Reino Unido: Boris Johnson y la reina cierran el Parlamento para imponer el Brexit

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Por Ale Kur

Hacía muchos años que no sucedía algo así en una potencia imperialista: la crisis del Brexit llevó al gobierno británico a pasar por arriba de las instituciones de la democracia capitalista. A pedido del primer ministro, la reina ha ordenado cerrar el Parlamento para imponer la salida de la Unión Europea.

La asunción del conservador Boris Johnson como Primer Ministro del Reino Unido no contribuyó en lo más mínimo a solucionar la crisis política abierta alrededor del Brexit. Al contrario, esta adquiere rasgos cada día más profundos.

Johnson asumió precisamente como consecuencia de la incapacidad de su antecesora, la conservadora Theresa May, de resolver el nudo del Brexit. May había alcanzado durante su gestión un principio de acuerdo con la Unión Europea por la cual el Reino Unido abandonaría dicho espacio conservando, por lo menos durante un periodo transicional, un marco común que evitara un quiebre abrupto del comercio, del tránsito de personas, etc. Pero el acuerdo May-UE fue rechazado en varias ocasiones por el parlamento británico, tanto desde sectores pro-Brexit como anti-Brexit. Desde el punto de vista de los pro-Brexit (encabezados, entre otros, por Boris Johnson), el acuerdo de May era demasiado blando con la U.E., le otorgaba demasiadas garantías y no solucionaba el problema de Irlanda del Norte[1]. Por lo tanto, Johnson se comprometió a utilizar su mandato para garantizar un Brexit más duro, con menos concesiones.

Para que esto ocurra, Johnson no tiene que hacer nada en particular: solamente sobrevivir hasta el 31 de octubre, fecha en el que el Brexit ocurriría automáticamente. Esto es así ya que tanto la Unión Europea como el parlamento británico establecieron este mecanismo como resultado de la aplicación del famoso “artículo 50”, desencadenado por la aprobación (en el referéndum de 2016) de la ruptura con la U.E.

Pero hasta el 31/10 quedaba todavía un gran obstáculo para los planes de Johnson: el parlamento británico, que hasta esa fecha tenía tiempo para intentar revocar el Brexit o para destituir al propio gobierno como resultado de una moción de censura. Por eso mismo es que Boris Johnson dio un paso inédito en mucho tiempo para las “democracias” capitalistas del primera mundo: solicitar a la reina la suspensión del parlamento. Isabel II ya aprobó la solicitud y el Parlamento británico dejaría de funcionar entre el 10 de septiembre y el 14 de octubre, con lo que se llegaría a la fecha límite del Brexit sin que ninguna institución pueda hacer nada para evitarlo, y de esta manera la ruptura con la Unión Europea se consumaría de manera automática.

La decisión de Johnson se trata, por lo tanto, de un brutal zarpazo antidemocrático: quiere imponerle unilateralmente a los pueblos del Reino Unido un Brexit duro, anulando toda posible discusión parlamentaria al respecto y sin consulta popular sobre sus condiciones. Esto pese a que tanto Irlanda del Norte como Escocia votaron en contra del Brexit en 2016, y a que en todo el Reino Unido se oponen a él buena parte de la juventud, el Partido Laborista (encabezado por Jeremy Corbyn), los sindicatos, los partidos ecologistas y liberal-demócratas, etc. Todos ellos reúnen posiblemente a la mitad de la población del país, en una especie de “empate técnico” que no queda claro en qué dirección termina de resolverse.

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Por otra parte, el propio parlamento tiene una composición obsoleta, ya que las relaciones de fuerzas entre los partidos cambiaron fuertemente desde su elección: el partido conservador que gobierna desde entonces sufrió un enorme desprestigio. Pero la solución a ese problema pasaría por la convocatoria a nuevas elecciones parlamentarias (o, mejor aún, a una Asamblea Constituyente con plenos poderes): exactamente lo contrario al cierre del parlamento.

Con la suspensión del parlamento, el Reino Unido puede entrar en una fase cualitativamente superior de la crisis política, abrir el paso a grandes choques político-sociales, al riesgo de la caída del gobierno o, en caso de que sobreviva, de la consumación brutalmente antidemocrática de un Brexit duro a espaldas del pueblo, comandando por el Partido Conservador y de contenido neoliberal[2], imperialista y xenófobo. Es necesario que sean la clase trabajadora, la juventud, las mujeres, los inmigrantes y todos los sectores explotados y oprimidos (de Inglaterra, Gales, Escocia e Irlanda del Norte) los que decidan el rumbo del país, y no uno de los partidos imperialistas más antiguos del mundo (además, profundamente desprestigiado y con muy poco apoyo popular) como el que encabeza Boris Johnson.

[1] Según el acuerdo May-UE, durante el periodo transicional Irlanda del Norte estaría cubierta por un mecanismo especial (llamado Backstop o salvaguarda) que le permitiría mantener abierta la frontera con la República de Irlanda (o sea, Irlanda del sur), pero para ello esa región debía continuar siendo parte de la unión aduanera de la U.E. De esta forma, Irlanda del Norte quedaría con un régimen diferenciado del resto del Reino Unido: en ciertos aspectos (aunque no en otros), es como si esta se separara del país para seguir siendo parte de la Unión Europea mientras Gran Bretaña sale de ella.
Esta perspectiva provocaba profunda crisis entre los sectores “unionistas” de Irlanda del Norte (los partidarios de mantenerse en el Reino Unido), componente fundamental de la coalición de gobierno en la que se apoyaba Theresa May. Además, traía problemas profundos a la unidad nacional del Reino Unido, su sistema legal, etc. Por ello Theresa May le hizo a la U.E. una concesión todavía más profunda: proponer que todo el Reino Unido sea parte del Backstop, es decir, que durante el periodo transicional el R.U. siga dentro de la unión aduanera con la Unión Europea. Eso significaba, para el ala pro-“Brexit duro”, una traición en toda la línea, ya que estos sectores plantean que el Reino Unido no debe conservar ningún lazo que la someta a los mandatos de la U.E.
Por otra parte, si el Brexit ocurriera y el backstop fuera eliminado, Irlanda del Norte tendría por primera vez una frontera “dura” que la separe de la República de Irlanda, lo cual traería una crisis aún más grave, y con sectores aún más amplios de la población (que están en contra de cualquier tipo de separación de las Irlandas entre sí). Más aún, provocaría un impulso a los sectores partidarios de la independencia de Irlanda del Norte y de su reunificación con la República de Irlanda como parte de la Unión Europea.
Se trata de un dilema que parece casi imposible de resolver, y por ello es uno de los nudos que vienen trabando la cuestión del Brexit desde 2016. En el límite, cualquiera de ambas decisiones (separar físicamente a las Irlandas o separar a Irlanda del Norte del resto del Reino Unido) abre el riesgo de que termine estallando la unidad nacional del R.U. y/o de que vuelva la guerra civil al interior de Irlanda del Norte, que se había aplacado desde fines de los ‘90.

[2] En manos del Partido Conservador, el Brexit no tiene un contenido proteccionista sino todo lo contrario: pretenden suprimir toda barrera arancelaria, establecer tratados de libre comercio con la mayor cantidad de países y abolir cuantas regulaciones sea posible. Para los brexiters de derecha como Johnson, la Unión Europea es una “cárcel proteccionista” que limita el libre comercio y obliga a los empresarios británicos a cumplir “duras” regulaciones laborales, ambientales, sanitarias, etc. De esta manera, salirse de la U.E. les da la posibilidad de lanzar mayores ataques a los trabajadores y sectores populares para garantizar tasas más altas de ganancia para el capital.

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