La economía mundial a un año de pandemia

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  • Al momento de estallar la pandemia del covid-19, el estado de la economía capitalista global presentaba ciertos rasgos característicos heredados de la crisis de 2008-2009 que, a nuestro juicio, seguían operando y que impedían –y aún hoy impiden– hablar de una superación de esa crisis.

Marcelo Yunes

Introducción

Todas las previsiones y cálculos sobre la economía mundial trazados antes de la pandemia –incluidos los que desarrollamos en trabajos anteriores como el publicado en la edición 32/33 de la revista Socialismo o Barbarie (“Estado y perspectivas de la economía mundial”, junio 2018)– deben ser confrontados con lo sucedido durante 2020 para identificar continuidades y discontinuidades, considerar los escenarios más probables y ajustar el diagnóstico sobre el futuro a corto y mediano plazo del orden capitalista global. A grandes trazos, ése es el objetivo de este texto.

Al momento de estallar la pandemia del covid-19, el estado de la economía capitalista global presentaba ciertos rasgos característicos heredados de la crisis de 2008-2009 que, a nuestro juicio, seguían operando y que impedían –y aún hoy impiden– hablar de una superación de esa crisis. Algunos de esos elementos venían incluso de períodos anteriores a la crisis, como la baja relativa de la tasa de ganancia y el débil crecimiento de la productividad, manifestados en una dinámica anémica de la acumulación de capital. Otros, en cambio, fueron disparados o acelerados por la crisis mundial misma, y los resumiremos muy sucintamente:

  1. a) la “plétora de capital” –o, lo que es lo mismo, la insuficiente destrucción o desvalorización de capital poco productivo o ineficiente–; expresión de esto es la extensión del fenómeno de las empresas “zombies” y la insuficiente “destrucción creativa” que Schumpeter definía como la clave de la innovación y los saltos de productividad del capitalismo;
  2. b) el masivo e inédito endeudamiento tanto de estados como de empresas y hogares, con su contrapartida de burbujas de la valuación bursátil de activos, en particular en las compañías de las ramas más dinámicas como la tecnología digital;
  3. c) el fuerte crecimiento de la desigualdad y el deterioro relativo de los ingresos de los asalariados y sectores populares, que no dejó de impactar políticamente en el aumento de la polarización social y política y una baja importante del consenso ideológico de la “democracia” neoliberal y sus mecanismos de funcionamiento;
  4. d) como consecuencia de estos factores –y otros que no tenemos espacio para mencionar, y menos desarrollar, aquí–, vivimos durante casi toda la segunda década del siglo XXI una dinámica de crecimiento económico mediocre. En el marco, además, de un estancamiento del proceso de la globalización económica capitalista –llamado “slowbalisation” por los analistas–, y pese a la relativamente mejor performance de EEUU, no se destacaban economías nacionales o regionales ni ramas productivas como grandes motores de la actividad, salvo el muy destacado caso del desarrollo ya no tan acelerado pero ininterrumpido y a buen ritmo de la economía china.

Esto último, a su vez, está en la base de un cambio profundo en las condiciones geopolíticas y en el sistema mundial de estados, definido por el ascenso de China como potencia capitalista-imperialista (con todas las matizaciones necesarias para dar cuenta de su historia política signada por la revolución de 1949, el regreso al capitalismo después de la era Mao, la continuidad del régimen stalinista de partido único y, en el terreno económico, las tremenda desigualdades y contradicciones de su acelerado y reciente desarrollo) y como contendiente principal de EEUU en la disputa por la hegemonía global. Hemos trabajado algunos de los rasgos esenciales de este proceso en nuestro “China: anatomía de un imperialismo en ascenso” (izquierda web.com, mayo 2020).

El comienzo de la pandemia precisamente en China fue seguido, contra las esperanzas de encapsulamiento, por su rápida extensión a todo el globo, que a la fecha (enero de 2021) indica casi 100 millones de infectados y más de dos millones de muertos. El saldo más negativo, en términos sanitarios, se dio en EEUU (un quinto de los fallecidos), Europa (un cuarto) y Latinoamérica (un cuarto), además del subcontinente indio, el sudeste asiático, Medio Oriente y regiones de África.

El resultado económico global de la pandemia puede resumirse en una sola cifra: se espera que la caída del PBI mundial en 2020 orille el 5%. Como medida de comparación, la recesión de 2009 dejó un crecimiento negativo de apenas -0,1%, habida cuenta de que el mayor impacto en esa ocasión fue en los países desarrollados y mucho menos en los “emergentes”, en particular China. Eso significa que el PBI global a fines de 2020 será un 8% inferior al que se esperaba a fines de 2019, si bien en marzo/abril las estimaciones eran todavía más pesimistas, con una caída para el año que se pronosticaba en casi el 10% del PBI.

Ahora bien, esta cifra global oculta fuertes desigualdades por regiones (geográficas y económicas) del impacto de la crisis del covid-19. Y, sobre todo, las perspectivas de esas regiones hacia 2021 y 2022 también estarán mediadas no ya por el daño sufrido en 2020 sino por las medidas que cada país estuvo y está en condiciones de adoptar. Lo que a su vez depende de la robustez previa de sus economías respectivas: el inusitado volumen de intervención estatal que implementaron los países desarrollados sin duda no está disponible para el resto del planeta. Esto implicará profundas diferencias en el tipo de recuperación (y de riesgos) que pueden esperar las economías de unos y otros a medida que el avance del esquema de vacunación masiva global a lo largo de 2021 (también allí con fuertes desigualdades) permita empezar a vislumbrar un panorama económico post pandemia… si es que no hay nuevas malas noticias en el frente sanitario.

Finalmente, cabe el interrogante de hasta qué punto y en cuáles planos la pandemia representará un punto de inflexión. Desde la rivalidad EEUU-China hasta el desarrollo de la digitalización, desde los cambios en el mundo del trabajo hasta el rol del Estado en el “contrato social” del capitalismo del siglo XXI, la economía (y la política) post pandemia presentan desafíos e incógnitas sobre la marcha de las tendencias que ya venían operando y de otras nuevas, como veremos más abajo.

Un impacto diferenciado por regiones

En el mundo capitalista desarrollado, la respuesta a la pandemia partió de un muy fuerte aumento del gasto público al mejor estilo keynesiano, en una escala muy superior al de la intervención sobre todo financiera durante y después de la crisis de 2008. En EEUU, el gasto se orientó a sostener los ingresos, no los empleos: la extensión del seguro de desempleo, con asignaciones de 600 dólares por semana, impidieron el derrumbe social que implicó la desaparición de millones de empleos, la mayoría de baja calidad y/o precarios. En cambio, en el Reino Unido y la UE el esfuerzo fiscal en general protegió los puestos de trabajo: en los cinco países principales de Europa, los subsidios a los trabajadores en licencia sin concurrir a su puesto de trabajo superó los 40 millones de empleos. Esquemas similares mantuvieron a flote a millones de empresas de todos los tamaños. El financiamiento de todo esto fue, naturalmente, mayor endeudamiento/emisión. De allí que el FMI calculara que en las economías desarrolladas la ratio entre deuda pública y PBI aumentará del 105 al 132% (H. Curr en el informe especial de The Economist sobre economía mundial “The peril and the promise”, 10-10-20, p. 5).

El panorama es muy distinto en las economías “emergentes”: salvo en Brasil, la proporción de esfuerzos fiscales para atenuar el impacto de la pandemia no tuvo comparación con lo ocurrido en los países centrales. Esto no hace más que instalar profundas dudas respecto de la profundidad de la recuperación económica para 2021, dado que esos países tampoco estarán en la primera fila del proceso de vacunación masiva que permitiría reactivar la actividad económica y recuperar parte de los empleos perdidos.

El momento recesivo es prácticamente universal; los países que en 2020 tendrán un resultado positivo en el crecimiento del PBI son una minoría ínfima, y entre las economías más grandes sólo China, Vietnam, Egipto y Taiwán. En el caso de China, la draconiana cuarentena instalada a principios de la pandemia logró revertir los índices de manera categórica: de ser el país que presentaba el 90% de los casos y fallecidos pasó a ubicarse detrás de los primeros 80 en cantidad de contagiados y de los primeros 40 en cantidad de muertos. La actividad económica comenzó a normalizarse relativamente pronto, y se estima que el crecimiento de este año estará cerca del 2%. Por otra parte, los cambios en el comercio mundial –que veremos enseguida– y el movimiento de precios le permitieron a China recuperar el saldo positivo de su cuenta corriente externa, aunque no al nivel de las épocas de “tasas chinas”. Y la continuidad del enfrentamiento comercial y estratégico con EEUU en el terreno de las nuevas tecnologías fue un impulso adicional para los proyectos de creciente autarquización en ese plano.

La “recuperación en raíz cuadrada invertida” y la “japonización”

Tal como sucedió en el piso de la crisis de 2008-2009, economistas y gobiernos ya están analizando –y apostando– a la forma de la recuperación económica. El escenario de recuperación en “V” –esto es, raído regreso al punto de partida previo a la pandemia– está prácticamente descartado; nadie supone un crecimiento global en 2021 del mismo orden de magnitud que la caída de 2020. Más bien, incluso los más optimistas estiman que en el mejor de los casos la economía mundial volvería a su nivel de fines de 2019 recién hacia mediados o fines de 2022. Pero esto puede decirse quizá del conjunto de los países desarrollados, que pusieron en marcha mecanismos de contención económica y social del impacto de la pandemia, pero tales dispositivos fueron y son inaccesibles para la mayor parte del mundo emergente. Según Roberts, ese grupo de países podría tener que esperar hasta 2024 para dar por superada la caída económica producida por el covid-19 (“Forecast for 2021”, 2-1-21).

De las previsiones de los think-tanks económicos globales para 2021 se desprende que el escenario acaso más probable no es la “V”, ni la “W” (sucesión de recesiones y recuperaciones), ni la “L” (recesión larga), ni la “U” (recesión larga seguida de recuperación firme), y ni siquiera la “K” (fuerte desigualdad por países y ramas, con algunos en franca recuperación y otros en caída continua) sino la llamada “raíz cuadrada invertida”. Esto es: una fuerte caída seguida de una rápida recuperación parcial que queda por debajo del nivel anterior, y desde allí un crecimiento continuamente mediocre. Lo que representa, en cierto modo, un regreso a las condiciones previas a la pandemia pero desde un piso más bajo.

Esta “japonización” –que toma como modelo la performance de ese país asiático en las últimas décadas, caracterizada por un crecimiento muy lento o estancamiento, con alto endeudamiento y muy baja inflación– está, por ejemplo, en los cálculos de la banca de inversión francesa Natixis y de The Economist Intelligence Unit, pero aparece asimismo como peligro en los pronósticos del FMI, la OCDE y del Banco Mundial.

Según Natixis, la post pandemia será de crecimiento raquítico a la japonesa en función de las siguientes razones: a) menor rentabilidad empresarial y recortes de la inversión productiva; b) peor distribución de la renta y presión a la baja de los costos laborales –lo que, de paso, desalienta la inversión en tecnología (cara) que ahorre puestos de trabajo (barato)–, con la consiguiente caída del poder adquisitivo de los hogares y el crecimiento de la desigualdad social; c) aumento de proporción de empresas zombies, amparadas bajo el ala de la intervención y el proteccionismo estatales; este punto coincide por completo con la evaluación de The Economist Intelligence Unit, que advierte que “la zombificación posterior al coronavirus de las economías avanzadas parece haber llegado para quedarse”; d) mayor inestabilidad financiera global y riesgos vinculados al volumen de deuda (pese a la continuidad del entorno de tasas de interés muy bajas), con una mayor volatilidad de los flujos financieros en los países emergentes y dudas sobre el papel del dólar como moneda mundial; e) pérdida a mediano plazo de capital humano por el impacto negativo de la pandemia sobre la educación y una probable reducción de las tasas de fertilidad.

Para la institución financiera, el pronóstico de crecimiento “en raíz cuadrada invertida” para los próximos años no implica mayor estabilidad, sino, por el contrario, más vulnerabilidad, sea a la inelasticidad del manejo de las políticas estatales de promoción de la demanda (en un contexto de tasas cercanas a cero), sea al impacto de la pérdida de empleos, algo que no sería compensado por los avances en innovación tecnológica en sectores muy concentrados. El resumen de Natixis es que “el impacto económico que podemos esperar de esta pandemia a mediano plazo no es prometedor para empresas, familias o gobiernos. Es difícil pensar en un impacto más devastador para la economía mundial, y no sólo por los efectos inmediatos” (Ámbito Financiero, 29-10-20).

La permanencia de un escenario de tasas bajas –y por ende activos relativamente sobrevaluados, en ciertos casos al nivel de verdaderas burbujas– induce también a The Economist a concluir que “el resultado [del análisis previo] es que la economía mundial se parezca cada vez más a Japón, donde décadas de déficit [fiscal] y deuda pública neta por encima del 150% del PBI no han logrado romper un equilibrio de baja inflación y baja tasa de interés” (H. Curr, “The eternal zero”, 20-10-20).

Por su parte, Roberts atribuye esta dinámica de crecimiento lento y por debajo del nivel anterior esencialmente a tres factores, que en general son coincidentes con los elementos que hemos apuntado. Primero, hay un “daño permanente” a las economías bajo la forma de destrucción de empleos y empresas (sobre todo pequeñas y de baja productividad) durante las cuarentenas y demás restricciones de circulación, parte de las cuales no volverá. En segundo lugar, muchas empresas han aumentando drásticamente sus niveles de deuda, en parte obligadas y en parte alentadas por políticas oficiales de créditos a tasas de casi cero. Pero esto esconde grandes diferencias: mientras que las compañías más concentradas y grandes aprovechan esta situación para recompra de acciones y ver cómo sus activos (también su valuación bursátil y de mercado) se disparan a niveles inéditos, muchas empresas pequeñas (o en todo caso menores que las gigantes que controlan sus mercados) luchan por la supervivencia y se ahogan en un mar de deuda, aun si las tasas son bajas.

Para Roberts, luego del “shock de oferta” (por los cierres temporarios de la producción) y del “shock de demanda” (los trabajadores mejor pagos, como los que pudieron continuar sus tareas vía remota, prefirieron ahorrar antes que gastar; los otros, los que perdieron sus medios de vida, no tenían nada para gastar), aparece el fantasma del “shock de crédito” y de crisis financieras (a nivel de empresas zombies y de países). Según la economista jefa del Banco Mundial, Carmen Reinhart, sobre todo en los países emergentes, hay un riesgo de “una ola sin precedentes de crisis de deuda y reestructuraciones. (…) En términos de la cantidad de países involucrados, estamos en niveles que no se han visto ni siquiera en los años 30” (Roberts, cit.).

Finalmente, la tercera razón por la cual no es dable esperar una recuperación en “V” es que se mantiene e incluso se profundiza el bajo nivel de la tasa de ganancia global, en términos históricos. Se trata de un aspecto que Roberts advierte hace años, aunque ahora hace el señalamiento de que existe la posibilidad del inicio de una contratendencia si la recesión hace el “trabajo sucio” de eliminar o desvalorizar la amplia proporción de empresas poco o nada rentables que actúan como un peso muerto sobre la rentabilidad promedio del capital, Claro que esta destrucción de las compañías zombies es justamente lo que no parece el escenario más probable, lo que a su vez se conecta con aspectos más políticos del análisis que veremos más abajo.

La pandemia cataliza tendencias previas

Aunque se habla mucho sobre las novedades que traería una “economía post covid-19”, a juicio de muchos analistas el principal efecto inmediato de la pandemia fue más bien acelerar y consolidar tendencias que se venían verificando previamente en la economía y en general en el orden capitalista global, algunas de las cuales hemos mencionado en la introducción.

El triunfo de Biden es visto por algunos como un vector en el sentido de la “normalización” de las relaciones políticas entre estados, luego de la disrupción operada por la gestión de Trump. Durante la gestión de éste, EEUU apareció como un factor de desorganización de la estructura institucional capitalista y de alimento de tendencias a la polarización. Testigo de esto son desde el enfrentamiento con China hasta el retiro de EEUU del Acuerdo de París sobre el cambio climático, pasando por el choque continuo con los aliados de la OTAN, la denuncia del acuerdo multilateral con Irán, el retiro del tratado con los países del Pacífico, el boicot de hecho al funcionamiento de la OMC y, el colmo, la salida de EEUU de la Organización Mundial de la Salud en plena pandemia.

Sin embargo, sería un error completo suponer que la reversión de algunas de las decisiones más arbitrarias de Trump implique un regreso a las políticas y al cuadro geopolítico de 2016. La entrada de China como una de las grandes potencias, y la única que desafía la hegemonía de EEUU, es un cambio que no tiene retroceso, y en ese terreno la gestión de Biden tendrá sin ninguna duda, más allá de un obvio mayor cuidado en las formas, más continuidad con Trump que con Obama. La polarización EEUU-China incluso se profundizará, y seguramente asistiremos de parte de ambas potencias a más instancias de “desacople”, desde el intercambio tecnológico hasta la relocalización de parte de las cadenas globales de suministros, aunque desde ya una nueva “Cortina de Hierro” económica entre ambos países es a esta altura imposible.

Precisamente en el terreno del comercio global, además de la fuerte desaceleración producto de la pandemia, uno de los riesgos que se hizo más evidente con el parate casi total de la producción en China fue la inmensa dependencia del conjunto de la cadena global de suministros para la industria (sobre todo) y los servicios respecto del gigante asiático.

En rigor, no se trataba de un factor desconocido. Por diversas razones, desde la diversificación del riesgo hasta la simple baja de costos, en la segunda mitad de la década del 10 muchas compañías multinacionales con presencia en China –sobre todo de EEUU– comenzaron a mudar parte de sus cadenas de suministros a destinos más cercanos geográficamente o concentrados en menos regiones. Esta ralentización de la globalización o “slowbalisation” se manifiesta en datos como la caída de importaciones y exportaciones chinas a EEUU en 2019 a niveles de la década del 90, previos a la entrada de China en la OMC.

En la medida en que en los flujos comerciales globales se afianza el peso de los servicios respecto de los bienes físicos, la experiencia de 2020 seguramente acelerará las tendencias a la digitalización del trabajo y de la relación laboral. Es de esperar también un cierto giro a cadenas de suministros menos extendidas geográficamente, más locales o regionales y a la vez más diversificadas. La robotización de los procesos productivos (y también en parte de los servicios, gracias a la inteligencia artificial) recibirá un impulso renovado; ahora bien, el resultado de este proceso en términos de la situación de la clase trabajadora apunta, bajo las circunstancias actuales, no a la “recualificación” de la mano de obra, como prometían los cantos de sirena de los entusiastas tecnológicos, sino más bien a una mayor precarización del trabajo y a condiciones sociales de más desigualdad, en particular para la juventud, las mujeres y los sectores de bajo nivel de calificación.

Dentro de un panorama de creciente penuria para amplísimos sectores populares, un resultado muy notorio de la pandemia ha sido el brutal volumen de beneficios obtenido por las grandes compañías de tecnología y comunicación digital, acompañado de un salto en su valuación de mercado. Es sabido que Amazon, Google (Alphabet), Facebook, Apple y Microsoft concentran ellas solas la sexta parte del índice de las 500 compañías del índice de Standard & Poor’s. Su participación en las ganancias es todavía mayor, y los resultados de 2020 no hicieron más que reforzar esa tendencia. El extremo de este desarrollo en el terreno de la producción de bienes físicos es la compañía Tesla de autos eléctricos, propiedad del excéntrico multimillonario Elon Musk: su valuación bursátil es superior a la suma de los tres mayores conglomerados automotrices del planeta (Volkswagen, Toyota y Renault-Nissan), aunque esos gigantes produjeron 32 de millones de vehículos en 2019 y Tesla apenas medio millón en 2020.

En esta rama como en otras, la pandemia ha implicado una mayor concentración del mercado y de las ganancias, lo que en el plano social y laboral se tradujo en un claro aumento de la desigualdad. Como observa un informe especial de The Economist, “una regla de oro es que cuanto más digitalizado está un mercado, más probable es que haya concentración” (“Survival of the fittest”, 10-10-20).

Tiene lugar un doble movimiento de disrupción en las relaciones laborales: uno, originado en el desarrollo de las técnicas de robotización e inteligencia artificial; el otro, en la destrucción de empresas poco eficientes golpeadas por la pandemia y la desaparición de empleos de baja calidad vinculados a los servicios y a la circulación de personas, restringida por las cuarentenas y medidas similares.

Ambos factores se combinan y hasta cierto punto se retroalimentan para generar el gran problema social de los “perdedores de la pandemia”. La transición de empleos 100 por ciento presenciales a otros mixtos o directamente inexistentes no será indolora, y mucho menos en los países y estados que, a diferencia del mundo desarrollado, carecen de toda espalda financiera para implementar una red de contención social a la altura de las circunstancias. Por otra parte, incluso en los países desarrollados esa red no es infinita ni eterna: si bien EEUU se apresta a renovar la asistencia estatal a millones de desempleados, en Europa el esquema de licencias con subsidio está al borde del agotamiento, y en el Reino Unido es casi seguro que no se renovarán en 2021. Es un hecho que no todos los empleos perdidos por la pandemia van a regresar –y muchos de los que sí lo hagan no serán del mismo tipo ni requerirán de la misma calificación–; ya hay estimaciones para EEUU de que hasta un tercio de esos empleos no volverán bajo ninguna forma. Incidentalmente, este elemento por sí mismo puede ser un factor de demora o atenuación de la recuperación económica en los países más afectados.

Entre las tendencias que podían identificarse antes de la crisis del covid-19, una de las más relevantes era la del crecimiento del endeudamiento global en un contexto de bajo crecimiento. El nivel de emisión monetaria y de deuda de los países desarrollados excede los 4 billones de dólares, muy por encima del volumen emitido en 2008-2009. Aunque dado el bajísimo nivel de la tasa de interés esa masa de deuda parece de financiamiento relativamente accesible, la situación presenta dos problemas alternativos. Por un lado, si la tasa se mantiene muy baja, cualquier empeoramiento de las condiciones económicas o una recuperación más anémica de lo esperado encuentra a gobiernos y bancos centrales sin una herramienta clave para estimular el crecimiento, la baja de la tasa. Por el otro, si la economía (y la inflación) se recalientan y tiran hacia arriba la tasa de interés, hay docenas de países –desarrollados y “emergentes”– cuyos tremendos volúmenes de deuda están apalancados sobre la premisa de una tasa cercana a cero.

Si esas condiciones cambian, la vulnerabilidad de esas economías quizá les plantee el dilema de elegir entre shock recesivo y shock de deuda. El margen de maniobra entre ambas opciones es sumamente estrecho, y donde unos países salgan bien librados otros pueden encallar. La combinación de endeudamiento y aparente burbuja bursátil –la ratio ajustada valuación/ganancias está bien por encima de 30, un indicador claro de exceso que sólo se alcanzó en la antesala de grandes crisis, como la de 1929 y el estallido de la burbuja de las compañías punto.com en 2000– ya está haciendo que muchos analistas vuelvan a agitar el fantasma de 1929 (The Economist, “Froth or fundamentals?”, 19-12-20).

Por dar sólo dos ejemplos: un directivo del brazo de manejo de activos del banco suizo UBS, Mark Haefele, advirtió que están dadas todas las condiciones para una burbuja: tasas bajísimas, bajo rendimiento de bonos, alta tasa de ahorro y exuberancia irracional en mercados testigo como el de las criptomonedas. Y el CEO de Livermore Partners de Chicago, en la cadena estadounidense especializada en economía CNBC, resumió “el sentimiento de parte del consenso [del mercado financiero. MY]: el plan Biden conllevaría un aumento de la inflaciónque sería potencialmente responsable de estallar una burbuja bursátil épica. Existe la idea de que el plan Biden intenta repetir el escenario de los Años Locos de la posguerra [la década del 20 que condujo al crack de 1929. MY] aspirando a que las personas regresen rápidamente a la fuerza laboral. Pero Biden corre el riesgo de quedar más cerca de ser Herbert Hoover [el presidente de EEUU en 1929. MY] que de ser Franklin Roosevelt” (Ámbito Financiero, 19-1-21).

Estas manifestaciones expresan el temor en Wall Street de que la euforia bursátil de 2020 –mientras la economía real se derrumbaba– finalmente se termine a caballo de un robusto paquete fiscal financiado no con impuestos sino con emisión de deuda, con el consiguiente aumento de la inflación y la tasa de interés, cuyos niveles de subsuelo alimentan la burbuja. Y ya hemos señalado las potenciales consecuencias de ese movimiento de la tasa de inflación (y de interés) sobre las economías emergentes con alto endeudamiento y relativamente baja capacidad de repago.

En último análisis, lo que está en discusión aquí es cómo se repartirá la cuenta de la crisis económica generada por el covid-19 y en qué términos se dará el tira y afloje al interior de las fracciones de la clase capitalista y sobre todo entre ésta y las masas castigadas por la pandemia, cuya mediación política deben administrar los políticos burgueses electos. Lo que nos conduce a la cuestión de fondo que mencionáramos más arriba: si se está incubando un nuevo marco de referencia y un nuevo consenso social que reemplace un orden con evidentes signos de agotamiento.

¿Un nuevo “contrato social” del orden capitalista?

En su lúcido estudio de las tendencias del capitalismo post pandemia, el analista de The Economist Henry Curr  advierte que el mayor riesgo para el orden social no es de orden económico, sino político. Aunque utilice otros términos, el planteo en el fondo es que luego de la segunda década del siglo, con su herencia de crisis económica, polarización social, nuevo orden geopolítico, desarrollo de la digitalización en el mundo social y laboral, la creciente urgencia del cambio climático y ahora la pandemia, el consenso neoliberal tal como fue forjado tras la caída del Muro de Berlín en 1989 está al borde del agotamiento y estamos a las puertas de una “reformulación del contrato social” en el orden capitalista.

Esta circunstancia, naturalmente, no es nueva sino que se ha dado otras veces ante puntos de inflexión históricos en los que el capitalismo se ve sacudido por crisis profundas, guerras, revoluciones y/o cambios de hegemonía en el orden imperialista. Por cierto, tampoco es algo que ocurra de manera habitual. En el siglo XX ha sucedido a nivel global no más de tres o cuatro veces, y tampoco es tan frecuente para en el seno de las naciones capitalistas. En este último caso, ejemplos serían el New Deal en Estados Unidos durante la Gran Depresión o la extensión del sufragio universal en el Reino Unido tras la Primera Guerra Mundial. Los últimos “contratos sociales” –lógicamente, no sancionados legalmente sino por las relaciones de fuerza– fueron el Estado de bienestar keynesiano en las décadas siguientes a la posguerra y el citado “Consenso de Washington” neoliberal tras la caída del Muro de Berlín.

Si algo caracterizó en términos políticos la década pasada fue, por un lado, la creciente crisis de ese consenso, atravesado por un aumento de la desigualdad y manifestaciones de descontento (crisis, rebeliones, la llamada “angry politics”); por el otro, no llegaron a darse eventos “cataclísmicos” de la lucha de clases que forzaran, en un sentido u otro, el final de ese contrato en crisis y la puesta en pie de otro. Se trata en cierto modo de una reedición de la conocida crisis de transición entre el “no va más” de un orden y el “todavía no” del que debe reemplazarlo, cuyo signo y rasgos definitorios, por ende, son desconocidos.

Los elementos de crisis de ese orden son los que señalamos al comienzo: el deterioro del consenso a caballo de una polarización económica y social (desigualdad); la falta de saltos de productividad que generen un ciclo de desarrollo capitalista vigoroso y mayor prosperidad general (aunque haya perdedores); el desafío del cambio climático, que es un peligro sistémico difícil o imposible de abordar desde la pura lógica neoliberal de mercado. El salto tecnológico del avance de la digitalización generó más concentración de riqueza (incluso al interior de la clase capitalista), pero más desigualdad y ningún cambio esencial en la productividad. Cambios geopolíticos como el ascenso de China también modifican la ecuación formulada post 1989. En este contexto aparece la pandemia global.

Si se da el escenario de que efectivamente se catalizan tendencias previas existentes en la economía pero de desarrollo lento o insuficiente, como la digitalización creciente de las formas de producción y relacionamiento laboral, está por verse qué forma adoptará y con qué consecuencias para las relaciones entre las clases. Quedan pocas dudas, a la luz de las experiencias pre pandemia y sobre todo a lo largo de 2020, de que una economía más digitalizada, más automatizada y más concentrada tendrá como uno de sus primeros efectos el aumento del desempleo y/o una extensión de los puestos de trabajo precarios. La profundidad de este cambio va a poner –ya está poniendo– en tensión tanto a los sistemas políticos como a la lógica de funcionamiento económico, sin importar aquí si se trata de países desarrollados, “emergentes” o pobres.

La cuestión del rol del Estado capitalista, tal como ocurrió –desde ya, en otro contexto– a la salida de la segunda posguerra, va a estar probablemente en el centro de la escena, así como la capacidad en general de las instituciones políticas de procesar los cambios en la esfera económica. Ya están asomando, o retomándose, debates sobre medidas y estructuras que hasta ahora eran terreno de especulación o como máximo de experimentación, como el Ingreso Básico Universal (IBU) o propuestas análogas que contemplen una ampliación sustancial de las redes públicas de contención social.

También va a estar a la orden del día la cuestión de las relaciones entre estados y las de los estados nacionales con la macroestructura política y económica global del capitalismo: debates como los disparados en su momento por el Brexit sobre nacionalismo, regionalismo, globalismo, populismo, intervencionismo y un largo etcétera, que nunca desaparecieron, van a cobrar nuevo impulso. Lo cual es lógico cuando se considera que, sin que mediara ningún largo intercambio de ideas ni foros de consenso político global, la reacción de la amplia mayoría de los estados frente a la pandemia fue una inédita dosis de intervención estatal, con mayor o menor espalda. El credo de la austeridad está tan desacreditado que sólo puede esgrimirse seriamente como política hacia la pandemia en las sociedades más derrotadas o en los países que se encuentran en el fondo de la escala de su capacidad de intervención.

Esa intervención va a volverse urgente si los cambios en la economía y el trabajo que la pandemia continúa acelerando se hacen permanentes. Para los millones de hogares castigados por la pérdida de empleo o la baja drástica de ingresos, la salvaguarda estatal es temporaria, insuficiente y amenaza dejar a la intemperie a los “perdedores de la pandemia”, y esto incluso en los países capitalistas desarrollados con más estructuras estatales heredadas del Estado de bienestar y recursos para sostenerlas. Hoy es posible afirmar que ningún país, imperialista o “emergente”, está en condiciones de hacer frente a un eventual shock social –no necesariamente fulminante; puede darse en una “cámara lenta” extendida a lo largo de años– que reconfigure el panorama del mundo laboral o de secciones importantes de éste. Mucho menos si la situación de pandemia no apunta a resolverse en un plazo razonable, por razones médicas o de otro tipo.

La gran incógnita si se concretan estos cambios profundos en la forma de funcionamiento del capitalismo en esta fase es si finalmente el aumento de la automatización de la producción y la digitalización de los servicios redundará en el tan demorado aumento ciclo de ascenso económico con mayor productividad. El debate, desde ya, excede los límites de este texto, pero dejamos apuntado que ese resultado estará necesariamente a la interacción de la lucha de clases con estos desarrollos, que tienen una lógica específica propia pero no una dinámica autónoma separada de aquélla.

Como observa H. Curr, de The Economist, si la pandemia acelera los cambios en la economía, “eso presenta un riesgo: que los gobiernos y estados vuelvan a fracasar en dar la respuesta adecuada a la profundidad de las transformaciones. Si aumenta la desigualdad, (…) si se reducen los empleos en el sector de servicios de las ciudades, si las compañías tecnológicas se vuelven más dominantes y los gobiernos giran demasiado rápido a la austeridad, la política se volverá más tóxica, con mayor polarización entre el nacionalismo económico desquiciado de la derecha y el ingenuo socialismo millenial de la izquierda” (“The right kind of recovery”, en el informe especial “The peril and the promise”, 10-10-20, p. 14). De allí que, pese a la tradicional cautela liberal hacia el “intervencionismo estatal mal entendido”, Curr reconoce que “el electorado no va a apoyar mayor disrupción [en el empleo y en la sociedad. MY] sin que se compartan los riesgos. Los gobiernos y estados deberán tener la voluntad de actuar como salvaguarda de última instancia para los ingresos de los hogares” en problemas (ídem).

No es la única voz de alerta: el columnista del Financial Times Martin Sandbu, aunque es más optimista respecto del desenlace, también trae a colación los “roaring twenties” (los años 20 previos al crack de 1929) esperando que 2021 sea el inicio de un boom de consumo masivo que consolide la recuperación post pandemia. Pero la condición que establece Sandbu para que evitar que la historia se repita es que el capitalismo demuestre su “capacidad para adaptarse” haciendo que “esta vez” el crecimiento económico sea “inclusivo”, aspiración que Michael Roberts recibe con justificada sorna (“Forecast for 2021”).

Una cosa parece segura: para bien o para mal, el capitalismo post pandemia no se encamina estratégicamente a “más de lo mismo, pero aumentado” sino a cambios traumáticos, que no van a desencadenarse sin desorden, sin polarización social, sin choques entre estados, entre regiones y entre clases, sin que tenga lugar una completa reformulación del rol del Estado capitalista en la economía y la sociedad y sin que se abran inmensos espacios, y experiencias, de contestación, de oposición, de rebelión… y acaso, de revolución.

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