El rol de la política según Marx

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UNSPECIFIED - CIRCA 1865: Karl Marx (1818-1883), philosopher and German politician. (Photo by Roger Viollet Collection/Getty Images)

 

  • Marx es por excelencia un pensador político y que, para él, el nombre de la política es el de ‘revolución’.

Entrevista a Stathis Kouvélakis

Publicada el 17 abril 2017 en CONTRETEMPS-REVISTA DE CRÍTICA COMUNISTA, en ocasión de la reedición por editorial La Fabrique de su libro “Philosophie et révolution, de Kant à Marx” (“Filosofía y revolución, de Kant a Marx”), republicaron esta entrevista con Stathis Kouvélakis, inicialmente aparecida en septiembre de 2009 en el sitio de la revista Que faire? Traducido del francés por Luz Licht

 

-Tu libro, “Filosofía y revolución, de Kant a Marx”, traza el recorrido de Marx hacia posiciones revolucionarias a través de su toma de consciencia de la necesidad de una intervención política, cristalizada por la cuestión del poder y del Estado. ¿En qué medida esta reflexión es clara y, a su vez, hecha luz sobre la situación política actual, sobre todo la crisis política abierta por el referéndum francés y las elecciones alemanas?

Comencé a escribir este libro hacia fines de los años 1990, en una coyuntura fuertemente marcada por el derrumbe de la URSS y la experiencia de la derrota de las revoluciones del siglo XX. Al mismo tiempo, las contra-tendencias comenzaban a afirmarse de forma más clara con las luchas de noviembre-diciembre de 1995 en Francia y, a nivel mundial, con el ciclo de movilizaciones en Seattle, Génovay con los procesos en curso en América Latina. El proyecto inicial, que mantuve en tanto que programa de investigación, era el de situar a Marx en el cuadro de un ‘retratogrupal’ generacional y cubrir a la vez el periodo que lo precede y el que sigue a las revoluciones de 1848, gran punto de quiebre del siglo XIX. La trayectoria intelectual y política de Marx comienza a jugarse, en efecto, a partir de esto. Marx es un ‘quarante-huitard’ [1]como se decía en la época, es un revolucionario alemán derrotado, que pasará esencialmente su vida en exilio, un apátrida. Donde quiera que pueda, él reflexionará sobre las causas profundas de la derrota del 48 y es esto lo que constituye a mis ojos el verdadero sentido del proyecto de la ‘crítica de la economía política’, que culminará en “El Capital”: trazar la anatomía del cosmos burgués que se edificó sobre las ruinas de la esperanza emancipatoria contenida por la ‘era de las revoluciones’, es decir, como muy bien lo ha explicado Eric Hobsbawm, para el conjunto del periodo que se extendió de 1789 a 1848.

Por las razones habituales (tiempos, amplitud de la tarea), debí, sin embargo, detenerme mucho antes, en 1844, al inicio del primer periodo de exilio de Marx, en su momento ‘parisino’. Esta historia a menudo ha sido retomada y ella hace al objeto de interpretaciones contradictorias, que reenvían a cuestiones decisivas para la teoría marxista. De mi parte, intenté, por un lado, descentrar el relato, demostrar – que en medio del retrato grupal del que yo hablaba en su momento (y que incluye a Moses Hess, al joven Engels, y al Heine de los años 1840) – que Marx no tenía más que una posibilidad entre miles, entonces, de restituir su verdadera originalidad. Por otro lado, intenté dar cuenta de esta trayectoria volviendo a plantearla en su contexto histórico, alejándome  de una simple ‘historia de las ideas’,es decir, mostrando que esta no es comprehensible sin analizar la manera en la cual Marx reacciona, aunque con herramientas teóricas, pero también en marcos institucionales precisos (él pasó en tres años de la universidad al exilio vía una fase de intensa actividad periodística), a una situación cambiante y a un problema que es fundamentalmente político: cómo poner fin al antiguo régimen alemán, cómo llevar a Alemania a la hora de la modernidad política encarnada por la Revolución francesa. Por supuesto, este era ya el problema de los viejos intelectuales de la filosofía clásica, Kant y Hegel, y la generación de Marx lo hereda. Marx mismo comienza, por otra parte, por compartir, a grandes rasgos, las respuestas: él creía en la posibilidad de una reforma, particularmente a través del desarrollo del debate público, estimulado por parte de una prensa libre (él mismo dirige en 1842-43 la Gaceta Renana, principal voz de la oposición democrática antes de su prohibición por el gobierno), en los términos que recuerdan fuertemente la temática del ‘espacio público’ desarrollada en los años 1960 por Jürgen Habermas.

Marx es, por lo tanto, al principio un demócrata reformista, como la casi totalidad de los demócratas alemanes en aquel momento, y él no pasará a posiciones revolucionarias hasta que esta vía reformista se revele impracticable, de hecho, esencialmente, hasta el endurecimiento autoritario del régimen prusiano. Hay que insistir fuertemente sobre el hecho de que si él no estuviera solo (ver el caso de Heine, que se exilió en París producto de las consecuencias de la revolución de 1830), Marx se queda en una posición muy minoritaria en su nueva orientación, defendiendo la necesidad de una ‘revolución radical’ como único medio de abatir al absolutismo. De una forma general, entre los intelectuales,pero también entre las organizaciones clandestinas del movimiento obrero alemán emergentes (esencialmente entre la emigración alemana en París y Londres), son, prácticamente hasta la víspera de 1848, las orientaciones reformistas, en general teñidas de religiosidad, las que predominan, cuando no lo hacen la confusión o el pesimismo elitista.

Para responder directamente a tu pregunta, esta radicalización de Marx tiene para mí un valor ejemplar, profundamente actual: de cierta forma, ella es siempre retomada, a partir de la experiencia singular de cada generación. Hoy, como en los años que precedieron a 1848, asistimos a un ascenso de los movimientos sociales, que ponen en cuestión aspectos precisos del sistema capitalista, pero de manera fragmentada y, a menudo, con muchas ilusiones sobre la posibilidad de cambiar las cosas sin tocar la totalidad, a los fundamentos del sistema, o, lo que es lo mismo, sin plantear la cuestión del poder político.

Es aquí donde la referencia a Marx me parece indispensable. Defender, en 1844, la perspectiva de una revolución alemana, de su desarrollo como clave de la revolución europea, esto era escandaloso, casi insólito. El ‘retraso’ político de Alemania con relación al resto de Europa era enorme, las famosas ‘condiciones’ no habían sido ‘alcanzadas’, etc. Y bien, contra esto, Marx permite pensar el espacio que emerge producto de la intervención política precisamente a partir de ese retraso, de esa carencia: decir que las condiciones no existen, es decir que ellas deben crearse, no por un pase de magia, en virtud de un puro voluntarismo, sino desplegando la iniciativa política, esa que permite abrir una posibilidad nueva, que revela el punto de inflexión de una situación, que condensa las contradicciones en un momento determinado. Contrariamente a un punto de vista muy generalizado actualmente, según el cual Marx habría comprendido bien la naturaleza del capitalismo, o anticipado su fase ‘mundializada’, pero no había dicho nada específico sobre la política, yo pienso que Marx es por excelencia un pensador político y que, para él, el nombre de la política es el de ‘revolución’.

Para Marx, a la víspera de 1848, se trataba de constituir un amplio bloque democrático bajo la hegemonía proletaria, solo a fin de derrocar al régimen despótico y de iniciar un proceso revolucionario ‘permanente’, atacando la propiedad privada de los medios de producción e intercambio. El curso concreto de las revoluciones de 1848 ha mostrado que se trataba de la única hipótesis realista, pero que esta era muy frágil, y fue barrida por la reacción. Para nosotros hoy, el objetivo inmediato es infringir una derrota mayor a los políticos neoliberales y de liberar del azar al potencial anticapitalista que se construye en las luchas. Durante algunos años, en amplios sectores de la izquierda social y ‘movimentista’, se vivió con la idea de una autosuficiencia de los movimientos sociales, la idea de que ellos conformaban por si mismos el nuevo ‘sujeto político’, que el rol de los partidos era secundario, por no decir superfluo. Este período esta actualmente detrás de nosotros; los límites de los movimientos sociales han aparecido claramente, las movilizaciones contra la guerra, la batalla sobre la Constitución europea y los avances de la izquierda antiliberal han actuado como importantes factores de politización. La cuestión decisiva de nuestra situación es la de la construcción de una alternativa política, y esto remite en el fondo a la hegemonía, a la capacidad de iniciativa de las fuerzas revolucionarias, a la reconstrucción de las condiciones de un frente de clase, después de años de retroceso y derrotas para el movimiento obrero. A mi parecer, en un país como Francia, la cuestión de la constitución de una nueva fuerza política, anticapitalista y de clase, que reagrupe a los principales sectores de la ‘izquierda roja’, está en este momento a la orden del día.

-Vos señalas el punto de partida muy diferente de Engels, casi sociológico gracias a su análisis y su contacto con el movimiento obrero inglés. Los paralelismos con una parte de la izquierda radical de hoy, pero también con los abordajes teóricos como los de Bourdieu vienen inmediatamente a la mente. ¿En qué medida ellos son válidos para vos?

Engels es un pensador original, y lo seguirá siendo aun luego de su encuentro con Marx. Lo que estudié en el libro, sin embargo, es el periodo que precede a este encuentro y el trabajo en común que le sigue (desde 1845-46). Se piensa a menudo que, por el hecho de su residencia en Inglaterra, de su conocimiento de primera mano de la condición obrera y de la economía política, Engels está por delante de Marx, quien sigue siendo al momento un intelectual más clásico, de formación filosófica universitaria, cuyo terreno de intervención es el de una escritura dirigida a la burguesía instruida. Pues bien, es sorprendente constatar, con la lectura de textos como “La situación de la clase obrera en Inglaterra”, o, de forma aún más patente, es en los textos de las conferencias que él dio con Moses Hess a principios del 45 en las ciudades de Renania, que Engels se inscribe más bien en la órbita del llamado ‘socialismo autentico’. Su discurso político es muy moderado, o, más exactamente, Engels busca llevar el problema del terreno político hacia otro, el de lo ‘social’. Lo ‘social’, él lo concibe, conforme a la tradición fundada por Saint-Simon y retomada luego por la ciencia social francesa de Comte o de Durkheim, como un principio de armonía, como un ‘lazo social’ para retomar una terminología que domina masivamente a la sociología contemporánea. Para él, la verdadera contradicción del capitalismo no es tanto el antagonismo de clase propiamente dicho, sino aquel entre el principio ‘social’ de organización y el mercado, portador de caos y de competencia ilimitada.

Engels estuvo muy impresionado por las capacidades de autoorganización del proletariado inglés que pudo constatar al momento de su residencia británica. Él vio nuevas experiencias, como la de las asociaciones educativas, las sociedades de ayuda mutua, sindicatos, que permitían hacer avanzar concretamente a la emancipación obrera. Él pensaba que, mediante una relación de fuerzas más favorable, y mismo por la amenaza de una insurrección, la burguesía podría ser convencida de la necesidad de reformas. Y esto sobre todo porque, precisamente, el proletariado inglés (qui le sirve de referencia) evitaba plantear la cuestión del régimen político y descartaba, de este modo una revolución política ‘a la francesa’. Por supuesto, Engels apoya plenamente al movimiento cartista, que demanda el sufragio universal masculino, lo que es una reivindicación política, pero que no implicaba en sí el cuestionamiento de la monarquía. Él veía aun en ese legitimismo político del proletariado inglés una radicalidad superior, un avance con relación al del continente europeo, demasiado absorbido por las cuestiones del régimen y del poder del Estado. Para decirlo de otra manera, la posición del joven Engels era más exactamente la que defiende hoy John Holloway con su consigna de ‘cambiar el mundo sin tomar el poder’. Antes que él, desde luego, toda la tradición del socialismo asociacionista, basando su inspiración en Saint-Simon o Proudhon, lo había proclamado y mismo concretamente intentado.

La posición de Marx está, como lo he sugerido anteriormente, en las antípodas: Marx busca en lo social el principio del antagonismo que subyace en las luchas políticas, él afirma la dimensión constitutivamente política de la lucha de clases y ve en la cuestión del régimen y del poder del Estado el terreno mismo donde se decide la capacidad de una clase de dirigir la sociedad, su capacidad de construir hegemonía como lo dirán luego los marxistas rusos y Gramsci. Marx y, este es un punto crucial, no comienza por el proletariado, él llega a este por medio de un recorrido político y teórico, porque él busca identificar las fuerzas posibles de una revolución cuya necesidad él había descubierto anteriormente. Esta es la razón por la cual el proletariado no es jamás para él una mera realidad sociológica, sino ante todo el resultado de un proceso político. Este es la representación del antagonismo que la sociedad burguesa se obstina en rechazar, en vano naturalmente, puesto que le es consustancial.

Hoy, la sociología dominante, en Francia y más allá, retoma, en una versión muy edulcorada y domesticada, esta ambición original del pensamiento de lo ‘social’. Ella piensa que su misión es la de contribuir a ‘crear el lazo (o el ‘sentido’) social’ y, ella ha substituido la lucha por la abolición de las relaciones capitalistas por la lucha contra ‘la exclusión’. En ese sentido, la sociología de Bourdieu, que pone por el contrario el acento sobre la dominación inherente a las relaciones sociales se sitúa a contra corriente, aun si ella tiene la tendencia a fragmentar la base de esa dominación en la multiplicidad de los ‘campos’ especializados de las prácticas sociales. Ella comparte, sin embargo, una aporía que se encontraba presente ya en Engels, a saber, la dificultad de pensar las condiciones de una praxis transformadora, revolucionaria, a partir del campo de las prácticas existentes en los grupos sociales dominados.

Engels sortea la dificultad yuxtaponiendo por así decirlo, dos proletariados, un proletariado digamos ‘empírico’, sumido en el sufrimiento de la explotación y portador pasivo de las taras de la revolución industrial, y un proletariado ampliamente idealizado, ya organizado en un ‘movimiento obrero’ que lucha por su emancipación. Es interesante constatar que mientras que se radicaliza políticamente e intenta salir del círculo de la reproducción impuesta por la combinación de habitus/prácticas (que condena concretamente a los grupos dominados a  librar interminables luchas mutuas de clasificación en el seno de relaciones sociales intangibles), Bourdieu no arriba finalmente a otra cosa que a reintroducir un punto de vista subjetivo cercano a la investigación de la cual se sirve Engels para construir su ‘proletariado empírico’. Nos quedamos en el marco de una «sociología de la miseria»[1], queda cuenta del sufrimiento de las clases explotadas, en el mejor de los casos de una cierta capacidad (ella-misma muy problemática) de resistir, pero jamás de la emergencia de una praxis colectiva que ponga en cuestión los fundamentos de las relaciones sociales existentes. Aunque conciba de manera conflictual (lo que no es el caso en el joven Engels o en la sociología dominante), lo ‘social’ tiende a dejar de lado la política, y, de un mismo golpe, la historia. Es por esto que, cuando los colegas de Bourdieu como Pialoux y Beaud analizan, lo cual es excepcional y, hay que reconocerlos, la realidad de una fábrica[2], incluyendo su dimensión histórica, de las luchas etc., ellos hablan de la ‘condición’ obrera, razonan en términos del análisis de un grupo determinado, constituido, como el caso del ‘grupo obrero’ (de tal fábrica, donde bien podría  tratarse de otro grupo, obrero o no), y no en términos de clases, o mucho menos de lucha de clases a través de la cual los grupos y las relaciones sociales que los definen se constituyen y se transforman.

-Tu libro es desde un punto de vista teórico muy riguroso. Su enfoque dialéctico de la articulación entre la acción política y las condiciones materiales, incluyendo la presencia y las posiciones de las organizaciones obreras, aparece en el centro. Al mismo tiempo son esos conceptos a veces difíciles para la comprehensión. ¿Cómo se puede comprender hoy el rol de los ‘intelectuales’, su lazo con una organización revolucionaria, y más en general con la clase obrera?

Me parece que tu pregunta parte de un presupuesto, que es que los ‘intelectuales’ son de una cierta forma los profesionales del concepto, o de la ideología (sin connotación peyorativa alguna en la ocurrencia). Pues bien, no se trata aquí de una capa particular de intelectuales, que Gramsci designaba como ‘intelectuales tradicionales’. En tanto que universitario, profesor de filosofía y autor de obras relativamente especializadas, ciertamente yo soy uno. Pero para retomar a Gramsci, cuyo análisis es el punto de partida obligado de toda reflexión marxista (incluso de toda reflexión seria) sobre la cuestión de los intelectuales, la elaboración de la teoría revolucionaria es un asunto colectivo. Ella es, más exactamente, la tarea de un ‘intelectual colectivo’, que no es otro que la organización política revolucionaria. Este colectivo se comprende él mismo, como un todo diferenciado, en el cual se integran tanto los ‘intelectuales tradicionales’ como aquellos que Gramsci consideraba como los ‘intelectuales orgánicos’ hablando propiamente de los grupos sociales dominados, a saber, los militantes, o más exactamente los cuadros (políticos, sindicales, culturales etc.) que permiten concretamente afirmar la autonomía y la capacidad dirigente del grupo en cuestión.

El verdadero quiebre que instaura, según Gramsci,el advenimiento del marxismo en tanto que forma híbrida teórico-práctica es,entonces, doble: este refiera a la vez al ‘pasaje’ de los ‘intelectuales tradicionales’, y mismo de los que Gramsci califica de “grandes ideólogos”, de portadores de una concepción del mundo radicalmente nueva como Marx y Engels, en la órbita del movimiento obrero y a la aparición de un tipo nuevo, inédito, de intelectual, el militante del partido o del sindicato, el periodista de la prensa obrera, el militante permanente de la organización, y , naturalmente, el dirigente político. En ese sentido, es sabido, Lenin ocupaba para Gramsci una posición de preeminencia, pensándolo con relación a Marx y Engels, ya que en tanto que dirigente de la primera revolución socialista victoriosa, él encarnaba una forma realizada, plenamente efectiva y viviente, de la articulación de la teoría y de la práctica.

En el seno, entonces,  del »intelectual colectivo», el cual no identifico con la organización de la cual soy parte, la LCR, ya que este comprende para mi al conjunto de las organizaciones que, aun de manera limitada y contradictoria, hacen posible la autonomía de los grupos dominados en la sociedad actual (incluyendo, naturalmente, a la LCR, que no está ella misma exenta de contradicciones y limitaciones), en el seno por lo tanto de ese colectivo, la tarea del intelectual tradicional se plantea para mí de forma muy ‘clásica’. Lo que no quiere decir ‘simple’, ya que ella consiste, de una parte, en hacer su trabajo específico, a saber, dar la batalla ideológica (sobretodo contra las formas más sistematizadas y sofisticadas de la ideología dominante) yen el plano de la teoría, producir artículos relativamente especializados y no accesibles de hecho a un gran parte de los militantes. De otra parte, ella implica procurar que ese trabajo especializado se comunique y circule en el seno del colectivo en cuestión, a través, por supuesto de las necesarias mediaciones, y que, recíprocamente, la experiencia que los otros militantes aporten le sirva a su vez. Es conveniente, sin embargo, estar atentos, los dos aspectos implican una cierta tensión. No siempre es fácil establecer este intercambio de doble vía, los efectos de la división del trabajo de la sociedad capitalista son muy reales. Los militantes desconfían a menudo de los ‘intelectuales tradicionales’ (estos tienen generalmente razón, pero ese rechazo tiene igualmente un precio) y estos últimos encuentran una gran dificultad para superar los límites de su trabajo especializado, ya que esto implica también un cuestionamiento de ellos mismos, de su posición en el seno de los relaciones sociales (con todo lo que esta comporta en términos de ‘habitus’ y de prácticas adquiridas, sobre ese punto también Bourdieu puede resultar útil).

La función de la organización es justamente la de hacer frente permanentemente a esta tensión, contribuyendo a ese trabajo de elaboración del ‘intelectual colectivo’ por medio de su prensa, de sus publicaciones, de sus actividades de formación, y básicamente por el debate político que se desarrolle. La experiencia histórica nos indica que hay allí un problema esencial para el movimiento obrero. En los partidos comunistas, por ejemplo, de los cuales yo mismo salí (yo milité previamente en el PC griego eurocomunista y en el PCF), los ‘intelectuales tradicionales’ eran a la vez valorados (se sabía que ‘eran importantes’, los más conocidos aportaban al ‘Partido’ confianza, prestigio y legitimidad cultural), ellos tenían su lugar de expresión y de trabajo proprios (a menudo de excelente calidad: como revistas, institutos de investigación, editoriales etc.). Pero, al mismo tiempo, se desconfiaba, se sabía que ellos disponían de recursos que podían poner en cuestión las posiciones de la dirección. Sobre todo, se cuidaba de aislarlos de los militantes y de los cuadros obreros, del núcleo de los ‘intelectuales orgánicos’ de la organización. Ellos debían permanecer en su gueto ‘para intelectuales’ y respetar ciertos límites en su trabajo específico, esos que dejaban intacta la ‘línea’ defendida por la dirección. Es con toda esta herencia que debemos romper, y esta no es una tarea sencilla porque esto está profundamente enraizado en el movimiento obrero.

-Personalmente, descubrí las ideas de un amigo y camarada de Marx, el poeta alemán Heine, exiliado en París en los años 1840, a través de tu libro. Pareces decir que de alguna forma Heine se adelanta a Marx en su apreciación del hombre político revolucionario. ¿Porqué, a veces, los artistas pueden anticiparse a la política?

Porque ellos están ‘en’ el lenguaje, en el lenguaje lisa y llanamente para los poetas o los escritores, o en lo que es específico para su práctica artística como lo es para los pintores, los músicos, etc. Y en su relación con el lenguaje, está de una cierta forma, la totalidad de su relación con el mundo, con la sociedad y con su época que es donde se juega y encuentra su expresión, su verdad. Sartre decía que una literatura que no se ligaba con esa exigencia de totalidad “no valía ni un poco la pena”. Él precisaba inmediatamente que ella está inmersa en una relación con el lenguaje, por la elaboración de una forma específica.

Heine encarna en el más amplio sentido esta exigencia de totalidad, precisamente porque él es el inventor de una nueva forma poética e intelectual que buscaba abrazar la totalidad de su época entrelazándose con las contradicciones y llevándolas hasta el final, por medio del lenguaje. Heine es así el inventor de una poesía integralmente ‘dialéctica’, que no acepta convocar las formas legadas por la tradición (particularmente las del romanticismo, que domina el horizonte de la época) a las que, para subvertirlas desde el interior, les conferirá entonces una significación nueva, cargada de ironía y de autocrítica, abiertamente sarcástica, satírica o polémica. A menudo esta violencia es interiorizada, en este caso al aspecto oscuro domina y la experiencia del poeta da cuenta del ‘trabajo de lo negativo’, pero esta no descansa jamás en la melancolía, y termina siempre por retornar en un punto hacia el exterior, y se transforma así en crítica. Ella logra así contar el conflicto de la época, indisociablemente individual y colectivo, desde el registro más ‘totalizante’, ese de la intervención en las grandes batallas de su tiempo (cf. su célebre ciclo poético Alemania, cuento de invierno, escrito al momento de su encuentro con Marx) mucho más subjetivo, o íntimo. Heine expresa así, en poemas de apariencia anodina, la imposibilidad del amor romántico, de su mentira intrínseca, y, entre otros tantos, que han causado escándalo (mismo entre los cercanos) como la aparición de una experiencia inédita, en el anonimato de la gran ciudad, donde deseo amoroso y sexualidad están irremediablemente disociados, labrados en secreto por la violencia de las relaciones sociales.

Alumno de Hegel en la universidad de Berlín, habiendo conocido a Goethe, amigo de Marx, Heine es un intelectual comprometido, revolucionario en el sentido radical de ese término. Su poesía y sus ensayos filosóficos, sobre los cuales más particularmente me detuve en tanto ellos contienen la primera lectura revolucionaria de Hegel y de la filosofía clásica alemana comunicando perfectamente, podemos decir que se trata de dos modalidades de un mismo pensamiento. Su impacto será inmenso para la generación de Marx.

Testimonio del gran quiebre de su siglo, el aplastamiento de la esperanza emancipatoria de 1848, (hay un paralelismo impresionante entre su selección poética Romancero y el “Dieciocho Brumario” de Marx), Heine nos refleja, con las armas que le son propias (Marx tendrá las suyas, más refinadas sin dudas, pero más analíticas, dotadas de la fuerza de las abstracciones conceptuales) el contenido de la verdad, la significación universal. Con él inicia una tradición que continuará, notablemente en la tradición alemana, con Kurt Tucholsky y, sobre todo, con Bertolt Brecht, gran dialéctico, poeta, escritor y pensador marxista cuya importancia propiamente teórica es a menudo subestimada. La significación del encuentro de Heine con Marx, en París, en 1844, es para mí absolutamente ‘trascendental’, como dicen los filósofos, en el sentido en que éste inaugura una nueva época, en la cual la promesa persiste y nos ronda puesto que ella sigue inconclusa.

Entrevista realizada por Nick Barrett.


Notas

[1] Cf. eltítuloelocuente de la obra colectiva que él dirigióy que inaugura sufase más «comprometida»: “La misère du monde” (La miseria del mundo), Seuil, 1993

[2] S. Beaud, M. Pialoux, “Retour sur la conditionouvrière”, (Vuelta sobre la condición de la clase obrera), Fayard, 1999.

[1]Expresión que refierea quienestomaron parteen la revolución de 1848.

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