Marx, Hegel y las lecciones de la Comuna

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  • Capítulo “¿Marx ha muerto?” del libro “Hegel, Marx, Nietzsche”, Siglo XXI Editores, 1975

Henri Lefebvre

Del atolladero cenagoso sube el croar de las ranas, del cielo gris caen los graznidos: “¡Marx ha muerto! De cuanto había previsto, anunciado, profetizado, nada se realiza, nada de nada…”. Esto por la derecha. Por la izquierda o, mejor dicho, por el lado anarcoizquierdista hemos visto brotar una tesis interesante: si no hubiera existido ni Marx ni la teoría marxista, ya se habría producido la revolución proletaria. Marx, protector del capitalismo. Sin embargo, los motines campesinos no han producido ninguna reforma agraria, romper las máquinas jamás ha transformado la sociedad. Este anarcoizquierdismo elude un problema, un conflicto importante: institución-organización.

Por si se plantea la cuestión del inventario y del balance, establezcámoslos desde ahora:

a) En las obras de Marx hubo un determinado número de previsiones o prediccion a corto plazo. Entre otras, la inminente —porque estaba ya en marcha— concentra­ción de los capitales. Consecuencia: el fin del capitalismo competitivo. Y esto por una doble presión: la del capital financiero salido de la concentración y la de la clase obrera actuando en el plano económico (huelgas, aumento de salarios, reducción del tiempo de trabajo) y en el plano político (acción parlamentaria, acción subversiva, acción revolucionaria). ¿Quién puede hoy día refutar la realización de esta “profecía” basada en el análisis de las tendencias y contradicciones inherentes al capitalismo de libre competencia? Esta materialización de un anuncio tan esencial aseguraría por sí sola la validez del análisis y de la exposición del capital por Marx. Sin embargo, la validez de los análisis de Marx se puso de relieve bastante tarde, una vez realizada la trans­ formación del capitalismo competitivo en capitalismo monopolítico (imperialista y financiero) y, además, por medio de interpretaciones diversas (Hilferding, Lenin, Keynes, etc.) y de sucesos contradictorios.

Hace poco, a propósito de la crisis de las materias primas y de la energía, hemos leído —seguidas de firmas autorizadas— diversas declaraciones de este tipo: “crisis imprevista… crisis que no responde al pensamiento marxista… crisis sin relación con la hipótesis marxista de la superproducción y del subconsumo… Ahora bien, la teoría de las crisis se resume en Marx en una afirmación: cada crisis tiene sus caracteres específicos. El mismo estudió una crisis desencadenada por la rarefacción de una materia prima importante: el algodón que procedía de la parte de América asolada por la guerra de Secesión. Por último, la superproducción que analiza Marx es ante todo la de los medios de producción (máquinas, fuerza de trabajo).

La desaparición del capitalismo competitivo se efectúa, según las previsiones, mediante un doble proceso: la presión y la acción de la clase obrera, que en 1917 inauguró la desaparición de ese modo de producción en un gran país agrario y el auge del capital financiero en los países avanzados. Encadenamiento que está conforme en líneas generales, pero que no en los detalles con las previsiones de Marx, puesto que éste anunciaba la transformación revolucionaria en los países industriales avanzados, bajo la dirección de una clase obrera altamente desarrollada, cualitativa y cuantitati­vamente. La hipótesis de semejante revolución política, que permite y que precede, por la transformación de las relaciones de propiedad, a un crecimiento (económico) rápido y a un desarrollo (social, cualitativo), resulta, por tanto, parcialmente errónea. Indiscutiblemente, según Marx, no podía haber crecimiento (de las fuerzas productivas) sin una inversión de las relaciones sociales. Crecimiento y desarrollo de la sociedad debían ir racionalmente —armoniosamente— juntas, al estilo hegeliano, si es que se nos permite decirlo: dominación de la naturaleza y apropiación de la naturaleza no podían, para Marx, separarse. Del encadenamiento de los hechos, de la victoria del Estado de tipo hegeliano sobre las fuerzas revolucionarias, van a resultar crecimientos sin desarrollo (victoria de lo cuantitativo sobre lo cualificativo) con rebajamiento de lo social (su aplastamiento entre lo económico y lo político). Por otro lado, el crecimiento generalizado realiza parcialmente el periodo de transición previsto por Marx: hace posible (lo cual no significa necesario) un salto cualitativo, la capacidad de las fuerzas sociales hasta entonces ahogadas por la represión, por el uso político del saber, por la ideología. El crecimiento de las fuerzas productivas ha dado lugar a nuevos sectores: citemos, por ejemplo, la informática. Cierto que el capitalismo se ha apoderado de esas adquisiciones de las fuerzas productivas y de la ciencia integrada en la producción. Sin embargo, de ahí resulta una “socialización de la sociedad” y de las fuerzas productivas mismas, cuyos elementos (empresas) no están ya aislados, separados en el espacio. Lo cual ya lo había previsto Marx, aunque cargándolo a la cuenta de la sociedad “socialista”. ¿Quién se opone a un salto cualitativo? El Estado-nación de tipo hegeliano, con su potencia represiva, sus estructuras coercitivas, sus formas (formalidades y formaciones) anquilosadas, sus funciones “satisfactorias”. En resumen, con el peso de sus instituciones basadas en el productivismo y en el cuantitativismo.

b) A medio plazo, Marx anunciaba en los límites de lo previsible la formación de una sociedad distinta. ¿Qué modalidades de existencia la caracterizaban? De la futura sociedad que nacerá de una revolución total, Marx habla poco. Se negaba a jugar a las pitonisas. Parece que unas veces la ve de forma ética (cada uno respeta a los demás) y otras estética (todos poetas, todos artistas). Previsiblemente esta sociedad futura se caracteriza, en primer lugar, por la propiedad y gestión colectivas, es decir, sociales, de las fuerzas productivas y de los medios de producción, es decir, de lo económico. Luego por la desaparición (decadencia) del Estado político y de lo político como tales, y, por tanto, por el predominio de lo social sobre lo económico (dominado) y sobre lo político (reabsorbido). Este predominio de lo social y de las necesidades sociales (colectivas) define el socialismo y luego el comunismo, según Marx. Implica para él la diversidad, la riqueza de las relaciones sociales (la verdadera riqueza), la apropia­ción o re-apropiación por el “hombre” (social) de sus condiciones, de sus medios: la naturaleza, la técnica, las ciencias, etc. Implica también el fin de las instituciones represivas y opresivas: con el Estado, antes o después de él, debían desaparecer la religión, la familia, la nación y la patria, el trabajo impuesto, la ideología, etc. De este proyecto, ¿qué se ha llevado a la práctica? Nada o tan poco que es como si no se hubiera realizado nada. Sin embargo, gran parte de aquello, cuya desaparición había anunciado Marx, en lugar de reforzarse se va pudriendo…

c) A largo plazo, el pensamiento de Marx toma ventaja. En muchos textos, desde la Miseria de la filosofía a los Grundrisse (Elementos fundamentales para la crítica de la economía política,’ trabajos preparatorios de El capital, fragmentos que no figuran entre los más célebres y más vulgarizados), Marx analiza la máquina, las etapas y el complejo proceso de su perfeccionamiento: reunión de utillaje, utilización de energías distintas a las humanas, inversiones materiales de técnicas y de resultadoscientíficos. Marx previo el automatismo de las máquinas y la automatización de la producción (ya Hegel lo había previsto, pero sin fundamentar su predicción en un estudio preciso de este objeto abstracto-concreto, estudio permitido a Marx por los trabajos de uno de los fundadores de la tecnología, Babbage). La máquina, más compleja cada vez, recibirá desde fuera, con relación a su funcionamiento intemo, energías y materias primas; las transformará mediante un proceso autoregulado en productos acabados que harán inútil el trabajo humano. El trabajo dividido hasta el infinito encuentra de nuevo una unidad: la del proceso productivo en las máquinas automáticas.

Este anuncio a largo plazo del no-trabajo forma parte de las “profecías” de Marx, aunque nada tenga de una escatología o de un milenarismo en el sentido tradicional. Marx presiente que este perfeccionamiento decisivo de las fuerzas productivas altera revolucionariamente el mundo. Contiene en sí las posibilidades más contradictorias: catástrofes o maravillas, o ambas cosas a la vez. Si la revolución política y social no tiene lugar, la conmoción tecnológica se encargará de transformar el mundo; y si las sociedades no están dispuestas a aceptarla, a dominar la técnica, a asegurar al ser humano la apropiación del mundo, las consecuencias derivadas de ello serán fatales. ¿Que harán las personas que ya no trabajen, pero que, sin embargo, tengan que alimentar (a base de energía y de materias primas) las máquinas? ¿Cómo administrar colectivamente esas enormes unidades de producción, dispersas por la faz de la tierra en función de los flujos de energía y de los recursos en materias primas? ¿A qué necesidades sociales subordinarlas y cómo hacerlo?

En fragmentos hasta hace bien poco dejados de lado, Marx llega incluso a presentir que una aglomeración (una ciudad)1 2 que ocupa un espacio (urbano) implica un «balance energético”, es decir, un intercambio de recursos con el espacio circundante (el campo) y el espacio más alejado. ¿Cómo se han de regir estos intercambios? Sin un dominio de ese proceso —una regulación racional—, la realidad urbana corre el peligro de destruir sus propios recursos y de destruirse a sí misma. Presintiendo los problemas llamados ecológicos, aunque sin pensar que pudieran pasar a un primer plano, Marx considera una autorregulación global de los procesos productivos, pero no piensa que una regulación de los intercambios al más alto nivel (ciudad-campo, por ejemplo) pueda hacerse automáticamente, sin intervención de una actividad y de un conocimiento.

El lector descubre hoy esas interrogantes, esas indicaciones, en los fragmentos de Marx que no figuran en las “vulgatas”. ¿De modo claro y distinto? No. Hay que leer esos textos con los ojos del siglo XX, interpretarlos en función de un siglo de experiencias.

¿Puede haber otro procedimiento para estudiar textos que no tienen ninguna relación con la literatura, que difieren de ella tanto por la forma (un lenguaje distinto al lenguaje común, sin que ese lenguaje se singularice mediante un esfuerzo indivi­dual, el del autor) como por el contenido (un análisis de lo actual orientado hacia lo virtual)? Ya Hegel había definido esta trayectoria: profundización regresiva del comienzo (aquí el pensamiento de Marx) y determ inación progresiva de ese comienzo como tal, tomado cada vez de forma diferente, sin que haya una lectura definitiva y una fijación del sentido.

­Por lo que respecta al Estado, en la obra de Marx no se puede encontrar un “modelo” de realidad política. Por el contrario, en el conjunto de su obra hay un minucioso examen crítico de la teoría hegeliana (además de numerosas anotaciones polémicas contra tal o cual hombre de Estado, notas que también apuntan contra el Estado correspondiente).

¿Por qué esta ausencia? En tiempos de Marx, el Estado comenzaba su carrera fulminante; fuera de su existencia sobre el papel en Hegel, no terna ser político más que en Francia. Marx vio el hundimiento del bonapartismo en Francia y el auge del Estado en Alemania, con Bismarck y Prusia. En Inglaterra, el Estado, vinculado al mercado mundial y a los inicios del capitalismo, seguía siendo débil. ¿Estimó Marx quizá suficiente la crítica de la teoría hegeliana sin reemplazarla por otra construc­ción? ¿Juzgó acaso las arquitecturas estatales demasiado frágiles, demasiado rápida­ mente modificadas, para mereccruna elaboración teórica? ¿O no pudo captar los lazos entre el Estado y el modo de producción (capitalista), al no tener a su disposición más ejemplo que el de Inglaterra?

Marx no puede reprochar a Hegel ignorar la producción y despreciar el proceso productivo, con su doble aspecto: uno, estrictamente considerado, el trabajo, las actividades económicas (fuerzas productivas), la fabricación de objetos en función de la demanda y de las necesidades, y, otro, en sentido lato, la producción de relaciones sociales y de la sociedad, la autoproducción de la realidad humana.

La filosofía hegeliana de la historia y de la autoproducción por el “hombre” de su propia realidad pasa por el filtro de la antropología feuerbachiana. ¿Quién vive? ¿Quién actúa? Un ser sensible y sensitivo, un sujeto-objeto que nace de la naturaleza y que jamás sale de ella, aunque la modifique. Hegel concibió en toda su amplitud la actividad productora, al separarlas de la naturaleza en nombre de la Razón (de la Idea). Feuerbach restituye la naturalidad, despreciando la actividad. Marx restituye la unidad del “ser humano” (social) al superar la racionalidad especulativa de Hegel y el naturalismo limitado de Feuerbach: al romper sus límites en un movimiento dialécti­co. Percibe, además, los nuevos problemas que surgen durante esa superación: ¿cómo un “ser” de la naturaleza, nacido de ella, que vive en ella y en ella puede dominarla? Si no hay una racionalidad superior y, sin embargo, inmanente a ese devenir, ¿a dónde va el “hombre” que domina la naturaleza mediante el conocimiento? Marx deja hasta cierto punto en suspenso estos interrogantes en los Manuscritos de 1844, contentán­dose con caracterizar práctica y socialmente la alienación humana.

El ser humano no sale de la naturaleza, para dominarla, sin penas ni sin peligros. El trabajo mismo, cuyo elogio incondicional hace Hegel (burgués que ignoraba serlo) subordinándolo al saber, el suyo, este trabajo alienante-alienado, puesto que está dividido, somete al individuo que trabaja, poruña parte, a las exigencias técnicas del

proceso productivo, y, por otra, a las exigencias sociales del mercado (doble a su vez: mercado de trabajo, mercado de productos de trabajo). Primera observación: ni la producción ni el mercado ostentan el equilibrio intemo que les atribuye Hegel, al presuponer el acuerdo entre el sistema de los trabajos y el de las necesidades. El hegelianismo interpreta mal los descubrimientos de los economistas ingleses. La regulación del mercado, en la medida en que existe, deriva de la competencia más encarnizada, que elimina a los menos dotados y a los peor situados. El mercado no favorece la racionalidad superior ni la subida hacia la Idea, sino la ascensión de los poderosos y de los ricos. Entre las víctimas tanto del mercado como de la división de los trabajos figuran, en primer lugar, los “trabajadores” mismos. El optimismo hegeliano no se sostiene ante el análisis crítico.

¿Ignoraba Hegel las clases sociales? No, pero comprendió mal su esencia y, por tanto, su papel. En la Revolución francesa sólo vio la ascensión racional del Estado- nación, ignorando casi completamente la lucha de clases entre burguesía y aristocracia (descubierta, sin embargo, a principios del siglo XIX por Saint-Simon). Captó, por un lado, la producción económica, y, por otro, las clases sociales, pero no comprendió su relación. Su construcción triádica, especulativamente proseguida, le impulsó hacia un enorme error. Para él hay dos clases trabajadoras y, por tanto, productivas — campesinos, obreros y artesanos—, y, por encima de estas dos clases, la jerarquía de la clase pensante; clase o, mejor, casta política, casta dominante (gobernantes, gobierno). En este edificio ¿dónde están los medios de producción y las relaciones de producción? ¿Quién detenta los medios de producción y los posee en nombre de las relaciones de propiedad? Una ilusión de racionalidad y de armonía perturba la visión hegeliana. ¿La clase medial Para Marx, al revés que para Hegel, no tiene una existencia definida. Hay clases y capas medias. El nombre cambia; Marx denomina “pequeña burguesía”, peyorativamente, a lo que la filosofía hegeliana del Estado adoma con el bello nombre de “clase pensante”. Para Marx esta presunta clase se compone de elementos muy diversos: ciertos campesinos, grupo muy diversificado (obreros agrícolas, aparceros, granjeros capitalistas o no capitalistas, propietarios de bienes raíces), pertenecen a él, así como los comerciantes, las profesiones liberales, los funcionarios, etc. ¿Improductivos? No. Muchos, si no todos, producen a su manera, incluso criminales. ¿Están unidos por un lazo determinado, jurídico, a los medios de producción? No. Sólo el capitalista posee esos medios, locales, máquinas, materias primas, fondos salariales. ¿El comerciante? Produce a su manera, porque el transporte de bienes de un lugar a otro forma parte de la producción. Gracias al trabajo de su “personal”, el comerciante produce plusvalía, igual que el industrial. Por igual motivo recibe una parte de esa plusvalía, proporcional al capital invertido en su empresa comercial. Cuanto más importante es el comercio, más se vincula a la empresa industrial. Lo mismo ocurre con la empresa agrícola. Pero hay muchos pequeños y medios comerciantes, muchos pequeños y medios propietarios o granje­ros, muchos pequeños y medios funcionarios, etc. Todo esto compone la “pequeña burguesía”. Quizá estas clases medias poseen la facultad de reflexionar, es decir, de ir de incertidumbre en incertidumbre; pero no poseen ni la capacidad de dirigir la pro­ducción ni la de orientar el conjunto político. Su importancia cualitativa y cuantitati­va, ciertamente considerable, no corresponde para nada al papel que le asignaba Hegel. Lassalle, hegeliano inconsecuente, hace trampa, lo mismo que sus partidarios, cuando dice que las clases medias frente a la clase obrera convertida en fuerza política activa, forman una masa reaccionaria con la burguesía. Este absurdo disimula en Lassalle una táctica peligrosa: tender la mano a los señores feudales, al propio Bismarck, salido de estos señores feudales, aunque sea superior a ellos por su amplitud de miras políticas. Lassalle olvida que la burguesía conturba revolucionariamente la sociedad mediante la industria, y que el proletariado, el producto más auténtico salido de esa turbación provocada por la gran industria, tiende a despojara la producción de su carácter capitalista. Cierto que de las filas de estas capas medias sale, por vía selectiva (exámenes y oposiciones) el personal dirigente, también jerarquizado. Aquí Marx tiene un destello de genio, entre tantos otros, que se traduce, en primer lugar, por un lenguaje distinto.

Al cuerpo de funcionarios estatales, que Hegel no cesa de elogiar por su competencia, su celo, su honradez (la tríada de las virtudes), Marx lo denomina de entrada burocracia. Lo que le lleva en seguida a un descubrimiento fundamental, que pertenecería a lo que hoy se llama “sociología” si esta ciencia especializada se elevase hasta el conocimiento crítico. En cuanto cuerpo social constituido, la burocracia posee intereses propios. Trata de mantenerse, e incluso de ampliarse, de extender los dominios que regenta, de conservar su cohesión en tanto que cuerpo, numéricamente. Por tanto, si los burócratas dictaminan medidas para administrar la sociedad, en función de los recursos atribuidos y de sus fuentes (la “renta nacional”, el “producto nacional bruto”), también adoptan otras para perseverar en su ser (social). Todo ello en el seno del orden político. La racionalidad o irracionalidad de este orden Ies preocupa bastante poco. Además, lo racional y lo irracional se amalgaman; mientras el primero gira hacia el absurdo, el segundo se elabora en formalismos y en escrituras muy razonadas. Los burócratas aceptan esta situación como un dato de su actividad. Si les importa algo la racionalidad, es en función de su conservación. La función de los funcionarios se desdobla: gestión pública y control del conjunto social (autocon-servación de los diversos cuerpos constituidos y del conjunto burocrático como cuerpo social). Si hay, por tanto, una autorregulación, ésta no beneficia a la totalidad política, como pretende Hegel, sino a una parte de la sociedad, que se labra una posición y la amplía mediante una lucha perpetua. Esta lucha se superpone a las otras, no las simplifica, aunque tiende a disimularlas. La contradicción llega incluso hasta el centro del edificio estatal. Abre en él fisuras que van de arriba abajo.

Por un lado, la burocracia, con su capa o casta superior de dirigentes (a los que Marx no llama todavía “tecnócratas”, pero cuyo auge presiente), administra el conjunto social, es decir, el Estado, los “servicios públicos”, educación e instrucción, sanidad, investigación científica, etc. La burocracia, para estas actividades, dispone del sobreproducto social que consigue por diversos medios: los impuestos, las empresas del Estado, etc. Es de todos conocido hasta qué punto este problema del sobreproducto y de su gestión preocupa a Marx en La crítica del programa de Gotha, 1875. La burocracia organiza y administra estos servicios, teniendo en cuenta los intereses existentes y, por tanto aquellos que dominan económicamente: los intereses de los capitalistas y de la burguesía como clase. Por medio de los burócratas, la clase económicamente dominante tiende (no se trata de ninguna manera de un hecho consumado, de un estado de cosas conseguido desde el principio) a ejercer su hegemonía, a modelar incluso las necesidades, el saber, el espacio social. No sin resistencias, por supuesto, entre ellas las que se derivan de la autodefensa de las diversas instituciones, refugio de la burocracia. Pero al mismo tiempo (y jamás se insistirá bastante en esta simultaneidad) los aparatos burocrático-políticos tienden a elevarse por encima de la sociedad; a dominarla en lugar de administrarla. La ascensión del conjunto hacia la abstracción, aplaudida por Hegel como signo y prueba de racionalidad, posee este lado absurdo. Los gestores de la sociedad dejan de administrarla por cuenta de la clase dominante y consiguen una realidad autónoma. Incluso pueden llegar a imponer sus intereses específicos, a saquear a la sociedad entera, incluida la clase económicamente dominante (no sin tratarla con cuidado ni sin que ella se resista enérgicamente). Este proceso de autonomización, que permite al Estado y a sus aparatos gravitar pesadamente sobre la sociedad y lo social como tales, no carece de inconvenientes. Al no ser controlados por abajo (democráticamente), los elementos del cuerpo político se dividen; compiten entre sí por el poder y sus ventajas. Elevado por encima de la sociedad, el Estado se desmorona siguiendo unas líneas divisorias, como cualquier sistema. La rivalidad agudizada engendra la violencia. Unas veces los militares, otras los políticos (que poseen un aparato) se aprovechan de la situación, despreciando a los poseedores del saber (los técnicos superiores y tecnócratas, que, por otro lado; se toman con frecuencia el desquite, porque no se puede prescindir de ellos a la hora de administrar la sociedad).

Marx expone este doble movimiento dialéctico en el seno del Estado y de sus aparatos en El 18 Brumario de Luis Bonaparte, después de haber descrito y analizado sus condiciones al enfrentarse al hegelianismo en La crítica de la filosofía del Estado (en Hegcl). En 1852, un grupo de aventureros políticos y militares se apodera de la sociedad francesa y la saquea. La Lumpemburguesía, unida al lumpemproletariado, se apodera del Estado, ya elevado por encima de la sociedad, y lleva el proceso a su término (lo mismo que más tarde hará el fascismo). Marx pone al desnudo en el bonapartismo esta tendencia del Estado, desde el momento en que cesa el control democrático por la base. Tendencia: Marx no analiza más que tendencias, movimien­ tos, procesos, es decir, “devenires”. ¿Es éste el Estado hegeliano? No, pero es lo que le espera, aquello hacia lo que va si nada le amenaza por abajo.

Marx revela la verdad social del Estado político. Como lo comprendió Hegel, quitando importancia a su descubrimiento, tiene una base social: las relaciones de producción. Por tanto, la clase obrera, vinculada a las relaciones de producción precisamente porque no tiene ninguna relación inmediata con la producción, sino relaciones mediatas (contractuales, puesto que hay contrato, verbal o escrito, del asalariado con el patrón) con los poseedores de los medios de producción, esa clase obrera forma parte de la base: el Estado pesa sobre ella.

Los sucesos políticos franceses desde 1848 a 1852 ilustran todo el proceso. El Estado francés, fuerte desde el antiguo régimen, reforzado por Napoleón, centraliza­ do, no tenía, sin embargo, nada de un Estado moderno. Al erguirse el edificio sobre una base agraria, la burocracia estatal (la administración) unía entre sí a numerosas unidades de producción aisladas, las de los campesinos parcelarios de las aldeas y pequeñas ciudades. Con la Restauración se acentúa el carácter ficticio de la construc­ción estatal, ya que la base cambia: los campesinos se modifican y aparece la clase obrera; en 1848 esa clase obrera se manifiesta y el edificio se tambalea. La República no llega a reconstituirlo ni a reconstruirlo en función de las nuevas realidades, la industria y la clase obrera. Entonces llegan los aventureros que mediante un golpe de Estado se apoderan de esa soberbia presa.

El edificio político moderno pesa, por tanto, sobre la clase obrera, a la vez para mantener las relaciones de producción, para organizar el consumo y, si es posible, vigilar la producción, y para garantizar la plusvalía destinada al conjunto de la sociedad, los diversos “servicios”.

Tal base nada tiene de estable, ni de equilibrada, ni de racional. ¿Y las fuerzas productivas? Crecen y las condiciones cambian. ¿Las relaciones de producción? Relegan la propiedad privada de los medios de producción (incluido el suelo) a lo irracional, aunque su peso político aumente. ¿Las clases? Su número cambia sin cesar; desaparecen clases como tales (por ejemplo, en Francia, los propietarios de bienes raíces) y otras nacen (los campesinos parcelarios después de la Revolución francesa y su reforma agraria).

Una paradoja más: la construcción hegeliana expresa una “realidad”, un determi­nado resultado de la historia, y, además, un proyecto, una esperanza; un horizonte, el de la burguesía. Hegel, al desconocer sus propios presupuestos, como todo filósofo, ignoró esto hasta cierto punto.

En la medida en que Marx elabora una teoría del Estado, ésta comienza como crítica de la teoría hegeliana en las obras de juventud, prosigue polémicamente contra el bonapartismo, se acaba con un ataque contra el partido socialdemócrata alemán, ataque que apunta a través de éste a su inspirador, F. Lassalle, el “Marat berlinés”, y alcanza a través de Lassalle al blanco hegeliano, de suerte que la última obra recoge y lleva a término la primera. Tema constante: “Las condiciones actuales de la propiedad son mantenidas por el poder de Estado, que la burguesía ha organizado para proteger las condiciones de su propiedad. Por tanto, los proletarios deben derribar el poder político…” (1847).

La crítica del programa de Gotha merece un estudio en profundidad. Por muchas razones. Este texto, relegado al olvido por los interesados (los socialdemócratas alemanes), permaneció, en primer lugar, ignorado; en segundo lugar, incomprendido.

Antes de volver sobre este escrito breve y denso, ampliamente utilizado en las páginas anteriores, hagamos una observación de extrema importancia. ¿Hace alusión Marx a la Comuna? Sólo la menciona a propósito del fin de la I Internacional. Ahora bien, conoce perfectamente lo que había pasado en París en 1871, y lo aprueba. De modo especial, en aquello que concierne al Estado. Dejando al margen algunas medidas audaces, aunque vanas, los comunalistas hicieron añicos el Estado existente, un Estado burgués poco democrático que se había establecido sobre las ruinas del Estado bonapartista. Al abatir la burocracia, la policía, el ejército, los aparatos colocados por encima del pueblo y contra él, los comunalistas mostraron el camino. La crítica… no dice nada de esto, y el lector sólo encuentra de pasada la Comuna. ¿Por qué? Por dos razones. En primer lugar, Marx sabe que no puede hablar a los alemanes, cuatro años más tarde, de lo que se había hecho en París; lo ignoraban o lo rechazan porque estos socialistas están imbuidos de prejuicios nacionalistas. Se han situado a sí mismos, como dice Marx rabiosamente, “dentro del marco del Estado nacional de hoy”, es decir, dentro del marco bismarckiano, hasta el punto de olvidar que el Imperio alemán está situado económicamente dentro del marco del mercado mundial y políticamente dentro del marco “de un sistema de Estados”. Cosa que desborda el “marco” nacional. De tal suerte que la verborrea sobre la “fraternidad de los pueblos” reemplaza a la lucha común de las clases obreras contra las clases dominantes y sus gobiernos.

En segundo lugar, siglo y medio más tarde podría pensarse que la propia situación confunde a Marx, que la comprende mal. ¿Qué ocurre? Ante sus ojos, la clase obrera del país más poderoso de Europa se organiza políticamente; se inspira en él, Marx, por medio de alguien que conoce el Manifiesto comunista de memoria, Lassalle. Y he aquí que esta clase obrera, poderosa ya, tanto cualitativa como cuantitativamente, cae en la más burda de las trampas: el nacionalismo, el estatismo. ¡Qué golpe para Marx! Su obra se le escapa. ¿Cómo y por qué? ¿Presiente que la clase obrera no se verá libre de contradicciones? ¿Que no realizará de un solo trazo, con poderosa simplicidad, su “misión histórica”? Si Marx tiene dudas al respecto, no lo dice, pero analiza detalladamente las contradicciones internas del partido obrero alemán. Con él, la clase obrera comienza a mezclar verbalismo revolucionario y fórmulas oportunistas. ¡Como Lassalle, que discurre sobre “la ley del bronce” y el sistema de salarios, y tiene miramientos con la clase más reaccionaria, so pretexto de que rechaza el capitalismo! Es más, el partido obrero alemán lucha por “la emancipación del trabajo”, por “la abolición del sistema de salarios”. ¿Por qué medio? Mediante el establecimiento de cooperativas de producción con la ayuda del Estado. ¿Qué Estado? Un “Estado libre” (artículo 2 del programa).

¿Qué quiere decir Estado libre?, pregunta Marx. ¿Estado independiente? ¿Estado libre en sus movimientos en cuanto Estado? ¡Pamplinas peligrosas! “La libertad consiste en convertir al Estado de órgano que está por encima de la sociedad en un órgano completamente subordinado a ella, y las formas de Estado siguen siendo hoy más o menos libres en la medida en que limitan la ‘libertad del Estado’…” Lo cual disipa las monstruosas confusiones, los monstruosos abusos de lenguaje del progra­ma. ¿El Estado en general? Es una ficción. Los Estados modernos colocados en un terreno común, la sociedad burguesa, pero en el seno de un capitalismo más o menos desarrollado, tendrán, por tanto, caracteres esenciales en común y diferencias secun­darias. Cuando el partido obrero alemán declara que acepta el “marco político” existente, el Estado del Imperio prusiano-alemán, hipoteca gravemente el porvenir. Elimina de antemano lo esencial de la transformación revolucionaria, que cambia la sociedad capitalista en sociedad comunista, a saber, la fase de transición, “cuyo Estado no puede ser otro que la dictadura revolucionaria del proletariado”. Engels y Lenin llevan hasta el final la tesis marxista. En el plano político, ¿en qué consiste la revolución? En tres actos sucesivos y encadenados: acabar con el Estado “existente” en tal coyuntura nacional; construir otro edificio político, el de la dictadura (o, mejor, de la hegemonía) proletaria; poner así fin al Estado y a la política por decadencia (y no por disgregación, corrupción, etc.). En resumen, mediante dos verbos activos: reabsorto la política y absorber lo económico en lo social al establecer la prioridad de éste. Tal es el objetivo estratégico.

“Cabe entonces preguntarse: ¿qué funciones sociales, análogas a las funciones actuales del Estado, subsistirán entonces?”, pregunta Marx en términos reveladores; en la sociedad que él prevé, las funciones políticas (suponiendo que la política tenga algunas “funciones”) habrán desaparecido, reemplazadas por funciones sociales. Y en adelante no habrá problema de funciones económicas. Lo social, “emancipado”, como se decía entonces, libre de lo económico y lo político, alcanzará su plenitud. Se desarrollará como tal. Las funciones sociales, que sólo serán análogas a las del Estado político, saldrán de un análisis racional (científico) de la sociedad. Y, añade Marx, no se avanza hacia la solución del problema acoplando la palabra “pueblo” a la palabra “Estado”. Sólo puede resolverlo el conocimiento del conjunto social, al transformarse en práctica social.

¿De qué funciones sociales se trata? En lo esencial, de la toma y la gestión del sobreproducto. El proyecto aparentemente revolucionario de dar a cada trabajador el fruto de su trabajo o su equivalente, ese proyecto audaz no tiene sentido. Una vez que sea hegemónica, la clase obrera deberá hacer funcionar toda la sociedad y tomar del resultado global de la producción lo indispensable para que continúen (transformados en su contenido) los servicios llamados públicos o de interés general: educación, instrucción; sanidad, etc., además de la investigación científica, del arte, etc. Cuestión grave: ¿hay que poner entre estas asignaciones del sobreproducto social el armamento y el ejército? No. Salvo en el caso de una amenaza tal que el pueblo deba armarse para resistir a las operaciones de una estrategia adversa: de una estrategia de clase.

De paso es el momento oportuno de decir que esta teoría del sobreproducto social ha sido descuidada por la mayoría de las corrientes marxistas. ¿Por qué? Porque principalmente (aunque no exclusivamente) se encuentra en La crítica del programa de Gotha, obra mal conocida. Luego, porque los marxistas se han ocupado unas veces de las grandes cuestiones filosóficas y otras de las ciencias especializadas (historia, economía política), dejando de lado lo social propiamente dicho, desconocido también en su especificidad. Y, por último, porque el militantismo político y sindical siempre ha hecho hincapié (y todavía lo hace) en los problemas relativos a la producción y, por tanto, a la empresa, los salarios, etc., descuidando los demás momentos de la realidad social.

Sólo un pensador muy notable, aunque anormal o precisamente por serlo, Georges Bataille, ha recogido el análisis del sobreproducto social en su libro La part maudite. Interpreta la teoría de una forma original y paradójica. Para él lo que está enjuego en la lucha de clases es, en realidad, ese sobreproducto, su conquista y empleo. Tanto más cuanto que esa demasía, ese excedente de que las sociedades disponen permite todo lo que excede a la dura vida del trabajo productivo y la cotidianeidad: las guerras, las fiestas, los sacrificios religiosos, el placer, el lujo, las obras de arte, los monumentos, en pocas palabras, lo que los economistas consideran despilfarro, gasto inútil, y que hace atractiva la vida. El sobreproducto permite combatir, y es por lo que la gente combate. Bataille ilustra su teoría mediante ejemplos precapitalistas. Puede ser que tenga valor de verdad para esas sociedades en las cuales las clases dirigentes (aristocracia, clero) debían tener en cuenta al pueblo; las supervivencias de la comunidad primitiva o de a democracia militar, las tradiciones de las asambleas generales en los pueblos y ciudades obligaban a los “notables” a gastos suntuarios, en el sentido que Veblen da en su obra: Leasure class. ¿Pero es cierto en el capitalismo? ¡Cada vez menos, o cada vez más si se considera el armamento como despilfarro! Este gasto ha tomado otras formas (fundaciones, donaciones, etc.). En cuanto al despilfa­rro, o bien se esconde, público (burocrático) o privado; o bien deja de ser extraeconó­mico para convertirse en económico: el acelerador del crecimiento y de la producción (como ha demostrado Vance Packard).

Hay que admitir, sin embargo, que la lucha de clases no se limita a las cuestiones de salario a escala empresarial, sino que abarca el conjunto de la sociedad, conjunto afectado por la gestión hegemónica del fondo social tomado de la plusvalía.

Tras la crítica y la réplica, tan perentorias, de Marx a Hegel, ¿qué queda de la tesis hegeliana de una racionalidad perfecta en el Estado existente o en el Estado en general? Esto: las arquitecturas filosóficas, como las construcciones políticas, son testigo de una racionalidad limitada. Según Marx, la clase obrera irá más lejos que la burguesía y más alto en la razón, tras un salto (cualitativo, es decir, revolucionario). Es en este sentido en el que, para Marx, la clase obrera recibe la herencia de la filosofía y la hace fructificar a un nivel más elevado. La clase obrera actuará según su análisis teórico, según las indicaciones del conocimiento, en vez de proceder unas veces especulativamente (como los filósofos) y otras empíricamente (como los políticos profesionales). El error o la ilusión, como se quiera, de la racionalidad hegeliana consiste en que subestima las contradicciones y cree que es fácil resolverlas. Como si el conocimiento de los conflictos implicase ya su solución. El dialéctico Hegel niega, desmiente su propia dialéctica. Para Marx, la cima estatal, la instancia suprema no puede conocer auténticamente ni resolver realmente las contradicciones derivadas de esta doble irrupción que puso fin a la antigua historicidad: la industria, la clase obrera.

Según Marx, esta última clase posee un privilegio dialéctico que corresponde a su misión universal y no histórica. No puede afirmarse sin superarse, es decir, sin negarse. Si se convierte en “sujeto colectivo”, es decir, en sujeto político, y si se apodera revolucionariamente del Estado, lo hará para negar el Estado y la política llevándolos a su término y, por tanto, a su fin. El proceso, según Marx, comprende tres momentos: la clase obrera se afirma, luego resquebraja y destruye la sociedad existente, incluido el Estado. lista afirmación positiva y, al mismo tiempo, negativa, cualitativa, aunque cuantitativa, introduce un periodo de transición durante el cual la clase obrera convertida en hegemónica ve surgir numerosos problemas, los de la gestión global de la sociedad, lo que supone organizaciones, acciones coherentes y, por tanto, una especie de “Estado” y de vida política. Luego, lo social se desarrolla: el Estado ha desaparecido por decadencia; lo económico socialmente dominado ya no es, en cuanto nivel distinto y prioritario, más que un mal recuerdo.

Este esquema teórico suscita varias objeciones. Triádico aún y siempre, de forma algo simplista, no tiene en cuenta ni las desigualdades del crecimiento económico y de desarrollo (percibidas por Marx, pero cuyos conceptos teóricos y leyes sólo Lenin debía formular con claridad), ni los obstáculos políticos, las guerras, las represiones, la violencia permanente. Además, ¿qué es lo que impide a los hombres del Estado adquirir un saber más amplio que la visión altanera de cuanto ven desde lejos y desde arriba? El Estado, si se nos permite hablar familiarmente de una realidad tan admirable, no se deja mangonear. La hipótesis según la cual el Estado, al endurecerse, se resquebraja y desmorona no tiene más consistencia que la de una metáfora. Se presta demasiado fácilmente a la retórica subversiva. Da pábulo, al parecer, a dos mitos modernos ya mencionados: el del Titán (el Prometeo que ataca a los dioses) y el del Genio Maligno (que hace derrumbarse el edificio a partir de un detalle vulnerable).

Sin embargo, este esquema discutible contiene la capacidad revolucionaria del pensamiento marxista. Actualiza el concepto de la Libertad, que un siglo después de ser expresado por Marx sigue siendo lo más sutil y lo más fuerte que ha elaborado la racionalidad occidental. De tal suerte que nos encontramos ante un dilema: o bien aceptamos este esquema o bien admitimos la oposición sin remedio de lo irracional a lo racional (de lo vivido a lo concebido) y viceversa, cosa que no necesita demostración.

Una concepción de la Libertad limitada por los mismos conceptos que la de la razón cruza el hegelianismo; concepción subyacente a la filosofía del saber, emergente en la teoría del Estado. La libertad se define por el conocimiento de la necesidad (del determinismo). Tesis que tiene la ventaja de unir a la tradición filosófica del Logos sujeto y objeto, discurso y razón, los descubrimientos científicos de la época moderna desde Galileo y Descartes.

Hegel detalla minuciosamente los momentos de la Libertad, que, como es debido, son tres. El “libre arbitrio”, la voluntad individual que se declara libre no es más que el primer momento, vacío e incierto; libertad y arbitrario se confunden. La voluntad indeterminada —el “yo” como actividad subjetiva pura— debe limitarse y determi­narse para lograr la existencia: para querer algo, es decir, para ser voluntad. Decisión, determinación saber van juntos. El “libre arbitrio”, que generalmente se denomina “libertad”, queda confiado al azar. En este nivel se sitúan y permanecen en la práctica la mayoría de las gentes, e incluso en un plano ideológico que se cree superior, el pensamiento llamado liberal. La libertad del individuo es el arte de aprovechar el azar, la suerte o la mala suerte. Sin más. Contradictoriamente, dice Hegel “El hombre normal cree ser libre cuando se le permite actuar arbitrariamente, pero es precisamente ahí, en lo arbitrario, cuando no es libre. Cuando quiero lo racional, no actúo como individuo particular, sino según conceptos de ética”. No obstante, este primer grado, subjetivo e incoherente, de la libertad adquiere una existencia objetiva y ya necesaria con la propiedad. Cosa que contribuye a llevar a la voluntad que pretende ser libre hacia el segundo momento, la Moralidad. En este grado reconoce a las demás voluntades; se refleja en ellas y las refleja en sí, avanzando de este modo hacia la realidad sustancial, que sólo alcanza en un tercer momento. Este reúne y supera a los otros dos, lo subjetivo y lo objetivo, lo arbitrario y lo sustancial. La libertad se define entonces como “actualidad conforme a su concepto”, como “totalidad de la necesi­ dad”, conocida y reconocida en la familia, la sociedad civil y el Estado. De ahí resulta que la moral y el derecho, la costumbre razonable y la ley van juntos, como las necesidades y los trabajos. También resulta de ahí que el sistema de derecho constituye la determinación, la realización de la libertad, “el mundo del espíritu engendrado por él mismo en tanto que segunda naturaleza” (textos de la Enciclopedia y de la Filosofía del derecho, fragmentos 169 ss.). El derecho y la moral garantizan al individuo contra lo arbitrario del exterior y contra lo arbitrario de su propio “libre arbitrio”. La libertad superior consiste en el conocimiento y el reconocimiento, es decir, en la aceptación de los sistemas imbricados en el Estado: necesidades, trabajos, derecho, moral. Para Hegel nada hay más riguroso que esta definición o determinación de la libertad; pero el examen pone de manifiesto rápidamente su ambigüedad. Se la pueden dar los sentidos más dispares. ¿Conocer la necesidad? ¿Supone eso reconocer­ la, admitirla? ¿O bien luchar contra ella para dominarla y quedar exento de ella? El Logos occidental, en el hegelianismo, postula su claridad, su univocidad, su signifi­cación, que se desdoblan e incluso estallan inmediatamente. El descubrimiento de las leyes astronómicas, desde Kepler a Newton, no ha permitido modificar los fenóme­nos, sólo preverlos. Por el contrario, el médico que conoce el determinismo (causas- efectos) de una enfermedad puede intervenir y a veces curar el enfermo. El concepto del conocer se diversifica. No sólo se distingue del saber y de los conocimientos especializados, sino que exige categorías nuevas. A veces el conocimiento permite dominar una cadena de hechos, permite manejarla y, por tanto, modificarla. A veces no lo permite y se limita a la previsión más o menos precisa, con frecuencia “probabilista”. A veces el conocimiento permite acomodar o reacomodar el proceso a las necesidades y deseos del ser que conoce y que vive socialmente.

Esta diferencias concretas perturban la teoría hegeliana. Marx lo captó muy bien, aunque no llegó a la elaboración de los conceptos diferenciales, pese a haberlo intentado en las obras de juventud (en particular a propósito de la aprobación en los Manuscritos de 1844, donde la opone con fuerza a la propiedad, demostrando que ésta no impide aquélla.

Para Marx, la libertad se define en el plano social, y sólo en este plano, con exclusión de los determinismos económicos como tales y de las coacciones políticas como tales. ¿Qué es el individuo? Un ser social, dice Marx, un nudo, o núcleo, o centro (móvil) de relaciones sociales. Su grado de realidad práctica y concreta, es decir, de libertad, depende de la complejidad y de la “riqueza” de las relaciones. Aquí la riqueza en relaciones sociales se opone a la riqueza en dinero, como la apropiación a la propiedad. La pobreza en relaciones sociales puede acompañar a la riqueza en objetos, en dinero, en capital. Y, a la inversa, la riqueza (en relaciones) va unida con frecuencia a la pobreza (en objetos, en dinero). La una no excluye la otra, porque si no habría que renunciar a toda esperanza. Las relaciones sociales comprenden las relaciones de producción, pero las abarcan superándolas. De este modo, las relaciones sociales que llevan los nombres de “cultura” o de “producción artística” desbordan la división técnica y social de los trabajos. La riqueza de las relaciones sociales, más compleja que complicada, implica la diversidad y la multiplicación de las posibilidades, para el individuo y para la colectividad. La libertad en el sentido de Marx se analiza en momentos sucesivos, que se abarcan y se desarrollan. Implica, en primer lugar, una dominación de la naturaleza mediante la técnica, mediante las fuerzas productivas. Luego, un dominio de los procesos y de los determinismos económicos así forjados. Por último, una apropiación del conjunto (base, estructuras y superestructuras, es decir, capacidad productora y organización de esa capacidad). En la ilustración simplificada dada anteriormente, el médico que cura al enfermo domina un determi-nismo de hechos naturales, domina el resultado de su intervención, reacomoda su cuerpo al individuo. En otro grado de complejidad social, la realización (conseguida) de un espacio habitado (una ciudad) exige la dominación de múltiples determinismos naturales —el clima, las aguas, el emplazamiento—, así como el dominio de las diversas corrientes que se concentran en ese espacio —energías, informaciones, materias primas, mercancías—, y, por último, la apropiación arquitectónica y urbanís­tica del espacio mismo. Aquí y así nace y se logra la libertad, según Marx. Contradic­ciones inéditas, inopinadas para Marx: la dominación puede entrañar la destrucción de lo dominado (la naturaleza, entre otras cosas). El dominio del proceso económico no entraña la apropiación. Esta supone aquellos dos componentes o se superpone a ellos.

Por un asombroso malentendido, por una aberración inconcebible, el concepto hegelinno de la libertad ha invadido el pensamiento marxista.

¡Cuántos “marxistas” han definido así la libertad, cediendo al fetichismo (sin embargo, burgués) del saber eficaz, aceptando el productivismo (sin embargo, capitalista)! En la práctica, esta definición acaba identificando la libertad del ciuda­dano con el reconocimiento de los determinismos económicos, con los imperativos del crecimiento y la aceptación de las coacciones políticas. ¡El empobrecimiento del individuo, “libremente consentido”, se hace pasar por libertad suprema! La definición filosófica ha sido “realizada” de la manera más lamentable, previa distorsión.

Cuando la filosofía, la de los estoicos (aunque más de un filósofo no afiliado oficialmente a esta escuela fuese estoico por ser filósofo), definía la libertad como la aceptación del destino e incluso como el amor fati, lo hacía para preservar su fuero interno. Mientras que, en nombre de una definición de la libertad pretendidamente revolucionaria, dado que se atribuye al magister de la revolución, el Estado se reserva el derecho de acosar al individuo hasta en sus reservas, en sus recursos ocultos, hasta en su secreto, negándole el fuero interno, acusando a esta intimidad de desviación psicopatológica (antisocial).

En resumen, una vez más, para Marx, Engels y Lcnin, la revolución que preconi­zaron, la revolución total se distingue de las revoluciones políticas por la promocióno ascensión de lo social contra lo político y lo económico.

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