
- El arte, la cultura de vanguardia y el comunismo.
Michel Lequenne
La edición de Tracts surréalistes et déclarations collectives (1922-1969) 1/, cuyo tomo I cubre el período 1922-1939, no es una más entre las innumerables obras dedicadas al tema: es indispensable para quien quiera comprender el movimiento surrealista en relación con la vida literaria, artística y política de la época. En efecto, el volumen contiene no solo la totalidad de textos breves que jalonan incisivamente el andar polimórfico de los surrealistas, la inmensa mayoría imposibles de encontrar desde hace tiempo, sino que las más de 175 páginas de comentarios metódicos de José Pierre proporcionan contexto y vínculo; tomando en cuenta todo, realiza una suerte de historia con menos lagunas que la que puede resultar de la subjetividad de cualquier historiador.
La simple enumeración de los abundantes temas de estos cuarenta y siete años de actividad surrealista desborda las posibilidades de este trabajo. Por ello nos limitaremos a lo que nos parece el problema clave que define la proyección surrealista de este momento decisivo de la historia: su relación con el comunismo.
1922-1925: tumulto y frenesí
Las tentativas de recuperación burguesa del surrealismo tienen en común con la opinión de la izquierda el hecho de poner el énfasis en los años de su nacimiento: aquellas, perdonándole sus excesos a causa de su exterioridad al movimiento obrero y revolucionario, y la izquierda, no encontrando revolucionarios más que los excesos. No podemos compartir esas opiniones porque la lectura de los Tracts nos confirma que la diferencia del surrealismo con la hueca rebelión de Dada concierne a su indispensable aportación al pensamiento y la consciencia moderna. Por primera vez, jóvenes artistas y poetas rehusaban ser aislados en el gueto del arte (“no tenemos nada que ver con la literatura”), y tenían como objetivo alcanzar la unidad de la vida psíquica universal –consciente e inconsciente– a través de la integración de las culturas malditas, globalizadoras de lo social y lo individual (“El surrealismo […] es un medio de liberación total del espíritu”). Fue necesario el crisol y el fuego de la inmunda Primera Guerra Mundial para transmutar esta piedra filosofal: “El surrealismo no es una forma poética. Es un grito del espíritu que regresa a sí mismo totalmente decidido a acabar desesperadamente a martillazos con sus trabas y necesidades”.
Un proyecto tan ambicioso no podía surgir de jóvenes burgueses sin crear malentendidos y confusiones. Es característico que, desde el principio, la tentación frenética y la vía medio libertaria, medio mística provocaron las reticencias de Breton cuando se liaban Artaud, de una parte, y Aragon, de otra. La rebelión pura y absoluta se adentra siempre en un callejón sin salida y sucumbe en el muro de la verborrea hueca y de la acción irresponsable.
1925-1927: de la unidad de acción a la adhesión
Sin embargo, debido a que los surrealistas se resistían a pensar la poesía como una actividad literaria, la guerra colonial de Marruecos les condujo a la actividad común con los intelectuales comunistas y sus simpatizantes (de los cuales, con razón, consideraban a unos cuantos como muy dudosos desde el punto de vista revolucionario). Desde entonces quisieron aparecer en todos los manifiestos contra los crímenes contrarrevolucionarios del momento (y por otra parte, muy rápidamente, se convierten en críticos respecto a la práctica misma de los manifiestos).
Sin embargo, este tipo de actividad se construye, de entrada, sobre un malentendido que contiene en germen la ruptura definitiva de 1932. En efecto, la unidad de acción, y después la adhesión al PC, se efectúan sobre la base de un ultraizquierdismo común, pero de orientación contradictoria. El de los surrealistas es una enfermedad juvenil, al mismo tiempo que la expresión de su oposición radical al mundo cultural dominante del que proceden; el del PC es la primera forma de su degeneración burocrática. La fisura apareció rápidamente al nivel de la propia actividad surrealista. Para el PC no se trataba más que de utilizar a esos brillantes jóvenes intelectuales, se trataba de “ellos entre otros”, sin comprometerse con lo que había de osado en su aportación. Todo lo contrario: ya se había puesto en marcha el mecanismo hacia la opción de una literatura utilitaria, de propaganda proletaria. Los surrealistas, en cambio, llegan al marxismo a través de la dialéctica hegeliana, de la crítica despiadada de la cultura burguesa y, en el caso de Breton, de la lectura del Lenin de Trotsky… Ese Trotsky en trance ya de convertirse en la Negación absoluta de la burocracia que se instala.
El caminar inevitable y lógico del surrealismo hacia el comunismo provoca las primeras grandes rupturas en su seno. Al respecto es importante señalar, una vez restituidas en su contexto histórico, que todas estas rupturas aparecen profundamente justificadas y cada una de ellas marca una profundización en la coherencia del movimiento (con demasiada frecuencia, y a pesar de ser muy secundarios, se han puesto de relieve los atropellos y los problemas personales), expresando una exigencia de rigor delante de la cual muchos van a mostrar que no son más que charlatanes y payasos (por retomar el nombre que estigmatizará a Aragon).
También hay que destacar que los que más arrastraron los pies para acercarse al comunismo fueron los que más tarde se mostrarían buenos estalinistas: de nuevo, Aragon, Éluard…
Por último, el carácter trágico del malentendido se evidencia en que, todavía hoy, supervivientes e historiadores continúan haciéndose la pregunta no solo sobre la legitimidad de la adhesión al PC, sino también sobre la posibilidad de una articulación del surrealismo con el marxismo y el comunismo. No ven que la trayectoria del surrealismo fue interrumpida, desviada, por la evolución de un PC que dejó de ser comunista al volverse estalinista. En este asunto, y a su manera, el surrealismo también fue víctima de la perversión del comunismo por la sífilis burocrática.
1927-1932: la ruptura más dolorosa
Un verdadero encuentro entre el surrealismo y el comunismo habría sido capaz de enriquecer poderosamente al marxismo. El manifiesto de 1938 de la Federación Internacional por un Arte Revolucionario Independiente (FIARI) lo muestra claramente. La degeneración estalinista detuvo este movimiento. Lo destacable es que, a pesar de las presiones ejercidas sobre él, a pesar de la dificultad de estos poetas mal preparados para afrontar el análisis de una evolución política tan compleja y nueva, el movimiento surrealista no solo resistió al estalinismo, sino que se volvió rápidamente más comunista que los partidos comunistas y continuó profundizando en los aportes culturales de la revolución.
Desde la entrada de los surrealistas en el PC comenzaron sus preocupaciones obreristas. Su actitud fue perfectamente clara: “En el interior de un partido revolucionario, y mientras la situación no sea insurreccional, no debemos, por buenas razones, privar a quienquiera de ejercer el derecho de crítica hasta el límite en que pueda legítimamente ejercerse”.
Por otra parte, a partir de 1929 el problema de Trotsky va a situarse en el centro de todos los debates. Pero lo que sorprende en los textos de 1929 a 1932 es la vacilación y la confusión que reflejan de esa época, así como la inestabilidad en que se encuentra el movimiento surrealista. Considerado sospechoso por sus aliados, se estanca en un izquierdismo que lo arrastra al caso Keller, una provocación poco calculada que va a tener consecuencias inesperadas: el desmoronamiento lamentable de uno de los dos autores de la provocación y la marcha del otro, Jacques Sadoul, a Moscú en compañía de Aragon, lo que va a ocasionar su paso al estalinismo, en un principio mal y luego lamentablemente camuflado.
En estos difíciles años se producen posicionamientos con un valor muy desigual. Así, al lado de una vigorosa denuncia de la situación colonial, en relación a la cual el PC ya se hace el sordo, aparece el muy izquierdista y discutible llamamiento ¡Fuego, fuego!, justificando la destrucción de obras de arte religiosas y de iglesias en España (que los mismos anarquistas protegerán durante la revolución de 1936). Pero, traicionado, Aragon, debe mojarse. Con la publicación de su poema realista-socialista, el ultraizquierdista Frente rojo le coloca bajo la amenaza de la justicia burguesa.
Una vez más, frente al hecho consumado, los surrealistas, con gran inconsecuencia (que los de Bélgica desaprueban), reclaman para los poetas la irresponsabilidad de la palabra que contradice su negativa fundamental de disociar la acción literaria de la acción política. El PC, todavía en pleno período de la provocación izquierdista, niega esta forma de defensa. Eso precipita una ruptura liberadora que levanta los equívocos en los cuales comenzaba a enredarse el movimiento, aun cuando sea al precio de la incomprensión de un nueva ala (Unik, Alexandre) que continúa sin ver la involución que sufre el comunismo al convertirse en estalinismo.
1933-1939: el honor surrealista
Fue en el período que concluía con la guerra cuando verdaderamente el surrealismo domina la escena intelectual con una acción multiforme y perfectamente ajustada. En Francia, el movimiento encuentra un brillante refuerzo con la formación de un grupo antillano, de poderosa originalidad. Tanto en el terreno político como en la vida cotidiana, las intervenciones se aferran a los puntos que más daño hacen: contra la toma del poder por los nazis y, al mismo tiempo, contra la capitulación socialdemócrata; a favor de Violette Noziéres 2/, homicida de un padre que la violaba y de una madre cobardemente cómplice, que los jueces moralistas ocultaban púdicamente; el llamamiento a la unidad de acción desde el 6 de febrero de 1934 (que el PC ccondena explícitamente); el llamamiento a la formación del Comité de Vigilancia de los Intelectuales, que jugará un rol decisivo para la unidad obrera; el llamamiento para que se le conceda asilo político en Francia a Trotsky; ataque al chauvinismo del PC, que pasa a la defensa nacional en 1935; frente común, en Contre-Attaque, con los mejores del Grand Jeu (pero que pronto será interrumpido debido a las ambigüedades sobre el fascismo de este grupo); a favor de un Frente popular de combate basado en los soviets; a favor de la revolución española; contra los procesos de Moscú, denunciados con mucha lucidez desde el primer instante (mientras que Aragon se cubre de ignominia); Ubu presentado como el modelo común de Hitler y de Stalin; en defensa de Freud detenido en Viena, con Breton convocando a Trotsky bajo la consigna tomada del Goethe agonizante: ¡Más luz! Esta actividad culmina en la coincidencia con Trotsky en el manifiesto Por un arte revolucionario e independiente, que sigue siendo la única base posible de alianza de los revolucionarios en política y en arte.
Este texto impulsa las últimas acciones del surrealismo hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial y la última octavilla contra El Terror gris chauvinista que encierra en campos de concentración a los vencidos españoles refugiados en Francia.
Al término del primer volumen no podemos más que concluir que el movimiento surrealista fue entonces el único movimiento revolucionario de la intelligentzia. Pero la historia del surrealismo no se para ahí, como querrían –y no inocentemente– muchos de sus historiadores.
El surrealismo y el trotskismo
El segundo tomo (1940-1969) es sin duda más importante que el primero, no solo en la medida en que este se refería al periodo más conocido de la historia del movimiento (aunque en relación a ello, incluso los prejuicios más persistentes exigían que se le limpiara el óxido), sino porque el segundo se refiere a un periodo ocultado, incluso negado; un menosprecio fingido como escudo de un odio que es necesario cuestionar. En la lectura de este volumen, el sentido político de tales ocultamientos y negaciones no ofrece la menor duda. Es la vida misma del movimiento surrealista, su función de conciencia de las letras y de las artes en un periodo de apatía generalizada, su virulencia contra todos los falsos valores que poblaron la escena política, sus tomas de posición a contracorriente, lo que explica la acumulación y conjunción de todas las hostilidades de derecha y de izquierda, unificando la mayor parte de las opiniones, vigentes todavía hoy bajo mil formas en los más diversos medios de la intelligentzia. Pero lo que no dejará de sorprender al lector marxista de estos documentos es el paralelismo entre la historia del surrealismo y la de la IV Internacional en los veintiocho años que se extienden desde el desencadenamiento de la Segunda Guerra Mundial a 1968. O, más que de paralelismo –término demasiado geométrico–, podría hablarse de un verdadero paso a dos en el que los acercamientos y distanciamientos se producen simultáneamente, desde el comienzo al final del periodo, cuando las posiciones políticas son fundamentalmente comunes y con algunos hombres –pocos, es cierto– miembros de ambos movimientos.
Estos casi tres decenios fueron años muy duros, muy grises, que más tarde fueron caracterizados como la travesía del desierto en los dos movimientos. Lo que fundamentó nuestro destino común fue, en primer lugar, estar a contracorriente. Si no estuvimos siempre de acuerdo sobre la manera de luchar, al menos tuvimos casi constantemente los mismos enemigos, y si no los mismos amigos, al menos los mismos aliados.
Lo que nos ha hecho marginales, a surrealistas y trotskistas, son las muchas olas de retroceso de la revolución que en este período sucedieron a cada victoria local y/o temporal. Sin cesar, unos y otros, nos encontramos en un equilibrio inestable; por tanto, en crisis. Tuvimos que progresar como equilibristas, por lo que hubo muchas caídas, y en la noche hubo muchos extravíos.
A pesar de todo, cada cual cumplió su tarea. Y, hecho balance, uno no se imagina muy bien quién tendría el derecho de hablar más alto que nosotros, de darnos, a fortiori, una lección. Eso nos permite mirar este pasado común –no tan lejano– con una mirada transparente y sin complacencia, porque incluso su parte más amarga no tiene por qué producirnos mala conciencia.
El campo de acción específico del surrealismo es, en el sentido más exacto y más completo de la palabra, el de la revolución cultural. La triple exigencia de “transformar el mundo, cambiar la vida y rehacer todas las piezas del entendimiento humano” (A. Breton, 7/06/1946).
Implica la intervención política, pero rechazándola como una condición previa; más bien, al contrario: otorgándose la misión de procurar que las exigencias de la acción jamás mermen los valores morales que condicionan finalmente el devenir mismo de la humanidad. En el mundo no hay cosa más ajena al surrealismo que el innoble lema de el fin justifica los medios, y es lo que le opone radicalmente al estalinismo.
En esa época de cínica realpolitik, cuando los revolucionarios debían actuar entre dos apisonadoras, la de Wall Street y la del Kremlin, con el 95% del mundo literario y artístico repartiéndose el deshonor de la servidumbre, la triple labor surrealista de velar por la “salud de los hábitos literarios y artísticos”, de “trabajar para destruir la moral burguesa” y de “acabar con los prejuicios de las costumbres”, sin perder de vista el objetivo de la revolución social, topó con múltiples obstáculos.
La guerra había dispersado el movimiento, pero la capacidad de rebelión que levantó permitió a la vez encuentros y reagrupamientos en numerosos puntos del mundo, y en Francia –lugar de nacimiento y centro del surrealismo–, el surgimiento de una nueva generación (como también fue el caso en la IV Internacional): la de la Main à plume 3/, que iba a pagar un gravoso tributo de muertos en las actividades de resistencia de sus miembros (en proporción tan elevada como la nuestra, es decir, de las mayores entre las organizaciones de combate antifascista). En la más pura tradición surrealista, la Main á plume proclamaba desde 1941: “Siempre nos resistiremos a cambiar la poesía por la realidad, pero también nos resistiremos siempre a cambiar la realidad por la poesía”.
Bajo la bota nazi, el riesgo moral para los revolucionarios era el del compromiso, ya fuera con la burguesía, ya fuera con el estalinismo. En la Main à plume hubo ilusiones sobre una posible reconciliación con Paul Éluard, que intentaba hacer de puente entre los surrealistas y la resistencia nacional-estalinista. La cobardía de quien “continuaba escribiendo sentidos y buenos poemas en memoria de los que dan cada día su vida para conquistar la libertad”, pero que “tiembla como un muchacho que comulga por primera vez cuando, por azar, publica más de cincuenta y cuatro ejemplares”, iluminó rápidamente a los jóvenes que habían esperado su regreso a sí mismo. Los hombres de la Main à plume tenían razón al escribir a Breton, el 14 de julio de 1943 (carta retenida antes de su envío), que tenían consciencia de “haber salvado al surrealismo de la historia”, pues era la cuestión clave de la época la que abordaban al denunciar “con Éluard… Patriota revanchista, abandonando ya al proletariado alemán a los perros reaccionarios, sometido a las reacciones del conserje antialemán y del tendero patriotero, creando una poesía comprometida con el ronrón de las romanzas o la fácil nostalgia embrutecedora, digno émulo de su amigo Aragon, a quien dedicaba poemas y que presenta ahora como ejemplo, P. Éluard aparece como uno de los mayores responsables de la feroz estupidez nacionalista y cristiana que ha azotado a Francia desde la derrota y hay peligro, si no tenemos cuidado, de que el estallido popular para el cual trabajamos todos acabe en la vía de la peor reacción. Nuestra única labor es, y sigue siendo, en efecto, impedir que perezcan en el torbellino de fango actual los escasos valores que podemos esperar que orienten, en el futuro, las inevitables tormentas que llevarán a la destrucción a todo lo que se oponga a la libertad del hombre”.
Y Acker, en Informations surréalistes de mayo de 1944: “Dejamos a otros el cuidado de derramar algunas lágrimas amargas sobre una existencia muerta. Partiendo de las condiciones presentes de la lucha, nos asignamos la labor de participar en la construcción de un nuevo universo”. En fin, lo mismo: “La revolución surrealista, para continuar viviendo, debe alimentarse de la Revolución del mundo”.
Nuestros violines tocaban la misma música. Sin embargo, las presiones conciliadoras eran tan fuertes en ese año 1944, hacia el final de la guerra, cuando los resplandores de la revolución eran tan pálidos y cuando a las masas les parecía que era Stalin quien tenía el papel principal en el aplastamiento del nazismo, que en la Main à plume cristalizó una corriente proestalinista (¿Acaso no íbamos a conocer, también nosotros, poco después, una corriente en el mismo sentido en la IV Internacional, con las tesis de David Rousset desde su salida del campo de concentración?).
Poco después, Le déshonneur des poètes, de Benjamin Péret, precediendo su vuelta y la de Breton a Francia, iba a significar el mantenimiento irreductible de las posiciones surrealistas y su oposición irreconciliable con la ciénaga resistencialista, su poesía tricolor y cola existencialista; lo que el grupo de acción surrealista La Révolution la nuit llamaba “la reacción con cara de Sartre y Éluard”.
Evolución política del surrealismo
Así pues, ¿qué es lo que iba a impedir una sólida alianza entre el trotskismo –entonces unificado– y el surrealismo? Una profunda diferencia en el análisis de la perspectiva de la revolución, que no se resolverá, aunque los combates en paralelo, incluso en común, que se multiplican a partir del Llamamiento de los 121, quince años más tarde, estrecharán los lazos que no habrían debido romperse jamás.
En el corazón de nuestras divergencias se encuentra la cuestión del estalinismo, la de la naturaleza de la URSS y de los PC. De las últimas reflexiones de Trotsky sobre estos temas (reunidos en En defensa del marxismo), Breton deducía que, puesto que la guerra mundial no había terminado con la revolución, “es el colectivismo burocrático y no el socialismo el sucesor histórico del capitalismo” y que, en este caso, “el programa socialista, basado en las contradicciones internas de la sociedad capitalista, ha finalizado en la utopía”.
Esa conclusión cuestiona todo el marxismo. En efecto, en el texto clave aprobado el 21 de junio de 1947 por el grupo surrealista, Rupture inaugurale, encontramos a los estalinistas considerados como “herederos de Marx” al mismo tiempo que el Partido Comunista es criticado por su errónea táctica y no por “no comunista” y contrarrevolucionario. La IV Internacional, por su parte, no podía limitarse a tales ecuaciones. No olvidaba que para Trotsky la clave de la historia mundial contemporánea estaba en manos del proletariado. La alternativa socialismo o barbarie, reexaminada por Trotsky en sus últimos escritos, no se planteaba lo peor más que en el caso de que el proletariado conociese una derrota histórica de carácter universal. Cuarenta años después, nuestro optimismo, a nivel de la Historia, no ha perdido ningún valor. No obstante, reconozcamos que en esa época la rápida caída de los breves flujos revolucionarios bajo el control estalinista y la constitución del bloque europeo de las democracias populares eran inquietantes en relación al futuro. Nuestras propias filas no iban a tardar en verse sucesivamente diezmadas por la corriente conciliadora con el estalinismo, seguidas de inmediato por la aparición de corrientes antiestalinistas potencialmente reaccionarias. El surrealismo conoció los mismos movimientos internos. De un lado, los presuntos surrealistas revolucionarios, en realidad criptoestalinistas; por otro, una fuerte tendencia al dandismo apolítico, cuyo antiestalinismo teñido de anticomunismo iba a ser denunciado por Pastoureau en 1950, al pedirle al grupo “romper con todo oportunismo y dejar de transmitir sus preocupaciones contrarrevolucionarias a la mayor parte de su audiencia”. Añadía: “Estoy totalmente convencido de que el antiestalinismo furioso de estos últimos años nos ha arrastrado a numerosas acciones completamente aberrantes”. La primera de estas tentaciones “totalmente aberrantes” es sin ninguna duda el entusiasmo de Breton por Garry Davis y su mundialismo (cuya resonancia en el movimiento va, siempre según Henri Pastoureau, “desde la aprobación sin entusiasmo a la reprobación tácita, pasando por la indiferencia”), y con el RDR (Rassemblement Démocratique Révolutionaire) de David Rousset (pasando del criptoestalinismo al antiestalinismo más derechista) y Sartre (entonces muy provisionalmente antiestalinista).
Hay pocas dudas de que es esta errancia en la búsqueda de una equidistancia imposible –posición que no sería la del marxismo revolucionario– entre las fuerzas reaccionarias del imperialismo colonialista y el estalinismo, la que provocará la más grave, y la menos necesaria, de las crisis del surrealismo, el llamado “caso Carrouges-Pastoureau”, en el que tres de los más antiguos y firmes surrealistas (Acker, Maurice Henry y Marcel Jean) quieren, con Pastoureau, abandonar el movimiento después de haber comprendido que el desencadenamiento del conflicto no había sido más que un episodio secundario, poniendo de manifiesto el pesimismo que envuelve entonces al movimiento y la ausencia de toda fiebre revolucionaria entre muchos de sus jóvenes miembros.
La voluntad del comentarista de Tracts, José Pierre, de justificar siempre al movimiento le conduce en este caso a dirigir contra el grupo de Pastoureau unas acusaciones que competen a la psicología, llegando incluso a la descalificación poética y artística. Es verdad que en la confusión del debate, e inquieto igualmente por la fascinación de Breton por el esoterismo y Fourier (contra Marx), Pastoureau deja a veces atrás su objetivo y su objetividad, comenzando, por ejemplo, con la inclusión del pintor mexicano Tamayo en el ámbito de influencia surrealista. Pero, al contrario, la lectura de los documentos justifica globalmente a Pastoureau y a sus amigos, que no solo ponen al descubierto la carencia y la desviación política del movimiento –lo cual va a ser admitido desde el inicio, en particular por los jóvenes que entran en ese momento en el grupo–, sino que denuncian con razón la ceguera sobre la persona de (Louis) Pauwels, entonces gran dispensador de las páginas culturales del Combat del especulador Smadja –precisamente Pauwels, con quien diez años más tarde, en la época de Planéte y de Matin des magiciens, los surrealistas deberán establecer una guerra sin cuartel–, y sobre todo la increíble indulgencia de que dio prueba Breton con respecto a Carrouges, católico militante cuya función era vincular el surrealismo con la escuela poética mundana y la ideología idealista.
En esta cuestión, como en todo este período, no podemos dejar de detenernos en el papel particular y muy importante de Benjamin Péret. Único surrealista del primer momento que continuaba en el movimiento (con Max Ernst, pero este último, como muchos pintores, no era asiduo), Benjamin Péret es, hasta 1948, miembro de la IV Internacional. Partidario de la teoría del capitalismo de Estado en la URSS, Péret extrae conclusiones cuyo ultraizquierdismo le conduce rápidamente a la ruptura con la Internacional, a cuya dirección denuncia con grosera violencia, y, después, a las confusiones del grupo surrealista denunciadas por Pastoureau. Así pues, no sin estupefacción que constatamos que nuestro irascible censor firmara en febrero de 1949 la carta de los surrealistas a Garry Davis, y que este ateo de choque, que se llamaba a sí mismo orgullosamente “el primer anticlerical”, hasta el punto de condenar más tarde al PSU porque contaba en sus filas con demasiados obreros cristianos, se encuentra enredado con Breton en su compromiso con el culo bendito de Carrouges contra los más marxistas de los surrealistas, ¡teniendo que participar de lleno en el flirteo con los anarquistas de Libertaire! No es exagerado decir que el papel jugado por Péret en las relaciones entre el surrealismo y la IV Internacional fue considerable –dada especialmente la influencia que tenía sobre Breton– y desgraciadamente negativo.
Antes de su regreso a Francia, Péret publica Liberté est un mot vietnamien (abril de 1947), en donde reconoce la revolución vietnamita –a pesar del carácter político de su dirección–, mientras que probablemente se deba al ultraizquierdismo de Péret el desconocimiento de los surrealistas del alcance del cisma yugoslavo.
No obstante, es cierto que en estos sombríos años, sobre los que se cernía la amenaza de una tercera guerra mundial, la IV Internacional comenzaba a sufrir una crisis paralela que iba a conducirle a la escisión de 1952-1953: su mayoría, persuadida de la inevitabilidad de un nuevo conflicto mundial que ocasionaría, sin duda alguna, el fin del capitalismo, si bien tras una etapa de transición bajo regímenes burocráticos, reaccionaba de manera simétricamente opuesta a la desviación surrealista. Frente a acontecimientos como la guerra de Corea, se producía el zambullido entrista en el movimiento de masas estalinista, concebido como el campo progresista, a la espera de sus mutaciones antiburocráticas.
El caso Carrouges-Pastoureau inducía al movimiento surrealista a reconocer y lamentar que “las circunstancias recientes [no habían] permitido una mayor exteriorización de la posición revolucionaria del surrealismo”. Esto parece haber producido cierta desmoralización en Breton, quien en esos momentos piensa en la posible disolución del grupo. Entonces llega un nuevo impulso de la nueva generación de jóvenes surrealistas: Jean-Louis Bédouin, Gérard Legrand, Nora Mitrani, y sobre todo Jean Schuster, y poco después de los críticos de cine Georges Goldfayn, Adonis Kyrou y Robert Benayoun.
Pero, en estos años de niebla, el movimiento surrealista se dirige hacia la Federación anarquista, colaborando durante poco más de un año (octubre de 1951-enero de 1953) con la publicación de treinta contribuciones en Libertaire, precedidas de una Déclaration préalable; todo celebrado por lo alto, pero condenado –quizás por eso mismo– a un divorcio inevitable. La ruptura fue provocada por la violenta reacción de los surrealistas ante la publicación de L’homme révolté de Camus, escritor con el cual la Federación anarquista estaba vinculada y con el que compartía el mismo revolucionarismo verbal y abstracto, contrariamente a la certificación que le concederá Schuster, como flores sobre una tumba: “Dicho esto, la Federación anarquista queda ante nuestros ojos como la única organización auténticamente revolucionaria y aún algo eficaz en este país”. Treinta años después, José Pierre juzga el encuentro con los anarquistas de forma más correcta: tan decepcionante como había sido el encuentro con los comunistas (léase: los estalinistas), precisando que si en la primera experiencia el obstáculo había sido el crimen, en la segunda no había sido otra cosa que la necedad.
A causa de esto, tendremos dos años de silencio político del surrealismo, bruscamente despertado por la guerra de Argelia y la represión consiguiente contra la extrema izquierda, represión que los surrealistas quieren denunciar con energía. El nuevo impulso de la revolución colonial y las conmociones que se suceden en el imperio estalinista hacen aparecer un rayo de luz al final del túnel de estos años cincuenta que, con todo, no han acabado siendo completamente oscuros.
Un bello texto colectivo, Au tour des livrées sanglantes, que saca fruto del discurso secreto de Jrushchov en el XX Congreso del PCUS y llama al rapapolvo autocrítico a los criados plumíferos franceses, puede ser considerado como un regreso del surrealismo a sus mejores posiciones políticas. Leemos allí:
“Cualesquiera que sean las crisis que atraviese, la mayor o menor distancia aparente con ella, la profunda depresión que puede conocer después de un avance demasiado brutal o un momento crítico, el surrealismo no puede dejar de incardinar la causa proletaria tanto en sus flaquezas como en sus grandezas (…). Camaradas comunistas, vuestros dirigentes os han traicionado, han especulado con la miseria intelectual que la sociedad os da muy a menudo en el reparto; han canalizado vuestra rebelión hacia la adoración religiosa; han debilitado, si no quebrantado, vuestra voluntad revolucionaria, engañado vuestra esperanza; por tanto, se han hecho los aliados de los capitalistas, vuestros explotadores directos; han logrado petrificaros al hablaros de Moscú como se habla del paraíso a los cristianos; hoy sabéis que no hay paraíso en ninguna parte, ni sobre la Tierra ni en otra parte; sabéis que la revolución no tiene salvador supremo pero puede tener verdugo. Camaradas, vuestros dirigentes vacilan –ellos, tan hábiles en tomar las curvas–, parecen desorientados por aquello de lo que depende de vosotros que sea lo último: la verdad. Exigid, en el interior de las células, la discusión libre e inmediata, a partir del XX Congreso, sobre la revisión de la historia del partido con –como primera consecuencia– la rehabilitación de los presuntos traidores, comenzando solemnemente por la del camarada inseparable de Lenin, el organizador del Ejército rojo, el teórico de la revolución permanente, el camarada León Trotsky; destituid a los funcionarios y burócratas sometidos a Thorez, que se ha proclamado a sí mismo el mejor discípulo de Stalin; extirpad de la clase obrera el veneno estalinista que la ha paralizado”.
Estas líneas son de abril de 1956. En noviembre, es Hongrie, soleil levant, lo que vincula (como hacemos nosotros mismos) la represión de Argelia y la de Hungría. Como vemos, el surrealismo ha retomado el norte y ya no se extraviará. Con estas declaraciones, en las que están solos, quieren proceder a una concentración de todo lo que merece la pena dentro de la intelligentzia francesa. En diciembre de 1956 hacen el llamamiento en favor de un “Círculo internacional de intelectuales revolucionarios”. Pero, como dice la redacción de su revista en esa época, Le Surréalisme, méme (primavera de 1957), “los que sin restricciones son partidarios de la revolución húngara y de la revolución argelina son poco numerosos”. Y, a decir verdad, de los poco numerosos de 1956 algunos ya no acudirán en la hora aún más decisiva del Manifeste des 121 (citemos, por ejemplo, a Chaulieu-Castoriadis, Claude Lefort, Robert Chéramy, Pierre Lambert, Ruff y Edgar Morin).
Este Manifeste des 121, cuyo auténtico nombre fue Déclaration sur le droit á l’insoumission dans la guerre d’Algérie, verdadero desafío a la dictadura gaullista, al ejército colonial que impone su ley sobre el país y a toda la chusma reaccionaria que entonces estaba en el candelero, nació de una iniciativa surrealista, lo que es muy poco conocido. Y eso solo habría debido impedir, y debería continuar impidiendo a todos los izquierdistas de salón del tipo de los situacionistas, hacer de matamoros y dejar de dar lecciones. Únicamente nuestra sección francesa de la IV Internacional, el Partido Comunista Internacionalista (disuelto en 1968), lo reprodujo y difundió públicamente. La prensa recibió unánimemente este manifiesto con un silencio total. Eso no impidió su efecto de choque y su profundo eco, hasta el punto que la derecha, reunida con sus intelectuales tipo mariscal Juin, coronel Rémy, Henri Bordeaux, Gabriel Marcel y Michel de Saint-Pierre, conducidos por el ilusionista Jacques Bergier, dio a luz un contramanifiesto que fue un fracaso. De forma bastante miserable, una izquierda tibia y pacifista trató de desmarcarse del radicalismo de I’Appel des 121 con su Appel á I’opinion.
Desde entonces, coincidimos con los surrealistas en todos los terrenos: a favor de Cuba (“Una revolución auténtica no tiene nada que temer del libre ejercicio del pensamiento, ni de una actividad artística exenta de todo sectarismo. Una revolución que defiende la libertad de creación puede ser una revolución sin Termidor”); en defensa del poeta (Josef) Brodsky, después de Daniel y Siniavski, objeto de los primeros procesos como opositores literarios en la URSS; también a favor de la OLAS. En lo que se refiere a Cuba, la dimensión internacional del surrealismo es un elemento esencial para captar el problema: Wilfredo Lam, pintor cubano, estableció la relación entre surrealismo y castrismo desde los primeros tiempos.
Estos encuentros y el ejemplo del Manifeste des 121 nos habían llevado a pensar que quizás había llegado la hora de reconstituir la FIARI. En abril de 1966, el grupo surrealista rechazaba de forma categórica nuestras propuestas sobre esta cuestión, Ni hoy, ni de esta manera, al cual respondimos, el 15 de septiembre del mismo año, manifestando nuestro desacuerdo respecto al fondo y a su perspectiva.
José Pierre reconoce que: “Los destinatarios de Ni hoy, ni de esta manera habían advertido del todo el pesimismo, incluso el cansancio, que penetraba este texto –verosímilmente escrito por el mismo Breton, pero los otros firmantes compartían ciertamente esta melancolía–y habían reaccionado; el grupo Rupture, de una manera insultante, y Michel Lequenne (en nombre de la dirección del PCI) de una manera amistosa pero firme. Sin volver a hablar de la negativa a trabajar en una nueva FIARI, el texto del 20 de noviembre parece compartir una visión un poco menos sombría de las perspectivas políticas y sociales. El tono –donde nos parece reconocer la marca de Bounoure, incluso la de Schuster– no está más que medianamente afectado, como es normal, por parte de los que acaban de perder su faro y amigo”. En efecto, André Breton murió el 26 de septiembre de 1966. “Dos meses después de su desaparición sus amigos responden a la carta de Michel Lequenne. Este texto constituye así la primera octavilla surrealista posterior a la muerte de André Breton”. Añadamos que este texto terminaba con un proyecto de discusión común que quedó desgraciadamente en suspenso: “Es necesario, creemos, mantener y hacer más fecundos los intercambios de ideas que han tenido lugar entre el surrealismo y los herederos del pensamiento trotskista”.
José Pierre concluye su comentario de este texto escribiendo: “Pero podemos lamentar que no pase un poco por una de las lecciones capitales del desaparecido, a saber que la vida es reapasionarse, una lección que se expresará enteramente, apenas dieciocho meses más tarde, en las barricadas del sublevado Barrio Latino…”. En efecto, si Mayo de 1968 se puede considerar con mucha razón como “el surrealismo en acción” (André Billy, en Le Fígaro littéraire del 17 de febrero de 1969), la apasionada participación de los surrealistas en esta revolución cultural precederá por poco a la dispersión del grupo.
La higiene de las letras y de las artes
Sería tanto más injusto juzgar al movimiento surrealista por sus bandazos políticos cuanto que, en su campo específico, su vigilancia y su rectitud no han sido cogidas en falta, a pesar de que eso produjera en sus filas divisiones dolorosas.
Desde el final de la guerra, lo más urgente seguía siendo hacer frente a la operación redención del estalinismo, orquestada en el incienso del resistencialismo. El Déshonneur des poetes marca firmemente la negativa surrealista a todo compromiso. Más que Aragon, se debía desenmascarar a Éluard, dedicado a aprobar los crímenes estalinistas de forma menos pública y cínica. Su propia ignominia no estalla verdaderamente más que en su respuesta al llamamiento que le dirige Breton a favor de Zavis Kalandra, antiguo militante comunista checo, devenido trotskista, muy unido a los surrealistas y también amigo en el pasado de Éluard, que fue condenado en 1950 en el proceso de Praga que siguió al cisma yugoslavo: “Tengo demasiado que hacer con los inocentes que claman su inocencia para ocuparme de los culpables que claman su culpabilidad”. Tal frase, lapidaria, deshonra para siempre a un hombre y a su memoria.
Pero más que Éluard, el maestro del pensar de la época, verdadero reflejo de su miseria teórica, de su apatía y de su pestilencia de ciénaga, fue Sartre, quien justificaba al estalinismo como las Manos sucias necesarias para los partos de la Historia. A pesar de algunos efímeros momentos en los que rectificó –especialmente con la firma del Manifeste des 121 que, paradójicamente, le dio el cariz de líder–, sus recaídas continuas en el filoestalinismo (transmutado, después de 1968, en filomaoísmo) obligaron a los surrealistas a apartarlo con perseverancia; hasta en su rechazo del Nobel se justificó lamentablemente argumentando que habría que dárselo a Shólojov, el “Vishinsky de las letras soviéticas”, pronto desenmascarado como plagiario, y no a Pasternak, al que se le había prohibido residir y publicar en su país.
Tanto en 1952 (junto a nosotros) como en 1963, los surrealistas denunciaron el chantaje a favor del mártir organizador del asesinato de Trotsky, el pintor Siqueiros; chantaje al cual cedieron hasta hombres como André Masson y Giacometti, en medio de una “amalgama de pintores vulgares y otros infeudados al PCF”. En junio de 1968, el caso Siqueiros tendrá su punto final en Cuba, con el puntapié en el culo que la poetisa Joyce Mansour le suelta de parte de André Breton, con los gritos de “Cuba sí, Siqueiros no” de un coro, con Michel Leiris a su cabeza, que hace huir al pintor sicario.
Este será el lugar de la alianza entre los surrealistas y Charles Estienne, el crítico y teórico de la nueva Escuela de París, contra el miserabilismo a la Buffet, pero también contra los embaucadores del tipo Mathieu y los charlatanes, como el “muy fascinante Yves Klein” (todavía hoy celebrado en el mundo entero y en particular en el Centro Pompidou, en donde alcanza, en el Museo de Arte Moderno, cimas negadas a pintores más importantes pero menos fanfarrones).
El mismo deseo de higiene intelectual conduce a los surrealistas a poner en la picota moral a personas enfangadas como Leo Ferré y, principalmente, a Céline, del que no cabía sorprenderse de que su nombre “trepara de nuevo a la primera página de los semanarios franceses” cuando la nación estaba “preparada al 95% para la caza de chivos”. Asimismo, correspondía a los surrealistas desmenuzar, en un análisis fino y completo, las “falsas cartas transparentes” del Matin des magiciens y después de la revista Planète.
Moral y vida cotidiana
Es necesario distinguir estas operaciones de higiene pública de las exclusiones que golpean en este periodo a pintores del movimiento: Malta y Brauner, después Max Ernst. No se trata de desaprobaciones de su pintura, sino de comportamientos juzgados incompatibles con la moral surrealista.
La exclusión de Brauner –por dandismo– no es más que una consecuencia de la de Matta, con quien se solidarizó. La exclusión de Matta plantea un grave problema al movimiento, porque pone en carne viva una de sus contradicciones, casi constitutiva: la de la exaltación del sadismo teórico y de las prácticas sádicas de la vida. Una serie de golpes duros habían empujado al pintor surrealista americano Arshyle Gorky al suicidio. Uno de estos golpes era la aventura de su mujer Agnés Gorky con Matta. ¿”Vértigo de Eros” o “libertinaje cínico”? La amistad hacia Gorky inclina el veredicto de ignominia moral contra Matta, duramente herido por esta decisión. Aquí, la afectividad y el rigor moral, sobredeterminado por errores de Matta, parecen haberse impuesto a la comprensión de lo que no es más que la oposición entre “amor loco” y la “implacable alma de la noche”: una confusión llevada al límite. Estas dos exclusiones “históricamente no necesarias” serán compensadas por rehabilitaciones hechas once años más tarde.
Todavía más dolorosa sin duda –en todo caso para Breton– es la exclusión de Max Ernst, el más antiguo de los pintores que permanecían fieles al movimiento. El pacto surrealista implicaba el rechazo de los jurados y los premios. En 1954, no solo Max Ernst recibía el gran premio de pintura de la Bienal de Venecia, sino que parecía claro que lo había solicitado. Esta exclusión, arrancada a Breton, planteaba problemas que los compromisos posteriores de Max Ernst (relaciones con Debré y Pompidou) no zanjan: los del cómo ha de vivir un artista si no es vendiendo sus obras, es decir, entrando en el juego del mercado.
Toda condena en este campo solo es aceptable de quien no solo explicita medios de existencia que no impliquen ningún compromiso con la sociedad burguesa, sino que es capaz de asegurar que en todo caso afrontará la miseria antes que jugar el juego de la sociedad tal y como es. Seguramente, entre los partidarios de la exclusión, este no era el caso del trepador Hantai, consagrado por completo a condenar a Max Ernst y quien no solo no iba a esperar dos años para, apenas salido del surrealismo, caer en las peores confusiones reaccionarias, sino que además iba a ponerse a hacer una pintura bochornosamente embadurnada. La exigencia moral de los surrealistas quizás habría mejorado si hubieran reconsiderado los criterios del compromiso.
Al igual que entre las dos guerras mundiales, el movimiento surrealista volará en socorro de aquellos –y sobre todo de aquellas– cuyos crímenes han tenido por móvil el amor loco y/o el amor a la libertad, y de aquellos que combaten la moral de los hombres de orden y a los perros de la prensa, buena parte de ellos estalinistas. Es el caso de Pauline Dubuisson, en 1954, y de dos adolescentes, una de las cuales será Albertine Sarrazin, en 1956.
Muerte de Breton y dispersión del movimiento
Con la muerte de André Breton, el grupo que se reunió alrededor de él se dispersa dos años y medio más tarde. A pesar de ello, el combate del movimiento continuó entre esas dos fechas, y 1968 pareció abrir tantas perspectivas al surrealismo como a nosotros mismos. ¡68! no solo era nuestro Mayo francés, sino también la Primavera de Praga, de donde surgió en abril la Plateforme de Fragüe, firmada a la vez por los surrealistas franceses y veintiún checoslovacos, así como por once extranjeros residentes en Francia: sin duda alguna, uno de los textos más importantes de la historia del movimiento, lo que no nos sorprende al conocer la obra de los tres hombres que aparecían como las principales cabezas del surrealismo en este momento: los franceses Jean Schuster y Vincent Bounoure y el checo Effenberger. Al mismo tiempo, en EE UU Franklin y Penélope Rosemont animan una actividad surrealista que se extiende a varios Estados.
No obstante, la crisis, latente ya antes de la muerte de Breton, no se detiene por una revolución cultural que retrocede antes de haber tenido tiempo de desembarazarse de su escoria. “¿Puede sobrevivir a Breton la puesta en común del pensamiento [surrealista]?”, se planteaba en 1967 el comité de redacción de la nueva revista l’Archibras, en su declaración Pour un demain joueur. El movimiento estalla en marzo de 1969.
Este segundo volumen representa, por tanto, un periodo cerrado cuyo balance se puede considerar altamente positivo; sin duda, poéticamente menos rico que el de entreguerras, pero igual de combativo y mordaz en una época todavía más difícil en la que el movimiento estaba representado por espíritus más rigurosos, más lúcidos, más entregados a la obra colectiva, así como por artistas que, por ser más secretos que sus antecesores, acentuaron su surrealismo por su fidelidad total. Además de los ya nombrados Gorky, Matta, Brauner, la pléyade que se extiende de Wilfredo Lam, Hans Bellmer, Toyen hasta Molinier, Wolfgang Paalen, Svanberg, Camacho, Terrosian, Mimi Parent…
Contra el “deseo de permanecer”, que se reprocha a algunos, los que provocaron la dispersión plantearon la necesidad de una renovación, de una “reinvención”, la búsqueda de una “variable” que sucedería al surrealismo “histórico” (J. Schuster). Doce años más tarde hay que constatar que estos últimos han permanecido en una dispersión bastante silenciosa, mientras que son los primeros quienes se han esforzado en renovar el pensamiento y la acción surrealista.
Sin duda, el movimiento hoy está en el limbo. Pero el surrealismo no ha muerto. Como Merlín, parece estar vivo en su tumba. Simplemente porque sus exigencias subsisten y sin ellas no hay perspectiva de sociedad humana armoniosa, y porque, más que nunca, el objetivo de transformar el mundo implica cambiar al mismo tiempo la vida, si no se quiere caer en la barbarie.
Texto publicado originalmente en Critique communiste, 8, 1982, y 15, 1983. Reproducido en castellano en la edición y prólogo de Pepe Gutiérrez-Álvarez de Por un arte revolucionario e independiente, de André Breton, León Trotsky y firmado también por Diego Rivera (El Viejo Topo, Barcelona, 2018).
Michel Lequenne falleció el pasado 23 de febrero a la edad de 99 años. Fue militante trotskista y del movimiento surrealista y publicó una larga relación de obras y artículos sobre estas y otras materias
Notas
1/ Tracts surréalistes, tomo I (1922-1939), tomo II (1940- 1969), editor Eric Losfeld, París, 1982.
2/ El caso es el argumento de una película de Claude Chabrol (1978), interpretada por Isabelle Huppert.
3/ Nombre de una publicación colectiva y del colectivo que mantuvo activo el surrealismo durante la ocupación (nde).
Artículo de Viento Sur
En la imagen: León Trotsky, Diego Rivera y André Bretón