Contribución al problema de la vivienda. Primera parte

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  • Cómo resuelve Proudhon el problema de la vivienda.

Friedrich Engels

En los números 10 y siguientes del Volksstaat ha sido publicada una serie de seis artículos sobre el problema de la vivienda. Estos artículos sólo merecen que se les preste atención por cuanto constituyen —abstracción hecha de algunos escritos de género seudoliterario pertenecientes a la década del cuarenta y olvidados desde hace mucho tiempo— el primer intento de trasplantar a Alemania la escuela de Proudhon. Hay en ello una regresión tan enorme en relación con todo el desarrollo del socialismo alemán, el cual hace ya veinticinco años asestó un golpe decisivo[*] precisamente a las concepciones proudhonianas, que vale la pena oponerse inmediatamente a esta tentativa.

La llamada penuria de la vivienda, que representa hoy un papel tan grande en la prensa, no consiste en que la clase obrera en general viva en malas viviendas, superpobladas e insalubres. Esta penuria de la vivienda no es peculiar del momento presente; ni siquiera es una de las miserias propias del proletariado moderno a diferencia de todas las clases oprimidas del pasado; por el contrario, ha afectado de una manera casi igual a todas las clases oprimidas de todos los tiempos. Para acabar con esta penuria de la vivienda no hay más que un medio: abolir la explotación y la opresión de las clases laboriosas por la clase dominante. Lo que hoy se entiende por penuria de la vivienda es la particular agravación de las malas condiciones de habitación de los obreros a consecuencia de la afluencia repentina de la población hacia las grandes ciudades; es el alza formidable de los alquileres, una mayor aglomeración de inquilinos en cada casa y, para algunos, la imposibilidad total de encontrar albergue. Y esta penuria de la vivienda da tanto que hablar porque no afecta sólo a la clase obrera, sino igualmente a la pequeña burguesía.

La penuria de la vivienda para los obreros y para una parte de la pequeña burguesía de nuestras grandes ciudades modernas no es más que uno de los innumerables males menores y secundarios originados por el actual modo de producción capitalista. No es una consecuencia directa de la explotación del obrero como tal obrero por el capitalista. Esta explotación es el mal fundamental que la revolución social quiere suprimir mediante la abolición del modo de producción capitalista. Más la piedra angular del modo de producción capitalista reside en que el orden social presente permite a los capitalistas comprar por su valor la fuerza de trabajo del obrero, pero también extraer de ella mucho más que su valor, haciendo trabajar al obrero más tiempo de lo necesario para la reproducción del precio pagado por la fuerza de trabajo. La plusvalía producida de esta manera se reparte entre todos los miembros de la clase capitalista y los propietarios territoriales, con sus servidores a sueldo, desde el Papa y el emperador hasta el vigilante nocturno y demás. No nos interesa examinar aquí cómo se hace este reparto; lo cierto es que todos los que no trabajan sólo pueden vivir de la parte de esta plusvalía que de una manera o de otra les toca en suerte. (Véase «El Capital», de Marx, donde esta cuestión se esclarece por primera vez.)

El reparto de la plusvalía producida por los obreros y que se les arranca sin retribución, se efectúa entre las clases ociosas en medio de las más edificantes disputas y engaños recíprocos. Como este reparto se hace por medio de la compra y de la venta, uno de sus principales resortes es el engaño del comprador por el vendedor, engaño que, en el comercio al por menor, y principalmente en las ciudades grandes, se ha convertido hoy en una necesidad vital para el vendedor. Pero cuando el obrero es engañado por su panadero o por su tendero en el precio o en la calidad de la mercancía, esto no le ocurre por su calidad específica de obrero. Por el contrario, tan pronto como cierto grado medio de engaño se convierte en algún sitio en regla social, es inevitable que, con el tiempo, este engaño quede compensado por un aumento correspondiente del salario. El obrero aparece, frente al tendero, como un comprador, es decir, como un poseedor de dinero o de crédito y, por consiguiente, no como un obrero, como un vendedor de fuerza de trabajo. El engaño puede afectarle, como en general a las clases pobres, más que a las clases ricas de la sociedad, pero no se trata de un mal que afecte sólo al obrero, que sea exclusivo de su clase.

Ocurre exactamente lo mismo con la penuria de la vivienda. La extensión de las grandes ciudades modernas da a los terrenos, sobre todo en los barrios del centro, un valor artificial, a veces desmesuradamente elevado; los edificios ya construidos sobre estos terrenos, lejos de aumentar su valor, por el contrario lo disminuyen, porque ya no corresponden a las nuevas condiciones, y son derribados para reemplazarlos por nuevos edificios. Y esto ocurre, en primer término, con las viviendas obreras situadas en el centro de la ciudad, cuyos alquileres, incluso en las casas más superpobladas, nunca pueden pasar de cierto máximo, o en todo caso sólo de una manera en extremo lenta. Por eso son derribadas, para construir en su lugar tiendas, almacenes o edificios públicos. Por intermedio de Haussmann, el bonapartismo explotó extremadamente esta tendencia en París, para la estafa y el enriquecimiento privado. Pero el espíritu de Haussmann se paseó también por Londres, Manchester y Liverpool; en Berlín y Viena parece haberse instalado como en su propia casa. El resultado es que los obreros van siendo desplazados del centro a la periferia; que las viviendas obreras y, en general, las viviendas pequeñas, son cada vez más escasas y más caras, llegando en muchos casos a ser imposible hallar una casa de ese tipo, pues en tales condiciones, la industria de la construcción encuentra en la edificación de casas de alquiler elevado un campo de especulación infinitamente más favorable, y solamente por excepción construye casas para obreros.

Así pues, esta penuria de la vivienda afecta a los obreros mucho más que a las clases acomodadas; pero, al igual que el engaño del tendero, no constituye un mal que pesa exclusivamente sobre la clase obrera. Y en la medida en que le concierne, al llegar a cierto grado y al cabo de cierto tiempo, deberá producirse una compensación económica.

Son éstos, precisamente, los males comunes a la clase obrera y a las otras clases, en particular a la pequeña burguesía, de los que prefiere ocuparse el socialismo pequeñoburgués, al que pertenece también Proudhon. Y no es por casualidad por lo que nuestro proudhoniano alemán[**] toma de preferencia la cuestión de la vivienda —que, como hemos visto, no es en modo alguno una cuestión exclusivamente obrera— y hace de ella, por el contrario, un problema puro y exclusivamente obrero.

«El inquilino es para el propietario lo que el asalariado es para el capitalista».

Esto es absolutamente falso.

En la cuestión de la vivienda tenemos dos partes que se contraponen la una a la otra: el inquilino y el arrendador o propietario. El primero quiere comprar al segundo el disfrute temporal de una vivienda. Posee dinero o crédito, incluso si ha de comprar este crédito al mismo arrendador a un precio usurario y en forma de un aumento del alquiler. Se trata de una sencilla venta de mercancía y no de una transacción entre un proletario y un burgués, entre un obrero y un capitalista. El inquilino —incluso si es obrero— aparece como una persona pudiente, que ha de haber vendido previamente su mercancía específica, la fuerza de trabajo, para poder presentarse, con el producto de su venta, como comprador del disfrute de una vivienda. O bien, ha de poder dar garantías sobre la venta próxima de esta fuerza de trabajo. Los resultados peculiares de la venta de la fuerza de trabajo a los capitalistas faltan aquí totalmente. El capitalista obliga, en primer término, a la fuerza de trabajo comprada a reproducir su valor y, en segundo lugar, a producir una plusvalía que queda temporalmente en sus manos, mientras es repartida entre los miembros de la clase capitalista. Aquí se produce, pues, un valor excedente; la suma total del valor existente resulta incrementada. Totalmente distinto es lo que ocurre con el alquiler de una vivienda. Cualquiera que sea el importe de la estafa sufrida por el inquilino, no puede tratarse sino de la transferencia de un valor que ya existe, previamente producido; la suma total del valor poseído conjuntamente por el arrendatario y el arrendador sigue siendo la misma. El obrero, tanto si su fuerza de trabajo le es pagada por el capitalista a un precio superior, como a un precio inferior o igual a su valor, resultará estafado en una parte del producto de su trabajo. El arrendatario sólo resultará estafado cuando se vea obligado a pagar su vivienda por encima de su valor. Por tanto, se falsean totalmente las relaciones entre arrendatario y arrendador cuando se intenta identificarlas con las que existen entre el obrero y el capitalista. En el primer caso nos encontramos, por el contrario, frente a un intercambio absolutamente normal de mercancías entre dos ciudadanos. Y este intercambio se efectúa según las leyes económicas que regulan la venta de las mercancías en general, y, en particular, la venta de la mercancía «propiedad del suelo». Los gastos de construcción y de conservación de la casa o de su parte en cuestión han de tenerse en cuenta en primer lugar; después, el valor del terreno, condicionado por el emplazamiento más o menos favorable de la casa; finalmente, y esto es lo decisivo, la relación entre la oferta y la demanda en el momento dado. Esta simple relación económica se refleja en la cabeza de nuestro proudhoniano de la siguiente manera:

«La casa, una vez construida, sirve de título jurídico eterno sobre una parte determinada del trabajo social, incluso si el valor real de la casa está más que suficientemente pagado al propietario en forma de alquileres desde hace mucho tiempo. Así ocurre que una casa construida, por ejemplo, hace cincuenta años, llega durante este tiempo, gracias a los alquileres, a cubrir dos, tres, cinco, diez veces, etc. su precio de coste inicial».

Aquí tenemos a Proudhon de cuerpo entero. En primer lugar, olvida que el alquiler ha de cubrir no solamente los intereses de los gastos de construcción de la casa, sino también las reparaciones, el término medio de las deudas incobrables y los alquileres no pagados, así como las pérdidas ocasionadas por las viviendas que quedan momentáneamente vacantes, y, finalmente, la amortización anual del capital invertido en la construcción de una casa que no es eterna, que resultará inhabitable con el tiempo y perderá, por consiguiente, todo su valor. En segundo lugar, olvida que los alquileres han de servir igualmente para cubrir los intereses del alza de valor del terreno sobre el cual se levanta la casa; que una parte de los alquileres consiste, pues, en renta del suelo. Bien es cierto que nuestro proudhoniano explica inmediatamente que, como este aumento de valor se produce sin que el propietario contribuya a él para nada, no le pertenece de derecho, sino que pertenece a la sociedad. Sin embargo, no se da cuenta de que de este modo reclama, en realidad, la abolición de la propiedad territorial. No nos extenderemos sobre esta cuestión, pues ello nos apartaría demasiado de nuestro tema. Nuestro proudhoniano olvida, finalmente, que en toda esta transacción no se trata en absoluto de comprar la casa a su propietario, sino solamente de su usufructo, por un tiempo determinado. Proudhon, que no se ha preocupado jamás de las condiciones reales, concretas, en que se desenvuelve todo fenómeno económico, no puede, naturalmente, explicarse cómo el precio de coste inicial de una casa puede, bajo determinadas circunstancias, cubrirse diez veces en el término de cincuenta años en forma de alquileres. En vez de investigar desde un punto de vista económico esta cuestión nada complicada y de establecer si está en contradicción, y de qué modo, con las leyes económicas, la esquiva saltando audazmente de la economía a la jurisprudencia: «La casa, una vez construida, sirve de título jurídico eterno» sobre un pago anual determinado. ¿Cómo ocurre esto, cómo la casa se convierte en un título jurídico? Proudhon no dice una palabra sobre el particular. Y es esto lo que debería, sin embargo, explicarnos. Si hubiera investigado, habría descubierto que todos los títulos jurídicos del mundo, por muy eternos que sean, no confieren a una casa la facultad de rendir en cincuenta años diez veces su precio de coste en forma de alquileres, sino que solamente ciertas condiciones económicas (que pueden muy bien ser reconocidas socialmente en forma de títulos jurídicos) pueden permitirlo. Y al llegar aquí se encontraría de nuevo en el punto de partida.

Toda la teoría de Proudhon está basada en este salto salvador que le lleva de la realidad económica a la fraseología jurídica. Cada vez que el valiente Proudhon pierde de vista la conexión económica —y esto le ocurre en todas las cuestiones serias— se refugia en el dominio del Derecho y acude a la justicia eterna.

«Proudhon va a buscar su ideal de justicia eterna —justice éternelle— en las relaciones jurídicas correspondientes a la producción mercantil, con la que —dicho sea de pasada— aporta la prueba, muy consoladora para todos los filisteos, de que la producción mercantil es tan necesaria como la propia justicia. Luego, volviendo las cosas del revés, pretende modelar la verdadera producción mercantil y el derecho real congruente con ella sobre la norma de este ideal. ¿Qué pensaríamos de un químico que, en vez de estudiar las verdaderas leyes de la asimilación y desasimilación de la materia, planteando y resolviendo a base de ellas determinados problemas concretos, pretendiese modelar la asimilación y desasimilación de la materia sobre las «ideas eternas» de la «naturalidad y de la afinidad»? ¿Es que averiguamos algo nuevo acerca de la usura con decir que la usura choca con la «justicia eterna» y la «eterna equidad», con la «mutualidad eterna» y otras «verdades eternas»? No; sabemos exactamente lo mismo que sabían los padres de la Iglesia cuando decían que chocaba con la «gracia eterna», la «fe eterna» y la «voluntad eterna de Dios». » (Marx, «El Capital», t. I, pág. 45)[***].

Nuestro proudhoniano[****] no va mucho más allá que su señor y maestro:

«El contrato de alquiler es una de las mil transacciones de trueque que son tan necesarias en la vida de la sociedad moderna como la circulación de la sangre en el cuerpo del animal. El interés de la sociedad exigiría, naturalmente, que todas estas transacciones estuvieran penetradas de la idea del derecho, es decir, que fueran siempre ultimadas según las exigencias estrictas de la justicia. En una palabra, la vida económica de la sociedad como dice Proudhon, debería elevarse a las alturas del derecho económico. En la realidad, como se sabe, ocurre todo lo contrario».

¿Podría creerse que a los cinco años de haber caracterizado Marx con tan pocas palabras y de manera tan acertada el proudhonismo, y justamente en este punto capital, hubiera sido todavía posible ver impreso en alemán tal tejido de confusiones? ¿Qué significa, pues, este galimatías? Unicamente que los cfectos prácticos de las leyes económicas que rigen la sociedad actual hieren de un modo evidente el sentimiento del derecho de nuestro autor y que éste abriga el piadoso deseo de que tal estado de cosas pueda corregirse de algún modo. ¡Así, si los sapos tuviesen cola, no serían sapos! Y el modo de producción capitalista, ¿no está «penetrado de una idea del derecho», principalmente la de su derecho específico a explotar a los obreros? Y si nuestro autor dice que ésta no es su idea del derecho, ¿hemos dado un paso adelante?

Pero volvamos a la cuestión de la vivienda. Nuestro proudhoniano da ahora libre curso a su «idea del derecho» y nos dedica esta patética declamación:

«Afirmamos sin la menor duda que no hay escarnio más terrible para toda la cultura de nuestro famoso siglo que el hecho de que, en las grandes ciudades, el noventa por ciento de la población y aún más no disponen de un lugar que puedan llamar suyo. El verdadero centro de la existencia familiar y moral, la casa y el hogar, es arrastrado a la vorágine social… En este aspecto nos encontramos muy por debajo de los salvajes. El troglodita tiene su caverna, el australiano su cabaña de adobe, el indio su propio hogar; el proletario moderno está prácticamente en el aire», etc.

En esta jeremiada tenemos al proudhonismo en toda su forma reaccionaria. Para crear la clase revolucionaria moderna del proletariado era absolutamente necesario que fuese cortado el cordón umbilical que ligaba al obrero del pasado a la tierra. El tejedor a mano, que poseía, además de su telar, una casita, un pequeño huerto y una parcela de tierra, seguía siendo, a pesar de toda la miseria y de toda la opresión política, un hombre tranquilo y satisfecho, «devoto y respetuoso», que se quitaba el sombrero ante los ricos, los curas y los funcionarios del Estado y que estaba imbuido de un profundo espíritu de esclavo. Es precisamente la gran industria moderna la que ha hecho del trabajador encadenado a la tierra un proletario proscrito, absolutamente desposeído y liberado de todas las cadenas tradicionales; es precisamente esta revolución económica la que ha creado las únicas condiciones bajo las cuales puede ser abolida la explotación de la clase obrera en su última forma: la producción capitalista. Y ahora llega nuestro plañidero proudhoniano y se lamenta, como de un gran paso atrás, de la expulsión del obrero de su casa y hogar, cuando ésta fue la condición primerísima de su emancipación espiritual.

Hace veintisiete años (en «La situación de la clase obrera en Inglaterra») he descrito, en sus rasgos fundamentales, este mismo proceso de expulsión del obrero de su hogar, tal como tuvo lugar en Inglaterra en el siglo XVIII. Las infamias cometidas durante este proceso por los propietarios de la tierra y los fabricantes, las nocivas consecuencias morales y materiales que de ello habían de seguirse, sobre todo en perjuicio de los obreros expropiados, hallaron su debido reflejo en dicha obra. Pero ¿podía ocurrírseme ver en este desarrollo histórico, absolutamente necesario en aquellas circunstancias, un paso atrás «muy por debajo de los salvajes»? Imposible. El proletario inglés de 1872 se halla a un nivel infinitamente más elevado que el tejedor rural de 1772, que poseía «casa y hogar». ¿Acaso el troglodita con su caverna, el australiano con su cabaña de adobe y el indio con su hogar propio harán una insurrección de Junio o una Comuna de París?

El burgués es el único que duda de que la situación material del obrero se haya hecho, en general, peor a partir de la introducción en gran escala de la producción capitalista. Pero ¿es ésta una razón para añorar las marmitas (igualmente magras) de Egipto, la pequeña industria rural, que sólo ha hecho nacer almas serviles, o los «salvajes»? Al contrario. Sólo este proletariado creado por la gran industria moderna, liberado de todas las cadenas heredadas, incluso de las que le ligaban a la tierra, y concentrado en las grandes ciudades, es capaz de realizar la gran revolución social que pondrá fin a toda explotación y a toda dominación de clase. Los antiguos tejedores rurales a mano, con su casa y su hogar, nunca hubieran podido realizarla; no hubieran podido concebir jamás tal idea y todavía menos hubieran querido convertirla en realidad.

Para Proudhon, por el contrario, toda la revolución industrial de los últimos cien años, el vapor, la gran producción fabril, que reemplaza el trabajo manual por las máquinas y multiplica por mil la productividad del trabajo, representan un acontecimiento sumamente desagradable, algo que en verdad no hubiera debido producirse. El pequeño burgués Proudhon desea un mundo en el que cada cual acabe un producto concreto, independiente, que sea inmediatamente consumible o intercambiable en el mercado. Y si cada cual recuperase todo el valor del producto de su trabajo con otro producto, la exigencia de la «justicia eterna» quedaría plenamente satisfecha y tendríamos el mejor de los mundos posibles. Pero este mejor de los mundos proudhoniano está ya aplastado en embrión por el pie del desarrollo progresivo de la industria que, en todas las ramas industriales importantes, ha destruido hace mucho tiempo el trabajo individual y lo destruye más cada día en las ramas más pequeñas, hasta en las menos importantes, sustituyéndolo con un trabajo social basado en el empleo de las máquinas y de las fuerzas dominadas de la naturaleza, y cuyo producto acabado, inmediatamente intercambiable o consumible, es obra común de numerosos individuos, por las manos de los cuales ha tenido que pasar. Gracias precisamente a esta revolución industrial, la fuerza productiva del trabajo humano ha alcanzado tal nivel que, con una división racional del trabajo entre todos, existe la posibilidad —por primera vez desde que hay hombres— de producir lo suficiente, no sólo para asegurar un abundante consumo a cada miembro de la sociedad y constituir un abundante fondo de reserva, sino también para que todos tengan además suficientes ocios, de modo que todo cuanto ofrece un valor verdadero en la cultura legada por la historia —ciencia, arte, formas de trato social, etc.— pueda ser no solamente conservado, sino transformado de monopolio de la clase dominante en un bien común de toda la sociedad y además enriquecido. Y llegamos con esto al punto esencial. En cuanto la fuerza productiva del trabajo humano ha alcanzado este nivel, desaparece todo pretexto para justificar la existencia de una clase dominante. La razón última invocada para defender las diferencias de clase ha sido siempre que hacía falta una clase que no se extenuara en la producción de su subsistencia diaria, a fin de tener tiempo para preocuparse del trabajo intelectual de la sociedad. A esta fábula, que ha encontrado hasta ahora una gran justificación histórica, la revolución industrial de los últimos cien años le ha cortado las raíces. El mantenimiento de una clase dominante es cada día más un obstáculo para el desarrollo de las fuerzas productivas industriales, así como de la ciencia, del arte y, en particular, de las formas elevadas de trato social. Jamás ha habido mayores palurdos que nuestros burgueses modernos.

Todo esto le tiene sin cuidado al amigo Proudhon. El quiere la «justicia eterna» y nada más. Cada cual ha de recibir a cambio de su producto el importe total de su trabajo, el valor íntegro de su trabajo. Pero calcular a cuánto asciende este valor en un producto de la industria moderna, es cosa complicada. La industria moderna oculta precisamente la parte de cada uno en el producto total, mientras que en el antiguo trabajo individual a mano quedaba claramente expresada en el producto elaborado. Además, la industria moderna elimina cada vez más el intercambio individual, sobre el cual se funda todo el sistema de Proudhon: el trueque directo entre dos productores, cada uno de los cuales toma el producto del otro para consumirlo. Por eso, a través de todo el proudhonismo pasa, como hilo de engarce, una aversión reaccionaria por la revolución industrial y el deseo, unas veces manifiesto y otras oculto, de arrojar fuera toda la industria moderna, como las máquinas de vapor, los telares mecánicos y otras calamidades, para volver al viejo y respetable trabajo manual. Que con esto perdamos novecientas noventa y nueve milésimas de la fuerza de producción y que toda la humanidad sea condenada a la peor esclavitud del trabajo, que el hambre se convierta en regla general, ¿qué importa, puesto que conseguimos organizar el intercambio de tal modo que cada cual reciba el «importe total de su trabajo» y se realice la «justicia eterna»? Fiat justitia, pereat mundus!

¡Hágase la Justicia y húndase el mundo!

Y el mundo se hundiría con la contrarrevolución de Proudhon, si ésta fuera realizable.

Es evidente, por otra parte, que incluso en la producción social condicionada por la gran industria moderna, cada cual puede tener asegurado el «importe total de su trabajo», en la medida en que estas palabras tienen sentido. Y sólo pueden tenerlo si se entienden más ampliamente, es decir, no que cada obrero en particular sea propietario del «importe total de su trabajo», sino que toda la sociedad, compuesta únicamente de obreros, esté en posesión del producto total de su trabajo, del cual una parte será distribuida para el consumo entre sus miembros, otra será consagrada a reemplazar y acrecer sus medios de producción y otra a constituir un fondo de reserva para la producción y el consumo.

* * *
 

Después de lo que antecede podemos ya prever de qué modo va a resolver nuestro proudhoniano la magna cuestión de la vivienda. De un lado, tenemos la reivindicación de que cada obrero posea una vivienda que le pertenezca en propiedad, a fin de que no sigamos estando por debajo de los salvajes. Del otro, tenemos la afirmación de que el hecho, por lo demás real, de que una casa pueda proporcionar, en forma de alquileres, dos, tres, cinco o diez veces su precio de coste inicial, reposa sobre un título jurídico y que éste se encuentra en contradicción con la «justicia eterna». La solución es simple. Abolimos el título jurídico y declaramos en nombre de la justicia eterna que el alquiler constituye una amortización del precio de la propia vivienda. Cuando han sido establecidas unas premisas que contienen ya la conclusión a que quiera llegarse, no se precisa una habilidad mayor que la de cualquier charlatán para sacar de la manga el resultado preparado con anticipación y jactarse de la lógica inquebrantable de la cual es producto.

Y esto es lo que aquí ocurre. La supresión de la vivienda de alquiler se proclama como una necesidad en el sentido de que cada arrendatario ha de convertirse en propietario de su vivienda. ¿Cómo se consigue ésto? Es muy sencillo:

«La vivienda de alquiler será rescatada… El antiguo propietario de la casa recibirá su valor hasta el último céntimo. En vez de representar el alquiler como ha ocurrido hasta ahora, el tributo pagado por el arrendatario al derecho eterno del capital, una vez proclamado el rescate de las viviendas de alquiler, la suma exactamente fijada y pagada por el arrendatario constituirá la anualidad por la vivienda que ha pasado a ser propiedad suya… La sociedad… se transformará así en un conjunto de propietarios de viviendas, libres e independientes».

El proudhoniano[*****] ve un crimen cometido contra la justicia eterna en el hecho de que un propietario, sin trabajar, pueda obtener una renta del suelo y un interés del capital invertido en su casa. Decreta que esto debe cesar: el capital invertido en casas no debe seguir produciendo interés y tampoco renta del suelo en la parte que representa terreno adquirido. Pero hemos visto que con esto el modo de producción capitalista, base fundamental de la sociedad actual, no resulta afectado en lo más mínimo. El eje en torno al cual gira la explotación del obrero es la venta de la fuerza de trabajo al capitalista y el uso que hace éste de dicha transacción, obligando al obrero a producir mucho más de lo que representa el valor pagado por la fuerza de trabajo. Es de esta transacción entre el capitalista y el obrero de donde resulta toda la plusvalía que se reparte después en forma de renta del suelo, de beneficio comercial, de interés del capital, de impuestos, etc., etc., entre las diferentes categorías de capitalistas y entre sus servidores. ¡Y he aquí ahora que nuestro proudhoniano piensa que si a una sola de estas categorías de capitalistas —y, de hecho, a la que no compra directamente ninguna fuerza de trabajo y, por consiguiente, no obliga a producir ninguna plusvalía— se le prohibiera realizar un beneficio o recibir un interés, habríamos dado un paso adelante! La masa de trabajo no pagado arrancado a la clase obrera seguiría siendo exactamente la misma, incluso si se suprimiese mañana la posibilidad para los propietarios de casas de reservarse una renta del suelo y un interés. Esto no impide en absoluto a nuestro proudhoniano declarar que:

«La abolíción de la vivienda de alquiler es así una de las aspiraciones más fecundas y más elevadas de cuantas han surgido del seno de la idea revolucionaria y debe transformarse en la reivindicación primerísima de la democracia social».

Exactamente la misma vocinglería del maestro Proudhon, cuyo cacareo está siempre en razón inversa del volumen de los huevos que pone.

¡Imaginad ahora qué bella situación tendríamos si cada obrero, cada pequeño burgués y cada burgués estuviesen obligados, mediante el pago de anualidades, a convertirse en propietarios, primero parciales y después totales, de su vivienda! En las regiones industriales de Inglaterra, donde existe una gran industria, pero pequeñas casas obreras, y donde cada obrero casado habita una casita para él solo, esto aún podría tener sentido. Pero la pequeña industria de París y la de la mayor parte de las grandes ciudades del continente se complementa con grandes casas en las que viven juntas diez, veinte o treinta familias. Supongamos que el día del decreto liberador, proclamando el rescate de las viviendas de alquiler, Pedro trabaja en una fábrica de máquinas en Berlín. Al cabo de un año es propietario, supongamos, de una quinceava parte de su vivienda, que consiste en una habitación del quinto piso de una casa situada en las proximidades de la Puerta de Hamburgo. Pierde su trabajo y no tarda en encontrarse en una vivienda semejante, pero en Pothof, en Hannover, en un tercer piso, con soberbias vistas al patio. Al cabo de cinco meses, cuando ya ha entrado en posesión de una treintaiseisava parte exactamente de su propiedad, se produce una huelga en su fábrica, y esto le obliga a marcharse a Munich. Allí, al cabo de once meses se ve obligado a convertirse en propietario de once ciento ochentavas partes exactamente de una planta baja bastante sombría detrás de la Ober-Angergasse. Diversas peregrinaciones, como las que los obreros conocen a menudo en nuestros días, le imponen, sucesivamente: siete trescientas sesentavas partes de una vivienda no menos decente en St. Gallen, veintitrés ciento ochentavas de otra en Leeds, y trescientas cuarenta y siete cincuenta y seis mil doscientas veintitresavas —calculadas con toda exactitud, a fin de que la «justicia eterna» no tenga motivo de queja— en Seraing. ¿Qué tiene, pues, nuestro Pedro con todas estas partes de vivienda? ¿Quién le dará su valor real? ¿Dónde va a encontrar al propietario o a los propietarios de las otras partes de las diferentes viviendas que ha habitado? ¿Y cuáles serán las relaciones de propiedad de una gran casa cualquiera cuyos pisos contienen, supongamos veinte viviendas, las cuales, cuando las anualidades hayan sido todas pagadas y las viviendas de alquiler suprimidas, pertenecerán, pongamos por caso, a trescientos propietarios parciales, dispersos por todo el mundo? Nuestro proudhoniano nos dirá que antes de esto habrá sido fundado el Banco de Cambio de Proudhon y que este Banco pagará por cualquier producto del trabajo, en todo momento y a cada uno, el importe total de su trabajo y por tanto, también el pleno valor de su parte de vivienda. Pero en primer lugar, el Banco de Cambio de Proudhon importa poco ahora, pues incluso en los artículos escritos sobre el problema de la vivienda no aparece mencionado en parte alguna; en segundo lugar, su concepción reposa sobre el singular error de creer que cuando alguien quiere vender una mercancía, encuentra siempre necesariamente un comprador por su pleno valor, y, en tercer lugar, antes de que Proudhon lo inventara, ya había quebrado más de una vez en Inglaterra bajo el nombre de «Labour Exchange Bazaar».

Toda esta concepción de que el obrero ha de comprar su vivienda, se apoya a su vez sobre la teoría fundamental reaccionaria de Proudhon, que ya hemos señalado, de que las condiciones creadas por la gran industria moderna constituyen una excrecencia enfermiza, y que la sociedad debe ser llevada por la fuerza —es decir, oponiéndose a la corriente seguida por ella desde hace cien años— a un estado de cosas en el cual la norma sería el antiguo y estable trabajo manual de productores individuales. Lo cual, en términos generales, no sería más que una restauración idealizada de la pequeña empresa, ya arruinada y que aún sigue arruinándose. Una vez reintegrados a esta situación inerte, una vez alejada felizmente la «vorágine social», los obreros podrían entonces, naturalmente, recuperar su «casa y hogar», y la teoría del rescate aparecería menos absurda. Pero Proudhon olvida simplemente que, para llevar todo esto a cabo, le es necesario retrasar el reloj de la historia mundial en cien años y que, haciendo esto, daría de nuevo a los obreros de hoy la misma mentalidad de esclavo, el mismo espíritu estrecho, rastrero y servil de sus abuelos.

La solución proudhoniana del problema de la vivienda, en la medida en que encierra un contenido racional y aplicable en la práctica, está ya siendo aplicada hoy día. Y en verdad, no surge del «seno de la idea revolucionaria», sino… de la propia gran burguesía. Oigamos lo que dice al respecto un excelente periódico español, «La Emancipación» de Madrid, en su número del 16 de marzo de 1872:

«Existe otro medio de resolver la cuestión de las habitaciones, medio propuesto por Proudhon, que a primera vista deslumbra, pero que, bien examinado, descubre su total impotencia. Proudhon proponía que los inquilinos se convirtiesen en censatarios, es decir, que el precio del alquiler anual sirviese como parte de pago del valor de la habitación, viniendo cada inquilino a ser propietario de su vivienda al cabo de cierto tiempo. Esta medida, que Proudhon creía muy revolucionaria, se halla practicada en todos los países, por compañías de especuladores, que de este modo, aumentando el precio de los alquileres, hacen pagar dos y tres veces el valor de la casa. El señor Dollfus y otros grandes industriales del Noroeste de Francia han puesto en práctica este sistema, no sólo para ganar dinero, sino con un fin político superior.

Los jefes más inteligentes de las clases imperantes han dirigido siempre sus esfuerzos a aumentar el número de pequeños propietarios, a fin de crearse un ejército contra el proletariado. Las revoluciones burguesas del pasado siglo, dividiendo la gran propiedad de los nobles y del clero en pequeñas partes, como quieren hacerlo hoy los republicanos españoles con la propiedad territorial que se halla aún centralizada, crearon toda una clase de pequeños propietarios, que ha sido después el elemento más reaccionario de nuestra sociedad, y que ha sido el obstáculo incesante que ha paralizado el movimiento revolucionario del proletariado de las ciudades. Napoleón III, dividiendo los cupones de las rentas del Estado, intentó crear esa misma clase en las ciudades, y el señor Dollfus y sus colegas, al vender a sus trabajadores pequeñas habitaciones pagaderas por anualidades, han querido sofocar en ellos todo espíritu revolucionario e impedir al mismo tiempo al obrero, ligado por la propiedad a la fábrica, que fuese a otra parte a ofrecer su trabajo. Así pues, el proyecto de Proudhon, no sólo era impotente para aliviar a la clase trabajadora, sino que se volvía contra ella» [******].

¿Cómo, pues, resolver el problema de la vivienda? En la sociedad actual, se resuelve exactamente lo mismo que otro problema social cualquiera: por la nivelación económica gradual de la oferta y la demanda, solución que reproduce constantemente el problema y que, por tanto, no es tal solución. La forma en que una revolución social resolvería esta cuestión no depende solamente de las circunstancias de tiempo y lugar, sino que, además, se relaciona con cuestiones de mucho mayor alcance, entre las cuales figura, como una de las más esenciales, la supresión del contraste entre la ciudad y el campo. Como nosotros no nos dedicamos a construir ningún sistema utópico para la organización de la sociedad del futuro, sería más que ocioso detenerse en esto. Lo cierto, sin embargo, es que ya hoy existen en las grandes ciudades edificios suficientes para remediar en seguida, si se les diese un empleo racional, toda verdadera «penuria de la vivienda». Esto sólo puede lograrse, naturalmente, expropiando a los actuales poseedores y alojando en sus casas a los obreros que carecen de vivienda o que viven hacinados en la suya. Y tan pronto como el proletariado conquiste el poder político, esta medida, impuesta por los intereses del bien público, será de tan fácil ejecución como lo son hoy las otras expropiaciones y las requisas de viviendas que lleva a cabo el Estado actual.

* * *
 

No obstante, nuestro proudhoniano[*******] no está satisfecho con los resultados que ha obtenido hasta ahora en la cuestión de la vivienda. Necesita sacarla de la tierra prosaica y elevarla a los dominios del socialismo supremo para demostrar que también allí constituye una «parte» esencial de la «cuestión social»:

«Supongamos que la productividad del capital será agarrada de verdad por los cuernos —como ha de ocurrir tarde o temprano—, por ejemplo, mediante una ley de transición que fijará el tipo del interés de todos los capitales en un uno por ciento, con tendencia, nótese bien, a aproximarlo cada vez más a cero, de suerte que, finalmente, ya no se pagará nada fuera del trabajo necesario para la rotación del capital. Igual que todos los demás productos, las casas y las viviendas quedan comprendidas, naturalmente, en el marco de esta ley… El mismo propietario será el primero en querer vender, pues, de lo contrario, su casa no tendría ninguna utilización, y el capital que hubiera invertido en ella quedaría simplemente improductivo».

Esta proposición contiene uno de los principales artículos de fe del catecismo de Proudhon y nos ofrece un ejemplo patente de la confusión que reina en él.

La «productividad del capital» es un absurdo que Proudhon toma de un modo irreflexivo de los economistas burgueses. Cierto es que los economistas burgueses empiezan también por la afirmación de que el trabajo es la fuente de todas las riquezas y la medida de valor de todas las mercancías; pero les queda todavía por explicar cómo es que el capitalista que anticipa un capital en un negocio industrial o artesano recupera al final, no solamente el capital invertido, sino, además, un beneficio. Como consecuencia, tienen que enredarse en toda clase de contradicciones y atribuir también al capital una cierta productividad. Nada muestra mejor en qué proporciones se halla todavía Proudhon enfangado en el pensamiento burgués que su apropiación de la fraseología sobre la productividad del capital. Hemos visto desde el principio que esta pretendida «productividad del capital» no es más que su cualidad inherente (en las relaciones sociales actuales, sin las que el capital no existiría) de poder apropiarse el trabajo no retribuido de los asalariados.

Proudhon se distingue, sin embargo, de los economistas burgueses en que no aprueba esta «productividad del capital», sino que descubre en ella, por el contrario, una violación de la «justicia eterna». Es ella la que impide que el obrero reciba todo el producto de su trabajo. Debe, pues, ser abolida. ¿Cómo? Rebajando, mediante una legislación coactiva, el tipo del interés hasta reducirlo a cero. Entonces, el capital dejará, según nuestro proudhoniano, de ser productivo.

El interés del capital-dinero, de préstamo, no constituye más que una parte de la ganancia; la ganancia, ya se trate de capital industrial, ya de capital comercial, no representa más que una parte de la plusvalía que, en forma de trabajo no retribuido, arranca la clase capitalista a la clase obrera. Las leyes económicas que regulan el tipo del interés son tan independientes de las leyes que fijan la cuota de la plusvalía como pueden serlo entre sí, en general, las leyes de una misma forma de sociedad. En lo que concierne al reparto de la plusvalía entre los capitalistas individuales, aparece claro que para los industriales y los comerciantes que tienen en sus negocios numerosos capitales anticipados por otros capitalistas la cuota de ganancia ha de ascender en la misma medida —siendo iguales todas las demás circunstancias— en que desciende el tipo del interés. La baja y, finalmente, la supresión del tipo del interés en modo alguno «agarraría por los cuernos» la pretendida «productividad del capital», sino que solamente modificaría el reparto entre los capitalistas de la plusvalía no retribuida y arrancada a la clase obrera. La ventaja no sería para el obrero respecto al capitalista industrial, sino para este último respecto al rentista.

Desde su punto de vista jurídico, Proudhon explica el tipo del interés, como todos los fenómenos económicos, no por las condiciones de la producción social, sino por las leyes del Estado en que estas condiciones encuentran su expresión general. Desde este punto de vista, que desconoce en absoluto la conexión entre las leyes del Estado y las condiciones de producción de la sociedad, estas leyes aparecen necesariamente como decretos puramente arbitrarios, que en cualquier momento pueden ser perfectamente reemplazados por decretos directamente opuestos. No hay, pues, nada más fácil para Proudhon que dictar un decreto —en cuanto tenga poder para ello—, mediante el cual el tipo del interés quedará rebajado al uno por ciento. Pero si todas las otras circunstancias sociales siguen siendo las mismas, el decreto de Proudhon no podrá existir más que sobre el papel. Pese a todos los decretos, el tipo del interés continuará siendo regulado por las leyes económicas a las cuales se halla hoy sometido. Todas las personas solventes, seguirán pidiendo dinero, según las [340] circunstancias, al dos, tres, cuatro por ciento y aún más, como anteriormente. La única diferencia será que los rentistas lo pensarán bien y no prestarán dinero más que a personas con las cuales no hayan de tener litigios. Por lo demás, este gran plan, encaminado a quitar al capital su «productividad», es viejísimo, tan viejo como las leyes sobre la usura, las cuales no tenían otra finalidad que limitar el tipo del interés y están ya en todas partes abrogadas, pues, en la práctica, han sido siempre eludidas o infringidas y el Estado hubo de reconocer su impotencia ante las leyes de la producción social. ¡Y es el restablecimiento de estas leyes medievales inaplicables lo que «habrá de agarrar por los cuernos la productividad del capital»!. Se ve que cuanto más se penetra en el proudhonismo, más reaccionario aparece.

Y cuando, de este modo, el tipo del interés haya sido reducido a cero y el interés del capital abolido por lo tanto, entonces «no se pagará nada fuera del trabajo necesario para la rotación del capital». Esto significa, por consiguiente, que la abolición del interés equivale a la supresión de la ganancia y hasta de la plusvalía. Pero incluso si fuese realmente posible decretar la abolición del interés, ¿cuál sería su consecuencia? La clase de los rentistas no tendría ya estímulo para prestar sus capitales en forma de anticipos, sino únicamente para invertirlos por su cuenta en empresas industriales propias o en sociedades por acciones. La masa de la plusvalía arrancada a la clase obrera por la clase capitalista seguiría siendo la misma; sólo su reparto se modificaría, y aún no mucho.

De hecho, nuestro proudhoniano no ve que ya ahora, en la compra de mercancías en la sociedad burguesa, no se paga más, por término medio, que «el trabajo necesario para la rotación del capital» (es decir, necesario para la producción de una mercancía determinada). El trabajo es la medida del valor de todas las mercancías y es, en la sociedad actual, totalmente imposible —abstracción hecha de las oscilaciones del mercado— que se pague por término medio por las mercancías más que el trabajo necesario para su producción. No, no, querido proudhoniano, no está ahí la dificultad de la cuestión; sino en el hecho de que, simplemente, «el trabajo necesario para la rotación del capital» (para emplear sus propios términos confusos) ¡no es trabajo totalmente pagado! Puede usted leer en Marx cómo ocurre esto («El Capital», t. I, págs. 128-160) [*].

Pero aún no es todo. Si queda abolido el interés del capital  (Kapitalzins), el alquiler (Mietzins) [*]* queda por esto mismo igualmente abolido. Pues, «igual que todos los demás productos, las casas y las viviendas quedan comprendidas en el marco de esta ley». Exactamente como aquel viejo comandante que hace llamar a uno de sus voluntarios de un año de servicio y le dice: «Oigame, dicen que es usted doctor. Venga, pues, a verme de vez en cuando; con una mujer y siete hijos, siempre hay algo que arreglar».

El soldado: «Perdóneme, mi comandante. Soy doctor en Filosofía».

El comandante: «Me da lo mismo. Un matasanos es siempre un matasanos».

Así ocurre a nuestro proudhoniano: alquiler (Mietzins) o interés del capital (Kapitalzins) le da lo mismo. El interés es el interés, un matasanos es un matasanos.

Hemos visto anteriormente que el precio del alquiler (Mietpreis), vulgo alquiler (Mietzins), se compone: 1) en parte, de la renta del suelo; 2) en parte, del interés del capital de construcción, comprendido el beneficio para el contratista de la obra; 3) en parte, de gastos de reparaciones y seguros; 4) en parte, de la amortización por anualidades del capital de construcción, comprendido el beneficio, proporcionalmente al deterioro de la casa.

Debería, pues, resultar evidente, incluso para el más obtuso, que

«el mismo propietario será el primero en querer vender, pues, de lo contrario, su casa no tendría ninguna utilización y el capital que hubiera invertido en ella quedaría simplemente improductivo».

Naturalmente. Si se suprime el interés de todo capital a préstamo, ningún propietario podrá ya recibir un céntimo de alquiler por su casa, por el solo hecho de que al alquiler (Miete) se le puede llamar también interés de arrendamiento (Mietzins), y porque éste contiene una parte que es realmente interés del capital. Un matasanos es un matasanos. Si las leyes sobre la usura concernientes al interés ordinario del capital sólo han podido hacerse ineficaces eludiéndolas, no han afectado jamás, ni siquiera remotamente, a la tasa de alquiler de las viviendas. Estaba reservado a Proudhon imaginarse que su nueva ley sobre la usura regularía, pese a todo, e iría aboliendo gradualmente, no sólo el simple interés del capital, sino también el complicado alquiler de las viviendas (Mietzins). Pero entonces, ¿por qué habría que comprar al propietario su casa «simplemente improductiva» a tan alto precio? ¿Por qué, en tales condiciones, el propietario no daría él mismo dinero con tal de que se le librara de esta casa «simplemente improductiva» y no tener más gastos de reparación? Sobre esto no se nos dice nada.

Después de haber realizado esta hazaña triunfal en los dominios del socialismo supremo (del suprasocialismo, como dice el maestro Proudhon), nuestro proudhoniano se cree autorizado a emprender el vuelo hacia cumbres más altas.

«No se trata ya ahora más que de obtener algunas conclusiones para que se haga plena luz en todos los aspectos de este tema nuestro tan importante».

¿Cuáles son, pues, estas conclusiones? Cosas que derivan tan poco de lo que precede como la depreciación de las casas de vivienda de la abolición del tipo del interés, y que, despojadas del lenguaje pomposo y solemne de nuestro autor, significan simplemente que para facilitar el rescate de las viviendas de alquiler conviene tener: 1) una estadística exacta sobre el particular, 2) una buena policía sanitaria y 3) cooperativas de obreros de la construcción capaces de emprender la edificación de nuevas casas. He aquí, ciertamente, cosas buenas y muy bellas, pero que, a pesar de todas esas frases vocingleras, son absolutamente incapaces de aportar «plena luz» a las tinieblas de la confusión mental de Proudhon.

Quien ha realizado semejantes hazañas tiene el derecho de dirigir una exhortación a los trabajadores alemanes:

«Nos parece que tales cuestiones y otras similares merecen toda la atención de la democracia social… Deseemos que procure ilustrarse, igual que aquí en la cuestión de la vivienda, sobre otras cuestiones no menos importantes, como el crédito, la deuda pública, las deudas privadas, los impuestos, etc.» y así sucesivamente.

Nuestro proudhoniano nos ofrece así la perspectiva de toda una serie de artículos sobre «cuestiones similares», y si ha de tratarlas de una manera tan detallada como el presente «tema tan importante», el «Volksstaat» puede estar seguro de tener manuscritos suficientes para un año. Más podemos anticipar las soluciones, pues todo se reducirá a lo ya expuesto: el interés del capital será abolido, por tanto desaparecerá también el interés pagadero por la deuda del Estado y por las deudas privadas, el crédito será gratuito, etc. La misma palabra mágica será utilizada para todos los temas, y en todos los casos se llega al mismo resultado sorprendente de una lógica implacable: cuando el interés del capital queda abolido, ya no hay que pagar interés por el dinero recibido en préstamo.

Por lo demás, nuestro proudhoniano nos amenaza con bonitas cuestiones: ¡el crédito! ¿De qué crédito puede tener necesidad el obrero, si no es el de sábado a sábado o el del monte de piedad? Ya sea ese crédito gratuito o a interés, o bien usurario como el del monte de piedad, ¿qué diferencia puede haber para él? Y si, considerado en general, debía obtener de él una ventaja y, por consiguiente, se redujesen los gastos de producción de la fuerza de trabajo, ¿no había de descender igualmente el precio de la fuerza de trabajo? Pero, para el burgués, y más especialmente para el pequeño burgués, el crédito es una cuestión importante. Sobre todo para el pequeño burgués hubiese sido una gran cosa poder recibir crédito en cualquier momento, particularmente sin tener que pagar interés. ¡«Las deudas del Estado»! La clase obrera sabe que no es ella quien las ha contraído, y cuando llegue al poder, dejará su pago a los que las contrajeron. !«Deudas privadas»! Véase el crédito. ¡«Impuestos»!. Estas son cosas que interesan mucho a la burguesía y muy poco a los obreros: a la larga lo que el obrero paga como impuestos entra en los gastos de producción de la fuerza de trabajo y debe, por tanto, ser restituido por los capitalistas. Todos estos puntos que se nos presentan como del mayor interés para la clase obrera no interesan esencialmente más que al burgués y sobre todo al pequeño burgués. Y nosotros afirmamos, a pesar de Proudhon, que no es misión de la clase obrera velar por los intereses de estas clases.

De la gran cuestión que verdaderamente interesa a los obreros, la relación entre capitalistas y asalariados, la cuestión de cómo el capitalista puede enriquecerse con el trabajo de sus obreros, de todo esto no dice una palabra nuestro proudhoniano. Bien es verdad que su amo y maestro, Proudhon, se ha ocupado de este asunto, pero no ha aportado ninguna luz, y hasta en sus últimos escritos no se encuentra, en lo esencial, más adelante que en su «Filosofia de la miseria», de la cual ya demostró Marx[********] en 1847, de un modo contundente, toda la vaciedad.

Es muy triste que desde hace vienticinco años los obreros de los países latinos casi no hayan tenido más alimento espiritual socialista que los escritos de este «socialista del Segundo Imperio». Sería una doble desgracia que la teoría proudhoniana se desbordase ahora también por Alemania. Pero no hay tal peligro. El punto de vista teórico del obrero alemán está cincuenta años más adelantado que las teorías de Proudhon, y bastará tener en cuenta este solo ejemplo de la cuestión de la vivienda para quedar relevado de nuevos esfuerzos a este propósito.


NOTAS

[*] Con el libro de Marx «Miseria de la Filosofía», Bruselas y París, 1847.

[**] A. Mülberger. (N. de la Edit.)

[***] Véase C. Marx y F. Engels. «Obras», 2ª ed. en ruso, t. 23, págs. 94-95. (N. de la Edit.)

[****] A. Mülberger. (N. de la Edit.)

[*****] A. Mülberger. (N. de la Edit.)

[******] Podemos ver cómo esta solución del problema de la vivienda mediante el encadenamiento del obrero a su propio «hogar» surge espontáneamente en los alrededores de las grandes ciudades o bien de las ciudades en desarrollo norteamericanas, a través del siguiente párrafo tomado de una carta de Eleanora Marx-Eveling, escrita desde Indianópolis el 28 de noviembre de 1886: «En Kansas City, o mejor dicho, en sus alrededores, hemos visto miserables barracas de madera, compuestas aproximadamente de tres habitaciones y situadas en terrenos completamente incultos. Un pedazo de terreno apenas suficiente para una casita pequeña cuesta 600 dólares; la barraca misma cuesta otros 600 dólares, o sea, en total 4.800 marcos por una casa miserable, a una hora de la ciudad y en un desierto de lodo». Y así, los obreros deben cargarse de deudas hipotecarias muy pesadas para poder entrar en posesión de estas habitaciones y convertirse más que nunca en esclavos de sus amos, pues están atados a sus casas, no pueden dejarlas y han de aceptar todas las condiciones de trabajo que les ofrezcan. (Nota de F. Engels para la edición de 1887.)

[*******] A. Mülberger. (N. de la Edit.)

[********] Véase C. Marx y F. Engels. «Obras», 2ª ed. en ruso, t. 23, págs. 176-206. (N. de la Edit.)

[********] Literalmente: «interés de arrendamiento». (N. de la Edit.)

[*********] Véase C. Marx. «Miseria de la Filosofía. Respuesta a la «Filosofía de la miseria» del señor Proudhon». (N. de la Edit.)

Escrito por Engels de mayo 1872 a enero de 1873. Publicado por vez primera en el periódico Volkstaat, núms. 51-53, 103 y 104, del 26 y 29 de junio, 3 de julio, 25 y 28 de diciembre de 1872; núms. 2, 3, 12, 13, 15 y 16 del 4 y 8 de enero, 8, 12, 19 y 22 de febrero de 1873 y en tres sobretiros aparte, publicados en Leipzig en 1872 y 1873.

Traducción del Marxist Internet Archive.

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