De ‘Parásitos’ a ‘El juego del calamar’: la lucha de clases triunfa en la pantalla

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  • El éxito de Netflix se suma a otras ficciones en las que se evidencia la lucha desesperada de las clases populares para sobrevivir en un mundo capitalista.

Articulo de 20minutos

Andrea G. Bermejo

En un derroche de sadismo cinematográfico puramente coreano hay una secuencia de El juego del calamar en la que sus protagonistas juegan a una versión mortífera del escondite inglés. Si se mueven los matan a tiros. Con la tontería y el mal equilibrio los líderes del juego se cargan a la mitad de los participantes. De más de 400 pasan a 201. Los restantes piden clemencia. Después de la matanza quieren marcharse a sus casas, prefieren seguir con sus vidas miserables acuciados por las deudas y esos acreedores que quieren cobrarse sus riñones.

Los organizadores del juego, a través de esos encapuchados con mono rojo que los memes no han tardado de comparar con La casa de papel, les permiten someter el asunto a votación. Pero antes les enseñan una hucha cerdito con el premio que ganarán si siguen jugando y sobreviven. La cifra asciende a 45.600 millones de wones, que en euros equivalen a 33 millones. Las vidas de estos concursantes son tan duras que gana la opción de dejar el juego pero solo por un voto.

Sorpresa. Todos esperábamos que ganase la otra opción pero en una nueva demostración de cómo las ficciones asiáticas son las que están renovando la narrativa audiovisual, El juego del calamar toma el camino menos obvio y profundiza en el drama social. Aunque en el primer episodio ya se nos ha descrito la paupérrima vida del protagonista, es en este segundo donde comprendemos por qué los personajes de la serie no le hacen ascos a un buen escondite inglés con tiroteo y premio.

Seong Gi-hun (Jung-jae Lee) es un ludópata arruinado incapaz de cuidar a su hija y a su madre, enferma de diabetes. Kang Sae-byeok (HoYeon Jung) tiene a su hermano en un orfanato. Cho Sang-Woo (Hae-soo Park) debe una millonada de wones a pesar de ser el único universitario entre los concursantes. Ellos y los demás jugadores tienen problemas de dinero y familiares, sin duda los dos temas principales de El juego del calamar.

No es la primera vez que una ficción sobre las dificultades de la clase social más baja triunfa entre el público. Joker, que hace dos años ganó dos Oscar y el León de Oro en el Festival de Venecia profundizando en el precario trasfondo social del villano, recaudó más de mil millones de dólares en todo el mundo. Nomadland, una aproximación más poética y menos de género a las clases más desfavorecidas de EE UU, esas que no tienen casa, siguió los pasos de Joker en Venecia y terminó coronándose en la gala de los Oscar. Ese mismo año, Nuevo orden, recuento de un motín de los pobres contra los ricos, ganó el Gran Premio del Jurado en el Lido.

Hay algo en ver a la clase social más baja intentando salir adelante que conecta con el público repetidamente. Cuanto más rebuscado y violento sea ese intento de ascenso social, más éxito le podemos augurar. Parásitos sería el cénit de esa lucha de clases cinematográfica, con sus cuatro Oscar, su Palma de Oro en Cannes y sus 250 millones recaudados mundialmente.

Como su paisana El juego del calamar, Parásitos usaba el género para hablar de familia y pobreza. En este caso, los protagonistas pertenecían al escalafón más bajo de la economía, tan bajo como el cuchitril en el que soportaban bichos, inundaciones y un wifi con muy poca cobertura. Y si en aquella Bong Joon Ho representaba sus intentos por subir en la escala social en las escaleras de una lujosa casa, Hwang Dong-hyuk lleva la apuesta más allá sometiendo a los personajes de El juego del calamar a un juego sádico y mortal. Las estratagemas de unos y otros son una buena muestra de lo averiado que parece estar el ascensor social en Corea del Sur. Su resonancia y éxito global tal vez indican que el problema va mucho más allá del país asiático.

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