El capitalismo mexicano, la independencia, el campesinado y la tierra

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  • El 10 de abril de 1919 caía en una emboscada el revolucionario campesino Emiliano Zapata, líder de la Revolución Mexicana.

Víctor Artavia

Introducción

El estallido de la revolución mexicana en noviembre de 1910 representó un punto de ruptura en la historia contemporánea de América latina. Lo que inicialmente se perfilaba como una disputa entre facciones de la burguesía por el control del Estado, se transformó en una revolución campesina que amenazó con destruir la continuidad del capitalismo mexicano.

La toma de las tropas rebeldes de Villa y Zapata del Palacio Nacional, principal espacio y símbolo del poder de la burguesía mexicana, es la más clara expresión de la profundidad que alcanzó este proceso revolucionario: dos campesinos iletrados y primitivos ante los ojos de la “cultura burguesa”, que representaban lo más “bajo” en la aristocrática sociedad mexicana, expulsaron a la burguesía terrateniente del poder nacional, expropiaron a los hacendados porfiristas y literalmente le pasaron por encima al ejército profesional de la burguesía. A partir de este momento, México no volvería a ser el mismo país.

A pesar de la derrota posterior de los ejércitos campesinos y de la revolución por la cual lucharon durante una década, su hazaña es un referente obligatorio para los futuros combates de la clase obrera y el campesinado mexicanos. Por este motivo, resulta indispensable rescatar la herencia política de la revolución, en especial identificar los grandes aciertos y limitaciones que tuvo la dirección campesina durante su enfrentamiento con la burguesía.

Lo anterior nos plantea la necesidad de realizar una interpretación histórico-política de la revolución, que por un lado desmitifique la versión de rebelión popular que ha construido la burguesía mexicana, en la cual “desaparecen” las contradicciones de clase entre el campesinado y la burguesía; pero que también supere la versión estalinista, que en función de su concepción etapista de la revolución -y por extensión de los procesos históricos- se esmera en caracterizarla como una revolución burguesa más.

Para esto nos apoyaremos esencialmente en La revolución interrumpida de Adolfo Gilly, trabajo que hasta el día de hoy es un referente obligatorio para cualquier esfuerzo por realizar una interpretación marxista de la revolución mexicana. A pesar de esto, también aprovecharemos la oportunidad para debatir con algunas de las principales conclusiones políticas de este autor, las cuales se distancian del marxismo revolucionario y representan una capitulación a sectores de la burguesía “revolucionaria”.

El desarrollo desigual y combinado y la posesión de la tierra en México

Desde tiempos coloniales, México se caracterizó por presentar un alto grado de contradicciones sociales. El desarrollo desigual y combinado de la explotación por objetivos capitalistas de las colonias americanas, implicó la utilización de relaciones sociales precapitalistas para garantizar la extracción efectiva de los recursos naturales de los territorios conquistados.

Para el caso de México, una de las principales manifestaciones de este proceso fue la pronunciada concentración de la tierra en las haciendas, lo cual se constituiría en la contradicción social fundamental del país hasta inicios del siglo XX.

Las haciendas funcionaban bajo una lógica “expansionista”, que consistía en acrecentar sus territorios a través de la invasión de las pequeñas granjas y tierras comunales de los pueblos de indios1 (los llamados ejidos). De esta forma garantizaban su éxito comercial por medio de la supresión de la competencia y por la “conquista” de un mayor espacio comercial.

Dicho mecanismo les permitía a las haciendas el acceso a mano de obra constante, puesto que los campesinos –que habían perdido sus tierras o buena parte de éstas– no tenían más opción que vender su fuerza de trabajo al único “patrón” existente en cientos de kilómetros a la redonda: ”…las haciendas de los criollos y de la Iglesia invadían las pequeñas granjas para eliminar la competencia y buscar un abastecimiento de mano de obra dependiente… Los terratenientes tenían a los campesinos a su merced, tanto en su calidad de consumidores como en la de trabajadores”. (Lynch, 1997: 294)

Este expansionismo transformó a las haciendas en un microcosmos de la sociedad colonial mexicana, las cuales subsumieron a miles de pueblos indígenas y los sometieron a las órdenes que se emanaban desde la “casa grande” del señor terrateniente. En gran medida, este funcionamiento convertía a la hacienda en una especie de pequeño estado dentro del gran Estado, en el cual el terrateniente garantizaba sus intereses particulares y la reproducción del orden colonial a la vez.

Esta tesis la expone claramente el antropólogo Eric Wolf en su libro Las luchas campesinas del siglo XX, donde explica que ”La finalidad de la hacienda era comercial: producir, en vista a una ganancia, productos agrícolas o pecuarios que se pudieran vender en los cercanos campamentos mineros y en los pueblos; a la vez, las haciendas pronto se convirtieron en mundos sociales separados que aseguraban la posición y aspiraciones sociales de sus propietarios. Con frecuencia se pagaba a los trabajadores en especie, ya fuera en fichas que podían cambiarse en la tienda de la hacienda, o mediante el uso de parcelas que se les permitía cultivar para su propia subsistencia (…). Vista desde la perspectiva del orden social mayor, cada hacienda constituía un Estado dentro del Estado…”. (Wolf, 1972: 16-17)

Finalizada la colonia española y con el desarrollo del capitalismo mexicano, esta contradicción se agudizaría notablemente, en particular por la implementación de las reformas liberales de Benito Juárez en la segunda mitad del siglo XIX –las llamadas leyes de Reforma–.

El objetivo esencial de la burguesía liberal era ordenar el desarrollo del capitalismo mexicano, para lo cual consideraban necesario propiciar la creación de una amplia capa de pequeños propietarios agrarios. Pero como sucedió con la mayoría de las revoluciones burguesas, el “romanticismo político” inicial nada pudo hacer ante la fuerza del capital. Así, las aspiraciones de Juárez y los liberales por fomentar la creación de una sólida pequeñoburguesía rural no pasaron de ser una simple utopía, puesto que todas sus medidas estuvieron orientadas a preparar las condiciones para el desarrollo del mercado capitalista de la tierra en México.

Un claro ejemplo de esto se obtiene al analizar las consecuencias que trajo la ley de desamortización de 1856. La intencionalidad de la misma era arrebatarle la mayor parte de las tierras a la Iglesia Católica –que era la principal propietaria del país– y suprimir las tierras comunales, para luego entregárselas en calidad de títulos individuales a los campesinos y superar así el pasado “feudal” del país.

Pero al contrario de las pretensiones liberales, esta medida sólo terminó por favorecer el desarrollo del latifundio, puesto que con el paso de los años los pequeños campesinos no pudieron hacerle frente al poderío de los terratenientes y se vieron en la necesidad de vender sus tierras al “mejor postor”: ”Pero el resultado de las leyes de Reforma no fue el surgimiento de una nueva clase de pequeños agricultores propietarios, que no puede ser creado por ley, sino una nueva concentración latifundista de la propiedad agraria (…). Las tierras de las comunidades agrarias indias fueron fraccionadas en los años siguientes en aplicación de esas leyes, se dividieron en pequeñas parcelas adjudicadas a cada campesino indio que no tardaron en ser adquiridas a precios irrisorios, o arrebatadas directamente por los grandes latifundistas vecinos. (Gilly, 1971: 9)

Este proceso de concentración de la tierra continuaría durante todo el mandato de Benito Juárez y se profundizaría aún más durante el régimen de Porfirio Díaz, quien llevó a un nivel superior el ataque terrateniente contra el campesinado. Díaz implementó las leyes de colonización, las cuales sirvieron de fachada legal a la oligarquía terrateniente para que “deslindara los territorios baldíos”, lo que en realidad significó el despojo violento de las tierras campesinas: ”Hacia 1889 se habían deslindado 32 millones de hectáreas. Veintinueve compañías habían obtenido posesión de más de 27,5 millones de hectáreas, o sea el 14% de la superficie total de la República. Entre 1889 y 1894 se enajenó un 6% adicional de la superficie total (…); los agricultores que no enseñaban un claro título de propiedad sobre sus tierras eran tratados como colonos ilegales y se les desposeía. Lo que había empezado como una campaña para crear una activa clase media rural compuesta por pequeños granjeros terminó en una victoria triunfante de la oligarquía terrateniente.” (Wolf, 1972: 34)

Este despojo violento y masivo perpetrado por el Estado y los terratenientes mexicanos –que cumplió con todos los requisitos para ser catalogado como una guerra colonial a mediana escala– estuvo motivado por dos objetivos fundamentales. El primero consistía en satisfacer los intereses particulares de cada hacendado por medio de la extensión de su fortuna personal. El segundo –y quizás más importante– en destruir las tierras comunales que obstaculizaban la disponibilidad de mano de obra barata para las industrias capitalistas.

Por todo esto, resultan acertadas las palabras de Adolfo Gilly cuando asegura que el desarrollo del capitalismo mexicano se produjo ”goteando, de arriba para abajo, sangre e inmundicia por todos sus poros.” (Gilly, 1971: 14)

 

El campesinado mexicano y las revoluciones burguesas

Debido a esta fuerte concentración de la tierra en diferentes momentos de su historia el campesinado mexicano sostuvo agudos y significativos enfrentamientos con la oligarquía terrateniente por el derecho a la tierra. En particular tenemos que destacar su papel protagónico en la guerra de independencia de 1810 y en la Reforma de Benito Juárez en la segunda mitad del siglo XIX. En ambos casos el motor fundamental de su participación fue la lucha por la reforma agraria, y de igual manera, en ambas ocasiones sus aspiraciones se vieron frustradas por la burguesía mexicana, la cual se mostró incapaz de resolver las reivindicaciones democráticas fundamentales de las masas campesinas.

Esto es de suma importancia para el análisis de la revolución de 1910, debido a que la histórica frustración de las reivindicaciones más sentidas por parte del campesinado tendría mucho peso en la conformación del agrarismo radical de Emiliano Zapata.

Otro aspecto no menos importante –y profundamente ligado a lo anterior–, es que estas luchas le facilitaron al campesinado mexicano un aprendizaje político único e invaluable, educándole en las “artes” de la guerra campesina, en la desconfianza de clase y en la conformación de sus propios organismos políticos. De hecho, es claro cómo muchos de los espacios y sujetos políticos que tendrán un papel preponderante en la revolución de 1910, estuvieron presentes –de manera muy inmadura e inconsciente– en estas luchas campesinas del siglo XIX.

1810: estalla la revolución campesina e independentista

Si se analizan las guerras de independencia latinoamericana se puede extraer una conclusión general: todas fueron revoluciones políticas, que consiguieron la independencia de los virreinatos ante la metrópoli imperial, sin que esto significara la destrucción de la estructura social colonial. O dicho de otra manera, las guerras de independencia hispanoamericanas no fueron revoluciones sociales2; tan sólo se limitaron a trastocar el régimen político colonial, pero garantizando la continuidad de las desigualdades socioeconómicas que el mismo generaba.

De entrada esto presenta una profunda contradicción, puesto que los indígenas y las llamadas castas fueron quienes mayoritariamente engrosaron las filas de los ejércitos rebeldes en aras de destruir la sociedad colonial en toda su extensión. Pero esta participación por la base no tuvo un correlato por las alturas, debido a que los ejércitos libertadores estuvieron comandados militar y políticamente por miembros de la élite criolla, cuyos ideales independentistas estaban circunscritos a sus intereses de clase, en particular su rechazo al control económico que ejercía la Corona sobre las colonias3.

El caso de México, aunque en su desenlace final no rompe la lógica arriba planteada, durante su desarrollo tuvo una significativa particularidad: la independencia inició como una revolución social desde abajo, que apuntada directamente a destruir la estructura social colonial, en particular la fuerte concentración de la tierra anteriormente descrita. Así, el campesinado mexicano trató de asumir desde tiempos coloniales las dos tareas democráticas fundamentales de su época, la reforma agraria y la independencia nacional.

La fase de la guerra de independencia mexicana desde abajo tuvo como punto de arranque el 16 de setiembre de 1810, cuando el cura Hidalgo lanzó el famoso Grito de Dolores en el cual incitaba a las masas a la rebelión contra los españoles. Desde un inicio se caracterizó por ser un movimiento de masas explosivo y cuyo norte era suprimir las desigualdades políticas y económicas de la sociedad colonial. Esto se aprecia claramente en el programa político que impulsó Hidalgo: ”El movimiento de Hidalgo fue esencialmente un movimiento de masas y luchó por una revolución profunda. Mantuvo la fidelidad de sus seguidores, ampliando constantemente el contenido social de su programa. Abolió el tributo indio, emblema de un pueblo oprimido. Abolió también la esclavitud bajo pena de muerte (…). La prueba real de las intenciones de Hidalgo sería la reforma agraria. Este problema también lo enfrentó, ordenando la devolución de las tierras que en derecho pertenecían a las comunidades indias.” (Lynch, 1997: 305-306) Una visión similar nos brinda Wolf, para quien ”(…) la insurrección no fue sólo una reacción contra el control de la metrópoli y un despliegue de poder militar, sino que fue también ’una revolución agraria lavada’”. (Wolf, 1972: 23)

A tan sólo un mes de haber iniciado la rebelión, Hidalgo contaba con un ejército de sesenta mil personas4, todas provenientes de los estratos populares (indios, castas, obreros mineros y trabajadores urbanos) e inicialmente armados con arcos y flechas. Su composición social era representativa de su programa campesino y popular, el cual sintetizaba las principales reivindicaciones de las masas. Pero más importante aún, esta rebelión popular fue el primer gran ensayo revolucionario del campesinado mexicano, y por esto mismo tuvo un peso fundamental en cuanto a la constitución de su carácter político. Esto lo decimos por dos motivos.

En primer lugar, porque la rebelión de Hidalgo marcó el comienzo de una faceta sociopolítica que tendría el campesinado mexicano desde este momento y que se repetiría claramente en la revolución de 1910: su capacidad de irrupción masiva en los procesos políticos del país. Un segundo motivo consiste en que el programa campesino de Hidalgo fue un primer esbozo de radicalismo agrario, y por lo mismo es un antecesor político directo del Plan de Ayala levantado por los ejércitos zapatistas en 1911 –al cual nos referiremos posteriormente–.

Ante la rebelión campesina y popular, la élite criolla –inclusive la que se proclamaba antiespañola– no dudó en anteponer sus intereses de clase a sus “aspiraciones independentistas”. De esta manera, la rebelión de Hidalgo se enfrentó contra los ejércitos españoles y criollos, lo que terminaría con la captura y ejecución del cura rebelde en 1811.

Tras la muerte de Hidalgo, la lucha independentista fue liderada por José María Morelos, quien también levantó las banderas del agrarismo radical y la destrucción del orden colonial. Esto significaría la continuidad de la independencia desde abajo, lo que denotaría que el agrarismo radical del campesinado mexicano no era algo efímero, sino que representaba sus aspiraciones sociales más profundas: ”La revolución estaba justificada, según Morelos, porque los odiados españoles eran enemigos de la humanidad, durante tres siglos habían esclavizado a su población nativa, sofocando el desarrollo nacional (…). Morelos decretó también la abolición del tributo indio y de la esclavitud (…); propuso la absoluta igualdad social a través de la abolición de las distinciones de raza y de casta. También proclamó que las tierras debían ser para los que las trabajaran, y que los campesinos deberían recibir unas rentas por estas tierras.”(Lynch, 1997: 309-310)

Morelos fue apresado por las tropas realistas y criollas en 1815, para luego ser condenado a muerte por herejía y traición. De esta forma se cerró el ciclo de la revolución independentista desde abajo, lo que implicó un fuerte retroceso en las aspiraciones de reforma social del campesinado mexicano.

A partir de este momento las contradicciones políticas se trasladaron a las alturas, entre criollos y realistas, quienes se disputaban las cuotas de poder en el país. Posteriormente con las políticas liberales impulsadas desde España, que afectaban los intereses políticos y económicos de la Iglesia y los criollos, se desató la llamada “revolución conservadora” que finalizaría en setiembre de 1821 con la independencia de México.

Como era de esperar, esta “independencia desde arriba” tuvo como corolario la continuidad de los intereses sociales de los criollos y la Iglesia. Éstos no hicieron absolutamente nada encaminado a resolver la cuestión de la tenencia de la tierra, puesto que eso implicaba atentar contra sus propios intereses de clase. Más allá de que se proclamó el fin de las castas y la esclavitud, estas concesiones formales sólo tuvieron como objetivo distender la potencial confrontación social para así mantener intacta la estructura económica heredada por la colonia.

El balance final del proceso independentista mexicano fue que la contradicción entre las haciendas y el campesinado se trasladó de forma íntegra al México poscolonial. Pero de igual manera lo hicieron las reivindicaciones por la reforma agraria. Esto lo sintetiza Wolf de la siguiente manera: ”Todas las ideas proclamadas por el movimiento de independencia habrían de volver a presentarse periódicamente en el siglo XIX.” (Wolf, 1972: 26)

Las leyes de Reforma y el desarrollo del capitalismo mexicano

En la segunda mitad del siglo XIX México entró en su etapa liberal, encabezada por Benito Juárez, la cual tuvo como objetivo central garantizar el ordenamiento del desarrollo capitalista del país5. Para hacer efectivo esto, los liberales tuvieron que enfrentarse directamente con la Iglesia Católica y la burguesía conservadora, quienes no compartían la política de redistribución de tierras que levantaban Juárez y su facción.

Esto abrió un período de guerra civil que se prolongó hasta 1867 y se combinó con la resistencia nacional ante la invasión francesa (1862-1867), la cual llegó en apoyo de los conservadores y estableció un emperalato satélite con el nombramiento de Maximiliano de Habsburgo.

En este contexto, la facción liberal se apoyó en el campesinado para llevar adelante su programa burgués –sintetizado en las leyes de Reforma–. Esto lo explica Gilly, cuando señala que ”Como en toda lucha de su período de ascenso, la apenas naciente burguesía mexicana tuvo que recurrir al apoyo de las masas y a los métodos jacobinos para barrer las instituciones y estructuras heredadas de la Colonia que impedían su desarrollo (…) La tendencia pequeñoburguesa de Juárez, en la lucha contra el clero, los terratenientes y la invasión francesa, se apoyó en una guerra de masas…”. (Gilly, 1971: 8-9)

Tras varios años de enfrentamientos las tropas comandadas por Benito Juárez expulsaron a los invasores galos, lo cual fue una victoria contundente del pueblo mexicano en su lucha por la autodeterminación nacional. Pero lo más significativo del caso es que para ese entonces se comenzaron a hacer patentes las nocivas consecuencias que trajeron las leyes de Reforma para el campesinado –las cuales explicamos en el acápite anterior–.

Ante la incapacidad de Benito Juárez y los liberales para garantizar la reforma agraria se produjeron levantamientos campesinos por todo el país. Uno de los casos más representativos fue la rebelión acaudillada por Julio López en 1868, quien estaba influenciado por el socialismo utópico de Fourier. En su “Manifiesto a todos los oprimidos y los pobres de México y del universo” plantea que los problemas del campesinado no pueden disociarse de la lucha por el socialismo: ”Queremos el socialismo, que es la forma más perfecta de convivencia social; que es la filosofía de la verdad y de la justicia (…). Queremos destruir radicalmente el vicioso estado actual de explotación, que condena a unos a ser pobres y a otros a disfrutar de las riquezas y del bienestar (…). Queremos la tierra para sembrar en ella pacíficamente y recoger tranquilamente, quitando desde luego el sistema de explotación”. (Gilly, 1971: 13)

A pesar de que sería derrotado militarmente, lo significativo de este levantamiento es la evolución política que empezaba a denotarse en un sector del campesinado, que ante la incapacidad de la burguesía mexicana por garantizarle sus promesas de reforma agraria comenzó a distanciarse de ésta y a realizar acercamientos con corrientes políticas de corte socialista6. Esto presenta total concordancia con la situación política internacional, caracterizada para ese entonces por la pérdida de todo rasgo progresivo de la burguesía7, lo que en alguna medida da cuentas del efímero “romance” entre el campesinado y los liberales mexicanos.

Este enfrentamiento político entre la burguesía y el campesinado se profundizó exponencialmente durante el régimen de Porfirio Díaz (1876-1910), el cual representó la consumación de la obra iniciada por Benito Juárez. Con el porfiriato se consolidó el desarrollo del capitalismo en México, particularmente con la entrada masiva de capitales extranjeros que fueron invertidos en el desarrollo de los principales sectores industriales del país.


1 La denominación de “pueblo de indios” resulta un tanto ambigua, puesto que como han demostrado las investigaciones en historia colonial, en éstos residían personas procedentes de las otras castas, como mestizos.

2 La excepción a la regla fue la independencia de Haití, puesto que la guerra independentista fue protagonizada y dirigida por los esclavos contra el orden colonial en su conjunto, incluyendo a los criollos esclavistas.

3 Es preciso recordar que las Reformas Borbónicas implementadas en la segunda mitad del siglo XVIII, son consideradas como una de las principales causas que generaron el resentimiento criollo hacia la Corona, puesto que implicaron un mayor control político-económico sobre los virreinatos. No en balde, estas reformas son consideradas como la “segunda conquista de América por los españoles”.

4 Para tener una real comprensión del apoyo que tuvo Hidalgo considérese lo siguiente: las fuerzas campesinas unificadas de Villa, Zapata y sectores del constitucionalismo en diciembre de 1914, llegaron a contar en su mejor momento con 60 mil hombres armados (Taibo II, 2006).

5 Para este momento el futuro de México como proyecto de nación estaba en suspenso. La burguesía mexicana se encontraba totalmente fragmentada sobre la forma en que debía organizarse la república, situación que impidió por décadas la conformación de un Estado sólido. Esto fue aprovechado por los Estados Unidos, que luego de apadrinar la “independencia” de Texas y su posterior anexión, se lanzó a una guerra contra México y literalmente se adueñó de un 51% de su territorio. Aunado a este peligro externo, la burguesía mexicana presenció la reactivación de las luchas campesinas por la tierra, lo cual generó que durante estos mismos años se desarrollaran importantes alzamientos contra el ataque de los terratenientes.

6 Esto fue percibido por la burguesía mexicana de la época, la cual utilizó sus medios de prensa para crear una campaña “anticomunista” contra el levantamiento campesino: “Julio López ha terminado su carrera en el patíbulo. Invocaba principios comunistas y era simplemente reo de delitos comunes. La destrucción de su gavilla afianza la seguridad de las propiedades en otros muchos distritos del Estado de México (…). Tiempo vendrá en que sea preciso ocuparse de la cuestión de la propiedad territorial; pero eso por medidas legislativas dictadas con estudio, con calma y serenidad, y no por medios violentos y revolucionarios.” (Gilly, 1971: 14)

7 Una clara muestra de ello es que tan sólo tres años después de la rebelión dirigida por Julio López tendría lugar la Comuna de París, primer intento de la clase obrera por hacerse del control del Estado.

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