¿Qué es la economía política?

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Primer capítulo del libro “Introducción a la economía política”. Texto inédito publicado después de la muerte de la autora a partir de sus apuntes para una escuela partidaria de la socialdemocracia alemana.

Por Rosa Luxemburgo

I

La economía es una ciencia muy particular. Los problemas y las controversias aparecen apenas se da el primer paso en esta rama del conocimiento, apenas se plantea la pregunta fundamental: de qué trata esta ciencia. El obrero común, que tiene sólo una idea muy vaga de qué es la economía, atribuirá su falta de conocimiento a una deficiencia en su educación general. Pero en cierto sentido comparte su perplejidad con muchos estudiosos y profesores eruditos, que escriben obras de muchos tomos sobre el tema de la economía y dictan cursos de economía a los estudiantes universitarios. Parece increíble, pero es cierto: la mayoría de los profesores de economía tienen una idea muy nebulosa del contenido real de su erudición.

Puesto que es común que estos profesores galardonados con títulos y honores académicos trabajen con definiciones, es decir, que traten de expresar la esencia de los fenómenos más complejos en unas cuantas frases prolijamente elaboradas, hagamos un experimento, tratemos de aprender de un representante de la economía burguesa oficial de qué trata esta ciencia. Consultemos en primer lugar al decano del mundo académico alemán, autor de una inmensa cantidad de mamotretos sobre economía, el fundador de la llamada “escuela histórica” de la economía. Wilhelm Roscher. En su primera gran obra, Die Grundlagen der Nationalokonomie Ein Handund Lesebuch für Geschaftsmánner und Studierende (Los fundamentos de la economía política. Manual y libro de lectura para hombres de empresa y estudiantes) publicada en 1854, pero que ha conocido desde entonces veintitrés ediciones, leemos en el capítulo 2, parágrafo 16: “Por ciencia de la economía nacional o política entendemos aquella ciencia que trata de las leyes del desarrollo de la economía de una nación, o de su vida económica nacional (filosofía de la historia de la economía política, según von Mangoldt). Al igual que todas las ciencias políticas, o ciencias de la vida nacional, estudia, por una parte, al hombre individual y por la otra extiende su campo de investigación al conjunto de la humanidad.”

¿Comprenden ahora los “hombres de negocios y estudiantes” qué es la economía? Pues, la economía es la ciencia que estudia la vida económica. ¿Qué son los anteojos de carey? Anteojos con marco de carey, desde luego. ¿Qué es un asno de carga? Pues, ¡un asno con una carga sobre su lomo! En realidad, éste es un buen método para enseñarles a los niños el significado de las palabras más complejas. Es de lamentar, sin embargo, que si no se entiende el significado de las palabras de nada servirá que éstas se ordenen de tal o cual manera.

Consultemos ahora a otro estudioso alemán, actualmente catedrático de economía en la Universidad de Berlín, verdadera luminaria de la ciencia oficial, famoso “a lo largo y a lo ancho del país” (como se suele decir), el profesor Schmoller. En un artículo sobre economía publicado en el gran compendio de los profesores alemanes, el Diccionario manual de las ciencias políticas, de los profesores Konrad y Lexis, Schmoller nos da la siguiente respuesta: “Yo diría que es la ciencia que describe, define y dilucida las causas de los fenómenos económicos, y los aprehende en sus interrelaciones. Ello supone, desde luego, que empecemos por definir correctamente a la economía. En el centro de esta ciencia debemos colocar las formas típicas, que se repiten en todos los pueblos civilizados modernos, de división y organización del trabajo, del comercio, de la distribución de los ingresos, de las instituciones socioeconómicas que, apoyadas por cierto tipo de leyes privadas y públicas y  dominadas por fuerzas síquicas parecidas o similares, generan relaciones de fuerzas parecidas o similares, cuya descripción nos daría las estadísticas del mundo civilizado contemporáneo: una especie de cuadro de situación de éste. A partir de allí, la ciencia ha intentado discernir las diferencias entre las distintas economías nacionales, una en comparación con las demás, los distintos tipos de organización aquí y en otras partes; se ha preguntado en qué relación y con qué secuencia aparecen las distintas formas y ha llegado así a la concepción del desarrollo causal de estas formas distintas y la secuencia histórica de las circunstancias económicas. Y puesto que ha llegado, desde el comienzo mismo, a la afirmación de ideales mediante juicios de valor morales e históricos, ha mantenido esta función práctica, en cierta medida, hasta el presente. Además de la teoría, la economía siempre ha propagado principios prácticos para la vida cotidiana.”

¡Bueno! Respirad profundamente. ¿Cómo era eso? Instituciones socioeconómicas-ley pública y privada-fuerzas síquicas-parecido y similar-similar y parecido-estadísticas-estática-dinámica-cuadro de situación-desarrollo causal-juicios de valor histórico-morales… El común de los mortales no puede dejar de preguntarse,  luego de leer esto, por qué su cabeza le da vueltas como un trompo. Con fe ciega en la sabiduría profesoral que aquí se dispensa, y buscando tozudamente un poco de sabiduría, se podría tratar de descifrar este galimatías dos, quizás tres veces; tememos que el esfuerzo sería en vano. Aquí no hay sino fraseología hueca, cháchara pomposa. Y ello constituye, de por sí, un síntoma infalible. Quien piense con seriedad y domine el tema que está estudiando, se expresará concisa e inteligiblemente. Quien, salvo cuando se trata de la acrobacia intelectual de la filosofía o los espectros fantasmagóricos de la mística religiosa, se expresa de manera oscura y carente de concisión, revela estar en la oscuridad… o querer evitar la claridad. Más adelante veremos que la terminología confusa y oscurantista de los profesores burgueses no es fruto de la casualidad, que refleja no sólo su falta de claridad sino también su aversión tendenciosa y tenaz hacia un verdadero análisis del problema que nos ocupa.

Se puede demostrar que la definición de la esencia de la economía es asunto polémico apoyándose en un hecho superficial: su edad. Se han expresado las opiniones más contradictorias en torno a la edad de esta ciencia. Por ejemplo, un conocido historiador y ex profesor de economía de la Universidad de París, Adolphe Blanqui (hermano del famoso dirigente socialista y soldado de la Comunna Auguste Blanqui) comienza el primer capítulo de su Historia del desarrollo económico con la siguiente frase: “La economía es más antigua de lo que generalmente se cree. Los griegos y romanos ya la poseían.” Por otra parte, otros autores que han estudiado la historia de la economía, por ejemplo Eugen Dühring, ex profesor en la Universidad de Berlín, consideran importante recalcar que la economía es mucho más moderna de lo que generalmente se cree; surgió en la segunda mitad del siglo XVIII. Para dar también una opinión socialista, citemos a Lassalle, en el prefacio de su clásica polémica escrita en 1864 contra Capital y trabajo de Schultze-Delitzsch: “La economía es una ciencia cuyos rudimentos existen, pero que todavía no ha sido definida”.

Por otra parte, Carlos Marx le puso a su obra maestra de la economía, El capital, el subtítulo de Crítica de la economía política. El primer tomo apareció, como para cumplir la profecía de Lassalle, tres años más tarde, en 1867. Con este subtítulo Marx coloca a su obra fuera del marco de la economía convencional, considerando que ésta está terminada definitivamente: sólo resta criticarla.

Algunos sostienen que esta ciencia es tan antigua como la historia escrita de la humanidad. Para otros tiene apenas un siglo y medio de antigüedad. Un tercer grupo sostiene que se halla en pañales. Otros dicen que está perimida y que ha llegado la hora de pronunciar un juicio crítico y definitivo para acelerar su desaparición. ¿Quién no está dispuesto a reconocer que semejante ciencia presenta un fenómeno único y complicado? No sería aconsejable preguntarle a algún representante oficial burgués de esta ciencia: ¿Cómo explica usted el hecho curioso de que la economía (ésta es la opinión predominante en nuestros días) haya comenzado hace apenas ciento cincuenta años? El profesor Dühring, por ejemplo, respondería con un gran palabrerío, afirmando que los griegos y los romanos no tenían concepciones científicas de los problemas económicos, sólo nociones “irresponsables, superficiales, muy vulgares” extraídas de la experiencia diaria; que la Edad Media fue “acientífica” hasta la enésima potencia. Es obvio que esta explicación erudita no nos sirve; por el contrario, es bastante engañosa, sobre todo esa forma de generalizar sobre la Edad Media.

El profesor Schmoller nos brinda una explicación tan peculiar como la anterior. En su obra, que citamos más arriba, añade la siguiente perla a la confusión reinante: “Durante siglos se habían observado y descrito muchos fenómenos económicos privados y sociales, se habían reconocido unas cuantas verdades económicas y los códigos legales y éticos habían discutido problemas económicos. Estos hechos sin relación entre sí, fueron unificados en una ciencia especial cuando los problemas económicos adquirieron importancia sin precedentes en el manejo y administración del estado; desde el siglo XVII hasta el XIX, cuando numerosos autores se ocuparon de estos problemas, el conocimiento de los mismos se convirtió en necesidad para los estudiantes universitarios y al mismo tiempo la evolución del pensamiento científico en general condujo a interrelacionar estos dichos y hechos económicos en un sistema independiente utilizando ciertas nociones fundamentales, tales como dinero y comercio, la política nacional en materia económica, el trabajo y la división del trabajo: todo ello lo intentaron los autores del siglo XVIII. Desde entonces la teoría económica existe como ciencia independiente.”

Cuando extraemos el poco sentido que le encontramos a este verborrágico pasaje, obtenemos lo siguiente: existían varias observaciones económicas que, durante un tiempo, estuvieron tiradas aquí y allá, casi ociosas. Entonces, de repente, apenas el “manejo y administración del estado” (quiere decir el gobierno) lo necesitaron, y en consecuencia se hizo necesario enseñar economía en las universidades, estos dichos económicos fueron rejuntados y enseñados a estudiantes universitarios. Asombroso, y a la vez, ¡qué típica de un profesor es esta explicación! Primero, en virtud de las necesidades del honorable gobierno, se funda una cátedra… cuya titularidad es ocupada por un honorable profesor. Entonces, desde luego, se crea la ciencia, si no, ¿qué podría enseñar el profesor? Al leer este pasaje nos acordamos (¿quién no?) del maestro de ceremonias de la Corte que afirmó estar convencido de que la monarquía perduraría para siempre; después de todo, si desapareciera la monarquía, ¿de qué viviría? Esta es, pues, la esencia del parágrafo: la economía nació porque el gobierno del estado moderno necesitaba de esa ciencia. Se supone que la orden de las autoridades constituidas es el certificado de nacimiento de la economía: esa forma de razonar es típica de un profesor contemporáneo.

El sirviente científico del gobierno que, a pedido de éste, redoblará “científicamente” el tambor a favor de cualquier tarifa o impuesto para la Marina, que en época de guerra será una verdadera hiena del campo de batalla, predicador del chovinismo, el odio nacional y el canibalismo intelectual, semejante tipo no tiene empacho en imaginar que las necesidades financieras del soberano, los deseos fiscales del tesoro, la inclinación de cabeza de las autoridades constituidas, todo ello bastó para crear una ciencia del día a la noche… ¡de la nada! Para los que no ocupamos puestos de gobierno tales nociones presentan alguna dificultad. Además, la explicación plantea otro interrogante: ¿qué ocurrió en el siglo XVII, que obligó a los gobiernos de los estados modernos (siguiendo el razonamiento del profesor Schmoller) a sentir la necesidad de exprimir a sus amados súbditos en forma científica, de repente, mientras que durante siglos las cosas habían marchado bastante bien, por cierto, con los métodos viejos? ¿No se da vuelta las cosas aquí, no es más probable que las nuevas necesidades de los tesoros fiscales hayan sido una modesta consecuencia de esos grandes cambios históricos que fueron el origen real de la nueva ciencia de la economía a mediados del siglo XVIII?

En síntesis, sólo podemos decir que los profesores eruditos no nos quieren revelar de qué trata la economía y encima no quieren revelar cómo y por qué se originó esta ciencia.

 

II

Sin embargo, una cosa es cierta: en todas las definiciones de los sabios burgueses que hemos citado se trata invariablemente de la “economía política” [Volkswirtschaft]. Nationalokonomie es sólo, un término de origen extranjero equivalente a teoría económica. El concepto de economía nacional está en el centro de las explicaeiones de todos los representantes oficiales de esta ciencia. Áhora bien, ¿que es exactamente la economía nacional? El profesor Bücher, cuya obra Die Entstehung der Volkswirtschaft (La formación de la economía política) goza de gran fama en Alemania y en el extranjero, nos dice lo siguiente a este respecto:

“El conjunto, de las organizaciones, mecanismos y procedimientos que permite la satisfacción de las necesidades de un pueblo entero constituye la economía política. La eeonomía política se compone de numerosas haciendas que se encuentran vinculadas entre sí y son interdependientes en muchos sentidos en razón del tráfico, de tal modo que cada una de ellas asume ciertos cometidos para todas las demás y hace asumir a otras tareas semejantes para sí.”

Tratemos de traducir también esta erudita “definición” al lenguaje de los simples mortales.

Si oímos hablar del “conjunto de los mecanismos y procedimientos” destinados a satisfacer las necesidades de todo un pueblo, tenemos que pensar en todo lo que puede estar comprendido en esta expresión: fábricas y talleres, agricultura y ganadería, ferrocarriles y almacenes así como en sermones y puestos de policía, en representaciones de ballet, en registros civiles y observatorios astronómicos, en elecciones parlamentarias, en príncipes de la tierra, en organizaciones de veteranos, clubes de ajedrez, exposiciones caninas y duelos (pues hoy día todo esto y una interminable cadena de otros “mecanismos y procedimientos” sirve “para satisfacer las necesidades de todo un pueblo”). Entonces la economía política sería todas las cosas juntas, todo lo que está entre el cielo y la tierra, y la economía política sería una ciencia universal “de todas las cosas y algunas más”, como dice un adagio latino.

Es evidente que hay que someter la generosa definición del profesor de Leipzig a una delimitación. Probablemente sólo quiso hablar de “mecanismos y procedimientos” para la satisfacción de necesidades materiales de un pueblo, o mejor: conducentes a la satisfacción de las necesidades mediante objetos materiales. Aun entonces, el “conjunto” estaría concebido mucho más ampliamente de lo que es lícito y seguiría perdiéndose fácilmente en la nebulosa. Tratemos pues de orientarnos en ello lo mejor posible.

Todos los hombres, para poder vivir, necesitan comida y bebida un refugio que los abrigue, en las zonas frías ropa, y además utensilios de todo tipo para usar en casa. Estas cosas pueden proveerse en formas más simples o más refinadas, con más estrechez o más abundancia, pero son indispensables para la existencia de toda sociedad humana, de modo que (puesto que en ninguna parte le caen a uno palomas asadas en la boca) tienen que producirlas constantemente los hombres. En todos los estados de la civilización aparecen objetos de todas clases que sirven para el embellecimiento de la vida y la satisfacción de necesidades espirituales, sociales, así como armas para la defensa frente a los enemigos; entre los llamados salvajes, máscaras de danza, arco y flecha, ídolos, entre nosotros objetos de lujo, iglesias,  ametralladoras y submarinos. Para la producción de todos estos objetos se requieren a su vez diversas sustancias naturales a partir de las cuales, y diversos instrumentos mediante los cuales, se los pro- duce. También las materias como las piedras, la madera, el metal, las plantas, etc., son arrancadas de la corteza terrestre mediante trabajo humano, y los instrumentos que se utilizan para ello son asimismo productos del trabajo humano.

Si queremos darnos momentáneamente por satisfechos con esta idea esbozada rápidamente ¿podríamos pensar la economía política más o menos del siguiente modo? Todo pueblo crea en forma permanente, mediante su propio trabajo, una cantidad de objetos necesarios para la vida: alimento, ropa, edificios, mobiliario, adornos, armas, artículos culturales, etc., así como materiales e instrumentos indispensables para la producción de aquéllos. Ahora bien, la forma y el modo en que un pueblo desarrolla todo este trabajo, cómo distribuye los bienes producidos entre sus diversos miembros, cómo los utiliza y produce nuevamente en el ciclo eterno de la vida, todo eso en conjunto constituye la economía del pueblo en cuestión, una “economía política”. Este sería más o menos el sentido de la primera frase de la definición del profesor Bücher. Pero prosigamos con la explicación.

“La economía política se compone de numerosas haciendas que se encuentran vinculadas entre sí y son interdependientes en muchos sentidos en razón del tráfico, de tal modo que cada una de ellas asume ciertos cometidos para todas las demás y hace asumir a otras tareas semejantes para sí.” Ahora nos encontramos frente a un nuevo problema: ¿qué clase de “haciendas” son ésas en las que ha de descomponerse la “economía política” que hemos imaginado fatigosamente? Lo más sencillo es que haya que entender por ello los diversos hogares, las haciendas familiares. En realidad, todo pueblo consiste, en los países llamados civilizados, en una cantidad de familias y cada familia, por lo general, es en sí una “hacienda”. Esta hacienda privada consiste en que la familia, ya sea a raíz de la actividad de sus miembros adultos, ya sea a partir de otras fuentes, percibe ciertos ingresos monetarios con los que a su vez hace frente a sus necesidades de alimentación, vestido, alojamiento, etc., por lo que al pensar en una hacienda familiar, nos representamos habitualmente al ama de casa, la cocina, el armario, el cuarto de los niños. ¿Ha de componerse la “economía política” de semejantes “haciendas individuales”? Caemos en cierta confusión. En lo referente a la economía política tal como nos la hemos imaginado, se trata ante todo de la producción de todos los bienes que, como el alimento, el vestido, el alojamiento, el mobiliario, instrumentos y materiales, hacen falta para vivir y trabajar. En el centro de la economía politica se encuentra la producción. En las haciendas familiares, en cambio, se trata del consumo de los objetos que la familia se procura ya listos a cambio de sus ingresos. Sabemos que la mayoría de las familias, en los estados modernos, compran hoy día, ya listos, casi todos los alimentos, ropa, muebles, etc., en las tiendas, en el mercado. En la hacienda doméstica solamente se prepara la comida con alimentos comprados, o a lo sumo se hacen ropas con materiales comprados. Unicamente en aquellas zonas rurales muy atrasadas se encuentran todavía familias campesinas que mediante su propio trabajo se hacen solas la mayor parte de lo que necesitan para vivir. Cierto es que, por otro lado, hay también en los estados modernos muchas familias que producen directamente en su casa diversos artículos industriales: así ocurre con los tejedores a domicilio, los trabajadores de la confección; hay también, como sabemos, aldeas enteras en las que se hacen juguetes y cosas semejantes en la industria domiciliaria. Sólo que incluso en este caso el producto hecho por las familias pertenece exclusivamente al em- presario que lo encarga y paga, y ni una mínima parte entra en el consumo de la familia que trabaja en el hogar. Para su hacienda propia los trabajadores domiciliarios compran todo listo con su mezquino salario al igual que las demás familias. De modo que, con la proposición que enuncia Bücher, en el sentido que la economíá política se compone de muchas haciendas individuales, llegaríamos en otras palabras más o menos a este resultado: la producción de los medios de existencia de todo un pueblo se “compone” del simple consumo de los medios de vida por familias, lo cual es un absurdo.

Surge otra duda aún. Según el profesor Bücher las “haciendas individuales” estarían también “ligadas unas a otras por el tráfico” y serían plenamente interdependientes porque “cada una asume ciertos cometidos para todas las demás”. ¿De qué tráfico y de qué interdependencia puede tratarse? ¿Es algo así como el comercio de tipo amical y de buenos vecinos que se produce entre distintas familias? Pero ¿qué tendría que ver este comercio con la economía política y con la economía en general? Toda buena ama de casa nos dirá que cuanto menor es la circulación de casa a casa  tanto mejor para la economía y la paz doméstica. Y, en cuanto a la mentada “interdependencia”, no es posible descubrir qué “cometidos” habría asumido la hacienda doméstica del rentista Fulano para la del director de escuela Mengano y “para todas las demás”. Es evidente que hemos errado el camino y tenemos que retomar el problema desde otro estado.

La “economía política” del profesor Bücher no puede, pues descomponerse en haciendas familiares individuales. ¿No se descompondrá en las diversas fábricas, talleres, empresas agrícolas, etc.? Hay una circunstancia que parece confirmar que, esta vez, estamos en el camino correcto. En todas estas empresas se produce realmente una variedad de artículos que sirven para la manutención de todo el pueblo, y por otro lado existe también un verdadero comercio y dependencia reciproca entre ellas. Una fábrica de botones para pantalones, por ejemplo, necesita absolutamente de los talleres de sastrería en los que encuentra clientes para su mercancía, mientras los sastres no pueden hacer bien los pantalones sin botones. Por otro lado, como los talleres de sastrería necesitan telas, necesitan por lo tanto las tejedurías de lana y algodón las que, a su vez, dependen de la ganadería ovina y del comercio algodonero, etc. Realmente, aquí podemos observar una ligazón de conjunto de la producción, altamente ramificada: Cierto es que resulta un tanto pomposo hablar de las “tareas” que cada una de estas empiesas “asume para todas las demás” puesto que se trata de la más común de las ventas: botones para pantalones a los sastres, lana de oveja a las tejedurías y cosas por el estilo. Pero tenemos que tomar estos floreos simplemente como el inevitable galimatías profesoral que gusta de recubrir los pequeños negocios lucrativos del mundo empresarial con un poco de poesía y “juicios de valor de índole moral”, como dice tan bellamente el profesor Schmoller. Solo que aquí nos surgen dudas aún más profundas. Las diversas fábricas, empresas agrícolas, minas de carbón establecimientos siderúrgicos, serían otras tantas “haciendas individuales” en las que se “descompondría” la economía política. Pero el concepto de “economía”, al menos en la forma en que nos hemos representado la economía política, tiene evidentemente que comprender, dentro de cierto ámbito, tanto la producción de medios de vida como su consumo. En las fábricas, talleres, minas no se hace sino producir; y por cierto que para otros. Allí sólo se consumen las materias primas de que se componen los instrumentos y los instrumentos con los cuales se trabaja. En cuanto al producto terminado, no entra en lo más mínimo en el consumo dentro de la empresa. El fabricante y su familia, y menos aun los obreros de la fábrica, no consumen ni uno solo de los botones para pantalones; el propietario del establecimiento siderúrgico no consume ni un caño de hierro en su familia. Además, si queremos determinar con mayor precisión la “economía”, entonces tenemos que entender por ella algo completo en sí mismo, en cierta medida cerrado, aproximadamente la producción y consumo de los medios de vida más importantes para la existencia de los hombres. Pero las diversas empresas industriales y agrícolas de hoy, como saben hasta los niños, proveen solo uno, a lo más algunos productos que no bastarían para la manutención de la gente, y la mayoría no son consumibles en absoluto puesto que constituyen únicamente una parte de un medio de vida, o un material o instrumento para producirlo. Las empresas productivas actuales son simples fragmentos de una economía que no tienen en sí mismos ningún sentido ni objeto desde el punto de vista económico, y salta a la vista del más inexperto que cada una de ellas en sí no es ninguna “economía” sino sólo un trozo amorfo de una economía. Así, si se afirma que: la economía política, es decir el conjunto de mecanismos y procedimientos conducentes a la satisfacción de las necesidades de un pueblo, se descompone en haciendas particulares tales como fábricas y establecimientos industriales minas etc., podría afirmarse igualmente que el conjunto de mecanismos biológicos conducentes al cumplimiento de todas las funciones del organismo humano es el hombre mismo, quien se descomponé a su vez en organismos particulares tales como nariz, oídos, piernas, brazos, etc. En realidad, una fábrica de la actualidad es tanto una “hacienda particular” más o menos como la nariz un organismo particular.

Así llegamos también por este camino a un absurdo; una prueba de que las artificiosas definiciones de los sabios burgueses, basadas en meros signos exteriores y despliegues verbales, tienen evidentemente por motivo eludir en este caso el verdadero meollo del asunto.

Tratemos de someter nosotros mismos la noción de economía política a un examen más estricto.

 

III

Se nos habla de las necesidades de un pueblo, de la satisfacción de estas necesidades en una economía coherente y, de este modo, de la economía de un pueblo. La economía política tiene que ser la ciencia que nos explica la esencia de esta economía, es decir las leyes según las cuales un pueblo crea su riqueza mediante el trabajo, la incrementa, la distribuye entre los individuos, la consume y la recrea. Ha de ser pues la vida económica de un pueblo entero lo que constituye el objeto de la investigación, a diferencia de la economía privada o economía individual, cualquiera sea el significado que estas últimas puedan tener. Confirmando aparentemente este concepto, la obra del inglés Adam Smith, llamado el padre de la economía política, aparecida en 1776 y que hizo época, lleva precisamente el título de La riqueza de las naciones.

Pero ante todo tenemos que preguntarnos: ¿existe en la realidad algo así como la economía de un pueblo? ¿Significa esto que los pueblos llevan cada uno su propia economía particular, una vida económica cerrada en sí misma? La expresión: economía nacional (Volkswirtschaft, Nationalokonomie) se utiliza en Alemania con especial predilección, de modo que dirijamos la mirada hacia Alemania.

Las manos de los obreros y obreras alemanes producen anualmente, en la agricultura y en la industria, enormes cantidades de artículos de consumo de todo tipo. Pero, ¿se produce todo esto para el consumo propio de la población que habita el Imperio Alemán? Sabemos que una parte enorme y anualmente creciente de los pro- ductos alemanes se exporta hacia otros pueblos, a otros países y continentes. Los productos de hierro alemanes pasan por distintos países vecinos de Europa hacia Sudamérica, hacia Australia; el cuero y las mercancías de cuero salen de Alemania hacia todos los estados europeos, los artículos de vidrio, el azúcar, los guantes se trasladan a Inglaterra; las pieles hacia Francia, Inglaterra, Austria-Hungría; la alizarina, materia colorante, hacia Inglaterra, los Estados Unidos, la India; la materia prima para la harina de Thomas, que sirve como abono, hacia los Países Bajos, hacia Austria- Hungría; el coque hacia Francia, la hulla hacia Austria, Bélgica, hacia los Países Bajos, Suiza; cables eléctricos hacia Inglaterra, Suecia, Bélgica; juguetes hacia los Estados Unidos; la cerveza, alemana, el índigo, así como la anilina y otras sustancias colorantes alquitranadas, medicamentos, celulosa, objetos de oro, calcetines, telas de algodón y lanas alemanas, rieles alemanes, se envían hacia casi todos los paises del mundo que mtervienen en el comercio.

Pero inversamente el trabajo del pueblo alemán necesita a cada paso de productos de países y pueblos extranjeros tanto para trabajar como para el consumo cotidiano. Comemos pan de granos rusos y carne de ganado húngaro, danés, ruso; el arroz que consumimos procede de las Indias Orientales y de Norteamerica, el tabaco de las Indias neerlandesas y de Brasil; recibimos granos de cacao de Africa occidental, pimienta de la India, manteca de cerdo de los Estados Unidos, té de China, frutas de Italia, España y de los Estados Unidos, café de Brasil, América Central y las Indias neerlandesas; extracto de carne de Uruguay, huevos de Rusia, Hungría y Bulgaria; cigarrillos de la isla de Cuba relojes de bolsillo de Suiza, vinos espumantes de Francia, cueros vacunos de Argentina, plumas de China, seda de Italia y de Francia, lino y cáñamo de Rusia, algodón de los Estados Unidos, India y Egipto, lana fina de Inglaterra; yute de India malta de Austria-Hungría, semilla de lino de la Argentina; ciertos tipos de hulla de Inglaterra, lignito de Austria, salitre de, Chile; madera de quebracho para curtiembre de Argentma; madera para construcción de Rusia, mimbre de Portugal, cobre de los Estados Unidos estaño de las Indias neerlandesas, zinc de Australia, aluminio de Austria-Hungría y Canadá, asbesto de Canadá, asfalto y mármol de Italia, adoquines de Suecia; plomo de Bélgica, los Estados Unidos, Australia, grafito de Ceilán, cal con sales fosfóricas de Norteamenca y Argelia, yodo de Chile…

Desde los alimentos más sencillos y de uso cotidiano hasta los objetos de lujo más apreciados y los materiales e instrumentos más indispensables, procede la mayor parte, directa o indirectamente, en su totalidad o en una porción cualquiera, de paises extranjeros, es producto del trabajo de pueblos extranjeros: Así es como, para poder vivir y trabajar en Alemania, hacemos trabajar para nosotros a países, pueblos, y hasta continentes enteros y, por nuestra parte, trabajamos para todos los países.

Para darnos una idea de las enormes dimensiones de este intercambio, echemos un vistazo a las estadísticas oficiales de importaciones y exportaciones. Según el Statistischen Jahrbuch für das Deutsche de 1914, el comercio alemán, con exclusión de las mercancías extranjeras en tránsito, se presentaba corno sigue:

Alemania importó en el año 1913:

Materias primas 5,262 millones de marcos
Mercancías semielaboradas 1,246 millones de marcos
Mercancías terminadas 1,776 millones de marcos
Productos alimenticios 3,063 millones de marcos
Animales vivos 289       millones de marcos
Total 11,638 millones de marcos

O sea, aproximadamente 12 millones de marcos El mismo año Alemania exportó

Materias primas 1,720 millones de marcos
Mercancías semielaboradas 1,159 millones de marcos
Mercancías terminadas 6,642 millones de marcos
Productos alimenticios 1,362 millones de marcos
Animales vivos 7         millones de marcos
Total 10,891 millones de marcos

o sea, aproximadamente, 11 millones de marcos. Con ello, el comercio exterior anual de Alemania se eleva en conjunto a más de 22 millones.

Pero la situación es la misma, en mayor o menor medida, en los otros países modernos, es decir en aquéllos de cuya vida económica se ocupa exclusivamente la economía política. Todos estos países producen unos para otros, en parte también pará los continentes más distantes, así como utilizan a cada paso productos de todos los con- tinentes en el consumo y en la producción.

Frente a un intercambio recíproco de tan enorme desarrollo, ¿cómo han de trazarse los límites entre la “economía” de un pueblo y la de otro? ¿Cómo puede hablarse de otras tantas “economías nacionales”, como si se tratase de esferas económicas autónomas que hubiesen de considerarse cada una por sí?

El creciente intercambio internacional de mercancías no es evidentemente ninguna revelación que los eruditos burgueses no conozcan. Las estadísticas oficiales, publicadas en informes anuales, hicieron que estos hechos tuvieran desde hace mucho tiempo una gran difusión entre la gente culta; por lo demás, el hombre de negocios, el obrero industrial, los conoce a partir de su vida diaria. El hecho del rápido crecimiento del comercio mundial es, hoy, tan conocido y reconocido, que no puede ya negarse ni ser objeto de dudas. ¿Pero cómo conciben este hecho los expertos en economía política? Como una relación puramente exterior y circunstancial, como exportación del llamado “excedente” de productos de un país en relación con sus necesidades propias y como importación de lo “faltante” para su economía (ligazón que no les impide en lo más mínimo seguir hablando de la “economía política” y de la “teoría de la economía política”.

Es así como el profesor Bücher, por ejemplo, después de habernos instruido extensamente sobre la “economía política” actual como el grado de desarrollo más alto y últuno en la serie de las formas históricas de economía, dictamina:

“Es un error pensar que de las facilidades aportadas por la era liberal al comercio internacional se deduzca que el período de la economía nacional se agote cediendo su lugar al período de la ecohomía mundial. Por cierto que hoy vemos en Europa una serie de estados carentes de autonomía nacional en el aprovisionamiento de bienes en la medida en que tienen que obtener del extranjero importantes cantidades de productos alimenticios, mientras su actividad productiva industrial ha superado ampliamente las necesidades nacionales y libera en forma permanente excedentes que tienen que encon- trar utilización en mercados extranjeros. Pero la coexistencia de tales países productores de artículos industriales, y productores de materias primas reciprocamente dependientes, esta ‘división internacional del trabajo’, no debe verse como un síntoma de que la humamdad esté a punto de alcanzar un nuevo grado de desarrollo que hubiese de con- traponerse a los anteriores bajo el nombre de economía mundial. Pues, por un lado, en ningún nivel de desarrollo la economía ha garantizado una satisfacción plenamente autonoma de sus necesidades en forma duradera; en todo momento existieron lagunas que tuvieron que rellenarse de un modo u otro. Por otro lado, la llamada economía mundial no ha presentado, al menos hasta ahora, fenomenos que se diferencien esencialmente de los de la economía nacional y es muy dudoso que tales fenómenos se produzcan en un futuro previsible.” (Bücher, Die Entstehung der Volkswirtschaft, 5a edición, p. 147.)

Aún más osado que Bücher es su joven colega Sombart, quien explica sin rodeos que no estamos entrando en la economía mundial sino que, exactamente al revés, nos alejamos cada vez más de ella: “Los pueblos civilizados, pienso yo, no están cada vez más ligados entre sí por relaciones comerciales, sino que por el contrario, lo estan cada vez menos. Cada economía nacional no está hoy más integrada al mercado mundial que hace cien o cincuenta años, sino menos. Es erróneo considerar que las relaciones comerciales internacionales adquieren importancia relativamente creciente para la economía nacional moderna. Ocurre al revés” El profesor Sombart está convencido de que “las diversas economías nacionales se convierten en microcosmos cada vez más perfectos y que para todas las industrias el mercado interno predomina siempre más sobre el mercado mundial”. (W. Sombart Die deutsch Volkswirtschaft im 19 Jahrhundert, 2a edición, 1909, pp. 399-420)

Esta notoria tontería, que abofetea sin ceremonias todas las observaciones cotidianas de la vida económica, resulta de lo más feliz para subrayar la encarnizada aversión de los señores eruditos del gremio hacia el reconocimiento de la economía mundial como una nueva fase de desarrollo de la sociedad humana, aversión de la que debemos tomar nota para investigar sus raíces ocultas.

De modo que, dado que ya en “anteriores grados de desarrollo de la economía”, por ejemplo en tiempos del rey Nabucodonosor, se llenaban “ciertas lagunas” en la vida económica de los hombres mediante el intercambio, el comercio mundial de hoy no indica nada y sigue en pie la “economía nacional”. Esta es la opinión del profesor Bücher.

Esto caracteriza bien la grosería de las concepciones históricas de un erudito cuya fama reposa en una penetración supuestamente aguda y profunda de la historia económica. En nombre de un esquema absurdo, pone sin más en una misma bolsa el comercio exterior correspondiente a los grados de desarrollo de la civilización y de la economía más diversos, distantes milenios unos de otros. Claro está que no hay ni hubo ninguna forma social sin intercambio. Los más antiguos hallazgos prehistóricos, las cavernas más rústicas que sirvieron de habitación a la humanidad “antediluviana”, los sepulcros más primitivos de la antigüedad, son otros tantos signos de cierto intercambio de productos entre zonas muy alejadas unas de otras. El intercambio es tan antiguo como la historia civilizada de la humanidad, desde siempre la acompañó y fue el gran motor de su progreso. En este planteo general, y totalmente vago en su generalidad, ahoga ahora nuestro erudito todas las particularidades de las diversas épocas, de los distintos grados de desarrollo de la civilización, de las diversas formas económicas. Así como en la noche todos los gatos son pardos, así también en la oscuridad de esta profesoral teoría son una y la misma cosa todas las extremadamente diversificadas formas del intercambio. El primitivo intercambio de una horda botocuda en Brasil que ocasionalmente intercambia máscaras para la danza trenzadas de modo especial, por arcos y flechas artísticamente fabricados por otra horda; los deslumbrantes almacenes  de mercancías de Babilonia, donde se desplegaba la magnificencia de las cortes orientales; el antiguo mercado de Corinto, donde se exponían en el novilunio lienzos orientales, cerámicas griegas, papel de Tiro, esclavos sirios y anatolios para los ricos esclavistas; el comercio naval medieval de Venecia, que llevaba objetos de lujo para las cortes feudales y casas patricias europeas y el comercio mundial capitalista de hoy que extiende su red a Oriente y Occidente, Norte y Sur, todos los océanos y rincones del mundo que año a año lleva de aquí para allá enormes masas de objetos (desde el pan y las cerillas de todos los días del pordiosero hasta el objeto de lujo más rebuscado del rico aficionado desde el más sencillo producto agrícola hasta el más complejo de los instrumentos desde los brazos laboriosos de los hombres, fuente de toda riqueza, hasta los instrumentos de muerte de la guerra), todo eso es, para nuestro profesor de economía nacional, una y la misma cosa: ¡simplemente “relleno” “de ciertas lagunas” en los organismos económicos autónomos!…

Hace 50 años Schultze von Delitzsch hizo a los obreros alemanes el cuento de que actualmente cada uno produce en primer término para sí, pero “intercambia los productos que no necesita para sí mismo por los productos de los demás”. La respuesta que dio Lassalle a este disparate es inolvidable.

“¡Señor Schultze! ¡Juez del feudo! ¿No tiene Ud., pues, ninguna idea de la verdadera forma del actual trabajo social? ¿Quiere decir que no ha salido Ud. nunca de Bitterfeld y Dolitzsch? ¿En qué siglo de la Edad Media vive Ud. entonces, con semejantes concepciones? ¿No tiene Ud. noción de que el trabajo social de hoy se caracteriza justamente por producir cada uno aquello que no puede consumir por sí mismo? ¿No tiene Ud, noción de que esto tiene que ser así desde que existe la gran industria, que en ello reside la forma y la esencia del trabajo de nuestro tiempo y de que, sin establecer del modo más firme este punto, no es posible captar ningún aspecto de las condiciones económicas en las que hoy vivimos, ninguno de nuestros fenómenos económicos actuales?

“Según Ud., entonces, el Sr. Leonor Reichenheim produce en primer término, en Wüste-Giersdorf, el hilado de algodón que necesita para sí. El excedente de hilado, la parte que sus hermanas ya no pueden transformar para él en medias y camisones, lo intercambia.”

“El Sr. Borsig produce primeramente máquinas para sus necesidades familiares.

Luego, intercambia las máquinas sobrantes.”

“Los almacenes de artículos de luto trabajan en primer término, previsoramente, para los casos de muerte que ocurran en la propia familia. Intercambian las telas de luto que sobran por producirse en la familia demasiado pocos fallecimientos.”

“El Sr. Wolff, propietario de nuestro telégrafo, dedica primeramente los telegramas a su propia instrucción y solaz. ¡Una vez que se ha satisfecho de ellos, intercambia lo que queda con los lobos de la Bolsa y las redacciones de los periódicos, que le brindan a cambio de ello los despachos periodísticos que les sobran!”

“Así pues, el carácter distintivo, a tener muy en cuenta, del trabajo en períodos históricos pretéritos, es que entonces se producía en primer término para las propias necesidades y se entregaba a otros el sobrante, es decir que se ejercía predominantemente una economia natural. Y, en cambio, el carácter distintivo, la determinación específica del trabajo en la sociedad moderna, es que cada uno produce lo que no necesita absolutamente, es decir que cada uno produce valores de cambio, mientras que antes producía predominantemente valores de uso.”

“Y no comprende Ud., Sr. Schultze, que esta es la forma y la clase de ejecución del trabajo necesaria y cada vez más difundida en una sociedad en la que se ha desarrollado tanto la división del trabajo como en la sociedad moderna?”

Lo que Lassalle trata de explicar a Schultze en este texto sobre la empresa privada capitalista, corresponde cada día más estrictamente a la economía de países capitalistas tan desarrollados como Inglaterra, Alemania, Bélgica, los Estados Unidos, cuyas huellas van siguiendo, uno tras otro, los demás países. Y la confusión provocada en los trabajadores por el progresista juez feudal de Bitterfeld fue mucho más ingenua, pero no más grosera que la tendenciosa polémica de un Bucher o de un Sombart contra el concepto de economía mundial actual.

Un profesor alemán, como puntual funcionario, ama el orden en la dependencia a su cargo. En honor al orden acostumbra también a ubicar al mundo, con magnífica nitidez, en las gavetas de un esquema científico. Y así, como dispone sus libros en los estantes, reparte los diversos países en dos estantes: por un lado, los países que elaboran productos industriales y tienen de ellos “un excedente”; por otro, los países dedicados a la agricultura y la ganadería y de cuyos productos primanos carecen los otros países. De ello surge, y sobre ello descansa, el comercio internacional.

Alemania es uno de los países más industriales del mundo. Según el esquema, tendría que tener el más asiduo intercambio con un gran país agrario como Rusia.

¿Cómo es que los países que más comercian con Alemania son otros dos países industriales, los Estados Unidos de Norteamérica e Inglaterra? Concretamente, el intercambio de Alemania con los Estados Unidos se elevó en 1913 a 2.400 millones de marcos, con Inglaterra a 2.300 millones de marcos; Rusia viene sólo en tercer lugar. Y, particularmente en relación con las exportaciones, el primer país industrial del mundo es el más grande de los clientes de la industria alemana: con 1.400 millones de marcos de importaciones anuales de Alemania aparece Inglaterra en el primer puesto y deja atras ampliamente a todos los demás estados. El Imperio Británico, con sus colonias, abarca no menos de un quinto de todas las exportaciones alemanas. ¿Qué puede decir sobre este notable fenómeno nuestro docto profesor?

Por un lado un país industrial, por el otro un estado agrario he aquí el rígido esquema de las relaciones de la economía mundial con el que operan el profesor Bücher y la mayoría de sus colegas. Ahora bien, Alemania era, en los años sesenta, un país agrario; exportaba un excedente de productos agrícolas y tenía que procurarse en Inglaterra las mercancías de origen industrial más necesarias. Desde entonces, se ha transformado en un estado industrial y en el más poderoso de los rivales de Inglaterra. Los Estados Unidos hacen lo mismo que Alemania había hecho en los años setenta y ochenta, en un plazo aún más breve; están actualmente en plena transformación. Sigue siendo, junto a Rusia, Canadá, Australia y Rumania el máximo país triguero del mundo y, según el último censo (del año 1900), no menos del 36% de su población total estaba ocupada en la agricultura. Pero al mismo tiempo la industria de la Unión progresa con rapidez nunca vista, de tal modo que aparece junto a la inglesa y la alemana como peligrosa rival. Y cedemos a alguna prestigiosa facultad de economía política la solución del problema consistente en determinar si los Estados Unidos, en el esquema del profesor Bücher, han de incluirse en el rubro de los estados agrarios o en el de los estados industriales. Rusia sigue lentamente el mismo camino y (no bien haya cortado las cadenas de una forma de estado obsoleta) gracias a su enorme población y su inagotable riqueza natural, cubrirá un retraso con botas de siete leguas para ubicarse, quizás ante los ojos de quienes vivimos hoy, como poderoso estado industrial junto a Alemania, Inglaterra y la Unión americana, y acaso para superar a estos países. Así, el mundo no es un armazón rígido como la sabiduría de un profesor, sino que se mueve, vive, se modifica. La polaridad entre industria y agricultura, de la cual solamente tendría que surgir el intercambio internacional, es ella misma un elemento fluido que va siendo desplazado cada vez más de la esfera del moderno mundo civilizado hacia su periferia.

¿Pero qué ocurre entretanto con el comercio dentro de esta esfera civilizada? Según la teoría de Bücher, tendría que contraerse cada vez más. En vez de ser así (¡oh, maravilla!) se hace cada vez más intenso justamente entre los países industriales.

Nada más instructivo al respecto que el cuadro que nos presenta el desarrollo de nuestro campo económico moderno en el último cuarto de siglo. Aunque, desde la década del ochenta, experimentamos en todos los países industriales y grandes estados de Europa y de América verdaderas orgías de protección aduanera, es decir de cerrazón artificial recíproca de las “economías nacionales”, no sólo no se ha detenido el desarrollo del comercio mundial sino que ha entrado en una carrera vertiginosa. Además, la creciente industrialización está estrechamente vinculada con el comercio mundial, cosa que hasta un ciego puede percibir en los tres países líderes: Inglaterra, Alemania y los Estados Unidos.

El carbón y el hierro son el alma de la industria moderna. Ahora bien, entre 1885 y 1910 la producción de carbón creció del siguiente modo:

En Inglaterra De 162 a 269 millones de toneladas
En Alemania De 74 a 222 millones de toneladas
En los Estados Unidos De 101 a 455 millones de toneladas

La producción de mineral hierro creció así en el mismo período:

En Inglaterra De 7,5 a 10,2 millones de toneladas
En Alemania De 3,7 a 14,8 millones de toneladas
En los Estados Unidos De 4,1 a 17,7 millones de toneladas

Al mismo tiempo, el comercio internacional (importación y exportaciones) creció entre 1885 y 1912 del siguiente modo:

En Inglaterra De 13.000 a 27.400 millones de marcos
En Alemania De 6.200 a 21.300 millones de marcos
En los Estados Unidos De 5.500 a 16.000 millones de marcos

 

Pero si se toma el conjunto del comercio exterior (importaciones y exportaciones) de todos los países importantes de la tierra en los últimos tiempos, se comprueba que creció de 105.000 millones de marcos en el año 1904 a 165.000 millones de marcos en el año 1912. ¡Esto equivale a un crecimiento del 57% en ocho años! ¡Realmente, un ritmo de desarrollo económico tan asombroso que toda la historia mundial hasta ahora no presenta un ejemplo comparable! “Los muertos cabalgan a galope”. La “economía nacional” capitalista parece presurosa de agotar los límites de su existencia, de abreviar el plazo de gracia en que puede aún subsistir. ¿Qué puede decir, sin embargo, de todo esto el esquema de “ciertas lagunas”, y de la torpe oposición entre estado industrial y estado agrario?

En la vida económica moderna, aún hay más enigmas de este tipo.

Consideremos más detenidamente las tablas de importaciones y exportaciones alemanas, en lugar de contentarnos con las sumas totales de valor de las mercancías intercambiadas o con sus grandes categorías generales. Citemos, a manera de prueba, las variedades más importantes de mercancías del comercio alemán.

En el año 1913

Se importaron a Alemania En millones de marcos Se exportaron de Alemania En millones de marcos
Algodón en rama 607 Máquinas                   de tipo todo 680
Trigo 417 Productos de hierro 652
Lan sucia 313 Carbón de piedra 516
Cebada 390 Artículos de algodón 446
Cobre en bruto 335 Artículos de lana 271
Cuero vacunos 322 Papel y artículos de papel 263
Mineral de hierro 227 Pieles y artículos depeletería 225
Carbón piedra 204 Hierro en barras 205
Huevos 194 Coque 147
Pieles peletería y artículos 188 Anilina                 y productos bituminosos otros 142
Salitre de Chile 172 Ropas 132
Seda natural 158 Artículos de cobre 130
Caucho 147 Empeines 114
Mandera de coníferas aserrada 135 Artículos de cuero 114
Hilo de algodón 116 Juguetes 103
Hilado de lana 108 Planchas de hierro 102
Madera de coníferas en bruto 97 Hilado de lana 91
Cuero de ternero 95 Caños de hierro 84
Yute 94 Cueros vacunos 81
Máquinas   de    todo tipo 80 Alambre de hierro 76
Cueros de cordero,oveja y cabra 73 Rieles     ferroviarios,etc. 73
Artículos de algodón 72 Hierro bruto 65
Lignito 69 Hilado de algodón 61
Lana peinada 61 Artículos de cuacho 57
Artículos de lana 45 Artícuolos de seda 202

Dos hechos saltan a la vista. El primero es que un mismo tipo de mercancía figura varias veces en ambas columnas aunque con distintas sumas. Alemama despacha maquinas al exterior por sumas de dinero enormes, pero al mismo tiempo compra del exterior máquinas por la respetable cantidad de 80 millones de marcos anuales. Del mismo modo se exporta de Alemania carbón de piedra a la vez que se importa a Alemania carbón de piedra extranjero. Lo mismo ocurre con los artículos de algodón, los hilados de lana y los artículos de lana, al igual que con los cueros bovinos y las pieles y muchas otras mercancías que no aparecen en la tabla. Desde el punto de vista simplista de la oposición entre industria y agricultura, que ayuda a nuestro profesor de economía nacional, como la lámpara mágica de Aladino, a esclarecer todos los enigmas del comercio mundial moderno, esta notable duplicidad es absolutamente inconcebible, funciona como un absurdo total. ¿Cómo es entonces el problema? Alemania, en materia de máquinas, ¿tiene un “excedente por sobre sus propias necesidades”, o tiene, por el contrario, “ciertas lagunas”? ¿Y en materia de carbón de piedra y de artículos de algodón? ¿Y en materia de cueros de vaca? ¡Y en materia de cien cosas más! O bien, ¿cómo podría una “economía nacional” tener al mismo tiempo, y con respecto a los mismos productos, constantemente un “excedente” y “ciertas lagunas”? La lámpara de Aladino emite ahora llamas vacilantes. Es evidente “que el hecho considerado sólo puede explicarse si aceptamos que, entre Alemania y los demás países existen lazos económicos complejos, profundos, una división· del trabajo con ramificaciones muy numerosas y sutiles, que hace producir ciertas especies de los mismos productos en Alemania para el extranjero, otras especies en el extranjero para Alemania, crea un ir y venir cotidiano y sólo permite a los distintos países aparecer como partes orgánicas de un conjunto más vasto.

Otro hecho sorprendente a primera vista en la tabla: que las importaciones y exportaciones no aparezcan como fenómenos separados, (que se expliquen en unos casos por “lagunas” de la propia economía, en otros por sus “excedentes”) sino que más bien estén vinculadas casualmente. Las enormes importaciones de algodón de Alemania evidentemente no están determinadas por las propias necesidades de la población, están destinadas a posibilitar, desde un comienzo, las grandes exportaciones alemanas de telas de algodón y ropas. Una relación similar existe entre las importaciones de lana y las ex- portaciones de artículos de lana, lo mismo que entre las grandes importaciones de mineral extranjero y las considerables exportaciones de productos de hierro bajo diversas formas, y así en muchos otros casos. De modo tal que Alemania importa para poder exportar. Se crean artificialmente ciertas “lagunas” para luego transformarlas en otros tantos “excedentes”. Así el “microcosmos” alemán desde un comienzo aparece en todas sus dimensiones, como un fragmento de un todo mayor, como un taller del mundo.

Examinemos pues este “microcosmos” más detalladamente en su autonomía “cada vez más perfecta”. Imaginemos que, por causa de una catástrofe cualquiera social o política, la “economía nacional” alemana se viera apartada verdaderamente del resto del mundo limitada a sí misma. ¿Qué cuadro se presentaría ante nuestros ojos?

Comencemos por el pan de cada día. La agricultura alemana presenta un rendimiento doble a la de los Estados Unidos. Desde el punto de vista de la calidad, ocupa entre los estados agrarios del mundo el primer lugar y sólo es superada por los países de cultivo intensivo: Bélgica, Irlanda y los Países Bajos. Hace 50 años Alemania con su agricultura en ese entonces mucho más atrasada, se contaba entre los graneros de Europa, proveía a otros países con el excedente que tenía de pan. Hoy, pese a sus rendimientos, la agricultura alemana no alcanza ni remotamente para alimentar a su propio pueblo y a su propio ganado: es necesario traer del extranjero la sexta parte de los productos alimenticios. Esto significa, en otros términos, lo siguiente: separen ustedes la “economía nacional” alemana del mundo, y un sexto de la población, más de 11 millones de alemanes, ¡se verían privados de sus alimentos!

El pueblo alemán consume anualmente 220 millones de marcos de café, 67 millones, de cacao, 8 millones de té, 61 millones de arroz; y consume algo así como una docena de millones de distintos condimentos, y 134 millones de marcos de hojas de tabaco extranjeras. Todos estos productos, sin los cuales no puede vivir actualmente ni el más pobre, que pertenecen a los hábitos cotidianos, a nuestro nivel de vida, no se producen en Alemania (o, como en el caso del cultivo de tabaco, sólo en pequeña cantidad), por razones c1imáticas. Aíslen ustedes a Alemania del mundo durante cierto tiempo y la dieta del pueblo alemán, correspondiente a su actual civilización, se desmorona.

Luego de la alimentación, consideramos el vestido. La lencería y toda la vestimenta de las amplias masas populares, son en la actualidad casi únicamente de algodón; la lencería de la burguesía rica es de lino y sus ropas de lana fina y seda. El algodón y la seda no se producen en Alemania, tampoco la importantísima materia prima textil que es el yute, ni la lana más fina cuyo monopolio posee en todo el mundo Inglaterra; en materia de cáñamo y lino, Alemania padece un gran déficit. Separen ustedes a Alemania del mundo durante cierto tiempo, quítenle las materias primas y los mercados de venta en el extranjero, y el pueblo alemán se encontrará privado en todos sus estratos de su vestimenta más necesaria, y la industria textil alemana que hoy, junto con la industria de la confección, alimenta a 1.400.000 trabajadores de ambos sexos adultos y jóvenes, estará arruinada.

Continuemos. La espina dorsal de la gran industria actual es la llamada industria pesada: la producción de máquinas y la transformación de los metales; pero la espina dorsal de éstas son los minerales en bruto. Alemania consume anualmente (en 1913) unos 17 millones de toneladas de mineral de hierro. Su propia producción de mineral de hierro suma igualmente 17 millones de toneladas. A primera vista se podría pensar que la “economía nacional” alemana cubre por sí misma sus requerimientos de hierro. Para la producción de hierro bruto, sin embargo, hace falta mineral de hierro, y observamos que la extracción propia de Alemania sólo llega a unos 27 millones de toneladas por valor de más de 110 millones de marcos, mientras que se importan de Suecia, Francia y España 12 millones de toneladas de minerales de hierro más valiosos, por valor de más de 200 millones de marcos, sin los cuales la industria metálica alemana no podría funcionar.

En relación con los demás metales, nos encontramos ante un cuadro más o menos similar a éste. Con un consumo anual de 220.000 toneladas de cinc, Alemania tiene una producción interna de 270.000 toneladas, de las que se exportan 100.000 toneladas, mientras más de 50.000 toneladas de metal extranjero tienen que contribuir a cubrir las necesidades alemanas. A su vez, los minerales de cinc que se necesitan se extraen sólo en parte en Alemania: concretamente, cerca de medio millón de toneladas por valor de 50 millones de marcos. Es preciso traer del exterior 300.000 toneladas de mineral de la mejor calidad por valor de 40 millones de marcos. En cuanto al plomo, Alemania importa 94.000 toneladas de metal y 123.000 toneladas de mineral. Finalmente, en lo que respecta al cobre, con un consumo anual de 241.000 toneladas, la producción en Alemania depende de la importación, que alcanza no menos de 206.000 toneladas. El estaño procede exclusivamente del exterior. Separen ustedes a Alemania del mundo por un tiempo y, junto con este aprovisionamiento del más valioso metal y con las enormes ventas de productos de hierro alemanes y máquinas alemanas en el extranjero, desaparecerá la base de existencia de la transformación de metales de Alemania, que ocupa a 662.000 trabajadores, y de la industria de máquinas, en la que trabajan 1.300.000 obreros de ambos sexos. Junto con las industrias metalúrgicas y mecánicas, tendría que desmoronarse toda una serie de otras ramas industriales que reciben de ellas materias primas e instrumentos, al igual que otras que les proporcionan materias primas y auxiliares, como por ejemplo la minería del carbón, y finalmente las que producen medios de vida para los poderosos ejércitos de trabajadores de estas ramas de la industria.

Mencionemos también la industria química con sus 168.000 obreros que produce para todo el mundo. Mencionemos la industria de la madera, que emplea actualmente 450.000 obreros pero que, sin madera de construcción ni madera para labrar extranjeras, tendría que cerrar en su mayor parte. Mencionemos la industria del cuero, que, sin cueros extranjeros o sin los grandes mercados de venta que tiene en el extranjero, paralizaría a sus 117.000 obreros. Mencionemos los metales preciosos como el oro y la plata, que constituyen el material amonedable y, como tal, la base indispensable de toda la vida económica actual pero que no se producen en Alemania. Representémonos vivamente todo esto, y preguntemos: ¿Qué es la “economía nacional” alemana? Es decir, suponiendo que Alemania se viese realmente y en forma duradera separada del resto del mundo y tuviera que llevar adelante su economía enteramente sola, ¿qué sería de la vida económica actual de Alemania y, con ella, de toda su actual cultura? Se desplomaría una rama industrial tras otra, se arrastrarían unas a otras al abismo, una enorme masa proletaria quedaría sin trabajo, toda la población despojada de los más elementales alimentos y estimulantes y de su vestimenta, el comercio privado de su base, el dinero de metal precioso, ¡toda la “economía nacional” se convertiría en un montón de escombros, un buque encallado y destrozado!

Esto es lo que ocurre con las “ciertas lagunas” en la vida económica alemana y con el “microcosmos cada vez más perfecto”, que flota presuntuosamente en el éter azul de la teoría profesoral.

Pero, ¡alto! ¿Y la guerra mundial de 1914, la gran prueba ejemplar de la “economía nacional”? ¿No ha justificado del modo más brillante a los Bücher y Sombart? ¿No mostró al envidioso mundo cuán perfectamente el “microcosmos” alemán resulta viable, fuerte y vigoroso incluso en hermético aislamiento del tráfico mundial, gracias a su rigurosa organización estatal y a los rendimientos de la técnica alemana? ¿Acaso no se alcanzó a alimentar al pueblo sin la agricultura extranjera, o no prosiguió lozanamente su marcha el engranaje de la industria sin aprovisionamiento del extranjero ni mercados de venta externos?

Examinemos los hechos.

En primer término, veamos la alimentación. Ésta no era asegurada, ni mucho menos, por la agricultura alemana sola. Varios millones de miembros de la población adulta, pertenecientes al ejército, fueron mantenidos, casi durante toda la guerra por países extranjeros: por Bélgica, por el norte de Francia y, en parte, por Polonia y Lituania. De modo que, para la alimentación del pueblo aleman, la superficie de la propia “economía nacional” se vio ampliada a toda la superficie de los territorios ocupados de Bélgica y del norte de Francia, y en el segundo año de la guerra a la parte occidental del imperio ruso, que tuvieron que cubrir la gran insuficiencia de los aprovisionamientos alemanes aportando sus productos agrícolas. La contrapartida de esto fue la terrible subalimentación de las poblaciones en esos territorios ocupados, socorridas a su vez, como es el caso de BelgIca, por la ayuda norteamericana en productos agrícolas. Otra consecuencia fue, en Alemania el encarecimiento de todos los alimentos a razón de un 100 a un 200 por cien, y la terrible subalimeritación de los más amplios estratos de la población.

¿Y el engranaje industrial? ¿Cómo pudo ser mantenido en funcionamiento sin el aprovisionamiento de materias primas y otros medios de producción del extranjero, cuya enorme importancia hemos señalado anteriormente? ¿Cómo pudo ocurrir semejante prodigio? El misterio se explica del modo más simple y sin ningún milagro. La industria alemana pudo continuar funcionando única y exclusivament porque fue constantemente aprivisonada de las materias primas extranjeras indispensables, obteniéndolas por tres vías. Primero, a partir de los grandes stocks que tenía ya Alemania en su territorio de algodón, lana, cobre en diversas formas, etc., y que solo tuvo que sacar de sus escondrijos y poner en circulación; segundo, de los stocks que secuestró en países extranjeros: Bélgica, norte de Francia, en parte Polonia y Lituania por la fuerza de la ocupación militar, y puso a disposición de su propia industria; tercero, del aprovisionamiento normal en el extranjero que, por intermedio de países neutrales y del Luxemburgo, no cesó en todo el curso de la guerra. Si a eso se agrega que enormes stocks de metales preciosos extranjeros, condición indispensable de toda esta “economía de guerra”, se hallaban acumulados en los bancos alemanes, se hace evidente que el aislamiento hermético de la industria alemana y del comercio con el mundo exterior resulta pura leyenda, lo mismo que la alimentación suficiente de la población alemana mediante la agricultura interna, y que la pretendida autonomía del “microcosmos” aleman en la guerra mundial se basa en dos cuentos de niños.

Finalmente en lo que respecta a los mercados de venta de la industria alemana, tan importantes en todas las regiones del mundo, fueron reemplazados durante la guerra por las necesidades bélicas propias del estado. En otras palabras, las más importantes ramas de la industria: las industrias metalúrgicas, textil, del cuero, química, experimentaron un remodelamiento, transformándose en industrias destinadas exclu- sivamente al aprovisionamiento del ejército. Puesto que los costos de la guerra son pagados por los contribuyentes alemanes, esta transformación de la industria en industria de la guerra significaba que la “economía nacional” alemana, en vez de enviar una gran parte de sus productos al exterior para el intercambio, la entregaba a la destrucción corriente en la guerra, y con las perdidas que de allí surgían gravó los productos futuros de la economía, por décadas enteras, a través del sistema de crédito público.

Si se tienen en cuenta todas estas consideraciones, resulta claro que la maravillosa prosperidad del “microcosmos” en la guerra constituyó en todo sentido un experimento sobre el cual sólo cabía formular una pregunta: ¿por cuánto tiempo podía prolongarse sin que se desmoronara todo el artificial edificio como un castillo de naipes?

Detengámonos, ahora, una vez más en un fenómeno notable. Si consideramos el comercio exterior de Alemania en su conjunto, se observa que sus importaciones son significativamente superiores a sus exportaciones: las primeras alcanzaron en 1913 a 11.600 millones de marcos, las segundas 10.900 millones. Y 1913 no es una excepción, ya que puede comprobarse la misma relación desde hace una larga serie de años. Lo mismo ocurre con Gran Bretaña, que en 1913, en el total de su comercio, importó por valor de 13.000 millones de marcos y exportó por valor de 10.000 millones. Muy similar es el caso de Francia, de Bélgica, de los Países Bajos. ¿Cómo resulta posible semejante fenómeno? ¿Desea esclarecemos el profesor Bücher con su teoría del “excedente por sobre las propias necesidades” y de las “ciertas lagunas”?

Si las relaciones económicas de las diversas “economías nacionales” se agotan mutuamente puesto que, como nos enseña el profesor, las diversas “economías nacionales”, se trasmiten, como ya ocurría en tiempos de Nabucodonosor, sus respectivos “excedentes”, es decir si el intercambio simple de mercancías constituye el único puente que surca el aire azul que media entre uno y otro de estos “microcosmos” y los separa entre sí, entonces es evidente que un país puede importar mercancías extranjeras exactamente en la misma cantidad en que exporta de las suyas. Pues el dinero es en el intercambio mercantil simple, un simple intermediario, y las mercancías extranjeras se pagan, en última instancia, con las mercancías propias. ¿Cómo puede, pues, una “economía nacional” llevar a cabo la hazaña de importar del extranjero permanentemente más que el “excedente” propio que exporta? Quizás el profesor nos indique burlonamente: pero la solución es la más sencilla del mundo; el país importador tiene que cubrir él remanente de sus importaciones sobre sus exportaciones simplemente mediante dinero. Sólo que, ¡perdón!, semejante lujo, el de arrojar, año tras año, al abismo del comercio exterior una suma significativa de dinero contante y sonante para no volver a verla más sólo podría permitírselo, en el mejor de los casos, un país con ricas minas de oro y plata propias, lo que no ocurre ni con Alemania ni con Francia; ni con Bélgica ni con los Países Bajos. Además nos encontramos (¡oh, maravilla!) con la siguiente sorpresa: ¡Alemania importa permanentemente no sólo mas mercancías, sino también más dinero del que exporta! Así las importaciones alemanas de oro y plata se elevaron en 1913 a 441,3 millones de marcos, y las exportacioness a 102,8 millones, y desde hace años se repite más o menos la misma relación. ¿Qué dice el profesor Bücher de este misterio, con sus “excedentes” y “lagunas”? Las llamas de la lámpara mágica vacilan tristemente. Comenzamos a sospechar que, detrás de esos misterios del comercio exterior, tienen que existir relaciones económicas totalmente diferentes entre las diversas “economías nacionales”, relaciones muy distintas del simple intercambio de mercancías. Sacar permanentemente de otros países más productos que los que uno les da, sólo podría hacerlo, evidentemente, un país que tuviera sobre aquellos otros ciertos derechos económicos. Esos derechos no tienen nada que ver con el intercambio entre iguales. Y semejantes derechos y relaciones de dependencia entre los países existen efectivamente, aunque las teorías profesorales no sepan nada de ellos. Esa relación de dependencia, y en su forma más sencilla por cierto, es la de una de las llamadas metrópolis sobre sus colonias. Gran Bretaña extrae de la mayor de sus colonias, la India Británica, un tributo anual de más de mil millones de marcos en distintas formas. Y vemos así que las exportaciones de mercancías de la India superan anualmente a sus importaciones sólo en 1.200 millones de marcos. Este “excedente” no es más que la expresión económica de la explotación colonial de la India por el capitalismo inglés, ya sea porque las mercancías son destinadas directamente a Gran Bretaña, o que la India tenga que vender cada año a otros estados mercancías por valor de 1.200 millones de marcos para pagar el tributo a sus explotadores ingleses. Pero hay también otras relaciones económicas de dependencia que no se basan en la dominación política violenta. Rusia exporta anualmente mercancías por valor de 1.000 millones de marcos más de lo que importa. ¿Es por ventura la gran “abundancia” de productos agrícolas por sobre las necesidades de la propia economía, lo que drena todos los años este caudaloso torrente de mercancías del imperio ruso? Pero el mujik ruso, cuyos granos son destinados al extranjero, sufre, como se sabe, de escorbuto debido a la desnutrición, y consume frecuentemente pan al que se le ha agregado corteza de árbol. La exportación masiva del pan que él produce es, por intermedio del correspondiente sistema financiero y fiscal interno, una necesidad vital para el estado ruso, para hacer frente a las obligaciones procedentes de los empréstitos externos. El aparato estatal de Rusia se costea, desde el famoso derrumbe de la guerra de Crimea y desde su modernización, en gran parte mediante capital prestado de Europa occidental, principalmente de Francia. Y para poder pagar los intereses de los empréstitos franceses, Rusia tiene que vender anualmente masas de trigo, madera, lino, cáñamo, ganado y aves a Inglaterra, Alemania, los Países Bajos. El enorme remanente de las exportaciones rusas representa por ello el tributo del deudor al acreedor, una relación a la que corresponde, por parte de Francia, un gran remanente de las importaciones que no representa otra cosa que los intereses del capital de préstamo repatriados. Pero en la propia Rusia el encadenamiento de relaciones económicas va más allá. El capital francés prestado sirve desde hace décadas principalmente para dos finalidades: construcción ferroviaria con garantías del estado y armamentos militares. Para servir ambas finalidades ha surgido en Rusia desde los años setenta (bajo la protección del sistema de tarifas aduaneras elevadas) una gran industria. El capital de préstamo procedente del viejo país capitalista que es Francia gestó en Rusia un joven capitalismo que, por su parte, requiere para su mantenimiento y completamiento importaciones significativas de máquinas y otros medios de producción procedentes de países técnicamente adelantados, como Inglaterra y Alemania. Así se teje entre Rusia, Francia, Alemania e Inglaterra una serie de lazos económicos para los cuales el intercambio de mercancías es el término menos adecuado.

Pero la multiplicidad de los lazos no queda agotada con esto. Un país como Turquía o China plantea al esquema profesoral otro enigma: tiene, a la inversa de Rusia y de manera similar a Alemania y Francia, importaciones ampliamente preponderantes que, en muchos casos, representan casi el doble de las exportaciones. ¿Cómo puede Turquía o China darse el lujo de rellenar tan abundantemente sus “lagunas” en la “economía nacional”, puesto que esta economía nacional suya no está ni por asomo en condiciones de entregar los correspondientes “excedentes”? ¿Será que las potencias occidentales europeas, en su cristiano amor al prójimo, regalan año tras año a la Media Luna y al Imperio de la Coleta más de 100 millones de marcos en forma de mercancías de todo tipo? Pero hasta los niños saben que tanto Turquía como China están presas en las garras del usurero europeo y obligadas a pagar enormes tributos a los bancos ingleses, alemanes, franceses. Según el ejemplo ruso, Turquía y China deberían tener un excedente de exportaciones de productos del país, para poder pagar intereses a sus benefactores europeos occidentales. Sólo que en Turquía, como en China, la llamada “economía nacional” es fundamentalmente distinta de la rusa. Es cierto que los empréstitos extranjeros también son destinados fundamentalmente a construcciones ferroviarias y portuarias así como a armamentos. Pero Turquía prácticamente no posee una industria propia ni puede hacerla surgir súbitamente a partir de una economía campesina natural y medieval con sus cultivos primitivos y sus diezmos. Más o menos lo mismo ocurre en China, bajo formas diferentes. Es por ello que no sólo todos los requerimientos de la población en términos de productos industriales, sino también todos los elementos necesarios para las construcciones de transportes y para el armamento de ejército y flota, tienen que transportarse finalizados desde Europa occidental y realizarse in situ por parte de empresarios, técnicos, ingenieros europeos. Los préstamos son frecuentemente acordados en relación con esos aprovisionamientos. China obtiene, por ejemplo, sus préstamos del capital bancario alemán y austríaco sólo bajo la condición de encargar a las fábricas Skoda y Krupp armamentos por determinada suma; otros préstamos están atados de antemano a concesiones para la construcción de ferrocarriles. Así pasa el capital europeo a Turquía, China, en su mayor parte ya en forma de mercancías (armamentos), o como capital industrial en especie, bajo forma de máquinas, etc. Estas últimas mercancías fluyen, no para el intercambio, sino para la obtención de beneficios. Los intereses sobre este capital y los demás bene- ficios los obtienen los capitalistas europeos en el país mismo, extrayéndolos de los campesinos turcos o de los campesinos chinos con ayuda del correspondiente sistema fiscal bajo control financiero europeo. Detrás de las insuficientes cifras relativas a la preponderancia de las importaciones turcas o chinas y de las correspondientes exportaciones europeas, se disimula así la especial relación existente entre el rico occidente del gran capital y el oriente pobre y atrasado a quien aquél oprime, equipándolo con los más modernos y poderosos medios de locomoción e instalaciones militares mientras, simultáneamente, arruina la antigua “economía nacional” campesina. Los Estados Unidos nos presentan otro caso más. Aquí, como en Rusia, las exportaciones superan significativamente a las importaciones (estas últimas, en 1913, sumaron 7.400 millones de marcos, aquéllas 10.200 millones); pero las causas de este fenómeno son fundamentalmente distintas de las del caso de Rusia. Cierto es que también la Unión norteamericana absorbe enormes cantidades de capital europeo. Desde comienzos del siglo XIX, la Bolsa de Londres acumula grandes cantidades de acciones y títulos de empréstitos norteamericanos. La especulación con títulos y papeles norteamericanos indicaba hasta los años sesenta, como un termómetro clínico, la inminente crisis de la gran industria y el comercio inglés. Desde entonces no ha cesado la afluencia de capital inglés a los Estados Unidos. Este capital migra hacia la Unión en parte como capital de préstamo a las ciudades y sociedades privadas, pero principalmente como capital industrial, ya sea porque en la Bolsa de Londres se compran papeles ferroviarios e industriales norteamericanos, o porque cárteles industriales ingleses fundan filiales en la Unión para saltar las barreras aduaneras, o porque se apropien mediante compra de acciones de las empresas norteamericanas para deshacerse de su competencia en el mercado mundial.

Los Estados Unidos poseen hoy también una gran industria altamente desarrollada y que progresa cada vez más rápidamente, y que, mientras le llega permanentemente capital-dinero de Europa, exporta en proporciones crecientes capital industrial (máquinas, carbón) a Canadá, México y otros países de América Central y de Sudamérica. De ese modo, los Estados Unidos combinan una enorme exportación de productos primarios: algodón, cobre, trigo, madera, petróleo, hacia los viejos países capitalistas, con crecientes exportaciones industriales hacia los jóvenes países en vías de industrialización. Así, en el gran remanente de las exportaciones de los Estados Unidos se refleja la etapa propiamente de transición de un país agrario receptor de capital a un país industrial exportador de capital, cumpliendo el papel de intermediario entre la vieja Europa capitalista y el joven y atrasado continente americano.

Si se abarca en conjunto esta gran migración del capital de los viejos países industriales a los jóvenes y la correspondiente migración en sentido inverso de los ingresos surgidos de aquel capital, que fluye anualmente como tributo de los países jóvenes a los viejos, resultan fundamentalmente tres poderosas corrientes. Inglaterra, según estimaciones del año 1906, ya había invertido por entonces en sus colonias y en  el extranjero 54.000 millones de marcos, de los que obtenía un ingreso anual de 2.800 millones de marcos en forma de intereses. El capital invertido por Francia en el extranjero alcanzaba alrededor de la misma fecha a 32.000 millones de marcos, con ingresos anuales de por lo menos 1.300 millones de marcos. Finalmente, Alemania ya había invertido hace 10 años 26.000 millones de marcos en el exterior, que le reportaban anualmente unos 1.240 millones de marcos. Desde entonces han crecido rápidamente tanto estas inversiones como sus ingresos. Sin embargo, las grandes corrientes principales se dividen en otras secundarias, no tan amplias. Así como los Estados Unidos difunden el capitalismo en el continente americano, también Rusia (alimentada por completo por el capital francés, por la industria inglesa y alemana) transfiere ya capital de préstamo y productos industriales a sus países subsidiarios asiáticos: a China, Persia, Asia Centra. En China participa en la construcción de ferrocarriles, etc.

Así descubrimos, tras los áridos jeroglíficos del comercio internacional, toda una red de lazos económicos que no tienen nada que ver con el simple intercambio de mercancías que es lo único que existe para la sabiduría profesoral.

Descubrimos que el distingo del erudito Sr. Bücher en países de producción industrial y países de producción primaria no es más que un producto primario del esquematismo profesoral. Los perfumes, las telas de algodón y las máquinas son productos elaborados por igual. Las exp’ortaciones francesas de perfumes sólo prueban que Francia es el país de la producción del lujo para el pequeño sector de la burguesía rica de todo el mundo; las exportaciones japonesas de telas de algodón prueba que Japón, compitiendo con Europa occidental, socava en toda Asia oriental la producción tradicional campesina y artesanal y la remplaza por el comercio de mercancías; las exportaciones de máquinas de Inglaterra, Alemania y los Estados Unidos, por su parte, muestra que estos tres países trasplantan la propia gran industria a todas partes del mundo.

Descubrimos entonces que hoy se exporta e importa una “mercancía” que era absolutamente desconocida en tiempos del rey Nabucodonosor así como en las épocas antigua y medieval: el capital. Y esta mercancía no sirve para llenar “ciertas lagunas”  de “economías nacionales” extranjeras sino, por el contrario, para crear brechas, abrir grietas y fisuras en los muros de antiguas “economías nacionales”, invadir1as actuando como polvorines y, en corto o largo tiempo, convertir esas “economías nacionales” en escombros. Con la “mercancía” capital se expanden masivamente “mercancías” aún  más notables desde algunos países llamados civilizados al mundo entero: modernos medios de transporte y exterminio de poblaciones autóctonas enteras, economía monetaria y endeudamiento del campesinado, riqueza y miseria, proletariado y explotación, inseguridad de la existencia y crisis, anarquía y revoluciones. Las “economías nacionales” europeas extienden sus tentáculos hasta todos los países y pueblos de la tierra para ahogar10s en la gran red de la explotación capitalista.

 

IV

Pero, ¿puede el profesor Bücher, pese a todo ello, creer en una economía política, mundial? No. Pues el sabio en cuestión, después de examinar cuidadosamente todas las regiones del mundo sin descubrir nada, nos explica; no hay nada que hacer, no veo ningún “fenómeno especial” que “se aparte esencialmente” de una economía nacional, “y es muy dudoso que tales fenómenos surjan en un futuro previsible”).

¡Y bien!, dejemos de lado el comercio y las estadísticas comerciales y dirijámonos directamente a la vida, a la historia de las relaciones económicas modernas. Detengámonos en una pequeña parcela de ese cuadro gigantesco y abigarrado.

En el año 1768, Cartwright establece en Nottingham, Inglaterra, la primera hilandería mecánica de algodón; en el año 1785, inventa el telar mecánico. La primera consecuencia es, en Inglaterra, la desaparición de la tejeduría manual y la rápida difusión de la fabricación mecánica. A comienzos del siglo XIX había en Inglaterra, según una estimación de la época, cerca de un millón de tejedores manuales; ahora están en proceso de extinción, y alrededor del año 1860 sólo quedan en el Reino Unido algunos miles de tejedores manuales. En cambio, más de medio millón de obreros fabriles trabajan en la rama algodonera. En 1863, el primer ministro Gladstone habla en el parlamento de un “aumento embriagador de riqueza y poder” que habría caído sobre la burguesía inglesa, sin que la clase obrera participara en absoluto en él.

La industria algodonera inglesa obtiene su materia prima de Norteamérica. El crecimiento de las fábricas en el distrito de Lancashire hizo surgir enormes plantaciones de algodón en el sur de los Estados Unidos. Se importaron negros de África como fuerza de trabajo barata para el mortífero trabajo en las plantaciones de algodón, lo mismo que para las plantaciones de azúcar, arroz y tabaco. En África se intensifica extraordinariamente la trata, tribus negras enteras son cazadas en el interior del “continente negro”, vendidas por sus caciques, transportadas a enormes distancias por tierra y agua, para ser vendidas y enviadas a Norteamérica. Surge formalmente una “migración” negra. A fines del siglo XVIII, en 1790, se estimó en Norteamérica el número de negros en sólo 697.000, pero en 1861 ya eran 4 millones.

La colosal extensión de la trata y del trabajo de los esclavos en el sur de la Unión provoca una cruzada de los estados del norte contra este atentado abominable a los principios cristianos. La entrada masiva de capital inglés en los años 1825-1860 había puesto en marcha en el norte de los Estados Unidos una activa construcción de ferrocarriles y los comienzos de una industria propia y, con esto, una burguesía que bullía por introducir reformas más modernas en la explotación, la esclavitud asalariada capitalista. Los fabulosos negocios de los plantadores del sur, que eran capaces de hacer trabajar a sus esclavos tan brutalmente que éstos morían en un término de siete años, eran a los ojos de los piadosos puritanos del norte una atrocidad, tanto más cuanto que las condiciones climáticas no permitían a estos últimos establecer el mismo paraíso en sus estados. Así es como, a instigación de los estados del norte, quedó abolida la escla- vitud, en todas sus formas, en todo el territorio de la Unión, por ley del año 1861. Los plantadores’ del sur, afectados en sus sentimientos más Íntimos, respondieron al golpe con una sublevación abierta. Los estados sureños declararon su secesión de la Unión, y estalló la gran guerra civil.

El primer efecto de la guerra fue la devastación y la ruina económica de los estados del sur. La producción y el comercio quedaron postrados y las exportaciones de algodón interrumpidas. Así se vio privada de su materia prima la industria inglesa y, en 1863, estalla en Inglaterra una tremenda crisis, la llamada “hambre de algodón”. En el distrito de Lancashire quedan sin trabajo 250.000 obreros, sólo parcialmente ocupados 166.000, y 120.000 obreros encuentran aún ocupación plena aunque con salarios reducidos en un 10-20%. Reina una miseria sin límites entre la población del distrito, y

50.000 trabajadores exigen al parlamento inglés, en una petición, que se provean por parte del estado los medios para que ellos puedan abandonar Inglaterra con esposas e hijos. Se declaran dispuestos a recibir a los proletarios desocupados de Inglaterra los estados australianos, que están escasos de la fuerza de trabajo necesaria para su incipiente expansión capitalista (luego de que la población indígena fuera, casi totalmente, diezmada por los inmigrantes europeos). Pero los fabncantes ingleses protestan vehementemente “contra la emigración de su “maquinaria viviente”, que quizá puedan necesitar nuevamente cuando se recupere la industria. A los obreros se les niegan los medios de emigrar y se ven obligados a soportar hasta lo último los horrores de la crisis.

Al agotarse la fuente norteamericana, la industria inglesa busca procurarse su materia prima por otro lado y dirige su mirada a las Indias Orientales. Se crean allí febrilmente plantaciones de algodón y la agricultura, que proporciona desde hace milenios la alimentación cotidiana de la población y constituye su base vital, tiene que ceder amplias superficies a los provechosos proyectos de los especuladores. Con este desplazamiento del cultivo del arroz se produce a los pocos años una extraordinaria carestía y una hambruna, y en 1866 más de un millón de seres humanos mueren de hambre en un solo distrito, Orissa, al norte de Bengala.

Se lleva a cabo un segundo experimento en Egipto. El virrey de Egipto, Ismael Pashá, establece plantaciones de algodón con la mayor premura para aprovechar la coyuntura de la guerra de secesión. Se produce una revolución formal en las relaciones de propiedad de la agricultura. Se roba en grandes extensiones tierra campesina, se la declara propiedad real y se la dedica a formar plantaciones de las mayores dimensiones. Miles de campesinos siervos son llevados a latigazos a las plantaciones para construir diques, cavar canales y empujar el arado para el virrey. Pero éste se endeuda aun más con banqueros ingleses y franceses para obtener de Inglaterra, con dinero prestado, los más modernos arados de vapor e instalaciones despepitadoras. La gran especulación terminó al cabo de sólo un año con la bancarrota cuando, tras el restablecimiento de la paz en los Estados UnIdos, el precio del algodón cayó nuevamente a un cuarto de su nivel anterior, en pocos días. El resultado del período del algodón significó para Egipto la acelerada ruina de la hacienda campesina, el rápido hundimiento de las finanzas y, finalmente, la acelerada ocupación de Egipto por los militares ingleses.

Entretanto, la industria algodonera realiza nuevas conquistas. La guerra de Crimea de 1855, que había futerrumpido el aprovisionamiento de cáñamo y lino rusos determinó en Europa una violenta crisis en la fabricación textil. El algodón remplaza entonces en muchos casos al lino, y la industria algodonera se extiende cada vez más a costa de aquél. En Rusia triunfa entonces tras el derrumbe del viejo sistema en la guerra de Crimea, una revolución política, la abolición de la serrvidumbre, reformas liberales, el librecambio y la rápida construcción de ferrocarriles. Con ello se abre un nuevo y enorme mercado de venta para productos industriales en el interior del gigantesco imperio, y la industria algodonera inglesa es la primera en avanzar sobre los mercados rusos. En la década del sesenta también China es abierta al comercio inglés luego de una serie de guerras sangrientas. Inglaterra domina el mercado mundial y la industria algodonera proporciona la mitad de sus exportaciones. El período de las décadas del sesenta y setenta es la época de los negocios más brillantes de los capitalistas ingleses, y también la época en que se encuentran más inclinados, mediante pequeñas concesiones a los obreros, a asegurarse los “brazos” y la “paz industrial”. Es en este período cuando las trade unions inglesas, encabezadas por los hilanderos y tejedores del algodón, alcanzan sus éxitos más significativos. Al mismo tiempo, las tradiciones revolucionarias del cartismo y las ideas de Owen se extinguen en el proletariado inglés, que queda detenido en un sindicalismo conservador.

Pero pronto los tiempos cambian. En todo el continente, a donde Inglaterra exportaba sus productos de algodón, va surgiendo una industria algodonera propia. Ya en 1844 se producen levantamientos de los artesanos en Silesia y Bohemia provocados por el hambre, que preanuncian la revolución de marzo de 1848. Hasta en las propias colonias de Inglaterra surge una industria local. Las fábricas algodoneras de Bombay pasan pronto a competir con las inglesas y, en los años ochenta, contribuyen a quebrar el monopolio de Inglaterra en el mercado mundial.

Finalmente, en Rusia la expansión de la fabricación algodonera interna inaugura en los años setenta la era de la gran industria y de la protección aduanera. Para evitar las altas barreras aduaneras se transportan fábricas enteras con todo su personal desde Sajonia, desde la Gobernación (Vogtland), hasta la Polonia rusa, donde crecen nuevos centros fabriles, Lodz, Zgierz, con rapidez californiana. A comienzos de la década del ochenta las luchas obreras arrancan en el distrito algodonero de Moscú-Vladimir las primeras leyes de protección obreras del imperio de los zares. En el año 1896, 60.000 obreros de las fábricas algodoneras de Petersburgo organizan la primera huelga masiva de Rusia. Y nueve años más tarde en julio de 1905, en el tercer centro de la industria algodonera, en Lodz, 100.000 obreros, con los alemanes a la cabeza, levantan las primeras barricadas de la gran revolución rusa.

Hemos esbozado aquí en términos sucintos, 140 años de historia de una rama industrial moderna, de una historia que se desarrolla a través de los cinco continentes, que abarca a millones de vidas humanas, que estalla en un sitio como crisis, en otro como hambruna, arde ya como guerra, ya como revolución, y deja en su camino por doquier doradas montañas de riqueza y abismos de miseria, un vasto torrente de sudor, teñido en sangre, de trabajo humano.

Son los sobresaltos de la vida, efectos a distancia que llegan hasta las entrañas de los pueblos, pero que las áridas cifras de las estadísticas del comercio internacional no reflejan en absoluto.

En todo el siglo y medio transcurrido desde que la industria moderna irrumpió en Inglaterra, la economía mundial capitalista se elevó verdaderamente entre dolores y convulsiones de la humanidad entera. Abrazó una rama de la producción tras otra, se apoderó de un país tras otro. Se abrió paso hasta el más distante rincón de la tierra con  el vapor y la electricidad, con el fuego y la espada, echó abajo todas las murallas chinas y consagró la unidad económica de la humanidad actual a través de la era de las crisis mundiales, a través de periódicas catástrofes colectivas. El proletario italiano que, expulsado de su país por la miseria provocada por el capitalismo, emigra hacia Argentina o Canadá, encuentra allí un nuevo yugo del capital importado de los Estados Unidos o de Inglaterra. Y el proletario alemán que se queda en su país y pretende ganarse honradamente el sustento, depende, en lo que atañe a su bienestar, de la marcha de la producción y del comercio en todo el mundo. Que encuentre o no trabajo, que su salario alcance o no para alimentar a su mujer e hijos, que él quede condenado varios días por semana al paro forzoso o, día y noche, al infierno del trabajo excesivo; todo ello depende continuamente de la cosecha de algodón en los Estados Unidos, la cosecha del trigo en Rusia, el descubrimiento de nuevos yacimientos de oro o diamantes en África, los disturbios revolucionarios en Brasil, las guerras de tarifas aduaneras, los enfrentamientos diplomáticos y guerras en cinco continentes. En la actualidad, nada reviste una significación tan decisiva en cuanto a la conformación global de la vida social y política actual como la abierta contradicción entre este fundamento económico más estrecha y firmemente consolidado cada día que une a todos los pueblos y países en un gran conjunto, por un lado, y por el otro la superestructura política de los estados que trata, de dividir artificialmente a los pueblos en otros tantos sectores extraños y hostiles entre sí, mediante puestos fronterizos, barreras aduaneras y el militarismo.

¡Y nada de esto existe para los Bücher, Sombart y sus colegas! ¡Para ellos sólo existe el “microcosmos cada vez más perfecto”! ¡No ven a su alrededor ningún “fenómeno especial” que “se aparte con signos esenciales” de una economía nacional!

¿No es esto un enigma? ¿Es concebible, en cualquier otro terreno del saber que no sea el de la economía política, semejante ceguera de representantes oficiales de la ciencia con respecto a fenómenos que fluyen sobre los sentidos de todo observador en masa y con brillante, relampagueante luminosidad? Indudablemente, en el terreno de las ciencias naturales, un erudito de reputación que pretendiese exponer públicamente hoy la opinión de que no es la tierra la que gira alrededor del sol, sino el sol y todos los astros los que lo hacen alrededor de la tierra, que afirmase que “no conoce ningún fenómeno” que entre en contradicción con esta opinión “con signos esenciales”, tendría la  seguridad de provocar homéricas carcajadas en todo el mundo ilustrado y finalmente ser sometido a una verificación de su estado mental a petición de sus atribulados parientes. Cierto es que hace 400 años semejantes opiniones no sólo se difundían impunemente sino que aquel que se atrevía a contradecirlas públicamente se exponía a acabar en la hoguera. El mantenimiento de la tesis errónea de que la tierra era el centro del universo en el movimiento de los astros respondía a los urgentes intereses de la Iglesia Católica, y todo ataque a la supuesta majestad del globo terráqueo en el ámbito del universo era a la vez un atentado a la violenta dominación de la Iglesia y a sus diezmos recaudados sobre la prosaica gleba. De ese modo, las ciencias naturales eran entonces el punto más sensible del sistema social dominante y la mistificación en el terreno de las ciencias naturales un instrumento imprescindible de subyugación. Hoy, bajo la dominación del capital, el punto sensible del sistema social no reside en la creencia en la misión de la tierra en el espacio celeste sino en la creencia en la misión del estado burgués sobre la tierra. Y debido a que sobre las procelosas olas de la economía mundial ya surgen y se agolpan graves infortunios, a que allí se preparan tormentas que barrerán de la faz de la tierra el “microcosmos” del estado burgués como un gallinero, la “guardia suiza” científica de la dominación del capital corre ante los portales de su castillo del “estado nacional”, para defenderlos hasta el último suspiro. La primera palabra, el concepto fundamental de la economía nacional de nuestros días es una mistificación científica que corresponde a los intereses de la burguesía.

 

V

Muchas veces se da simplemente la siguiente definición de la economía política: ésta sería “la ciencia de las relaciones económicas entre seres humanos”. Este encubrimiento de la esencia de lo que estamos tratando no clarifica el interrogante, lo complica incluso más. Surge la siguiente pregunta: ¿es necesario, y si lo es, por qué hay que tener una ciencia especial sobre las relaciones económicas entre “seres humanos”, esto es, todos los seres humanos, en todo momento y circunstancia?

Tomemos un ejemplo de relaciones económicas humanas, si es posible dar un ejemplo fácil e ilustrativo. Imaginémonos viviendo en el periodo histórico en que no existía la economía mundial, cuando el intercambio de mercancías florecía únicamente en las ciudades, mientras que en el campo predominaba la economía natural, es decir, la producción para el consumo propio, tanto en las grandes propiedades terratenientes como en las pequeñas granjas. Veamos, por ejemplo, las condiciones en la Alta Escocia en la década de 1850, tal como las describió Dugald Stewart:

“En ciertas partes de la Alta Escocia […] apareció más de un pastor, y también chacarero […] calzando zapatos de cuero por ellos curtidos […] vistiendo ropas que no habían conocido otras manos que las suyas, puesto que las telas provenían de la esquila de sus propias ovejas, o de la cosecha de su propio campo de lino. En la preparación de los mismos casi ningún artículo había sido comprado, salvo la lezna, la aguja, el dedal y la herrería empleados en el telar. Las tinturas eran extraídas principalmente por las mujeres de los árboles, arbustos y hierbas.” (Citado por Karl Marx, Das Kapital, T. I.,  4ª edición, página 451; El capital, FCE, México, 1972, Tomo I, página 406)

O, bien, tomemos un ejemplo de Rusia donde hasta hace relativamente poco tiempo, a fines de 1870, la situación del campesinado era la siguiente:

“El terreno que él [el campesino del distrito de Viasma en la provincia de Smolensk] cultiva lo provee de alimentos, ropa, casi todo lo que necesita para su subsistencia: pan, patatas, leche, carne, huevos, tela de lino, pieles de oveja y lana para el abrigo […] Utiliza dinero únicamente cuando adquiere botas, artículos de tocador, cinturones, gorras, guantes y algunos enseres domésticos esenciales: platos de arcilla o madera, útiles para la chimenea, cacerolas y cosas similares.” (Profesor Nikolai Siever, Carlos Marx y David Ricardo, Moscú, 1879, página 480)

Todavía hoy existen economías campesinas en Bosnia y Herzegovina, en Servia y en Dalmacia. Si le preguntáramos a un campesino que se autoabastece ya sea en la Alta Escocia, en Rusia, Bosnia o Servia sobre el “origen y distribución de la riqueza” y demás problemas económicos, nos miraría asombrado. ¿Por y para qué trabajamos? (O, como dirían los profesores, “¿cuál es la motivación de tu economía?”) El campesino respondería seguramente de la siguiente manera: “Pues, veamos. Trabajamos para vivir, puesto que (como dice el dicho) nada sale de la nada. Si no trabajáramos moriríamos de hambre. Trabajamos para salir adelante, para tener qué comer, poder vestirnos, mantener un techo sobre nuestras cabezas. Cuando producimos, ¿cuál es el “propósito” de nuestro trabajo? ¡Qué pregunta más estúpida! Producimos lo que necesitamos, lo que toda familia campesina necesita para vivir. Cultivamos trigo y centeno, avena y cebada, papas; según la situación en que nos hallemos tenemos vacas y ovejas, gallinas y gansos. En invierno se carda la lana; ése es trabajo para las mujeres, mientras los hombres hacen todo lo que haya que hacer con el hacha, la sierra y el martillo. Llámelo, si quiere, “agricultura” o “artesanía”; tenemos que hacer un poco de todo, puesto que necesitamos toda clase de cosas en la casa y en los campos. ¿Que cómo dividimos el trabajo? ¡Otra pregunta estúpida! Los hombres, naturalmente, realizan las tareas que exigen fuerza de hombre; las mujeres cuidan la casa, el establo y el gallinero; los niños hacen lo que pueden. ¡No vaya a pensar que yo envío a la mujer a cortar leña mientras yo ordeño la vaca! (El buen hombre no sabe, agreguemos, que en muchas tribus primitivas, por ejemplo entre los indios brasileños, son las mujeres quienes cortan leña, buscan raíces en el bosque y recolectan fruta, mientras que en las tribus ganaderas de Asia y África los hombres no sólo cuidan a las vacas, también las ordeñan. Todavía hoy en día, en Dalmacia, puede observarse a la mujer cargando un pesado fardo sobre sus espaldas, mientras el robusto marido la acompaña montado en su burro, fumando su pipa. Esa “división del trabajo” les parece tan natural como le parece natural a nuestro campesino que él deba cortar la leña mientras su mujer ordeña la vaca.) Prosigamos: ¿qué constituye mi riqueza? ¡Cualquier niño de la aldea podría responderle! Un campesino es rico cuando tiene un granero colmado, un establo poblado, una buena majada, un buen gallinero; es pobre cuando se le empieza a acabar la harina para Pascuas y le aparecen goteras en el techo cuando llueve. ¿Cuál es la pregunta? Si mi parcela fuera mayor yo sería más rico, y si en el verano llegara a haber, Dios nos libre, una granizada, todos los aldeanos quedaremos pobres en menos de veinticuatro horas.”

Le hemos permitido al campesino responder a las preguntas económicas usuales con mucha paciencia, pero podemos tener la certeza de que si el profesor se hubiera personado en la granja, cuaderno y pluma en ristre para iniciar su investigación, se le hubiera mostrado la salida con cierta brusquedad antes de que hubiese llegado a la mitad del cuestionario. Y en realidad todas las relaciones en la economía campesina resultan tan obvias y trasparentes que su disección mediante el bisturí de la economía parece realmente un juego inútil.

Puede, desde luego, objetarse que el ejemplo no es muy feliz, que en un hogar campesino que se autoabastece esa simplicidad extrema es realmente hija de la escasez de recursos y la pequeña escala en que se produce. Bien, dejemos al pequeño hogar campesino que logra mantener alejados a los lobos en alguna localidad olvidada de Dios, elevemos nuestras miras hasta la cima de un poderoso imperio, examinemos el hogar de Carlomagno. Este emperador logró convertir al Imperio Germano en el más poderoso de Europa a comienzos del siglo IX; emprendió no menos de cincuenta y tres campañas militares con el fin de extender y consolidar su reino, que llegó a abarcar la Alemania moderna además de Francia, Italia, Suiza, el norte de España, Holanda y Bélgica; este emperador también se preocupaba de la administración de sus feudos y granjas. Nada menos que su mano imperial redactó un decreto especial de setenta parágrafos en los que sentó los principios a aplicarse en la administración de sus propiedades de campo: el famoso Capitulare de Villis, es decir, la ley sobre los señoríos; por suerte este documento, tesoro invalorable de información histórica, se conserva hasta hoy entre el polvo y el moho de los archivos. Este documento merece una atención especial por dos razones. En primer lugar, casi todos los establecimientos agrícolas de Carlomagno se trasformaron en poderosas ciudades imperiales: Aquisgrán, Colonia, Munich, Basilea, Estrasburgo y muchas otras ciudades alemanas y francesas fueron en tiempos remotos propiedades agrícolas de Carlomagno. En segundo lugar, los principios económicos de Carlomagno eran el modelo que seguían todas las grandes propiedades eclesiásticas y seculares de la Alta Edad Media; los señoríos de Carlomagno mantenían viva la vieja tradición romana y implantaban la exquisita cultura de las villas romanas al tosco ambiente de la joven nobleza teutónica; sus reglas sobre elaboración de vinos, cultivo de jardines, frutas y vegetales, cría de aves de corral, etcétera, constituyeron una hazaña económica perdurable.

Observemos este documento más de cerca. El gran emperador pide, en primer término, que se le sirva con honestidad, que todos los súbditos de sus feudos reciban cuidados y protección contra la pobreza; que no se les agobie con trabajos que superen su capacidad normal; que se les recompense el trabajo nocturno. Los súbditos, por su parte, deben dedicarse al cultivo de la vid y deben almacenar el jugo de la uva en botellas para que no se deteriore. Si se muestran remisos a cumplir con su deber, se les castigará “en la espalda u otra parte del cuerpo”. El emperador decreta asimismo que se deben criar abejas y gansos; las aves de corral deben ser cuidadas y su número incrementado. Debe prestarse atención al cuidado del ganado vacuno y caballar y también del lanar.

Deseamos, además, escribe el emperador, que nuestros bosques sean administrados con inteligencia, que no se los tale, que haya siempre en ellos gavilanes y halcones. Debe haber a nuestra disposición gansos y pollos gordos en todo momento; los huevos que no se consumen han de venderse en los mercados. En cada uno de nuestros señoríos debemos tener siempre a mano una buena provisión de plumas para colchones, colchones, mantas, enseres de cobre, plomo, hierro, madera, cadenas, ganchos, hachas, taladros, de modo que no se deba pedir nada prestado a los demás. Además, el emperador exige que se le rinda cuenta exacta de la producción de sus feudos, es decir, cuánto se produjo de cada ítem, y hace la lista de éstos: vegetales, mantequilla, queso, miel, aceite, vinagre, remolachas “y otras cosas sin importancia”, como dice textualmente este famoso documento. El emperador ordena asimismo que en cada uno de sus dominios haya artesanos, expertos en todos los oficios, en número adecuado, y hace la lista de cada oficio, uno por uno. Designa a la Navidad la fecha anual en que se le rinden cuentas de todas sus riquezas. El campesino más pobre no cuenta cada cabeza de ganado y cada huevo que hay en su granja con mayor cuidado que el gran Emperador Carlos. El parágrafo número 62 del documento dice: “Es importante que sepamos qué y cuánto poseemos, de cada cosa”. Y una vez más hace  una lista: bueyes, molinos, madera, embarcaciones, vinos, legumbres, lana, lino, cáñamo, frutas, abejas, peces, cueros, cera y miel, vinos nuevos y añejos y demás cosas que se le envían. Y para consuelo de sus queridos vasallos, quienes deben enviarle estas cosas, agrega sin malicia: “Esperamos que todo esto no les parezca demasiado dificultoso; pues cada uno de vosotros es señor de su feudo y puede exigir estas cosas a sus súbditos”. En otro parágrafo de la ley encontramos instrucciones precisas en cuanto al recipiente y modo de transporte de los vinos, asunto de Estado aparentemente muy caro al corazón del emperador. “El vino debe transportarse en cubas de madera con fuertes aros de hierro, jamás en odres de piel. En cuanto a la harina, será transportada en carros de doble fondo recubiertos de cuero, para que se pueda cruzar los ríos sin dañar  la harina. Quiero también cuentas exactas de los cuernos de mis ciervos, además de los machos cabrios, asimismo de las pieles de lobos matados durante el año. En el mes de mayo no olvidéis declarar la guerra a muerte contra los jóvenes lobatos.” En el último parágrafo Carlomagno hace la lista de todas las flores y árboles y hierbas que quiere en sus señoríos, tales como: rosas, lirios, romero, pepinos, cebollas, rabanitos, semillas de alcaravea, etcétera. Este famoso documento legislativo finaliza con algo que parece ser la enumeración de las distintas variedades de manzanas.

Este es, entonces, el cuadro de la casa imperial en el siglo IX, y aunque estamos hablando de uno de los soberanos más ricos y poderosos de la Edad Media cualquiera reconocerá que tanto su economía familiar como sus principios administrativos nos recuerdan al pequeño hogar campesino que vimos antes. Si le planteáramos a nuestro anfitrión imperial las mismas preguntas acerca de su economía, la naturaleza de su riqueza, el objeto de la producción, la división del trabajo, etcétera, extendería su mano real para señalamos las montañas de trigo, lana y cáñamo, los toneles de vino, aceite y vinagre, los establos repletos de vacas, bueyes y ovejas. Y es probable que no pudiéramos encontrar misteriosos problemas para que la ciencia de la economía analice y resuelva, puesto que todas las relaciones, causa y efecto, trabajo y resultado, son claras como la luz del día.

Quizás alguien nos quiera observar que volvimos a encontrar un ejemplo poco feliz. ¿Acaso el documento no revela que no estamos tratando con la vida económica pública del Imperio Germano, sino con la hacienda privada del emperador? Pero cualquiera que contrapusiese ambos conceptos cometería un grave error respecto de la Edad Media. Es cierto que la ley se aplicaba a la economía de las propiedades y feudos del Emperador Carlomagno, pero él regenteaba esta hacienda como soberano, no como ciudadano particular. O, para ser más precisos, el emperador era señor en sus propios señoríos, pero todo gran señor de la Edad Media, sobre todo en la época de  Carlomagno, era un emperador en menor escala, porque su posesión noble de la tierra lo convertía en legislador, recaudador de impuestos y juez de todos los habitantes de sus feudos. Los decretos económicos de Carlos eran, como lo demuestra su forma, decretos de gobierno: forman parte de las sesenta y cinco leyes, o capitulare, de Carlos, redactadas por el emperador y promulgadas en la dieta anual de sus príncipes. Y los decretos sobre rabanitos y cascos de vino reforzados con aros de hierro provienen de la misma autoridad déspota, y están redactados en el mismo estilo que, por ejemplo, sus amonestaciones a los eclesiásticos en el Capitulare Episcoporum, la “ley episcopal”, donde Carlos toma a los siervos del Señor de las orejas y les impone severamente que no deben blasfemar, ni embriagarse, ni frecuentar lugares de mala fama, ni mantener amantes, ni vender los sacramentos por un precio demasiado elevado. Podríamos cansarnos de hurgar en la Edad Media, y no encontraríamos una sola unidad económica rural donde los señoríos de Carlomagno no fueran prototipos y modelos, ya se trate de propiedades señoriales o de pequeños campesinos, de familias campesinas tomadas individualmente o comunidades cooperativas.

Lo que más nos llama la atención en ambos ejemplos es que las necesidades de la subsistencia humana guían y dirigen el trabajo, que los resultados corresponden exactamente a las intenciones y necesidades y que, independientemente de la escala de la producción, las relaciones económicas denotan una asombrosa simplicidad y transparencia. Tanto el pequeño campesino en su parcela como el gran soberano en sus feudos saben exactamente qué quieren lograr en la producción. Y, más aun, ninguno de los dos tiene que ser un genio para saberlo. Ambos quieren satisfacer las necesidades humanas fundamentales en cuanto a alimentos, bebida, ropa y las distintas cosas buenas de la vida. La diferencia consiste en que el campesino duerme en un camastro de paja, mientras el noble señor duerme en un lecho de plumas; el campesino bebe cerveza, aguamiel y también agua; el señor, vinos finos. La diferencia está en la cantidad y tipo de bienes producidos. La base de la economía y sus objetivos, son los mismos a saber: satisfacción directa de las necesidades humanas. Va de suyo que el tipo de trabajo necesario para lograr este propósito se adecúa a los resultados que se quieren obtener. Y también hay diferencias en el proceso de trabajo: el campesino trabaja con sus manos acompañado de su familia; recibe los productos del trabajo que su parcela y la parte que le corresponde de la tierra comunitaria le pueden brindar o, más precisamente (puesto que hablamos del siervo medieval), todo lo que le queda después de los tributos y diezmos que le extraen el señor y el obispo. El emperador y los nobles no trabajan, obligan a sus súbditos y arrendatarios a trabajar para ellos. Pero, trabaje la familia campesina para sí o para el señor, bajo la supervisión del anciano de la aldea o del administrador del noble, el resultado de la producción es una cantidad simple de medios de subsistencia (en el sentido más amplio del término): lo que se necesita y en la proporción requerida. Podemos darle a esta economía las vueltas que queramos; no encontraremos en ella enigma alguno que requiera el análisis profundo de una ciencia especial para su solución. El campesino más torpe de la Edad Media sabía qué era lo que determinaba su “riqueza” (quizás sería más acertado decir su “pobreza”), además de las catástrofes de la naturaleza, que asolaban su propiedad tanto como la del señor. El campesino sabía que su pobreza obedecía a una causa muy simple y directa: primero, la infinita serie de impuestos en trabajo y dinero que le extraía el señor; en segundo lugar, el pillaje de ese señor a expensas de las tierras comunes, bosques y agua de la aldea. Y el campesino clamaba su sabiduría a los cielos cada vez que asaltaba las casas de los chupasangres. Lo único que le queda por investigar a la ciencia en este tipo de economía es el origen histórico y desarrollo de esta clase de relaciones: cómo fue que en Europa las que habían sido tierras de campesinos libres se transformaron en propiedades señoriales de las que se extraían rentas y tributos, cómo un campesinado antes libre se había transformado en una masa de súbditos sujetos a corvea y luego también siervos de la gleba.

Las cosas toman un cariz enteramente distinto apenas volvemos nuestra atención a cualquiera de los fenómenos de la vida económica contemporánea. Veamos, por ejemplo, uno de los más notables y asombrosos: la crisis comercial. Cada uno de nosotros ha vivido unas cuantas crisis comerciales e industriales y conocemos por experiencia el proceso que Engels describe en una cita clásica: “El comercio se paraliza, los mercados están sobresaturados de mercancías, los productos se estancan en los almacenes abarrotados sin encontrar salida; el dinero efectivo se hace invisible; el crédito desaparece; las fábricas paran; las masas obreras carecen de medios de vida precisamente por haberlos producido en exceso; las bancarrotas y las liquidaciones se suceden unas a otras. El estancamiento dura años enteros, las fuerzas productivas y los productos se derrochan y destruyen en masa, hasta que, por fin, las masas de mercancías acumuladas, más o menos depreciadas, encuentran salida, y la producción y el cambio van reanimándose poco a poco.

Paulatinamente, la marcha comienza a andar al trote; el trote industrial se convierte en galope y, por último, en una carrera desenfrenada, en una carrera de obstáculos que juegan la industria, el comercio, el crédito y la especulación, para terminar finalmente, después de los saltos más arriesgados, en la fosa de una crisis.” (F. Engels, Anti-Dühring, Kerr, páginas 286-287; Grijalbo, México, 1968, página 273) Todos sabemos cómo aterroriza el espectro de la crisis comercial a cualquier país moderno: la manera de anunciarse el advenimiento de dicha crisis es, de por sí, significativa. Después de unos cuantos años de prosperidad y buenos negocios, empiezan a aparecer vagos rumores en los diarios; la Bolsa recibe algunas noticias poco tranquilizadoras de ciertas quiebras; las indirectas que lanza la prensa se vuelven más específicas; la Bolsa se pone cada vez más aprensiva; el banco nacional aumenta la tasa de crédito, lo cual significa que el crédito es más difícil de obtener y los montos disponibles son menores; por último, las noticias de bancarrotas y cierres caen como gotas de agua en un chaparrón. Y una vez que la crisis está en pleno auge, empiezan las discusiones acerca de quién tiene la culpa. Los comerciantes echan la culpa a la  negativa de los bancos a conceder crédito y a la manía especulativa de los corredores de bolsa; los corredores se la echan a los industriales; los industriales se la achacan a la escasez de dinero líquido, etcétera. Y cuando por fin los negocios empiezan a mejorar, la Bolsa y los diarios ven los primeros síntomas con alivio, hasta que vuelven por un tiempo la esperanza, la paz y la seguridad. Lo más notable de esto es que todos los afectados, el conjunto de la sociedad, consideran y tratan a la crisis como algo fuera de la esfera de la voluntad y el control humanos, un golpe fuerte propinado por un poder invisible y mayor, una prueba enviada desde el cielo, parecida a una gran tormenta eléctrica, un terremoto, una inundación. El lenguaje que suelen utilizar los periódicos especializados al referirse a la crisis está lleno de frases tales como: “el cielo del mundo de los negocios, hasta ahora sereno, se esta empezando a cubrir de negros nubarrones”; o cuando se anuncia un drástico aumento de las tasas de crédito bancario, aparece invariablemente bajo el título de “se anuncian tormentas”, y después de la crisis leemos cómo pasó la tormenta y qué despejado está el horizonte comercial. Este estilo periodístico revela algo más que el mal gusto de los plumíferos de la página financiera; es típico de la actitud hacia la crisis, como si ésta fuera el resultado de una ley natural. La sociedad moderna contempla con horror cómo se cierne; agacha la cabeza temblorosa bajo los golpes que caen como una granizada; aguarda el fin de la prueba y vuelve a levantar cabeza, tímida y escépticamente; mucho después la sociedad comienza a sentirse segura una vez más. Así esperaban los pueblos de la Edad Media las plagas y hambrunas; la misma consternación e impotencia ante una prueba severa. Pero las hambrunas y pestes son antes que nada fenómenos naturales, aunque en última instancia las malas cosechas, las epidemias, etcétera, también tienen que ver con causas sociales. Una tormenta eléctrica es un acontecimiento provocado por elementos físicos y nadie, dado el desarrollo alcanzado por las ciencias naturales y la tecnología, es capaz de producir o impedir una tormenta eléctrica. Pero, ¿qué es una crisis moderna? Consiste en la producción de demasiadas mercancías. No hay compradores, y por lo tanto se detienen la industria y el comercio. La fabricación de mercancías, su venta, comercio, industria: tales son las relaciones en la sociedad moderna. Es el hombre quien produce las mercancías, y el hombre mismo quien las vende; el intercambio se da entre una persona y otra, y dentro de los factores que constituyen la crisis moderna no encontraremos un solo elemento que trascienda la esfera de la actividad humana. Es la sociedad humana, por tanto, la que produce periódicamente las crisis. Y al mismo tiempo sabemos que la crisis es un verdadero azote de la sociedad moderna, esperada con horror, soportada con desesperación y que nadie desea. Salvo para algunos especuladores bursátiles que tratan de enriquecerse rápidamente a costa de los demás, y que con frecuencia no se ven afectados por ella, la crisis constituye, en el mejor de los casos, un riesgo o un inconveniente para todos. Nadie desea la crisis; sin embargo ésta se produce. El hombre la crea con sus propias manos, aunque no la quiere por nada del mundo. Tenemos aquí un hecho de la vida económica que ninguno de sus protagonistas puede explicar. El campesino medieval producía en su parcela lo que su señor, por un lado, y él mismo, por el otro, querían y deseaban: granos y ganado, buenos vinos y ropas lujosas, alimentos y bienes suntuosos para sí y para su hogar. Pero la sociedad moderna produce lo que no quiere ni necesita: crisis. De vez en cuando produce bienes que no puede consumir. Sufre hambrunas periódicas mientras los almacenes se abarrotan de artículos imposibles de vender. Las necesidades y su satisfacción ya no concuerdan más; algo oscuro y misterioso se ha interpuesto entre ellas.

Tomemos otro ejemplo de la vida contemporánea, que conocemos todos, sobre todo los obreros de cualquier país: la desocupación.

Al igual que la crisis, el desempleo es un cataclismo que aflige de tanto en tanto a la sociedad; en mayor o menor medida es uno de los síntomas constantes de la vida económica contemporánea. Los estratos mejor organizados y pagos de la clase obrera que llevan el registro de los desocupados de su gremio saben de la cadena ininterrumpida en las estadísticas de desocupación para cada año y para cada semana y mes del año. La cantidad de obreros desocupados tendrá fluctuaciones, pero jamás, ni por un solo instante, se reduce a cero. La sociedad contemporánea demuestra su impotencia ante la plaga de la desocupación cada vez que ésta se vuelve tan seria que los órganos legislativos se ven obligados a tratar el problema. Después de mucho discutir, estas deliberaciones concluyen en una resolución para iniciar una investigación sobre la cantidad real de desocupados. Generalmente se limitan a medir la envergadura de la tragedia, así como en las inundaciones se mide el nivel del agua con un indicador. En el mejor de los casos se aplica el débil paliativo del seguro al parado (a expensas, generalmente, de los obreros ocupados) para disminuir los efectos del fenómeno, sin siquiera tratar de llegar a la raíz del mal.

A principios del siglo XIX, el cura Malthus, ese gran profeta de la burguesía inglesa, proclamó con esa refrescante brutalidad tan característica en él: “Si el obrero no puede obtener medios de subsistencia de sus parientes, a quienes se los puede reclamar con justicia, y si la sociedad no necesita su trabajo, el que nace en un mundo donde ya existe el pleno empleo no tiene derecho a la menor partícula de alimento, en realidad nada tiene que hacer en ese mundo. No tiene un sitio reservado en la gran mesa de la naturaleza. Ésta le ordena desaparecer y rápidamente ejecuta la orden.” La sociedad moderna, con esa hipocresía “social-reformista” que la caracteriza, frunce el ceño ante tanta candidez. En los hechos le permite al proletario parado “cuyo trabajo no necesita”, “desaparecer” de alguna manera, tarde o temprano: así lo demuestran las estadísticas de deterioro de la salud pública, de mortalidad infantil, los crímenes contra la propiedad en todas las épocas de crisis.

La analogía que trazamos entre las inundaciones y la desocupación revela un hecho asombroso: ¡que nuestra impotencia ante las grandes catástrofes naturales es menor que la que padecemos ante nuestros propios asuntos puramente humanos, puramente sociales! Las inundaciones periódicas que provocan tamaños estragos en el este de Alemania todas las primaveras son, en última instancia, resultado de no aplicar contramedida alguna, como se ha demostrado hasta ahora. La tecnología, con el nivel de desarrollo que ha alcanzado, nos da los medios adecuados para proteger a la agricultura de las devastaciones provocadas por las aguas incontroladas. Desde luego que para poner freno a esta fuerza potencial es necesario aplicar en gran escala los medios que nos brinda la tecnología: un gran plan regional de control de las aguas reconstruiría toda la zona de peligro, protegería los campos de labranza y pastoreo, construiría diques y compuertas y regularía el curso de los ríos. No se está realizando esta gran reforma en parte porque ni el Estado ni el capital privado quieren aportar los fondos necesarios, y en parte porque el gobierno tendría que hacer frente al obstáculo del derecho a la propiedad privada en la extensa zona afectada. Los medios para el control de las inundaciones y para encauzar las aguas turbulentas existen, aunque la sociedad sea incapaz de utilizarlos. Por otra parte, la sociedad contemporánea no ha encontrado el remedio para la desocupación. Y sin embargo no se trata de una ley de la naturaleza, ni de una fuerza física de la naturaleza, ni de un poder sobrenatural, sino de un producto de relaciones económicas puramente humanas. Una vez más nos encontramos con un enigma económico, que nadie desea que nadie provoca adrede, pero que se sucede periódicamente, con la regularidad de un fenómeno natural, por encima de las cabezas de los hombres podríamos decir.

Ni siquiera tenemos necesidad de recurrir a hechos tan notables de la vida cotidiana como las depresiones y el paro, es decir, calamidades que quedan fuera de la esfera de lo normal (al menos la opinión pública sostiene que dichos eventos conforman una excepción al curso normal de los acontecimientos). Veamos, en cambio, el ejemplo más común de la vida diaria, que se multiplica en todos los países: la fluctuación de los precios de las mercancías. Hasta un niño sabe que los precios de las mercancías no son algo fijo e inmutable sino todo lo contrario, suben y bajan casi todos los días, incluso a toda hora. Tomemos cualquier diario, vayamos a las informaciones financieras y leamos los precios del día anterior; trigo: débil a la mañana, mejor al mediodía, más alto o más bajo al cierre. Lo mismo ocurre con el cobre, el hierro, el azúcar y el aceite de uva. Y lo mismo con las acciones de las empresas industriales, privadas o estatales, en la Bolsa. Las fluctuaciones de los precios son un hecho incesante, “normal”, cotidiano, de la vida económica contemporánea. Pero de estas fluctuaciones resulta que la situación financiera de los dueños de todas estas mercancías cambia en forma diaria y horaria. Si aumenta el precio del algodón, aumenta la riqueza de los comerciantes y fabricantes que poseen acciones en el algodón; si bajan, la riqueza disminuye. Si aumenta el precio del cobre, los accionistas se enriquecen; si disminuye, se empobrecen. Así con una simple fluctuación de precios, con los resultados bursátiles, una persona puede convertirse en millonario o en mendigo en cuestión de pocas horas. Desde luego, la especulación y el fraude se basan en este mecanismo. El propietario medieval se enriquecía o empobrecía con una buena o mala cosecha; o, como un caballero errante, se enriquecía si asaltaba en los caminos a una cantidad suficiente de comerciantes acaudalados; o aumentaba su riqueza (éste era el método consagrado y preferido) exprimiendo aun más a sus siervos mediante impuestos en especie y dinero. Hoy una persona puede volverse rica o pobre sin mover Un dedo, sin que medie un acontecimiento natural, sin dar nada a nadie, sin robar cosa alguna. Las fluctuaciones de los precios son movimientos secretos dirigidos por un agente invisible que se mueve a espaldas de la sociedad, provocando cambios constantes en la distribución de la riqueza social. Observamos este movimiento así como leemos la presión en un barómetro, la temperatura en un termómetro. Y sin embargo los precios de las mercancías, con sus fluctuaciones, son asuntos evidentemente humanos, acá no hay magia negra. Nadie sino el hombre, con sus propias manos, produce estas mercancías y fija los precios, salvo que surja de sus acciones algo que no pretende ni desea; una vez más la necesidad, el objeto y el resultado de la actividad económica se encuentran en flagrante contradicción.

¿Cómo ocurre esto, cuáles son las leyes negras que, operando a espaldas de los hombres, conducen a la actividad económica del hombre contemporáneo a resultados tan extraños? Sólo la investigación científica puede resolver estos problemas. Se ha vuelto necesario resolver todos estos enigmas mediante la investigación exhaustiva, la meditación profunda, el análisis, la analogía, para penetrar en las relaciones ocultas cuyo resultado es que las relaciones económicas humanas no corresponden a las intenciones, a la voluntad, en fin, a la conciencia del hombre. De esta manera el problema que enfrenta la investigación científica puede definirse como la falta de conciencia humana de la vida económica de la sociedad, y así llegamos a la razón inmediata del surgimiento de la economía política.

Darwin, en la descripción de su viaje por el mundo, nos dice lo siguiente acerca de los indígenas que habitan Tierra del Fuego (en el extremo austral de América del Sur): “Suelen padecer hambrunas. El Sr. Low, capitán de un ballenero, que conoce íntimamente a los nativos de este país, hizo un relato curioso sobre la situación de un grupo de unos ciento cincuenta nativos en la costa occidental, sumamente delgados. Una serie de tormentas de viento había impedido a las mujeres recoger mariscos en la costa y a los hombres salir en sus canoas a cazar focas. Una pequeña partida de hombres salió una mañana y los indígenas que quedaban le explicaron a Low que se iban a buscar alimentos. A su regreso, Low salió a su encuentro, y los encontró sumamente cansados. Cada hombre portaba un gran trozo de carne podrida de ballena, a la que habían hecho un agujero en el medio por donde habían pasado la cabeza, como hacen los gauchos con sus ponchos. Apenas la carne era llevada al toldo, un anciano la cortaba en tiras y las asaba durante un minuto, murmurando alguna cosa, y las distribuía a los hombres famélicos, que durante todo este tiempo se mantenían en el más profundo silencio.” (Darwin, Voyage of a naturalist round the world, página 245)

Estamos hablando de uno de los pueblos más primitivos de la tierra. Los límites que enmarcan su voluntad y planificación son sumamente estrechos. El hombre se encuentra todavía muy ligado a la madre naturaleza, y dependiente de sus favores. Y sin embargo, dentro de límites tan estrechos, esta pequeña sociedad de ciento cincuenta hombres cumple un plan que organiza a todo el cuerpo social. Las previsiones tendientes a garantizar el bienestar futuro son el depósito de carne podrida, oculto en algún lado. Pero esta miseria se divide entre todos los miembros de la tribu, y se cumplen ciertas ceremonias; todos participan, bajo una dirección y con un plan, de la recolección de alimentos.

Consideremos ahora un oikos griego, la economía familiar esclavista de la Antigüedad, economía que constituía un verdadero “microcosmos”, un pequeño mundo. Observamos grandes desigualdades sociales. La pobreza primitiva ha cedido ante los confortables excedentes de los frutos del trabajo humano. El trabajo físico se convirtió en la maldición de unos, el ocio en privilegio de otros; el trabajador se volvió una propiedad del que no trabaja. Pero esta relación amo-esclavo tiene como base la planificación y organización más estrictas de la economía, del trabajo, del proceso de distribución. Su fundamento es la voluntad despótica del amo, su brazo ejecutor es el látigo del capataz.

En el señorío feudal de la Edad Media la organización despótica de la vida económica da lugar rápidamente al código de trabajo detallado, en el que se definen clara y rígidamente la planificación y la división del trabajo, los derechos y deberes de cada uno. En el umbral de este periodo histórico aparece ese bonito documento que vimos antes, el Capitulare de Villis de Carlomagno, rebosante de alegría y buen humor, gozando voluptuosamente de la abundancia de bienes materiales, cuya producción es el único objeto de la vida económica. Al fin del periodo histórico feudal encontramos un terrible código de tributos en trabajo y dinero impuesto por los señores feudales ávidos de riquezas, código que provocó las guerras campesinas del siglo XV en Alemania y que, dos siglos más tarde, redujo al campesino francés al estado de una bestia miserable que se levantaría a pelear por sus derechos al argentino clarín de la Gran Revolución Francesa. Pero mientras la escoba de la historia no barrió la basura feudal, la relación señor-siervo con toda su miseria determinaba clara y rígidamente las condiciones de la economía feudal, como una suerte preestablecida.

Hoy no tenemos amos, esclavos, señores feudales ni siervos. La libertad y la igualdad ante la ley liquidaron todas las relaciones despóticas, al menos en las naciones burguesas más antiguas; en las colonias (como todos saben) estos mismos estados frecuentemente introducen el esclavismo y la servidumbre. Pero en la propia casa de la burguesía reina la libre competencia como única ley que rige las relaciones económicas y todo plan, toda organización, ha desaparecido de la economía. Desde luego que si indagamos en las distintas empresas privadas, en las fábricas modernas o en un gran complejo fabril como Krupp o cualquier empresa agrícola en gran escala de Estados Unidos, encontraremos la organización más estricta, la división más detallada del trabajo, la planificación más minuciosa basada en la más reciente información  científica. Aquí todo trascurre fluidamente, como por arte de magia, bajo la administración de una voluntad, una sola conciencia. Pero apenas nos alejamos de la gran fábrica o del gran establecimiento agrícola, nos encontramos en medio del caos. Mientras las innumerables unidades (y cualquier empresa privada, hasta la más gigantesca, es sólo un fragmento de la gran estructura económica que abarca a todo el globo) se encuentran bajo la disciplina más férrea, la entidad de todas las llamadas economías nacionales, o sea la economía mundial, está totalmente desorganizada. En la entidad que abarca océanos y continentes no existe planificación, conciencia ni reglamento, solamente el choque ciego de desconocidas fuerzas incontroladas que juegan caprichosamente con el destino económico del hombre. Desde luego que aun hoy un soberano todopoderoso domina a obreros y obreras: el capital. Pero la soberanía del capital no se manifiesta a través del despotismo sino de la anarquía.

Y es precisamente la anarquía la responsable de que la economía de la sociedad humana produzca resultados que constituyen un misterio imposible de predecir para todos los afectados. La anarquía hace de la vida económica humana algo desconocido, ajeno, incontrolable, cuyas leyes debemos descubrir de la misma forma que descubrimos las de la naturaleza, de la misma manera en que tratamos de descubrir las leyes que gobiernan la vida de los reinos animal y vegetal, las formaciones geológicas de la superficie terrestre, el movimiento de los cuerpos celestes. El análisis científico debe descubrir ex post facto los propósitos y las leyes que gobiernan la vida económica humana, los que no fueron impuestos por una planificación consciente.

Ya deben de tener claro por qué a los economistas burgueses les resulta imposible explicar la esencia de su ciencia, poner el dedo en la llaga del organismo social, denunciar su malformación congénita. Reconocer y afirmar que la anarquía es la fuerza motriz vital del dominio del capital es pronunciar su sentencia de muerte, afirmar que sus días están contados. Resulta claro por qué los científicos defensores oficiales  del dominio del capital tratan de oscurecer el problema mediante toda clase de artificios semánticos, tratan de alejar la investigación del meollo de la cuestión, tomar las apariencias externas y discutir la “economía nacional” en lugar de la economía mundial. Al dar un solo paso más allá del umbral del conocimiento económico, con la primera premisa básica de la economía, las economías burguesa y proletaria se van por sendas distintas. Con el primer interrogante, por abstracto y poco práctico que parezca en relación a las luchas sociales que se libran en esta época, se forja un vínculo especial entre la economía como ciencia y el proletariado como clase revolucionaria.

 

VI

Si partimos de lo visto anteriormente, se aclaran varios interrogantes que en otras circunstancias nos podrían parecer enigmáticos.

En primer término se soluciona el problema de la edad de la economía. Una ciencia cuyo tema es el descubrimiento de las leyes de la anarquía de la producción capitalista mal podría haber surgido antes de esa forma de producción, antes de que aparecieran las condiciones históricas para el dominio de clase de la burguesía moderna, a través de siglos de dolores de parto, de cambios políticos y económicos.

Según el profesor Bucher, el surgimiento del orden social imperante fue un hecho muy simple, por supuesto, que poco tuvo que ver con fenómenos sociales anteriores: fue el producto de la exaltada decisión y la sublime sabiduría de los monarcas absolutistas. Nos dice Bucher: “El desarrollo final de la economía polítca [sabemos que para un profesor burgués la frase intencionalmente oscura ‘economía política’ significa modo capitalista de producción] es en esencia fruto de la centralización política que comienza a fines de la Edad Media con la aparición de las organizaciones territoriales estatales y encuentra su concreción en la creación del Estado nacional unificado. La unificación económica de las fuerzas va de la mano con la primacía de los elevados destinos de la nación en su conjunto sobre los intereses políticos privados. En Alemania los príncipes territoriales más poderosos, a diferencia de los nobles rurales y la aldea, tratan de poner en práctica la idea nacional moderna” (Bucher, El surgimiento de la idea nacional, página 134)

Pero también en el resto de Europa (España, Portugal, Inglaterra, Francia, Países Bajos) el poder principesco acometió hazañas de igual bravura.

“En todas estas tierras y con distintos grados de severidad aparece la lucha contra los poderes independientes de la Edad Media: la alta nobleza, las ciudades, provincias, corporaciones religiosas y seculares. El problema inmediato, por cierto, era la aniquilación de los círculos territoriales independientes que cerraban el camino a la unificación política. Pero en lo más profundo del movimiento que conducía hacia el absolutismo real duerme la idea universal de que las grandes tareas que se plantean a la civilización moderna exigen la unión organizada de pueblos enteros, una gran comunidad de fuerzas vivas; y ello sólo podía surgir sobre la base de la actividad económica común.” (Obra citada)

He aquí la flor del lacayismo intelectual que señalábamos en los profesores alemanes. Según el profesor Schmoller la ciencia de la economía surgió por orden del absolutismo ilustrado. Según el profesor Bucher el modo de producción capitalista es producto de la decisión soberana y los planes de los monarcas absolutistas que claman al cielo. En realidad cometeríamos una injusticia con los grandes tiranos españoles y franceses, y también con los pigmeos déspotas alemanes, si sospecháramos que se movían bajo el impulso de una “idea histórico-universal” o de “las grandes tareas que tiene planteada la civilización humana” en sus rencillas con generales insolentes a fines de la Edad Media o durante las costosas cruzadas contra las ciudades holandesas. Hay veces que realmente se plantean los hechos históricos patas para arriba.

La formación de los grandes estados burocráticamente centralizados fue un requisito indispensable para el surgimiento del modo de producción capitalista, pero su formación fue consecuencia de necesidades económicas nuevas, y se podría invertir el planteamiento de Bucher para decir, correctamente: la realización de la centralización política fue “esencialmente” producto de la maduración de la “economía política” (esto es, del modo capitalista de producción).

Es característico del instrumento inconsciente del avance histórico (como lo fue el absolutismo en la medida en que desempeñó un papel en el proceso histórico preparatorio) que desempeñe su rol progresivo con la misma inconsciencia imbécil que emplea para inhibir estas tendencias cada vez que lo considera conveniente. Esto ocurría, por ejemplo, cuando los tiranos-por-la-gracia-de-Dios de la Edad Media veían en las ciudades que se les aliaban contra la nobleza feudal meros objetos de explotación, a ser traicionados y entregados nuevamente a los barones feudales apenas se presentara la oportunidad. Lo mismo ocurría cuando, desde el comienzo, no vieron en el continente descubierto, con toda su población y cultura, sino un sujeto apto para la explotación más brutal, insidiosa y cruel, para llenar los “tesoros reales” con pepitas de oro en el menor tiempo posible con el propósito de servir a “las grandes tareas de la civilización”. Lo mismo ocurría cuando los mismos tiranos-por-la-gracia-de-Dios se oponían tozudamente a sus “fieles súbditos” cuando éstos les presentaban ese pedazo de papel llamado constitución parlamentaria burguesa, que después de todo fue tan necesaria para el desarrollo irrestricto del capital como lo fueron la unificación política y la gran centralización estatal.

En realidad, eran otras fuerzas enteramente distintas las que estaban en juego: a fines de la Edad Media se sucedieron grandes trasformaciones en la vida económica de los pueblos europeos, y éstas inauguraron un nuevo modo de producción.

Después que el descubrimiento de América y la circunnavegación de África, es decir el descubrimiento de la ruta marítima a la India, produjeron un florecimiento hasta entonces insospechado y una redistribución de las rutas comerciales, la liquidación del feudalismo y de la dominación de las ciudades por las corporaciones avanzó a pasos agigantados. Los grandes descubrimientos, las conquistas, el pillaje de los países recientemente descubiertos, la afluencia repentina de metales preciosos provenientes del Nuevo Continente, el gran comercio de especias con la India, el comercio de esclavos que proveía de negros africanos a las plantaciones de América, todos estos factores crearon en Europa Occidental nuevas riquezas y deseos en un lapso muy breve. El pequeño taller del artesano, con sus mil y una limitaciones, se convirtió en freno para el necesario aumento y rápido avance de la producción. Los grandes comerciantes superaron el escollo reuniendo a grandes cantidades de artesanos en las manufacturas, ubicadas fuera de la jurisdicción de las ciudades; supervisados por los mercaderes, liberados de las restricciones de las corporaciones, los mecánicos producían más y mejor.

En Inglaterra el nuevo modo de producción fue fruto de una revolución en la agricultura. El florecimiento de la manufactura lanera en Flandes y la gran demanda de lanas que fue su elemento concomitante impulsaron a la nobleza rural inglesa a convertir tierras antes cultivadas en pasturas para las ovejas; durante este proceso el campesinado inglés fue echado de su tierra en una escala jamás vista. La Reforma obró de manera similar. Después de la confiscación de las tierras de la Iglesia (las que fueron regaladas o perdidas por la nobleza cortesana y los especuladores), también fueron expulsados los campesinos que vivían en estas tierras. Así los manufactureros y los capitalistas del campo se encontraron con una gran provisión de proletarios empobrecidos situados fuera de los reglamentos y restricciones de las corporaciones feudales y artesanales. Después de un extenso periodo de martirio, de mendicidad o de reclusión en los asilos públicos, de crueles persecuciones por parte de la ley y la policía, estos pobres infelices encontraron refugio en la esclavitud asalariada en beneficio de una nueva clase de explotadores. Poco después sobrevino la gran revolución tecnológica que permitió una mayor utilización de trabajadores asalariados sin especialización al lado de los artesanos altamente especializados, sin llegar a reemplazarlos totalmente.

En todas partes el florecimiento y maduración de las nuevas relaciones chocaba con obstáculos feudales y la miseria de las pésimas condiciones de vida. La economía natural, base y esencia del feudalismo, y la pauperización de grandes masas, fruto de la presión irrestricta de la servidumbre, restringía la salida de las mercancías manufacturadas. Por su parte las corporaciones dividían y maniataban el elemento más importante de la producción: la fuerza de trabajo. El aparato del Estado, dividido en un número infinito de fragmentos políticos, incapaz de garantizar la seguridad pública, y la sucesión de tarifas y leyes comerciales, restringían y molestaban al incipiente comercio y al nuevo modo de producción.

Era evidente que de alguna manera la naciente burguesía de Europa Occidental debía barrer estos escollos o renunciar de plano a su misión histórico-mundial. Antes de destrozar completamente al feudalismo en la Gran Revolución Francesa, la burguesía ajustó intelectualmente sus cuentas con el feudalismo, y así se origina la nueva ciencia de la economía, una de las armas ideológicas más importantes de la burguesía en su lucha contra el Estado Medieval y por la instauración del moderno Estado de la clase capitalista. El nuevo orden económico apareció primero con las riquezas nuevas, rápidamente adquiridas, que inundaron la sociedad de Europa Occidental, provenientes de fuentes mucho más lucrativas, aparentemente inagotables y bastante diferentes de los métodos patriarcales de la explotación feudal, cuyo apogeo, por otra parte, ya había pasado.

Al principio la fuente más propicia para la nueva opulencia no fue el naciente modo de producción, sino su marcapasos: el gran auge del comercio. Es por ello que en los centros más importantes del comercio mundial, como las opulentas repúblicas italianas y España, se plantean los primeros interrogantes económicos y se hacen los primeros intentos de hallar respuestas a esos interrogantes.

¿Qué es la riqueza? ¿Qué es lo que hace que un estado sea rico o pobre? Este era el interrogante que se planteaba cuando las viejas concepciones de la sociedad feudal perdieron su validez en el torbellino de las nuevas relaciones. La riqueza es el oro con el cual se puede comprar cualquier cosa. El comercio crea riqueza. Serán ricos los estados que importen grandes cantidades de oro y no permitan que se lo saque del país. El comercio mundial, las conquistas coloniales en el Nuevo Mundo, las manufacturas que producen para la exportación: todo ello debe ser fomentado; debe prohibirse la importación de productos foráneos, que sacan el oro del país. Estas fueron las primeras enseñanzas de la economía, que aparecen en Italia a fines del siglo XVI y ganan popularidad en Inglaterra y Francia en el siglo XVII. Y esta doctrina, aunque muy elemental, fue la primera ruptura abierta con las concepciones de la economía feudal natural y su primera critica audaz; la primera idealización del comercio, de la producción de mercancías y, con ello, del capital; el primer programa político a la medida de la joven burguesía ascendente.

Pronto es el capitalista productor de mercancías, en lugar del comerciante, quien toma la delantera; al principio cautelosamente, disfrazado de sirviente pobre que espera en la antecámara del príncipe feudal. La riqueza de ninguna manera es oro, proclaman los iluministas franceses del siglo XVIII; el oro es simplemente un medio para el intercambio de mercancías. ¡Qué infantil la ilusión de ver en el brillante metal una  varita mágica para pueblos y estados! ¿Puede el metal alimentarme cuando tengo hambre; puede protegerme del frío cuando estoy aterido? ¿Acaso el rey Darío de Persia no sufría los tormentos infernales de la sed mientras sostenía tesoros en sus brazos, y no estaba dispuesto a cambiarlos todos por un poco de agua para beber? No; la riqueza es la provisión por la naturaleza de alimentos y sustancias con las que todos, príncipes y mendigos, satisfacen sus necesidades. Cuanto mayor el lujo con que la población satisface sus necesidades, más rico será el Estado… porque mayores serán los impuestos que el Estado podrá cobrar.

¿Y qué produce el maíz para el pan, las fibras para la ropa, la madera y los metales brutos con que hacemos casas y herramientas? ¡La agricultura! ¡La agricultura, no el comercio, es la verdadera fuente de las riquezas! ¡La masa de la población rural, el campesinado, el pueblo que crea las riquezas de todos, debe ser rescatado de la explotación feudal y elevado a la prosperidad! (Para que yo pueda encontrar compradores para mis mercancías, agregaría sotto voce el capitalista manufacturero.) Los grandes señores terratenientes, los barones feudales, deberían ser los únicos que paguen impuestos y mantengan al Estado, puesto que toda la riqueza producida por la agricultura pasa por sus manos. (De esa manera yo, que aparentemente no creo riquezas, no tendría que pagar impuestos, murmura astutamente el capitalista) Basta con liberar a la agricultura, al trabajo rural, de todas las trabas del feudalismo, para que la fuente de riquezas fluya en toda su plenitud para el Estado y la nación. Entonces vendrá la felicidad de todo el pueblo, y la armonía de la naturaleza volverá a reinar en el mundo.

Los primeros nubarrones que anunciaban el asalto a la Bastilla ya se veían claramente en las posiciones de los iluministas. Rápidamente la burguesía se sintió lo bastante poderosa como para quitarse la máscara de sumisión y ponerse en primer plano para exigir resueltamente la remodelación del Estado a su imagen y semejanza. La agricultura de ninguna manera es la única fuente de riqueza, proclamó Adam Smith en Inglaterra a fines del siglo XVIII. ¡Cualquier trabajo afectado a la producción de mercancías crea riqueza! (Cualquier trabajo, dijo Adam Smith, mostrando hasta qué punto él y sus discípulos se habían vuelto simples voceros de la burguesía; para él y para sus sucesores el trabajador ya era por naturaleza el asalariado del capitalista.) Porque el trabajo asalariado, además de mantener al trabajador, crea también la renta para el terrateniente y ganancias para el dueño del capital, el patrón. Y la riqueza se incrementa cuanto mayor sea el número de obreros que trabajan en los talleres bajo el yugo del capital; cuanto más detallada y minuciosa sea la división del trabajo entre ellos.

Esta era, pues, la verdadera armonía de la naturaleza, la verdadera riqueza de las naciones; cualquier trabajo se concreta en el salario del trabajador, que lo mantiene vivo y lo obliga a seguir trabajando por el salario; en renta, que le da al terrateniente una vida libre de preocupaciones; y en ganancias, que mantienen el buen humor del patrón y lo instan a perseverar en sus negocios. Así todos se ven favorecidos, sin necesidad de recurrir a los métodos torpes del feudalismo. “La riqueza de las naciones” es fomentada, entonces, cuando se incrementa la riqueza del empresario capitalista, el patrón que mantiene todo en funcionamiento y explota la dorada fuente de la riqueza: el trabajo asalariado. Por eso: basta de cadenas y restricciones de los buenos tiempos de antaño y también de medidas paternalistas protectoras recientemente instituidas por el Estado: libre competencia, manos libres al capital privado, que todo el aparato fiscal y estatal se ponga al servicio del patrón, y así todo estará perfectamente en el mejor de los mundos posibles.

Este era, pues, el evangelio económico de la burguesía, desprovisto de todo disfraz, y la ciencia de la economía había quedado desnuda hasta el punto de mostrar su verdadera fisonomía. Desde luego, las propuestas de reformas y las sugerencias que la burguesía había hecho a los estados feudales fracasaron tan estruendosamente como todos los intentos históricos de poner vino nuevo en odres viejos. El martillo de la revolución consiguió en veinticuatro horas lo que no se pudo lograr en medio siglo de remiendos. La conquista del poder político puso todos los medios y arbitrios en manos de la burguesía. Pero la economía, igual que todas las teorías filosóficas, legales y sociales del Siglo de las Luces, y antes que todas ellas, fue un método de adquirir conciencia, una fuente de conciencia de clase burguesa. En ese sentido fue un prerrequisito y un acicate para la acción revolucionaria. En sus variantes más remotas la tarea burguesa de remodelar el mundo fue alimentada por las ideas de la economía clásica. En Inglaterra, durante el apogeo de la lucha por el libre cambio, la burguesía sacaba sus argumentos del arsenal de Smith y Ricardo. Y para las reformas del período Stein-Hardenburg-Schnarhorst (en la Alemania posnapoleónica), que constituyeron un intento de volver a darle alguna forma viable a la basura feudal prusiana después de los golpes que recibió de manos de Napoleón en Jena, también tomaban sus ideas de las enseñanzas de los economistas clásicos ingleses: el joven economista alemán Marwitz escribió en 1810 que, después de Napoleón, Adam Smith era el soberano más poderoso de Europa.

Si ahora comprendemos por qué la economía se originó hace apenas siglo y medio, también podemos reconstruir su suerte posterior. Si la economía es una ciencia que estudia las leyes peculiares del modo capitalista de producción, la razón de su existencia y su función están ligadas a su tiempo de vida; la economía perderá su fundamento apenas haya dejado de existir ese modo de producción. En otras palabras, la ciencia de la economía habrá cumplido su misión apenas la economía anárquica del capitalismo haya desaparecido para dar paso a un orden económico planificado y organizado, dirigido sistemáticamente por todas las fuerzas laborales de la humanidad. La victoria de la clase obrera moderna y la realización del socialismo será el fin de la economía como ciencia. Aquí vemos el vínculo especial que existe entre la economía y la lucha de clase del proletariado moderno.

Si es tarea de la economía dilucidar las leyes que rigen el surgimiento, crecimiento y extensión del modo de producción capitalista, se plantea inexorablemente que, para ser coherente, la economía debe estudiar también la decadencia del capitalismo. Igual que los anteriores modos de producción, el capitalismo no es eterno sino una fase transitoria, un peldaño más en la escala interminable del progreso social. Las enseñanzas sobre el surgimiento del capitalismo deben trasformarse lógicamente en enseñanzas sobre la caída del capitalismo; la ciencia sobre el modo de producción capitalista se convierte en la prueba científica del socialismo; el instrumento teórico de la instauración del dominio de clase de la burguesía se vuelve un arma de la lucha de clases revolucionaria por la emancipación del proletariado.

Esta segunda parte del problema general de la economía no fue resuelta, desde luego, por los franceses ni los ingleses, ni mucho menos por los sabios alemanes provenientes de la burguesía. Las últimas conclusiones de la ciencia que analiza el modo de producción capitalista fueron extraídas por el hombre que, desde el comienzo, estuvo en el punto de vista del proletariado revolucionario: Carlos Marx. Por primera vez el socialismo y el movimiento obrero moderno se asentaron sobre la roca indestructible del pensamiento científico.

El socialismo, en cuanto ideal de orden social basado en la igualdad y fraternidad de todos los hombres, ideal de comunidad comunista, tiene más de mil años. Entre los primeros apóstoles del cristianismo, entre las sectas religiosas de la Edad Media, en las guerras campesinas, el ideal socialista aparecía como la expresión más radical de la revolución contra la sociedad. Pero en cuanto ideal por el cual abogar en todo momento, en cualquier momento histórico, el socialismo era la hermosa visión de unos pocos entusiastas, una fantasía dorada siempre fuera del alcance de la mano, como la imagen etérea de un arco iris en el cielo.

A fines del siglo XVIII y comienzos del XIX la idea socialista, libre del frenesí sectario religioso como reacción ante los horrores y devastaciones perpetrados por el capitalismo en ascenso contra la sociedad, apareció respaldada por primera vez por una fuerza real. Pero inclusive en ese momento, el socialismo seguía siendo en el fondo un sueño, el invento de algunas mentes osadas. Si escuchamos a Cayo Graco Babeuf, el primer combatiente de vanguardia en las conmociones revolucionarias desatadas por el proletariado, que quiso con un golpe de mano introducir la igualdad social a la fuerza, veremos que el único argumento en que basa sus aspiraciones comunistas es la flagrante injusticia del orden social existente. En sus artículos y proclamas apasionadas, como en su defensa ante el tribunal que lo sentenció a muerte, denunció implacablemente el orden social contemporáneo. Su evangelio socialista es una denuncia de la sociedad, de los sufrimientos y tormentos, la miseria y la degradación de las masas trabajadoras, sobre cuyas espaldas se enriquece el puñado de ociosos que domina la sociedad. Para Babeuf bastaba con la consideración de que el orden social existente bien merecía perecer; es decir, podría haber sido derribado un siglo antes de su tiempo si hubiera existido un puñado de hombres decididos a tomar el poder estatal para instaurar la igualdad social, tal como los jacobinos en 1793 tomaron el poder político e instauraron la República.

En las décadas de 1820 y 1830 tres grandes pensadores representaron, con genio y brillo mucho mayores, el pensamiento socialista: Saint-Simón y Fourier en Francia, Owen en Inglaterra. Se basaban en métodos totalmente distintos pero, en esencia, en la misma línea de razonamiento que Babeuf. Desde luego que ni uno de estos hombres pensaba siquiera remotamente en la toma revolucionaria del poder para la realización del socialismo. Por el contrario, al igual que todo el resto de la generación posterior a la Gran Revolución, se sentían desilusionados por las convulsiones sociales y políticas, convirtiéndose en firmes partidarios de los medios y propaganda puramente pacifista. Pero el ideal socialista les era común; constituía fundamentalmente un esquema, la visión de una mente ingeniosa que prescribe su realización a una humanidad sufriente para rescatarla del infierno del orden social burgués.

Así, a pesar de todo el poder de su crítica y la magia de sus ideales futuristas, las ideas socialistas no influenciaron de forma notable los verdaderos movimientos y luchas de su tiempo. Babeuf pereció con un puñado de amigos en la oleada contrarrevolucionaria, sin dejar más rastro que una estela luminosa en las páginas de la historia revolucionaria. Saint-Simón y Fourier fundaron pequeñas sectas de partidarios entusiastas y talentosos quienes (luego de sembrar ideas ricas y fértiles en ideales sociales, crítica y experimentos) se separaron en busca de mejor fortuna. De todos ellos fue Owen quien más atrajo a la masa proletaria, pero después de agrupar a un sector elitista de obreros ingleses entre 1830 y 1840 su influencia también desaparece sin dejar rastro.

En 1840 surgió una nueva generación de dirigentes socialistas: Weitling en Alemania, Proudhon, Louis Blanc, Blanqui en Francia. La clase obrera comenzaba a luchar contra las garras del capital; la insurrección de los obreros textiles de la seda de Lyon y el movimiento cartista de Inglaterra iniciaron la lucha de clases. Sin embargo no existía un vínculo directo entre los movimientos espontáneos de las masas explotadas y las distintas teorías socialistas. Las masas proletarias insurgentes no se planteaban objetivos socialistas, ni los teóricos socialistas trataban de basar sus ideas en las luchas políticas de la clase obrera. Su socialismo sería instaurado mediante algunos artificios astutos, tales como el Banco Popular de Proudhon o las asociaciones productoras de Louis Blanc. El único socialista para quien la lucha política era un medio para la realización de la revolución social era Blanqui; esto lo convierte en el único verdadero representante del proletariado y de sus intereses de clase revolucionarios de la época. Pero en lo fundamental su socialismo era un esquema realizable a voluntad, fruto de la férrea decisión de una minoría revolucionaria y resultado de un golpe de Estado repentino perpetrado por dicha minoría.

El año 1848 iba a ser el apogeo y también el momento crítico para el viejo socialismo en todas sus variantes. El proletariado de París, influenciado por la tradición de luchas revolucionarias anteriores, agitado por los distintos sistemas socialistas, adoptó con pasión algunas nociones vagas sobre un orden social justo. Derrocada la monarquía burguesa de Luis Felipe, los obreros parisinos utilizaron la relación de fuerzas favorable para exigir la instauración de una “república social” y una nueva “división del trabajo” a la burguesía aterrorizada. El gobierno provisional recibió el célebre periodo de gracia de tres meses para cumplir con esas demandas; durante tres meses los obreros pasaron hambre y aguardaron, mientras la burguesía y la pequeña burguesía se armaban secretamente y se preparaban para aplastar a los obreros. El periodo de gracia terminó con la memorable masacre de junio en la que el ideal de la “república social”, realizable en cualquier momento, quedó ahogado en la sangre del proletariado parisino. La Revolución de 1848 no instauró la igualdad social sino más bien la dominación política de la burguesía y un incremento sin precedentes de la explotación capitalista bajo el Segundo Imperio.

Pero a la vez que el socialismo de viejo cuño parecía enterrado definitivamente bajo las barricadas destrozadas de la Insurrección de Junio, Marx y Engels colocaron la idea socialista sobre bases enteramente nuevas. Ninguno de los dos buscó argumentos a favor del socialismo en la depravación moral del orden social existente ni intentó introducir de contrabando la igualdad social mediante ardides nuevos e ingeniosos. Se dedicaron al estudio de las relaciones económicas que se establecen en la sociedad. Allí, en las leyes de la anarquía capitalista, Marx descubrió la base de las aspiraciones socialistas. Los economistas clásicos franceses e ingleses habían descubierto las leyes de la vida y el crecimiento de la economía capitalista; Marx retomó su trabajo medio siglo después, partiendo de donde ellos habían abandonado. Descubrió cómo las mismas leyes que regulan la economía actual preparan su caída, mediante la anarquía creciente que hace peligrar cada vez más a la sociedad misma, forjando una cadena de catástrofes políticas y económicas devastadoras. Marx demostró que las tendencias inherentes al desarrollo capitalista, llegado cierto punto de madurez, hacen necesaria la transición a un modo de producción planificado, organizado conscientemente por toda la fuerza trabajadora de la humanidad, para que la sociedad y civilización humanas no perezcan en las convulsiones de la anarquía incontrolada. Y el capital acerca esta hora fatal a velocidad acelerada, movilizando a sus futuros sepultureros, los proletarios, en número creciente, extendiendo su dominación a todos los países del globo, instaurando una economía mundial caótica y sentando las bases para la solidaridad del proletariado de todos los países en un solo poder revolucionario mundial que barrerá el dominio de clase del capital. El socialismo dejó de ser un esquema, una bonita ilusión o un experimento realizado en cada país por grupos de obreros aislados, cada uno librado a su propia suerte. Programa político de acción común para todo el proletariado internacional, el socialismo se vuelve una necesidad histórica resultado del accionar de las propias leyes del desarrollo capitalista.

Debe resultar claro a esta altura por qué Marx ubicó su concepción fuera de la esfera de la economía oficial y la intituló Crítica de la economía política. Las leyes de la anarquía capitalista y de su colapso inevitable, desarrolladas por Marx, son la continuación lógica de la ciencia de la economía tal como la crearon los economistas burgueses, pero una continuación cuyas conclusiones finales son el polo opuesto del punto de partida de los sabios burgueses. La doctrina marxista es hija de la economía burguesa, pero su parto le costó la vida a la madre. En la teoría marxista la economía llegó a su culminación, pero también a su muerte como ciencia. Lo que vendrá (además de la elaboración de los detalles de la teoría marxista) es la metamorfosis de esta teoría en acción, es decir, la lucha del proletariado internacional por la instauración del orden económico socialista. La consumación de la economía como ciencia es una tarea histórica mundial: su aplicación a la organización de una economía mundial planificada. El último capítulo de la economía será la revolución social del proletariado mundial.

El vínculo especial entre la economía y la clase obrera moderna es una relación recíproca. Si, por una parte, la ciencia de la economía, perfeccionada por Marx, es más que cualquier otra ciencia la base indispensable para el esclarecimiento del proletariado, entonces el proletariado con conciencia de clase es el único auditorio capaz de comprender las enseñanzas de la economía científica. Contemplando las ruinas de la vieja sociedad feudal, los Quesnay y Boisguillebert de Francia, los Ricardo y Adam Smith de Inglaterra volvieron sus ojos con orgullo y entusiasmo al joven orden burgués, y con fe en el milenio de la burguesía y su armonía social “natural”, sin el menor temor, permitieron que sus ojos de águila penetraran en las profundidades de las leyes económicas del capitalismo.

Pero el impacto creciente de la lucha de la clase proletaria, sobre todo la Insurrección de Junio del proletariado de París, destruyó hace mucho la fe de la sociedad burguesa en su propio dios. Desde que comió del árbol de la sabiduría y supo de las modernas contradicciones de clase, la burguesía aborrece la clásica desnudez con la que los creadores de su propia economía política la pintaron para que estuviese a la vista de todos. La burguesía ganó conciencia del hecho de que los voceros del proletariado moderno habían forjado sus armas mortíferas en el arsenal de la economía política clásica.

Así es como, desde hace décadas, no sólo la economía socialista, sino también la economía burguesa, en la medida en que en un tiempo fue verdadera ciencia, encuentra oídos sordos en las clases poseedoras. Incapaces de comprender las teorías de sus propios grandes antepasados y aún menos de aceptar la doctrina de Marx, surgida de aquéllas y que toca a muerto por la sociedad burguesa, nuestros doctos burgueses exponen, bajo el nombre de economía política, una masa amorfa de residuos de toda clase de ideas científicas y tergiversaciones interesadas, con lo cual ya no persiguen el objetivo de desentrañar las verdaderas tendencias del capitalismo sino solamente el de ocultarlas para poder sostener que el capitalismo es el mejor, el único, el eterno orden social posible.

Olvidada y traicionada por la sociedad burguesa, la economía científica únicamente busca su auditorio entre los proletarios dotados de conciencia de clase para encontrar en ellos no sólo comprensión teórica sino también una realización práctica. La conocida frase de Lassalle se aplica en primer término a la economía política:

“Si se abrazan la ciencia y los obreros, esos polos opuestos de la sociedad, aplastarán con sus brazos todos los obstáculos que se oponen a la civilización.”

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