Irán, el imperialismo y las armas nucleares

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  • El viernes 27 de noviembre fue asesinado en una emboscada al auto del físico nuclear iraní Mohsen Fakhrizadeh en Ab-Sard, un suburbio oriental de Teherán.

Marcelo Yunes

Nadie se hizo responsable del ataque, que fue un evidente crimen político. Sin embargo, por razones que enseguida explicaremos, ninguna duda cabe de que se trató de otro acto de flagrante terrorismo y violación de soberanía cometido por agentes del Estado de Israel, con la obvia venia de Estados Unidos. De hecho, la CNN informó el miércoles 2 que un “alto funcionario del gobierno estadounidense” admitió que Israel estaba detrás del asesinato.

El hecho tiene orígenes e implicancias directamente vinculadas con la relación entre EEUU e Irán, teñidas por la retirada yanqui del acuerdo nuclear de 2015 firmado con el país persa por los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU (EEUU, Reino Unido, Francia, Rusia y China) más Alemania. Ese acuerdo, conocido por su sigla en inglés JCPOA (Joint Comprehensive Plan of Action, o Plan General de Acción Conjunta), establecía el retiro de sanciones económicas y de otro tipo impuestas por los países imperialistas occidentales a Irán a cambio de una reducción significativa de la capacidad de enriquecimiento de uranio, verificada con inspecciones internacionales, a lo largo de más de una década. El JCPOA estaba moribundo luego de que Trump decidiera, en 2018, retirarse del acuerdo y reimponer las sanciones. Irán, por su parte, desde ese momento aceleró las actividades científicas con el objetivo de lograr la masa necesaria de uranio enriquecido como para llegar a disponer de capacidad bélica nuclear. La bomba atómica, en pocas palabras.

Un club pequeño y cerrado

Los países con capacidad nuclear son muy pocos. Exactamente nueve: EEUU, Rusia, Reino Unido, Francia, China, Israel, India, Pakistán y Corea del Norte. Los cuatro primeros son los ganadores de la Segunda Guerra Mundial. Tanto Alemania como Japón vieron muy limitada su capacidad militar en general, incluso con frenos constitucionales, y ni hablar de la posibilidad de que accedieran a la bomba atómica. Israel, como estado cliente, portaaviones insumergible de EEUU en Medio Oriente y el mejor defensor de los intereses yanquis en esa región estratégica, tuvo enseguida el visto bueno. Los otros cuatro países asiáticos, en cambio, generaron su poderío nuclear por su cuenta y riesgo, bajo las permanentes presiones y amenazas de EEUU y el bloque occidental, y con la ayuda solapada o abierta de la ex URSS primero y Rusia después, y también de China.

Las cinco potencias que además son los miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU son las abanderadas del Tratado de No Proliferación, que consiste, esencialmente, en asegurarse de que nadie tenga armas nucleares… sin que los que ya las tienen renuncien a ellas. Por eso mismo, ni India ni Pakistán, ni mucho menos Corea del Norte, firmaron el TNP. ¿E Israel? Como en tantas otras cosas, es un caso aparte: Israel tiene armas nucleares, todos saben que las tiene, actúa como un país que las tiene… pero no reconoce públicamente que las tiene.

Son varios los países que tienen acceso propio a mineral de uranio y/o eventual capacidad tecnológica y científica como para proponerse tener la bomba. Si no lo hacen es por una combinación –distinta en cada caso particular– de vocación pacífica, genuflexión ante la presión-chantaje de EEUU, insuficientes medios económicos y falta de peso geopolítico. En este pelotón encontramos, además de los mencionados Alemania y Japón, a Australia, México, Brasil, Argentina, España, Italia, Noruega y Arabia Saudí.

Ya el ingreso al “club” de India y Pakistán resultaba bastante problemático para EEUU (aunque en el caso de ambos países la principal “hipótesis de conflicto” es justamente con su vecino). La cosa empeoró con el arribo de Corea del Norte. Pero que Irán pasara a integrar la élite nuclear resultaba ya indigerible para los intereses yanquis. Se trata de una potencia importante en la región donde, desde la independencia de Arabia Saudí en 1917, pasando por la creación del Estado de Israel en 1948, EEUU no acepta que nadie le haga sombra.

Es verdad que esto obedecía a la cuestión del petróleo, insumo del que EEUU tenía una dependencia hoy muy menguada. Aquí confluyen varios factores: desde el desarrollo del petróleo y gas de esquisto en EEUU, que lo han catapultado al lugar de uno de los primeros productores mundiales de hidrocarburos, hasta el hecho de que el cambio climático está obligando a todo el planeta –menos a Trump, pero se está yendo– a empezar a bosquejar un futuro en el que las energías limpias tengan un peso creciente. Todo esto puede tener el resultado de que Medio Oriente pueda pasar a ser, en el transcurso de unas pocas décadas, de la región más crucial del globo en generación de energía a una relativa (exagerando) “irrelevancia estratégica”.

No obstante, y más allá del futuro de la región como proveedora de energía, EEUU no está dispuesto a aceptar

alegremente la llegada de una nueva potencia nuclear, para colmo bajo un régimen que lleva cuatro décadas como uno de los polos de hostilidad hacia EEUU más serios del planeta. Recuérdese que Irán, un invalorable aliado yanqui bajo la dictadura del sha Reza Pahlevi, pasó a militar en el “eje del mal” desde la revolución iraní de 1979 (una de las más grandiosas de la posguerra, aunque luego derivara, lamentablemente, en un régimen islamista teocrático y reaccionario). Aun así, es claramente uno de los países más independientes, en lo político, del imperialismo yanqui, que trató de hundir al régimen iraní desde el comienzo mismo, usando por ejemplo al Iraq de Saddam Hussein –que luego se convertiría en “villano”– en una guerra sangrienta y criminal que duró ocho años y dejó más de 200.000 muertos.

El tratado JCPOA de 2015, patrocinado por Obama –pero visto con mucha desconfianza y críticas por Israel–, lo que se proponía era, en el fondo, no impedir tout court el desarrollo de la capacidad nuclear iraní, sino ganar tiempo. Esto es, demorar por varios años la posibilidad de que los iraníes llegaran a la bomba atómica, confiando en que entretanto, por una u otra vía, se instalara en Irán un régimen menos duro y más permeable a los intereses, y presiones, de EEUU.

Era casi una reedición, a menor escala y con otro contexto, de la estrategia “amigable” que los yanquis desplegaron respecto de China en el fin de siglo: confiar en la apertura económica, la paulatina “occidentalización” y los cambios políticos internos a lo largo de un período que se contaba menos en años que en lustros. Por distintas razones, esta política hacia Irán era compartida tanto por los aliados occidentales de EEUU como por Rusia y China; la única verdadera oposición fue la de Israel, cuya “estrategia” consiste lisa y llanamente en la aniquilación de Irán. Pero con eso no alcanzaba, lógicamente, para dar por tierra con el pacto: donde manda capitán no manda marinero.

Todo esto cambió cuando, como señalamos, de la manera intempestiva, inconsulta y unilateral que lo caracteriza, Trump decide que EEUU se retira del JCPOA. Aplausos frenéticos de Israel y caras largas de preocupación en casi todos los demás. A punto tal esto representaba un giro en la diplomacia yanqui que casi todos daban por sentado que una de las primeras medidas de política exterior que tomaría Biden, inmediatamente después de volver al Acuerdo climático de París, sería resucitar el JCPOA. Ya en agosto, el actual nominado a ocupar la Secretaría de Estado, Tony Blinken, había declarado en una conferencia de líderes de seguridad que esperaba avanzar en un renovado acuerdo nuclear con Irán que fuera “más fuerte y más duradero”.

En este contexto llega el asesinato de Fakhrizadeh.

¿Por qué Fakhrizadeh…

Israel tiene largos antecedentes de atentados terroristas selectivos. Entre 2010 y 2012 no menos de cuatro científicos vinculados al programa nuclear fueron asesinados por Israel o EEUU, o ambos. De allí que en el caso de Fakhrizadeh, Irán se negara a dar a la Agencia Internacional de Energía Atómica (sigla en inglés IAEA) acceso a él. Era el más veterano y formado de los científicos del área, probablemente el jefe del proyecto AMAD, iniciado en 1989 y frenado en 2003, que tenía el objetivo de desarrollar armas nucleares (y que según Israel, tenía secreta continuidad). Vivía casi en la clandestinidad, bajo condiciones de máxima seguridad y sin contacto con las misiones de control de la ONU. Pocos le conocían la cara. Aun así, fue el único científico iraní mencionado en la “evaluación final” del programa nuclear iraní hecha por la IAEA en 2015.

Fakhrizadeh era hasta su asesinato jefe de investigación y de organización de la innovación del Ministerio de Defensa iraní, y probablemente oficial de la Guardia Revolucionaria, la élite político-militar iraní. Israel lo tenía entre ceja y ceja: en abril de 2018, en una presentación en TV de supuestos archivos secretos iraníes, el primer ministro israelí Netanyahu lo mencionó como la figura principal del programa nuclear iraní y se permitió decir: “Recuerden este nombre: Fakhrizadeh”. Y ese mismo año, el ex primer ministro Yehud Olmert, también en TV –los sionistas no se molestan en ocultar sus propósitos– dijo en tono amenazante que “conozco bien a Fakhrizadeh. No sabe lo bien que lo conozco. Si me lo cruzara por la calle, lo reconocería. No tiene inmunidad, no tuvo inmunidad, y no creo que vaya a tener inmunidad” (Al Jazeera, 28-11-20). Bueno, parece que sabía de qué hablaba.

Las primeras reacciones al asesinato fueron significativas: Irán y sus aliados de mayor o menor cercanía –Qatar, Iraq, Líbano, Turquía– apuntaron inmediatamente a Israel y EEUU (y a la complicidad saudita) por lo que llamaron “acto terrorista”. La Unión Europea, a través de su secretario general Antonio Guterres, aunque habló de “acto criminal que va contra los principios de respeto a los derechos humanos que defiende la UE” no usó la palabra terrorismo, y en cambio se concentró en pedir tranquilidad: “Es más importante que nunca que todas las partes [no se aclara qué otra “parte” hay además de Irán. MY] mantengan la calma y tengan la mayor circunspección a fin de evitar una escalada de tensiones en la región que no le conviene a nadie”. En el mismo tono se pronunció Alemania. ¿Trump? En silencio (Biden también, de paso). Y al gobierno israelí le costaba disimular su euforia, aunque a la vez puso a sus embajadas en estado de alerta.[1]

…y por qué ahora?

Aquí es necesario recordar que a comienzos de año, el 3 de enero, en un ataque selectivo yanqui con drones cerca del aeropuerto internacional de Bagdad, murió el principal comandante militar iraní, Qassem Suleimani. La táctica de asesinatos selectivos en territorio extranjero no es ninguna novedad ni para EEUU ni para Israel, que han practicado esta forma de terrorismo desde siempre y sin preocuparse en lo más mínimo por paparruchas como el derecho internacional, la soberanía de los estados y el derecho al debido proceso. Lo hacen porque quieren y porque pueden. En su momento, pese a toda la ola de indignación anti yanqui y a los clamores de venganza en la población iraní –y árabe en general–, la represalia iraní fue “proporcionada”, como aseguraba el gobierno de Rouhani. Irán atacó objetivos militares, no personas, y lo hizo en el mismo territorio iraquí donde fue asesinado Suleimani.

Analistas de todos los colores están esperando ansiosos la respuesta iraní a un hecho cualitativamente más grave, por haberse perpetrado en suelo iraní que, a diferencia de Iraq, no es terreno de actividades militares de potencias extranjeras, como si fue el caso del asesinato de Suleimani. Hay quienes especulan que la respuesta iraní podría volver a darse en Iraq, pero, también a diferencia del atentado a Suleimani, en ese caso la represalia sería menos que “proporcionada”.

La cuestión del momento de la represalia también es delicada: si Irán actúa ahora, deja la respuesta en manos de Trump –un pato rengo, sordo y ciego, con menos de 50 días de gestión por delante–, pero si espera a la asunción de Biden, el panorama no es mucho mejor. Como dijo un analista (Trita Parsi, del Quincy Institute de Washington), “uno puede imaginarse cuán abierto va a estar Biden a negociar con Irán si, antes de empezar, los iraníes actúan militarmente contra Israel o los propios EEUU” (Al Jazeera, 27-11-20). De hecho, para Israel es una situación “win-win” (en cualquier caso, sale ganando): si Irán no responde al mismo nivel, es una señal de debilidad; si lo hace, dinamita el camino a reavivar el JCPOA. En tanto, “desde la perspectiva de Netanyahu, éste es el momento para socavar a Biden. En cierto modo, el verdadero blanco aquí es Biden” (Parsi, cit.)

Así, la hipótesis más obvia es que el ataque a Fakhrizadeh fue una provocación para gatillar una reacción militar iraní de algún tipo contra Israel. Por eso, un especialista del think tank geopolítico Eurasia Group, Henry Rome, estima que la reacción de Irán será limitada: “En tanto el gobierno iraní considera prudente restablecer lazos con la próxima gestión de Biden, probablemente o tenga mucho interés en tomar medidas que le cierren ese camino, como un ataque a fuerzas estadounidenses” (Al Jazeera, 28-11-20). Además, en octubre las milicias pro iraníes en Iraq habían acordado un freno temporario a los ataques a instalaciones yanquis en Iraq. Se trata de un equilibrio muy delicado e inestable. Más teniendo en cuenta que el objetivo declarado de la política exterior demócrata incluía no sólo la cuestión nuclear sino negociar misiles balísticos y la política regional entera. El asesinato de Fakhrizadeh enmaraña y empantana esos objetivos, y debilita las posibilidades de llegar al compromiso al que ambas partes aspiraban. Según Aaron Miller, del Carnegie Endowment for International Peace, el asesinato llega en un “momento combustible”, y que “los israelíes calcularon que ahora era un buen momento para hacer algo así” (Al Jazeera, 28-11-20). A lo que cabe agregar que ese “momento combustible” tiene un condimento adicional: la certeza de que el presidente de EEUU más brutalmente pro sionista de los últimos tiempos tiene fecha de vencimiento desde las elecciones del 3 de noviembre.

No sólo Israel tenía ansiedad por el fin de la era Trump. El propio Mr. Orange, según el New York Times, sondeó después de las elecciones cuáles eran “las opciones disponibles” para atacar las instalaciones de Natanz, el principal centro de desarrollo nuclear iraní. Y el 21 de noviembre, un bombardero B-52 (de los más poderosos de la fuerza aérea yanqui) salió de su base de Dakota del Norte rumbo a Medio Oriente “para prevenir agresiones y da seguridad a nuestros aliados”, es decir, a Israel. Así, según el citado Miller, “los iraníes van a estar realmente limitados en cuanto a represalias entre ahora y la asunción de Biden, por el temor de provocar un ataque unilateral de Trump contra Natanz” (ídem).

Por una política independiente frente al imperialismo, el sionismo y el islamismo

En resumen, para Israel se trata de una jugada que le reporta ventajas en varios frentes: a) elimina al principal cuadro técnico y el hombre con más experiencia y preparación para consolidar o continuar cualquier plan nuclear; b) complica el frente político interno y externo del gobierno iraní, que se ve obligado a perder prestigio si quiere mantener el objetivo de restaurar el JCPOA, o arriesgarse a represalias militares y consecuencias políticas, y c) le deja un presente griego y un campo minado a la administración Biden, que sin dejar de ser tan imperialista como la de Trump, seguramente iba a ser menos complaciente que éste con la línea ultra derechista y belicista de Netanyahu.

La provocación terrorista israelí merece el más absoluto repudio. Implica una agresión completamente ilegal a un país soberano y una violación flagrante del propio derecho burgués, al que pisotean con el cinismo propio de los imperialistas y sus lacayos. Como nación independiente, Irán tiene derecho a defenderse, aunque no depositamos un miligramo de confianza en las políticas y los métodos del reaccionario régimen de los ayatolas.

Para el pueblo iraní, desde ya, nada bueno puede venir de ninguno de los actores actuales de este drama, desde el sionismo desbocado de Netanyahu y Trump al imperialismo y sionismo “responsables” de Biden, pasando por el gobierno islamista iraní. Un régimen que, bajo el manto de la justa indignación que generan las sanciones yanquis y los ataques sionistas, busca convalidar políticas antipopulares que han generado ya grandes manifestaciones de protesta. En Irán, como en todas partes, no son los gobiernos capitalistas sino las masas en lucha las que pueden generar los grandes cambios que necesita una región castigada por las guerras y múltiples formas de opresión.

 


 

Notas

  1. Sin embargo, en las esferas demócratas, que saben que heredarán el problema, hay preocupación. El ex director de la CIA durante el segundo mandato de Obama, John Brennan, consideró el ataque como “un acto criminal y altamente temerario”, y advirtió que “los líderes iraníes harían bien en esperar al regreso de una dirigencia estadounidense responsable a nivel global [es decir, la de Biden. MY] y resistir el impulso de responder contra los presuntos culpables”.

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