Derecho al empleo o renta universal

Desde hace unos años, una serie de corrientes y de autores han hecho de la exigencia de un ingreso universal el fundamento ineludible de un proyecto de emancipación social.

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Desde hace unos años[1], una serie de corrientes y de autores han hecho de la exigencia de un ingreso universal el fundamento ineludible de un proyecto de emancipación social. Repitiendo por su cuenta las tesis sobre el final del trabajo, consideran que el pleno empleo está fuera de alcance. Pero esta teoría del final del trabajo no corresponde a la realidad y los proyectos de ingreso universal son, en el mejor de los casos, ambiguos. Un verdadero proyecto de transformación social debe basarse, por el contrario, en la afirmación del derecho al empleo, en una reducción masiva del tiempo de trabajo y en una extensión de la gratuidad de servicios para satisfacer necesidades sociales.

La productividad no es la causa del paro

Los progresos de la productividad serían tales que ya no habría trabajo para todo el mundo, y el ascenso del paro masivo parece bastar como demostración. Es sin embargo una idea falsa: desde hace 30 años se viene reduciendo la evolución de la productividad   por hora trabajada, mientras la tasa de paro aumenta.

Hay que razonar en el largo plazo. En una hora de trabajo se producía en 2008 un volumen de bienes y servicios 18 veces mayor que en 1890: los progresos de la productividad por hora trabajada han sido espectaculares. Lo cual no ha impedido sin embargo que los empleos aumenten en ese mismo período un 40%: de 18,3 millones en 1890 a 25,8 millones en 2008 [NT: todos los datos se refieren a Francia]. Esta progresión ha sido posible gracias a un descenso del tiempo de trabajo, que se ha reducido casi a la mitad, pasando de 2.949 horas al año en 1890 a 1526 en 2008. Trabajamos por tanto la mitad de tiempo que a finales del siglo XIX (gráfico 1).

Gráfico 1. Empleo y duración del trabajo. Francia 1900-2008

Fuentes:  Insee; Pierre Villa, Un siècle de données macroéconomiques, http://gesd.free.fr/villadoc/pdf

Si la duración del trabajo se hubiese mantenido igual desde 1890 el empleo (con el mismo crecimiento del PIB) sería hoy de tan sólo 12 millones, y la tasa de paro alcanzaría el 55% en lugar del 10%. Este escenario absurdo de economía-ficción permite constatar que las mejoras de productividad han repercutido a largo plazo en dos sentidos principales. El primero es el crecimiento del nivel de vida, ya que el PIB per capita ha aumentado un 1,9% anual entre 1890 y 2008, esto es, se ha multiplicado por 9,7. Pero este crecimiento es inferior a la mejora de la productividad por hora trabajada, lo que significa que esta última se ha destinado en gran parte a reducir el tiempo de trabajo y por tanto a crear empleos que han impedido que se disparase la tasa de paro.

Tras este cálculo están, por supuesto, las leyes de funcionamiento del sistema capitalista. Éste pretende explotar al máximo la fuerza de trabajo desarrollando las capacidades productivas de la economía, pero choca con las resistencias sociales y con sus propias contradicciones, porque necesita una fuerza de trabajo en condiciones de producir, así como mercados.

En todo caso, no hay relación directa entre productividad y desempleo, como se puede verificar de forma precisa en la evolución de los últimos sesenta años. Entre el final de la Segunda Guerra Mundial y la recesión generalizada de mediados de los años 1970, la productividad por hora trabajada creció en Francia a un ritmo del 5,3%. En ese período, la tasa de desempleo fluctuó en torno al 2%. Tras un corto período de transición, se entró en la fase neoliberal: la tasa de desempleo aumentó hasta el 10%, mientras el crecimiento de la productividad por hora trabajada se reducía de forma tendencial, quedando por debajo de la barrera del 2% anual. Se demuestra que el ascenso del paro masivo no puede explicarse por una aceleración de las mejoras de productividad (gráfico 2)

Gráfico 2. Desempleo y productividad. Francia 1950-2008

Fuente: Insee

¿Qué ocurre con el volumen de trabajo, o dicho de otra manera con el número total de horas trabajadas? Entre 1890 y 2008 ha descendido de 54,1 a 39,4 miles de millones de horas. Pero esta tendencia no es regular, y se pueden distinguir tres grandes fases a lo largo del último medio siglo: una ligera tendencia al alza entre 1950 y 1974, un brutal retroceso con la entrada en crisis (de 42 a 39 mil millones entre 1974 y 1983) y después pequeñas fluctuaciones, entre 35 y 40 mil millones de horas. Esto permite refutar el argumento de que las 35 horas habrían tenido un efecto “malthusiano”: al contrario, han permitido crear empleos sin recortar el volumen de trabajo, que había quedado muy erosionado por la entrada en crisis y el giro liberal que la siguió a comienzos de los años 1980

Este balance permite también clarificar las relaciones entre crecimiento y empleo. A corto plazo, el vínculo es evidente: hay creación de empleo en fase de recuperación, y destrucción (o menor creación) en fase de recesión. ¿Eso conduce a creación neta de empleo a medio plazo? No, porque la productividad por hora trabajada siempre ha aumentado, en términos medios, más rápidamente que el PIB (ver cuadro 1). A escala del siglo (1890-2008), la productividad horaria ha aumentado más rápido que el PIB (2,5% frente a 2,2%) y esta misma proporción se observa en todos los subperíodos, tanto en los “Treinta gloriosos” (1950-1975) como en la fase neoliberal (1980-2008).

El crecimiento siempre va acompañado a medio plazo de mejoras de productividad equivalentes, lo que quiere decir que el efecto del crecimiento “neto” (PIB – productividad horaria) sobre el empleo se acerca a cero, o incluso es negativo. Es por tanto la reducción del tiempo de trabajo lo que principalmente permite crear empleo de forma duradera: del orden del 0,7% en cada uno de los subperíodos[2].

Cuadro 1. Crecimiento, productividad y empleo. Francia, 1962-2004

Tasas de crecimiento anual
Antes     de    la     guerra: 1890-1939 Treinta gloriosos: 1950-1975 Neoliberalismo: 1980-2008
PIB 0,9 5,0 2,0
Productividad horaria 1,5 5,3 2,2
Volumen de trabajo -0,6 -0,3 -0,2
Duración del trabajo -0,7 -0,7 -0,7
Empleo 0,1 0,5 0,5

Lectura: el volumen de trabajo (número de horas trabajadas) varía por la diferencia entre el crecimiento del PIB y de la productividad horaria. Este volumen de trabajo se reparte entre creación de empleos y disminución de la duración del trabajo.

¿Actividad plena en vez de pleno empleo?

La tesis del final del trabajo conduce lógicamente a esta conclusión: si el pleno empleo está fuera de alcance, hay que sustituirlo por otra concepción de la sociedad. Este discurso viene desarrollándose desde hace ya tiempo; por ejemplo, en 1994 el CJD (Centro de Jóvenes Directivos) invitó a “preguntarse por el sentido del trabajo en la vida de los hombres, a repensar la relación del hombre con el trabajo y la visión que cada cual tiene sobre su lugar en la sociedad”[3]. Frente a la lógica del empleo asalariado, el CJD opone una “lógica de la actividad” que descansa en “la intuición de que no hay ninguna medida, ningún plan antiparo, que pueda permitir a las empresas asegurar la vuelta al pleno empleo en nuestra sociedad”. Se puede comprobar ya de entrada que esta postura exime a las empresas de la función de ofrecer empleos.

Esta distinción entre empleo y actividad recupera la que había propuesto André Gorz entre “trabajo heterónomo” y “trabajo autónomo”[4]. La esfera de la heteronomia agrupa al “conjunto de actividades especializadas que los individuos tienen que realizar como funciones coordinadas desde el exterior por una organización preestablecida”, mientras la esfera de la autonomía es la de la libertad. Entre ambas, existe una frontera infranqueable que se refleja en una lapidaria fórmula de Gorz en su Adiós al proletariado[5]: “Al contrario de lo que pensaba Marx, es imposible que el individuo coincida totalmente con su ser social”. Dicho de otra manera, la emancipación del trabajo en el trabajo es una utopía. Este fatalismo se encuentra también en Dominique Méda[6], para quien “el trabajo no puede ser un lugar de autonomía, porque esta racionalidad se construye en torno a la valorización del capital y no del hombre”.

La doble naturaleza del trabajo se transforma así en una separación absoluta entre el trabajo y el no trabajo. El trabajo asalariado es desde luego una relación de explotación, de dominación y de alienación y algunas de sus formas, incluso las más “modernas”, lindan con la esclavitud. Pero es al mismo tiempo un modo de reconocimiento social y un espacio de realización. Estas dos facetas están desigualmente presentes en las situaciones concretas, aunque nunca falta ninguna de ellas, por lo que no se las puede considerar estrictamente por separado. En Sufrimiento en Francia, Christophe Dejours va más allá, trazando un paralelismo entre la organización capitalista del trabajo y la de un campo de concentración[7]. Pero muestra también que una gran parte del sufrimiento en el trabajo no proviene tanto de la propia situación de dependencia como de la frustración respecto a la aspiración profunda a encontrar placer y dignidad en su trabajo. Otros estudios sociológicos hablan de la “implicación paradójica” de los asalariados que no sólo se mueven por el “palo” (sanciones de todo tipo, amenaza de paro) sino también por la “zanahoria” del reconocimiento por sus iguales y de la satisfacción por el “trabajo bien hecho”.

La pérdida del empleo y el alejamiento creciente con respecto al trabajo conducen a un sentimiento de inutilidad social para quienes forman parte de lo que Robert Castell denomina los “supernumerarios” [8]. Sólo una franja dispone de la fuerza necesaria para utilizar esta situación para poder realizarse de otra manera. Pero la mayoría de los parados aspira a volver a encontrar un empleo, y una buena parte de ellos está dispuesta a trabajar incluso en los muy precarios y que no siempre procuran una renta mayor que los subsidios que puedan reclamar. En fin, el desarrollo ocupacional de las mujeres es otro síntoma de esta aspiración contradictoria. Ha continuado, pese al ascenso del paro y a pesar de las discriminaciones que encuentran en el trabajo. Cualquier visión unilateral es por tanto falsa, y hay que descartar tanto las alegorías del trabajo de cierta tradición marxista (en su versión estalinista) como los himnos a la liberación fuera del trabajo teorizados sobre todo por André Gorz.

Si las dos caras del trabajo están indisolublemente unidas, no puede haber emancipación social sin liberación en el trabajo. Pero si se afirma que esta última es imposible, es lógico concluir que las relaciones sociales de mañana se están esbozando en la periferia del trabajo asalariado. Para la corriente inspirada por Negri, por ejemplo, los precarios, los parados e incluso los trabajadores intermitentes del mundo del espectáculo, son por naturaleza portadores de transformación social. Esta idea la anticipó hace mucho tiempo André Gorz, en su Adiós al proletariado, donde designaba a la “no-clase de los no-trabajadores” como “el sujeto potencial de la abolición del trabajo”. Gorz decía no comprender “cómo el conductor de un tren o el obrero de una refinería podrían no ser asalariados; cómo el producto de su trabajo podría tener una relación inmediata con su necesidad; cómo podrían considerar su instalación como su instrumento de trabajo; cómo, en lugar de sentirse pertenecientes a la refinería o al complejo siderúrgico, podrían considerar estas instalaciones como su propiedad”. Los individuos “exigentes y críticos” sólo pueden fundar una identidad social y realizarse personalmente fuera del trabajo. El fondo del pensamiento de Gorz descansa en un pesimismo de principio en cuanto a la posibilidad misma de “autogestionar el proceso social de producción en su conjunto”.

En cierto sentido, esto tiene su gracia, porque Gorz anunciaba también que “la economía ya no tiene necesidad –y cada vez la tendrá menos– del trabajo de todos y de todas”. Esta es también la tesis de algunos sociólogos, como Roger Sue, que calculaba que “el tiempo de trabajo para una jornada media en 1986, repartido entre la población mayor de 15 años, es de 2 horas 31 minutos (…). Estas cifras son por sí mismas una verdadera revolución”[9]. Pero este cálculo, por otra parte absurdo, no implica una pérdida de centralidad del trabajo. Los tiempos sociales no son sustituibles: la disminución del volumen del trabajo asalariado no significa que las relaciones sociales capitalistas se borren mecánicamente ante otras formas de relación social, liberadas del yugo salarial. Olvidar este aspecto fundamental permite convergencias contra natura, entre los críticos del trabajo y los nuevos planteamientos patronales. En un anexo al informe Minc, Pierre Guillen, entonces responsable de la UIMM [Union des industries et métiers de la métallurgie, patronal francesa de que agrupa a las industrias metalúrgicas], escribía que “El valor trabajo ya no sería el único digno de interés de nuestra sociedad”[10]. Desde 1982, Alain Minc[11] se alegraba de esta feliz coincidencia: “Concomitancia, afortunada casualidad o relación de causa a efecto: cuando el trabajo productivo clásico se vuelve escaso, ya no constituye un valor exclusivo. El trabajo languidece, cuando el valor trabajo vacila”.

En lógica con estos análisis, Gorz[12] esboza un modelo social basado en una desconexión entre renta y trabajo. El sector productivo sería planificado centralmente y constituiría “una esfera aparte, claramente circunscrita, en la que predominan conductas técnicas trivializadas, y fuera de la cual se extiende el espacio de la autonomía completa”. Pero ahí hay una contradicción: los poseedores de los medios de producción deben perder el control sobre las decisiones de producción, a la vez que se considera imposible la autogestión de los trabajadores de los “grandes sistemas”. ¿Quién es por tanto el agente de esta planificación? Según Gorz, “las asociaciones, las iglesias, las universidades, los clubs y los movimientos cuyo objetivo no es ejercer el poder de Estado sobre la sociedad, sino substraer a ésta del dominio de aquél, con el fin de ampliar el espacio de la autonomía y de la autodeterminación, que es también el de las relaciones éticas”.

Rizando el rizo, el escepticismo de Gorz desemboca en un proyecto impreciso. Transportes, vivienda, protección social, educación, defensa, derecho al trabajo, etc.: las decisiones fundamentales en todos estos ámbitos no pueden fragmentarse en una miríada de micro-decisiones de proximidad o de vecindad. Se quiera o no, estas decisiones son por su naturaleza socializadas, y los correspondientes procesos decisorios requieren un momento de centralización para sintetizar la deliberación democrática previa. No basta con remitirse a una impalpable dialéctica Estado-sociedad civil para responder a la cuestión esencial del modo de decisión y de gestión. Es la gran crítica que se puede dirigir a la visión dualista de Gorz: renunciar al control social de la esfera heterónoma equivale a aceptar que su lógica domina las condiciones de existencia en la esfera autónoma. No se puede elaborar un proyecto social coherente en base a postulados tan contradictorios: por un lado, se subraya la necesidad de una planificación central, por otro se dice que esta centralización es imposible, cuando no perniciosa.

¿Capitalismo cognitivo?

La corriente “negrista”[13] propone un análisis complementario de la evolución del trabajo. Denomina “capitalismo cognitivo” a la forma contemporánea del capitalismo, que habría sustituido al capitalismo mercantil y al capitalismo industrial[14]. Esta nueva fase correspondería a la revolución de las “nuevas tecnologías de la información y de la comunicación” que transformarían radicalmente el trabajo y el conjunto del sistema económico y social. Se caracterizaría en particular, según Claudio Vercellone, por “una nueva figura hegemónica del trabajo, con un carácter cada vez más intelectual e inmaterial”[15].

Estas transformaciones técnicas desde luego existen, pero no conducen a un ascenso potencial del modelo cognitivo que baste para suplantar al cabo de un tiempo al actual modelo dominante. Hace ya mucho que se viene discutiendo sobre un nuevo modelo de trabajo, bautizado en su momento como “toyotismo”: se hablaba entonces de la polivalencia y la implicación de los trabajadores como nuevas fuentes de productividad y de calidad. La realidad es completamente diferente: nunca han sido tan penosas las exigencias que sufren los trabajadores, y las nuevas tecnologías son utilizadas para ejercer un control cada vez más estrecho e individualizado. El postulado esencial de Vercellone, según el cual estaríamos asistiendo a una “disolución de las lineas de división entre capital y trabajo homogéneo o entre cualificados y no cualificados”, no tiene ningún fundamento empírico.

El capitalismo contemporáneo se caracteriza en realidad por una dualidad en la dinámica del empleo. Los efectivos laborales crecen por los dos extremos: por un lado, aumentan los efectivos de “trabajadores cognitivos”, si bien la gran masa de puestos de trabajo creados se encuentra en empleos poco cualificados del comercio y de los servicios a personas. Esta estructura es muy clara en los Estados Unidos, que debería ser la tierra elegida de este nuevo capitalismo. El estudio concreto del capitalismo contemporáneo muestra con claridad que es indisociablemente neo-tayloriano y “cognitivo”[16]. A escala mundial domina la figura del explotado clásico, y en los países avanzados la movilización por el capital del conocimiento de los asalariados va acompañada de una vuelta a las formas más clásicas de explotación, con intensificación del trabajo e incluso prolongación de su duración.

La tesis del capitalismo cognitivo va aún más lejos, anunciando la muerte de la teoría del valor, que debería ser sustituida por una teoría del “valor saber” porque, como escribe Negri, “hoy día el trabajador ya no tiene necesidad de instrumentos de trabajo (esto es, capital fijo) que el capital ponga a su disposición. El capital fijo más importante, el que determina las diferencias de productividad, se encuentra ahora en el cerebro de las personas que trabajan: es la máquina herramienta que cada uno de nosotros lleva consigo. Esta es la novedad absolutamente esencial de la vida productiva actual”[17].

No llegamos a ver qué aporta esta tesis a la comprensión de la crisis actual. Debe ser rechazada en todo caso porque el “valor saber” simplemente no existe en el campo de las relaciones sociales capitalistas: el capitalismo integra el saber de los trabajadores en su potencia productiva, como siempre lo ha hecho; la ley del valor continúa operando, con una brutalidad y una extensión renovada “gracias” a la mercantilización mundializada; ésta es la base de una crisis sistémica sin precedente y no la apertura de una nueva fase. En fin, el ascenso de las rentas financieras se explica por un aumento de la explotación y una captación de plusvalía y no por el descubrimiento de una nueva manera de valorizar el capital; son dos cosas que nada tienen que ver y que sólo se pueden confundir cuando se abandona toda teoría del valor.

El balance de la corriente negrista es por tanto muy negativo[18]. En el plano teórico, sus elaboraciones han sido barridas por la crisis, ya que no proporcionan ninguna clave para su comprensión. El capitalismo contemporáneo es bastante clásico en su furia explotadora, y el conocimiento de los asalariados es tan sólo un medio entre otros para extraer plusvalía en su provecho. Para convencerse de este atolladero teórico, basta con leer la respuesta de Frédéric Lordon a una pregunta de Yann Moulier Boutang: “Creo entenderte que las finanzas serían el medio de abordar bifurcaciones deseables para el capitalismo, de financiar un capitalismo cognitivo (el de tus ideales, ya que el verdadero…) o un capitalismo verde. Por desgracia creo que das por ya realizada la promesa de los bancos americanos que pretenden que el mercado financiero es el único instrumento de financiación de la innovación (…). Pero pienso que históricamente, incluso a la vista de la historia más reciente, la tesis de que la financiación de la innovación radical está mejor asegurada con las formas americanas, es sencillamente falsa”[19].

En el plano práctico, esta corriente avanza tres reinvidicaciones que desempeñan la función de programa: ciudadanía global, ingreso mínimo universal y reapropiación de los medios de producción. Pero estas tres consignas oscilan, por usar la fórmula cruel de Slavoj Zizek, “entre la vacuidad formal y la radicalización imposible”[20]. Esta vacuidad queda reflejada en la reciente postura de Moulier Boutang, quien se limita a proponer, para domesticar a las finanzas de mercado, “una revisión teórica de la contabilidad de la actividad económica” y una aceleración del “giro federalista que se dispone a adoptar la Unión Europea”. Este entusiasta partidario del “sí” en el referéndum europeo parece no haberse enterado del giro hacia la austeridad. A nivel militante, este enfoque alimenta desde hace varios años una corriente dentro de los movimientos de parados y de precarios, que opone la lucha por el derecho al empleo, considerada como “obrerista”, a la correcta reivindicación de un ingreso universal.

El ingreso universal y cómo financiarlo

Las tesis sobre el final del trabajo conducen lógicamente a la idea de que la renta debe ser independiente del empleo. Como el trabajo es el que crea la riqueza que después se distribuye en forma de rentas, se plantea la cuestión de cómo articular el reparto de la renta y del trabajo social. Ahora bien, los defensores de un ingreso garantizado incondicional no responden a esta cuestión.

Si esta renta no tiene contrapartida alguna y su cuantía es decente, una fracción de la población lógicamente decidirá no trabajar, a no ser que se esté pensando en un grado de conciencia social que no puede ser más que un resultado deseable, pero que sería peligroso contemplar por anticipado.. Para convencer a una parte de los beneficiarios del ingreso garantizado de que trabajen, habría que ofrecerles una remuneración más elevada. Y en todo caso, hay que preguntarse cuál es el mecanismo social que permitirá designar a los que deban ocupar un status u otro. Quién decidirá: ¿los propietarios privados de capital, los colectivos de ciudadanos, una deliberación del conjunto de la sociedad? Si no se responde a estas cuestiones, se está admitiendo que es inevitable una sociedad dualista. Por un lado, los excluidos del trabajo que reciben una renta garantizada, por otro una capa de asalariados que disponen de un empleo y por ello mismo de una renta superior. En dicha sociedad, cualquier nuevo aumento de productividad tendría como efecto reducir aún más el número de empleos y agravar el dualismo.

En una sociedad del tiempo libre, por el contrario, los aumentos de productividad se destinarían de forma prioritaria a reducir tiempo de trabajo, según el principio “trabajar menos para trabajar todos” que es la base de una sociedad igualitaria. La reivindicación de un empleo para todos es la única base posible de un socialismo democrático asentado en un principio de intercambio generalizado entre la sociedad y el individuo: la aportación del individuo a la sociedad es la base de los derechos de que dispone.

Un debate similar se plantea con la reivindicación de un ingreso garantizado igual al salario mínimo. De partida se plantea esta objeción: si se tuviera la garantía de recibir el SMI sin trabajar, nadie aceptaría un empleo a cambio de esa remuneración. La única respuesta posible es que los empleadores se verían obligados entonces a ofrecer salarios más atractivos. Pero esto equivale a admitir que es inevitable un diferencial; es contradictorio reivindicar un ingreso garantizado igual al SMI si se piensa que ningún asalariado aceptaría en esas condiciones trabajar a cambio del SMI. La reivindicación lógica debería ser definir un nivel de salario mínimo sobre el cual indexar (por ejemplo, un 75%) el nivel de ingreso garantizado.

En cualquier caso habrá que explicar de dónde proviene este famoso ingreso garantizado, cómo se financia. Los partidarios del ingreso universal no pueden eludir esta cuestión escondiéndose en un vago utopismo, porque precisamente la cuantía de dicho ingreso es lo que diferencia a los proyectos neoliberales (una renta mínima como “colchón de seguridad”) de los proyectos verdaderamente alternativos. Si la cuantía del ingreso es lo suficientemente elevada para no ser considerada una simple limosna, habrá que explicar entonces cuál es el reparto de la renta nacional compatible con esta garantía de ingreso.

Se encuentran pocas respuestas a esta legítima cuestión, a excepción de los cálculos propuestos por René Passet[21] en La ilusión neoliberal, recogidos

después por Vercellone. La propuesta de Passet era que “cualquier francés de más de veinte años se beneficie de una prestación anual igual al umbral de pobreza, y que cualquier individuo de menos de veinte años de una renta igual a la mitad”. En esa época (año 2000) se cuantificaba la prestación en 500 euros al mes, lo que hoy, teniendo en cuenta la inflación, sería algo menos de 600 euros: ¡es poco! El montante total representaría, según Passet, alrededor de un cuarto del PIB. Para financiar esta suma proponía reciclar “los ahorros procedentes de la supresión de la parte del sistema de protección actual que se duplicaría al garantizar el nuevo ingreso; básicamente, en la clasificación francesa, las prestaciones por maternidad-familia, empleo, vejez, aunque no las de salud-enfermedad, que se mantendrían”. Esto permitiría cubrir unas tres cuartas partes del total, el resto se podría escalonar en el tiempo, redistribuyendo el nuevo valor creado por el crecimiento.

Hay distintas razones para criticar a fondo este proyecto. En primer lugar, la respuesta de “escalonar en el tiempo” echa por tierra la muralla china que se pretendía levantar entre la versión “subversiva” del ingreso garantizado y una versión neoliberal de 300 euros al mes. En ese caso, la prima de empleo1 podría considerarse un primer paso hacia un ingreso universal. Pero en realidad se trata de un dispositivo perverso que lleva a admitir el discurso patronal sobre el “excesivo” importe de los bajos salarios y a responsabilizar al Estado de “completar” los salarios insuficientes para poder vivir. Es, junto con la reducción de cotizaciones, el mejor medio para empujar hacia abajo toda la estructura salarial.

Pero sobre todo no es aceptable el reciclaje de las prestaciones sociales. Se estaría canjeando el derecho a un ingreso garantizado con la suspensión de tramos enteros de la Seguridad social (desempleo, ayudas familiares y jubilaciones). Equivaldría a una enorme transferencia en detrimento de los jubilados y los parados: tras la reforma, todas las pensiones y subsidios por desempleo se situarían en el umbral de pobreza. Los jubilados reciben hoy día alrededor del 13% del PIB en forma de pensiones. Con la reforma propuesta, sólo recibirían el subsidio universal, y la pensión recibida se quedaría reducida a la mitad. Se operaría así una transferencia de cerca de 100.000 millones de euros de la época. Sólo los jubilados que se beneficien de otros recursos distintos a su pensión dispondrían de un ingreso superior al umbral de pobreza. No vemos cómo un proyecto de esta naturaleza podría ser tenido en cuenta por el movimiento social, en tanto se sitúa en las antípodas de las aspiraciones impulsadas por las movilizaciones recientes.

Dentro del movimiento de parados, los partidarios de esta posición lo tienen difícil, en cuanto abandonen el terreno del discurso abstracto. El proyecto Passet-Vercellone, el único que realiza un cálculo aplicado, reduciría todos los subsidios por desempleo hasta el umbral de pobreza. En cuanto a los menores de 20 años, percibirían una semi-prestación, sin que se sepa si sus padres podrían utilizarlo a su guisa, o se trata de una libreta de ahorro de la que el joven podrá disponer al cumplir veinte años. En total, se trata de repartir de manera diferente la misma masa salarial global (cotizaciones incluídas), sin poner en cuestión el reparto entre salarios y beneficios.

En fin, el lugar que ocupan las mujeres en todos estos proyectos es muy ambiguo. Resulta sorprendente constatar cómo la literatura sobre el ingreso universal no introduce prácticamente nunca la dimensión de género y no reflexiona sobre las especificidades del trabajo de las mujeres. No es casualidad: la cuestión del derecho al empleo de las mujeres muestra de forma particularmente sensible las contradicciones de las tesis sobre el ingreso garantizado. Si el trabajo asalariado no es otra cosa que esclavitud, las mujeres deberían de entrada felicitarse de quedar al margen y, a continuación, exigir un ingreso garantizado como contrapartida a su actividad social. ¿Cómo no ver que este razonamiento choca de frente con las aspiraciones igualitarias de las mujeres en materia de empleo? Pagarles una prestación para que no trabajen, o porque no trabajan, no resulta un proyecto especialmente progresista: “de la prestación universal al salario materno sólo hay un paso que no hay que dar”, escribían Anne Eydoux y Rachel Silvera[22].

Los proyectos de ingreso universal mantienen una absoluta ambigüedad sobre un asunto que es de sentido común: ¿de dónde procede la riqueza así distribuida? No es la pregunta de un economista aguafiestas, porque las pocas respuestas dadas, como se acaba de ver, concluyen en acuerdos sociales inaceptables.

Esto no implica, de ninguna manera, abandonar la reivindicación de un ingreso decente. No está en discusión la urgencia de aumentar los mínimos sociales para asegurar a parados y a precarios dicha garantía, aquí y ahora. Pero no significa erigir la prestación universal en columna vertebral de un proyecto alternativo, y la lucha de los parados no otorga una mayor legitimidad a esa perspectiva, a no ser que neguemos la aspiración al derecho al empleo. Desprestigiando como “obrerista” la exigencia de volver a un nuevo pleno empleo asimilado al empleo precario forzoso, esta postura se opone a la emergencia de un proyecto global que unifique al conjunto de los trabajadores, asalariados o parados. Y este proyecto conlleva por naturaleza un cuestionamiento profundo del actual reparto del conjunto de las rentas.

El gran punto débil de los proyectos de ingreso universal es que pretenden extender el campo de la mercancía, al proponer una renta en forma monetaria. El “carácter de dinero líquido, y por tanto no afectado a un uso determinado de esta renta” está claramente afirmado por Yann Moulier Boutang[23]. Este punto de vista debe considerarse reaccionario, porque equivale a una verdadera desocialización. Cualquier progreso social requiere un grado creciente de socialización: las famosas “exacciones fiscales”, que son el blanco de los neoliberales, están ocultando, por ejemplo, a la educación y a la salud, una y otra gratuitas en principio. Un proyecto progresista pretendería en cambio restablecer y extender el campo de la gratuidad, ampliar los derechos sociales garantizados en forma de libre disposición de los servicios correspondientes. Los defensores del ingreso universal proponen a las “multitudes” dar marcha atrás, instaurando una renta monetaria e individualizada, y esta perspectiva sustituye de hecho a la movilización por una reducción radical del tiempo de trabajo. A estas aproximaciones teóricas se añade una orientación estratégica cuyo efecto es dejar de dar cuenta de la centralidad de las relaciones de explotación.

El reconocimiento efectivo de los derechos sociales requiere poner a disposición de forma gratuita bienes comunes como la salud, no la distribución de rentas en su lugar. En el caso de la vivienda, cuál es la solución realmente progresista: ¿una política de municipalización del suelo y de construcción de viviendas sociales, o el aumento de las prestaciones por vivienda?

De la necesidad a la libertad

Al final de El Capital (libro III, capítulo 48), Marx establecía una dialéctica entre libertad y necesidad que no es una simple yuxtaposición: para alcanzar el “reino de la libertad” es preciso transformar los principios de funcionamiento del trabajo. No es posible liberarse de la servidumbre del trabajo asalariado a media jornada: ser explotado, obligado a un trabajo alienado, aunque tan sólo sean dos horas al día, es quedar esclavizado el resto del tiempo. Cualquier proyecto que abandone a sus actuales dueños la esfera del trabajo asalariado para pretender liberarse fuera del trabajo, es un espejismo. El tiempo liberado sólo puede convertirse en un tiempo libre si su lógica consigue contaminar a la organización del trabajo en todos sus aspectos.

Los parados, los precarios, los excluidos, no son por cierto más libres por estar menos tiempo asalariados que los demás trabajadores. Marx lo expresó claramente: “la condición esencial para este disfrute es la reducción de la jornada de trabajo”. Pero ésta no puede adquirir un contenido emancipador más que si el tiempo de trabajo es por su parte liberado del yugo capitalista.

En Las luchas de clases en Francia, Marx escribió que “el derecho al trabajo, en el sentido burgués, es un contrasentido, un deseo vano, penoso”[24]. Esta afirmación debería agradar a los desdeñosos del “obrerismo”, pero Marx añade a continuación algo que lo cambia todo: “tras el derecho al trabajo está el poder sobre el capital, tras el poder sobre el capital está la apropiación de los medios de producción, su subordinación a la clase obrera asociada, es decir, la supresión del trabajo asalariado, del capital y de sus relaciones recíprocas”. Esta frase de Marx abre una salida transitoria en torno a la reducción del tiempo de trabajo, de gran actualidad hoy día.

El combate por una reducción masiva del tiempo de trabajo se basa en exigencias elementales, certificadas además por el derecho burgués (un empleo y condiciones de existencia decentes), pero se opone frontalmente al capitalismo contemporáneo que funciona más que nunca basándose en la exclusión. Un reparto igualitario de las horas de trabajo conduciría hoy a una duración semanal del orden de 30 horas, que aún podría bajar más con la supresión de empleos inútiles que se hacen necesarios por la no gratuidad de los servicios públicos o por el crecimiento de los gastos ligados a una concurrencia improductiva. El nivel de vida mejoraría principalmente por la extensión de los derechos sociales (derecho al empleo, a la salud, a la vivienda, etc.) asegurados por unos recursos socializados (gratuidad o cuasi gratuidad).

La reducción del tiempo de trabajo y la prohibición de los despidos plantean en concreto la cuestión de una desmercantilización de la fuerza de trabajo que choca de inmediato con dos obstáculos: el reparto de las riquezas y el derecho de propiedad. Su materialización pasa por tanto por una contestación práctica de las relaciones sociales en el interior de las propias empresas, en forma de un control ejercido por los asalariados sobre los contratos, las condiciones y la organización del trabajo. Se apoya al mismo tiempo en la garantía de recursos de los trabajadores y la continuidad de la renta, implicando un cambio radical en la distribución de las riquezas producidas. Se trata por tanto de articular la liberación del tiempo y la transformación del trabajo, no de oponer la reivindicación de un ingreso garantizado a la de un nuevo pleno empleo.

La salida estratégica podría ser la siguiente: afirmación conjunta del derecho al empleo y a la continuidad de la renta; contestación del actual reparto de las riquezas; exigencia de una reducción del tiempo de trabajo con contratos proporcionales; control sobre la contratación; rechazo del poder patronal sobre el empleo y las condiciones de trabajo; desmercantilización de la fuerza de trabajo; cuestionamiento de la propiedad privada.

La puesta en marcha de este esquema estratégico requiere buscar formas de organización que tengan en cuenta los factores de fraccionamiento de los asalariados (asalariados/parados, grandes empresas/subcontratas, hombres/mujeres, concurrencia entre asalariados a través de la mundialización).

Esta estrategia de transformación social conlleva una dialéctica aparentemente paradójica. Se trata en suma de generalizar el derecho al acceso al trabajo asalariado, pero las modalidades mismas de esta generalización, y los métodos para conseguir este objetivo, llevan a ahondar en la superación de la relación asalariada capitalista. Para avanzar hacia el pleno empleo, hay que imponer a los empresarios una norma de reducción del tiempo de trabajo, el control sobre los contratos, los ritmos y los horarios, o dicho de otra manera, implantar un proceso de superación del mercado de trabajo y de socialización del empleo. La lucha por la abolición del desempleo tiende entonces a transformarse en un movimiento de abolición práctica del salariado.

Michel Husson es economista http://hussonet.free.fr/dempru11.pdf

Traducción: VIENTO SUR, revisada y corregida por Daniel Albarracín y Nacho Álvarez-Peralta


[1] Este texto de Michel Husson se va a publicar en Cahiers de l’émancipation, 2011, y está disponible en su web. El autor indica que ha retomado y actualizado el texto aparecido en Travail, critique du travail, émancipationCahiers de critique communiste, Syllepse,

[2] Para una demostración más detallada, ver: Michel Husson, “Et si la croissance no créait pas d’emplois?”note hussonet nº 23, octubre 2010.

[3] Centre des Jeunes Dirigeants, “L’illusion du plein emploi”Futuribles, nº 183, enero 1994.

[4] André Gorz, Métamorphoses du travail, Quête du sens, Galilée, 1989.

[5]  André Gorz, Adieux au prolétariat, Le Seuil, 1981.

[6] Dominique Méda, Le travail. Une valeur en voie de disparition, Aubier, 1995.

[7]  Christophe Dejours, Souffrance en France, Le Seuil, 1998.

[8] Robert Castel. Les métamorphoses de la question sociale, Fayard, 1995.

[9] Roger Sue, Temps et ordre social, PUF, 1994.

[10] Pierre Guillen, “Le travail indifférencié“, anexo al informe Minc, La France de l’an 2000, Odile Jacob, 1994. Para un florilegio penetrante de los temas de Guillen, ver : Christian Barsoc, “Comment un patron abolit le chômage“, Rouge, nº 1616, 14 de diciembre de 1994.

[11] Alain Minc, L’après-crise est commencée, Gallimard, 1982.

[12] André Gorz, Métamorphoses du travail, ya citado.

[13] En referencia a los trabajos de Antonio Negri. Ver sobre todo: Michel Hardt y Antonio Negri, Empire, Exils, 2000.

[14]  Para una crítica de conjunto, ver Michel Husson, “Sommes-nous entrés dans le capitalisme cognitif?”, Critique communiste, nº 169-170.

[15] Claudio Vercellone (dir.), Sommes-nous sortis du capitalisme industriel?, La Dispute, 2003.

[16] Ver Thomas Coutrot, Critique de l’organisation du travail, La découverte, 2002.

[17]  Antonio Negri, Exil, Mille et une nuits, 1998.

[18] Ver Daniel Bensaid, “Plèbes, classes, multitudes: critique de Michael Hardt et Antonio Negri”, en Une radicalité joyeusement mélancolique, Textuel, 2010.

[19]  Frédéric Lordon, “Finance: la societé prise en otage“, La Revue Internationale des Livres et des Idées, nº 8, 2010.

[20]  Slavoj Zizek, “Have Michael Hardt and Antonio Negri Rewritten the Communist Manifesto For the Twenty-First Century?“, Rethinking Marxism, nº ¾, 2001.

[21] René Passet, L’illusion néo-libérale, Fayard, 2000.

[22] Anne Eydoux y Rachel Silvers, “De l’allocation universelle au salaire maternel, il n’y a qu’un pas à ne pas franchir“, en Llamamiento de los economistas para salir del pensamiento único, Le bel avenir du contrat de travail, Syros, 2000.

[23] Yann Moulier Boutang, “L’autre globalisation : le revenu d’existence inconditionnel, individuel et substantiel“, Multitudes, nº 8, 2002.

[24] Karl Marx, Las luchas de clases en Francia, 1850.

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