El legado de George Steiner

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Cuando los grandes se van, te convocan a volver sobre sus pasos. En el día de ayer en su casa de Cambridge, a los 90 años, murió George Steiner.

Por Miguel Angel Forte

Nacido en Francia de padres judíos vieneses, el autor tuvo desde su infancia una formación privilegiada que lo puso en contacto con los clásicos de la literatura de manera temprana. Al estallar la Segunda Guerra Mundial, junto a su familia emigran a la ciudad de New York, aunque luego retornará a Europa.

En esta breve semblanza presentaré lo que Steiner, maestro de la literatura comparada, me enseñó. Otro maestro, Jaime Rest – perseguido por social demócrata y estudioso del prohibidísimo en aquel entonces Alicia en el país de las maravillas– me lo dio a conocer en la clandestinidad de un grupo de estudio sobre historia del teatro, en la época de la dictadura, allá por el año 1976. De alguna manera, con Jaime y les compañeres estábamos demostrando la razón que tenía Steiner, que nunca pudo comprender el nazismo de Heiddeger, cuando decía que el totalitarismo era reacio a la literatura en general.

Fue entonces que  Jaime, crítico literario especialista en literatura inglesa y adjunto de Borges en Filo,  nos trajo su obra “La muerte de la tragedia”, escrita  para obtener su doctorado en Oxford. Allí es posible ver como, según Steiner, es el cristianismo (clave para la comprensión de Europa y la cultura occidental) quien, con su promesa de recompensa en el más allá, disuelve la tragedia. Como decía Rousseau, ya no serán los dioses los que combaten por los hombres sino los hombres los que combaten por la gracia de Dios.

Sostiene allí, entonces,  que después de las tragedias clásicas (como Edipo por ejemplo, que, como decía Hegel, asume la culpa en toda la extensión del acto) el genio trágico es reacio a reaparecer en nuestra cultura, cuando el destino comienza a ser reemplazado por la voluntad de la condición humana. Esto sería así aunque reaparezca en los momentos más trascendentes de la historia de la literatura moderna de la mano de autores como Shakespeare o Becket. Se tratará, no obstante, de una tragedia particular, aquella producida por la reclusión en la subjetividad, bajo las formas de la incertidumbre de Hamlet o de los personajes Vladimir y Estragón en Esperando a Godot.

Pero quizá lo más importante que Rest compartía con nosotres y transmitía en sus clases era que Occidente, al fin, navega en la ambigüedad, palabra que pronunciaba con frecuencia, y lo único que nos queda finalmente, es comparar como Steiner  enseñaba, las incertidumbres de los puntos de vista que se despliegan a lo ancho y a lo largo de la cultura occidental, precisamente.

En tal sentido, entonces, no nos quedaría  otra opción entonces que leer, estudiar y comparar. Pero pareciera ser que hoy solo hay tiempo de paper, cuando la sociedad se presenta algo reacia con el formato erudito a lo Steiner. En tal sentido se puede decir que se marchó con Steiner -que decía con frecuencia, parafraseando a Becket, “Yo intento fracasar mejor”- el último custodio de nuestra cultura. Lo que nos transmite en sus obras (entre las que se encuentran por ejemplo, además de la ya mencionada,  Lenguaje y Silencio o Presencias Reales) es la impronta de una sutil  voluntad pedagógica y de un profundo amor al conocimiento. Por otra parte, como todo gran docente, traza con entusiasmo  atajos racionales para el conocimiento y desde luego, muestra la posibilidad de tomar por otros caminos que, como diría Weber, otro militante de la «cultura occidental», solo sería posible en Occidente cuando en el renacimiento estallan las distintas esferas de valor, producto al fin de un proceso abierto en la Edad Media.

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