Entrevista de Tariq Alí a Ernest Mandel: Locuras de Juventud

Historias militantes del siglo XX: la militancia socialista, el trotskismo, la guerra mundial, la lucha contra el fascismo y el stalinismo.

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Traducción de Buster, anteriormente publicada en Viento Sur, nº 23, octubre de 1995.

Tariq Alí: Ernest, tenías diez años cuando Hitler llegó al poder en Alemania y dieciséis cuando estalló la Segunda Guerra Mundial. Sin duda, un momento muy difícil para ser joven, especialmente para alguien como tú, de origen judío. ¿Qué recuerdas de ese período?

Ernest Mandel: Curiosamente —quizá se deba a una mentalidad un poco especial, que no se corresponde con la media— no guardo en absoluto un mal recuerdo de aquella época. Recuerdo, sí, la tensión, el nerviosismo, la excitación, pero no una sensación de desesperación. En absoluto. Tiene que ver con el hecho de que pertenecía a una familia muy politizada.

T.A.: ¿Tu padre era un militante?

E.M.: En aquel momento, mi padre no militaba. Sí lo había hecho cuando la revolución alemana. Había huido de Bélgica a Holanda durante la Primera Guerra Mundial porque no quiso hacer el servicio militar. Ya entonces era un socialista muy de izquierdas y había conocido a Willem Pieck —quien llegaría a ser presidente de la República Democrática Alemana— en Holanda. Cuando estalló la revolución alemana fueron juntos a Berlín. Trabajó durante algunos meses en la primera agencia de prensa de la Rusia soviética en Berlín. Conoció personalmente a Radek y a mucha otra gente. Así fue como encontré en nuestra biblioteca una colección fantástica de viejas publicaciones: libros de Marx, de Lenin, de Trotsky, el órgano de la Internacional Comunista Imprecor, así como literatura rusa y cosas por el estilo. Mi padre dejó de militar alrededor de 1923. Su vida  fue  paralela  a  los  altos  y  bajos  de  la  revolución  mundial. Cuando Hitler llegó al poder, se quedó de piedra. Era perfectamente consciente de lo que significaría para el mundo. Recuerdo —y éstas son, quizá, las primeras memorias políticas que tengo, a los nueve años, en 1932— cuando fue eliminado el Gobierno socialdemócrata de  Prusia,  como  consecuencia  del  llamado  putsch  de  Papen,  y  el ministro de Interior Severing, junto con el jefe de la policía, hizo aquella infame y famosa declaración “Ich weiche vor dem Gewalt” (me inclino ante la violencia). Un teniente y dos soldados habían entrado en su oficina y simplemente les entregó todo el poder que habían acumulado en catorce años, desde 1918, en cinco minutos. La noticia apareció en el diario socialdemócrata de Amberes, nuestra ciudad. Mi padre hizo comentarios muy agudos. Dijo que todo acaba- ría muy mal, que era el comienzo del fin. Lo recuerdo muy bien. Y cuando Hitler llegó al poder, acogimos en casa a los primeros refugiados, así como a algunos miembros de nuestra familia y amigos. De 1933 a 1935, Bélgica vivió años terribles. Nos encontramos en lo más hondo de la crisis y la gente tenía mucha hambre. Era mucho peor que hoy, por supuesto, mucho peor. La reina de Bélgica se convirtió en un personaje popular distribuyendo pan y margarina en las colas de  parados.  Unos  de  los  refugiados  que  albergamos  en  casa  nos contó, como la cosa más natural del mundo, que había vendido su cama para comprar pan en Berlín. Dormían en el suelo porque habían tenido que comprar pan. Fue una época terrible. Mi padre también pasó malos momentos, pero nunca llegamos a ese punto. Nunca pasamos hambre, aunque nuestro nivel de vida cayó dramáticamente. 1933, 1934, 1935 fueron años con menos actividad política.

T.A.: ¿Tu militancia política comenzó con la guerra?

E.M.: Mucho antes. 1936 fue el año decisivo, tanto para mí como para mi padre. Dos acontecimientos tuvieron lugar: la Guerra Civil española y los Procesos de Moscú. Ambos ejercieron una gran influencia en nosotros. El movimiento obrero jugó un papel importante tanto en Amberes como en Bélgica. La guerra civil española desató una tremenda ola de solidaridad. Recuerdo perfectamente la manifestación del 1 de mayo de 1937. Había quizá cien mil personas en la calle, se recogía dinero para la lucha y la gente que volvía de las Brigadas Internacionales en España. Fueron recibidos con una enorme ovación que nunca olvidaré. Fue el mayor acontecimiento internacional que tuvimos en Bélgica antes de la campaña de solidaridad con Vietnam. Después, los Procesos de Moscú, que supusieron un golpe terrible para mi padre. Había conocido personalmente a varios de los acusados del primer juicio, que habían sido funcionarios de la Comintern. Radek fue uno de los principales encausados del segundo juicio. Mi padre enfureció sin límites e inmediatamente organizó un comité de solidaridad con los encausados en los Procesos de Moscú. Se puso en contacto con un pequeño grupo trotskista en Amberes. Se reunían en nuestra casa y así fue como a la edad de trece años me convertí en un simpatizante de Trotsky. No un militante, porque la organización no era tan estúpida como para afiliar a un niño de trece años. Pero yo me colaba en las reuniones y escuchaba. Y como me consideraban un joven espabilado no se oponían. Era un momento interesante porque acababa de reunirse la conferencia fundacional de la Cuarta Internacional.

T.A.: ¿Cuándo fue eso?

E.M.: En 1938. La Liga Socialista de la Juventud de Estados Unidos, la organización juvenil del SWP, envió a un camarada llamado Nattie Gould para que nos hablara de la conferencia fundacional. Todavía le estoy viendo delante de mí. Hizo una gira por varios países de Europa occidental para informar de la conferencia fundacional y el trabajo del SWP. Vino a Amberes y estuvo en casa, donde se reunió la célula de la organización. Creo que fue después de esa reunión cuando fui admitido formalmente como candidato. Después tuvo lugar un cierto vacío, probablemente el período más difícil en nuestro país. En 1939 todo el mundo estaba seguro de que la guerra estallaría. Estábamos muy aislados. Repartimos un panfleto en las calles de Amberes, aunque no fue un acto muy inteligente dado el clima político.

T.A.: ¿Qué decía el panfleto?

E.M.: Era contra la guerra. Decía que la guerra se aproximaba, pero que no era nuestra guerra y esto y lo otro. No fue muy bien acogido y estaba escrito en un lenguaje abstracto y propagandista. ¡Yo no lo escribí, así pues, no soy responsable de él!

T.A.: ¿Pero lo distribuiste?

E.M.: Naturalmente, lo repartí.

T.A.: ¿Tenías quince años cuando distribuiste tu primer panfleto?

E.M.: Casi dieciséis. Atravesábamos un momento muy difícil, probablemente el más difícil que hemos tenido. Nuestra organización estaba compuesta en Bélgica por dos sectores. Uno era una pequeña base de masas en un distrito minero, con unos seiscientos militantes que se habían unido a nosotros desde la social-democracia. Teníamos la mayoría absoluta en un pueblo minero y la respuesta de la patronal fue cerrar inmediatamente el pozo, para nunca volverlo a abrir. Todos los mineros que habían votado por la extrema izquierda fueron represaliados por su compromiso. Antes de la guerra, durante la guerra o después de la guerra, nunca más pudieron trabajar. Al camarada Scargill le resultarán familiares estos recuerdos. No se ha inventado nada nuevo bajo el sol.

T.A.: ¿Cuándo te uniste a la Resistencia?

E.M.: Bueno, este sector del que hablábamos se desintegró en cuanto la organización pasó a la clandestinidad. Su dirigente fue asesinado por los stalinistas, con la excusa de que colaboraba con los nazis. Una mentira absoluta. Después de la guerra, estos camaradas —tengo que llamarlos así, aunque ya no fuesen trotskistas sino socialistas en la oposición, socialistas de izquierdas— se presentaron a las elecciones municipales y volvieron a obtener la mayoría absoluta. Ésa era la mejor prueba de que no habían colaborado con los nazis: se trataba de una acusación ridícula. Con la pérdida de esta gente, la organización se debilitó notablemente. Quizá éramos una o dos docenas de miembros en el invierno de 1939-1940, justo antes de la invasión alemana. La organización era clandestina. El clima político en el país era terrible. El ejército alemán inició la invasión el 10 de mayo y las operaciones militares concluyeron con la capitulación el 28 de ese mismo mes. El país fue ocupado y en las primeras semanas hubo una desorientación total. Henri de Man, el líder del partido socialista, siguió siendo viceprimer ministro. Capituló ante los nazis. Hizo un llamamiento público a colaborar con la ocupación. Parte del aparato sindical le apoyó. En cuanto al partido comunista, publicaba su periódico legalmente. A causa del pacto Hitler-Stalin, se sometieron a la censura nazi. Todo ello fue un tremendo choque para nosotros. Éramos muy débiles y muy pocos. Entonces nos enteramos del asesinato del Viejo, de Trotsky. Los periódicos belgas publicaron la noticia alrededor del 21 de agosto. Inmediatamente, una de las figuras legendarias del comunismo belga, el camarada Polk, que había sido unos de los fundadores del PC, miembro de su comité central en los veinte y posteriormente oposicionista de izquierdas, trotskista, vino ver a mi padre en nuestra casa. Lloraba. Había conocido al Viejo personalmente. Otros vinieron también. Se juntaron siete u ocho personas, que dijeron lo mismo. La única manera de responder al asesinato era reconstruir la organización inmediatamente, enseñarles a esos sucios asesinos que nunca podrían acabar con las ideas ni con la oposición. Decidimos reconstruir la organización y enviamos mensajeros a todo el país.

T.A.: ¿Todo ello clandestinamente?

E.M.: En la más absoluta clandestinidad. Descubrimos que los camaradas en Bruselas pensaban de manera muy parecida. En un par de semanas pusimos en pie un esqueleto de organización. Empezamos a publicar nuestro primer periódico ilegal antes del final de 1940. Organizamos una pequeña imprenta clandestina, y todo empezó a funcionar bastante bien, debo decir, dadas las circunstancias. Era una pequeña organización clandestina y tuvimos una buena acogida en algunos sectores obreros, porque, de alguna manera, teníamos el monopolio. El partido comunista no se identificaba con la Resistencia. Y los socialdemócratas, por su parte, sí lo estaban con la colaboración. Debo decir que la Resistencia no era algo popular. La mayoría de la gente aún pensaba que los alemanes ganarían la guerra. En el mejor de los casos se mostraban pasivos y abstencionistas. En el peor, querían estar del lado de los vencedores.

T.A.: ¿Seguíais estando aislados?

E.M.: Después del invierno, las cosas cambiaron. La derrota de los alemanes en la Batalla de Inglaterra tuvo algo que ver con ello. Aquel invierno fue muy duro y muy amargo. Las raciones de comida eran muy pequeñas, y había mucho descontento entre los obreros. Las primeras huelgas estallaron en marzo. Y el PC comenzó a cambiar su orientación. No es verdad que esperara hasta el ataque alemán contra la URSS. En cuanto que vieron cierto movimiento, un movimiento de masas, empezaron a actuar con cautela para no quedar totalmente al margen de los acontecimientos. No querían regalarnos el monopolio de la Resistencia, a nosotros y a otros nuevos grupos, que es lo que hubiera pasado de seguir en la pasividad total. Y por supuesto, cuando se inició el ataque contra la URSS, se volvieron más audaces. Para nosotros, las cosas se hicieron más difíciles, pero al mismo tiempo el campo de la resistencia de masas se amplió. Debo decir que nunca dudé por un momento que los nazis perderían. Puedo decirlo con cierta satisfacción, cuando miro hacia atrás. Era joven, no muy maduro —un poco loco desde muchos pun- tos de vista— pero nunca jamás dudé que los nazis serían derrota- dos. Estaba absolutamente convencido. Y ello me llevó a intentar algunas acciones alocadas.

T.A.: ¿Distribuiste panfletos a los soldados alemanes?

E.M.: Sí, pero eso no fue lo peor. Por el contrario, se trataba de algo muy correcto. Cuando me arrestaron la primera vez, conseguí escapar de prisión. Me volvieron a coger por segunda vez, y me escapé del campo. La tercera vez que me capturaron, me deportaron a Alemania. Estaba muy contento. No comprendía que había un 99,9 por ciento de posibilidades de que me matasen.

T.A.: Porque eras marxista y judío.

E.M.: Judío, marxista, comunista y trotskista. Cuatro razones para querer ser asesinado por distintos grupos de gente, por decirlo de alguna manera. Estaba contento de que me deportasen a Alemania porque estaría en el corazón de la revolución alemana. Me decía: “Estupendo, estaré donde quiero estar”. Algo completamente irresponsable, por supuesto.

T.A.: ¿Volviste a intentar escapar de nuevo?

E.M.: Bueno, se trata de otra locura. El hecho de que esté vivo sólo demuestra la excepción de la regla. De nuevo, puedo decir con satisfacción que mi forma de ver las cosas ayudó. Aunque tampoco hay que exagerar, porque la suerte también me echó una mano. Mediante un comportamiento político, y creo que una posición correcta en una serie de cuestiones básicas, enseguida pude establecer buenas relaciones con algunos de los guardianes. No me mostraba como la mayoría de los belgas y de los franceses, que eran muy anti alemanes. Yo busqué deliberadamente a aquellos guardianes con los que poder establecer cierta comunicación política. Ésa era la actitud más inteligente, incluso desde el punto de vista de mera supervivencia. Así que intenté localizar a aquellos alemanes que fueran simpáticos, que dieran señales de algún tipo de posición política. Enseguida encontré a algunos antiguos socialdemócratas, incluso algunos antiguos comunistas.

T.A.: ¿Entre los guardianes del campo de concentración?

E.M.: Sí, entre los guardianes. No era un campo de concentración, sino un campo de prisioneros. Ya me habían condenado, lo que era una ventaja. En los campos de concentración estaban las SS, la peor gente. En los campos de prisioneros, funcionarios de penitenciarias, como en una cárcel inglesa. Así que algunos de ellos estaban en el cuerpo de los años veinte y treinta. Pensé que alguno sería socialdemócrata, porque los ministros de Interior habían sido antes de los nazis muchos de ellos socialdemócratas. Y así era, como descubrí que también entre los prisioneros jóvenes alemanes —muchos más de lo que te imaginas— había izquierdistas y pacifistas. Me hice amigo de ellos. Mi primer amigo era una persona increíble, a quien habían condenado a cadena perpetua por haberse opuesto públicamente a la guerra. Era el hijo de un obrero ferroviario socialista de Colonia. Cuando estuvo convencido de que podía confiar en mí, me dio la dirección de su padre y de varios de sus amigos diciendo: “si alguna vez escapas, te ayudarán, te esconderán en un tren y podrás volver a tu país”. Así que me puso a trazar un plan. Aunque todo era una locura, como comprenderás. Trabajábamos en un lugar que nunca podré olvidar, una de las mayores plantas de Alemania, quizá la mayor.

T.A.: ¿Qué producían?

E.M.: Gasolina, gasolina sintética para la maquinaria de guerra, para los aviones y los tanques. Era como un microcosmos de Europa. Había prisioneros de guerra rusos, occidentales, prisioneros políticos, de los campos de concentración, civiles deportados, trabajadores libres y algunos obreros alemanes. En total 60.000 personas trabajaban allí. Era como un microcosmos de la sociedad europea bajo los nazis. También había un grupo de trabajadores belgas, incluso de Amberes, mi ciudad. Me hice amigo de ellos y les pedí ropa, para poder cambiarme y dejar mi uniforme de prisionero. Estudié la alambrada electrificada que rodeaba el campo y encontré que había zonas de desconectaban durante la mañana para poder hacer los cambios de guardia en las torretas de vigilancia. Así que, simplemente, salté la alambrada. Tenía guantes, pero estaba totalmente loco, totalmente loco.

T.A.: El tipo de locura que te salvó la vida.

E.M.: En cierto sentido. Había un riesgo terrible de ser capturado y ejecutado en el acto. De hecho, por desgracia, me pillaron. Estuve en libertad durante tres días, que fueron embriagadores, muy estimulantes. Por primera vez desde que me encarcelaron, obtuve algo de fruta fresca. Una mujer alemana me dio peras y manzanas, lo que me hizo feliz. Conocía el camino a la frontera, cerca de Aachen. Pero me cogieron en los bosques, a la tercera noche. De nuevo, tuve mucha suerte. Comencé a hablarle al guarda forestal que me había detenido. Le dije: “Escucha, ¿has leído los periódicos? Los aliados están ya en Bruselas y pronto estarán en Aache. Si me matas ahora, pronto tendrás un gran problema. Mejor, déjame en la cárcel y ahórrate líos”. Entendió y hasta fue simpático.

T.A.: Ya entonces, Ernest, eras capaz de convencer al diablo.

E.M.: Bueno, si quieres decirlo así. Incluso me dio un pedazo de pan. No quiero presumir. Lo que hice era algo elemental. Por supuesto, les di un nombre falso. Tampoco les di el nombre correcto del campo del que me había escapado, así que me llevaron a otra cárcel. Pero finalmente se enteraron y durante dos semanas me encerraron en una celda de castigo, esposado y con grilletes, por- que sabían que me había escapado del campo. Pero a pesar de ello, estaba más seguro allí. El comandante del campo del que me había escapado vino a verme a la cárcel —una pequeña celda oscura— y me dijo: “Eres un pájaro raro. ¿Sabes que si te hubieran devuelto te hubiéramos  colgado  inmediatamente?”.  Le  dije  que  sí.  Se  me quedó mirando, totalmente asombrado. Pero claro, en esta cárcel no podía colgarme. Ya me habían condenado, así que me tuvieron en Eich desde octubre de 1944 hasta comienzos de marzo de 1945. Después  me  transfirieron  a  otro  campo,  en  donde  estuve  tres semanas, y a final de mes me liberaron.

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