La invención de la fábrica

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  • La fábrica no nacía por razones de eficacia tecnológica, sino para asegurar al patrón el control sobre la fuerza de trabajo y facilitarle la obtención de un mayor excedente.

Josep Fontana

Este es un acápite del libro “Capitalismo y Democracia 1756-1848. Cómo empezó este engaño” del historiador Josep Fontana (Editorial Critica, pág. 118122).

Mientras la revolución burguesa culminaba el triunfo del nuevo orden político de los propietarios, el capitalismo consolidaba su poder con la expansión de la fábrica y el arrinconamiento gradual de los oficios. En sus orígenes, el progreso industrial fue, como hemos visto, territorio del artesano y del menestral, de la producción doméstica y de la pequeña manufactura, y las invenciones que transformaron inicialmente dicha producción empezaron siendo artefactos sencillos, ideados para favorecer la manufactura doméstica. Uno de los elementos definitorios de esta etapa sería precisamente el de sacar el máximo provecho del trabajo familiar en beneficio especialmente de los productores individuales. Lejos del mito de la aportación supuestamente fundamental de la máquina de vapor, que Von Tunzelman desmitificó en un trabajo de historia cuantitativa. 15

La fábrica apareció en Inglaterra en torno a 1720, vinculada a la producción de tejidos de seda, pero se desarrolló sobre todo al ser adoptada en la producción textil algodonera, que pudo expandirse rápidamente a consecuencia de la disponibilidad de la fibra de algodón que producían las plantaciones de esclavos. La mejora de la tecnología del hilado permitió a Richard Arkwright construir una fábrica de hilado hacia los años setenta, que primero funcionaba utilizando la fuerza de los caballos y después la del agua. Estaba ubicada en Nottingham y contaba con 300 trabajadores. A esta le seguiría New Lanark, en Escocia, que Arkwright ayudó a construir y que gestionaron Robert Owen y sus socios, con unos 1.700 trabajadores en 1816.

La fábrica no nacía por razones de eficacia tecnológica, sino para asegurar al patrón el control sobre la fuerza de trabajo y facilitarle la obtención de un mayor excedente. Su principal función, como asegura Andrew Ure, era entrenar a los seres humanos para acostumbrarlos a unos hábitos de trabajo regulares. Una disciplina que se empezó a aplicar a los niños reclutados por la fuerza para trabajar en la hilatura. * Marx, que conocía los testimonios de la época, denunció la forma en que se produjo «un gran rapto de niños digno de Herodes», que culminó en la captura y esclavización en masa de niños abandonados:

La maquinaria recientemente inventada se utilizaba en las grandes fábricas junto a los arroyos capaces de hacer girar la rueda hidráulica. De repente se requirieron miles de brazos en estos lugares, lejos de las ciudades, y precisamente Lancashire, relativamente poco poblado y yermo hasta aquellos momentos, necesitaba ahora más población. Se fue, sobre todo, en busca de dedos pequeños y ágiles. * Inmediatamente nació la costumbre de procurarse aprendices en las distintas workhouses de las parroquias de Londres, Birmingham y de otros lugares.

Miles y miles de estas pobres criaturas desamparadas, de edades comprendidas entre los 7 y los 13 o 14 años, fueron enviadas al norte y sometidas a una existencia de explotación, hambre e incluso torturas, que a veces terminaban en suicidio o asesinato.

La comisión que estudiaba el problema del trabajo infantil interrogó en junio de 1833 a Ellen Hootton. En aquellos momentos tenía diez años y había empezado a trabajar en la fábrica dos años antes, con un período previo de cinco meses de «aprendizaje» durante el cual estuvo trabajando sin cobrar. Empezaba la jornada a las 5:30 de la mañana y terminaba a las ocho de la noche, con solo dos pausas para comer. Recibía por lo menos un par de palizas semanales por parte del supervisor del trabajo del grupo de niños del que formaba parte. El resultado de estas investigaciones quedó reflejado en la Factory Act de 1833, que prohibía que las fábricas empleasen a niños menores de nueve años, determinaba que los de nueve a trece no trabajasen más de nueve horas diarias, y los de trece a dieciocho no más de doce horas; los niños no podían trabajar de noche y habían de disponer de dos horas para la escuela. Para vigilar la aplicación de esta ley se nombraron cuatro inspectores para todo el conjunto de la industria británica. 16

La disciplina se extendió también a los adultos. En 1823, una ley castigaba con tres meses de prisión al obrero que dejase el trabajo sin previo aviso. De esta manera el poder del Estado ayudaba a reunir y mantener en su puesto a una fuerza de trabajo para el nuevo sistema de fábrica. Es más, no era infrecuente que el Estado y el empresario fueran lo mismo, ya que los dueños de las fábricas eran a menudo magistrados que juzgaban casos de deserción que podían concernir a sus propios trabajadores. El trabajo que no era legalmente libre tuvo un papel fundamental, no solo en el cultivo del algodón sino también en las propias fábricas durante las primeras décadas del nuevo sistema. Por esta misma razón describía Engels la opresión de los obreros como «la esclavitud más abyecta que la de los negros en América, porque están más estrechamente vigilados», puesto que la alternativa que les ofrecía el capitalismo a este trabajo de sumisión era «la libertad de morir de hambre». Desde 1792 hasta 1815, el gobierno construyó 155 cuarteles militares en las zonas industriales. «Las fábricas, dice Joshia Freeman, nacieron en un régimen político autocrático, por lo menos en lo que concierne a los trabajadores». 17

Charles F. Sabel y Jonathan Zeitlin sostienen que había diversas vías de progreso industrial que no pasaban necesariamente por la fábrica. Por esto proponen abandonar el viejo relato que contraponía un antiguo régimen de control gremial y producción manual doméstica con una modernidad marcada por la libertad de mercado, la mecanización y la fábrica, y reemplazarlo por otro alternativo que define la etapa final del Antiguo Régimen como una era de «modernización de la tradición», que hacía posible la mecanización y el progreso tecnológico dentro del marco institucional vigente. Esta definición fue sustituida, desde mediados del siglo XIX hasta la Primera Guerra Mundial, por una etapa de «batalla de los sistemas», que vería la coexistencia de una industrialización de fábrica con empresas integradas verticalmente que utilizaban sus costosos equipamientos para producir objetos estandarizados, y otra de unidades menores, capaces de cooperar entre sí en un marco de instituciones y reglas que aseguraban la colaboración orientada hacia una especialización flexible, como la de la seda de Lyon, la de los cuchillos de Solingen o la de los relojes suizos. 18

El debate del nivel de vida

La desmitificación fundamental de la versión épica de la revolución de fábrica se pone de manifiesto en los efectos que ha tenido sobre la población trabajadora. A partir de las primeras décadas del siglo XIX se empezaron a publicar trabajos que denunciaban el empobrecimiento de la vida de los obreros industriales basándose en las mediciones de estatura acumuladas por el reclutamiento militar. En 1829 Villermé publicó una Mémoire sur la taille de l’homme en France en la que sostenía que «las condiciones que establecen el bienestar o la miseria determinan en parte la estatura de nuestro cuerpo», y daba ejemplos de la mengua que se había registrado en las quintas entre 1816 y 1827. Uno de los clásicos en el estudio de la pobreza, Eugène Buret, escribía en 1840: «Tenemos en Francia un medio exacto y oficial de constatar los efectos físicos de la miseria en las poblaciones trabajadoras: los resultados del reclutamiento militar», y se valía de estos datos para asegurar que la estatura media de los muchachos de las quintas había ido menguando gradualmente, sobre todo entre la población trabajadora urbana. 19

El tema se retomó un siglo más tarde en términos de debate sobre el nivel de vida de los trabajadores durante la revolución industrial, y generó una gran cantidad de estudios de erudición cuantitativa sobre salarios reales y coste de la vida que condujeron a una división total, sin posibilidad alguna de acuerdo, entre optimistas y pesimistas, que reflejaba en realidad la diversidad de las valoraciones del capitalismo. Una de las mejores síntesis es posiblemente la que lleva a cabo un pesimista como Feinstein:

Para la mayoría de la clase obrera la realidad histórica es que tuvieron que padecer casi un siglo de durísimo esfuerzo, con muy poco o ningún progreso a partir de un punto inicial bajo, antes de poder compartir realmente algunos de los beneficios de la transformación económica que habían contribuido a crear. 20

Pero si este debate generó dudas, la vieja tradición de los estudios de las primeras décadas del siglo XIX sobre la pobreza se ha visto renovada por la historia antropométrica, que demuestra que en la mayor parte de la Europa desarrollada ha habido una evolución negativa de los niveles de vida durante las primeras décadas del siglo XIX, por lo menos hasta los años cuarenta, dato que confirmaría que el origen de este retroceso no es tanto la industrialización como, en términos generales, el capitalismo. 21

Así lo entendía Marx cuando sostenía que «la esclavitud oculta de los obreros en Europa» era el complemento necesario de la esclavitud abierta de las plantaciones americanas. Sobre estas dos bases se consolidó el crecimiento de la industria textil algodonera, que se mantuvo hasta casi 1900 como la rama más importante de la revolución industrial. La imagen académica tradicional de todo este proceso, la de los optimistas, se basa en la suposición de que el camino adoptado, el del desarrollo del capitalismo, era la vía necesaria para alcanzar el crecimiento económico, es decir, el progreso, y que las resistencias que se le oponían eran movimientos dilatorios que lo habrían obstaculizado. Esta teoría ignora que los contrarios a una industrialización basada en la expropiación y la esclavitud no solo no se oponían a todos los cambios, sino que hacían propuestas de mejora, como el proyecto de establecer un salario mínimo legal —aceptado por los pequeños patronos británicos, pero rechazado por los grandes empresarios industriales—, además de preocuparse por la explotación de las mujeres y los niños, el arbitraje, la prohibición de la producción de baja calidad o la legalización de los sindicatos. Ignoran, asimismo, y eso es globalmente mucho más grave, que el movimiento de los miembros de las trade unions y de las primeras organizaciones del movimiento obrero industrial luchaba también por una reforma electoral que proporcionase a todo el mundo el derecho de participación en el gobierno de la sociedad. 22

 

* La tesis de Allen, que sostiene que los avances tecnológicos que transformaron la hilatura solo podían desarrollarse en Gran Bretaña, ante la necesidad de hacer frente a unos salarios elevados que habrían mermado competitividad a sus productos, ha sido criticada por Jane Humphries, que estudió el papel del trabajo de los niños en la industrialización y sostiene que algunas de las innovaciones tecnológicas del hilado en las fábricas estaban principalmente destinadas a facilitar el uso del trabajo de las mujeres y de los niños, que cobraban mucho menos que los hombres adultos.

* Una de las principales funciones a las que se destinaba a los niños era la de anudar los hilos de las bobinas de hilado, que se rompían a menudo.


15. Una buena imagen de la revolución industrial británica desde el punto de vista de la historia económica tradicional en Roderick Floud y Donald McCloskey, eds., The Economic History of Britain Since 1700, vol. I (1700-1860), 2.ª ed., Cambridge, Cambridge University Press, 1994; Maxine Berg, La era de las manufacturas, Barcelona, Crítica, 1987. Sobre el trabajo de las mujeres, véase Maxine Berg, «What Difference Did Women’s Work Make to the Industrial Revolution?», en History Workshop, 35 (1993), pp. 22-44; Sara Horrell y Jane Humphries, «Women’s Labour Force Participation and the Transition to the Male-Breadwinner Family, 1790-1865», en Economic History Review, XLVIII (1995), pp. 89-117. Sobre la aportación del vapor, G. N. Von Tunzelman, Steam Power and British Industrialization to 1860, Oxford, Clarendon Press, 1978

16. Joel Mokyr, The Enlightened Economy. An Economic History of Britain 1700-1850, New Haven, Yale University Press, 2009; en su último libro, A Culture of Growth. The Origins of the Modern Economy, Princeton, Princeton University Press, 2017, considera que el desarrollo técnico que hizo posible la revolución industrial fue resultado de una colaboración entre los grandes innovadores ilustrados y miles, «pero no cientos de miles», de ingenieros, técnicos y artesanos que supieron dar forma práctica a sus invenciones. Robert C. Allen, The British Industrial Revolution in Global Perspective, Cambridge, Cambridge University Press, 2009, «Why the Industrial Revolution Was British: Commerce, Induced Invention and the Scientific Revolution», en Economic History Review, 64 (2011), pp. 367-384 y, en la polémica con Humphries, «The High Wage Economy and the Industrial Revolution: a Restatement», en Economic History Review, 68 (2015), 1, pp. 1-22. Los planteamientos de Jane Humphries en «Childhood and Child Labour in the British Industrial Revolution», en Economic History Review, 66 (2013), 2, pp. 395418 y «The Lure of Aggregates and the Pitfalls of the Patriarchal Perspective: a Critique of the High Wage Economy Interpretation of the British Industrial Revolution», en Economic History Review, 66 (2013), 3, pp. 693-714. Robert C. Allen utilizó también el tema de la Spinning Jenny para defender su teoría de que los salarios elevados fueron la causa de la mecanización y que la Jenny solo podía ser provechosa en Inglaterra: R. C. Allen, «The Industrial Revolution in Miniature: the Spinning Jenny in Britain, France and India», en Journal of Economic History, 69 (2009), n.º 4, pp. 901-927; esta tesis fue discutida por Ugo Granoglati, Daniele Moschella y Emanuele Pugliese, «The Spinning Jenny and the Industrial Revolution: a Reappraisal», en Journal of Ecomic History, 71 (2011), 2, pp. 455-460, que dio lugar a una réplica de Allen The Spinning Jenny: a Fresh Look») en el mismo número de la revista, pp. 461-463. La volvió a usar en un marco comparativo, en «Real Wages in Europe and Asia: a First Look at the Long-Term Patterns», en Robert C. Allen, et al., eds., Living Standards in the Past. New Perspectives on Well-Being in Asia and Europe, Oxford, Oxford University Press, 2005, pp. 111-130. El testimonio de Ellen Hootton en Sven Beckert, El imperio del algodón, Barcelona, Crítica, 2016, pp. 220-221; Karl Marx, El Capital, I, 24 (véase también el apartado sobre el trabajo de mujeres y niños en el capítulo XIII, «Maquinaria y gran industria», del volumen I); Friedrich Engels, La situación de la clase obrera en Inglaterra, en OME 6, Barcelona, Crítica, 1978, pp. 403-426 (cita de p. 426). Sobre la suerte de los tejedores manuales, véase E. P. Thompson, La formación de la clase obrera, I, pp. 292-346.

17. Joshua G. Freeman, Behemoth. A History of the Factory and the Making of the Modern World, Nueva York, Norton, 2018, citas literales de pp. 25 y 40. Stephen Marglin, «What Do Bosses Do? The Origins and Functions of Hierarchy in Capitalist Production», Review of Radical Political Economics 1974. He utilizado también la traducción italiana «A che servono i padroni? Origini e funzioni della gerarchia nella produzione capitalistica», incluida en el volumen de David S. Landes, ed., A che servono i padroni? Le alternative storiche dell’industrilizzazione, Turín, Bollati Boringhieri, 1987, pp. 13-59.

18. Charles F. Sabel y Jonathan Zeitlin, «Historical Alternatives to Mass Production: Politics, Markets and Technology in Nineteenth Century Industrialization”, en Past and Present, n.º 108 (agosto 1985), pp. 133176, y World of Possibilities. Flexibility and Mass Production in Western Industrialization, Cambridge, Cambridge University Press, 1997; Lars Magnusson, The Contest for Control. Metal Industries in Sheffield, Solingen, Remscheid and Eskistuna During Industrialization, Oxford, Berg, 1994, pp. 1-23.

19. Eugène Buret, De la misère des classes laborieuses en Angleterre et en France, Bruselas, Société Typographique Belge, 1843, p. 531, publicado en un volumen con el título de Cours d’économie politique, con otras obras de A. Blanqui y P. Rossi. La cita de la memoria de Villermé, p. 692, procede de la reproducción del texto en Gallica. En la segunda mitad del siglo XIX, los teóricos sociales cambiaron esta interpretación que asocia la estatura a la pobreza por otra que la atribuye a la degeneración biológica de los pobres urbanos, cuya baja calidad de vida se debería a sus vicios y defectos. (Daniel Pick, Faces of Degeneration, A European Disorder, c.1848-c.1928, Cambridge, Cambridge University Press, 1989).

20. E. J. Hobsbawm, «The British Standard of Living, 1790-1850», en Economic History Review, 10 (1957), pp. 46-68, «The Standard of Living During the Industrial Revolution: A Discussion», en Economic History Review, 16 (1963), pp. 119-134; E. P. Thompson, «Niveles de vida y experiencias», en La formación de la clase obrera en Inglaterra, I, pp. 347-387; John Burnett, Plenty and Want. A Social History of Diet in England from 1815 to the Present, Harmondsworth, Penguin, 1968 y A History of the Cost of Living, Harmondsworth, Penguin, 1969; A. J. Taylor, ed., The Standard of Living in Britain in the Industrial Revolution, Londres, Methuen, 1975; N. F. R. Crafts, «National Income Estimates and the British Standard of Living Debate. A Reappraisal of 1801-1831», en Explorations in Econmic History, 17 (1980), pp. 176188; Peter H. Lindert y Jeffrey G. Williamson, «English Workers Living Standards During the Industrial Revolution: A New Look», en Economic History Review, 36 (1983), n.º 1; J. G. Williamson, Did British Capitalism Breed Inequality?, Londres, Allen and Unwin, 1985; Peter H. Lindert, «English Population, Wages and Prices: 1541-1913», en R. I. Rotberg y T. K. Rabb, eds., Population and Economy, Population and History from the Traditional to the Modern World, Cambridge, Cambridge University Press, 1986; Charles H. Feinstein, «Pessimism Perpetuated: Real Wages and the Standard of Living in Britain During and After the Industrial Revolution», en Journal of Economic History, 58 (1998), 3, pp. 625-658 (cita de p. 652).

21. John Komlos, «Shrinking in a Growing Economy? The Mystery of Physical Stature during the Industrial Revolution», en Journal of Economic History, 58 (1998), 3, pp. 779-802; Roderick Floud, Kenneth Wachter y Annabel Gregory, Height, Health and History. Nutritional Status in the United Kingdom, 1750-1980, Cambridge, Cambridge University Press, 1990; Roderick Floud et al., The Changing Body. Health, Nutrition, and Human Development in the Western World Since 1700, Cambridge, Cambridge University Press, 2011.

22. Sobre las propuestas de salario mínimo, véase E. P. Thompson, La formación de la clase obrera en Inglaterra, I, pp. 212-213 y 229-232.

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