo techo no para de bajar. Lo mismo sucede con la proporción de adultos en edad laboral respecto de los mayores de 65 años, ratio que se estima se desplomará de 12 a 1 en 2010 a 2,5 a 1 en 2050. Esto ya está poniendo presión al esquema milenario de que los ancianos son responsabilidad de sus hijos, también como resultado de la política de control de natalidad, que aunque ahora empieza a relajarse un poco va a sentir sus efectos precisamente a partir de estos años hacia delante.

Asimismo, contra la visión tradicional de que la mujer se casa, más que con un hombre, con una casa y con la familia del marido, atenta el hecho de que el centro de la vida de la pareja se concentra más en el hijo/a (o los dos hijos, los que pueden darse el lujo) que en los suegros. Esto se refleja también en una actitud hacia el matrimonio menos “contractual” y con más espacio para la decisión individual.

Las costumbres sexuales también se han relajado –cosa que no sucedió nunca, por ejemplo, en Japón–: la vida sexual comienza antes, más del 40% de las parejas conviven antes de casarse, y más del 70% ha tenido sexo premarital; la tasa de divorcios, si bien desde un piso muy bajo, se ha multiplicado por cinco desde los años 80. Todo esto representa una verdadera revolución de la vida cotidiana en no más de tres décadas. Y la relativa prosperidad también ha modificado completamente el panorama, aspiraciones y expectativas de la juventud: “La mayoría de las personas de más de 50 años tienen recuerdos muy vívidos de haber pasado hambre; sus hijos, en cambio, sólo han conocido un país donde abunda la carne de cerdo y los trenes de alta velocidad. El mundo ha cambiado radicalmente en el curso de una sola generación” (Blau, cit.).

Este avance del nivel de vida se puede medir con algunos indicadores significativos:

 

1980 2000 2015
Años de expectativa de vida 66 72 78
% que accede a educación superior 2 10 30
Kg de carne consumidos por persona/año 13 45 58
% de la población con teléfono móvil 5 97

Fuentes: Earth Policy Institute, NBS, Wind Info, Banco Mundial, The Economist

 

Con el mayor nivel de vida aparecen también las presiones a una sociedad más individualista, también. A la mayor variedad de opciones de vida sentimental y sexual se le suma un espectro de posibilidades laborales en el que la idea de generar una empresa no sólo no es tabú sino que es alentada por las autoridades; la prédica oficial de “emprendedurismo e innovación” ofrece a anchas franjas de la clase media un camino distinto al de ser asalariado en una empresa o repartición del Estado, que fue todo lo que conocieron sus padres. Parte de esto es el creciente número de hogares (alrededor del 15%) que tiene inversiones en acciones, bonos o, muy frecuentemente, fondos de inversión bastante opacos que ofrecen altos rendimientos y terminan siendo esquemas piramidales (Ponzi), con millones de estafados. Fue el caso del fondo Ezubao en 2015, que generó mucha indignación porque muchos de los incautos estaban convencidos de que el gobierno central alentaba esa inversión y garantizaba los depósitos.

La otra cara de este panorama aparentemente rosado de modernidad y prosperidad es que se han instalado diferenciaciones sociales de una escala y profundidad no vistas probablemente en siglos, en buena medida convalidadas ideológicamente por esa misma ideología confuciana reaccionaria en la cual la estabilidad de las jerarquías lo es todo.

En efecto, para tratarse de un país con un fabuloso crecimiento económico reciente y supuestamente “socialista”, el crecimiento de la desigualdad es sorprendente, aunque esto no debe asimilarse, claro está, con crecimiento de la pobreza. Si bien hubo centenares de millones de personas que salieron de la miseria y la pobreza, y se consolidó una nueva clase media cuyos límites son difusos pero cuyos patrones de consumo pueden considerarse similares a los de los países desarrollados, por lejos la franja social más beneficiada del espectacular crecimiento chino es la punta de la pirámide, rompiendo el patrón de “igualitarismo en la pobreza” de la era Mao, en la que toda forma de ostentación de riqueza estaba mal vista. Y esto no fue un resultado inesperado sino un objetivo deliberado desde que Deng Xiaoping, el líder sucesor de Mao, lanzara su célebre sentencia “algunos tienen que enriquecerse primero”. Como señalara Barry Naughton en The Chinese Economy: Transitions and Growth (2007), “puede que no haya otro caso en que la distribución del ingreso de una sociedad se deteriorara tanto y tan rápido” (en S. Gilbert, “Class and class struggle in China today”, International Socialist 155, junio 2017).

En efecto, China es una de los sociedades más desiguales del planeta, y su extraordinaria acumulación de riqueza –entre 1990 y 2014 el ingreso promedio per cápita se multiplicó por 13 en términos reales, muy por encima de menos del triple para el resto del mundo– no ha tenido exactamente una distribución “socialista”. De hecho, hay un elemento en el que coinciden todos los estudios: el nivel de desigualdad de la sociedad china actual es flagrantemente superior al de todos los períodos anteriores. El conocido coeficiente de Gini, donde 0 es igualdad absoluta y 1 es concentración absoluta de la riqueza, es un indicador poco exacto pero aun así relativamente útil para medir el nivel de desigualdad de un país, sobre todo en términos comparativos. Pues bien, mientras en los años 80 China estaba entre las sociedad menos desiguales, con un coeficiente de 0,3, sólo por encima de algunos de los países más desarrollados, hoy retrocedió hasta 0,46 (el índice llegó a 0,49 en 2008), muy lejos del mundo desarrollado y más cerca de los países más atrasados y desiguales.

La ostentación de riqueza de los millonarios chinos es de las más obscenas. China tiene más milmillonarios que EEUU, aunque su ingreso per cápita es sólo un quinto que el de ese país, y los activos de los casi 600 chinos con más de 1.000 millones de dólares de patrimonio equivalen al PBI de Australia, uno de los 15 mayores del planeta. Según un estudio de la Universidad de Pekín de 2016, el 1% más rico de China es dueño de un tercio de la riqueza del país. Inversamente, el 25 % de los hogares más pobres posee apenas el 1% de esa riqueza.

Si bien las estadísticas oficiales enmascaran las diferencias de ingresos –algo que por otra parte sucede en todos lados– y estiman que el decil más rico tiene sólo 9 veces el ingreso del decil más pobre, estudios más realistas como del de Instituto Nacional de Investigación Económica de Beijing calculan que el verdadero factor es 21. Lo cual no resulta sorprendente cuando se constata que, irónicamente para un país “socialista”, las propiedades y ganancias de los ricos prácticamente no pagan impuestos: el impuesto al ingreso personal es en China más bajo que en cualquier país de la OCDE (7%), incluido el de tasa más baja, Chile. Los ingresos del Estado por ese concepto rondan el 8% del total, cuando en la mayoría de los países desarrollados oscila entre el 18 (Francia) y el 36% (EEUU). Tampoco hay serias políticas de redistribución y mucho menos de protección a los trabajadores, que figuran últimos en la lista de prioridades de atención del Estado, algo que veremos con más detalle en el apartado de las clases sociales. De hecho, las reformas más recientes en este terreno, especialmente los topes al impuesto a los ingresos, han agravado el carácter regresivo del sistema tributario (OECD Economic Surveys: China, cit.).

En general, la nota dominante en las comunicaciones oficiales es el aliento al esfuerzo individual como base para la prosperidad personal en el marco de una sociedad paternalista. Salvo por ese último elemento, se parece decididamente más al velo ideológico del “sueño americano” que a cualquier prédica stalinista de “construcción del socialismo”. De todos modos, el partido está dispuesto a poner límites a este “espíritu emprendedor” en la medida en que choque con los “valores socialistas centrales”. Por ejemplo, en 2013 se estableció por ley que los adultos con padres ancianos tienen la obligación de ir a visitarlos con cierta frecuencia y encargarse de sus necesidades emocionales y económicas. El gobierno de Shanghai –donde el 30% de la población tiene más de 60 años– amenazó a los incumplidores con rebajarles la nota crediticia, lo que puede afectar a su vez el acceso a empleos, préstamos o asistencia social de quienes descuidan a sus padres.

Este recurso al “crédito social” como mecanismo de disciplinamiento colectivo merece un examen separado. Es sabido que el Estado chino ha sido pionero en el uso de la tecnología digital y de la IA para fines de control social, a un nivel que en Occidente causaría escozor en la población… y un manejo más discreto por parte de funcionarios e instituciones estatales. El sistema de crédito social, anunciado en 2014, tiene por ahora implementación parcial pero progresiva, empezando por algunas ciudades que funcionaron como proyecto piloto y luego en cada vez más provincias. Los sistemas de reconocimiento facial por IA, en cambio, son casi omnipresentes en infinidad de empresas y lugares públicos.

Según explica Séverine Arsène, politóloga del Asia Global Institute de la Universidad de Hong Kong, el sistema consiste en “otorgar a las personas –incluidos los funcionarios– y a las empresas una nota que refleje la confianza que se merecen. La idea es recolectar cientos de datos sobre cada persona y cada empresa, desde su capacidad para cumplir sus compromisos comerciales hasta su comportamiento en las redes sociales, pasando por el respeto de las reglas de tránsito. De este modo se genera un marcador a partir del cual se atribuyen o retiran determinados derechos, como el de dirigir una empresa, trabajar en la industria alimentaria o química o incurrir en gastos suntuarios, como viajar en primera clase o inscribir al hijo en una escuela privada. (…) El propósito es establecer normas de recolección, almacenamiento y difusión de las informaciones entre administraciones y entre municipios, provincias y el Estado, pero hoy por hoy se trata de bases de datos bastante dispares, no de una base única. (…) El proyecto consiste asimismo en disponer de datos procedentes de empresas privadas, uno de los aspectos cruciales, pues éstas disponen de indicadores muchos más precisos sobre el comportamiento de los individuos: horas de conexión, compras, contenido de las conversaciones, etc.” (“El gobierno chino explota hábilmente lo que nos han enseñado las redes sociales”, Le Monde, 25-10-17).

El espectro de la población que puede estar potencialmente sometido a este rastrillaje de datos es inmenso; más del 50% de la población tiene acceso a Internet en celulares con aplicaciones como WeChat, que gestionan infinitas operaciones de la vida cotidiana.

Continúa Arsène: “El sistema de crédito social es sin duda un instrumento perfecto para el control de los oponentes. (…) Sin embargo, más en general el objetivo central consiste en establecer un nivel de confianza en el seno de la sociedad que libere el desarrollo de los intercambios económicos. La falta de confianza en la sociedad china es real e inherente al régimen autoritario. (…) Este sistema recuerda el dang’an, el expediente individual que mantenía cada unidad de trabajo durante el periodo maoísta, con la diferencia fundamental de que pretende mostrarse tanto al individuo como a la empresa, a sus amigos y sus contactos profesionales” (ídem).

Un aspecto tenebroso es que, aunque todo parece recordar al Gran Hermano de Orwell en su 1984, estos mecanismos de control no son simplemente impuestos por la fuerza, sino que, apelando al aspecto lúdico de otra de las grandes distopías del siglo XX, Un mundo feliz, de Aldous Huxley, se suele apelar al propio consenso entusiasta de los gobernados. La aplicación Honest Shanghai permite consultar cómo va el “marcador personal”, y muchos lo hacen no para evadir la vigilancia estatal sino para compartirlo en las redes sociales, porque se trata, como la práctica del daka (subir selfies en lugares considerados de moda), de “un atributo del individuo conectado y cuantificado propio de la era de las redes sociales. (…) A través del sistema de crédito social, el gobierno chino explota hábilmente lo que nos han enseñado las redes sociales sobre la tendencia natural de las personas a revelar voluntariamente sus datos personales y a someterse a normas que no han elegido, a cambio de servicios que les facilitan la vida y les aportan diversas formas de reconocimiento social” (ídem).

Un ejemplo de esta combinación de escarnio (o represión, llegado el caso) para los “inciviles” y de recompensa socialmente sancionada es el sistema recientemente implementado por la ciudad de Suqian, en el este del país, que anunció un plan para medir la “confiabilidad” de todos los adultos residentes. Se asigna a cada ciudadano 1.000 puntos, y según su conducta sea encomiable (hacer trabajo social voluntario, donar sangre, ser un “trabajador ejemplar”) o reprochable (cometer delitos, participar en desórdenes públicos, atrasarse con los pagos de los servicios), se agregarán o quitarán puntos, que en un recálculo mensual dará como resultado una calificación de ocho categorías que va desde AAA para el ciudadano modelo a D para el no confiable (obsérvese que los nombres de las categorías coinciden con las de las calificadoras internacionales de riesgo crediticio). Los buenos ciudadanos reciben beneficios como descuentos en transporte, admisión en el hospital sin tener que pagar depósito o servicio prioritario en guardias de emergencia (!).

Este experimento social, como dijimos, se extiende a cada vez más ciudades (al menos 43 sólo entre 2015 y 2016), si bien por ahora más a nivel local que nacional. Aunque esta limitación significa que todavía es posible para muchos evadir la acción del Estado simplemente mudándose de provincia, ya existen listas negras de personas que han eludido multas o no se han presentado a la justicia, por ejemplo. En esa lista ya hay unos 12 millones de personas que, entre otras restricciones, no pueden acceder a pasajes de avión o de trenes de alta velocidad (TE 9136, “Keeping tabs”, 30-3-19).

Con el crecimiento de la deuda de los hogares que vimos más arriba, es cada vez más frecuente que quienes se atrasan en los pagos de la tarjeta de crédito vayan a parar a la lista negra, que también puede incluir infractores tan disímiles como un empleador que abusa del personal migrante o divorciados que se atrasan en la cuota alimentaria. Las listas negras también limitan las posibilidades laborales, ya que endurecen los exámenes para ingresar al sector estatal, y las compañías privadas que reclutan personal tienen acceso a las listas, ya que son públicas. Y siendo que el sistema no está generalizado, el número de infractores no es pequeño: “Entre 2013 y 2017, 8,8 millones de personas ingresaron a las listas. (…) Los datos sobre infracciones se guardan entre 5 y 10 años, según la gravedad de la falta, aunque después de uno o dos años de ‘buena conducta’ suelen ser eliminados. Se espera que para 2020 las listas negras sean reemplazadas por un sistema nacional más integrado de crédito social que abarque tanto individuos como empresas. En ese último caso, la calificación no se basará sólo en el historial de pagos sino también en otros factores relacionados con la confiabilidad, como violación de derechos de propiedad intelectual o publicidad engañosa. La cobertura de este sistema nacional avanza con rapidez: a fines de 2017 había registrados 34 millones de códigos de crédito para empresas, y había 71 departamentos del gobierno central y de gobiernos provinciales interconectados a la plataforma de información nacional de crédito” (OECD Economic Surveys: China, cit.).

No obstante, por ahora, y en razón de sordos pero perceptibles rumores de descontento, varias ciudades eligieron priorizar los beneficios sobre los castigos. Pero las formas de conducta social sujetas a control pueden ser potencialmente infinitas: en la lista de “reglas de etiqueta” de Suqian figuran no alentar a otros a beber en exceso, no mirar fijo al celular cuando se está con otros y no salir a la calle en pijama. En muchas esquinas hay pantallas gigantes que muestran imágenes de inconductas callejeras incluyendo el nombre de los infractores para avergonzarlos en público, gracias a la tecnología de reconocimiento facial.

En este tema como en otros, el régimen camina por una delgada cornisa: lo que hoy puede resultar una herramienta efectiva no sólo de control social sino incluso de construcción de consenso puede, dependiendo de una barrera muy sutil, convertirse en una imposición insoportable que socave la legitimidad de las autoridades. Una vez más, las especificidades chinas –nivel de conectividad vía celulares, preocupación mucho menor que en Occidente por la privacidad de los datos, la tradición conservadora general que tiñe todas las relaciones sociales– facilitan prima facie la labor de los funcionarios y la dirigencia partidaria. Pero sería ciego de su parte pasar por alto que con esas tendencias conviven otras de sentido “modernizador” –que aquí no es siempre necesariamente sinónimo de “occidental”– que, llegado el caso, pueden invertir el sentido y el efecto de estas prácticas, Aquí cabe la analogía con las redes sociales en general: si se tratarán de instrumentos aplastantes de alienación colectiva e individual o de vehículos para la rebelión es algo que dependerá de dinámicas sociales y culturales que ningún Estado o partido pueden decir que controlan cabalmente.

2.5.2 Una mirada al interior del PCCh
La formulación más explícita de qué papel juega el PCCh en la sociedad china, desde el punto de vista del propio PCCh, es la “teoría” expuesta por el entonces líder chino Zhang Zemin en 2000 de las “tres representaciones”. El partido representaba tres grupos de la sociedad china –que en los hechos abarcaban prácticamente la totalidad de la sociedad–: “Las fuerzas productivas avanzadas, la cultura avanzada y los intereses fundamentales de las amplias masas”, esto es, los empresarios, la intelectualidad de clase media y los trabajadores de la ciudad y el campo. De esta manera, todo vestigio de representación de clase del PCCh quedaba disuelto en una voluntad de representar a la nación y al interés nacional (capitalista e imperialista) en su conjunto. Por supuesto, aquí la novedad es que el PCCh, que nominalmente siempre dijo representar a las grandes masas, abraza como parte de su universo a la clase capitalista privada íntegra. Digamos de paso que es difícil entender en qué universo concebible un partido puede proponerse semejante criterio y seguir llamándose “marxista”, pero, como vimos y seguiremos viendo, las “características chinas” dan para todo.

Aunque desde 1949 China tiene un régimen de partido único, cuya autoridad e influencia se confunde completamente con la del Estado, eso no significa que el PCCh haya jugado siempre el mismo papel en la sociedad e incluso en la estructura institucional china. La novedad que aporta la llegada de Xi Jinping al poder en 2012 es el categórico reforzamiento del lugar del partido a expensas de las demás esferas del Estado, a punto tal que “en estos momentos, el Partido es la única estructura de autoridad en el país (antes había tres: el Partido, la administración y el ejército) y Xi, el número uno vitalicio, acapara personalmente las funciones centrales de mando en muchos terrenos” (P. Rousset, “Xi Jinping de gira”, cit.).

En esto ha habido realmente un cambio de enfoque radical para lo que es el PCCh. Mientras que Deng Xiaoping decía en 1980 que “es hora de que hagamos una distinción entre las responsabilidades del partido y las del gobierno y dejemos de reemplazar las segundas por las primeras”, el director de la Comisión Central de Inspección Disciplinaria –un órgano creado para el combate contra la corrupción que desde 2012 lleva 1,4 millones de acciones disciplinarias contra miembros del partido– afirmó brutalmente en 2017 que “no existe tal cosa como separación entre el partido y el gobierno” (TE 9062, “Life and soul of the party”, 14-10-17)-

En lo que sigue, nos apoyaremos esencialmente en el análisis del marxista chino Au Loong Yu, en especial su mirada sobre el último Congreso del PCCh, el XIX, en octubre de 2017, en cuanto a la conformación de las camarillas (él se niega a considerarlos “facciones”, dando a entender que el carácter de esas camarillas es menos orgánico en cuanto a “lineamientos ideológicos” y más movido por relaciones personales). Entendemos que el tiempo transcurrido no ha desdibujado sino, por el contrario, confirmado los desarrollos que se venían gestando, que el Congreso sancionó y que desde entonces no han hecho más que afianzarse. Por otra parte, el estudio del PCCh requiere un nivel de especialización análogo al de los “sovietólogos” analistas del Partido Comunista de la URSS, además de un conocimiento de la lengua, historia y cultura chinas que no están a nuestro alcance y sí al de Au Loong Yu, a quien por lo tanto citaremos con cierta extensión.

El primer punto es, por supuesto, la consolidación del poder de Xi Jinping, que ha llegado a un nivel de culto a la personalidad sólo comparable con las peores épocas de Stalin o de Mao. Precisamente, junto con Mao es el único líder chino que oficialmente tiene un “pensamiento” asociado a su nombre, que se difunde en millones de libros editados de presencia obligada en toda oficina de funcionario estatal o partidario de cualquier rango. La apoteosis de esta megalomanía legal es que el “pensamiento de Xi Jinping” terminó incorporándose a la propia Constitución china.

La verdadera suma del poder público que ejerce va a contramano incluso del tradicional sistema partidario de “liderazgo colectivo”. Los sinólogos de habla inglesa lo conocen como COE –jugando con la sigla CEO–, que abrevia “Chairman of Everything”, es decir, presidente de todo. Xi reflotó el término hexin, que puede traducirse como “núcleo”, para referirse a su liderazgo, algo que sólo habían hecho Mao y Deng Xiaoping (TE 8983, “Beware the cult of Xi”, 2-4-16). Asimismo, antes del XIX Congreso, la prensa estatal empezó a referirse a Xi como “comandante supremo”, un título que nadie después de Deng se había atrevido a usar.

Por lo demás, todos los líderes chinos anteriores del PCCh, salvo otra vez Mao, gobernaron bajo la sombra de sus predecesores, que una vez retirados en virtud del arreglo constitucional que impone límites a sus mandatos, siguieron gozando de poder e influencia. Así, Hu Jintao (presidente de 2003 a 2012) nunca pudo despegarse de la figura de Jiang Zemin (1993-2003), como a su vez le sucedió a éste con Deng Xiaoping (1978-1993). El propio Deng, a cargo del lanzamiento de las reformas procapitalistas en 1979 y de deshacer los rasgos más autocráticos del régimen de Mao, debía manejarse con cuidado de conservar el equilibrio con la influencia de las viejas glorias del partido. Xi es el primer líder desde Mao que no reconoce más límite que su propia capacidad de gobernar. Un paso significativo en esa dirección fue la abolición, en marzo de 2018, del límite constitucional de dos mandatos de cinco años (impuesto por Deng), al que se atuvieron sus dos predecesores inmediatos. El margen de la votación en la Asamblea Nacional Popular fue, como era de esperar, aplastante: 2.958 votos a favor, 2 (dos) en contra y 3 (tres) abstenciones.

Este cambio fundamental fue preparado por el XIX Congreso de sólo cinco meses antes. En las semanas previas hubo una oleada de artículos ensalzando el “linaje rojo” de Xi, en su carácter de hijo de un vice primer ministro y cuadro importante del PCCh bajo Mao, Xi Zhongxun. Al respecto, explica Au Loong Yu que “el PCCh evitó siempre dar la impresión al público de que los hijos de los padres fundadores aprovechaban su parentesco para obtener privilegios, aunque lo hacían. El término empleado es una palabra neutra, gaoganzidi, o ‘hijos de cuadros dirigentes’, que no sugiere conexión alguna con el ‘linaje rojo’. (…) Tras la represión de 1989, comenzaron a dar un nombre distinto: taizidang, o ‘principitos’, que encierra un sentido despectivo. Cuando la cuestión empezó a comentarse en los medios, no fueron los términos gaoganzidi ni taizidang los empleados, sino hongerdai, o ‘segunda generación roja’. Este término es radicalmente diferente de gaoganzidi en la medida en que apunta explícitamente al linaje rojo y por tanto tiene un significado mucho más específico. Prácticamente excluye a todos los cuadros cuyos progenitores no fueron viejos cuadros. (…) Este sector no es ni mucho menos homogéneo, sino que está atravesado por divergencias políticas que van desde los liberales hasta los nacionalistas más acérrimos o incluso fascistas, y la insistencia en el ‘linaje rojo’ es un punto que une a todos los que están políticamente activos. Esto supone asimismo cierta ruptura con el pasado, cuando el partido todavía hablaba de la ‘separación entre partido y Estado’. Ahora tenemos un líder supremo que proclama en voz alta el ascenso de esta segunda generación roja al poder absoluto, mostrando abiertamente el desprecio por la democracia ‘de tipo occidental’ y el ‘liderazgo colectivo. Es una regresión total a la aristocracia. Se ha producido una ruptura en la tradición del PCC” (entrevista de Pierre Rousset a Au Loong-Yu, “¿Modernización con una burocracia premoderna?”, www.europe-solidaire.org, 22-10-17).

Ahora bien, uno de los peligros a la estabilidad política es precisamente que al romper con el esquema de diez años (como máximo) de gobierno que había establecido Deng en favor de la posibilidad de un gobierno vitalicio, en caso de crisis no hay un sistema institucional de sucesión, lo que pueda dar lugar a un recrudecimiento de las luchas intestinas en el seno de la burocracia. Por otro lado, cualquier conato de inestabilidad social puede originar rumores y malestares contra una autoridad que no reconoce ningún fusible: para Xi, como para Luis XIV, el Estado y el partido son él y nadie más.

En virtud de esta problemática, cabe aquí hacer referencia a la cuestión de las camarillas dentro del PCCh. En términos de los líderes anteriores, existe la camarilla de Shanghai (liderada por Jiang Zemin) y la de la juventud comunista (cuyo referente es Hu Jintao). Cabe hablar de camarillas justamente en la medida en que no parece haber diferencias políticas discernibles más allá de la inquina de grupo. Pero además de éstas, cabe identificar dos sectores más “permanentes”: los burócratas de “linaje rojo”, como Xi, ligada por parentesco a los viejos cuadros del PCCh post 1949 (y por eso llamados también “sangre azul”), y los “jóvenes mandarines”, por lo común de origen más humilde y carrera más “meritocrática”, en general desde la Liga de Jóvenes Comunistas, como Hu Jintao.

Aquí Yu identifica una posible analogía con el pasado imperial chino que acaso desde una mirada marxista “occidental” puede parecer excesiva, pero recordemos que las líneas de continuidad de la tradición nacional y cultural son en China de una vitalidad probablemente sin parangón en el mundo, y cabe tener cuidadosa consideración por esas referencias: “Como demuestra la historia de la China imperial, el poder absoluto del emperador es contradictorio con el poder de la nobleza. La autocracia absoluta choca con la aristocracia. La solución final por parte del emperador fue la destrucción total de la nobleza como clase, y ésta es la principal diferencia entre la trayectoria de China y la experiencia europea. (…) En realidad, esto no es nuevo. En la historia de China imperial, la tensión entre los burócratas procedentes de la nobleza y los descendientes de los gongchen (políticos meritorios que habían prestado un gran servicio al emperador), los mandarines establecidos y los que procedían de entornos más humildes, siempre existió y en ocasiones determinaba en parte las luchas fraccionales, como por ejemplo durante la dinastía Tang. (…)”

“Casi siempre, estas dos clases de burócratas son capaces de colaborar, pero cuando se produce una crisis social y política, la tensión entre ellas puede agudizarse y empezar a convertirse en diferencias políticas. (…) Es una nueva versión de un viejo patrón; estas dos camarillas han estado en tensión durante dos mil años de absolutismo y gobierno burocrático. (…) Dentro de la segunda generación roja, la mayoría quiere más poder, pero Xi desea el poder absoluto, y por eso hay tensión. Los burócratas de la segunda generación roja son fundamentalmente reaccionarios. (…) Xi es un sangre azul reaccionario. Él y el resto de su camarilla están decididos a restaurar la hegemonía del pasado imperial de China y reconstruir la llamada dinastía celestial. El Estado de Xi, la academia china y los medios de comunicación han producido una gran cantidad de ensayos, disertaciones y artículos que glorifican este pasado imperial para justificar su proyecto de convertirse en una gran potencia” (ídem).

Otra fuente de tensiones en el PCCh es que, según Yu, mientras promueve la modernización del país, internamente sigue siendo una burocracia profundamente enraizada en una cultura política premoderna, hasta el punto de que en pleno siglo XXI es incapaz de crear un régimen sucesorio estable en la cúspide del poder que sea aceptable para todos los grandes mandarines. En contraste, el PC soviético lo logró más o menos tras la muerte de Stalin. Esta dificultad del PCCh se debe a su cultura política medieval, formada cuando abandonó las ciudades y se convirtió en una fuerza guerrillera rural a finales de la década de 1920. (…) El PCC también copió ciertas prácticas modernas de sus homólogos occidentales, pero en vez de sustituir las viejas prácticas, estos elementos modernos se adaptaron perfectamente a ellas. (…) Tal vez resulte que su cultura política premoderna entre cada vez más en conflicto con una población que se urbaniza y moderniza rápidamente y alberga expectativas más ambiciosas que sus progenitores. Va a haber una larga lucha entre la vieja China y la nueva” (ídem).

Cabe preguntarse si en verdad no hay verdaderas corrientes ideológicas divergentes en el partido, más allá de los grupos de interés burocráticos. Al respecto, Yu observa que “antaño hubo una corriente liberal moderada en el seno de PCC, pero el ascenso al poder de Xi supone su desaparición”; en esta línea podía enrolarse Wen Jiabao, primer ministro de 2003 a 2013, que al final de su mandato sostuvo que China debería aprender de ideas occidentales de tipo universal, como la democracia representativa y los derechos humanos, lo cual es una línea “muy diferente de Xi, que trata la democracia y los llamados valores occidentales con desprecio” (Au Loong Yu, cit.).

En cuanto a la supuesta ortodoxia “marxista” o incluso maoísta, ni vale la pena indagarla seriamente: “Las autoridades chinas no se interesan para nada por los principios socialistas, ni por Mao o el maoísmo. Mientras Xi Jinping sigue pidiendo a la gente que aprenda del marxismo, del leninismo y del pensamiento de Mao, paradójicamente el Estado y el partido continúan reprimiendo cualquier iniciativa independiente y colectiva a favor de estudiar en serio los textos clásicos de la izquierda y redoblan sus ataques cuando dichas iniciativas aspiran a simpatizar con la gente trabajadora. La represión contra el resurgimiento del maoísmo en la población no es un fenómeno nuevo. (…) El PCC ha traicionado desde hace tiempo su propia doctrina fundacional y se muestra hostil a quienquiera que pretenda interpretar el maoísmo de un modo distinto de la línea oficial” (Au Loong-Yu, “La lucha obrera de Jasic y el movimiento estudiantil”, Viento Sur, 30-12-18).

Eso no significa que no existan maoístas en China, pero no tienen más remedio que ponerse en la vereda de enfrente del “maoísmo estatal”. En 2008, por ejemplo, circuló por internet el documento “Declaración al pueblo de China por el Partido Comunista Maoísta de China”, según el cual “la gran restauración de los últimos 30 años ha demostrado que la llamada ‘reforma y apertura’ que pone en práctica la camarilla revisionista gobernante que controla la dirección del Partido Comunista de China es un proceso incontrovertible de restauración capitalista” (Au Loong Yu, “Debate sobre la naturaleza del Estado chino”, Viento Sur, 14-5-18). Asimismo, al menos algunos de los activistas estudiantiles que han intentado impulsar sindicatos independientes y forjar vínculos entre las luchas obreras parecen referenciarse en alguna forma más o menos extraoficial de maoísmo.

Un caso muy significativo es el intento de unos 90 trabajadores de la empresa Jasic Technology, de Shenzhen, de crear un sindicato independiente, en julio de 2018: “El caso de Jasic es insólito en la medida en que contó con el apoyo expreso de un grupo de unos 50 estudiantes que se autoproclamaban maoístas y marxistas, junto con un pequeño grupo de otros ciudadanos. Procedentes de diversas partes de China, se organizaron en un Grupo de Apoyo a los Trabajadores de Jasic y fueron a la fábrica a manifestar su solidaridad con los trabajadores en lucha. (…) En el apogeo de la lucha de Jasic, estos simpatizantes maoístas viejos y jóvenes enarbolaron fotografías de Mao y una pancarta que decía ‘Seremos siempre buenos estudiantes del presidente Mao’. Crearon una página web –ya clausurada por las autoridades– titulada Vanguardia de la época (shidai xianfeng), en la que recabaron el apoyo a su causa ‘por el despertar de la clase obrera, por el bien del presidente Mao’. (…) La heroica lucha fue reprimida rápida y violentamente. (…) En cuanto a los estudiantes, cuando regresaron a sus universidades, fueron interrogados, expedientados, investigados, amenazados y, en algunos casos, expulsados. (…) Fue la primera vez en las últimas décadas en que los estudiantes se han manifestado tan abiertamente y de manera tan organizada en apoyo a una protesta obrera. (…) Los maoístas se han dividido definitivamente en por lo menos dos bandos: los de derecha siguen abogando por el apoyo al partido, mientras que los de izquierda, como China roja, han radicalizado sus críticas al partido, reconociendo finalmente que en China se ha producido un cambio cualitativo a favor del capitalismo. A partir del ascenso de Xi Jinping se muestran más explícitos a la hora de proclamar la resistencia desde abajo, mientras siguen tratando de ganar cuadros del partido invocando los principios socialistas consagrados en la Constitución o en la obra de Mao” (Au Loong-Yu, “La lucha obrera de Jasic y el movimiento estudiantil”, cit.).

Como señalamos, es posible que en lo más recóndito de la orientación de Xi pueda hallarse un miedo pánico a un colapso similar al del PCUS y la desintegración de la URSS. Para Xi, aun en ausencia de verdaderas revueltas contra el poder, el PCCh enfrenta una amenaza existencial que adopta diversas formas: corrupción (y de allí la cruzada moralista que purgó a decenas de miles de funcionarios, incluyendo condenas a muerte), laxitud ideológica (que se enfrenta con el “pensamiento de Xi”), incluso tendencias liberales (y la respuesta es un furioso ataque a todo lo que huela a occidental, desde la democracia parlamentaria hasta los nombres de restaurantes). Por supuesto, eso incluye enterrar el debate que había comenzado a aflorar tímidamente sobre el “modelo Singapur” o cualquier forma de imaginar un futuro para China sin el PCCh. ¿Libertad de prensa? La primera medida de Xi al respecto fue advertir a los diarios estatales que su misión consistía en “servir al partido”. ¿Desapego ideológico o moral? Clases de “ideología socialista” y advertencias como la de la principal publicación teórica del partido, Qiushi: “No existe 99,9% de lealtad. Existe lealtad absoluta, 100% pura, y ninguna otra cosa” (TE 9062, “The life and soul of the party”, cit.).

Semejante nivel de consenso a la fuerza es, según Xi, necesario para la siguiente misión del PCCh, ya que, tal como declaró al XIX Congreso, la “contradicción principal” (expresión que remite inequívocamente a Mao) de la sociedad china ya no es “garantizar un plato de comida en la mesa”, sino “mejorar la calidad de vida a través del desarrollo”, lo que incluye, llegado el caso, compromisos como ralentizar el crecimiento económico en aras de la protección ambiental y otros similares. En la comunicación vía slogans del PCCh, hacia allí conduce la “Hermosa China”. Pero estos objetivos difícilmente sean compatibles con un sistema político incapaz de procesar debates y disensos, para no hablar de prácticas burocráticas de jefes partidarios acostumbradas a cumplir metas de crecimiento a como dé lugar, sin entrar en sutilezas. Para Minxin Pei, del Claremont McKenna College de EEUU, “millones de funcionarios de los bajos niveles rechazan la nueva ortodoxia. Detestan el adoctrinamiento ideológico compulsivo que recuerda a la era Mao y el poder sin límites de la campaña anticorrupción” (TE 9085, “Chairman of Everything”, 31-3-18).

Desde ya, un diseño partidario basado sobre un “100% de lealtad” a un dirigente que ha pisado tantos callos y que ha eliminado cualquier forma de sucesión ordenada es mucho más vulnerable a cualquier pérdida de legitimidad surgida de donde sea: descontento económico por retracción del crecimiento (y aumento continuo de la desigualdad); desmanejo de una crisis social, ambiental o sanitaria; rechazo al control orwelliano de la sociedad civil y la vida personal, y un largo etcétera. Si el único dique contra todos esos riesgos es el poder de una sola persona, no extraña que amplios sectores de la burocracia intenten curarse en salud: “Puede que Xi se salga temporalmente con la suya con respecto a su campaña anticorrupción, pero a la larga está socavando su aparato estatal y esto genera una gran inseguridad entre los mandarines. El hecho de que la mayoría de los mandarines y algunos funcionarios estén tratando de transferir a sus familias y sus fortunas al extranjero es una señal inequívoca del aumento de las fuerzas centrífugas en el PCCh” (Au Loong-Yu, “¿Modernización con una burocracia premoderna?”, cit.).

En suma, la situación actual está atravesada por una aparentemente decisiva consolidación del poder de Xi y de una estrategia pensada para décadas, no para dos mandatos. Pero tanto la historia china como la del PCUS (una verdadera obsesión, como ejemplo negativo, para toda la burocracia del PCCh) sugieren que estos planes grandiosos que se proyectan al larguísimo plazo pueden tropezar ante el obstáculo más inesperado. Y no hace falta esperar una rebelión popular en toda la regla para que las contradicciones internas del PCCh y las tensiones entre sus partes componentes salgan del carril de aparente control absoluto que muestran hoy. Si todo converge en el presidente, fuera de la figura de Xi todo es potencialmente inestable.

Sumate a la discusión dejando un comentario:

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí