Contribución al problema de la vivienda. Segunda parte

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  • Cómo resuelve la burguesía el problema de la vivienda.

Friedrich Engels

I

En la parte consagrada a la solución proudhoniana del problema de la vivienda hemos mostrado cuán directamente interesada está la pequeña burguesía en esta cuestión. Pero la gran burguesía también está muy interesada en ella, aunque de una manera indirecta. Las ciencias naturales modernas han demostrado que los llamados «barrios insalubres», donde están hacinados los obreros, constituyen los focos de origen de las epidemias que invaden nuestras ciudades de cuando en cuando. El cólera, el tifus, la fiebre tifoidea, la viruela y otras enfermedades devastadoras esparcen sus gérmenes en el aire pestilente y en las aguas contaminadas de estos barrios obreros. Aquí no desaparecen casi nunca y se desarrollan en forma de grandes epidemias cada vez que las circunstancias les son propicias. Estas epidemias se extienden entonces a los otros barrios más aireados y más sanos en que habitan los señores capitalistas. La clase capitalista dominante no puede permitirse impunemente el placer de favorecer las enfermedades epidémicas en el seno de la clase obrera, pues sufriría ella misma las consecuencias, ya que el ángel exterminador es tan implacable con los capitalistas como con los obreros.

Desde el momento en que eso quedó científicamente establecido, los burgueses humanitarios se encendieron en noble emulación por ver quién se preocupaba más por la salud de sus obreros. Para acabar con los focos de epidemias, que no cesan de reanudarse, fundaron sociedades, publicaron libros, proyectaron planes, discutieron y promulgaron leyes. Se investigaron las condiciones de habitación de los obreros y se hicieron intentos para remediar los males más escandalosos. Principalmente en Inglaterra, donde había mayor número de ciudades importantes y donde, por tanto, los grandes burgueses corrían el mayor peligro, se desarrolló una poderosa actividad; fueron designadas comisiones gubernamentales para estudiar las condiciones sanitarias de las clases trabajadoras; sus informes, que, por su exactitud, amplitud e imparcialidad, superaban a todos los del continente, sirvieron de base a nuevas leyes más o menos radicales. Por imperfectas que estas leyes hayan sido, sobrepasaron infinitamente cuanto hasta ahora se hizo en el continente en este sentido. Y a pesar de esto, el régimen social capitalista sigue reproduciendo las plagas que se trata de curar, con tal inevitabilidad que, incluso en Inglalerra, la curación apenas ha podido avanzar un solo paso.

Alemania necesitó, como de costumbre, un tiempo mucho mayor para que los focos de epidemias que existían en estado crónico adquirieran la agudeza necesaria para despertar a la gran burguesía somnolienta. Pero, quien anda despacio, llega lejos, y, por fin, se creó también entre nosotros toda una literatura burguesa sobre la sanidad pública y sobre la cuestión de la vivienda: un extracto insípido de los precursores extranjeros, sobre todo ingleses, al cual se dio la apariencia engañosa de una concepción más elevada con ayuda de frases sonoras y solemnes. A esta literatura pertenece el libro del Dr. Emil Sax: «Las condiciones de vivienda de las clases trabajadoras y su reforma», Viena, 1869 [19].

He escogido este libro para exponer la concepción burguesa de la cuestión de la vivienda, únicamente porque en él se intenta resumir en lo posib]e toda la literatura burguesa sobre este tema. Pero, ¡bonita literatura la que utiliza nuestro autor como «fuente»! De los informes parlamentarios ingleses, verdaderas fuentes principales, se limita a citar los títulos de tres de los más viejos; todo el libro demuestra que el autor jamás a hojeado uno solo de estos informes. Cita, en cambio, toda una serie de escritos llenos de banalidades burguesas, de buenas intenciones pequeñoburguesas y de hipocresías filantrópicas: Ducpétiaux, Roberts, Hole, Huber, las actas del Congreso inglés de ciencias sociales (de absurdos sociales, mejor dicho), la revista de la Asociación Protectora de las Clases Trabajadoras de Prusia, el informe oficial austriaco sobre la Exposición Universal de París, los informes oficiales bonapartistas sobre esta misma exposición, el «Ilustrated London News» [20], «Ueber Land und Meer» [21] y, finalmente, una «autoridad reconocida», un hombre de «agudo sentido práctico» y de «palabra penetrante y convincente»:… ¡Julius Faucher! En esta lista de fuentes informativas no faltan más que el «Gartenlaube» [22], el «Kladderadatsch» [23] y el fusilero Kutschke [24].

A fin de que no pueda caber ninguna incomprensión acerca de sus puntos de vista, el Sr. Sax declara en la pág. 22:

«Entendemos por economía social la doctrina de la economía nacional aplicada a las cuestiones sociales; más exactamente, el conjunto de los caminos y medios, que nos ofrece esta ciencia para, sobre la base de sus «férreas» leyes y en el marco del orden social que hoy predomina, elevar a las pretendidas (!) clases desposeídas al nivel de las clases poseyentes».

No insistiremos sobre esta concepción confusa de que la «doctrina de la economía nacional» o Economía política puede, en general, ocuparse de cuestiones que no sean «sociales».  Examinaremos inmediatamente el punto principal. El Dr. Sax exige que las «férreas leyes» de la economía burguesa, «el marco del orden social que hoy predomina», o, en otras palabras, que el modo de producción capitalista permanezca invariable y que, sin embargo, «las pretendidas clases desposeídas» sean elevadas «al nivel de las clases poseyentes». De hecho, una premisa absolutamente indispensable del modo de producción capitalista es la existencia de una verdadera y no pretendida clase desposeída, una clase que no tenga otra cosa que vender sino su fuerza de trabajo y que, por consecuencia, esté obligada a vender esta fuerza de trabajo a los capitalistas industriales. La tarea asignada a la «economía social», esa nueva ciencia inventada por el Sr. Sax, consiste, pues, en hallar los caminos y medios, en un estado social fundado sobre la oposición entre los capitalistas, propietarios de todas las materias primas, de todos los medios de producción y de existencia, de una parte, y, de la otra, los obreros asalariados, sin propiedad, que no poseen nada más que su fuerza de trabajo; hallar, pues, los caminos y medios, en el marco de este estado social, para que todos los trabajadores asalariados puedan ser transformados en capitalistas sin dejar de ser asalariados. El Sr. Sax cree haber resuelto la cuestión. Pero, ¿tendría la bondad de indicarnos cómo se podría transformar en mariscales de campo a todos los soldados del ejército francés —cada uno de los cuales, desde Napoleón el viejo, lleva el bastón de mariscal en su mochila— sin que dejasen por esto de ser simples soldados? O bien, ¿cómo se podría hacer un emperador alemán de cada uno de los cuarenta millones de súbditos del Imperio germánico?

La característica esencial del socialismo burgués es que pretende conservar la base de todos los males de la sociedad presente, queriendo al mismo tiempo poner fin a estos males. Los socialistas burgueses quieren, como ya dice el «Manifiesto Comunista», «remediar los males sociales con el fin de consolidar la sociedad burguesa», quieren la «burguesía sin el proletariado»[*]. Hemos visto que es así exactamente como el señor Sax plantea el problema. Y ve la solución en la solución del problema de la vivienda. Opina que

«mediante el mejoramiento de las viviendas de las clases laboriosas se podría remediar con éxito la miseria física y espiritual que hemos descrito y así —mediante el considerable mejoramiento de las solas condiciones de vivienda— podría sacarse a la mayor parte de estas clases del marasmo de su existencia, a menudo apenas humana, y elevarla a las límpidas alturas del bienestar material y espiritual» (pág. 14).

Hagamos notar, de pasada, que interesa a la burguesía ocultar la existencia del proletariado, fruto de las relaciones burguesas de producción y condición de su ulterior existencia. Por esto el Sr. Sax nos dice en la pág. 21 que por clases laboriosas hay que entender todas las «clases de la sociedad desprovistas de medios», la «gente modesta en general, tales como los artesanos, las viudas, los pensionistas (!), los funcionarios subalternos, etc.», al lado de los obreros propiamente dichos. El socialismo burgués tiende la mano al socialismo pequeñoburgués.

Pero, ¿de dónde procede la penuria de la vivienda? ¿Cómo ha nacido? Como buen burgués, el Sr. Sax debe ignorar que es un producto necesario del régimen social burgués; que no podría existir sin penuria de la vivienda una sociedad en la cual la gran masa trabajadora no puede contar más que con un salario y, por tanto, exclusivamente con la suma de medios indispensables para su existencia y para la reproducción de su especie; una sociedad donde los perfeccionamientos de la maquinaria, etc., privan continuamente de trabajo a masas de obreros; donde el retorno regular de violentas fluctuaciones industriales condiciona, por un lado, la existencia de un gran ejército de reserva de obreros desocupados y, por otro lado, echa a la calle periódicamente a grandes masas de obreros sin trabajo; donde los trabajadores se amontonan en las grandes ciudades y de hecho mucho más de prisa de lo que, en las circunstancias presentes, se edifica para ellos, de suerte que pueden siempre encontrarse arrendatarios para la más infecta de las pocilgas; en fin, una sociedad en la cual el propietario de una casa tiene, en su calidad de capitalista, no solamente el derecho, sino también, en cierta medida y a causa de la concurrencia, hasta el deber de exigir sin consideración los alquileres más elevados. En semejante sociedad, la penuria de la vivienda no es en modo alguno producto del azar; es una institución necesaria que no podrá desaparecer, con sus repercusiones sobre la salud, etc., más que cuando todo el orden social que la ha hecho nacer sea transformado de raíz. Pero esto no tiene por qué saberlo el socialismo burgués. No se atreve en modo alguno a explicar la penuria de la vivienda por razón de las condiciones actuales. No le queda, pues, otra manera de explicarla que por medio de sermones sobre la maldad de los hombres, o por decirlo así, por medio del pecado original.

«Y aquí tenemos que reconocer —y, por tanto, no podemos negar» (¡audaz deducción!)— «que una parte de la culpa… recae sobre los obreros mismos, los cuales piden viviendas, y la otra, mucho más grande, sobre los que asumen la obligación de satisfacer esa necesidad, o sobre los que, aún teniendo los medios precisos, ni siquiera asumen esa obligación: sobre las clases poseedoras o superiores de la sociedad. La culpa de esos últimos… consiste en que no hacen nada por procurar una oferta suficiente de buenas viviendas».

Del mismo modo como Proudhon nos remite de la Economía al Derecho, así nuestro socialista burgués nos remite aquí de la Economía a la moral. Nada más lógico. Quien pretende que el modo de producción capitalista, las «férreas leyes» de la sociedad burguesa de hoy sean intangibles, y, sin embargo, quiere abolir sus consecuencias desagradables pero necesarias, no puede hacer otra cosa más que predicar moral a los capitalistas. El efecto sentimental de estas prédicas se evapora inmediatamente bajo la acción del interés privado y, si es necesario, de la concurrencia. Se parecen a los sermones que la gallina lanza desde la orilla del estanque a los patitos que acaba de empollar y que nadan alegremente. Se lanzan al agua aunque no haya terreno firme, y los capitalistas se precipitan sobre el beneficio aunque no tenga entrañas. «En cuestiones de dinero sobran los sentimientos», como ya decía el viejo Hansemann, que de estas cosas entendía más que el Sr. Sax.

«Las buenas viviendas son tan caras que la mayor parte de los obreros está absolutamente imposibilitada de utilizarlas. El gran capital… evita cauteloso construir viviendas para las clases trabajadoras. Y así éstas, llevadas por la necesidad de encontrar vivienda, acaban en su mayor parte cayendo en manos de la especulación».

¡Abominable especulación! ¡El gran capital, naturalmente, no especula nunca! Pero no es la mala voluntad, sino solamente la ignorancia, lo que impide al gran capital especular con las viviendas obreras.

«Los propietarios ignoran totalmente el enorme e importante papel… que juega la satisfacción normal de la necesidad de habitación; no saben lo que hacen a la gente cuando con tanta irresponsabilidad le ofrecen, por regla general, viviendas malas e insalubres; no saben, en fin, cuánto daño se hacen con esto a sí mismos» (pág. 27).

Pero, para que pueda darse la penuria de la vivienda, la ignorancia de los capitalistas necesita el complemento de la ignorancia de los obreros. Después de haber convenido en que las «capas inferiores» de los obreros, «para no quedarse sin refugio, se ven obligadas (!) a buscar constantemente, de un modo o de otro y dondequiera que sea, un asilo para la noche, y que en este aspecto se encuentran absolutamente sin ayuda ni defensa», el Sr. Sax nos cuenta que:

«Es un hecho reconocido por todos que muchos de ellos» (los obreros) «por despreocupación, pero sobre todo por ignorancia, privan a sus organismos —podríamos decir que con virtuosismo— de las condiciones de un desarrollo físico normal y de una existencia sana, por el hecho de que no tienen la menor idea de una higiene racional y principalmente de la enorme importancia que en este aspecto tiene la vivienda» (pág. 27).

Aquí aparecen las orejas de burro del burgués. Mientras que la «culpa» de los capitalistas se reducía a la ignorancia, la ignorancia de los obreros es la propia causa de su culpa. Escuchad:

«De aquí resulta» (de la ignorancia) «que, con tal de economizar algo en el alquiler, habitan viviendas sombrías, húmedas, insuficientes, que constituyen, en una palabra, un verdadero escarnio a todas las exigencias de la higiene…, que con frecuencia varias familias alquilan conjuntamente una misma vivienda o incluso una misma habitación, todo esto para gastar lo menos posible en alquiler, mientras que derrochan sus ingresos de una manera verdaderamente pecaminosa en beber y en toda suerte de placeres frívolos»

El dinero que el obrero «malgasta en vino y en tabaco» (pág. 28), «vida de taberna con todas sus lamentables consecuencias, y que como una plomada, hunde más y más en el fango a la clase obrera», todo esto hace que el Sr. Sax sienta como si él tuviese la plomada en el estómago. El Sr. Sax debe ignorar naturalmente, que entre los obreros la afición a la bebida es, en las circunstancias actuales, un producto necesario de sus condiciones de vida, tan necesario como el tifus, el crimen, los parásitos, el alguacil y las otras enfermedades sociales; tan necesario que se puede calcular por anticipado el término medio de borrachos. Por lo demás, mi viejo maestro, en la escuela pública, nos enseñaba ya que «la gente vulgar va a la taberna y la gente de bien, al club». Y como yo he ido a los dos sitios, puedo confirmar que esto es verdad.

Toda esta palabrería sobre la «ignorancia» de las dos partes se reduce a las viejas peroraciones sobre la armonía entre los intereses del capital y del trabajo. Si los capitalistas conocieran su verdadero interés, ofrecerían a los obreros buenas viviendas y mejorarían en general su situación. Y si los obreros comprendieran su verdadero interés, no harían huelgas, no se sentirían empujados hacia la socialdemocracia, no se mezclarían en política, sino que seguirían obedientemente a sus superiores, los capitalistas. Por desgracia, ambas partes encuentran su interés en cualquier lugar menos en las prédicas del Sr. Sax y de sus innumerables precursores. El evangelio de la armonía entre el capital y el trabajo lleva ya predicándose cerca de cincuenta años; la filantropía burguesa ha realizado enormes dispendios para demostrar esta armonía mediante instituciones modelo. Pero, como veremos a continuación, no hemos adelantado nada en estos cincuenta años.

Nuestro autor aborda ahora la solución práctica del problema. El carácter poco revolucionario de la solución preconizada por Proudhon, quien quería hacer de los obreros propietarios de su vivienda, se manifiesta ya en el hecho de que el socialismo burgués, aún antes que él, había intentado, e intenta todavía, realizar prácticamente esta proposición. El Sr. Sax también declara que la cuestión de la vivienda sólo puede ser enteramente resuelta mediante la transferencia de la propiedad de la vivienda a los obreros (págs. 58-59). Más aún, se sume en un éxtasis poético ante esta idea y da libre curso a sus sentimientos en esta parrafada llena de inspiración:

«Hay algo peculiar en esa nostalgia de la propiedad de la tierra que es inherente al hombre, en ese afán que ni siquiera ha conseguido debilitar la moderna vida de negocios de pulso febril. Es el centimiento inconsciente de la importancia de la conquista económica que representa la propiedad de la tierra. Gracias a ella, el hombre alcanza una posición segura, echa raíces sólidas en la tierra, por decirlo así, y toda economía (!) encuentra en ella su base más firme. Pero la fuerza bendita de la propiedad de la tierra se extiende mucho más allá de estas ventajas materiales. Quien tiene la felicidad de poder designar como suya una parcela de tierra, ha alcanzado el más alto grado de independencia económica que pueda imaginarse; posee un territorio sobre el cual puede gobernar con poder soberano, es su propio dueño, goza de un cierto poder y dispone de un refugio seguro para los días adversos; su conciencia de sí mismo se eleva, y con ella su fuerza moral. De ahí, la profunda significación de la propiedad en la cuestión presente… El obrero expuesto sin defensa a las variaciones de la coyuntura, en continua dependencia del patrono, estaría de este modo, y en cierta medida, asegurado contra esta situación precaria; se transformaría en capitalista y estaría asegurado contra los peligros del paro o de la incapacidad de trabajo, gracias al crédito hipotecario que tendría siempre abierto. Sería elevado de este modo de la clase de los no poseyentes a la de los poseedores» (pág. 63).

El Sr. Sax parece suponer que el hombre es esencialmente campesino; de lo contrario, no atribuiría al obrero de nuestras grandes ciudades una nostalgia de la tierra propia que nadie había descubierto en ellos. Para nuestros obreros de las grandes ciudades la libertad de movimiento es la primera condición vital, y la propiedad de la tierra no puede resultarles más que una cadena. Proporcionadles casas que les pertenezcan en propiedad, encadenadlos de nuevo a la tierra, y romperéis su fuerza de resistencia a la baja de los salarios por los fabricantes. Un obrero aislado puede, llegado el caso, vender su casita; pero en una huelga seria o una crisis industrial general, todas las casas pertenecientes a los obreros afectados habrían de presentarse en el mercado para ser vendidas, y, por consiguiente, no encontrarían comprador, o, en todo caso, tendrían que venderse a un precio muy inferior a su precio de coste. E incluso si todas ellas encontraran comprador, toda la gran reforma del Sr. Sax se reduciría a la nada y tendría que volver a empezar desde el principio. Por lo demás, los poetas viven en un mundo imaginario lo mismo que el Sr. Sax, el cual imagina que el propietario rural «ha alcanzado el más alto grado de independencia económica», que posee «un refugio seguro», que «se transformaría en capitalista y estaría garantizado contra los peligros del paro o de la incapacidad de trabajo, gracias al crédito hipotecario que tendría siempre abierto», etc. Pero observe el Sr. Sax a los pequeños campesinos franceses y a nuestros propios pequeños campesinos renanos: sus casas y sus campos están gravados con hipotecas a más no poder; sus cosechas pertenecen a sus acreedores aún antes de la siega, y sobre su «territorio» no son ellos quienes gobiernan con poder soberano, sino el usurero, el abogado y el alguacil. Es este, en efecto, el más alto grado de independencia económica que puede imaginarse… para el usurero. Y para que los obreros coloquen lo antes posible sus casitas bajo esa misma soberanía del usurero, el bien intencionado Sr. Sax les indica, previsor, el crédito hipotecario que tendría siempre asegurado en época de paro o cuando fuesen incapaces para el trabajo, en vez de vivir a costa de la Asistencia Pública.

De todos modos, el Sr. Sax ha resuelto, pues, la cuestión planteada al principio: el obrero «se transformaría en capitalista» mediante la adquisición de una casita en propiedad.

El capital es el dominio sobre el trabajo ajeno no pagado. La casita del obrero no será capital más que cuando la haya alquilado a un tercero y se apropie, en forma de alquiler, una parte del producto del trabajo de este tercero. Por el hecho de habitarla él mismo, impide precisamente que la casa se convierta en capital, por lo mismo que el traje deja de ser capital desde el instante en que lo he comprado en casa del sastre y me lo he puesto. El obrero que posee una casita de un valor de mil táleros no es ya, ciertamente, un proletario, pero hay que ser el Sr. Sax para llamarle capitalista.

El carácter capitalista de nuestro obrero tiene, además, otro aspecto. Supongamos que en una región industrial determinada sea normal que cada obrero posea su propia casita. En este caso la clase obrera de esta región está alojada gratuitamente; los gastos de vivienda ya no entran en el valor de su fuerza de trabajo. Pero toda disminución de los gastos de producción de la fuerza de trabajo, es decir, toda reducción por largo tiempo de los precios de los medios de subsistencia del obrero equivale, «en virtud de las férreas leyes de la doctrina de la economía nacional», a una baja del valor de la fuerza de trabajo y lleva, en fin de cuentas, a una baja correspondiente del salario. El salario descendería así, por término medio, en una cantidad igual a la economía realizada sobre el alquiler corriente, es decir, que el obrero pagaría el alquiler de su propia casa, no como antes en dinero al propietario, sino bajo la forma de trabajo no pagado que iría al fabricante para el cual trabaja. De esta manera, las economías invertidas por el obrero en la casita se convertirían, efectivamente y en cierta medida, en capital, pero no para él, sino para el capitalista de quien es asalariado.

El Sr. Sax no ha conseguido, pues, ni siquiera sobre el papel, transformar a su obrero en capitalista.

Anotemos de pasada que lo que acaba de decirse vale para todas las reformas llamadas sociales que pueden reducirse a una economía o a un abaratamiento de los medios de subsistencia del obrero. O bien estas reformas se generalizan y van seguidas de la correspondiente disminución de salarios, o bien no son más que experimentos aislados, y entonces su existencia a título de excepción demuestra simplemente que su realización en gran escala es incompatible con el actual modo de producción capitalista. Supongamos que se ha conseguido en cierta zona, gracias a la implantación general de cooperativas de consumo, hacer más baratos en un 20 por 100 los medios de subsistencia del obrero. El salario habría de descender a la larga alrededor de un 20 por 100, es decir, en la misma medida en que esos medios de subsistencia entran en el presupuesto del obrero. Si los obreros emplean, por ejemplo, las tres cuartas partes de su salario semanal en la compra de estos medios de subsistencia, el salario descenderá finalmente en tres cuartas partes del 20 por 100, o sea en un 15 por 100. En una palabra, desde el momento en que una reforma ahorrativa se generaliza, el obrero recibe un salario mermado en la misma proporción en que este ahorro le permite vivir más barato. Dad a cada obrero un ahorro de cincuenta y dos táleros y su salario semanal acabará finalmente por descender en un tálero. Así, cuanto más economiza, menos salario recibe. No economiza, pues, en su propio interés, sino en interés del capitalista. ¿Qué más hace falta para «despertar poderosamente en él… la primera virtud económica, el sentido del ahorro»? (pág. 64).

Por lo demás, el Sr. Sax nos dice a continuación que los obreros deben hacerse propietarios de casas, no tanto por su propio interés como por el de los capitalistas:

«No solamente el estamento obrero, sino el conjunto de la sociedad tiene el mayor interés en que el número más elevado de sus miembros quede atado» (!) «a la tierra» (quisiera ver por una vez al Sr. Sax en esta postura)… «La propiedad de la tierra… reduce el número de los que luchan contra el dominio de la clase poseedora. Todas las fuerzas secretas que inflaman el volcán que arde bajo nuestros pies y que se llama cuestión social: la exasperación del proletariado, el odio…, las peligrosas confusiones de ideas…, todas deben disiparse, como la niebla al salir el sol, cuando… los propios obreros entren de esta manera en la clase de los poseedores» (pág. 65).

En otros términos: el Sr. Sax espera que, mediante un cambio de su posición proletaria, como el que produciría la adquisición de una casa, los obreros perderán igualmente su carácter proletario y volverán a ser los siervos sumisos que eran sus antepasados, asimismo propietarios de sus casas. ¡Convendría que los proudhonianos lo tuviesen presente!

El Sr. Sax cree haber resuelto de este modo la cuestión social:

«Un reparto más equitativo de los bienes, el enigma de la esfinge, que tanto se ha intentado solucionar en vano, ¿no se halla ahora ante nosotros, como un hecho tangible, no ha sido así arrancado a las esferas del ideal y no ha entrado en los dominios de la realidad? Y cuando se haya realizado ¿no habremos logrado una de las finalidades supremas que incluso los socialistas más extremistas presentan como punto culminante de sus teorías?» (pág. 66).

Es verdaderamente una felicidad el que hayamos llegado a este punto. Este grito de triunfo representa, efectivamente, el «punto culminante» del libro del Sr. Sax, y a partir de este pasaje volvemos a descender suavemente de las «esferas del ideal» a la lisa y llana realidad. Y cuando lleguemos abajo advertiremos que durante nuestra ausencia no ha cambiado nada, absolutamente nada.

Nuestro guía nos hace dar el primer paso hacia el descenso informándonos de que hay dos clases de viviendas obreras: el sistema del cottage, en que cada familia obrera posee su casita, si es posible con un jardincillo, como en Inglaterra; y el sistema cuartelero, que comprende enormes edificios, en los cuales hay numerosas viviendas obreras, como en París, Viena, etc. Entre ambos existe el sistema practicado en el Norte de Alemania. Cierto que el sistema del cottage sería el único indicado y el único en que cada obrero podría adquirir la propiedad de su casa; el sistema cuartelero presentaría, además, grandes desventajas en cuanto a la salud, a la moralidad y a la paz doméstica, pero, desgraciadamente, el sistema del cottage sería irrealizable en los centros de penuria de la vivienda, en las grandes ciudades, a consecuencia del encarecimiento de los terrenos. Y aún podríamos darnos por satisfechos si se construyen, en vez de grandes cuarteles, casas de cuatro a seis viviendas, o bien si se remedian los principales defectos del sistema de los cuarteles mediante toda clase de artificios de construcción (págs. 71 a 92).

El descenso es sensible, ¿no es cierto? La transformación del obrero en capitalista, la solución de la cuestión social, la casa propia para cada obrero, todo esto se ha quedado allá arriba, en la «esfera del ideal». De lo único que tenemos que preocuparnos es de introducir el sistema del cottage en el campo y organizar en las ciudades los cuarteles obreros de la manera que sea más soportable.

Es evidente que la solución burguesa de la cuestión de la vivienda se ha ido a pique al chocar con la oposición entre la ciudad y el campo. Y llegamos aquí al nervio mismo del problema. La cuestión de la vivienda no podrá resolverse hasta que la sociedad esté lo suficientemente transformada para emprender la supresión de la oposición que existe entre la ciudad y el campo, oposición que ha llegado al extremo en la sociedad capitalista de hoy. Lejos de poder remediar esta oposición la sociedad capitalista tiene que aumentarla cada día más. Los primeros socialistas utópicos modernos, Owen y Fourier, ya lo habían comprendido muy bien. En sus organizaciones modelo, la oposición entre la ciudad y el campo ya no existe. Es, pues, lo contrario de lo que afirma el Sr. Sax: no es la solución de la cuestión de la vivienda lo que resuelve al mismo tiempo la cuestión social, sino que es la solución de la cuestión social, es decir, la abolición del modo de producción capitalista, lo que hace posible la solución del problema de la vivienda. Querer resolver la cuestión de la vivienda manteniendo las grandes ciudades modernas, es un contrasentido. Estas grandes ciudades modernas podrán ser suprimidas sólo con la abolición del modo de producción capitalista, y cuando esta abolición esté en marcha, ya no se tratará de procurar a cada obrero una casita que le pertenezca en propiedad, sino de cosas bien diferentes.

Sin embargo, toda revolución social deberá comenzar tomando las cosas tal como son y tratando de remediar los males más destacados con los medios existentes. Hemos visto ya a este propósito que se puede remediar inmediatamente la penuria de la vivienda mediante la expropiación de una parte de las casas de lujo que pertenecen a las clases poseedoras, y obligando a poblar la otra parte.

Pero el Sr. Sax tampoco consigue cambiar nada cuando, después, deja de nuevo las grandes ciudades y perora por todo lo alto sobre las colonias obreras que han de ser construidas cerca de las ciudades, cuando nos describe todas las hermosuras de estas colonias con sus instalaciones de uso común: «canalizaciones de agua, alumbrado de gas, calefacción central con agua o vapor, lavaderos, secaderos, baños, etc.», con «casas-cuna, escuelas, oratorios (!), salas de lectura, bibliotecas…, cantinas y cervecerías, salones de baile y de música muy respetables», con la fuerza de vapor conducida a todas las casas «de manera que, en cierta medida, la producción podrá ser transferida otra vez de las fábricas al taller familiar». Esta colonia, tal como aparece descrita aquí, el Sr. Huber la tomó directamente de los socialistas Owen y Fourier, aburguesándola por completo al quitarle todo carácter socialista. Y es precisamente esto lo que la convierte en algo totalmente utópico. Ningún capitalista tiene el menor interés en construir tales colonias que, por lo demás, no existen en ningún lugar del mundo, fuera de Guise, en Francia. Y la colonia de Guise fue construida… por un fourierista, no con vista a un negocio de especulación, sino como experimento socialista[**] [25] El Sr. Sax hubiera podido citar lo mismo en favor de su arbitrismo burgués la colonia comunista «Harmony Hall» [26], fundada por Owen a principios de la década del cuarenta en Hampshire y que desapareció hace ya mucho tiempo.

Así pues, toda esta palabrería sobre la colonización no es más que un pobre intento de ascender otra vez a «las esferas del ideal», pero que tiene que ser rápida y nuevamente abandonado. Volvemos a emprender, pues, nuestro descenso a toda velocidad. La solución más simple es ahora que

«los patronos, los dueños de las fábricas, ayuden a los obreros a obtener viviendas adecuadas, ya sea construyéndolas ellos mismos, ya estimulando y ayudando a los obreros a dedicarse a la construcción, proporcionándoles terrenos, anticipándoles capitales para construir, etc.» (pág. 106).

Estamos una vez más fuera de las grandes ciudades, donde no cabe ni hablar de un intento semejante, y nos trasladamos de nuevo al campo. El Sr. Sax demuestra ahora que los propios fabricantes están interesados en ayudar a sus obreros a tener habitaciones soportables, pues esto, por una parte, es una buena manera de colocar su capital, y, por otra, originará infaliblemente

«…un mejoramiento de la situación de los obreros… un aumento de su fuerza física e intelectual de trabajo… lo que, naturalmente… no es menos… ventajoso para los patronos. De este modo, tenemos un punto de vista acertado sobre la participación de estos últimos en la solución del problema de la vivienda. Esta participación dimana de la asociación latente, de la preocupación de los patronos por el bienestar físico y económico, espiritual y moral de sus obreros, preocupación disimulada en la mayoría de los casos bajo la apariencia de esfuerzos humanitarios y que encuentra por sí misma su compensación pecuniaria en el resultado obtenido, en la recluta y conservación de trabajadores capaces, hábiles, diligentes, contentos y fieles» (pág. 108).

Esta frase sobre la «asociación latente» [27], con la cual Huber intenta dar un «sentido elevado» a su palabrería de burgués-filántropo, no modifica en nada las cosas. Incluso sin esta frase, los grandes fabricantes rurales, especialmente en Inglaterra, han comprendido, desde hace mucho tiempo, que la construcción de viviendas obreras no solamente es una necesidad y una parte de la fábrica, sino que es, además, muy rentable. En Inglaterra, pueblos enteros surgieron de esta manera y algunos de ellos, más tarde, se convirtieron en ciudades. En cuanto a los obreros, en vez de estar agradecidos a los capitalistas filántropos, no dejaron, en todos los tiempos, de hacer importantes objeciones a este «sistema del cottage», pues no sólo han de pagar un precio de  monopolio por estas casas, puesto que el fabricante no tiene competidores, sino que en cada huelga se encuentran sin casa, ya que el fabricante los expulsa sin más ni más y hace de este modo mucho más difícil toda resistencia. Se encontrarán más detalles en mi libro «La situación de la clase obrera en Inglaterra» (págs. 224 y 228). El Sr. Sax piensa, sin embargo, que tales argumentos «apenas merecen una refutación» (pág. 111). Pero, ¿no quiere asegurar a cada obrero la propiedad de su casita? Sin duda, mas como «el patrono ha de poder disponer siempre de esta habitación, en el caso de licenciar a un obrero, para tener una vivienda libre para su sustituto», sería, pues… necesario «para estos casos, convenir, mediante contrato, que la propiedad es revocable»[***] [28] (pág. 113).

Esta vez, el descenso se ha efectuado mucho más de prisa de lo que esperábamos. Se había dicho primero: el obrero ha de ser dueño de su casita; luego nos hemos enterado de que esto no era posible en las ciudades, sino sólo en el campo. Ahora se nos explica que esta propiedad, incluso en el campo, tiene que ser «¡revocable! por contrato». Con esta nueva especie de propiedad descubierta por el Sr. Sax para los obreros, con su transformación en capitalistas «revocables por contrato», llegamos felizmente otra vez a tierra firme. Tendremos, pues, que buscar ahora lo que los capitalistas y otros filántropos han hecho verdaderamente para resolver la cuestión de la vivienda.

II

Si hemos de creer a nuestro Dr. Sax, los señores capitalistas ya han hecho mucho para aliviar la penuria de la vivienda, y esto demuestra que la cuestión de la vivienda puede ser resuelta sobre la base del modo de producción capitalista.

El Sr. Sax nos cita en primer lugar… ¡a la Francia bonapartista! Luis Bonaparte, con ocasión de la Exposición Universal de París, nombró, como es sabido, una comisión que —así se decía— debía redactar un informe sobre la situación de las clases trabajadoras en Francia, pero que, de hecho, debía describirla como realmente paradisíaca para mayor gloria del Imperio. Y es en el informe de tal comisión, integrada por las criaturas más corrompidas del bonapartismo, en lo que el Sr. Sax se basa, ante todo, porque los resultados de sus trabajos, «según el propio juicio del comité competente, son bastante completos para Francia». ¿Qué resultados, pues, son éstos? Entre los 89 grandes industriales o sociedades por acciones que proporcionaron informes, hay 31 que no construyeron en absoluto viviendas obreras; las que fueron construidas dieron alojamiento, según la propia estimación del Sr. Sax, todo lo más, de 50.000 a 60.000 personas y se componen casi exclusivamente de un máximo de dos piezas por cada familia.

Es evidente que todo capitalista, que por las condiciones de su industria —fuerza hidráulica, emplazamiento de las minas de carbón, de hierro, etc.— está ligado a una determinada localidad rural, debe construir viviendas para sus obreros cuando éstas no existen. Pero para ver en esto una demostración de la existencia de la «asociación latente», una «prueba viva de cómo aumenta la comprensión del problema y de su alto alcance», «un comienzo lleno de promesas» (pág. 115), es preciso tener muy arraigada la costumbre de engañarse a sí mismo. Por lo demás, los industriales de los diferentes países se distinguen también en esto, según su carácter nacional respectivo. Así, por ejemplo, el Sr. Sax nos cuenta (pág. 117) que:

«En Inglaterra únicamente en estos últimos tiempos es cuando se ha producido una actividad crecida de los patronos en este sentido. Principalmente en los pueblecitos rurales más lejanos… el hecho de que los obreros tengan a menudo que recorrer una gran distancia desde la localidad más próxima hasta la fábrica y lleguen a su trabajo ya cansados, lo que se traduce en una producción insuficiente, incitó particularmente a los patronos a construir viviendas para sus obreros. Al mismo tiempo, el número de los que, teniendo un concepto más profundo de la situación, relacionan más o menos la reforma de la vivienda con todos los otros elementos de la asociación latente, es cada día mayor. A ellos se deben todas estas colonias florecientes que han nacido… Los nombres de Ashton en Hyde, Ashwort en Turton, Grant en Bury, Greg en Bollington, Marshall en Leeds, Strutt en Belper, Salt en Saltaire, Akroyd en Copley, etc. son muy conocidos por este motivo en el Reino Unido».

¡Santa ingenuidad y todavía más santa ignorancia! ¡Sólo en estos «últimos tiempos» es cuando los fabricantes rurales ingleses han construido viviendas obreras! Pero no es cierto, querido Sr. Sax; los capitalistas ingleses son unos verdaderos grandes industriales, y no sólo por sus bolsas, sino también por su cerebro. Mucho antes de que Alemania hubiese conocido una verdadera  gran industria, se habían dado cuenta de que, en la producción fabril rural, el capital invertido en viviendas obreras constituye directa e indirectamente una parte muy rentable y necesaria del capital total invertido. Mucho antes de que la lucha entre Bismarck y los burgueses alemanes hubiese dado a los obreros alemanes la libertad de asociación, los fabricantes ingleses, los propietarios de minas y de fundiciones conocían ya por experiencia la presión que podían ejercer sobre los obreros en huelga, cuando eran a la vez propietarios arrendadores de estos obreros. Las «colonias florecientes» de un Greg, de un Ashton o de un Ashwort son tan de los «últimos tiempos» que hace ya 40 años fueron trompeteadas como modelo por la burguesía, y yo mismo las describí hace 28 años (v. «La situación de la clase obrera en Inglaterra», págs. 228 a 230, nota). Las colonias de Marshall y de Akroyd (así es como se escribe su nombre) son aproximadamente de esta época; la de Strutt es aún más vieja, pues sus comienzos datan del siglo pasado. Y como en Inglaterra se ha determinado que la duración media de una habitación obrera es de 40 años, el Sr. Sax puede él mismo, contando con los dedos, darse cuenta del estado de ruina en que se encuentran ahora estas «colonias florecientes». Además, la mayor parte de estas colonias ya no están situadas en el campo; la formidable extensión de la industria hizo que la mayoría de ellas hayan sido rodeadas de fábricas y de casas, de modo que hoy día estas colonias se encuentran en el centro de ciudades sucias y ahumadas de 20.000 a 30.000 habitantes y aún más, lo que no impide a la ciencia burguesa alemana, representada por el Sr. Sax, repetir fielmente los viejos cánticos laudatorios ingleses de 1840, que hoy no tienen ya ninguna aplicación.

¡Y ni más ni menos que el viejo Akroyd! Aquel buen hombre era, sin duda, un filántropo de pura cepa. Quería tanto a sus obreros, y sobre todo a sus obreras, que sus competidores de Yorkshire, menos amigos que él de la humanidad, tenían costumbre de decir a su respecto: ¡hace funcionar su fábrica únicamente con sus propios hijos! El Sr. Sax nos asegura que en estas colonias florecientes «los nacimientos ilegítimos son cada vez más raros» (pág. 118). Desde luego, nacimientos ilegítimos fuera del matrimonio: las chicas guapas, en los distritos industriales ingleses, se casan, efectivamente, muy jóvenes.

En Inglaterra, la construcción de viviendas obreras al lado de cada gran fábrica rural y simultáneamente con ella, ha sido regla general desde hace 60 años y aún más. Como ya hemos señalado, muchos de estos pueblos fabriles se han convertido en el centro alrededor del cual se ha desarrollado más tarde una verdadera ciudad industrial, con todos los males que ésta implica.  Tales colonias, pues, no han resuelto el problema de la vivienda; en realidad, ellas lo han provocado por vez primera en sus respectivas localidades.

Por el contrario, en los países que se han ido arrastrando a la zaga de Inglaterra en el terreno de la gran industria, desconocida para ellos, en realidad, hasta 1848, en Francia y, principalmente, en Alemania, la cosa ha sido completamente distinta. Aquí, solamente los dueños de gigantescas fábricas metalúrgicas, después de muchas cavilaciones, se decidieron a construir algunas viviendas obreras; por ejemplo, las fábricas Schneider, en El Creusot, y los establecimientos Krupp, en Essen. La gran mayoría de los industriales rurales dejan que sus obreros hagan, mañana y tarde, kilómetros y más kilómetros bajo la lluvia, la nieve y el calor, para ir de su casa a la fábrica y viceversa. Este caso se presenta, sobre todo en las regiones montañosas: en los Vosgos franceses y alsacianos, en los valles del Wupper, del Sieg, del Agger, del Lene y otros ríos de Westfalia y de Renania. En los Montes Metálicos el caso no es distinto. Entre los alemanes, como entre los franceses, observaremos la misma mezquindad.

El Sr. Sax sabe perfectamente que los comienzos llenos de promesas, lo mismo que las colonias florecientes, no significan absolutamente nada. Busca ahora la manera de demostrar a los capitalistas qué maravillosas rentas pueden obtener con la construcción de viviendas obreras. En otros términos, busca la manera de indicarles un nuevo procedimiento para estafar a los obreros.

En primer lugar, les cita el ejemplo de una serie de sociedades de construcción de Londres, en parte filantrópicas, en parte especulativas, que obtuvieron un beneficio neto del cuatro al seis por ciento y a veces más. En realidad, el Sr. Sax no tiene necesidad de demostrarnos que el capital invertido en viviendas obreras resulta un buen negocio. La razón de que en ellas no se haya invertido más capital es que las habitaciones caras dan todavía mayor beneficio a sus propietarios. Las exhortaciones dirigidas por el Sr. Sax a los capitalistas se reducen una vez más a simples prédicas de moral.

En lo que se refiere a estas sociedades de construcción de Londres, de las que el Sr. Sax nos canta los brillantes resultados, según su propio cálculo —y ahí está contada cada empresa especulativa de la construcción— han construido en todo y por todo viviendas para 2.132 familias y 706 hombres solos, es decir, ¡para menos de 15.000! ¡Y son puerilidades de este tipo las que se atreven a presentar seriamente en Alemania como grandes resultados, cuando tan sólo en el East End de Londres un millón de obreros viven en las más espantosas condiciones de vivienda! Todos estos esfuerzos filantrópicos son, en realidad, tan lastimosamente nulos, que los informes parlamentarios ingleses dedicados a la situación de los obreros ni siquiera aluden a ellos.

No hablaremos del ridículo desconocimiento de Londres que resalta en todo este capítulo del Sr. Sax. Recordemos nada más una sola cosa. El Sr. Sax cree que el asilo nocturno para hombres solos de Soho ha desaparecido por la razón de que en este barrio «no se podía contar con una clientela numerosa». El Sr. Sax se representa, por lo visto, todo el West End de Londres como una ciudad de lujo; ignora que inmediatamente detrás de las calles más elegantes se encuentran los barrios obreros más sucios, entre ellos Soho, por ejemplo. El asilo modelo de Soho, del cual habla el Sr. Sax y que he conocido hace 23 años, al principio era siempre muy frecuentado, pero, a la larga, se cerró porque nadie podía quedarse en él. ¡Y todavía era una de las casas mejores!

Pero ¿no es un éxito la ciudad obrera de Mulhouse, en Alsacia?

La ciudad obrera de Mulhouse es el gran objeto de exhibición de los burgueses del continente, lo mismo que las colonias antes florecientes de Ashton, Ashwort, Greg y consortes lo eran para los burgueses ingleses. Desgraciadamente, no tenemos aquí el producto de una asociación «latente», sino de una asociación abierta entre el Segundo Imperio francés y los capitalistas alsacianos. Fue uno de los experimentos socialistas de Luis Bonaparte, para el cual el Estado anticipó una tercera parte del capital. En catorce años (hasta 1867) fueron construidas 800 casitas, según un sistema defectuoso, inconcebible en Inglaterra, donde estas cosas se entienden mejor. Después de 13 a 15 años de entregas mensuales de un alquiler elevado, la casa pasa a ser propiedad del obrero inquilino. Este método de adquisición de la propiedad ha sido introducido desde hace ya mucho tiempo en las cooperativas de construcción inglesas, como veremos más tarde. Por lo tanto, los bonapartistas alsacianos no tuvieron por qué inventarlo. Los suplementos al alquiler destinados a comprar la casa son bastante más elevados que en Inglaterra. Después de 15 años, durante los cuales el obrero francés pagó en total, digamos, 4.500 francos, entra en posesión de una casa que, 15 años antes, valía 3.300 francos. Si el obrero desea mudarse de casa o se retrasa un solo mes en sus entregas (y en este caso se le puede expulsar), se le carga en concepto de alquiler anual un 6 2/3 % del valor primitivo de la casa (por ejemplo, 17 francos cada mes por una casa de 3.000 francos), devolviéndosele la diferencia. Naturalmente, el obrero no recibe ni un céntimo de interés sobre el dinero que ha entregado. Se comprende que, en estas condiciones, la sociedad haga su agosto, sin necesidad del «apoyo del Estado». Se comprende también que las viviendas entregadas en estas  condiciones, por hallarse próximas a la ciudad y ser medio rústicas, son mejores que las viejas casas-cuartel situadas dentro de la población.

No diremos nada de los pocos y míseros experimentos hechos en Alemania y cuya pobreza reconoce el propio Sr. Sax en la página 157.

En definitiva, ¿qué demuestran todos estos ejemplos? Sencillamente, que la construcción de viviendas obreras, incluso cuando no se pisotean todas las leyes de la higiene, es perfectamente rentable desde el punto de vista capitalista. Pero esto no fue nunca discutido, y lo sabíamos todos desde hace mucho tiempo. Todo capital invertido, con arreglo a una necesidad, es rentable cuando se explota racionalmente. La cuestión es precisamente saber por qué, a pesar de todo, subsiste la penuria de la vivienda, por qué, a pesar de todo, los capitalistas no se preocupan de proporcionar alojamientos suficientes y sanos a los obreros. Y, en este caso, el Sr. Sax se limita también a exhortar a los capitalistas, sin darnos ninguna contestación. Pero la verdadera contestación la hemos dado nosotros más arriba.

El capital (esto está definitivamente establecido) no quiere suprimir la penuria de la vivienda, incluso pudiendo hacerlo. Por lo tanto, no quedan más que dos salidas: la mutualidad obrera y la ayuda del Estado.

El Sr. Sax, partidario entusiasta de la mutualidad, es capaz de contarnos prodigios de ella en el terreno del problema de la vivienda. Desgraciadamente, ya desde el principio, tiene que reconocer que la mutualidad no puede dar resultado más que en los sitios donde existe el sistema del cottage o bien donde es realizable, o sea, otra vez, tan sólo en el campo. En las grandes ciudades, incluso en Inglaterra, esto es solamente posible dentro de unos límites muy estrechos. Y el Sr. Sax no tarda en suspirar:

«esta reforma» (mediante la mutualidad) «puede realizarse solamente dando un rodeo y, por lo tanto, siempre de un modo imperfecto. A decir verdad, únicamente en la medida en que el principio de la propiedad privada llega a ser una fuerza que influye sobre la calidad de la vivienda».

Pero, una vez más, subsiste la duda. Es cierto, desde luego, que «el principio de la propiedad privada» no ha aportado ninguna reforma a la «calidad» del estilo de nuestro autor. Sin embargo, la mutualidad hizo tales milagros en Inglaterra, «que todo lo que ha sido emprendido con vistas a resolver el problema de la vivienda en otras direcciones, ha sido sobrepasado en mucho». Se trata de las building societies[*] inglesas, a las que el Sr. Sax dedica tanta atención porque

«acerca de su carácter y de sus actividades en general circulan unas ideas falsas o muy insuficientes. Las building societies inglesas no son en modo alguno… sociedades ni cooperativas de construcción; son más bien… lo que podría llamarse en alemán Hauserwerbvereine[**]. Estas asociaciones se asignan como finalidad constituir un fondo con las cotizaciones periódicas de sus miembros, que permitirá, en la medida de su cuantía, conceder préstamos a sus miembros para la adquisición de una casa… Así pues, la building society representa, para una parte de sus adheridos, el papel de una caja de ahorro, y para otra parte el de una casa de préstamos. Las building societies, son, por consiguiente, instituciones de crédito hipotecario adaptadas a las necesidades del obrero, y que utilizan fundamentalmente… los ahorros de los obreros… para ayudar a sus compañeros depositantes en la adquisición o la construcción de una casa. Como se puede presumir, dichos préstamos son otorgados contra una hipoteca sobre el inmueble correspondiente, de tal forma que su pago se efectúa mediante entregas a plazos cortos, en las que se incluye a la vez la amortización y el interés… Los intereses no se entregan a los depositantes, sino que son colocados en su cuenta a interés compuesto… La recuperación de los depósitos, así como de los intereses acumulados… puede hacerse en cualquier momento mediante previo aviso de un mes» (págs. 170-172).,«Existen en Inglaterra más de 2.000 sociedades de éste tipo… el capital total acumulado por ellas se eleva aproximadamente a quince millones de libras esterlinas, y unas 100.000 familias obreras se han convertido, gracias a este sistema en propietarias de sus hogares: es una conquista social difícil de igualar» (pág. 174).

Desgraciadamente, aquí también hay un «pero» que viene renqueando inmediatamente después:

«Pero esto no nos ofrece todavía, de ningún modo, una plena solución al problema de la vivienda, aunque sólo sea porque la adquisición de una casa… no resulta posible más que para los obreros que tienen una mejor situación… Las consideraciones sanitarias, en particular, son muchas veces insuficientemente respetadas» (pág. 176).

En el continente «estas asociaciones… encuentran un terreno de expansión muy limitado». Presuponen el sistema del cottage que aquí existe solamente en el campo. Pero en el campo los obreros todavía no están maduros para la mutualidad. Por otra parte, en las ciudades donde hubieran podido ser constituidas verdaderas cooperativas de construcción, «muy considerables y serias dificultades de todo género» se oponen a ello (pág. 179). Tales asociaciones sólo podrían construir cottages, y esto es imposible en las grandes ciudades. En resumen, «esta forma de mutualidad cooperativa» no podría, «en las condiciones actuales —y apenas si lo podrá en un porvenir próximo— representar el papel principal en la solución de la cuestión que nos ocupa». Estas cooperativas de construcción se encuentran todavía «en su fase inicial de desarrollo». «Esto vale incluso para Inglaterra» (pág. 181).

Así pues, los capitalistas no quieren y los obreros no pueden. Podríamos acabar aquí este capítulo si no fuese absolutamente indispensable dar algunas aclaraciones sobre las building societies inglesas que los burgueses a lo Schulze-Delitzsch muestran constantemente como ejemplo a nuestros obreros.

Estas building societies ni son sociedades obreras ni su finalidad principal es procurar a los obreros casas que les pertenezcan en propiedad. Veremos, al contrario, que esto no ocurre más que en casos muy excepcionales. Las building societies tienen un caracter esencialmente especulativo; las pequeñas sociedades que iniciaron el negocio no lo tienen menos que sus grandes imitadores. En alguna taberna —y generalmente a instigación del dueño—, donde luego se celebrarán las reuniones semanales, los clientes habituales y sus amigos, tenderos, dependientes, viajantes de comercio, artesanos y otros pequeños burgueses —de vez en cuando un obrero constructor de máquinas u otro de los que forman parte de la aristocracia de su clase— se agrupan en una cooperativa para la construcción de casas. El pretexto inmediato suele ser el hecho de haber descubierto el dueño de la taberna un solar en venta por un precio relativamente bajo en la vecindad o en un sitio cualquiera. Los miembros, en su mayoría, no están ligados a un lugar fijo por sus ocupaciones; incluso numerosos tenderos y artesanos no tienen en la ciudad más que un local comercial y ninguna vivienda. En cuanto puede, cada uno de ellos prefiere vivir en las afueras más bien que en la ciudad ahumada. Se compra el solar y se construye en él el mayor número posible de cottages. El crédito de los más acomodados hace posible su compra, mientras que las cotizaciones semanales, además de algunos pequeños empréstitos cubren los gastos semanales de la construcción. Los miembros que proyectan la adquisición de la propiedad de una casa reciben por sorteo sus cottages a medida que se van terminando, y lo que pagan como suplemento del alquiler permite la amortización del precio de la compra. Los otros cottages se alquilan o se venden. En cuanto a la sociedad de construcción, cuando hace buenos negocios, constituye una fortuna más o menos importante que pertenece a sus miembros en tanto éstos siguen efectuando el pago de sus cotizaciones, y que se reparte entre ellos de vez en cuando o al disolverse la sociedad. De cada diez sociedades de construcción inglesas, nueve viven así. Las otras son más importantes y se crean a veces con pretextos políticos o filantrópicos. Pero su finalidad principal es siempre ofrecer a la pequeña burguesía una mejor inversión de sus ahorros en hipotecas con un buen interés, y con la perspectiva de dividendos gracias a la especulación en bienes raíces.

Un prospecto distribuido por una de las más importantes, si no la mayor, de estas sociedades, nos enseña con qué clientela especulan. La «Birkbeck Building Society»[***], 29 and 30, «Southampton Buildings, Chancery Lane», en Londres —cuyos ingresos desde su fundación se han elevado a más de 10.500.000 libras esterlinas (70.000.000 de táleros), cuya cuenta en el banco y cuyas inversiones en papeles del Estado pasan de 416.000 libras esterlinas y que cuenta actualmente con 21.441 miembros y depositantes— se anuncia al público de la manera siguiente:

«Muchos son los que conocen el llamado sistema de los tres años de los fabricantes de pianos, que permite a todo el que alquila un piano por tres años llegar a ser, después de ese tiempo, propietario del mismo. Antes de la introducción de este sistema, resultaba para las personas que tenían ingresos limitados casi tan difícil adquirir un buen piano como una casa. Cada año se pagaba el alquiler del piano y se gastaba en total dos o tres veces más de lo que valía. Lo que se puede hacer con un piano también es posible con una casa… Pero, como una casa cuesta más que un piano…, se necesita un plazo más largo para amortizar su precio por el alquiler. Por esta razón los directores se han puesto de acuerdo con dueños de casas en distintos barrios de Londres y de sus alrededores, en virtud de lo cual pueden ofrecer a los miembros de la «Birkbeck Building Society» y a todos los que lo desean una gran variedad de casas en diferentes lugares de la ciudad. El sistema establecido por los directores es el siguiente: las casas se alquilan por una duración de doce años y medio, al cabo de los cuales, si el alquiler ha sido pagado regularmente, la casa pasa a ser propiedad absoluta del inquilino sin otro pago de ninguna clase… El inquilino puede también obtener, previo acuerdo, un plazo más reducido con un alquiler más elevado, o un plazo más largo con un alquiler más bajo… Las personas que tienen un ingreso limitado, los dependientes de comercio, empleados de almacenes, etc., pueden independizarse inmediatamente de todo propietario de casas, adhiriéndose a la «Birkbeck Building Society»».

No se puede hablar más claro. A los obreros no se les menciona en ningún momento, solamente se trata de personas con ingresos limitados, como los dependientes de comercio, los empleados de almacenes, etc., e incluso se supone que, por lo general, los futuros miembros poseen ya un piano. En realidad, pues, no se trata de obreros, sino de pequeños burgueses o de los que quieren y pueden llegar a serlo; de gente cuyos ingresos, aunque dentro de ciertos límites, aumentan, en general, progresivamente como, por ejemplo, los del dependiente de comercio o de otras ramas semejantes. Por el contrario, los ingresos de los obreros, en el mejor de los casos, permanecen cuantitativamente iguales, aunque, de hecho, bajan en la medida en que aumentan sus familias y crecen sus necesidades. En realidad, son muy pocos los obreros que pueden, a título de excepción, participar en tales sociedades. Por una parte, sus ingresos son demasiado bajos, y, por otra, son de naturaleza demasiado incierta para poder asumir compromisos por una duración de doce años y medio. Las pocas excepciones en que esto no es válido, son los obreros mejor pagados o los capataces[****].

Se ve claramente, por lo demás, que los bonapartistas de la ciudad obrera de Mulhouse no son más que unos pobres imitadores de las sociedades de construcción de los pequeños burgueses ingleses. Con la sola diferencia de que, a pesar de la ayuda que les presta el Estado, estafan todavía más a sus clientes que las sociedades de construcción inglesas. Sus condiciones son, en suma, menos liberales que las que prevalecen por término medio en Inglaterra. Mientras que en Inglaterra se tiene en cuenta el interés simple y compuesto de los pagos efectuados y todo esto es reembolsado mediante previo aviso de un mes, los fabricantes de Mulhouse se embolsan los intereses simples y compuestos y no reembolsan más que las entregas efectuadas en monedas sonantes de cinco francos. Y nadie se extrañará más de esta diferencia que el propio Sr. Sax, quien menciona todo esto en su libro sin enterarse.

La mutualidad obrera, pues, tampoco sirve. Queda el apoyo del Estado. ¿Qué nos ofrece el Sr. Sax, en este terreno? Tres cosas:

«Primero: el Estado ha de prever en su legislación y en su administración que todo cuanto, de una manera o de otra, conduce a aumentar la penuria de la vivienda de las clases trabajadoras sea abolido o remediado en forma apropiada» (pág. 187)

O sea: revisión de la legislación que concierne a la construcción de viviendas y libertad para la industria de la construcción, a fin de que las obras resulten más baratas. Pero en Inglaterra esta legislación está reducida al mínimo y la industria de la construcción es libre cual pájaro en el aire, y esto no impide que exista penuria de la vivienda. Además, en Inglaterra se construye tan barato que las casas tiemblan cuando pasa una carreta, y no transcurre día sin que se hundan algunas. Todavía ayer, 25 de octubre de 1872, en Manchester, se hundieron de una vez seis casas y seis obreros resultaron gravemente heridos. Así pues, tampoco esto sirve.

«Segundo: el poder del Estado debe impedir que cualquiera, en su individualismo limitado, difunda o provoque este mal».

O sea: inspeccionar las viviendas obreras por las autoridades de sanidad y por los inspectores de la construcción; conferir a las autoridades facultad para cerrar las viviendas malsanas y en mal estado de construcción, como se ha practicado en Inglaterra desde 1857. Pero ¿cómo fue practicado esto en realidad? La primera ley de 1855 (Nuisances Removal Act [*****]) ha sido «letra muerta», como reconoce el propio Sr. Sax, lo mismo que la segunda ley de 1858 (Local Government Act [******]) (pág. 197). El Sr. Sax cree, en cambio, que la tercera ley (Artisans’ Dwellings Act [******]), que rige únicamente para las ciudades de más de 10.000 habitantes, es «por cierto una prueba favorable de la profunda comprensión de las cuestiones sociales por el parlamento británico» (pág. 199). Pero en realidad, esta afirmación no constituye más que una «prueba favorable» del absoluto desconocimiento de las «cuestiones» inglesas por el Sr. Sax. Ni que decir tiene que Inglaterra es mucho más avanzada que el continente en cuanto a «cuestiones sociales». Inglaterra es la patria de la gran industria moderna; allí es donde el modo de producción capitalista se ha desarrollado más libre y ampliamente, y es allí también donde las consecuencias de este modo de producción se han manifestado más claramente y donde primero han provocado, por lo tanto, una reacción legislativa. La mejor prueba nos la ofrece la legislación fabril. Pero si el Sr. Sax piensa que basta con que un acta parlamentaria tenga fuerza de ley para encontrar inmediatamente su aplicación en la práctica, se equivoca de medio a medio. Y esto puede aplicarse al Local Government Act mejor que a ninguna otra acta parlamentaria (a excepción, en todo caso, del Workshops’ Act [*******]). La aplicación de esta ley se encomendó a las autoridades municipales, las cuales constituyen en casi toda Inglaterra el centro reconocido de la corrupción en todas sus formas, del nepotismo y del jobbery [*********]. Los agentes de estas autoridades municipales, que debían su cargo a toda clase de consideracionos de familia, o bien eran incapaces o bien no tenían el propósito de aplicar tales leyes sociales, mientras que en Inglaterra, precisamente, los funcionarios del Estado encargados de la preparación y de la aplicación de las leyes sociales se distinguen generalmente por un cumplimiento estricto de su deber, a pesar de que esto sea hoy menos cierto que hace veinte o treinta años. En los ayuntamientos, los propietarios de casas insalubres o ruinosas están casi siempre poderosamente representados, directa o indirectamente. La elección de ayuntamientos por pequeñas circunscripciones hace que los elegidos dependan de los más menudos intereses e influencias locales. Ningún concejal que pretenda ser reelegido se atreverá a votar la aplicación de esta ley social en su circunscripción. Se comprende así la resisteneia con que tropezó esta ley en casi todas partes entre las autoridades locales. Hasta ahora, solamente en los casos más escandalosos —a menudo después de haberse declarado una epidemia, como el año pasado en Manchester y en Salford, donde cundió la viruela— ha sido aplicada la ley. Los recursos ante el ministro del Interior, hasta el presente, sólo han dado resultado en casos parecidos, pues el principio de todo Gobierno liberal en Inglaterra es no proponer leyes de reformas sociales más que obligado por la necesidad más apremiante, y hacer todo lo posible para no aplicar las ya existentes. La ley en cuestión, como otras muchas en Inglaterra, sólo tiene valor por cuanto en manos de un gobierno dominado o presionado por los obreros, y que realmente la aplique al fin, se convertirá en un arma poderosa capaz de abrir brecha en el orden social presente.

«En tercer lugar», el poder del Estado debe, según el Sr. Sax, «aplicar en la más vasta escala todas las medidas positivas de que dispone para remediar la actual penuria de la vivienda».

Dicho de otro modo, el Estado debe construir cuarteles, «verdaderos edificios modelos, para «sus funcionarios inferiores y servidores» (¡pero éstos no son obreros!) y «conceder créditos a los organismos municipales, a las sociedades y también a particulares, con el fin de mejorar las viviendas de las clases trabajadoras» (pág. 203), tal como se hace en Inglaterra según el Public Works Loan Act [*********] y como lo hizo Luis Bonaparte en París y en Mulhouse. Pero, el Public Works Loan Act tampoco existe más que sobre el papel. El Gobierno pone a disposición de los comisarios a lo sumo 50.000 libras esterlinas, o sea, lo necesario para construir 400 cottages como máximo; así, en cuarenta años tendremos 16.000 cottages o habitaciones para 80.000 personas todo lo más: ¡una gota de agua en el mar! Aún admitiendo que, al cabo de 20 años, los medios financieros de la comisión se hayan duplicado gracias a los reembolsos, y que se pueda así, en el transcurso de los 20 años siguientes, construir habitaciones para 40.000 personas más, esto seguirá siendo una gota en el mar. Y como los cottages no duran por término medio más allá de 40 años, después de ese plazo se necesitarán cada año cincuenta o cien mil libras esterlinas líquidas para reemplazar los cottages más viejos y ruinosos. Es esto lo que el Sr. Sax llama en la página 203 aplicar correctamente el principio en la práctica «y en proporciones ilimitadas». Después de confesar que el Estado, incluso en Inglaterra, no ha realizado prácticamente nada en «proporciones ilimitadas», el Sr. Sax termina su libro, aunque no sin haber lanzado antes otro sermón a todos los interesados [**********].

Es claro como la luz del día que el Estado actual no puede ni quiere remediar la plaga de la vivienda. El Estado no es otra cosa que el poder organizado conjunto de las clases poseedoras, de los terratenientes y de los capitalistas, dirigido contra las clases explotadas, los campesinos y los obreros. Lo que los capitalistas (y sólo de éstos se trata aquí, pues los terratenientes que  también participan en este asunto aparecen ante todo como capitalistas) tomados individualmente no quieren, su Estado no lo quiere tampoco. Si, pues, los capitalistas aislados deploran la miseria de la vivienda, pero apenas hacen nada para paliar aunque sea superficialmente sus consecuencias más espantosas, el capitalista conjunto, el Estado, no hará mucho más. El Estado se preocupará todo lo más de conseguir que las medidas de uso corriente, con las que se obtiene un paliativo superficial, sean aplicadas en todas partes de manera uniforme y ya hemos visto que efectivamente es así.

Podría objetarse que en Alemania todavía no impera la burguesía, que el Estado es allí todavía un poder en cierta medida independiente y situado por encima de la sociedad, y que, por esta razón, representa los intereses conjuntos de la misma y no los de una sola clase. Tal Estado podría hacer lo que no puede un Estado burgués; y se tiene perfecto derecho a esperar de él cosas muy distintas también en el dominio social.

Este es el lenguaje de los reaccionarios. En realidad, el Estado, tal como existe en Alemania, es igualmente un producto necesario de la base social de la que se ha originado. En Prusia —y Prusia tiene hoy una significación decisiva— existe junto a una nobleza latifundista, todavía poderosa, una burguesía relativamente joven y notablemente cobarde que, hasta el presente, no se ha apropiado ni el poder político directo, como en Francia, ni el más o menos indirecto, como en Inglaterra. Pero junto a estas dos clases, hay un proletariado intelectualmente muy desarrollado, que crece rápidamente y se organiza cada día más. Encontramos aquí, pues, junto a la condición fundamental de la antigua monarquía absoluta: el equilibrio entre la nobleza terrateniente y la burguesía, la condición fundamental del bonapartismo moderno: el equilibrio entre la burguesía y el proletariado. Pero lo mismo en la antigua monarquía absoluta que en la monarquía bonapartista moderna, el verdadero poder gubernamental se encuentra en manos de una casta particular de oficiales y de funcionarios que en Prusia se recluta en parte entre sus propias filas, en parte entre la pequeña nobleza de mayorazgo, más raramente entre la gran nobleza, y en menor medida aún entre la burguesía. La autonomía de esta casta, que parece mantenerse fuera y, por decirlo así, por encima de la sociedad, confiere al Estado un viso de autonomía respecto de la sociedad.

La forma de Estado que se ha desarrollado con la necesaria consecuencia en Prusia (y, siguiendo su ejemplo, en la nueva constitución imperial de Alemania), es, en estas condiciones sociales sumamente contradictorias, un constitucionalismo aparente. Una forma que es tanto la forma actual de descomposición de la antigua monarquía absoluta como la forma de existencia de la monarquía bonapartista. El constitucionalismo aparente de Prusia fue, de 1848 a 1866, la forma que encubrió y facilitó la lenta descomposición de la monarquía absoluta. Pero, desde 1866, y sobre todo desde 1870, la subversión de las condiciones sociales, y por tanto la descomposición del antiguo Estado, se muestra a los ojos de todos y toma proporciones gigantescas. El rápido desarrollo de la industria y principalmente de los negocios bursátiles fraudulentos precipitó a todas las clases dominantes en el torbellino de la especulación. La corrupción en gran escala importada de Francia en 1870 se desarrolla con un ritmo inaudito. Strousberg y Pereire se tienden la mano. Ministros, generales, príncipes y condes compiten en las especulaciones bursátiles con los bolsistas judíos más tramposos, a los cuales reconoce el Estado la igualdad haciéndoles barones al por mayor. Los aristócratas rurales, dedicados desde hace mucho a la industria, como fabricantes de azúcar de remolacha o destiladores de aguardiente, han olvidado desde hace mucho los buenos tiempos de otra época y adornan hoy con sus nombres las listas de directores de toda clase de sociedades por acciones, sean o no respetables. La burocracia, que desdeña cada vez más los desfalcos como único medio de mejorar su sueldo, vuelve la espalda al Estado y se dedica a la caza de puestos más lucrativos en la administración de las empresas industriales; los burócratas que quedan en activo siguen el ejemplo de sus jefes: especulan con las acciones, o bien «participan» en los ferrocarriles, etc. Incluso tiene fundamento creer que los tenientes mismos meten sus finas manos en alguna especulación. En suma, la descomposición de todos los elementos del antiguo Estado, la transición de la monarquía absoluta a la monarquía bonapartista está en plena marcha, y en la próxima gran crisis industrial y comercial se hundirán, no solamente las estafas actuales, sino también el viejo Estado prusiano[***********].

¿Y es este Estado, cuyos elementos no burgueses se aburguesan cada día más, quien ha de resolver la «cuestión social», o siquiera la cuestión de la vivienda? Al contrario. En todas las cuestiones económicas el Estado prusiano cae cada vez más en manos de la burguesía; y si, como es el caso, la legislación posterior a 1866 en el orden económico no se ha adaptado aún más a los intereses de la burguesía, ¿de quién es la culpa? En gran parte corresponde a la burguesía misma, la cual, en primer lugar, es demasiado cobarde para defender enérgicamente sus reivindicaciones, y, en segundo término, se resiste a toda concesión que pueda dar al mismo tiempo nuevas armas al proletariado amenazador. Y si el poder del Estado, es decir, Bismarck, intenta organizar un proletariado a su servicio, para poner freno a la acción política de la burguesía, ¿qué es esto sino un procedimiento bonapartista, necesario y bien conocido, que no obliga a nada más, respecto de los obreros, que a unas cuantas frases complacientes y, todo lo más, a un apoyo mínimo del Estado a sociedades para la construcción de viviendas a lo Luis Bonaparte?

No se encuentra mejor demostración de lo que los obreros pueden esperar del Estado prusiano, que la utilización de los miles de millones de francos franceses [29], que han dado a la independencia de la máquina del Estado prusiano respecto de la sociedad una nueva y breve prórroga. ¿Ha habido un solo tálero de estos miles de millones que fuese empleado en construir un refugio para las familias obreras berlinesas lanzadas a la calle? Muy al contrario. Cuando llegó el otoño, el propio Estado hizo demoler las pocas miserables barracas que durante el verano les habían servido de vivienda ocasional. Los cinco mil millones han seguido el camino trillado, y se han ido rápidamente en fortificaciones, en cañones y en soldados; y a pesar de las botaratadas de Wagner [30], a pesar de las conferencias de Stieber con Austria [31], no se utilizará de estos miles de millones en favor de los obreros alemanes ni siquiera lo que Luis Bonaparte consagró a los obreros franceses de los millones que estafó a Francia.


NOTAS

[*] Sociedades constructoras de viviendas. (N. de la Edit.)

[**] Asociaciones para la adquisición de casas. (N. de la Edit.)

[***] Sociedad de Construcción Birkbeck. (N. de la Edit.)

[****] Añadiré aquí unos pocos datos relativos a la actividad de estas sociedades, principalmente de las londinenses. Como se sabe, casi todos los terrenos de la ciudad de Londres pertenecen aproximadamente a una docena de aristócratas, entre los cuales figuran como los más elevados, los duques de Westminster, de Bedford, de Portland, etc. Estos empezaron alquilando terrenos para la edificación por 99 años y, al vencimiento de este plazo, se han convertido en propietarios de los terrenos y de todo lo que había encima. Alquilaron después las casas por un plazo más corto, 39 años por ejemplo, y según un contrato de los llamados de arriendo con reparación (repairing lease), por virtud del cual el arrendatario de la casa debe ponerla y mantenerla en buen estado. A la firma del contrato, el propietario envía a su arquitecto y a un inspector (surveyor) de la policía de la construcción del distrito para inspeccionar la casa y fijar las reparaciones necesarias. Estas son a menudo de gran envergadura y exigen incluso el revoque de toda la fachada, la renovación del tejado, etc. El arrendatario deposita entonces el contrato de arrendamiento como garantía en una sociedad de construcción y recibe de ésta en préstamo el dinero necesario —hasta mil libras esterlinas y aún más por un alquiler anual de 130 a 150 libras— para efectuar a su costa las reparaciones estipuladas. Estas sociedades de construcción se han convertido así en un intermediario importante dentro de un sistema cuya finalidad es renovar y mantener en buen estado las casas de Londres, propiedad de los grandes aristócratas latifundistas, sin ningún esfuerzo por parte de éstos y exclusivamente a expensas del público.

¡Y esto es lo que se propone como solución del problema de la vivienda para los obreros! (Nota de Engels para la edición de 1887.)

III

En realidad la burguesía no conoce más que un método para resolver a su manera la cuestión de la vivienda, es decir, para resolverla de tal suerte que la solución cree siempre de nuevo el problema. Este método se llama Haussmann.

Entiendo aquí por Haussmann, no solamente la manera específica bonapartista del Haussmann parisino de trazar calles anchas, largas y rectas a través de los barrios obreros construidos estrechamente, y bordearlas a cada lado con edificios lujosos; su finalidad, aparte la de carácter estratégico tendente a hacer más difícil la lucha de barricadas, era formar un proletariado de la construcción específicamente bonapartista y dependiente del Gobierno, y asimismo transformar París en una ciudad de lujo. Entiendo por Haussmann la práctica generalizada de abrir brechas en barrios obreros, particularmente los situados en el centro de nuestras grandes ciudades, ya responda esto a una atención de salud pública o de embellecimiento o bien a una demanda de grandes locales de negocios en el centro, o bien a unas necesidades de comunicaciones, como ferrocarriles, calles, etc. El resultado es en todas partes el mismo, cualquiera que sea el motivo invocado: las callejuelas y los callejones sin salida más escandalosos desaparecen y la burguesía se glorifica con un resultado tan grandioso; pero…. callejuelas y callejones sin salida reaparecen prontamente en otra parte, y muy a menudo en lugares muy próximos.

En «La situación de la clase obrera en Inglaterra» he hecho una descripción del Manchester de 1843 y 1844. Posteriormente, las líneas de ferrocarril que pasan a través de la ciudad, la construcción de nuevas calles y la erección de grandes edificios públicos y privados han hecho que algunos de los peores barrios que mencionaba hayan sido cruzados, aireados y mejorados; otros fueron enteramente derribados; pero todavía hay muchos que se encuentran en el mismo estado de decrepitud, si no peor que antes, a pesar de la vigilancia de la inspección sanitaria, que se ha hecho más estricta. Por otra parte, como resultado de la enorme extensión de la ciudad, cuya población ha aumentado en más de la mitad, barrios que entonces eran todavía aireados y limpios, están hoy tan sucios, tan obstruidos y superpoblados como lo estaban en otro tiempo las partes de peor fama de la ciudad. He aquí un ejemplo: en las páginas 80 y siguientes de mi libro he descrito un grupo de casas situado en la parte baja del valle del río Medlock, llamado Little Ireland (Pequeña Irlanda), que durante años había sido la vergüenza de Manchester. Little Ireland ha desaparecido hace mucho tiempo. En su lugar, elevada sobre altos cimientos, hay actualmente una estación de ferrocarril. La burguesía se vanagloriaba de la feliz y definitiva desaparición de Little Ireland como de un gran triunfo. Pero he aquí que el verano último se produjo una formidable inundación como suelen ocasionar año tras año, y por razones fácilmente explicables, los ríos canalizados que cruzan nuestras grandes ciudades. Y entonces se descubrió que Little Ireland no había desaparecido en absoluto sino que, simplemente, se había trasladado de la parte sur de Oxford Road a la parte norte, donde seguía prosperando. Escuchemos lo que dice el «Weekly Times» de Manchester, del 20 de julio de 1872, órgano de la burguesía radical de la ciudad:

«Cabe esperar que la desgracia que ha caído sobre la población del valle bajo del río Medlock el sábado último tenga una consecuencia feliz: atraer la atención pública sobre el escarnio evidente de todas las leyes de la higiene, que hace tanto tiempo se ha tolerado ante las narices de los funcionarios municipales y del comité sanitario de la municipalidad. En un tajante artículo de nuestra edición diurna de ayer se reveló, aunque apenas con la debida energía, la situación ignominiosa de algunos de los sótanos-vivienda,  inundados por las aguas en las calles Charles y Brook. Una encuesta nuinuciosa, hecha en uno de los patios citados en dicho artículo, nos autoriza a confirmar cuanto en él se relató y a declarar que hace mucho tiempo que estos sótanos-vivienda deberían haber sido cerrados. Mejor dicho, no se hubiera debido tolerarlos jamás como habitaciones humanas. Squire’s Court está formado por siete u ocho casas de habitación situadas en el ángulo de las calles Charles y Brook. El viandante, incluso en el lugar más bajo de la calle Brook, bajo el puente del ferrocarril, puede pasar por allí un día tras otro sin sospechar que allí, bajo sus pies en unas cuevas, viven seres humanos. El patio escapa a la mirada del público y no es accesible sino a aquellos a quienes la miseria obliga a buscar un refugio en su aislamiento supulcral. Incluso cuando las aguas del Medlock, habitualmente estancadas entre los diques, no pasan de su nivel habitual, el piso de estas viviendas no sobrepasa el nivel del río más que algunas pulgadas. Cualquier chaparrón puede obligar a estas aguas horriblemente pútridas a remontar desagües y canalizaciones emanando en las viviendas gases pestilentes, recuerdo que deja tras sí toda inundación… Squire’s Court se encuentra a un nivel aún más bajo que los sótanos no habitados de las casas de la calle Brook… a viente pies por debajo de la calle, y el agua pestilente que subió el sábado por los desagües y las canalizaciones ha llegado hasta los techos. Lo sabíamos y esperábamos, pues, encontrar el patio deshabitado o bien ocupado solamente por los empleados del comité sanitario para limpiar y desinfectar las paredes malolientes. En vez de esto, en el sótano-vivienda de un barbero vimos a un hombre ocupado en… cargar en una carretilla un montón de basura putrefacta que se hallaba en un rincón. El barbero, cuyo sótano estaba ya más o menos limpio, nos envió más abajo todavía, a una serie de viviendas, de las cuales nos dijo que si supiera escribir escribiría a los periódicos para exigir su clausura. Llegamos así, finalmente, a Squire’s Court, donde encontramos una bella irlandesa de aspecto lozano, lavando ropa. Ella y su marido, un guarda nocturno, habían vivido en el patio durante seis años y tenían una familia numerosa… En la casa que acababan de dejar, las aguas habían subido hasta el tejado, las ventanas estaban rotas y los muebles no eran más que un montón de ruinas. Según nos dijo el hombre, el inquilino no había podido hacer su casa soportable, en lo que se refería al hedor, más que blanqueándola con cal cada dos meses… En el patio interior, a donde nuestro redactor llegó entonces, encontró tres casas cuyo muro posterior tocaba a la casa descrita anteriormente. Dos de ellas estaban habitadas. El hedor era tan grande que el hombre más resistente no podía sustraerse a las náuseas al cabo de algunos minutos… Este agujero repelente estaba habitado por una familia de siete personas, que el jueves por la noche (el día de la primera inundación) habían dormido en la casa. O más exactamente, como rectificó la mujer, no durmieron, pues ella y su marido no habían cesado de vomitar durante una gran parte de la noche a consecuencia del mal olor. El sábado, cuando ya les llegaba el agua hasta el pecho, hubieron de llevar sus niños al exterior. La mujer tenía igualmente la opinión de que en aquel lugar no podían vivir ni los cerdos, pero que dada la baratura del alquiler —un chelín y medio a la semana— lo habían alquilado, sobre todo porque en los últimos tiempos su marido, enfermo, no podía trabajar. La impresión que producen este patio y sus habitantes, enterrados como si estuviesen en una tumba prematura, es de una extrema desesperanza. Por lo demás debemos decir que, según nuestras observaciones, Squire’s Court no es más que un caso típico —tal vez extremo— de lo que ocurre en toda una serie de localidades de esta región, y cuya existencia no podría justificar nuestro comité sanitario. Y si se tolera que estos locales sigan habitados, el comité asume una gran responsabilidad, y el vecindario quedará expuesto al peligro de epidemia, sobre cuya gravedad consideramos inútil insistir».

He aquí un ejemplo elocuente de la manera cómo la burguesía resuelve en la práctica la cuestión de la vivienda. Todos estos focos de epidemia, esos agujeros y sótanos inmundos, en los cuales el modo de producción capitalista encierra a nuestros obreros noche tras noche, no son liquidados, sino solamente… desplazados. La misma necesidad económica que los había hecho nacer en un lugar los reproduce más allá; y mientras exista el modo de producción capitalista, será absurdo querer resolver aisladamente la cuestión de la vivienda o cualquier otra cuestión social que afecte la suerte del obrero. La solución reside únicamente en la abolición del modo de producción capitalista, en la apropiación por la clase obrera misma de todos los medios de subsistencia y de trabajo.


[*****] Ley sobre la eliminación de los focos de infección. (N. de la Edit.)

[******] Ley sobre la administración local. (N. de la Edit.)

[*******] Ley sobre las viviendas de los artesanos. (N. de la Edit.)

[********] Ley sobre los talleres. (N. de la Edit.)

[*********] Jobbery significa servirse de un cargo público en interés privado del funcionario o de su familia. Si, por ejemplo, el jefe de la administración de Telégrafos de un Estado se asocia secretamente con una fábrica de papel, le entrega madera de sus bosques y le hace pedidos de papel para las oficinas de Telégrafos, tenemos aqui un «job» (negocio) bastante pequeño, bien es cierto, pero suficiente para darnos una idea cabal de los principios del jobbery, idea que, por lo demás, sería natural en Bismarck y podría esperarse de él.

[**********] Ley sobre los créditos para obras públicas. (N. de la Edit.)

[***********] Ultimamente, en las actas del parlamento inglés —que han conferido a las autoridades londinenses encargadas de las cuestiones de la vivienda el derecho de expropiación con vistas al trazado de nuevas calles— se ha empezado a prestar cierta atención a los obreros que a consecuencia de esto se quedan sin vivienda. Se ha dispuesto que las nuevas viviendas que sean construidas habrán de ser apropiadas para albergar a las clases de la población que vivían en los inmuebles destruidos. Se están construyendo pues, en los terrenos de menos valor, grandes cuarteles-vivienda de cinco o seis pisos para los obreros, cumpliéndose así la letra de la ley. Queda por saber cuál será el resultado de esta iniciativa, a la que los obreros no están habituados y que es tan poco común en las antiguas condiciones de Londres. No obstante, en el mejor de los casos, los nuevos edificios apenas proporcionarán alojamiento para la cuarta parte de los obreros desalojados por el nuevo trazado de las calles. (Nota de Engels para la edición de 1887.)

[*************] Lo que hace que todavía hoy, en 1886, el Estado prusiano y su base la alianza de la gran propiedad territorial y el capital industrial, sellada con la protección aduanera, se mantengan juntos, es sólo el miedo al proletariado, que desde 1872 se ha desarrollado enormemente en número y en conciencia de clase. (Nota de Engels para la edición de 1887.)

[29] 128. Se alude al tratado preliminar de paz entre Francia y Alemania firmado en Versalles el 26 de febrero de 1871 por Thiers y J. Favre, de una parte, y Bismarck, de otra. Según las condiciones del tratado, Francia cedía a Alemania el territorio de Alsacia y la parte oriental de Lorena y le pagaba una contribución de guerra de 5 mil millones de francos. El tratado definitivo de paz fue firmado en Francfort del Meno el 10 de mayo de 1871.- 193, 222, 314, 371

[30] 263. Engels se refiere a las afirmaciones de Wagner en varios libros e intervenciones de que la reanimación de la coyuntura en Alemania después de la guerra franco-prusiana y, sobre todo, merced a los 5 mil millones de francos de contribución de guerra mejoraría considerablemente la situación de los trabajadores.- 371.

[31] 264. Trátase de las negociaciones entre los emperadores alemán y austríaco y sus cancilleres en agosto de 1871, en Gastein, y en septiembre de 1871, en Salzburgo. Engels las califica de conferencias «a lo Stieber», que es como se llamaba el jefe de la policía política prusiana. Con eso, Engels subraya el carácter reaccionario policíaco de las mismas.- 371.

Escrito por Engels de mayo 1872 a enero de 1873. Publicado por vez primera en el periódico Volkstaat, núms. 51-53, 103 y 104, del 26 y 29 de junio, 3 de julio, 25 y 28 de diciembre de 1872; núms. 2, 3, 12, 13, 15 y 16 del 4 y 8 de enero, 8, 12, 19 y 22 de febrero de 1873 y en tres sobretiros aparte, publicados en Leipzig en 1872 y 1873.

Traducción del Marxist Internet Archive.

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