El giro a la guerra civil

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  • El gobierno bolchevique admitió dos regímenes políticos: el régimen de la democracia socialista emergente de la primera parte de la revolución y el régimen de la guerra civil.

Roberto Saenz

2.1 Una fortaleza sitiada

Quizá no se llegue a apreciar cabalmente que el régimen que rigió en la República Soviética durante la guerra civil fue un régimen político específico, también revolucionario, pero distinto al régimen de la democracia soviética de 1917 y mitad de 1918. Así, se podría decir que el gobierno bolchevique admitió dos regímenes políticos: el régimen de la democracia socialista emergente de la primera parte de la revolución y el régimen de la guerra civil, ambos expresión del poder de la clase obrera. Quizá hasta podamos hablar de un tercero, desde el final de la guerra civil hasta la muerte de Lenin. En todo caso, entrados ya los años 20, lo que comenzó a configurarse es un gobierno de otro tipo, que hizo una transición desde el gobierno revolucionario al contrarrevolucionario.

Durante 1917 y hasta mediados de 1918 la marea ascendente de la revolución empujó los desarrollos: los soviets eran, realmente, el punto de referencia de la clase obrera, de los explotados y oprimidos en general, y toda la experiencia política se sustanció como una lucha política democrática en su seno referida a los rumbos de la revolución.

Lenin lanzó la apelación a que las masas “tomen en sus manos” todas las tareas, llamado a la iniciativa desde abajo que se ve reflejado de manera vibrante en obras El año 1 de la revolución (Serge), Diez días que conmovieron el mundo (Reed) y muchos otros textos que reflejan el ingreso de las más amplias masas a la vida política: ¡la marea ascendente y tumultuosa de la revolución!

La vida política vibraba en los soviets, en las fábricas, en los barrios y en las calles; el partido bolchevique bullía internamente; una movilización de masas imparable tomaba la iniciativa por su cuenta sin esperar ninguna decisión desde arriba; había una irrestricta libertad de prensa y opinión; todas formas que muestran los rasgos generales del régimen de la democracia soviética cuando la historia se hacía en las calles, o cuando las masas movilizadas eran el verdadero órgano de la revolución, como diría Trotsky.

Con el comienzo de la guerra civil el régimen cambió. La clase obrera continuó en el poder (reflejada, sobre todo, en la expresión política más consecuente de la revolución, que era el partido bolchevique). Pero muchos otros elementos se modificaron en lo que Trotsky llamó “una fortaleza sitiada”.

El problema es que en condiciones semejantes la democracia socialista no puede florecer: “La situación militar, la partida al frente de decenas de miles de responsables y militantes, la necesidad de renovar los responsables rápidamente con el avance o la retirada del Ejército Rojo y las pérdidas enormes sufridas en todos los frentes hicieron que la democracia de 1917 y comienzos de 1918 no fuera más que un lejano recuerdo” (Broué, Trotsky: 204).

¿Cuál fue la modificación que se produjo? Ocurrió un desbalance entre los elementos democráticos y los centralizadores en beneficio de estos últimos. Los centros neurálgicos de esa centralización, en primer lugar el partido y el poder bolchevique mismo, se vieron hiperfortalecidos en función de una circunstancia de vida o muerte: la férrea disciplina en la acción en medio de una guerra civil. J-J. Marie señala que a lo largo de la guerra civil, en el medio del caos y la desorganización, Trotsky se transformaría en el “heraldo de la centralización” (lo que correspondería tanto a las necesidades del momento como a la transformación de su carácter).

Todo militante sabe lo que significa la disciplina en cuestiones cotidianas como, por ejemplo, las columnas partidarias durante las movilizaciones: se acatan las ordenes de acción. Cualquier duda, se discute después. Discutir en medio de una acción sólo lleva a la parálisis, a la posibilidad que el enemigo nos golpee. La instancia del balance tiene que venir posteriormente. Salvando las distancias, la lógica es similar en las operaciones durante la guerra civil: alguien tiene que tener el mando y dirigir la acción; las órdenes deben ser acatadas so pena de caer frente al enemigo.

Este principio elemental es el que se extendió al conjunto del régimen político, desde las instituciones políticas a la economía. Pero, de todas maneras, el partido mantuvo una vida democrática intensa, con tendencias y fracciones en desarrollo. Si en el Ejército Rojo dominaron los elementos de disciplina (y la apelación a los especialistas militares zaristas controlados por comisarios políticos), la conciencia de los obreros y campesinos en armas tuvo un peso fundamental (lo mismo que las “charlas motivacionales” con las que Trotsky arengó a las tropas durante la contienda).

La lógica de la guerra civil era de revolución y contrarrevolución, y esto melló elementos fundamentales de la democracia soviética imposibles de sostener en tales condiciones. El partido Kadete fue prohibido ya en diciembre de 1917 por haberse pasado abiertamente al campo de la contrarrevolución. Fueron prohibidas también sus publicaciones. Eseristas, mencheviques internacionalistas, anarquistas de diversa laya, majnovistas fueron admitidos parcialmente y prohibidos parcialmente según las circunstancias cambiantes de la guerra civil y su posicionamientos en el contexto de ésta. De todas maneras, conservaron representación en los soviets e incluso recuperaron representaciones perdidas en varias oportunidades.

La Cheka fue creada en diciembre de 1917. Al comienzo se la pensó como una institución para combatir el sabotaje. Posteriormente fue multiplicando sus actividades conforme se radicalizaba la guerra civil. Este tipo de instituciones son características de la guerra civil, un escenario donde las conspiraciones están a la orden del día y donde muchas veces se cree en cualquier cosa. En un escenario así, es muy difícil prescindir de una policía política. Sin embargo, es verdad que la autonomización de la Cheka (por cuenta de sus tareas “profesionales”) fue un problema tremendo para el desarrollo de la revolución y para la subsistencia de los elementos de democracia socialista en su seno, cuestión que abordaremos más abajo.

En lo que nos queremos detener aquí, primeramente, es en un tema más delicado aún, si se quiere: el gobierno bolchevique tuvo que prohibir huelgas, disolver manifestaciones, detener activistas vinculados a los partidos conciliadores. ¿Cómo se asume esto dentro de la perspectiva de la democracia socialista, de la libre expresión de los trabajadores? La única forma de entenderlo es contextualizarlo: apreciar que el gobierno bolchevique defendía los intereses inmediatos e históricos de los trabajadores, pero que muchas veces, bajo las condiciones dramáticas de la guerra civil, los segundos se contraponían inevitablemente a los primeros…

Ése fue el operativo de las corrientes conciliadoras: arrojar contra el gobierno revolucionario el deterioro de las condiciones de vida. Lo hacían ocultando que, aun en las peores condiciones, lo que estaban intentando hacer los bolcheviques era defender los intereses históricos de la revolución.

Las restricciones de todo tipo para el frente de guerra (económicas y democráticas), encontraban su justificación real en el intento de imponerse en la guerra civil. Mucho debate se ha sustanciado comprendiendo que la caída del gobierno bolchevique hubiera dado lugar no a una idealizada democracia burguesa estilo occidental, sino a una brutal dictadura militar que habría anticipado los regímenes fascistas vividos durante el siglo pasado; esto amén de fracturar en mil pedazos el país.

Para el trabajador de a pie, el campesino, el vecino de un barrio popular o el soldado rojo, los tremendos rigores de la guerra civil, el reclutamiento para el frente, el racionamiento alimentario casi total, el florecimiento del mercado negro, la requisa forzosa de granos, no podían ser agradables. Y quizá en muchos casos lograba obnubilarles la vista de lo que estaba en juego.

Un ejemplo entre tantos es que para finales de 1919 el Ejército Rojo había perdido 980.000 hombres, dos terceras partes de los cuales habían sucumbido a causa de heridas mal curadas, a menudo vendadas con sus portianki (calcetines) mugrientos; de la falta de medicamentos (uno de los efectos más dramáticos del férreo bloqueo imperialista que vivió el país entre 1919 y 1920), del hambre, del frío, de los piojos, de la gangrena, del tifus o de la disentería (Jean-Jaques Marie 2009: 221), cuestiones que tuvieron peores consecuencias que los enfrentamientos militares.

Eric Toussaint señala que 8 millones de personas murieron durante la guerra civil, de las cuales más de 7,5 millones a causa del hambre, el frío y las epidemias, contra “sólo” 350.000 muertos en combate. El número de muertos durante la guerra civil es superior incluso al de los muertos durante la guerra de 1914-1918: alrededor de 7 millones. La lógica del imperialismo fue que si no se podía tirar abajo el poder bolchevique, había que dejarlo tan golpeado que su ejemplo no pudiera cundir, que la revolución no pudiera cumplir sus “promesas”.

De ahí que sea tan fácil hacer obras como La revolución en retroceso, 1920-4, de Simon Pirani, caracterizada por un contenido antibolchevique insoportable: suma una serie de relatos sin una lógica mayor que la idea liberal de que los bolcheviques habrían sido una especie de “nueva elite política” venida para explotar a los trabajadores. Ese relato facilista, este balance paradójico de la Revolución Rusa donde los bolcheviques serían, finalmente, los villanos (tan de moda en ciertos ámbitos universitarios en este centenario), es imposible que deje enseñanzas críticas sobre las circunstancias obtenidas con toda la seriedad del caso, que es lo que se necesita si se quiere aprender de la Revolución Rusa en vez de hacer brulotes sin rigor.

El régimen político había cambiado dejando un dramático lastre para las perspectivas de la revolución. El error de los bolcheviques fue no darse cuenta cabalmente de este hecho, haber llegado tarde a la comprensión del monstruo burocrático, no haber encontrado a tiempo las armas para combatir este fenómeno inédito e inesperado en el seno de la revolución.

2.2 El Comunismo de Guerra

El Comunismo de Guerra fue el régimen económico que caracterizó el período. Dio lugar a todo tipo de romanticismos en el sentido de que se estaba pasando “directamente” al comunismo. Pero esto no era más que un espejismo: no existían las condiciones objetivas para sostener un pasaje directo a una socialización de la economía, a la abolición del dinero y el mercado y otra serie de ilusiones de superación de las contradicciones heredadas del capitalismo sobre la base de un bajo nivel de las fuerzas productivas. En este sentido, es agudo lo que señala Moshe Lewin de que la sustitución del mercado por el Estado en las relaciones económicas en el campo incrementó el aparato burocrático, consecuencia que los Comunistas de Izquierda de la época perdieron de vista.

Trotsky señalaría que, en realidad, el Comunismo de Guerra no había sido un régimen económico sino antieconómico: su lógica no era la reproducción ampliada del capital y la satisfacción de las necesidades, sino el abastecimiento del Ejército Rojo y el frente de guerra a costa de saquear la economía y la sociedad; esto es, un régimen de desacumulación económica.7

La sociedad soviética gastó en esos años parte fundamental del capital físico y humano acumulado para imponerse en la guerra civil. Y ningún régimen de desacumulación económica puede subsistir un largo período.

Dadas las circunstancias, hubo que centralizar la economía más allá de lo que daban las circunstancias objetivas (y la maduración subjetiva de la revolución) para garantizar la rapiña de toda la economía. Es en este contexto que se instaló la dirección única en las fábricas; se restableció un “patrón”. Si comprendemos el marco en el cual se encontraba la revolución, la necesidad imperiosa de que se entreguen los aprovisionamientos a un ejército de 5 millones de integrantes, los límites en el desarrollo de una conciencia obrera y popular en condiciones de miseria (donde los intereses generales quedan subordinados a la supervivencia cotidiana, casi una guerra de todos contra todos), parece evidente que la gestión colectiva de las fábricas apareciese como un “lujo”, un exotismo…

Samary señala que “el ‘despotismo de fábrica’ no fue cuestionado, y el abordaje dominante en los marxistas sobre la ‘primacía’ de las fuerzas productivas como condición de una transformación socialista marcó sin duda, más allá del pragmatismo de la urgencia, una forma de etapismo económico. La noción de ‘transición al socialismo’ refleja sin duda parcialmente –de manera discutible– este etapismo. Tanto los anarquistas como los ‘comunistas de izquierda’ lo criticaron a justo título, promoviendo la democracia en el núcleo de las empresas” (cit.). Pero aunque señala posteriormente que esto no debe implicar ninguna respuesta simple a las cuestiones planteadas, el problema aparece cuando considera “discutible” el marco transitorio (de sociedad en transición) en el cual actuaron estas tentativas bolcheviques; circunstancias agravadas por la guerra civil. La tendencia debe verificarse a que los trabajadores tomen en sus manos todas las tareas. Pero, mientras tanto, la sociedad debe funcionar, lo que plantea un problema que no puede ser resuelto con fórmulas simplistas, denunciando un “etapismo” que no fue tal.

Se llamó a los profesionales para que asistieran la producción y el ejército. Los profesionales eran, en general, figuras burguesas o de clase media alta, adversarias, si no enemigas, de la revolución. Pero tenían un saber hacer acumulado que no poseía la clase trabajadora ni el partido. Esta apelación a los profesionales, en realidad, fue un paso forzado por las circunstancias concretas de la transición con una clase social que no tiene experiencia de mando y dominio. El mando único de las fábricas puede plantearse en el terreno de una gestión más experimentada, so pena de hacer de la producción un parlamento cotidiano que traba la ejecución cuando está en juego la revolución.

Desde ya que esta apelación fue pensada como una medida transitoria: lo estratégico era la elevación cultural y política de la clase obrera para hacerse cargo de todos los asuntos. Pero esta elevación entraña un período histórico de formación; no puede ser algo de un día para el otro: “La conciencia es el factor más perezoso de la historia. Es preciso que los hechos materiales impulsen, golpeen a los pueblos y las clases en la espalda, el cuello, las sienes, para que esa maldita conciencia por fin despierte y comience a cojear detrás de los hechos” afirmaría Trotsky en algún momento de la guerra civil (J-J. Marie 2009: 206). Algo similar, aunque de manera más mecánica, menos concreta, plantearía Georg Lukács en Historia y conciencia de clase.

De ahí que el gobierno bolchevique haya estado pautado por una rica discusión acerca de los desarrollos, con toda suerte de tendencias y fracciones. En general, en la mayoría de las encrucijadas (aunque no en todas, claro está), nos alineamos con Lenin. ¿Cuál era la dificultad? Evidentemente, cómo sostener, en medio de estas medidas transitorias, la perspectiva estratégica del poder proletario: de que cada vez más trabajadores, más explotados y oprimidos, se hicieran cargo colectivamente de los asuntos, que se diera lugar realmente a un “semi-estado proletario”.

Los bolcheviques ensayaron mil iniciativas. Lo refleja el tono de angustia del último Lenin cuando se esfuerza por plantear que era mejor “ir de a poco pero más consistentemente”, o la necesidad de una profunda “revolución cultural”, o cuando se preocupa por el involucramiento de la inmensa masa de obreros sin partido. Una preocupación similar muestra Trotsky en textos como Problemas de la vida cotidiana, cuando observa que “no sólo de política vive el hombre”, cuando muestra su confianza en que herramientas revolucionarias como el cine puedan dar lugar a otras formas de socialización que sustituyan los ritos ancestrales y atávicos de la iglesia.

Hay que entender el terreno real de la revolución, el carácter del proceso de transición que se iniciaba, el hecho que la revolución se hace con hombres y mujeres como los de hoy, y no la idealización del “hombre nuevo” estilo Guevara. Este durísimo proceso de transición debe tender a la máxima democracia socialista, pero en las condiciones de la guerra civil llevó a una centralización excesiva de los asuntos.

2.3 Un régimen de excepción

Para nosotros está claro que aun en medio de estas restricciones, la clase obrera seguía en el poder por intermedio del partido bolchevique. Pero aquí se plantea un problema dramático: el partido no es el único hacedor de la historia; se transforma en el elemento definitorio sólo en momentos muy determinados. Es un factor clave frente al cual todos los demás elementos le son objetivos, lo presionan. Trotsky dice en Bolchevismo y stalinismo que el partido bolchevique era sólo eso: un partido: una de las tendencias políticas de la Revolución Rusa; nada más. Con esto quiere subrayar que la revolución se constituyó por el concurso de todos los demás factores. Y que no había forma que estos factores no la distorsionaran, no impactaran en el partido mismo.

Cuando los bolcheviques cometen el terrible error de prohibir las tendencias y fracciones; cuando, por lógica consecuencia, prohíben también los demás partidos soviéticos, no se daban cuenta de que de esta manera introducían todas las presiones sociales en el seno del partido. Este factor es el que lo terminó matando en tanto que organización revolucionaria; lo que hizo que deviniera, en definitiva, otra cosa: el partido de la contrarrevolución burocrática (de allí que nunca nos haya gustado el título de la clásica obra de Pierre Broué, El partido bolchevique, que mantiene un mismo rótulo para una organización que se había transformado en su contrario). El régimen político de la dictadura proletaria exige la democracia socialista, exige el pluripartidismo, exige el libre juego de las tendencias políticas hasta para preservar al propio partido revolucionario de las presiones de las clases sociales enemigas.

Por eso, el régimen de fortaleza sitiada, que necesariamente anula muchos de estos elementos, sólo puede ser un régimen de excepción. Porque, como demostró la experiencia de la Revolución Rusa, si estos elementos se eternizan, la revolución se pudre. Si se impone un régimen donde el único elemento activo es la burocracia, cae la dictadura proletaria.

Un elemento clave para entender las circunstancias en que quedó la revolución es su aislamiento internacional. Cuando los 14 ejércitos sostenidos por el imperialismo desataron la guerra civil, el esquema fue, como señalamos, si no deponer a los bolcheviques, al menos impedir que cundiera su ejemplo. Parte de esto ocurrió respecto de las consecuencias de la guerra civil, y no solamente en materia económica, sino con las prácticas militarizadas de gestión del poder.

En cualquier caso, las cosas no hubieran seguido el rumbo que tuvieron si alguna revolución socialista hubiera triunfado en Occidente. El involucramiento del imperialismo en la guerra civil estuvo limitado tanto porque las masas populares europeas no estaban dispuestas a ir a otra guerra luego de los desastres de la guerra mundial como por el hecho de que los primeros años del poder bolchevique coincidieron con un ascenso revolucionario sin igual en Europa occidental. 1918, 1919 y 1920 fueron años revolucionarios en Hungría, Alemania, Austria, Francia, Italia y muchos otros países del continente. Sin embargo, salvo el gobierno de los consejos en Hungría encabezado por Bela Kun durante unos pocos meses de 1919 (experiencia que terminó en derrota), ninguna otra revolución socialista logró triunfar.

Cuando la revolución socialista fue contenida en Europa se trasladó a Asia, donde se vivió la que vendría a llamarse la “segunda revolución China”: una revolución obrera que se estaba sustanciando en las ciudades costeras más desarrolladas desde el punto de vista capitalista del gigante asiático, y que tuvo su apogeo en los años 1925-27.

Sin embargo, esta revolución también fue derrotada. La Revolución Rusa quedó así aislada, librada a sus solas fuerzas. Y el problema de este escenario fue el que habían anticipado los bolcheviques: Rusia podía dar el grito de guerra de una “era de revoluciones socialistas”, pero no podía completar la transición al socialismo en un solo país. Para esto se necesitaba la revolución en los países más avanzados del sistema capitalista. De ahí que el atraso económico y cultural se volvieran como un búmeran sobre la revolución, colaborando en su burocratización. Las bases materiales de eso son sencillas y hoy día fáciles de entender; no podía haber un “socialismo en un solo país” como preconizaron Stalin y Bujarin. El socialismo en un mundo cada vez más mundializado requiere del concurso de las fuerzas productivas más avanzadas, y éstas se encuentran en los países de punta del desarrollo capitalista y en la configuración misma del capitalismo como orden global. De ahí la estrategia internacionalista de Trotsky, reivindicada por toda la experiencia histórica de la revolución y la contrarrevolución rusa.

El aislamiento en que quedó la revolución, el retorno de “la lucha de todos contra todos”, la tendencia a dar lo menos de sí y sacar lo más posible, alimentada por las condiciones de escasez y miseria (Lenin), el “retorno del viejo caos” del que hablara Marx en La ideología alemana, todo ello explica los fundamentos materiales del proceso de burocratización que se estaba gestando y reivindica la perspectiva revolucionaria que sólo Trotsky fue capaz de defender durante los años más oscuros del siglo XX.

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