Las Purgas y los Juicios de Moscú

En Agosto de 1936 comenzaron los Juicios de Moscú, una falsificación judicial a gran escala. Con ella, el estalinismo masacró a la vieja guardia bolchevique y limpió el aparato de estado de la URSS de todo resabio de quienes hicieron la revolución rusa. Un acontecimientos histórico de consecuencias dramáticas de la que la mayoría del socialismo revolucionario no ha sacado las conclusiones necesarias.

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¿De qué manera el asesinato de los ‘líderes’ dejaría el poder en manos de personas que, mediante una serie de retractaciones, habían perdido toda confianza en sí mismos, se habían degradado, pisoteado y privado de toda posibilidad de jugar un papel político importante? 

León Trotsky, Zinoviev y Kamenev, 31/12/1936

 

Uno de los mayores interrogantes de las purgas estalinistas es la razón por la cual algunos de los más importantes ex dirigentes bolcheviques, revolucionarios que como dijera Trotsky eran personas “profunda, total y abnegadamente entregados a la causa del socialismo”, curtidas por mil batallas, llegaron a confesar terribles crímenes que jamás cometieron (pero que en las condiciones de la época la mayoría creyó[1]).

Enorme cantidad de obras históricas y literarias han abordado el tema, uno de los más impactantes de la contrarrevolución estalinista. Si de todas maneras estas abjuraciones subsisten como un hecho desconcertante, esto se debe a su carácter extraordinario: la reducción de la flor y nata de los dirigentes de la Revolución Rusa a semejante ignominia, la confesión de crímenes horrendos, la acusación a sus compañeros de lucha, la delación: una humillación sin igual, un descenso a los infiernos.

Un ejemplo entre tantos es el de Yuri Piatakov, antiguo dirigente de la Oposición de Izquierda, especialista en economía industrial, que capituló junto a Preobrajensky cuando el giro industrializador de Stalin. El 27 de julio de 1936 redactaba la siguiente nota: “La propuesta de expulsar a Sokolnikov como miembro candidato del CC, así como del VKP (B), por mantener vínculos estrechos con el grupo terrorista de trotskistas y zinovievistas cuenta con mi entera aprobación” (Getty y Naumov, ídem., pp. 231). Piatakov firmará esta “sentencia de muerte” de Sokolnikov (otro alto ex oposicionista) sólo quince días antes de ser expulsado él también del partido…

Cómo se puede explicar semejante grado de degradación política y moral, es lo que pretendemos abordar en este texto.

Los juicios de Moscú

Expliquemos muy suscintamente qué fueron los juicios de Moscú. Se trató de una serie de tres grandes juicios realizados en la ciudad de Moscú (con participación de la prensa nacional e internacional), en los que fueron llevados al banquillo de los acusados parte fundamental de los ex dirigentes de la época de la revolución.

El primer juicio se realizó en agosto de 1936, el segundo en enero de 1937 y el último en marzo de 1938. Durante este período se llevaron adelante otros juicios sumarísimos que no fueron públicos: el enjuiciamiento y posterior asesinato del general Tujachevsky y de parte fundamental de la plana mayor del Ejército Rojo, así como juicios de menor envergadura afectando a decenas de miles de funcionarios de jerarquía secundaria.

En los juicios de Moscú comparecieron ex dirigentes de la talla de Zinoviev, Kamenev, I. Smirnov, Piatakov, Radek, Bujarin, Rikov, Krestinsky, Christian Rakovsky, etcétera, todos ellos integrantes de algunas de las ex oposiciones (izquierda, derecha y unificada) que habían capitulado previamente, y principales dirigentes de la vieja guardia bolchevique que dirigió la revolución.

Todo ellos, con pocas y honorables excepciones, hicieron públicas confesiones monstruosas. Facilitaron la tarea del tribunal, que se basó casi exclusivamente en sus confesiones, y en las aportadas por oscuros personajes mezclados entre los inculpados para que oficiaran de acusadores de los líderes caídos en desgracia[2].

Hay que subrayar, de todos modos, que hubo miembros de la vieja guardia que salvaron lo que restaba de su honor no prestándose al juego de la confesión: nos viene a la memoria el caso de Evgueni Preobrajensky, que no compareció y fue fusilado en secreto.  

Fuera de la plana mayor bolchevique, los juicios sirvieron como llamado de atención en las propias filas estalinistas. Stalin no se olvidaría que en el “Congreso de los triunfadores” de 1934, se había expresado un fuerte malestar, siendo mucho más reducida su votación que la de Kirov, un representante más “moderado” del aparato que era el favorito del partido en aquellos momentos (Kirov resultó asesinado a finales de ese mismo año en un hecho oscuro que le serviría a Stalin de excusa para lanzar la ola de terror que culminaría en las Grandes Purgas).

La fiscalía del Estado fue encabezada por el ex menchevique Andrei Vyshinsky, jurista y posteriormente diplomático estalinista, que paradojas de la historia si las hay, recuperaría prestigio integrando el tribunal de Nuremberg, que juzgó a la jerarquía nazi al final de la Segunda Guerra Mundial. Un personaje siniestro que, apoyándose en las confesiones, cumpliría uno de los principales papeles en el show del terror que fueron los juicios reclamando en su alegato final del primer juicio “la pena de muerte para cada uno de estos perros que se volvieron locos”… (recordemos que estaba hablando de dos de los mayores dirigentes del partido bolchevique en su época de oro: Zinoviev y Kamenev).

Más allá de los juicios de Moscú, durante las purgas fueron asesinadas alrededor de 700.000 personas, esto sin olvidarnos de los millones que pasaron por los campos de trabajo forzados; el viejo partido revolucionario, el más importante de la historia hasta nuestros días, había muerto, otro había tomado su lugar: el partido de la burocracia[3].

Un proceso de destrucción de la personalidad

Para entender cómo grandes revolucionarios pudieron llegar a semejantes extremos de ignominia, hay que partir del proceso de destrucción de su personalidad que vivieron los integrantes de la vieja guardia a partir de sus abjuraciones.

Trotsky señalaba que la comparación con los jacobinos no era pertinente: habían sido sacados directamente del campo de batalla para ser llevados al patíbulo, no sufrieron diez años de brutal desgaste como la vieja guardia: “¿Cuál era la situación de Zinoviev y Kamenev ante la GPU y el tribunal? Desde hace diez años están envueltos en una nube de calumnias (…) Durante diez años estuvieron suspendidos entre la vida y la muerte, primero en sentido político, luego en sentido moral y por fin en sentido físico. ¿Existe en la historia otros ejemplos de trabajo tan sistemático, refinado y diabólico destinado a romper la columna vertebral, los nervios y el espíritu? Tanto Zinoviev como Kamenev poseían carácter más que suficiente para las épocas tranquilas. Pero las tremendas convulsiones sociales y políticas de nuestra época exigían una firmeza fuera de lo común a estos hombres cuya capacidad los había colocado al frente de la revolución. La disparidad entre su capacidad y su voluntad tuvo consecuencias trágicas” (“Zinoviev y Kamenev”, 31/12/36).

Derrotada la Oposición Conjunta (conformada entre la Oposición de Izquierda y la liderada por Zinoviev y Kamenev), sumada a la crisis de la Oposición de Izquierda por el giro “izquierdista” de Stalin (1928), muchos oposicionistas que habían sido excluidos del partido pidieron su readmisión. La condición de la burocracia: que abjuraran públicamente de sus posiciones. 

Trotsky caracterizaría a los que se arrodillaron como “muertos políticos”: la renuncia a las propias convicciones significaba abandonar la propia razón de ser en tanto militantes, un descenso en los infiernos del cual no habría retorno. De paso señalemos que el marxismo revolucionario rechaza el método burocrático de la autocrítica: rechaza exigirle a cualquier militante que renuncie a sus posiciones. Claro que se puede cambiar de opinión, cualquiera puede “autocriticarse”. Pero esto debe ocurrir libremente.

La burocracia buscaba otra cosa: quebrar la personalidad de los oposicionistas, desmoralizarlos, desacreditarlos frente al partido y la nación: “En el banquillo de los acusados se sentaban hombres rotos, aplastados, acabados. Antes de matarlos físicamente Stalin los había roto y matado moralmente” (afirmará León Sedov en su Libro Rojo sobre los Juicios de Moscú).

Si habían capitulado, esto se debió a una combinación de elementos: la expulsión del partido en el que habían invertido sus mejores años, la separación de sus familias, el destierro, así como también un elemento eminentemente político: dejarse impactar (de manera impresionista) por el desarrollo de los acontecimientos, sobre todo por la marcha de la colectivización e industrialización estalinista.

Nada de esto puede servir como justificación de un curso que sólo Trotsky tuvo el honor de no seguir (lo mismo que la joven generación de la Oposición de Izquierda, de cuyas filas prácticamente no provinieron capituladores). Lo colocamos a modo de explicación de las razones que presionaron a la vieja guardia, que terminó doblegándose frente a los hechos consumados: “Ahora quiero hablar de mí mismo, de los motivos que llevaron a arrepentirme (…) Durante tres meses permanecí encerrado en mis negativas. Después inicié el camino de la confesión. ¿Por qué? El motivo estriba en que, durante mi encarcelamiento, pasé revista a todo mi pasado. En el momento en el que uno se pregunta ‘Si mueres, ¿en nombre de qué morirás?’, aparece de repente y con sorprendente claridad un abismo profundamente oscuro. No había nada por lo que mereciese la pena morir, si pretendía hacerlo sin confesar mis errores. Por el contrario, todos los hechos positivos que resplandecían en la Unión Soviética tomaban proporciones diferentes en mi conciencia. Esto fue lo que en definitiva me desarmó, lo que me obligó a doblar mis rodillas ante el Partido y ante el país” (Nicolai Bujarin, “Última declaración en los Procesos de Moscú”, marzo 1938)[4].

“Un crimen contra la Historia”[5]

Las Grandes Purgas configuran un salto cualitativo en la dinámica de la capitulación. Ya no se trataba de conservar la membrecía en el partido: se trataba de salvar la propia vida. Y si la propia vida ya estaba “jugada”, al menos se intentaría proteger a los familiares[6].

De todos modos las cosas no fueron tan “simples”: los niveles de abyección a los que se llegó expresaron semejante quiebre moral, que debía haber explicaciones suplementarias.

Una primera razón tiene que ver con el “fetichismo de Estado” que muchos de los acusados terminaron profesando: la imposibilidad de pensar su existencia fuera de la URSS: “Dado su status especial, su lealtad al partido y a la revolución, y la situación política, Bujarin tenía al parecer poco donde elegir. Poco después, haciendo una evidente alusión a su situación personal, citaba las palabras de Engels acerca del dilema con que se había enfrentado Goethe: ‘existir en un ambiente que necesariamente despreciaba, y sin embargo estar encadenado a él como único en el que podía funcionar” (Stephen F. Cohen, Bujarin y la Revolución bolchevique, Siglo XXI Editores, pp. 504).

Eso es lo que comentó Boris Nikolaievski, archivero e historiador marxista menchevique cuñado de Rikov, que se reunió varias veces con Bujarin en París cuando su último viaje a Europa (marzo y abril de 1936). El ex jefe de la Oposición de Derecha le manifestó saber perfectamente que su vida corría peligro: “tenía la esquela de su defunción en la mente” afirmará Nikolaievski: “Pero entonces, ¿por qué se volvía? ‘¿Cómo no voy a volver? ¿Para convertirme en un exilado? No, yo no podría vivir como ustedes, como un exilado. No, pase lo que pase” (Cohen, ídem., pp. 530).

No pensar en escapar a su “destino” sólo podía expresar un apego dramático al Estado soviético burocratizado: “Era clara su indignada hostilidad a la política brutal de Stalin: ‘se compadecía’ del asediado campesinado por ‘motivos humanitarios’ y veía los proyectos industriales excesivos, costosos, ‘como glotones monstruos que lo devoraban todo, privando a las grandes masas de artículos de consumo’. Pero, al propio tiempo, conservaba la fe en la revolución y en el partido, viéndose así vinculado, psicológica y políticamente, al sistema” (Cohen, ídem., pp. 505).

Se sacrificaría así en el altar de un aparato (el “Estado soviético”) que decía “representar” los intereses de la clase obrera pero que ya no lo hacía realmente: por el contrario, no era más que un instrumento sustituto de la misma. Se le otorgaba así lealtad a un fetiche: morir por una causa que no era la de la clase obrera sino su contrario: ¡un aparato contrarrevolucionario que se había puesto de pie contra la misma[7]!

Hubo un segundo problema que incidió en las confesiones: la idea que sus comportamientos habían quedado en la “vereda de enfrente” de los desarrollos: habían cometido un “crimen contra la historia”. Se trataba de una “doble conciencia” (como ya nos hemos referido arriba): si por un lado se consideraban inocentes, por el otro se habían equivocado: eran “culpables” de haberse quedado del “lado equivocado”: “De conformidad a una fórmula sobradamente conocida, cualquier oponente a los bolcheviques [deberían decir al estalinismo, R.S] era objetivamente y por definición opositor a la revolución, al socialismo y, por extensión, al bienestar humano, al margen de cuáles fueran las intenciones subjetivas de dicha persona” (Arch Getty y Oleg Naumov, La lógica del terror, ídem., pp.41).

Esto es muy claro en la tremenda carta que Bujarin le escribe a Stalin a finales de 1937: “Por dios, no creas que te estoy reprochando nada, ni siquiera en lo más profundo de mi conciencia. No nací ayer. Soy perfectamente consciente que los grandes planes, las grandes ideas, y los grandes intereses deben anteponerse a todo lo demás y sé que sería mezquino por mi parte situar la cuestión de mi propia persona a la par de las tareas universales e históricas que reposan ante todo, sobre tus hombros. Pero es ahí donde reside mi sufrimiento más profundo y me encuentro ante la paradoja más grave y angustiosa”.

Una concepción determinista de la historia, fatal, que veía realizando sus designios cual “Historia a caballo” (cómo describiría Hegel a Napoleón), y frente a la cual las personas de carne y hueso nada importaban, nada podían hacer: un curso histórico que excluía una “tercera posibilidad”, y frente a la cual sólo Trotsky tuvo el inconmensurable honor histórico de escapar: “Si la última palabra no está dicha jamás, el error no es un crimen, la disidencia no es una traición” (Bensaïd, ¿Qui est le Juge? Pour en finir avec le tribunal de l’Historie, Fayard, 1999, pp. 130).

El fetichismo de Estado y de la Historia con mayúscula, el considerarse del lado “equivocado de los desarrollos”, la falta de distancia crítica frente a los hechos consumados, fueron otros tantos factores que se mancomunaron con los muy materiales del temor a perder la vida, el quiebre físico y moral de una década de capitulaciones, la preocupación por la familia, etcétera, y que dieron lugar a las confesiones más impactantes que se hayan oído en la historia.

Y todo por qué: por la pérdida de perspectivas históricas, algo que ningún revolucionario debe tratar de permitir ocurra incluso si se está en la “medianoche del siglo” como fueron los años 30 del siglo pasado.


[1] El problema de la legitimación de Stalin se demostró más complejo que pensar que simplemente fuera un autócrata odiado: el inmenso cambio vivido por la sociedad soviética durante los años 30 actuó como factor legitimador, sin perder de vista de todos modos la lógica atomizadora del dominio burocrático.   

[2] Recordemos que el método de la confesión (autoinculpación obtenida por la fuerza), es un principio que viene de la Edad Media y que la justicia burguesa ha dejado de lado.

[3] Por lo demás, la clase obrera había resultado desplazada del poder: completamente atomizada, había quedado lo más alejado que se pueda concebir de una verdadera dictadura proletaria, que no es otra cosa, como señalara Marx, que los trabajadores organizados como clase dominante; si bien la propiedad seguiría estatizada, el Estado se transformaría en burocrático.

[4] Hay que señalar, de todas maneras, que Bujarin emitió declaraciones contradictorias caracterizadas por él mismo como un “extraño desdoblamiento de la conciencia”.Públicamente se reconocerá “culpable”. Pero en su última carta a Stalin (10/12/37, volveremos sobre ella más abajo), y sobre todo en su “Carta a las futuras generaciones del partido” (¡que hizo aprender de memoria a su joven esposa para que no pudiera ser destruida!), se declarará inocente. Como afirma Henrique Carneiro, marxista brasilero, fue quizás uno de los intelectuales marxistas que sufrió unos de los mayores dramas existenciales del siglo pasado.

[5] Se trata de una aguda definición tomada de Daniel Bensaïd, que permite entender lo que de más profundo había en las confesiones (una definición, en realidad, tomada de El cero y el infinito de Arthur Koestler, cuya temática está dedicada a las Grandes Purgas y se inspiraba casi seguramente en Bujarin).

[6] Es conocido que Bujarin logró pasar un acuerdo para que su joven compañera no fuera asesinada (¡aunque pasó en el Gulag por casi 20 años!), así como para evitar que sus últimas obras fueran destruidas.

[7] Algo que sólo Trotsky llegaría a comprender, sacando todas las conclusiones del caso; Bujarin le haría una suerte de “homenaje” en una de sus últimas confesiones cuando declararía que “había que ser Trotsky” para no capitular…

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