Mirador París

Diario de un viaje, primera entrega. París, Buenos Aires, mayo/junio 2022.

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“Cada época sueña la siguiente” (Michelet, “Avenir!, Avenir!”, citado por Walter Benjamín, París, capital del siglo XIX[1])

Estuve el mes pasado en Francia para acompañar la construcción de nuestra joven corriente en dicho país. En lo que sigue desenvolveré en una serie de notas impresiones bajo la forma de diario de un viaje sobre aspectos de la coyuntura internacional así como políticas y culturales. Se trata de consideraciones muchas de ellas intuitivas a propósito del “espesor de sensaciones” que se desprenden de la estadía durante un par de semanas en una capital internacional para un marxista revolucionario de origen latinoamericano[2].

Apuntes de “antropología urbana”

París es una ciudad bellísima. Eventualmente, según mi particular opinión, de las más bellas del occidente capitalista. Una suerte de obra de arte a cielo abierto construida a lo largo de generaciones. Expresión, si se quiere, de la capacidad cultural de la humanidad como un todo. Lógicamente, el estándar de belleza varía de persona a persona (las proporciones, la armonía; las maneras de apreciarlas[3]). Existen muchísimas ciudades hermosas e imponentes en el mundo en Occidente y en Oriente. Yo solo conozco algunas pocas, sobre todo occidentales, aunque ninguna la he apreciado con el mínimo detenimiento –aún superficial, sin embargo- que a París[4].

En todo caso, repito: París es una obra de arte a cielo abierto construida a lo largo de generaciones. Es expresión de la capacidad cultural de la humanidad.

Por lo demás, y como todas las grandes ciudades del centro imperialista, es una ciudad cosmopolita donde se mezclan –todos- los “colores humanos” -con sus relaciones de opresión incluidas, claro está-: originarios franceses, argelinos, africanos, latinoamericanos, asiáticos, turistas de todas partes, etc.

El elemento cosmopolita le viene a París, evidentemente, de haber sido la capital -¡y seguir siéndolo, en gran medida!- de un imperio colonial de magnitud con peso en el norte de África y el sudeste asiático. Esto que se expresa en la serie de “capas geológicas” sociales, nacionales, culturales que integran su población y que configuran, incluso, sin duda alguna, elementos de “colonización” dentro de la propia Francia. Por ejemplo, las cinco millones de personas de origen argelino que son parte una población que totaliza –hoy- 67 millones de habitantes (la población de origen árabe está más integrada; la población de origen africano luce muchísimo más excluida[5]).

París acarrea 20 siglos de historia. Con asentamientos anteriores pero fundada definitivamente por los romanos algo en torno al año 52 AC en los dos márgenes del rio Sena con el nombre de Lutecia. Ha sido centro de acontecimientos universales. No hace falta caer en un eurocentrismo kitsch y ridículo para perder de vista que parte de la historia universal ha pasado por Europa sencillamente por su ubicación en el centro del feudalismo y del capitalismo emergente, en el centro de una inmensa –inmensísima- acumulación de riqueza y capital –imperial e imperialista- que tomó -y toma- forma en el esplendor de la ciudad[6].

La arquitectura de París es la expresión de ese esplendor –y, también, de su lógica de clase-. Una ciudad planificada y rediseñada a nuevo cuando las –famosas- reformas del Barón Haussmann en el Segundo Imperio de Luis Bonaparte (años 1850/60), y en la cual se fijaron reglas –para bien y para mal, según se las aprecie- de planificación urbana que siguen rigiendo hasta el día de hoy: “Haussmann intenta sostener su dictadura [para rehacer la ciudad a gusto y piaccere] poniendo a París bajo un régimen de excepción. En 1864, durante un discurso ante la Asamblea Nacional, expresa en palabras su odio contra la población desarraigada de la gran ciudad. Por sus emprendimientos, esta población se ve incrementada cada vez más. El aumento de los precios de los alquileres empuja al proletariado hacia los faubourgs [barrios periféricos de la ciudad]. Los quartiers [barrios del centro de la ciudad] de París pierden así su fisonomía propia. Surge el ceinture rojo [cinturón rojo, los barrios proletarios en los alrededores del centro de la ciudad que hoy día son mayormente barrios de inmigrantes, R.S.]. Haussmann se dio a sí mismo el nombre de ‘ártiste démolisseur’ [artista de demoliciones]. Se sentía llamado a una obra (…). Pero así aliena a los propios parisinos de su ciudad, ya que no se sienten allí en casa. Comienzan a tomar conciencia del carácter inhumano de la gran ciudad (…) El verdadero objetivo de los trabajos de Haussmann era asegurar la ciudad contra las guerras civiles (…) evitar para siempre que se levantaran barricadas en París” (Walter Benjamín, París, capital del siglo XIX, 1935).

Y en el mismo sentido hemos escrito tiempo atrás: “Este carácter político de la arquitectura o el urbanismo en general ya lo hemos destacado en otro lado cuando señalamos cómo Berlín está siendo reconstruida buscando negar todo pasado “comunista” y volviendo al esplendor imperial de comienzos del siglo XX: ‘Ciudades como Berlín o París pueden ser observadas cual gigantesco curso de ‘urbanismo político’ (…); en ambas ciudades las huellas de la historia contemporánea se hacen presentes a cada paso (…). Veamos el caso de Berlín. Arrasada al final de la segunda guerra, y luego partida en dos entre la ex URSS y EE.UU., Inglaterra y Francia, y que vio erigirse el Muro en 1961, sigue aun hoy en proceso de reconstrucción… Parece una característica berlinesa: la constante reescritura arquitectónica de su historia. Pero detrás de esta reconstrucción de la ciudad, a priori puramente ‘física’, se esconde una reescritura política de la historia” (R. Sáenz: “Las huellas de la historia”).

Por lo demás, está claro que Haussmann no logró sus objetivos políticos. No hay medios técnicos que puedan impedir la lucha de clases. Y si no que lo diga la Comuna de París, que sobrevino inmediatamente después de la abrupta finalización de las obras haussmannianas[7].

Pero también es verdad que pesar de Haussmann, más allá de Haussmann y hasta cierto punto gracias a Haussmann, París luce como una obra de arte (una obra de arte urbana). Ejemplo de dicho esplendor –entre otros- es la monumentalidad del Palacio del Louvre y los jardines de las Tulerías[8], amén del conjunto de iglesias[9], palacetes, hoteles privados, etc., que surcan –con todos sus estilos: gótico, renacentista, barroco, manierista, art decó, etc. (Chis Rogers, Comprendre l’ architecture de Paris. Décoder la Ville Lumière, LAROUSSE, China, octubre 2016). Una ciudad cuya construcción es dos veces milenaria…

De entre sus joyas está evidentemente la Catedral Notre-Dame de París, en estos momentos en reconstrucción luego del incendio que la acechó en abril de 2019, ejemplo histórico de arte gótico más importante de la ciudad. Construida entre los años 1163 y 1245 en la Íle de la Cite, y reformada en varias oportunidades posteriormente, es una de las catedrales góticas más antiguas del mundo y se requiere cierto estudio para entender su lógica arquitectónica (como de muchos otros edificios insignes de París y otras ciudades): “La arquitectura es la primera manifestación del ser humano que crea su universo, que lo crea a imagen de la naturaleza, sometiéndose a las leyes de la naturaleza, a las leyes que rigen nuestra naturaleza, nuestro universo. Las leyes de la gravedad, de la estática, de la dinámica, se imponen por la reducción al absurdo: sostener o derrumbarse” (Le Corbusiere, Hacia una arquitectura, 1923, Ediciones Infinito, Argentina, 2016, pp. 72). Le Corbusier insiste que el trazado regulador de toda obra de arquitectura es un “seguro contra la arbitrariedad” y señala que Notre-Dame de París está determinada por el rectángulo y el círculo (es decir, determinadas proporciones puestas a funcionar de manera coherente que unen la necesidades físicas que la obra no se venga abajo con la belleza de las formas).

En fin: se puede decir que las iglesias parisinas construidas entre los siglos XI y XIV –que son muchísimas-, son mayormente góticas (un arte religioso por excelencia, pero no por ello menos conquista cultural de la humanidad). Luego se comenzarían a importar los modelos arquitectónicos renacentistas (desde Italia).

Siglos de acumulación arquitectónica expresión de uno de los Estados absolutistas -y capitalistas- europeos occidentales más poderosos, cuyo apogeo absolutista se extendió a lo largo de dos siglos desde Enrique IV hasta la Revolución Francesa con centro durante el reinado de Luis XIV. El Rey Sol, que autopresentaba su poder absoluto bajo el mote de “El Estado soy yo”[10], se refleja como concepto en la acumulación arquitectónica que se expresa en todas las esquinas del centro de la ciudad: “París nunca nos podrá defraudar, porque esta “Capital de todo”, según la expresión de Peguy, tiene mil rostros para descubrir, infinitas formas de refinamiento, una belleza y una armonía, que seducen profundamente, una vida intelectual y artística intensa, y una fascinación permanente” (El encanto del viejo París, María Cristina de Bénarde, Embajada de Francia en la Argentina, 1986).

Y la autora –aristócrata argentina pero sensible- agrega algo que efectivamente se siente en París: su diversidad parece inagotable; en cada rincón los detalles se multiplican. Pocas ciudades han sido planificadas sistemáticamente como la Ciudad Luz (¡y muchísimas menos con semejante presupuesto, obviamente[11]!). París es una suma de facetas yuxtapuestas; enormemente abigarrada en detalles, su diversidad es infinita.

Revolución y contrarrevolución 

Evidentemente que París no solamente fue la capital o el principal centro urbano del Estado absolutista europeo más importante de su época, uno de los Estados más poderosas de la historia, sino que además, y sobre todo, la historia revolucionaria de Francia es una de las más significativas de la historia moderna. La Revolución Francesa junto con la Revolución Rusa y la Revolución China (burguesa la primera, proletaria socialista la segunda y anticapitalista campesina la tercera) son las tres revoluciones sociales y políticas más importantes de la modernidad.

Como nota al pie señalemos que el Estado en Francia sigue teniendo un peso inmenso (hace a las características de su formación social hasta el día de hoy). Un peso del aparato estatal del que Marx se había quejado al señalar que la Revolución Francesa sólo lo había reforzado y que las revoluciones del porvenir debían destruirlo (el Estado burgués) en la perspectiva de la disolución de todo Estado (en la transición socialista previo paso por la puesta en pie del Estado proletario).

Marx denunciaba que el Estado en la Francia del Segundo Imperio se chupaba “la savia de la sociedad por todos sus poros” (El XVIII Brumario de Luis Bonaparte). Un reflejo de ello es que aún perviven las más de 30.000 intendencias en que está divido administrativamente el país, algunas de las cuales no superan 200 habitantes (antiguamente un elemento democrático, pero hoy una costosa antigualla además que parte de un régimen electoral ultra-proscriptivo para la extrema izquierda).

En París se entrelazan la historia antigua, medieval, moderna y contemporánea. Las conquistas de la arquitectura, intelectuales y del arte en general como escenario de una dinámica de la lucha de clases que -prácticamente- no tiene igual en la historia (como nota al pie señalemos que en la Francia contemporánea no se aprecian derrotas de la clase obrera de magnitud histórica desde la ocupación alemana y el gobierno de Vichy en 1940/4), configurando así enorme atractivo para militantes de la izquierda revolucionaria. No es casual que Marx y Engels destacan a Francia como el país político por antonomasia, una característica que siguió verificándose posteriormente.

Es interminable enumerar cuantas “Francias” existen desde el punto de vista de sus acontecimientos histórico-universales (Hegel): “capas geológicas”, también, de historia y acontecimientos. A la Revolución Francesa en su apogeo jacobino (1793/4), le sucedió el Imperio Napoleónico, la restauración borbónica (1815/1848), las revoluciones de 1830 y 1848, la Comuna de París en 1871, el caso Dreyfus que polarizó la sociedad francesa con impacto mundial hacia finales de ese siglo, la huelga general en 1936, la Francia de Vichy (con la “extraña derrota” a manos de los nazis, Marc Bloch), la fiesta de la liberación de los nazis en agosto de 1944, la sangrienta guerra en Argelia a finales de los años 1950, el histórico Mayo Francés en 1968 con su divisa de que el realismo es pedir lo imposible, la huelga reconducible de 1995 y un largo etc. de eventos revolucionarios y contrarrevolucionarios también.

Una frase clásica sobre París cuando su liberación de los nazis, es la de Charles De Gaulle, la principal figura burguesa de Francia en el siglo XX: ¡París, París ultrajada, París destrozada, París martirizada, pero París liberada! Una liberación disputada por las fuerzas burguesas encabezadas por De Gaulle y el ejército yanqui con el Partido Comunista que además de aportar una cuota de sangre en la resistencia, se dedicó inmediatamente a traicionar el ascenso revolucionario que se puso en marcha con la liberación. Mencionemos que el trotskismo, heroicamente, también participó de la resistencia, a su escala y cuidándose de no ser asesinados tanto por los nazis como por los estalinistas[12].

En Francia han convivido desde la Revolución Francesa las tendencias revolucionarias y contrarrevolucionarias, antimodernas y reaccionarias; Robepierre y los jacobinos, Babeuf y Bonarroti, Blanqui y Prodhom. Pero también Thiers, los antidreyfusianos, Maurras, Petain, Le Pen, etc., amén de las figuras bonapartistas como De Gaulle o del centro burgués imperialista reaccionario como Macron hoy: revolución y contrarrevolución laten –siguen latiendo sin duda alguna- en Francia.

Y lo hacen de una manera donde a diferencia de otros países de Europa Occidental, existe una continuidad de las relaciones de fuerzas que, con sus alzas y bajas, no da muestras, al menos hasta el momento, de derrotas históricas. Retrocesos, sí. Desacumulación, seguramente también. Pero no apreciamos derrotas históricas aunque nuestra implantación como corriente en Francia es demasiado incipiente aun para que esto no sea más que una intuición.

¿Qué es París hoy? Muchísimas cosas. Elegimos destacar sus rasgos de mirador mundial. La capital de una potencia imperialista, de segundo orden hoy, pero con una inmensa acumulación histórica de capital detrás de sí, con enorme tradición en la lucha de clases, una tradición histórica revolucionaria que a pesar del debilitamiento del marxismo revolucionario en sus tierras, sigue siendo, sin duda alguna, una capital del trotskismo mundial, de la izquierda revolucionaria y de la clase obrera histórica y del socialismo donde cualquier corriente que se precie dinámica del marxismo revolucionario de cara al relanzamiento de la pelea por la revolución socialista en este siglo XXI todavía nuevo, debe construirse y hacer la experiencia.

 


 

[1] La reflexión de Benjamín respecto de los sueños, similar a la desarrollada por Ernest Bloch en El principio esperanza, parece apropiada para alguna de las sensaciones que un “turista” puede sentir en la ciudad: “A la forma del nuevo medio de producción, que en un principio sigue estando dominada por la del viejo (Marx), corresponden en la conciencia colectiva las imágenes en que lo nuevo se entremezcla con lo viejo. Estas imágenes (…) hacen retroceder hacia el protopasado más remoto la fantasía de imágenes impulsadas por lo nuevo. En el sueño en que cada época se le presenta a los ojos la siguiente, aparece esta última enlazada con elementos de la protohistoria, es decir, de una sociedad sin clases. Sus experiencias, que están depositadas en el inconsciente de este colectivo, generan al entremezclarse con la utopía -que ha dejado su huella en miles de configuraciones de la vida-, desde las construcciones de larga duración hasta las modas pasajeras” (París, capital del siglo XIX). Lo cual podríamos interpretarlo bajo la forma que la arquitectura urbana de París, aun en medio de su fasto aristocrático, expresa también sueños artísticos -utópicos de grandiosidad– no encuentro ahora otra palabra más adecuada- más generales.

[2] Cada corriente del socialismo revolucionario -en su circunstancia de dispersión actual- tiene presiones que enfrentar: las nuestras, el provincianismo; las europeas, el eurocentrismo.

[3] “Ensayo de interpretación del modernismo”, izquierdaweb.

[4] No es fácil, realmente, conocer una ciudad, y menos que menos yendo por poco tiempo y para menesteres que no tienen que ver con el turismo, que, por lo demás, es una forma superficial del conocer: para conocer realmente una ciudad hay que vivir en ella.

[5] Elementos de colonización y racismo en Francia las hay todos los días. Por poner un ejemplo, durante mi estadía estuvo el escándalo de la represión en el Estade de France cuando la final de la Eurocopa y las declaraciones del ultra derechista Eric Zemmour (una suerte de Milei francés) afirmando que los “desmanes” había ocurrido porque el barrio donde está el estadio, Saint Denis, con una amplia proporción de su población popular e inmigrante, no sería “parte de Francia”…

[6] Walter Benjamín denuncia la lógica de clase de la belleza parisina –“París, capital del siglo XIX”, guión en borrador del Libro de los pasajes, su obra sin terminar sobre París- aun sea, también, una belleza universal sin duda alguna (fuerzas productivas y relaciones de clase se combinan de una manera compleja que no puede admitir ni el sectarismo ridículo, aunque tampoco la ingenuidad “turística”).

[7] Haussmann salió de escena en medio de la crisis financiera que se produjo por el financiamiento de sus reformas parisinas. Por otra parte, existieron insignes antecedentes en la planificación de París bajo Felipe Augusto, Enrique IV y Jean-Baptiste Colbert, poderoso ministro de Luis XIV.

[8] El elemento monumental es llamativo en todas las ciudades capitales imperialistas. Monumental quiere decir con edificaciones de un tamaño mucho mayor al acostumbrado; otra escala arquitectónica. Una escala multiplicada que hace sentir seguramente a las personas investidas de poder una falsa –aunque real- “grandiosidad”, y a sus “súbditos”, evidentemente, respeto por ellas… Marx había subrayó alguna vez que “no es la misma persona un general con charreteras que sin ellas”.

[9] La historia de Francia está enormemente marcada por la Iglesia Católica (así como Inglaterra devino anglicana y Alemania protestante). Fue y sigue siendo en cierta forma, una de las capitales del catolicismo militante. Y de ahí, también, no solo su arquitectura religiosa, sino sus fuertes corrientes políticas reaccionarias y hasta monárquicas. La Revolución Francesas cortó muchas cabezas pertenecientes a la Iglesia, así como derribó también muchos edificios y estatuas que homenajeaban a la Corona (símbolos de opresión popular que también siguieron siendo derribados durante la Comuna de París), separando de manera revolucionaria a la Iglesia del Estado.  

[10] Trotsky señalaba que Stalin superaba el absolutismo de Luís XIV cuando se comportaba como si la “sociedad fuera él”…

[11] Cada Rey, figura o presidente que pasó por el Poder Ejecutivo francés, quiso dejar una marca. Una de las últimas es la de Françoise Mitterrand, presidente socialdemócrata y “reformista” sin reformas durante los años 1980, que construyó unas discutidas pirámides transparentes en los patios del Museo Louvre.

[12] Francois Dosse en A saga dos intelectuais franceses, 1944-1989, volumen 1, edición en portugués, hace una buena semblanza de la traición del PCF en la posguerra, y de la complacencia de la mayoría de la intelectualidad sin dejar de destacar el rechazo casi heroico a ella del núcleo de los surrealistas (Breton y Pierre Naville), David Rousset (antes de pasarse al gaullismo), el propio Sartre (antes de coquetear con el PCF en 1950) en defensa de su amigo Paul Nizan, joven filósofo asesinado por los estalinistas en Dunkerque, 1940, así como otras figuras existencialistas, y obviamente los diversos grupos trotskistas (entre ellos todavía Cornelius Castoriadis, posteriormente Ernest Mandel y la campaña de 1968, etc.).

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