La noche del siglo XX y la llama de la rebeldía

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Por Roberto Saenz

“–¿Adónde van? –pregunté a un grupo de afganos y paquistaníes que subían a un ómnibus.

 –A un campo– respondió una jovencita con una sonrisa que le iluminaba la cara. Suzanne sostenía en la mano el certificado de registro, sésamo raro que le abrirá las puertas a la futura solicitud de asilo. Al extranjero desprevenido, en pleno corazón de Munich, ese ‘voy a un campo’ consigue, por el contrario, helarle la sangre” (Luisa Corradini, La Nación, 5-9-15).

“Mala [joven polaca que intentó evadirse de Auschwitz-Birkenau para contarle al mundo lo que ocurría allí] había decidido morir su propia muerte. Mientras esperaba en una celda a ser interrogada, una compañera pudo acercársele y le preguntó ‘¿Qué tal estás, Mala?’ Respondió: ‘Yo estoy siempre bien’. Había logrado hacerse con una hoja de afeitar. Al pie de la horca, se cortó una arteria de la muñeca. El SS que hacía de verdugo trató de quitarle la cuchilla, y Mala, ante todas las mujeres del campo, le golpeó la cara con la mano ensangrentada. Inmediatamente acudieron otros militares, enfurecidos: ¡una prisionera, una judía, una mujer, se había atrevido a desafiarlos!” (Primo Levi, Los hundidos y los salvados).

En medio de la crisis de los refugiados que conmueve Europa (una población sobrante que la mundialización capitalista deja afuera de toda perspectiva), acabamos de terminar la lectura de una obra del historiador italiano Enzo Traverso titulada La historia desgarrada. En ella se repasa el debate intelectual generado en la segunda posguerra acerca de los campos de exterminio del nazismo.

Nuestra idea es tomar el texto como disparador para llevar adelante una somera reflexión crítica acerca de lo que podríamos llamar “la condición humana” luego de Auschwitz; dicho de otro modo, indagar la expresión más extrema de la contrarrevolución en el siglo pasado.

Experiencia que quedó marcada a fuego en la conciencia de vastas porciones de la población europea y que se está expresando ahora bajo la forma de una extraordinaria sensibilidad democrática en aquellos que se solidarizan con los inmigrantes ilegales (sobre todo en Alemania), y que cuestionan la reaccionaria idea de una “Europa fortaleza” cerrada a la población foránea (sobre todo la de origen musulmán).

Un proceso de deshumanización

El texto de Traverso tiene varias ideas alrededor de las cuales se organiza; la primera tiene que ver con lo que podría llamarse “la condición humana en el siglo XX”. Es decir: hasta qué punto ese estatuto fue cuestionado por la terrible experiencia de los campos de exterminio; una circunstancia de desgarro de la historia como agudamente se caracteriza desde el título de la obra.

Traverso hace un recorrido por varios autores que vivieron esta experiencia: Primo Levy, Jean Amery y Paul Celan, que pasaron por los campos de concentración y sobrevivieron a ellos. También recorre las obras de Hannah Arendt, Günther Anders, Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, que dedicaron reflexiones a dicha experiencia.

Lo primero a destacar es, entonces, el proceso de deshumanización que se vivió en los campos de exterminio.1 Lo que se experimentó en ellos fue un verdadero “infierno de este mundo”. Un límite extremo de la experiencia humana (Levi): el pelo rapado, la quita de todas las pertenencias, los suecos de madera que apenas permitían caminar, el tatuaje de un número en el brazo de cada internado. Estos son algunos de los rasgos de este proceso de quita de atributos como persona: “sabemos por la cruel realidad de los últimos años que una persona desnuda pierde inmediatamente la fuerza para resistir, para luchar contra su destino” (Un escritor en guerra. Vasili Grossman en el Ejército Rojo 1941-1945, compilado por Anthony Beevor, Barcelona, Crítica, 2010: 360). Arendt anotaba –destaca Traverso– este proceso por el cual las personas eran asesinadas como animales (peor aún: porque hasta en la matanza de animales debe haber elementos de humanidad). Graficaba así lo que estaba en juego en los campos de exterminio: “En 1946 hablaba de las ‘fábricas de la muerte (death factories)’ nazis, donde se mataba ‘como se mata ganado’ a seres humanos reducidos a una ‘igualdad monstruosa’, sin fraternidad ni humanidad, y en las que se ‘reflejaba la imagen del infierno” (El final de la modernidad judía, Buenos Aires, FCE, 2014: 128).

Una “igualdad monstruosa” porque expresaba la reducción de las personas a un “mínimo común denominador”: como bestias camino al matadero (no era casual que los trenes de transporte de deportados fueran, mayormente, trenes de acarreo de ganado).

Es sabido que el capitalismo llegó “chorreando sangre y lodo por todos sus poros” (Marx). Sin embargo, Auschwitz significó un evento cualitativo: la masacre industrializada de toda una población: la muerte de millones en un espacio temporal increíblemente reducido, cuyo apogeo no duró más de dos años, 1942-1944.

De cualquier manera, no nos interesa aquí dar descripciones empíricas del fenómeno, sino “atrapar” lo que de más irreductible tuvo: el intento de reducir a los seres humanos a la condición de bestias (una suerte de “subhumanos”): “(…) se expoliaba a los hombres su humanidad hasta el punto de vaciar de sentido la noción misma de solidaridad; se volvían incapaces de reconocerse como víctimas ante sus perseguidores. En el universo concentracionario, la dignidad humana había sido aniquilada (…) la conciencia, la capacidad de pensar y juzgar han sido destruidas” (Arendt, citada por Traverso en La historia desgarrada: 94).

Levi, Amery y Celan vivieron en carne propia la experiencia de los campos de la muerte y trataron de “exorcizarla” escribiendo acerca ella (lamentablemente, los tres terminaron suicidándose). Una cuestión llama la atención: hablan de Auschwitz como de un acontecimiento “incomprensible”, algo sobre lo que cuesta desentrañar su verdad, su racionalidad, “un agujero negro de la historia”, como lo definió el primero.2

El objetivo del nazismo fue establecer un “enemigo común” alrededor del cual unir –por encima de las clases sociales– a todo el “pueblo alemán”. La clase obrera alemana sufrió una derrota histórica con el ascenso de Hitler al poder. Abraham León (joven militante trotskista de origen judío asesinado por los nazis en Auschwitz a finales de 1944), señaló tempranamente este sentido de clase de la persecución del pueblo judío: generar una idea de unidad nacional contra un “enemigo externo” que diluyera el conflicto de clases.

Las “fábricas de la muerte” significaron una experiencia tan radical en materia de ruptura de los lazos humanos que costó explicarla en términos de “racionalidad”: “Ningún hombre normal podrá jamás identificarse con Hitler, Himmler, Goebbels, Eichmann e infinitos otros. Esto nos desorienta y a la vez nos consuela: porque quizás sea deseable que sus palabras (y también, por desgracia, sus obras) no lleguen nunca a resultarnos comprensibles. Son palabras y actos no humanos” (Primo Levi, Si esto es un hombre, apéndice de 1976).

En el mismo sentido iba la reflexión de Günther Anders de que los campos deshumanizaban no sólo a las víctimas sino también (¡y primariamente!) a los victimarios. De ahí que apareciera la figura del “funcionario”, el “burócrata de la muerte”, como alguien perfectamente “normal” que organiza asesinatos en masa como cualquier otra tarea. Alguien “sin alma”, formal: un burócrata en el sentido pleno de la palabra.

Walter Sier, antiguo jefe de la oficina 33 de la Reichsbahn (ferrocarril alemán) bajo el nazismo (¡y también después, en la República Federal!) respondía de la siguiente manera ante la pregunta de Claude Lanzmann, director de la película Shoa: “No puse jamás los pies en Treblinka. Me quedé en Cracovia, en Varsovia, pegado a mi escritorio. –Usted era un… –Yo era un burócrata” (Shoah, París, Fayard, 1985: 169).3

Diálogo revelador. Sier da una de las definiciones más universales del burócrata: aquel que despacha asuntos (¡eventualmente tremendos!) sin pisar nunca el “barro”: el terreno real donde esos asuntos se sustancian.

La doble vía de la técnica

Un tópico que recorre esta obra de Traverso es el abordaje de las potencialidades de la técnica. Criticando la visión ingenua del marxismo de la Segunda y Tercera Internacionales (bajo Stalin), se rechaza la idea de que la técnica pudiera ser “neutral”: garantía por sí misma de progreso.

Traverso insiste en que el nazismo fue el producto de una original combinación entre sus inclinaciones socio-políticas contrarrevolucionarias aunadas a la técnica más moderna.

El debate alude a los problemas que engendró el desarrollo técnico en las condiciones de relaciones de producción capitalistas (y/o burocratizadas). Comenta para ello la obra de Günther Anders, que colocaba a la técnica como la causante de los problemas: el peligro de autodestrucción de la humanidad (cuyo máximo exponente ve en Hiroshima).

Traverso ubica la filiación del debate contemporáneo sobre la técnica en Heidegger (un filósofo de conocidas inclinaciones por el nazismo). Su abordaje reaccionario, objetivista y anti-humanista ponía a la técnica por encima del hombre: “(…) en la modernidad, el hombre ya no es sujeto sino simple ‘funcionario’ de la técnica” (Traverso acerca de Heidegger en La historia desgarrada: 120).

El historiador italiano recuerda que Albert Speer, eficiente ministro de Armamento de Hitler, fue uno de los máximos exponentes de esta concepción instrumental de la técnica: “El peligro es que el automatismo del progreso lleve la despersonalización del hombre más lejos, desinteresado más y más por su propia responsabilidad. Impactado por las posibilidades de la tecnología, dediqué años cruciales de mi vida a servirla. Pero al final mis sentimientos sobre esta son escépticos” (A. Speer, Inside the Third Reich, Londres, Sphere Books, 1971: 698).

También subraya cómo toda una generación de pensadores de la escuela de Frankfurt se formaron con Heidegger: entre ellos Herbert Marcuse y Günther Anders (este último por un tiempo esposo de Hanna Arendt, que también se formó con Heidegger). Anders fue un filósofo y reconocido activista contra las armas nucleares en la segunda guerra. De filiación marxista, rompió con Heidegger sin dejar de compartir muchas de sus preocupaciones. Eso sí: Heidegger era un reaccionario que postulaba como “inevitable” esa subordinación humana a la técnica; Anders rechazaba la técnica “in toto” en una suerte de inversión completa de postulados, y se caracterizaba por un humanismo radical: criticaba a Heidegger por su “filosofía de la vida hostil a la vida” (recordemos que este último señalaba que el principio ontológico fundamental del hombre era “el ser para la muerte”).4

La principal obra de Anders, La obsolescencia del hombre, trata de los problemas creados por la dominación de la técnica; una reflexión acerca de Auschwitz e Hiroshima como producto de este desarrollo técnico y las posibilidades de destrucción de la humanidad contenido en él.

Señala Traverso (parafraseando a Anders): “La primera revolución industrial engendró las máquinas como medios de producción; la segunda, cuya consecuencia fue la extensión de la producción mercantil al conjunto de la sociedad (todas las necesidades quedan satisfechas por mercancías), desencadenó la colonización de la humanidad por la técnica; la tercera dejó obsoleto al hombre y preparó su sustitución por la técnica. Convertida de este modo en ‘sujeto de la historia’, la técnica conquistadora amenaza con destruir toda la humanidad. La transformación de la técnica en sujeto de la historia también implica inevitablemente el final de la historia (Endzeit), pues no puede haber historia cuando los hombres ya no son los actores. Para Anders, el siglo XX se sitúa, pues, bajo el signo de la catástrofe” (La historia desgarrada: 119).

Apresurémonos a señalar que la idea de que no puede haber historia cuando los hombres no son su sujeto es aguda porque, efectivamente, la historia es por su contenido el evento de la humanidad llevando adelante su propia obra, su propio desarrollo.

El abordaje de Anders tenía el valor de subrayar los posibles efectos de la técnica. Sin embargo, tenía el problema de colocarla como “el sujeto de la historia” considerándola, además, irremediablemente negativa. Traverso critica el carácter unilateral de este abordaje: perdía de vista que no es la técnica la que produce estos daños, sino el contexto de relaciones sociales en la que está inserta.

A diferencia de lo que opinaba Anders, la transformación de la técnica en fuerza destructiva no es la única vía posible: “La visión heideggeriana de la técnica, ontologizada como verdadera condición humana en el mundo moderno, encuentra su equivalente en una obra como La obsolescencia del hombre, donde es sistemática y exclusivamente percibida como una fuente de alienación y, a diferencia de Benjamin y Fourier, nunca como una posible ‘clave para la felicidad’ de la humanidad” (ídem: 121).

Y agregaba Traverso: “Si la técnica ha sustituido a los hombres en el papel de sujeto de la historia, sería vano buscar una responsabilidad humana para las guerras, crímenes y violencias del siglo. Así, Auschwitz e Hiroshima serían consecuencia de la técnica, no de elecciones y actos humanos. La humanidad quedaría arrinconada en una condición de subalterna ontológica donde las nociones de responsabilidad y culpabilidad ya no tendrían sentido” (ídem: 127).

“Aquí no hay porqués”

Traverso apela a Weber y Kafka para tratar la burocracia contemporánea. Habla de afinidades en el análisis de ambos autores. La idea de una racionalidad instrumental, ajena a los intereses humanos, es común a ambos, lo mismo que un abordaje extremadamente escéptico de los asuntos: “Weber no veía ninguna alternativa posible a esta civilización del cálculo, la administración, la frialdad técnica, y la muerte del espíritu. El socialismo le parecía la amenaza de una dominación burocrática aún peor que la del capitalismo liberal” (La historia desgarrada: 53).

Lo más interesante es la reflexión acerca de Kafka. Traverso destaca que este mostraba de manera expresiva este proceso de “burocratización de la vida” y de reducción del hombre a simple engranaje que se manifestaba como una de las tendencias del sistema capitalista a comienzos del siglo pasado y que tenía elementos anticipatorios a lo que se vendría con el nazismo: “Lo que se sitúa en el centro de sus escritos es la eliminación del hombre en un mundo transformado en un universo opresor e incomprensible. La racionalización y la dominación burocráticas descritas por Weber adquieren en Kafka la forma de un caos indescifrable donde la ley se ha perdido o, peor aún, se ha transmutado en el código secreto de un orden infernal (…) Para Kafka, como para Max Weber, el poder es una suerte de ‘jaula de hierro’ que aprisiona a los individuos” (ídem: 57).

Dos aspectos se ponen sobre la mesa: las consecuencias en la sociedad de este proceso de racionalización y burocratización de la vida y, al mismo tiempo, el análisis de los funcionarios: Traverso destaca que Kafka tenía una aguda percepción a este respecto dado que trabajaba en una importante empresa de seguros.

Traverso también trabaja con el concepto de burócrata en Arendt. Tiene páginas brillantes al analizar “la banalidad del mal”, un concepto que creó a partir de su participación en el juicio a Adolf Eichmann en 1961.5 Se trata de un estudio acerca de la personalidad de los burócratas encargados de administrar el genocidio y su descubrimiento de que realizaban su trabajo de manera rutinaria, como cualquier otro.

El mismo fenómeno representaba Kafka en un personaje de El proceso (Joseph K): “Mi oficio es zurrar, por eso zurro”. Traverso señala que Günther Anders vio en esta figura del matón el prototipo de los empleados de la SS de los campos de exterminio nazis, al tiempo que recuerda (también en Kafka) a los burócratas como personas “de cortos alcances”, “especialmente partidarios del aparato”.

Nuevamente hay dos aspectos que se destacan: uno, la naturaleza “amoral” de los encargados administrativos del genocidio (concepto anticipatorio que se encuentra en Kafka). Y segundo, su falta de responsabilidad (irresponsabilidad) sobre las consecuencias de su trabajo (Arendt).

Arendt era aguda cuando retrataba a la burocracia encargada del genocidio judío como un personal sin “alma”, que encara este “trabajo” como cualquier otro, que casi no pone “los pies en el barro” de los campos y que no asume responsabilidad alguna por lo que está haciendo: sólo recibe órdenes y las ejecuta, no tiene ningún conflicto moral.

De ahí que hablara de Eichmann como de una persona “normal”, que no se caracterizaba por ningún rasgo sobresaliente, salvo su mediocridad e “irresponsabilidad” sobre las consecuencias de sus actos.

Marcaba así una “tipología ideal” del burócrata del siglo XX: ser simple engranaje de una máquina al que no le interesan los fines de su acción: sólo llevarla a cabo de manera eficiente (una racionalidad de medios y no de fines, según Weber).

De esta comprobación Arendt desprendía la idea de que el mal “no podía ser radical”: no tiene “profundidad”: es banal. Y que sólo es profundo el bien, la verdad. Una reflexión que hace parte del pensamiento marxista: sólo la verdad puede ser radical, revolucionaria.

De forma concomitante podemos abordar la respuesta que un SS le daba a Primo Levi: “Aquí no hay porqués”. Era la expresión de esa forma “muda” de comportarse de la burocracia genocida: su arbitrariedad carente de toda razón, inhumana.

¿Barbarie sin socialismo?

Un aspecto particularmente equivocado del abordaje de Traverso es cómo muestra a nuestra época unilateralmente dominada por la barbarie: “La alternativa planteada por los espartaquistas alemanes cuando el desencadenamiento de la Primera Guerra Mundial, socialismo o barbarie, debe ser radicalmente reformulada hoy (…) el siglo XX ha probado que la barbarie no es una amenaza para el futuro: es la característica dominante de nuestro tiempo” (E. Traverso, Understanding the Nazi Genocide. Marxism after Auschwitz, Londres, Pluto Press, 1999: 106). Pierde de vista, así, las enormes experiencias emancipatorias que también jalonaron el siglo pasado y que, seguramente, volverán a hacer irrupción en el futuro.

Desde ya que estas experiencias no deben utilizarse para diluir la profundidad de la barbarie vivida con las dos guerras mundiales, los campos de exterminio y, también, el trabajo forzado en el Gulag de la ex URSS: una barbarie sin antecedentes históricos. Sin embargo, esta mirada unilateral es una concesión gratuita a la idea actualmente dominante que evalúa el siglo pasado como una era de “puras violencias”, un emprendimiento cuyo fin no es otro que exaltar la democracia capitalista actual.

Aunque Traverso es consciente de lo que estamos hablando, de todas maneras tiende a perder de vista la tensión dialéctica que caracteriza la contemporaneidad, y que fuera clásicamente definida por Lenin como una época de crisis, guerras y revoluciones, agregándole también las contrarrevoluciones.

Aunque más “descriptiva”, la definición leninista tiene la ventaja de mostrar en su conjunto la dialéctica histórica que preside nuestro tiempo: no sólo las expresiones de barbarie, también sus potencialidades emancipatorias.

Unilateralizada la última centuria sólo para el lado de la barbarie, se soslayan los “contrapuntos liberadores” que también existieron, que fueron enormes experiencias estratégicas que dejaron inmensas enseñanzas para los explotados y oprimidos. Incluso circunstancias tremendas como la de los campos de exterminio, deben ser colocadas entre los aprendizajes y la conciencia crítica de la humanidad.

De ahí que la alternativa histórico-general permanezca siendo el socialismo o la barbarie y no sólo la “barbarie o la barbarie” como se desprende de textos como La historia desgarrada.

Esto no impide que Traverso critique correctamente el unilateral abordaje de Günther Anders acerca de nuestra época. Lo describe como un “filósofo de la desesperación” por oposición a Ernst Bloch y su “principio esperanza”, aunque señalando al mismo tiempo, que esta oposición no era completamente irreductible: si Anders criticaba a Bloch por “ingenuo”, de todas maneras dejaba una hendija abierta a la emancipación.

A Anders le preocupaba la condición humana luego de Auschwitz e Hiroshima, y mucho de lo que dice acerca de ella es agudo. La parábola que describe es unilateral. Traverso le marca bien que la técnica no opera por sí sola. Pero de todos modos su metáfora acerca de la “obsolescencia del hombre” da en el clavo como denuncia del proceso de deshumanización vivido en el siglo XX y cuyas versiones más extremas simbolizaron, efectivamente, Auschwitz e Hiroshima (y, a otro nivel, el Gulag del stalinismo).

Como digresión, señalemos que Primo Levi se encargó de marcar la diferencia entre los Lager (campos de exterminio nazi) y el Gulag (campos de trabajos forzados bajo Stalin), en el sentido que el objetivo específico de estos últimos no era directamente matar a los detenidos, sino hacerlos trabajar eventualmente a costa de su vida.

La historia desgarrada tiene otro abordaje unilateral: la problemática de la “psicología de masas”. Traverso es consciente que, en todo caso, el siglo veinte expresó experiencias opuestas respecto de los explotados y oprimidos: no es igual la masa atomizada dominada por un régimen totalitario, que las masas insurrectas puestas en pie en la revolución.

Aunque en otras obras suyas este contrapunto esté establecido con claridad, no es el caso de La historia desgarrada. De Arendt a Horkheimer lo que se subraya es una “psicología de masas” dominada por la atomización, “por la disolución de la individualidad en la masa anónima” (que hizo de base social al nazismo): la “psicología colectiva” es vista como una regresión a un estadio primitivo anterior a la formación de la psicología individual (Freud).

Es necesaria una visión más equilibrada del asunto. Entre otras cosas, porque internacionalmente domina hoy el abordaje liberal del asunto, siempre presto a definir a las masas como una “totalidad reaccionaria”: una reflexión que abreva en el escepticismo de un Weber, el elitismo de un Adorno y el “individualismo” de una Arendt, que desconfía de las potencialidades de autodeterminación de las masas.

Adorno se apoyaba en Freud para dar la idea de que las masas o, mejor dicho, “el individuo disuelto en las masas”, se caracterizaría por esa “falta de inhibiciones” que es subproducto de la ausencia de cultura. Sería un receptor pasivo, un reproductor de comportamientos “bárbaros de masas”: de ahí a la supuesta “culpabilidad colectiva” del pueblo alemán por el nazismo hay un solo paso.

Parece evidente el carácter unilateral e injusto de este abordaje: pierde de vista que no todos los alemanes eran iguales. El ascenso al poder de Hitler fue el instrumento de la burguesía alemana so pretexto de frenar la “marea comunista” que venía de Rusia. La intencionalidad de este abordaje fue hacer de él un instrumento útil a los intereses del imperialismo de dominar a las masas explotadas alemanas; también se valió del mismo la burocracia de la ex RDA: vaya “dictadura del proletariado” con los trabajadores supuestamente la “clase dominante” del país, culpabilizados por el nazismo.

Este “psicologismo” es peligroso y de baja calidad: una transposición de los planos de la realidad social que no es admisible. Un problema que se observa en La historia desgarrada es que no establece un claro contrapunto respecto de las extraordinarias experiencias de autodeterminación de la clase trabajadora, que el siglo pasado también arrojó: las mujeres en armas en la Revolución Española, los soviets de obreros y soldados en la Revolución Rusa, las milicias populares de resistencia al nazismo en la Europa ocupada, los obreros de Amsterdam que en 1941 se declararon en huelga contra las deportaciones de judíos (un acto heroico y solidario que Traverso destaca en su obra). En fin: el ingreso de las grandes masas en la liza de la historia, manifestación de las enormes reservas de autoemancipación que anidan en los explotados y oprimidos (y que cualquiera puede observar, por ejemplo, en fotografías como las de Robert Capa y otros grandes fotógrafos de la época).6

En todo caso, el siglo pasado mostró dos “psicologías de masas” y no sólo una, ambas subproducto de los desarrollos de la lucha de clases y no algo “innato” a ellas: masas explotadas sometidas a la atomización del totalitarismo; al aplastamiento de la personalidad humana. Pero también, masas obreras y populares que en el proceso de la revolución social, dan saltos cualitativos en materia de su despertar a la vida política (¡y a la vida en general!)

Se trata de experiencias opuestas que deben ser analizadas bajo la divisa marxista que la emancipación de los trabajadores no puede resolverse de manera separada por cada uno de ellos. Pero que, al mismo tiempo, dicha emancipación es inversa a la reducción de la individualidad a mero instrumento de una lucha anónima.

La revolución es la plataforma para llevar las potencialidades que anidan en los seres humanos a niveles inimaginables bajo el capitalismo: “El hombre tratará de ser dueño de sus propios sentimientos, de elevar sus instintos a la altura de lo consciente y hacerlos transparentes, de dominar con su voluntad las tinieblas de lo inconsciente: así se elevará a un nivel superior y creará un tipo biológico y social más perfecto o, si se quiere, un superhombre” (L. Trotsky, Literatura y Revolución, Buenos Aires, Antídoto, 2004: 164).

Es evidente que Trotsky está parafraseando aquí a Nietzsche aunque su perspectiva, sabemos, era opuesta al filósofo alemán: plena realización humana vs. individualismo (que es algo muy distinto).

Por otra parte, si hubiera tenido oportunidad de ver la experiencia de los campos de exterminio (el carácter de “Señores” con que se manejaban las SS y el personal alemán en relación a los esclavos judíos, gitanos y eslavos, como retrata Primo Levi), hubiera buscado seguramente otra palabra para dar cuenta que la naturaleza humana se modifica y progresa en la medida que la sociedad se emancipa. Otra palabra decimos, porque comprensiblemente Primo Levi rechazaba con disgusto la misma en Los hundidos y los salvados, señalando que le repugnaba la idea misma de la existencia de “superhombres”: lo deseable son, más simplemente, seres verdaderamente humanos afirmaba.

En definitiva y como quería Marx, la emancipación de cada uno será la medida de la emancipación de todos; una definición que ha cobrado fuerza inusitada a partir de la experiencia de la burocratización de las revoluciones en el siglo pasado y la instrumentalización de las personas que se vivió allí. (Ver la instrumentalización stalinista de la personalidad que se reflejaba en los casos del llamado “heroísmo burocratizado”, donde en el contexto de una disciplina ciega, se llevaban adelante actos pretendida o realmente revolucionarios, por ejemplo, en la lucha contra el nazismo).

Una sacudida de dimensión cósmica

Al precio de ser injustos con Traverso, uno extraña en La historia desgarrada aquellas experiencias de dignidad humana que enfrentaron la barbarie del nazismo. Traverso ha reflexionado sobre ellas en otros textos. En el caso del levantamiento del gueto de Varsovia: “Fue una pelea para afirmar la dignidad judía, o más simplemente la dignidad humana frente al exterminio” (Understanding…: 79).

O la cita del acápite de la joven polaca Mala Zimetbaum, que junto con un compañero intentó escaparse de Auschwitz para contarle al mundo los horrores que estaban ocurriendo ahí (¡y que nadie, a comenzar por los Aliados, quería oír!)

El ejemplo de Mala, como tantos otros, es una muestra de cómo incluso en las peores condiciones, la condición humana se hace valer en la resistencia a la opresión, algo que Traverso no alcanza a destacar en este texto, lo que le da un tono lúgubre al conjunto.

Ya hemos señalado que la definición del siglo pasado como dominado sólo por la barbarie le impide observar el otro polo dialéctico de su desarrollo: la revolución social, la derrota del nazismo en la segunda guerra, la extensión más o menos “universal” de los derechos democráticos.

Se trata de una conclusión que unilateraliza los desarrollos para el lado opuesto a las lecturas ingenuas que muy bien critica. Traverso tiene una lectura profunda del siglo XX, de gran sentido histórico. De ahí que, sutilmente, contraponga a la “filosofía de la desesperación” de Anders el “principio esperanza” de Bloch como ya hemos visto, dejando abierto el curso histórico.

Anders hablaba que en el siglo XX se vivía una suerte de “inversión del principio utópico”: esto en el sentido que la imaginación había quedado por detrás de las “catastróficas” obras de los hombres: de tan bárbaras, no había fantasía que las pudiera concebir.

Pero este abordaje era equivocado porque perdía de vista el sustrato material de toda verdadera utopía: mientras haya injusticia, mientras esté presente el acicate material de la opresión y la explotación, habrá resistencia, lucha, la aspiración a un mundo mejor, deseo que habitaba en muchos de los detenidos de los campos de exterminio: “Finalmente, quizás haya desempeñado un papel también la voluntad, que conservé tenazmente, de reconocer siempre, aun en los días más negros, tanto en mis camaradas como en mí mismo, a hombres y no cosas, sustrayéndome de esta manera a aquella la total humillación y desmoralización que condujo a muchos al naufragio espiritual” (Primo Levi, cit.).

Al mismo tiempo está, efectivamente, el problema de dónde colocar, en el curso histórico, experiencias tremendas como la de Auschwitz. Hemos señalado que los campos de exterminio dan la idea más concreta que se pueda tener de la “experiencia del infierno”: una experiencia terrenal de la misma, por así decirlo.

Traverso cita a Paul Celan, uno de los poetas más grandes de la segunda mitad del siglo pasado, que dedicó su obra (¡y su vida!) a “representar” la experiencia del genocidio. Lo extraordinario de la misma es que logra expresar cosas monstruosas de una manera extremadamente bella; un logro increíble en materia artística: “El genocidio aniquiló al judaísmo de Europa oriental, con su historia y su civilización, con su ‘cadena de generaciones’, cuyos representantes aparecen en Celan flotando por los aires cual fantasmas chagallianos: ‘Lo que era mundo, sigue siendo mundo: el Este / errante, quienes / flotan, los / Hombres y Judíos, / el pueblo de la nube, magnética” (“De umbral en umbral”, poema de Celan citado por Traverso en La historia desgarrada: 166).

Tomando otro ángulo, hay que señalar que en el siglo más revolucionario de la humanidad, donde revolución y contrarrevolución se sucedieron la una a la otra (Trotsky había anotado que esto era inevitable: hace a la dialéctica del proceso histórico, a su lógica de “acción y reacción”), los campos de extermino fueron la representación de las tendencias más bárbaras que anidan en el seno del capitalismo: la cara más negra de la contrarrevolución.7

Sin entender la revolución sería imposible entender la reacción que significa la contrarrevolución: los extremos a los que puede llegar. Y este “olvido” de la revolución tiene consecuencias graves porque dificulta la comprensión del otro polo dialéctico: la contrarrevolución, que en el siglo pasado llegó a sus máximos extremos colocada como estuvo la burguesía frente a la concreta eventualidad de perder el poder y sus privilegios.

Una barbarie capitalista que se renueva en este siglo XXI generando una “población sobrante” (como se caracterizaba a la población judía a comienzos del siglo pasado) 8; una población oprimida que golpea las puertas de Europa exigiendo libre circulación (¡como es libre la circulación de capitales!), y cuya solución de fondo, la solución a este drama y tantos otros del capitalismo hoy, es el relanzamiento de la lucha por el socialismo: “El alba del Otro, la sublevación de los humildes, la exaltación del hombre –una sacudida de dimensión cósmica–” (Celan, “La poesía de Ossip Mandelstam”, citado en La historia desgarrada: 178).

Septiembre 2015


  1. Traverso diferencia entre campos de concentración (a priori determinados no directamente a matar a sus ocupantes sino a esclavizarlos) y de exterminio (cuyo objetivo principal era el asesinato en masa); a los efectos de este texto nos referiremos a ellos como análogos.
  2. Traverso señala que Paul Celan se erigió contra la tesis de la presunta “incomunicabilidad” o “indecibilidad” de la aniquilación: con su poesía trató de darle voz a esa experiencia.
  3. Se puede ver la conversación completa con Lanzmann en internet.
  4. En otros trabajos hemos criticado su antihumanismo radical opuesto al humanismo que recorre la obra de Marx: “ser radical es tomar las cosas por su raíz. Y en el hombre la raíz es el hombre mismo”. La idea heideggeriana del “ser para la muerte” significa la negación completa de las potencialidades transformadoras del hombre: si todo se reduce a la muerte: ¿para qué pelear por modificar las condiciones de existencia de la humanidad?
  5. Arendt rechazó que fuera juzgado en Israel. Lo más correcto, afirmaba, era que lo hubiera juzgado un tribunal internacional dada la naturaleza de crimen contra la humanidad de los actos que perpetró. Su obra sobre el juicio, Eichman en Jerusalén, fue condenada por representantes del sionismo no solamente por el concepto de “banalidad del mal”, sino por haber levantado la voz contra las autoridades judías de los guetos y países de Europa oriental que cooperaron con la deportación de su propia población, un hecho que el sionismo siempre intentó barrer bajo la alfombra.
  6. Están de moda las exposiciones fotográficas en todo el mundo, las que han dejado un registro gráfico extraordinario no sólo de la barbarie del siglo pasado, sino de las manifestaciones de emancipación de los explotados.
  7. Anders y otros autores destacaban agudamente que dada la continuidad del capitalismo, estas tendencias bárbaras podrían volver a emerger en la medida que el sistema se vea nuevamente cuestionado por una renovada ola de revoluciones sociales.
  8. Abraham León se refería con esta misma categoría a la población judía de comienzos del siglo veinte: “El capitalismo ha planteado el problema judío, es decir, ha destruido las bases sociales sobre las cuales el judaísmo se mantuvo secularmente. Pero no ha podido resolverlo, pues no logró absorber al judío liberado de su corteza social. La decadencia del capitalismo ha dejado al judío suspendido entre el cielo y la tierra. El mercader judío precapitalista ha desaparecido en gran parte, pero su hijo no ha encontrado ubicación en el engranaje de la producción moderna. La base social del judaísmo ha naufragado; el judaísmo ha venido a ser, en gran parte, un elemento desclasado. El capitalismo no ha condenado solo la función social de los judíos, también ha condenado a los propios judíos”. Anticipatorias palabras que no solamente del destino de los 6 millones asesinados en las cámaras de gas (y el destino del propio León, muerto en Auschwitz en 1944), sino que prefiguran también la circunstancia de esas “poblaciones sobrantes” generadas por la mundialización capitalista y que se expresa no sólo en los inmigrantes, sino en el pueblo paria palestino condenado a vivir en “bantustanes” y campos de refugiados por el Estado de Israel.

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