La República Española y las contradicciones de clase

El 14 de abril de 1931 se proclamó la II República española, tras la huida del país del rey Alfonso XIII luego de que sus candidaturas salieran derrotadas en las elecciones municipales del 12 de abril. Esto marcó un ascenso en el proceso revolucionario de España y abrió una etapa de polarización política entre la clase obrera y el campesinado, por un lado, y la burguesía, la Iglesia y los sectores militares, por el otro.

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En este serie realizamos un abordaje de la etapa republicana de la revolución española (que siguiendo a Trotsky datamos su inicio en 1930), la cual se extendería hasta el inicio de la guerra civil en julio de 1936. Por este motivo, en estos artículos vamos a estudiar los antecedentes históricos que impidieron la realización de una revolución burguesa en España, la persistencia de problemas democráticos y sociales estructurales en el país desde el siglo XIX hasta el estallido de la guerra civil, los gobiernos durante los años republicanos hasta el Frente Popular de 1935.

Las siguientes notas fueron elaboradas a partir del artículo Revolución permanente en la guerra civil española publicado en la edición 32/33 de la revista Socialismo o Barbarie (disponible en http://www.socialismo-o-barbarie.org/wp-content/uploads/2018/10/12-Guerra-Civil-Española.pdf). Próximamente editaremos una serie sobre el período de la guerra civil (1936-1939).

Una nación con revolución burguesa inacabada

A diferencia de Inglaterra o Francia, en España no se consumó una revolución burguesa que redefiniera las relaciones entre las clases sociales, estableciera un nuevo régimen político y resolviera las reivindicaciones democráticas más urgentes. Este factor, sumado al creciente asedio de Inglaterra, Francia y Estados Unidos sobre la soberanía del imperio español, condujo al país a una espiral de crisis políticas durante el siglo XIX e inicios del XX. La monarquía era la institución central del régimen político, a partir de la cual se garantizó la unidad nacional (aunque con muchas debilidades) y el funcionamiento del Estado desde la reconquista hasta el siglo XIX. Debido a esto, el país fue durante tres siglos uno de los más estables de Europa (Thomas: 10).

Pero todo cambió tras la invasión de Napoleón de 1808, que representó un punto de quiebre con una crisis de legitimidad de la corona e inauguró un ciclo de guerras civiles (entre isabelinos y carlistas) y sublevaciones militares. Esta inestabilidad del sistema político evidenciaba la crisis orgánica (en el sentido gramsciano) de la monarquía española, dado que el régimen político, de acumulación y la forma del Estado ya no tenían mayor viabilidad histórica, ante lo cual la burguesía española fue incapaz de transformarse en una alternativa de poder. Debido a esto se produjo una militarización de la vida política española (que se extendería hasta 1930 con la caída de la dictadura de Primo de Rivera), donde el ejército suplantó a la monarquía como eje del régimen político.

Para Trotsky la recurrencia de los movimientos militares eran las “convulsiones crónicas” de la crisis general del país, donde las “clases dirigentes y semidirigentes se arrancaban impacientemente unas a otras el pastel del Estado”, situación que se agravaba dado que la burguesía republicana renunció a seguir el ejemplo de los jacobinos franceses, pues “su miedo ante las masas es mayor que su odio a la monarquía” (España revolucionaria: 29).

Así, entre 1833 y 1875 se desarrolló el periodo de los pronunciamientos, sublevaciones militares lideradas por un general que, previo acuerdo con otros sectores militares y de la oposición, instauraban un cambio de gobierno y garantizaban la continuidad de la corona (Jackson: 26-27 y Thomas: 13).

La “revolución gloriosa” y la I República Española

La etapa de los pronunciamientos militares no resolvió ninguno de los problemas estructurales de España y en 1868 se produjo la revolución gloriosa (un alzamiento militar con apoyo civil) que destronó a Isabel II, dando lugar al sexenio democrático durante el cual se ensayaron dos formas para solucionar la crisis del Estado: primero con la instauración de una monarquía parlamentaria y, posteriormente, con la declaratoria de la I República Española el 11 de febrero de 1873.

Esta experiencia republicana apenas duró 11 meses, lapso durante el cual ningún sector burgués fue capaz de consolidar la revolución burguesa y se profundizó la crisis política: hubo cuatro presidentes, una Asamblea Constituyente y la rebelión de los cantonalistas [Allí intervinieron los anarquistas haciéndole seguidismo a la facción de los republicanos federales o “intransigentes”, impidiendo la consolidación de la república. Engels analizó este episodio histórico y el papel de los anarquistas en su artículo “Bakuninistas en acción. Memoria sobre el levantamiento en España en el verano de 1873”. N. del A.]. Finalizó abruptamente con un nuevo pronunciamiento en diciembre de 1874, dando paso a la restauración de la monarquía de los Borbones.

Con la Restauración, la monarquía reorganizó el Estado con algunas medidas liberales. Por ejemplo, se instauraron las Cortes con cierto grado de libertad de palabra y para la formación de partidos políticos independientes, además de mayor libertad de prensa. Pero la monarquía era la que controlaba la designación del presidente del Consejo de Ministros y toda la iniciativa legislativa. Así, en realidad las Cortes eran un “falso parlamento”.

Aunque este modelo de Estado permitió una relativa estabilidad, no pudo consolidarse ante la crisis del imperio español, particularmente tras la guerra de 1898 con los Estados Unidos y la consecuente pérdida de las colonias de ultramar. Esta derrota marcó a toda la sociedad española, cerrando cualquier desarrollo de las formas democráticas liberales y reinstalando al ejército en el centro de la vida política del Estado para garantizar los intereses coloniales en Marruecos (último resquicio del otrora poderoso imperio), apaciguar las tensiones separatistas en Cataluña y Vizcaya y, más importante aún, hacerle frente al despertar del movimiento obrero (particularmente en Barcelona y Bilbao).

La II República Española sostenida por la clase obrera y el campesinado

El golpe de Estado de Primo de Rivera en 1923 fue el último intento de la monarquía por controlar el poder, pero la dictadura no sobrevivió mucho tiempo a los efectos de la crisis del capitalismo en 1929 y su repudio entre la clase obrera y media de las ciudades. En este escenario se realizaron las elecciones municipales del 12 de abril de 1931, donde las candidaturas monárquicas salieron derrotadas y puso de manifiesto que la gran mayoría de la población quería la República. El rey Alfonso XIII no tenía ningún punto de apoyo y se vio obligado a retirarse del poder, pues de lo contrario podía terminar como sus pares franceses en 1793. Así, el 14 de abril en las calles de Madrid hubo manifestaciones de miles proclamando la II República.

Pero las elecciones también dejaron en claro que los partidos republicanos pequeñoburgueses no tenían mucho apoyo, con la excepción de Esquerra Republicana catalana, que contaba con una fuerte base campesina. Incluso el Partido Radical de Lerroux, principal organización republicana del país, no hizo nada para impulsar la creación de la república y posteriormente terminó aliada con los monárquicos. Así, el bando más fortalecido de las elecciones fue la coalición entre socialistas y un sector republicano, lo cual no dejaba dudas sobre el carácter de clase de los sectores que apoyan a la nueva república: la clase obrera socialista y anarcosindicalista (aunque los anarcosindicalistas no participaron en las elecciones, la base de la CNT votó por las candidaturas de izquierda).

Fue una revolución democrática inestable social, política e históricamente: sin el respaldo de la burguesía y sostenida sobre la clase obrera y el campesinado, donde los republicanos (con el apoyo del reformismo socialista) no replicaron los métodos radicales de la revolución francesa para no chocar con la burguesía, y con el “fantasma” de la revolución rusa como punto de comparación para la clase obrera. Desde ese momento se hizo evidente la contradicción interna de la nueva República, la cual no iba ser otra cosa que “una transición a una pugna por el poder entre la reacción monárquico-fascista y el socialismo”, pues era imposible que pudiese consolidarse como una república democrática en España (Morrow: 17).

Persistencia de problemas sociales y democráticos en la II República

Desde sus primeros días la República tuvo que hacerle frente a la herencia de tareas democráticas sin resolver, a las cuales se le sumaron las nuevas reivindicaciones de la clase obrera. Uno de los sectores más explosivos era el campo, pues aproximadamente dos tercios de la tierra estaban en manos de grandes y medianos propietarios. Para solucionar el desempleo y el hambre, era necesario avanzar hacia la expropiación de tierras y realizar una reforma agraria radical. Esto fue lo que sucedió con la revolución francesa, proceso donde se expropió a la aristocracia feudal para impulsar el desarrollo de relaciones capitalistas en el campo, por lo que el campesinado sin tierra fue un agente de esta tarea revolucionaria. Pero la situación era muy diferente para el caso de la España del siglo XX, donde la tierra ya estaba en manos de la burguesía, por lo que el gobierno republicano (que era burgués más allá de la presencia de los socialistas) no tocó a fondo la posesión de la tierra; por el contrario, adoptó un método de compra de tierra para dividirla en parcelas y arrendarla a los campesinos, mecanismo que según los cálculos del gobierno tardaría al menos cien años en cumplir todas sus metas.

La situación no era más alentadora en el sector industrial, sumamente golpeado por la crisis económica mundial, lo cual generó un crecimiento del desempleo en los primeros años de la República. Debido a la contracción del mercado internacional por la crisis económica y la debilidad del capitalismo español, la única forma para desarrollar la industria y generar nuevos empleos era mediante el monopolio del comercio exterior, tal como sucedió durante la revolución rusa. Pero esta medida chocaba directamente con los intereses imperialistas de Francia e Inglaterra que amenazaron con boicotear la compra de productos agrícolas españoles. De esta manera, el gobierno republicano-socialista no tomó ninguna medida radical para solucionar el desempleo, pues implicaba afectar los intereses imperialistas y de la burguesía agraria. El resultado fue el incremento del desempleo: mientras en 1931 había un millón de parados, en 1933 la cifra era de 1,5 millones, que, sumados a las personas que dependían de ellos, representaban un 25% de la población (Morrow: 19).

Por otra parte, en 1931 la Iglesia era una de las principales corporaciones capitalistas del país. De acuerdo con una estimación dada a las Cortes ese año, sólo la Orden de los Jesuitas concentraba un tercio de la riqueza nacional, controlando bancos industriales y de crédito agrícola. Las demás órdenes religiosas poseían industrias de todo tipo, que dinamizaban con trabajo gratuito de niños huérfanos o estudiantes de sus colegios. Además, recibía enormes aportes del Estado por ser la religión estatal y controlaba la educación, en un país donde la mitad de la población era analfabeta (ídem: 20). Por eso mismo, era ilusorio pensar que la separación de la Iglesia y el Estado era una tarea meramente parlamentaria; por el contrario, requería de medidas radicales y anticapitalistas, pues para socavar su poder había que expropiar al principal grupo capitalista del país.

Esto sucedió en la revolución francesa con la expropiación de tierras al clero, pero en la República española el bando republicano no dio este paso, sino que se impuso un “pacto de caballeros” entre los republicanos con la Iglesia, limitándose a expropiar a la orden de los jesuitas y restringiendo algunas de sus actividades, pero como institución logró salvaguardar gran parte de su poder que luego pondría en función de la rebelión franquista.

Lo anterior explica que la Iglesia siempre fuera un eje de la reacción, frustrando cualquier intento de ampliación del régimen político que podría replantear sus privilegios con el Estado. Por eso desde 1912 todas las revueltas populares realizaron quemas de iglesias, reflejo del odio hacia el clero como agente opresor. Esto volvió a ocurrir en mayo de 1931 luego de que la Iglesia emitiera una carta pastoral llamando a votar por los candidatos católicos que no fueran socialistas ni monárquicos, lo cual desató la furia popular con la quema masiva de iglesias en varias ciudades.

Con respecto al Ejército, la República organizó una reducción del cuerpo de oficiales mediante el retiro voluntario, al cual se acogieron unos 7.000 oficiales. Pero no se debe confundir reducción con supresión, y por eso la estructura militar burguesa se mantuvo intacta, funcionando prácticamente igual que durante la monarquía. De esta manera, el gobierno republicano-socialista dejó en pie al ejército que en pocos años sería el eje de la reacción contrarrevolucionaria, cuando lo pertinente era reorganizarlo desde abajo con la destitución de todo el Cuerpo de Oficiales (provenientes de la burguesía y con vínculos con los industriales y terratenientes) y el reclutamiento democrático de nuevos oficiales desde la tropa, lo cual fue realizado por la revolución rusa para hacerle frente a la contrarrevolución durante la guerra civil (ídem: 21-22).

Por último, otro elemento de continuidad del Estado monárquico-burgués fue la cuestión colonial y de las naciones oprimidas. El gobierno de los republicanos-socialistas no varió la política colonial, es decir, insistió en mantener la opresión del Estado español sobre Marruecos, y en cuanto a las reivindicaciones del pueblo vasco y catalán, bloquearon el avance de los estatutos autonómicos. En esto también la República quedó por detrás de la experiencia soviética en tiempos de Lenin, que resolvió el derecho a la autodeterminación de las naciones.


Referencias

Allí intervinieron los anarquistas haciéndole seguidismo a la facción de los republicanos federales o “intransigentes”, impidiendo la consolidación de la república. Engels analizó este episodio histórico y el papel de los anarquistas en su artículo “Bakuninistas en acción. Memoria sobre el levantamiento en España en el verano de 1873”.

 

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