Una crisis como ninguna otra

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  • Las nuevas estimaciones del FMI proyectan una caída de casi el 5% del PBI mundial de aquí a fin de año. Al respecto, admiten que “en la primera mitad de 2020 la pandemia ha tenido un impacto más negativo que lo anticipado, y la recuperación será más gradual de lo previsto”.

Por Marcelo Yunes

Mientras en Argentina se discute todavía por cuánto le ganará este año la caída de la economía (PBI) al derrumbe de 2001-2002, no hay que sacar el ojo de las consecuencias que ya está teniendo la pandemia en la economía mundial. Al respecto, en esta puesta al día nos basaremos en dos fuentes muy distintas pero ambas serias y dignas de ser tenidas en cuenta: el último trabajo sobre coyuntura económica del marxista británico Michael Roberts (del 29 de junio) y el Fondo Monetario Internacional, en su actualización, también del mes de junio, del Panorama Económico Mundial (en adelante PEM, recordando que no es el documento conocido con ese nombre sino su actualización, que el FMI hace habitualmente cuando la situación lo exige, como es evidentemente el caso).

Roberts suele inclinarse para el lado de subrayar los peligros potenciales para la economía capitalista y las señales de crisis; en cambio, por lo general, el FMI es de poner paños fríos y proponer medidas que puedan relanzar el crecimiento económico y aventar los horizontes disruptivos. Pues bien, en este caso los roles están casi invertidos. No, desde ya, porque Roberts augure un futuro venturoso para la economía mundial, sino porque incluso sus habitualmente lóbregos vaticinios han quedado por detrás del pavoroso estado de cosas que pinta el FMI. Si los documentos en pdf pudieran hacer gestos, el PEM de junio estaría, sin duda, agarrándose la cabeza.

 

Un desplome brutal del que nadie se salva

 

El título del PEM ya es suficientemente ilustrativo: “Una crisis como ninguna otra, una recuperación incierta” (“A Crisis Like No Other, An Uncertain Recovery”). Las previsiones del Fondo para 2020 fueron revisadas a la baja de las ya pesimistas de la actualización de abril pasado. El impacto de lo que llama la Gran Cuarentena (Great Lockdown) sólo puede compararse al de la Gran Recesión de fines de la década del 30.

En cifras: la Gran Depresión representó una caída del PBI mundial, con epicentro en los países desarrollados, del orden del 15% a lo largo del período 1929-1932. En la crisis financiera desatada en 2009 (de cuyas consecuencias, en realidad, no hemos salido del todo)[1], con todos los problemas que causó, la caída del PBI global fue casi imperceptible, del orden del 0,1%.

Las nuevas estimaciones del FMI proyectan una caída de casi el 5% del PBI mundial de aquí a fin de año. Al respecto, admiten que “en la primera mitad de 2020 la pandemia ha tenido un impacto más negativo que lo anticipado, y la recuperación será más gradual de lo previsto” (todas las citas del FMI corresponden al documento ya citado). Para 2021 –con una probabilidad de acierto bastante menor a la de 2020, como reconocen–, estiman una recuperación bastante vigorosa (en parte, estadísticamente posible gracias al volumen de la caída anterior) del orden del 5,4%, con lo que a fines de 2021 el PBI mundial sería “unos 6,5 puntos menos que las proyecciones pre-Covid19 de enero de 2020”.

Cabe aclarar que estas proyecciones son tomadas con pinzas por el propio informe, que advierte que tienen “un grado de incertidumbre mayor al habitual”, a punto tal que estima el impacto de dos escenarios alternativos: el primero, un rebrote del Covid-19 a principios de 2021; el segundo, una recuperación más rápida. No se señala cuál de los dos tiene mayor probabilidad de reemplazar al escenario base, pero el orden ya indica algo…

El principal impacto de esta contracción, para variar, sería “particularmente agudo” sobre los hogares de bajos ingresos, los trabajadores informales y las mujeres, “poniendo en peligro los significativos progresos en la reducción de la pobreza extrema en el mundo desde 1990”. El FMI cita una estimación de la Unesco de que casi 1.200 millones de niños en edad escolar, un 70% del total global ya están afectados, lo que “resultará en una significativa pérdida de aprendizaje, con efectos desproporcionadamente negativos en las perspectivas de ingresos para los niños de países de bajos ingresos”.

Las características más salientes de este derrumbe son su profundidad, su concentración en muy pocos meses y su sincronización global: “por primera vez –dice el documento– se proyecta que todas las regiones experimenten crecimiento negativo [la púdica expresión oficial de los economistas para nombrar la recesión. MY] en 2020”. Veamos algunos datos seleccionados del PEM al respecto:

 

Tabla 1. Pronóstico FMI crecimiento mundial 2020-2021

En % del PBI

Región / Año 2020 2021
Mundo -4,9 5,4
Desarrollados -8,0 4,8
EEUU -8,0 4,5
Zona Euro -10,2 6,0
Emergentes -3.0 5,9
China 1.0 8,2
América Latina -9.4 3,7
Brasil -9,1 3,6
México -10,5 3,3

Fuente: IMF June 2020 World Economic Outlook Update

 

A todo esto, cabe recordar que los que viven de la especulación financiera está en el mejor de los mundos después del susto de hace unas semanas. Mientras en EEUU se apilan los pedidos de subsidio por desempleo en el orden de las decenas de millones, Wall Street vuelve alegremente a batir récords como si todo, o nada, hubiera pasado. Esto está generando una verdadera grieta entre la “economía real” y el mundo financiero que ya genera preocupación en el propio establishment por sus eventuales consecuencias económicas… y políticas, en un año electoral en EEUU. Usamos deliberadamente la palabra grieta: así la llama The Economist en su nota de portada del 7 de mayo: “A dangerous gap – The market vs the real economy”, con una muy gráfica ilustración del abismo entre Wall Street (las finanzas) y Main Street (la economía productora de bienes y servicios). Y no está sola: el propio PEM señala con preocupación que “el reciente rebote en el ánimo de los mercados financieros aparece desconectado de los cambios en las perspectivas económicas más profundas, planteando la posibilidad de que las condiciones financieras puedan endurecerse más de lo previsto”.

Por otro lado, esta euforia pasa alegremente por alto la destrucción neta –esto es, balanceando las que aumentaron con las que bajaron– de valor de capitalización de mercado de las empresas globales, que según la consultora global PwC alcanzó los 8,5 billones (millones de millones) de dólares, esto es, un desplome de más del 10%, y el equivalente también a un 10% del PBI mundial (Ámbito Financiero, 30-6-20)).

Mientras tanto, en términos de empleo hay que volver a la crisis de 1929 para encontrar indicadores tan devastadores, si miramos los porcentajes; en números absolutos, sencillamente, no hay parangón posible. El PEM cita datos de la Organización Internacional del Trabajo que calculan que la declinación global de horas de trabajo fue, en el primer trimestre de 2020, equivalente a 130 millones de empleos de tiempo completo. Esta terrorífica cifra, no obstante, palidece ante las del segundo trimestre de este año, que se calcula terminará en una destrucción de “más de 300 millones de empleos de tiempo completo”. Y se agrega que, como era de esperar, “el impacto en el mercado laboral ha sido particularmente agudo para los trabajadores de baja calificación y las mujeres. De los aproximadamente 2.000 millones de trabajadores en empleos informales, la OIT estima que casi el 80% ha sido afectado de manera significativa”. Lo que nos conduce a la reacción que ha tenido, y cabe esperar, de la clase capitalista frente a esta realidad social potencialmente explosiva.

El  Estado capitalista en la pandemia

 

La respuesta generalizada de los estados en todo el planeta ha sido, para decirlo rápidamente, “keynesiana”, esto es, abandonar precipitadamente toda la prédica neoliberal de que los “mercados” arreglan y regulan toda la vida social, y poner en el centro de la escena las medidas estatales, los aportes de dinero estatal, el endeudamiento estatal y la emisión monetaria para atajar las primeras consecuencias de la pandemia. Sin esta vigorosa intervención del Estado capitalista, el nivel de colapso económico, político social y sanitario que hubiera generado dejar la respuesta en manos de los “mercados” es tan inimaginable que nadie, desde Trump a Merkel, desde Boris Johnson a Shinzo Abe, desde Iván Duque a Alberto Fernández, quiso animarse a correr ese riesgo.

Este salto del evangelio de la austeridad al gasto estatal marca un fuerte contraste con la crisis de 2009, donde el aporte estatal se orientó exclusivamente al salvataje de bancos y grandes empresas –un ejemplo emblemático fue el rescate de la General Motors, a cargo de Obama–, mientras que sobre los trabajadores y los sectores populares recayó todo el peso del ajuste, propinando un castigo ejemplar a los que osaban esbozar un camino alternativo (¡Grecia!).

“Pero al menos esta vez –dice Michael Roberts en “Deficits, debt and deflation after the pandemic”, del 29 de junio–, las cosas son diferentes. (…) Como dijo hace poco Gavyn Davies, ex economista jefe de Goldman Sachs y gerente de fondos de inversión, ‘es notable la unanimidad entre los macroeconomistas de que un estímulo monetario y fiscal masivo es la respuesta apropiada a una emergencia económica similar a la de tiempos de guerra. Casi nadie discute que la política debe ser hacer “lo que haga falta” [referencia a la célebre frase de Mario Draghi, presidente del Banco Central Europeo cuando la crisis del euro en 2012. MY] para sobreponerse al shock del virus. Este acuerdo refleja una conclusión clave de la teoría de las finanzas públicas: que ante crisis económicas impredecibles y temporarias, la manera correcta de absorber un shock para el sector privado es mayor deuda estatal”. Y agrega Davies que “la mayoría de los economistas neokeynesianos, incluyendo a Paul Krugman y Lawrence Summers, creen que en sí mismos los altos niveles de deuda no son un problema para las economías desarolladas” y que así se podría “revertir la tendencia al estancamiento secular en Europa y EEUU”, en la medida en que el costo de esa deuda, es decir, las tasas de interés, están tan bajas que quedarían por debajo del crecimiento nominal del PBI, por más que éste no sea muy alto.

Los programas de estímulo fiscal basados en la deuda –esto es, gastos y subsidios financiados con emisión monetaria o bonos públicos– implementados desde el comienzo de la pandemia han sido universales. Por supuesto, con grandes diferencias según el tamaño de la economía, estado de las cuentas y sesgo ideológico de los gobiernos, pero casi no conocen excepción; el propio FMI ha sido un entusiasta promotor de esas medidas, incluso comprometiéndose a financiarlas al menos en parte.

Según Roberts, en todo el mundo “el gasto estatal adicional equivale a un promedio de alrededor del 5-6% del PBI, y otro tanto para préstamos garantizados y otras formas de apoyo crediticio para empresas y bancos”, lo que es “al menos el doble de los paquetes de estímulo monetario y fiscal durante la Gran Recesión de 2008-2009”. Si exagera, es para abajo: el Fiscal Monitor Database of Country Fiscal Measures del FMI estima que los anuncios de medidas fiscales equivalen a unos 11 billones de dólares, un octavo del PBI mundial.

La contrapartida de este estímulo basado en deuda es un aumento bastante proporcional del déficit fiscal. Según el PEM del FMI ya citado, “se espera que la deuda pública global alcance el máximo de todas las épocas, superando el 101% del PBI en 2020-2021, 19 puntos más que el año anterior. Además, se calcula que el déficit fiscal promedio alcance los 14 puntos del PBI en 2020, 10 puntos porcentuales más [esto es, la cifra anterior era 4%. MY] que el año pasado”. Y esta suba espectacular de la deuda y el déficit se da en un contexto en que “se espera que los ingresos estatales sean 2,5 puntos porcentuales más bajos”.

Es por esto que Roberts estima que “los niveles de deuda del sector público superen todo antecedente de los últimos 150 años (…), un 122% del PBI en las economías capitalistas desarrolladas y un 62% en las llamadas economías emergentes”. Veamos un resumen gráfico de estos datos.

 

Tabla 2. Estimación del  FMI

Déficit fiscal y deuda pública 2020-2021

En % del PBI

Déficit fiscal Deuda pública
2020 2021 2020 2021
Mundo 13,9 8,2 101,5 103,2
Desarrollados 16,6 8,3 131,2 132,3
EEUU 23,8 12,4 141,4 146,1
Zona euro 11,7 5,3 105,1 103
China 12,1 10,7 64,1 70,7
Emergentes 10,6 8,5 63,1 66,7
América Latina 10,3 4,8 81,5 79,7
Brasil 16 5,9 102,3 100,6

Fuente: IMF June 2020 World Economic Outlook Update

 

Lo irónico del caso es, parafraseando el célebre slogan de Margaret Thatcher, la primera ministra británica gran abanderada de la globalización neoliberal junto con Ronald Reagan, “no había alternativa” a este incremento del gasto estatal en una situación de emergencia, como vimos más arriba, so pena de exponerse a una brutal inestabilidad política y social. La pregunta que cabe aquí cae por su propio peso: ¿cuál es el límite de este endeudamiento para solventar los gastos extraordinarios a que la pandemia obligó a la clase capitalista y sus gobiernos?

Aquí entran, por ejemplo, las elucubraciones de los neokeynesianos partidarios de la “teoría monetaria moderna”, que esencialmente supone que, al menos en un contexto de tasas bajas y alto desempleo, el Estado se puede financiar emitiendo moneda (deuda) casi sin consecuencias. Pero, como observa Roberts, “la cosa no es tan simple. Calcular si la deuda es sostenible incluye varios factores clave: 1) el nivel de deuda; 2) la tasa de interés promedio sobre esa deuda; 3) el déficit fiscal (que se agrega a la deuda), 4) el tamaño y crecimiento del gasto público, y 5) la tasa de expansión de la economía. Si el gasto público (…) sigue creciendo más que los ingresos impositivos, este ‘déficit primario’ se seguirá agregando a la deuda pública total. (…) Esto significa que el costo en intereses de esa deuda se elevará incluso si la tasa de interés es baja (…) y este costo gradualmente erosionará el gasto social”.

Digámoslo rápidamente: es exactamente lo que sucede, por ejemplo, con el Estado argentino. Y esto a su vez condiciona el crecimiento, porque la deuda “excesiva” obliga a mayores impuestos a los capitalistas (si el Estado logra cobrarlos), con lo que, sostiene Roberts, “en última instancia, [la deuda] es una carga para el capitalismo, no su salvador”.

A nivel global, sin embargo, un problema tan o más importante que el endeudamiento estatal es el nivel de deuda de las empresas. Roberts identifica tres shocks: de oferta (al comienzo de la pandemia, con la paralización de la actividad productiva), de demanda (ahora, con el desplome del gasto privado de los hogares y el derrumbe de la inversión) y el financiero, que puede estar a la vuelta de la esquina si se acentúa la ola de quiebras, si no hay rescate a las compañías “zombies” (cuyos ingresos no alcanzan a cubrir el servicio de su deuda) y si sobreviene un aumento de tasas de interés. Roberts advierte que sólo en lo que va de 2020 los pedidos de quiebra de empresas ya sobrepasaron los de todos los años posteriores a 2009. El propio FMI señala el problema en su PEM: mientras que en las recesiones usuales el consumo es menos afectado que la inversión –en parte, porque hay consumos que son de supervivencia e imposibles de recortar–, esta vez la combinación de shocks de oferta y de demanda se potencia mutuamente, con una caída marcada tanto de la producción de bienes y servicios como del consumo.

 

¿Vuelve la inflación al mundo desarrollado?

 

Por supuesto, en Argentina la pregunta es una broma de mal gusto, pero hay que tener presente que un rasgo característico la economía mundial de los últimos lustros es una brusca –y no del todo explicada– reducción o casi desaparición de la inflación.[2] Incluso ahora, el FMI en el PEM observa una continua baja de la inflación en el contexto de la pandemia. En el mundo desarrollado, la inflación anual cayó de un promedio del 1,3% a fines de 2019 al 0,4% anualizado en abril de este año. En los países emergentes sucedió algo parecido, con un descenso desde el 5,4 al 4,2%. Y en EEUU “la tasa podría ser negativa por primera vez desde la Gran Recesión [2009] y posiblemente la mayor reducción anual de inflación desde 1955” (PEM del FMI). Y esto sucede pese a que, contra las predicciones de los neoliberales monetaristas, en lo que va de 2020 hubo un aumento del circulante del orden del 25%, en buena medida debido a la emisión de los bancos centrales.

Sucede que, según Roberts, esa masa de nuevo dinero originada en la emisión, los subsidios y los rescates estatales no va a parar al gasto o la inversión (es decir, no circula) sino que se destina a “pagar deudas o al atesoramiento de compañías” (la recompra de acciones es sólo una variante de esto). Eso es lo que explica que Japón, con una deuda estatal de las mayores del mundo, del 250% del PBI, en buena medida originada en emisión, no sólo no tiene inflación sino que bordea la deflación.

Esta tendencia, para Roberts, “coincide con el descenso de la tasa de ganancia del capital y de la inflación. Como la rentabilidad de las inversiones productivas cae, la inversion se ralentiza. Las empresas prefieren invertir en activos financieros (capital ficticio) o atesorar capital (las compañías grandes). Así, la tasa de interés y la inflación cae, mientras los mercados financieros se disparan. Eso es lo que está ocurriendo ahora: la inflación es inexistente porque no se crea nuevo valor”. Es una explicación del fenómeno mucho más plausible que los dogmas liberales o el “dinero desde el helicóptero” de los neokeynesianos.

Ahora bien, todo esto venía desde el contexto previo a la pandemia, que puede cambiar todo el escenario. El aumento obligado del gasto público incrementa el gasto improductivo a la vez que deja al Estado como el gran tomador de deuda, dejando sin crédito disponible al sector privado. Concluye Roberts que “el año que viene, el peso de la deuda pública y privada va a ser una carga para la recuperación económica, mientras que la inflación va a subir, poniendo presión ascendente a la tasa de interés. Es una receta para una ola de quiebras y una crisis financiera en un marco de economías en estanflación, similar al de los años 70”.

En síntesis: la pandemia puso en la primera línea a la intervención del Estado capitalista, en parte rindiendo tributo a ciertas relaciones de fuerza que no daban para el sálvese quien pueda neoliberal. Esa intervención ocurre en el marco de una economía mundial caracterizada por el bajo crecimiento y el endeudamiento general, tendencias que la pandemia y las cuarentenas reforzarán durante todo este año como mínimo. La gran incógnita es: ¿cuándo y en qué condiciones se saldrá de la economía “pandemizada”, y qué reservas tiene el orden capitalista global y sus estados nacionales para enfrentar los problemas de arrastre y los nuevos? Parte esencial de la respuesta, en realidad, estará en las luchas de la clase trabajadora y de todos los sectores oprimidos para bloquear toda “salida” que sea más explotación y miseria al servicio del capital. Y no sólo como estrategia de defensa, sino como una oportunidad, quizá por primera vez en mucho tiempo, de pasar a la ofensiva.


[1] Ver al respecto nuestro texto sobre economía mundial en revista SoB 32/33, cuyas conclusiones a nuestro juicio se mantienen pese al tiempo transcurrido.

[2] En octubre pasado, The Economist publicó un informe especial dando cuenta de los términos del debate sobre este tema en el campo de la teoría económica, esencialmente en los países desarrollados. El título del informe: “¿El fin de la inflación?” (Henry Curr, The Economist, 12-10-19).

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