Cuba: El síndrome del niño escondido

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  • Para sentirse oculto y protegido, a un niño le basta con cubrirse el rostro. Se supone invisible si los otros no pueden verle los ojos. La ilusión de invisibilidad termina cuando se cruzan las miradas. El 11 de julio pasado, entre el gobierno y una parte del pueblo de Cuba ocurrió ese cruce.

José Manuel González Rubines

El discurso político apeló enseguida a un recurso gastado y falaz: la acusación masiva de «mercenarismo» —cargo por el que aún no ha sido procesado judicialmente ningún manifestante— o «confusión». También a la alegación de que toda la culpa de nuestros problemas recae en las medidas coercitivas impuestas por Estados Unidos, lo que es cierto solo en parte y coloca la pelota en cancha ajena e indica que únicamente podemos esperar una mejoría cuando a algún presidente de ese país se le ocurra eliminarlas, nunca antes.

Es esa la venda que ha utilizado el gobierno para sentirse protegido y evitar reconocer que el pacto social que mantenía en relativo equilibrio al sistema desde 1959 se quebró, quizás definitivamente, con los tonfazos del domingo 11 y la represión desatada después. Su postura es tan segura como acomodar la cabeza entre las mandíbulas abiertas de un caimán.

Nuestro pacto social tenía su base en un Estado protector —paternalista según algunos— que garantizaría un mínimo para vivir con mediana dignidad a cambio de apoyo y obediencia en un contexto de permanente plaza sitiada. Dicha relación se mantuvo más o menos saludable, pese a excesos y errores, hasta la crisis de los noventa. La necesidad de reconstruirla en un contexto completamente diferente al que le dio origen, impulsó el llamado a cambios profundos.

Las reformas anunciadas en 2007 debían garantizar niveles de prosperidad suficientes en lo económico; en lo político, la Constitución de 2019 nos dotaría de un Estado de derecho en el que, aun con cotos importantes, se podrían disfrutar ciertas garantías y libertades. Sin embargo, las reformas han sido postergadas ad nauseam de manera inexplicable y el Estado de derecho ha resultado una entelequia.

Por si fuera poco, muchas de la medidas tomadas en los últimos años —motivadas en parte por la necesidad de resistir los embates de la administración Trump y en parte por soberbia y torpeza política— en lugar de regenerar lo perdido, ratificaron la ruptura.

Por ejemplo, la implementación de las tiendas en MLC quebró el ya maltrecho ideal de igualdad, lo que hasta cierto punto explica que esos establecimientos hayan sido objeto de las piedras y saqueos de los vándalos. Por otra parte, la entrada en vigor de la «Tarea Ordenamiento» se encargó de propinarle buenos golpes a lo que quedaba, al dejar en condiciones de extrema vulnerabilidad a las personas dependientes de la Seguridad Social. Y finalmente, la pandemia de Covid-19 dañó el último de los pilares: la salud.

Las condiciones que dieron origen a las protestas del 11 de julio continúan existiendo e incluso agudizándose, por las razones que sean: crisis sanitaria y de alimentos, represión política, inexistencia de espacios de diálogo. A ello se suman un número creciente de trabajadores interruptos o desempleados y un proceso permanente de devaluación de la moneda. Asimismo, con cientos de detenidos —no existen cifras oficiales, por lo que circulan diferentes listas—, el desconocimiento absoluto de la legitimidad de cualquier reclamo y la estigmatización de los manifestantes, ha acumulado más malestar.

Siete meses después del 27 de noviembre, fecha en que se manifestara frente al Ministerio de Cultura un grupo de intelectuales, artistas y activistas, estallaron estas protestas, notablemente más masivas y heterogéneas. Dicho lapsus, por cierto, no fue ni remotamente calmo en lo político. No obstante, la fórmula aplicada para intentar contener el malestar ha sido la misma: descalificación mediática, desconocimiento de demandas y ninguna voluntad de diálogo. Con tan poca creatividad para afrontar un escenario complejísimo, es lógico esperar nuevas protestas, quizás de mayor magnitud y violencia.

Actuar con justicia —castigando tanto los abusos de las fuerzas del orden como a los manifestantes que vandalizaron— y comenzar con urgencia un proceso de diálogo nacional efectivo con todos los actores del Estado y la sociedad civil cubana, cuyos frutos se traduzcan en las reformas sistémicas que el país necesita y pide a gritos desde hace décadas, es el único modo de salir de esta crisis y reconstruir un nuevo pacto social duradero y equilibrado.

Lo cubanos, como cualquier persona, necesitamos vivir con la esperanza de que probablemente el año próximo, o el otro, será un poco mejor. La frase popular de que alguien apagó la luz al final del túnel, es la expresión más clara de cuánta desilusión nos embarga. Es por ello que muchos optan por emigrar, aunque ya no es tan fácil; otros prefirieron salir a las calles. La tonfa, la cárcel y el descrédito no pueden ser la fórmula para contenerlos, no solo porque no es constitucional, ni revolucionario, sino porque además es terriblemente torpe.

Atrincherarse en mundos idílicos que nada tienen que ver con la realidad y protegerse tras consignas vacías amplificadas por los repetidores que nunca faltan, es hoy un acto de suicidio político. Los resultados de un estallido social mal gestionado pueden conducir al país por caminos transitados en otras naciones, siempre con resultados negativos. A ello se suma el peligro externo habitual: Estados Unidos presto a «ayudar al pueblo cubano».

La temperatura de los hornos que son hoy las calles de Cuba puede cocer los cambios que se necesitan o incinerar principios, como el de la soberanía, que deben ser sagrados. La falta de visión política y de una actuación eficiente desde el gobierno, nunca han generados buenos dividendos.

Según cuenta el exquisito biógrafo Stefan Zweig en su libro María Antonieta, el día que los franceses tomaron la Bastilla, curiosamente en el mes de julio, el duque de Lianncourt interrumpió el sueño de Luis XVI con la noticia. «Pero ¡eso es una revuelta!», exclamó el monarca después de escuchar el reporte de su súbdito; Lianncourt previendo lo que podría costarle al soberano su miopía política, respondió como un profeta: «No, sire, es una revolución».

 

Artículo de Joven Cuba

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