“Estaba harto de trabajar solo para poder pagar su comida”

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Cirus Sh Piedra

-Mire, chino, me va a tener que perdonar por lo que le voy a decir. Solo tengo mil colones, y es lo único que le puedo pagar. Lo siento mucho. Puede llamar a la policía, puede ponerme a limpiar… lo que usted quiera, pero no puedo hacer más, eso es todo lo que tengo. Lo siento, de verdad, pero tenía mucha hambre y no consigo trabajo desde hace meses y lo único que quería era una buena comida. Lo siento mucho, de verdad. Haga lo que tenga que hacer, acá están los mil colones.

En una de las mesas está un universitario escribiendo un programa de radio sobre el problema Palestino-Israeli. Después de pasar toda la tarde viendo cifras sobre genocidios y hambrunas y colonización y hambre y desesperanza, lo que oía de la boca de ese hombre provocaba en él la más grande de las admiraciones, y le hacía recuperar un poquito de fe en la humanidad. Empezó a aplaudir el coraje del tipo en la barra, que estaba casi empezando a llorar de la vergüenza mientras el chino le gritaba y lo insultaba. Decidió declarar en voz alta lo grande que era ese tipo, que así debíamos ser todos, que no era justo que hubiera que pagar por la comida que sale de la tierra, que él también estaba harto de trabajar solo para poder pagar su comida, al igual que todos ahí de seguro, y que había que hacer algo, y eso empezaba por tener dignidad y detener el nivel de humillación y levantarse y declarar lo que uno considera justo. Acto seguido, una señora se levanta y empieza a gritar que ella tampoco está conforme con como están las cosas, y que va a pagar lo que considera justo por esa comida, y que si no le parece al chino, puede llamar a la patrulla, cuando otra tipa, con su pareja, en un rincón, se levantan y corean que “va a ocupar más de una patrulla, porque nosotros también pagamos lo que consideramos que debamos pagar”. Al chino, en este momento, se le cayó el cigarro de los labios, en asombro; se puso a gritar, y se metió al cuarto para a buscar su revólver, salir y darse cuenta de que el local estaba vacío ya, y sobre la barra había un cerro corto con billetes de mil colones sostenidos por un tenedor.

En ese justo momento, arriba de la ciudad, en el bar Saturno, donde se les da el espacio a las indigentes peor presentadas de prostituirse por comida o bebida o droga, marta, una prostituta de veinte años, se desploma a llorar en media barra, a vista de todos. El único que se atreve a preocuparse, es un joven de su misma edad, que estaba pidiendo una cerveza. Sin preguntar nada ni juzgar ni temer a que esté su chivo, se acerca a ella, la abraza, esperando absolutamente nada a cambio, aferrándose a la vida a través de una conexión sincera, empapándose la camisa de las lágrimas que ocupaba dejar ir la marta. Así estuvieron un par de minutos, cuando ella decidió separarse, y bajarse la pena con un vaso de agua que le acercó la chica de la barra.

-Me siento sola, sé que no puedo más, no sé qué se supone que es esto pero ya me quiero ir, quiero desaparecerme, y no puedo hacerlo porque tengo tres hijas, que ni siquiera quiero ver, porque me espanta que sean hijas mías. No quiero ser yo, no quiero vivir más, estoy tan sola y no tengo nadie que me ayude y la vida se me está haciendo muy pesada y no siento que pueda seguir adelante y no siento que quiera seguir adelante, porque no tiene sentido. ¿Está mal que quiera morirme? ¿Está mal que piense todo esto? ¿Está mal que no quiera ser una madre para mis hijas? ¿Está mal tener estas ideas de loca en la cabeza? No sé, no sé, no sé. Lo único que sé es que estoy harta de todo, ya no soporto esto, no quiero llorar todo el tiempo, no quiero llegar a la casa y no tener luz, no quiero pensar en que mis hijas tengan que pasar por esto, conocer este tipo de hombres, venderme para conseguir una miserable comida diaria, y tener que volver acá la noche siguiente, ponerme tacones, y seguir llorando enfrente de extraños. No quiero seguir viviendo, no soporto todo esto, me quiero morir, estoy tan triste y tan sola…

 

Fragmento de El diminuto corazón de la Iguana (2016), pag. 116

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