Cómo definir el Estado en China

China hoy: problemas, desafíos y debates.

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1.1 El PCCh: una “etapa inicial del socialismo” casi eterna

Nos parece pertinente comenzar por la definición del orden social chino que da la propia burocracia del PCCh, que es mucho más problemática de lo que dejan entrever sus apologistas, incluso dejando de lado las eternas (y vagas) “características chinas”. Ya el XIII Congreso del PCCh de 1987 decía, prescindiendo de todo optimismo, que el “cumplimiento básico de la modernización socialista” no tendría lugar hasta 100 años después de la revolución de 1949, o más exactamente de las nacionalizaciones de mediados de los años 50.

El extraordinario desarrollo económico ocurrido desde entonces no impresionó lo suficiente a la burocracia china como para mover demasiado esa línea: en 2017, Xi anunció que la modernización socialista estaría “básicamente completa” en 2035. Este año, Hu Angang, de la Universidad Tsinghua de Beijing, sostuvo que China podía ingresar a una “etapa intermedia” del socialismo (otra entelequia sin definir) también en 2035, posiblemente haciéndose eco de otro anuncio de Xi en 2020: el comienzo de una “nueva etapa de desarrollo” que duraría 30 años y formaría parte de la “etapa inicial del socialismo”.

Confesamos que todo esto nos da la penosa impresión de un arco que se corre cada vez más lejos, o más bien de una meta que se vuelve más y más modesta o vaporosa a medida que se acerca la “fecha límite”. Así, pasamos de la “modernización socialista” a una vaga “etapa intermedia” del socialismo o incluso a una mera (y también difusamente definida) “etapa inicial del socialismo” hasta 2050. Parece que desde el anuncio entusiasta de Stalin del “triunfo del socialismo en un solo país”, con una “edificación socialista” concluida en “sus nueve décimas partes” ya en la década de 1930, las burocracias stalinistas se han vuelto decididamente más circunspectas en cuanto a la categorización de sus logros económicos.

Este recato conceptual se ve confirmado por una declaración del Comité Central en noviembre de 2021 de que los miembros del partido debían admitir con seriedad que el país permanecería en la etapa inicial del socialismo “por largo tiempo”. Como observa con sequedad The Economist, “esto significa que el capitalismo tendrá todavía amplio espacio para florecer y que el partido no tiene ningún apuro en pasar a la etapa de cumplir la visión de Marx de un mundo sin propiedad privada. (…) [Los ricos] deberían sentir alivio de que Xi muestra escasa disposición por interpretaciones más radicales de la próxima etapa del socialismo. El año pasado denunció el ‘bienestarismo’ [welfarism, es decir, el Estado de bienestar], diciendo que en algunos países había dado lugar a ‘gente holgazana la que le pagan por no hacer nada’ y derrochan los recursos del Estado” (“Three steps to heaven”, TE 9303, 2-7-22).

Una vez más, es el triunfo de las “características chinas” –en este caso, la promoción de lo que podríamos llamar “moral de la autoexplotación”–, por sobre la concepción “socialista”, suponiendo que pueda reconocerse algo de ella en ese discurso brutal. En todo caso, lo que no deja dudas es que la idea clásicamente marxista de que cualquier evolución en dirección real al socialismo implica, como primer indicador económico, una reducción de la jornada laboral para el conjunto de la clase trabajadora, es algo que infunde profundo horror a los apóstoles “comunistas” del progreso basado en el “trabajo duro”, es decir, la aceptación sin chistar de jornadas laborales extenuantes.

Eso sí, todo esto va a ocupar un muy “largo tiempo”: los sumamente generosos plazos que se dan los burócratas chinos para ir avanzando en las sucesivas “etapas del socialismo” nos recuerdan no tanto al “socialismo a paso de tortuga” de Nicolai Bujarin sino más bien a los “siglos de transición burocrática” con que el trotskista de posguerra Michel Pablo justificaba su adaptación al stalinismo…

1.2 Michael Roberts: una “transición bloqueada”

Pasemos ahora al comienzo del resumen de las posiciones sobre el tema con Michael Roberts, que ha combatido sistemáticamente la idea de que China sea un Estado capitalista: “En mi opinión, China es una ‘economía transicional’, como lo era la Unión Soviética o lo son hoy Corea del Norte o Cuba” (“IIPPE 2021: imperialism, China and finance”, 30-9-21). Desde el comienzo, entonces, Roberts pone el acento, a la hora de definir el carácter del Estado, en el elemento clásico vigente durante todo el siglo XX: la propiedad estatal de los principales medios de producción, que es lo que acercaría a China, por un lado, y a Cuba y Corea del Norte, por el otro.

Sin embargo, incluso tomando este criterio –que, como enseguida veremos, no es a nuestro juicio el determinante–, nos resulta muy dudoso igualar esas tres “formaciones económico-sociales”. Sin entrar en el detalle de los datos estadísticos, queremos dejar señalado que tomando el propio rasero que propone Roberts, es problemático asumir que la proporción y peso de la propiedad estatal sea igual en Cuba o Corea del Norte que en China. En ésta última, el lugar de la propiedad privada es cualitativamente mayor. Pero, como dijimos, con interesa concentrarnos en otro aspecto de su argumentación.

Hace honor a la honestidad intelectual de Roberts que inmediatamente después señale los problemas y contradicciones: “China no cumple con todos los criterios: en particular, no hay democracia obrera, no hay una igualación o restricciones a los ingresos, y el amplio sector capitalista no está disminuyendo de manera consistente” (ídem).

Todo esto es absolutamente cierto, y sólo se puede reprochar a Roberts que no saque las conclusiones que a nuestro entender se imponen, sobre todo del primer “criterio no cumplido”. Por lo demás, aclaramos que, en sí mismo, el hecho de que el sector capitalista no decrezca no implica necesariamente ausencia o retroceso del proceso transicional; en este punto, como desarrollaremos más abajo, hay una divergencia fundamental entre nuestro enfoque y el de Roberts (y Katz).

La cuestión central reside en el fondo, a nuestro juicio, en que estos criterios definen una mirada economicista del Estado y la sociedad chinas, que parte de uno de los pecados capitales de buena parte de las corrientes e intelectuales del marxismo en el siglo XX, que continúa en el siglo XXI: la asimilación de “estatal” a “socialista”. Esto conduce a establecer una equivalencia entre propiedad estatal de medios de producción y sociedad socialista, o al menos en transición al socialismo, sin tomar en consideración nunca en la definición el que para nosotros es el factor decisivo: la existencia real de órganos democráticos de poder efectivo de la clase trabajadora.

En el caso de China –como en el de la URSS stalinizada, el Este europeo y también la Cuba actual–, lo que hay es una completa ausencia de esos organismos, reemplazados por un partido único burocrático y brutal, que ejerce el poder no desde ni para sino sobre y contra la clase trabajadora. La dirección general del XX Congreso, como vimos, es inequívoca en cuanto a dar una vuelta de tuerca al control social y, eventualmente, represión de toda forma importante de contestación a los dictados del PCCh.

Esto no significa que el enfoque de Roberts sea acrítico o complaciente. Por el contrario, en múltiples ocasiones –y de manera incluso más sistemática y contundente que Katz, por ejemplo– toma distancia de la gestión política del PCCh y su régimen. Por ejemplo: “La dirección china no responde ante la clase trabajadora, no hay órganos de democracia obrera, no hay planificación democrática” (“Xi’s third term, part two: property, debt and common prosperity”, 18-10-22). O también: “El único camino real para garantizar el progreso de China, reducir las crecientes desigualdades y evitar el riesgo de un vuelco al capitalismo en el futuro será restablecer el control de la clase obrera sobre las instituciones políticas y económicas chinas y adoptar una política internacionalista à la Marx. Algo que Xi y la actual elite política no harán” (“China workshop…”, cit.).

Pero hechas estas apreciaciones, que compartimos plenamente, Roberts no es consecuente con ellas, porque no identifica a la burocracia del PCCh como el principal obstáculo interno que enfrenta la clase trabajadora, sino como la cabeza “zigzagueante” de un proceso que continúa “en disputa”: “Hay una (permanente) lucha en el seno de la elite política sobre qué rumbo tomar: si hacia el modelo capitalista occidental o a sostener el ‘socialismo con características chinas’. (…) China necesita revertir la expansión del sector privado e introducir planes más efectivos para la inversión estatal, pero esta vez con la participación democrática del pueblo chino en el proceso, Caso contrario, los objetivos de los dirigentes de ‘prosperidad en común’ serán sólo palabras” (“China workshop…” y “Xi’s third term, part two…”, cit.).

En nuestra visión, no puede haber lugar aquí para la ambigüedad: esa necesaria “participación democrática del pueblo chino en el proceso” de toma de decisiones económicas sólo podrá hacerse sobre el cadáver de la burocracia y el PCCh, que en lo tocante a la democracia de los trabajadores no presenta el menor “zigzag”, salvo en la elección de los medios para aplastarla.

Ahora bien, como este elemento crucial no entra en la composición de lugar economicista de Roberts, lo que lo decide a inclinar la balanza hacia el concepto de economía en transición son esencialmente tres factores: que a) “los capitalistas no controlan la maquinaria estatal, sino que lo hacen los funcionarios del Partido Comunista; [b] la ley del valor (beneficio) y los mercados no dominan la inversión, sino que lo hace el amplio sector estatal, y [c] ese sector, como el sector capitalista, están obligados a cumplir metas nacionales de planificación, si es necesario a expensas de la rentabilidad” (ídem).

A nuestro modo de ver, ninguno de los tres argumentos es concluyente, aunque por distintas razones. Empecemos por el último: el peso de la planificación. Si es cierto que formalmente las empresas capitalistas privadas y su desempeño deben pasar por la mediación de las metas de planificación, en los hechos esa “restricción” no ha sido tal que haya impedido el más sano desempeño capitalista para las compañías nacionales y extranjeras. En cuanto a la obligación de resignar “rentabilidad” a instancias de objetivos políticos de estabilidad social, cabe señalar que a) no es casi nunca incompatible con la existencia y prosperidad de las empresas privadas o estatales, cuya acumulación no se ve impedida por esas limitaciones, b) la obligación de cumplir las metas “incluso a expensas de la rentabilidad” no es un rasgo permanente sino espasmódico, y depende de las circunstancias particulares y el momento político en que se encuentre la dirección política del país (por ejemplo, parece ser ahora más “estricta” bajo Xi), y sobre todo c) el hecho de que se exija a las empresas capitalistas cierto límite a su “rentabilidad” en aras de las prioridades que establece la autoridad política no se diferencia, a priori, en nada de un Estado capitalista con políticas “keynesianas” o “redistributivas” que exigen una tajada impositiva mayor a las empresas. De hecho, con el muy bajo nivel de imposición tributaria corporativa que tiene China (uno de los sistemas impositivos más regresivos que existen entre los países desarrollados), no tiene nada de raro que el PCCh decida, de vez en cuando, reclamar al sector privado unas migajas adicionales.[1]

Pasando a la cuestión de la ley del valor, si bien es verdad que su presencia está distorsionada o limitada por la planificación estatal, es un craso error de nacionalismo metodológico no consignar el hecho de que la ley del valor se impone globalmente y que ninguna planificación (y menos una tan “mixta” como la de China) puede hacer que la economía nacional china se sustraiga a su imperio.

Así, cuando Roberts sostiene que “el éxito de China se debe a que la ley del valor que opera en los mercados capitalistas, el comercio exterior y la inversión fue al principio totalmente bloqueada y luego controlada por un amplio sector estatal, la planificación central y políticas macro, además de la restricción a la propiedad extranjera de nuevas industrias y los controles a los flujos de capital desde y hacia el país” (“Views on China”, cit.), está juzgando la operación de la ley del valor en términos exclusivamente nacionales, enfoque que nos parece equivocado.

Sin duda, Roberts no niega que hoy la ley del valor actúe directamente en China, a través del “sector capitalista de la economía” (i.e., el sector privado) y también “a través del comercio exterior, las compañías multinacionales y los flujos de capital” (“China workshop…”, cit.). Pero asume que en lo que concierne al sector estatal, la ley del valor está frenada o controlada, como si las empresas estatales chinas no produjeran plusvalor, no lo realizaran y no hubiera acumulación capitalista en sentido estricto incluso en las compañías estatales.

Y no sólo eso: Roberts no parece tener en cuenta que a la salida de la crisis política generada por la represión en Plaza Tienanmen en 1989 el PCCh estableció que el criterio central –vigente hasta hoy– para la evaluación de los funcionarios estatales y su consiguiente promoción o destitución es su desempeño económico, que incluía, pero no se limitaba a las metas de planificación. De hecho, que la carrera de altos funcionarios dependiera de su éxito económico fue uno de los motores de la fragmentación “proteccionista” que vimos en la sección económica, con líderes locales desesperados por atraer empresas vía exenciones impositivas, terrenos baratos y mano de obra dócil. En estas condiciones, asimilar al “sector estatal” con un “bloqueo a la ley del valor” y a la lógica capitalista es incurrir en el más ingenuo prejuicio “estatista”, pero no en parámetros marxistas ni socialistas.

En cuanto a que los capitalistas “no controlan el aparato estatal”, férreamente en manos de los funcionarios del PCCh, es un hecho innegable, pero en sí mismo no representa una prueba concluyente del carácter no capitalista del Estado. Lo que habría que demostrar es que ese aparato estatal como tal es no capitalista; de hecho, en las experiencias de capitalismo de Estado –expresión que a nuestro juicio corresponde aplicar a China– la clase capitalista tampoco controlaba de manera directa el aparato estatal.

Roberts agrega en tono polémico que “si China fuera simplemente otra economía capitalista, ¿cómo se explica su éxito fenomenal en crecimiento económico?”, y sostiene que esa posición implicaría la posibilidad de “una nueva etapa en la expansión capitalista basada en alguna forma de capitalismo estatista que sería mucho más exitosa que los capitalismos previos, y sin duda más que sus pares de India, Brasil, Rusia, Indonesia o Sudáfrica. China sería entonces una refutación de la teoría marxista de las crisis y una justificación del capitalismo. Felizmente, podemos atribuir el éxito de China a su dominante sector estatal en inversión y planificación, no a la producción capitalista para la ganancia y al mercado” (“IIPPE 2021: imperialism, China and finance”, cit.).

Dos problemas aquí. Uno es que el argumento tiende a tornarse casi “moral”: aceptar que China sea capitalista implica casi hacer una apología del capitalismo y tirar por la borda la teoría marxista de las crisis. Pero no es necesario recurrir a esos extremos para intentar dar cuenta de la realidad del progreso económico chino, que además, con todo lo impactante que resulta, no hay que absolutizar ni idealizar, perdiendo de vista las enormes contradicciones sociales que conlleva. Por ejemplo, que junto con el aumento del crecimiento económico vino un aumento concomitante de la desigualdad social –incluyendo el desgarramiento de parte sustancial de la población en ciudadanos urbanos de primera y de segunda clase con el hukou–, resultado que se asemeja más a los procesos de desarrollo desigual, combinado y deformado capitalistas que a una supuesta transición al socialismo.

El otro punto es que asoma aquí una contradicción que trataremos más abajo: si el desarrollo chino debiera atribuirse sobre todo al “bloqueo total” de la ley del valor y la planificación ¿por qué no tuvo lugar antes, en las décadas bajo Mao, cuando ese “bloqueo” era mucho mayor, y no precisamente en el período en que la ley del valor fue solamente “controlada”, abriendo el juego a la propiedad capitalista en amplios sectores de la economía? Si todo el “mérito” del “éxito económico” chino residiera en su sector estatal (que, en un error lamentablemente habitual, se considera sinónimo de “socialista”), con sus empresas y su planificación, y todos los problemas se debieran, como hemos visto en la sección económica, a la “expansión de la inversión privada y especulativa en el sector privado”, el salto mayor debiera haberse dado bajo el régimen económico casi totalmente estatizado de Mao, no bajo las variantes más “mixtas” de Deng, Jiang, Hu y ahora Xi Jinping.

Atribuir todas las virtudes económicas al sector estatal y todos los obstáculos al sector privado no termina de explicar el desarrollo chino ni las diferencias entre sus sucesivas etapas. Sin adentrarnos demasiado ahora en el tema, sólo dejaremos anotado aquí que nos parece una visión más ajustada a los hechos considerar que durante el período en que se introdujo, en proporciones variables, la propiedad capitalista local y extranjera, se dio un salto monumental en la productividad y en la producción de plusvalor, como no había sido posible bajo las condiciones de atraso económico y tecnológico de Mao. El desarrollo de relaciones sociales de explotación capitalista directa de nuevas e inmensas masas de trabajo asalariado condujo a la producción y apropiación (¡estatal y privada!) de un gigantesco excedente económico antes inexistente, con el importante impulso adicional que representó la producción en escala ya no para un mercado nacional (muy extenso pero de baja capacidad de consumo), sino para el mercado mundial. Volveremos sobre esto.

Por otro lado, para ser justos, es preciso señalar que esta mirada “nacional” no se traslada más allá de ciertos límites. Roberts observa con toda corrección, en polémica con los aduladores del PCCh, que es un error decir que China sea “socialista” sin más, en la medida en que ninguna sociedad puede ser propiamente socialista en un entorno global capitalista.

En efecto, terciando en la polémica sobre el supuesto carácter socialista de China, Roberts declara que “para mí, la visión del socialismo en Marx parte de dos premisas realistas: 1) que el comunismo en tanto sociedad de superabundancia donde la explotación y la lucha de clases se han eliminado para liberar a los individuos es ahora técnicamente posible –especialmente con la tecnología del siglo XXI: inteligencia artificial, robots, internet, etc.– y 2) que el socialismo y/o cualquier transición al comunismo no pueden siquiera iniciarse [se sobreentiende que en el sentido económico. MY] hasta que el modo de producción capitalista ya no sea dominante globalmente, y que sean dominantes el poder de los trabajadores y las economías planificadas democráticamente (no dictaduras). Eso significa que China no puede moverse, ni siquiera gradualmente, hacia el socialismo –ni siquiera en tanto primera etapa del comunismo– a menos que la dominación imperialista se termine en el llamado Occidente. Recordemos que China puede ser la segunda economía del mundo, pero que su productividad del trabajo es menos de un tercio de la EEUU” (“IIPPE 2021: imperialism, China and finance”, cit.).

Esta formulación de las premisas materiales esenciales de cualquier sociedad en transición hacia el socialismo nos parece robustamente marxista, y toma clara distancia de las versiones stalinistas de socialismo en un solo país. Lo que Roberts no menciona, como veremos enseguida, es que no se trata sólo de las premisas económicas. Para hablar propiamente de una sociedad de transición –definición que implica, justamente, un tránsito, esto es, un sentido de movimiento desde un régimen social a otro– es imprescindible considerar también criterios vinculados al régimen político y al rol efectivo de la clase trabajadora como clase dominante real. Sin la presencia de ese rol, no puede hablarse a nuestro juicio de sociedad en tránsito al socialismo. Pero es precisamente ese factor el que un enfoque economicista deja de lado, en beneficio de criterios puramente económicos.

Una vez más, es necesario recordar que los parámetros de una transición no son los mismos que los de la sociedad capitalista: la separación funcional de economía y política que caracteriza a ésta debe tender a ser rebasada por un poder de la clase trabajadora cuyo rol va mucho más allá de “garantizar el crecimiento económico” para apuntar a revolucionar el conjunto de las relaciones sociales. Y es en este criterio que la China bajo la égida del PCCh, como vimos, está muy lejos de dar la talla no ya como “comunista”, sino ni siquiera como agente de una transición genuina.

Dicho esto, Roberts adelanta un concepto digno de nota: el de “transición atrapada” (trapped transition). Esto significa que China “no es capitalista (todavía), pero no se está moviendo hacia el socialismo” (ídem). Esta aclaración nos parece importante: aunque no coincidamos con la evaluación de Roberts de “sociedad no capitalista ni socialista”, consideramos valiosa su admisión de que, aun siendo así, no hay un movimiento hacia el socialismo, es decir, no hay progreso de la transición; está bloqueada, “atrapada”.[2]

Lo decisivo aquí es definir exactamente cuál es el elemento central que frena esa transición, porque de allí se desprenden conclusiones políticas profundas. ¿Esa transición está bloqueada porque, como muy bien señala Roberts, no hay democracia obrera, ni planificación democrática, ni verdadero “poder de los trabajadores”? ¿O el obstáculo es puramente económico: la continuidad de la presencia de las empresas privadas locales y extranjeras y la erosión de la planificación estatal por el mercado?

Según la respuesta sea una u otra, se impone o bien una ubicación política completamente independiente del PCCh, de su liderazgo actual y de sus políticas, que sostenga la necesidad de poner en pie y desarrollar los órganos e instituciones de esa ausente democracia obrera, o bien una orientación de “expectativa” de que el PCCh (o alguna de sus facciones) dé en la tecla con una orientación más “estatista”, “planificadora” y “anti mercado”. De más está decir que la segunda opción representa para nosotros un inmenso peligro y una vía muerta para las necesidades y aspiraciones de las masas chinas, y reduciría la crítica marxista del Estado y la sociedad chinas al papel de mera consejería externa de un PCCh que, para colmo, no tiene intención alguna de pedir consejos (mucho menos de aceptarlos).

Para concluir, digamos que Roberts asume sin temor que su visión sobre China “es minoritaria. Los ‘expertos en China’ occidentales dicen al unísono que China es capitalista, y además una forma desagradable de capitalismo, a diferencia de los capitalismos ‘democrático-liberales’ del G-7. Asimismo, la mayoría de los marxistas coincide en que China es capitalista, incluso imperialista” (ídem).

Para ser francos, no estamos en condiciones de juzgar si entre los marxistas la postura de Roberts es tan minoritaria, y si es tan abrumadora la mayoría en favor de definirla como capitalista o imperialista. Pero aun si así fuera, en todo caso nos parece que hay que tomar en consideración un amplio abanico de matices y diferencias, que tienen también consecuencias en el terreno de las definiciones políticas. Tan riesgoso como negar las diferencias teóricas es suponer que éstas se trasladan de manera absolutamente mecánica a la política: dentro de quienes definen a China como “en transición” hay visiones muy diversas, y con mayor motivo entre quienes sostenemos el carácter capitalista del Estado chino.

1.3 Claudio Katz y la “transición irresuelta”

Por su parte, la exposición de Katz, como señalamos, tiene la ventaja del orden y la claridad en las definiciones. Así, respecto de la sociedad china plantea que “en China no rige el capitalismo ni el socialismo. Prevalece una modalidad histórica intermedia e irresuelta de sociedad, junto a una formación burocrática en el manejo del Estado. El funcionariado que controla el poder estatal no actúa por simple delegación de la nueva clase propietaria. Busca sostener –mediante un elevado ritmo de crecimiento– un equilibrio de todos los sectores sociales del país” (“Descifrar China II: ¿Capitalismo o socialismo?”, 28-9-20).

Hasta aquí se trata de un enunciado, que luego se buscará demostrar, de modo que cabe llegar a ese punto para examinar las premisas en que se apoya. Sólo queremos llamar la atención sobre el objetivo que según Katz se propone la dirigencia china. No parece muy compatible con la “continuidad del marxismo como ideología” –que, como vimos más arriba, para Katz cumple un papel relevante a la hora de comparar el camino de la revolución china con el de la URSS y los países del Este europeo– la meta típicamente policlasista y propia de la mayoría de los partidos capitalistas de “sostener un equilibrio de todos los sectores sociales”. Esta concepción, como ya advertíamos en 2020, fue, ella sí, sancionada como ideología oficial y efectiva desde 2002 con el nombre de las “tres representaciones”.

Katz admite que el proceso chino ha dado pasos hacia el capitalismo, pero considera que ese viraje no es irreversible sino que “permanece inconcluso”, por una serie de razones. Al respecto, “para dirimir el grado de reintroducción del capitalismo” considera tres criterios propuestos por el economista húngaro János Kornai,[3] “el alcance de la propiedad privada, las normas de funcionamiento de la economía y el modelo político imperante (…). Con esos indicadores destacamos que China avanzó hacia el capitalismo en el primer terreno, no definió un perfil definitivo en el segundo y afrontó un severo dique en el tercero” (“Descifrar China II: ¿Capitalismo o socialismo?”, cit.).

Como advertimos al comienzo de esta sección, no nos parece el enfoque más productivo focalizar el debate en lo supuestamente “fáctico” sino en las conceptualizaciones. Eso no significa, naturalmente, que un acuerdo mínimo sobre ciertos datos carezca de toda importancia. Pero, como observa con razón Katz, “el grado de privatización actual de la economía china es muy controvertido”, y no nos hace avanzar mucho contraponer citas o estimaciones. Sólo traeremos a colación aquí una reserva y dos datos de origen oficial.

La reserva es que nos resulta francamente dudoso que un “rasgo distintivo del modelo” chino sea “la conservación de la tierra como propiedad pública” (“Descifrar China II: ¿Capitalismo o socialismo?”, cit.). Consideramos que la situación del agro chino es mucho más mixta y compleja; remitimos al respecto a nuestro trabajo de 2020.

Los dos datos que nos resultan significativos son, uno, que las empresas privadas representan más del 80% del empleo urbano en 2022, contra sólo un 4% en 1989. El otro es la conocida fórmula “56789” que citáramos en 2020, y que resume este cuadro: el sector privado representa “el 50% de los ingresos impositivos, el 60% del PBI, el 70% de la innovación tecnológica, el 80% de los empleos y el 90% de las empresas” (M. Yunes, “China, anatomía…” cit.). Pero no consideramos que éstas u otras cifras sean en sí mismas suficientes para saldar un debate que debe transitar otros carriles, más teóricos.

Por lo demás, para Katz el mayor obstáculo para un eventual regreso del capitalismo que aún no se ha consumado no es la estructura económica –por el contrario, considera que ése es el terreno en el que más ha avanzado, aunque luego matiza bastante esa afirmación– sino sobre todo el orden político, o, lo que es lo mismo, el régimen hegemonizado por el PCCh. Al respecto, se afirma que “la clase capitalista ya forjada en China actúa bajo un sistema político que no domina”, evaluación que coincide con la de Roberts.

Enseguida veremos los peligros que supone proponer al PCCh –al menos, durante determinados períodos, entre los que bien se podría incluir la actual gestión de Xi– nada menos que como “dique” al avance del capitalismo en China. Ahora queremos enfocarnos en que, en general, la mirada de Katz apunta a una exterioridad casi absoluta de la clase capitalista privada respecto del Estado y el partido. Se trata de una cuestión en la que el debate presenta posturas casi opuestas por el vértice, que van desde la total “ajenidad” de la clase capitalista –cuya existencia casi nadie niega– respecto del partido (o del Estado, o del partido-Estado) hasta la “fusión” de ambos sectores, con todas las gamas intermedias.

Asumiendo que se trata de un problema complejo y abierto, a cuya comprensión no ayuda la dificultad de acceso a información clave sobre las relaciones entre ambas partes, entendemos que hay múltiples indicios de una profunda imbricación entre un sector y otro, con relaciones tan estrechas que a los propios observadores internos de la sociedad china les resulta difícil desenmarañarlas. Nada más alejado de la realidad que postular en China la existencia de una línea demarcatoria siempre nítida, clara y distinta entre los funcionarios del partido y del Estado, por un lado, y los propietarios de empresas capitalistas privadas, por el otro.

Sin embargo, para Katz, definir el Estado chino como capitalista es una mirada que “registra identidades donde prevalecen separaciones. La nueva clase burguesa y la burocracia que controla el Estado permanecen como dos sectores diferenciados. El primero no capturó el poder y el segundo no se transformó en un mero grupo de propietarios enriquecidos. La continuidad de esta distinción no invalida que varios millonarios ocupen altos cargos oficiales o que las familias de muchos jerarcas exhiban un nivel de vida ultra-acomodado. Lo que interesa conceptualmente no es ese cómputo de riquezas, sino el papel objetivo que cumple cada sector en una formación económico-social”. (“Descifrar China III: Proyectos en disputa”; cit.)

En un cierto nivel del análisis, Katz está en lo correcto: no tiene sentido plantear el debate sobre el carácter del Estado esencialmente sobre la base del nivel de fortuna personal de los burócratas del partido y del Estado. La nomenklatura del PCUS de la URSS gozaba de privilegios similares, o en todo caso no cualitativamente diferentes, y coincidimos con Katz en que la definición del Estado no se desprendía sólo de esa realidad.

Pero hay un segundo nivel, precisamente el que propone Katz referido a la definición funcional de los sectores burocráticos. Como Katz señala con su claridad acostumbrada, se trata de discernir si desde el punto de vista de su función social prevalece la separación o la identidad de ambos sectores sociales. Y aquí es necesario señalar que esa separación tan nítida que establece entre la nueva clase capitalista y la burocracia del PC no es un rasgo sobre el que haya unanimidad entre los analistas de la sociedad y el Estado chinos. Por el contrario, el material provisto por los estudios empíricos –material que, dada la opacidad informativa impuesta por el PCCh, no siempre es fácil de recopilar– no sugiere una respuesta tan concluyente como la de Katz. En todo caso, cabe reconocer, primero, que hay un evidente nivel de interrelación, y segundo, que “separación” o “identidad” no son las opciones binarias del análisis, sino los extremos de un abanico donde hay diversos grados y matices, abiertos a interpretaciones y sobre todo a cambios dinámicos.

Por ejemplo, el marxista británico Adrian Budd sostiene que “el capital privado está profundamente imbricado [intertwined] con el partido-Estado. Un informe interno del PCCh ya en 2006 mostraba que el 90 por ciento de los millonarios eran o estaban estrechamente vinculados con altos funcionarios; a la vez, más de la mitad de los capitalistas de las zonas costeras [las más ricas y desarrolladas de China. MY] tenían raíces en el PCCh o en el Estado” (“China and imperialism in the 21st century”, cit.; la fuente de referencia es David Goodman, Class in Contemporary China, 2014). Sobre la base de estos y otros datos similares, Budd concluye que existe “una relación simbiótica entre el partido-Estado y el sector privado”

Por su parte, Martin Hart-Landsberg, de Monthly Review, llega a decir que hay directamente “fusión del partido-estado y las elites capitalistas alrededor de un compromiso compartido de mantener el avance de la reestructuración capitalista de China” (“The US economy and China: capitalism, class and crisis”, Monthly Review, febrero 2010). Au Loong Yu, como veremos más abajo, también sugiere el concepto de “fusión”.

Pero esta idea de “fusión”, en la medida en que implica una desaparición de las diferencias específicas en una nueva entidad uniforme, que por lo demás no se define con claridad, nos resulta exagerada y analíticamente peligrosa. En verdad, representa, como señalamos más arriba, asumir la postura simétricamente opuesta a la de separación total. Ambas nos resultan unilaterales. En cambio, la definición de “relación simbiótica”, como metáfora, nos parece más fecunda y que da cuenta de manera más precisa y a la vez más abierta del vínculo innegable entre burguesía capitalista y elite burocrática, sin obliterar diferencias ni especificidades.

De todos modos, no hay forma de negar que esas relaciones complejas y opacas han cambiado profundamente en el curso de las últimas décadas –por lo general, en el sentido de una mayor aproximación recíproca– y seguirán haciéndolo, por lo que se impone la necesidad de actualizaciones permanentes. Cabe consignar que el reciente giro de Xi al “disciplinamiento” del capital privado, en la medida en que parece un giro en la dirección contraria a la predominante en las gestiones anteriores desde Deng Xiaoping, exige tanto una explicación de su origen como una definición de sus alcances y límites.

Esto es tanto más urgente por cuanto miradas como la de Roberts, que subrayan la idea de la extensión del sector estatal de la economía como el “camino correcto”, o la de Katz, que identifican como uno de los “diques” al avance del capitalismo el hecho de que el PCCh mantiene a la clase capitalista fuera del poder político,[4] pueden terminar considerando como progresivo el relativo giro “estatista” en lo económico y “partidista” en lo político por parte de Xi y el XX Congreso. Aclaramos expresamente que ni uno ni otro afirman nada semejante, pero sí creemos que eventualmente esa conclusión podría inscribirse en la lógica de las ubicaciones de ambos.

1.4 La experiencia de la NEP y el economicismo

En este tema, como adelantáramos, aparece una de las diferencias en la “concepción económica del socialismo” entre Roberts y Katz. Mientras que el primero parece establecer un signo positivo invariable a todo avance del sector estatal (para él, socialista o al menos no capitalista), la postura de Katz es más abierta a la posibilidad de que en una transición haya otras combinaciones de formas de propiedad, incluso cayendo en el otro extremo de que siempre debe haber una cierta proporción de mercado. Pero ambas miradas tienen en común pasar por alto, de manera unilateral, todo factor extraeconómico en sus criterios de definición de la sociedad, que pasarían única, o al menos esencialmente, por la economía y las relaciones de propiedad.[5]

Así, para Katz “quienes rechazan en forma indiscriminada todas las políticas económicas de las últimas décadas implícitamente objetan la reintroducción del mercado. No registran que esa gestión fue compatible con la Nueva Política Económica (NEP) de Lenin en los años 20, y resulta insoslayable para cualquier proyecto poscapitalista en los países subdesarrollados. ¿O acaso era mejor el esquema opuesto de planificación compulsiva y centralizada de la URSS en 1950-60?” (“Descifrar China II: ¿Capitalismo o socialismo?”, cit.).

En esta mirada se concentra el carácter economicista del enfoque de Katz. Tiene completa razón cuando señala que el mero hecho de la “reintroducción del mercado” no decide en sí mismo el carácter capitalista o no del Estado. Pero Katz saca conclusiones muy distintas a las nuestras de la experiencia de la NEP en la URSS. Para él, la existencia de al menos cierto grado de presencia del mercado es “insoslayable para cualquier proyecto poscapitalista en los países subdesarrollados”, y por lo tanto no puede ser utilizado como criterio para postular la vigencia del capitalismo en China. Al margen de la validez propiamente económica del argumento, a la que haremos breve referencia más abajo, el debate pasa esencialmente por otro lugar.

El centro del problema a la hora de decidir si y cómo avanza el proceso de transición no reside en cuál es la ecuación o fórmula ideal de las relaciones entre planificación estatal o regulación del mercado, sino quién y cómo ejerce el poder. Lo que decide no ya el rumbo de la transición al socialismo, sino el hecho desnudo de si ésta existe realmente o no, no lo da ninguna proporción o porcentaje específico de plan o mercado en la programación económica del Estado, sino si la clase trabajadora, con su institucionalidad propia, sus organismos y sus partidos detenta realmente el poder como sujeto social efectivo o si –como ocurre en China y como ocurrió en todos los estados burocráticos desde la stalinización de la URSS– es sólo objeto pasivo de la regimentación, opresión y explotación burocráticas.

Por esta razón, lo que enseña la experiencia de la NEP en realidad es que la proporción adecuada entre Estado y mercado es algebraica, una incógnita imposible de resolver a priori y que necesariamente dependerá de las circunstancias reales del momento, económicas y políticas, internas y externas. Como resume Pierre Naville: “Ni Marx, ni Engels, ni Lenin, ni Trotsky se han aventurado a fijar  los ritmos, los plazos y ni siquiera las formas [de la transición] (…). Lo que demuestran los hechos es que ningún esquema demasiado general o simple que pretenda sustituir al desarrollo concreto puede prescribir un camino a ese desarrollo” (Le nouveau Léviathan 4: les échanges socialistes, p. 479, subrayado en el original).

En ese sentido, nos parece metodológicamente incorrecta la postura de Katz de asumir como parte del balance de las experiencias “socialistas” del siglo XX que necesariamente y en toda circunstancia debe haber un lugar para el mercado, so pena de caer en “el esquema opuesto de planificación compulsiva y centralizada de la URSS en 1950-60”. Es muy probable que por las exigencias de la situación concreta ese termine siendo el resultado, pero postularlo como un a priori no tiene sentido, excepto quizá como salvaguarda contra un enfoque dogmático de la planificación.

Katz parece suponer que una de las enseñanzas del siglo XX para los socialistas es la necesidad de evitar la “planificación compulsiva” y un Estado omnipresente en lo económico.[6] Si se tratara sólo de tomar distancia de las irracionalidades patentes de la planificación burocrática o de proyectos brutales como la colectivización forzosa de principios de los años 30 en la URSS, sería plausible. Pero el énfasis está aquí en el lugar equivocado: la lección más concluyente del siglo XX para cualquier proyecto socialista del siglo XXI no pasa, insistimos, por ninguna fórmula particular o especialmente “creativa” de las relaciones económicas entre Estado y mercado, sino por la necesidad del poder político efectivo de la clase trabajadora en la transición, condición que nos parece, ella sí, “insoslayable para cualquier proyecto poscapitalista en los países subdesarrollados”… y en los desarrollados también.[7]

Es muy relevante examinar el sentido y las lecciones de la NEP, en la medida en que este período se ha convertido en piedra de toque de muchas discusiones sobre el “modelo económico chino”. El libro de John Ross, del Instituto Chongyan de Estudios Financieros de la Universidad Renmin (China), China’s Great Road, defiende el modelo económico chino actual, al que define como una “versión radical de keynesianismo”. Ross llega a decir que las políticas post Deng de reforma y apertura estaban “mucho más en línea con Marx que las de la URSS” a partir del primer Plan Quinquenal soviético, con lo que desliza que una línea del estilo de la NEP, que otorgaba espacio al mercado y la propiedad privada, se aproximaría en ese sentido a la de China desde los 80.

Según expone Roberts, Ross “parece aceptar la mirada de Deng de que la planificación y la propiedad estatal no eran vitales para el éxito de China y que el mercado podía suplirlos, incluso con ventaja, en el desarrollo de la economía china” (M. Roberts, “Views on China”, cit.). A esto Roberts, con una mirada mucho más hostil a esa línea de “apertura”, replica correctamente que abrir el juego a la inversión privada, incluida la extranjera, incluso si puede ser necesario en determinados casos, implica “serias contradicciones y consecuencias para el ‘socialismo’ en China”, y que la adopción de la NEP por parte de Lenin y los bolcheviques en 1921 fue “a regañadientes” y considerada como un “paso atrás necesario en la transición al socialismo” en medio del derrumbe de la producción agrícola después de la guerra civil. Además, de manera pertinente contra quienes, como los “reformistas pro mercado” del PCCh y sus admiradores, idealizan la NEP, Roberts recuerda que “Lenin llamó a la NEP ‘capitalismo de Estado’, no ‘socialismo con características especiales’ de ningún tipo” (ídem).

Al respecto, es interesante el planteo de Isabelle Weber en How China escaped shock therapy, que recibió el apoyo entusiasta del “experto en desigualdad” Branco Milanovic. Weber desarrolla las razones por las cuales China no siguió el camino de la URSS y el Este europeo de desmantelamiento casi total de las instituciones anteriores y privatizaciones salvajes. En cambio, China optó por una “apertura gradual de la economía de planificación estatal al capitalismo, en parte a través de las privatizaciones pero sobre todo mediante lo que Weber llama ‘ingreso gradual del mercado’ [gradual marketization] a la economía china (…), sin conducir a una ‘asimilación completa’ al capitalismo” (M. Roberts, cit.). Weber agrega que este camino no se impuso sin un serio debate interno durante la primera década de apertura (1978-1988) con el sector que propiciaba una “terapia de shock” ultraliberal al estilo de la Rusia post soviética.

Así, la opción que se terminó perfilando fue, según Weber, la de una “NEP larga” (long NEP), en la que terminaron confluyendo los sectores más liberales después de la masacre de Plaza Tienanmen de 1989. Durante los 90, el “modelo chino” agregó mayores niveles de apertura al mercado, privatizaciones y desregulación de las relaciones laborales en el ámbito privado, pero, en clara oposición al curso de la ex URSS, el PCCh jamás aflojó las riendas del control político, y es ése, acaso, el mayor elemento de continuidad y el “hilo rojo” de las políticas de la dirección china desde Deng Xiaoping hasta Xi Jinping.

Tiene mucha lógica que quienes justifican el giro aperturista de la dirigencia china, tanto desde el campo de los “keynesianos” pro capitalistas como desde el de los panegiristas “socialistas” del PCCh, se apoyen en el ejemplo de la NEP soviética. De más está decir que, como puntualiza Roberts, unos y otros se cuidan bien de advertir que Lenin y los bolcheviques siempre presentaron la NEP como un retroceso obligado por las circunstancias, y jamás la ponderaron como un “modelo” posible, ni mucho menos como la vía regia de la transición al socialismo.[8]

Entre otras razones, por una razón que señala Roberts y que se opone a la idea de Katz, que veremos más abajo, de una transición de “siglos” entre un sistema y otro. Cuando Xi señalaba en uno de sus discursos[9] que “necesitamos aprovechar tanto la mano invisible como la mano visible”, esto es, la del mercado y la del Estado, se hace eco casi explícito de la teoría de los “ratones” de Deng. Recordemos que Deng relativizó las diferencias entre plan y mercado con su famosa frase de que “no importa si el gato es negro o blanco, lo que importa es que cace ratones”. Pero, se pregunta Roberts, “¿es posible que el gato del sector privado y el gato del sector estatal puedan vivir juntos y en armonía en el futuro próximo, o es que las contradicciones inherentes a esta combinación se incrementarán e intensificarán?” (“Views on China”, cit.).

En efecto, aquí hay un nudo problemático crucial: el hecho de que, contra las estrategias “decenales” del PCUS en su momento y del PCCh después, la “convivencia pacífica” entre un orden global capitalista y una región no capitalista (durante la Guerra Fría) o entre los sectores estatal (“socialista”) y privado (“capitalista”, aunque a nuestro juicio ambos lo son) en China –que, para colmo, es un actor de primer orden en la globalización capitalista post 1990– sólo puede ser inestable por definición. Para tomar la expresión de Weber, no es razonable postular una “NEP de duración indefinida”.

Por lo demás, si nuestra evaluación del Estado chino es equivocada y no impera allí un capitalismo burocrático de Estado sino una formación transitoria entre el capitalismo y el socialismo, con mucho mayor motivo cabe apuntar las peligrosas inconsistencias de ese orden social. La experiencia fulminante de la URSS y los países del Este, que detrás de la estólida fachada burocrática ocultaban una erosión y unas fragilidades sistémicas tales que se derrumbaron juntas como un castillo de naipes, es aleccionadora al respecto. Sólo el autocomplaciente optimismo de la burocracia puede suponer que un statu quo tan poco orgánico puede durar décadas y décadas (¡ni hablar de siglos!) sin estar permanentemente expuesto a “amenazas existenciales”, sea del imperialismo occidental… o de la rebelión desde los trabajadores y demás sectores oprimidos, que es la apuesta de los marxistas revolucionarios.

1.5 Una analogía y un pronóstico problemáticos

Precisamente en virtud del problema que acabamos de mencionar sobre la inestabilidad estructural de este tipo de regímenes es que cabe detenerse en una analogía histórica que hace Katz en defensa de su definición de China como sociedad en transición. En un excurso histórico al que también haremos referencia en el debate sobre el imperialismo, Katz sostiene que “las discusiones sobre el origen del capitalismo afianzaron la percepción de una larga transición de varios siglos, con diversas modalidades de coexistencia de clases dominantes (…). Esta misma conclusión podría aplicarse en la actualidad a China. Su eventual pasaje al capitalismo no debería necesariamente presentar el abrupto desenlace que imperó en Rusia o Europa del Este. Podría efectivizarse a la largo de varias décadas, y en ese caso correspondería caracterizar al régimen vigente durante ese período intermedio” (“Descifrar China II: ¿Capitalismo o socialismo?”, cit.).

Katz busca dar cuenta de un problema real: proveer una explicación al curso diferenciado de China, por un lado, donde el Partido Comunista jamás perdió el control del Estado y de la sociedad –y donde, para varios autores, la restauración del capitalismo no es un hecho consumado–, y la URSS y el Este europeo, donde tanto la salida del Partido Comunista del poder político como la restauración capitalista fueron fulminantes. Pero más allá de los elementos con que se intente esa explicación, el recurso a la analogía con la larga transición del capitalismo desde la Alta Edad Media hasta la consolidación definitiva del capitalismo industrial en el siglo XIX nos parece que aporta más confusión que claridad.

Es imposible en los límites de este texto entrar de lleno en el debate historiográfico; sólo señalaremos los problemas que, entendemos, presenta esa comparación. En primer lugar, el capitalismo era un orden social joven y ascendente; aun si se aceptara la existencia de una “situación transitoria entre el capitalismo y el socialismo”, ésta expresa, en el caso de China, una realidad inestable, casi “residual” de un impulso revolucionario (a nuestro entender, además, no socialista, pero ése es un debate aparte) que hace décadas está bloqueado. Como vimos, el propio Roberts define esta situación como de “transición atrapada”, estancada por falta de impulso. En estas condiciones, suponer que la “transición” tendrá un recorrido tan plácidamente extendido a lo largo de “varias décadas” o incluso “siglos” nos parece fuera de las posibilidades del contexto histórico actual.

Inclusive, y más allá de cómo se dividan las fases sucesivas del proceso chino (tema que trataremos enseguida), una cosa es segura: no hay posibilidad de que una formación social burocrática, no orgánica, como la que se constituyó luego de la revolución de 1949 –y en la URSS después de la stalinización, y en los demás países del Este desde el inicio– pudiera gozar de “décadas” de estabilidad en un entorno hostil. Como observa el marxista francés Pierre Naville en su monumental estudio sobre los Estados burocráticos –que él llamaba “socialismos de Estado–, “es necesario reconocer que este período de transición (…) debe ser también un período de lucha económica, social y política. (…) El sentido de la transición no tiene por qué ser simple o unívoco. Puede ser una mezcla, sea una yuxtaposición o un compuesto, puede ser una declinación o un retroceso, o un comienzo (…)” (Le nouveau Léviathan 4: les échanges socialistes, p. 478-479, subrayado en el original). La resultante de esas luchas continuas difícilmente pueda ser una estasis de décadas; más bien, lo que cabe esperar es que el choque de fuerzas sociales y de clase termine en cambios profundos, como los que a nuestro entender han tenido lugar en China con el giro capitalista de Deng Xiaoping.

Por otra parte, es cierto que Katz tiene una saludable cautela metodológica y deja abierto el curso futuro de esta transición, que considera “irresuelto” y que puede ir en un sentido u otro. En ese sentido, en otro texto posterior propone una perspectiva de “tres escenarios” posibles en la confrontación EEUU-China. Aquí asoma otro problema, esta vez de orden político.

El primero de esos escenarios es el triunfo de EEUU, que le permitiría revocar la amenaza china y recomponer su posición hegemónica (además de, suponemos, consolidar definitivamente la restauración capitalista en China). El segundo sería un curso de China “con una estrategia capitalista de libre comercio” con lo que “afianzaría su transformación en potencia imperial”. El tercero sería “una victoria del gigante oriental lograda en un contexto de rebeliones populares, [que] modificaría por completo el escenario internacional. Ese triunfo podría inducir a China a retomar su posicionamiento antiimperialista en un proceso de renovación socialista” (“China: tan distante del imperialismo como del Sur global, 20-4-2021”).

Este tercer escenario deja en la ambigüedad definiciones políticas que nos parecen cruciales. Sin duda que una derrota de la ofensiva yanqui contra China “en un contexto de rebeliones populares” implicaría un vuelco categórico a la izquierda de la relación de fuerzas en la arena de la lucha de clases mundial. Lo que no queda claro en la excesivamente escueta formulación de Katz es cuál es el rol que va a cumplir el PCCh en ese ascenso de masas. ¿La expectativa es que entre sus “corrientes internas” aparezca un ala revolucionaria marxista, no burocrática, hoy inexistente? ¿Que el propio Xi haga un “giro a la renovación socialista” o “antiimperialista” (aun “con características chinas”)? ¿O significa, como entendemos nosotros, que la rebelión y movilización popular deben proponerse generar sus propios instrumentos políticos independientes, por fuera, por encima y en contra del régimen stalinista y burocrático del PCCh?

Sin duda, cualquier proceso profundo de movilización de masas en China va a generar crisis, grietas y estallidos en el pretendidamente monolítico PCCh, y cualquier formación política que aspire a conformarse necesariamente contará en sus filas con ex miembros del partido, incluso dirigentes de cierto rango. Por eso, no se trata aquí de defender “purismos” absurdos, sino de dar una definición política clara del carácter actual del PCCh: ¿es o no una organización burocrática, stalinista, profundamente anquilosada y conservadora? Ante una rebelión de masas real, ¿tenderá a reprimirla por todos los medios, como hizo de la manera más criminal en Tienanmen, o cabe esperar que esa rebelión impulse a la cúpula del partido a “retomar su posicionamiento antiimperialista”?

A nuestro juicio, alentar esperanzas en el sentido de un “giro a la izquierda” o una “regeneración” del PCCh es o una absoluta ingenuidad o haber quedado preso del perimido marco teórico del “trotskismo de Yalta” y sus expectativas en que las “condiciones extraordinarias” de la lucha de clases empujarían a los aparatos stalinistas “más allá de sus límites”. Todo el balance de las experiencias del “socialismo real” del siglo XX va en la dirección opuesta.[10]

1.6 Periodizaciones en disputa

Pasando a la evolución del proceso económico y político en China, Katz hace un repaso ordenado y coherente de sus etapas; no obstante, más allá de las diferencias conceptuales más generales ya expuestas, hay aspectos de la periodización que propone que nos resultan poco convincentes o imprecisos. Al respecto, más abajo nos apoyaremos en una periodización alternativa, la de Pierre Rousset.

Apoyándose en un exponente de la Nueva Izquierda china –corriente cuyo alcance actual francamente desconocemos–, Katz postula una “distinción cualitativa entre el período de las reformas mercantiles (1978) y la etapa de las privatizaciones (1992). Lejos de constituir dos momentos de una misma trayectoria, involucraron rumbos contrapuestos de compatibilidad con el socialismo y alineamiento con el capitalismo” (“Descifrar China II: ¿Capitalismo o socialismo?”, cit.).

Sin embargo, esa idea de discontinuidad y cambio de rumbo entre el período de reformas de Deng y la oleada de privatizaciones de los 90, como ocurre con muchas evaluaciones que dependen de datos a veces poco accesibles, también está sujeta a controversia. Como observa Isabelle Weber en How China escaped shocked therapy [Cómo China evitó la terapia de shock], no fue otro que el propio Deng Xiaoping quien formalizó en octubre de 1992 el lanzamiento de la “economía socialista de mercado con características chinas”.

Su sucesor, Jiang Zemin, defendió esta formulación diciendo que “la distinción esencial entre socialismo y capitalismo no es si el énfasis está en la planificación o en la regulación por el mercado. Esta tesis brillante nos liberó de la idea restrictiva de que la economía planificada y la economía de mercado pertenecen a sistemas sociales básicamente diferentes, y de esta manera generó un gran avance [breakthrough] en nuestra comprensión de la relación entre la regulación por el mercado y por la planificación” (citado por M. Roberts, “Views on China”, cit.). La formulación popular de esta “tesis brillante”, como vimos, es la figura de Deng de los gatos de colores diversos.

Por su parte, A. Budd tampoco visualiza esa supuesta discontinuidad entre las orientaciones de Deng (1978-1992) y de Jiang Zemin (1993-2003). Al respecto, señala que “1992 fue un año bisagra”, pero por las razones opuestas a las que supone Katz: no como una ruptura del rumbo establecido por Deng, sino como su continuación a un nuevo nivel. Para Budd, “la ‘gira del sur’ de Deng reanudó el proyecto de apertura a la economía global” (cit.).

Por lo demás, cabe recordar que fue el mismo Deng quien inauguró la tradición de la enorme influencia de los líderes del PCCh supuestamente “retirados” sobre los “delfines” que ellos contribuyeron a formar.[11] De modo que no es ningún despropósito suponer que, lejos de ser una figura decorativa para mostrar en los congresos, Deng mantuvo su influencia en las decisiones de la cúpula del PCCh hasta su muerte, esto es, durante al menos la primera mitad de la gestión de Jiang.

Au Loong Yu también establece un corte social en cuanto al carácter del Estado bajo Mao, por un lado, y su pasaje al capitalismo de Deng en adelante. Tampoco aquí Yu entiende que exista un hiato entre Deng y sus sucesores, en los cuales ve, por el contrario, continuidad. El verdadero cambio tuvo lugar, sostiene Yu –y acordamos nosotros– con el giro al capitalismo de Deng: “La China de Mao nunca avanzó hacia el ‘socialismo’ o el ‘comunismo’, y su ‘Revolución Cultural’ supuso la destrucción de la cultura. Sin embargo, entonces su régimen era definitivamente anticapitalista, o incluso antimercado, hasta el punto de que incluso los pequeños propietarios estaban prohibidos. (…) El supuesto ‘igualitarismo’ económico de la era de Mao era una verdad a medias, ya que los funcionarios de rango medio y superior disfrutaban de enormes privilegios. En términos de igualitarismo político, era completamente falso. Aun así, la China de Mao era anticapitalista. Fue Deng quien invirtió el programa de Mao. Y es Xi quien concreta la política de Deng. Estos pro capitalistas han enriquecido a los funcionarios del partido, aunque vivan con el temor constante de perder el control, especialmente después de la represión del movimiento democrático de 1989” (“La China de Xi Jinping: reacción, no revolución”, cit.). Obsérvese que Yu, aun reconociendo el carácter anticapitalista de Mao –que entendemos proviene del carácter mismo de la revolución china–, no omite sin embargo señalar los tremendos problemas de burocratismo y atraso de la conducción del PCCh bajo Mao.

También Pierre Rousset considera que la línea de corte en cuanto al régimen social chino es la que separa a Mao de Deng, y no a Deng de sus sucesores: “Las reformas de Deng Xiaoping iniciadas en los años 80 y 90 tenían como objetivo encaminar a la China post maoísta por la vía capitalista” (“XX Congreso del PC Chino: el punto de inflexión”, cit.). En su texto sobre la consolidación de China como “nuevo imperialismo”, que veremos con más detalle en la sección siguiente, Rousset propone una clasificación de las etapas del proceso político, social y económico chino que a grandes rasgos compartimos.

Por lo pronto, en la caracterización de la misma revolución china de 1949: “El régimen maoísta se consolida después de una revolución social, nacionalista, antiimperialista y anticapitalista (…). El partido-Estado constituye (…) el marco dentro del cual se desarrolla la burocratización” como proceso” (“La experiencia china y la teoría de la revolución permanente”, L’Anticapitaliste 126, mayo 2021, en europesolidaire.org). Aquí, salta a la vista inmediatamente que en la enumeración de rasgos propios de la revolución china está ausente el de “socialista”. Y no es un dislate, sino una comprensión justa de que el elemento que de manera cabal constituye el carácter socialista de cualquier proceso social es su contenido de clase real, esto es, la presencia de la clase trabajadora como sujeto social efectivo de tal proceso. En el contexto de la revolución de 1949, con un proletariado industrial diezmado y aplastado política y físicamente tras la derrota de la revolución urbana de 1927, y con un Partido Comunista Chino cuyo activo e influencia se centraban en el campesinado, el carácter propiamente socialista de la revolución quedó decisivamente menguado y bloqueado desde el comienzo.[12]

La sociedad a que dio origen el proceso revolucionario, explica Rousset, “no es el socialismo, sino una sociedad en transición cuyo resultado es incierto. (…) Por eso es mejor no utilizar la fórmula de una sociedad en transición al socialismo” (“China: El surgimiento de un nuevo imperialismo”, cit.). En este punto tenemos el matiz, o la diferencia, de que la transición fue “bloqueada”, para usar el término de Roberts, prácticamente desde el inicio mismo del proceso, justamente en virtud de la ausencia de la clase obrera y del peso aplastante del aparato burocrático del maoísmo. Por lo tanto, más que una transición, incluso “de resultado incierto”, enseguida empezó a tomar forma un Estado de características burocráticas, no capitalista ni en transición, sino profundamente inestable en su estructura. No obstante, a los efectos de los principales puntos en debate, podemos continuar con la periodización de Rousset, que citaremos con cierta extensión por su claridad y síntesis conceptual.

Rousset identifica también la inestabilidad como un estigma del nuevo orden social en China. Así, relata que “todas las contradicciones inherentes al régimen maoísta estallan durante la mal llamada Revolución Cultural (1966-1969),  una crisis global de gran complejidad (…) durante la cual se hizo añicos la administración y el Partido; sólo el Ejército siguió siendo capaz de intervenir de manera coherente a nivel nacional. Mao finalmente le hizo un llamamiento para forzar un retorno represivo al orden, volviéndose contra los Guardias Rojos y los grupos de trabajadores que lo apoyaban. Durante la década del 70, allanó el camino para la dictadura oscurantista de la ‘Banda de los Cuatro’, la victoria final de la contrarrevolución burocrática. El catastrófico resultado de la Gran Revolución Cultural Proletaria (GRCP) sanciona la crisis terminal del régimen maoísta y la muerte política de Mao Zedong, diez años antes de su muerte física” (ídem).

La primera etapa luego de la consolidación del régimen surgido de la revolución fue, entonces, la más “izquierdista” de todo el proceso. El caos económico y el desquicio de la vida social allanaron el camino para un clamor generalizado de algún tipo de “orden”, que fue ampliamente aprovechado por la nueva facción del PCCh en el poder: “La contrarrevolución burocrática creó un terreno fértil para la contrarrevolución burguesa, haciendo añicos las movilizaciones populares y haciendo que la vuelta al favor de Deng Xiaoping, un superviviente de las purgas de la GRCP, pareciera una vuelta a la razón. (…) Lo que en la década del 60 era una calumnia que justificaba las purgas se había convertido en una realidad en la década del 80: Deng encarna la opción capitalista dentro de la nueva dirección del PCCh” (ídem).

Esta etapa es caracterizada por Rousset como “la contrarrevolución de los 80”, durante la cual “el ala económica de la burocracia prepara su mutación, su ‘burguesificación’ y la reintegración del país al mercado mundial capitalista” (ídem). Entre los puntos de apoyo para llevar adelante ese proceso Rousset identifica, paradójicamente, el legado colonial de Macao, Hong Kong y Taiwán, que a la vez de ser fuente de conflictos irresueltos (sobre todo los dos últimos), “son puertas abiertas de par en par al mercado mundial y las finanzas internacionales que permiten transferencias de tecnología”. Lo que a su vez aceitó la transformación económica de la estructura china de la que se benefició políticamente el PCCh.

El período de introducción de las relaciones capitalistas en todos los órdenes fue el origen, asimismo, de algunas de las tremendas desigualdades y contradicciones que aquejan a China hasta hoy. La conformación de un amplísimo, nuevo y joven proletariado, a instancias del “éxodo rural” y del desarrollo del capitalismo en el campo, proveyó “la mano de obra perfecta para la sobreexplotación que caracteriza el período de acumulación primitiva de capital” (ídem).

Fue el pleno desarrollo de esta acelerada transformación capitalista de China lo que dio lugar a crecientes expresiones de resistencia y descontento. El desenlace fue, según Rousset, que el PCCh logró “infligir una derrota histórica a las clases populares durante la llamada represión masiva de Tienanmen en abril de 1989 (todo el país se vio afectado, y no sólo Beijing), (…) derrota que forma parte del nuevo ordenamiento de clases sociales. (…) Se invierte el orden social e ideológico. (…) Deng Xiaoping defiende las virtudes del ‘ejemplo’; se supone que el enriquecimiento de uno anuncia el enriquecimiento de todos. El sector económico estatal opera ahora en simbiosis con el capital privado” (ídem).

A nuestro modo de ver, tiene buen sentido marxista y parece acorde con los hechos históricos postular que el giro de la conducción del PCCh hacia el capitalismo debió imponerse a la población bajo la forma de una derrota de la clase obrera en el período de Plaza Tienanmen. Si esto es así, quedan por investigar los alcances de esa derrota y los eventuales puntos de apoyo para una recuperación de la clase trabajadora, que desde entonces ha incrementado enormemente sus filas e incorporado rasgos y tradiciones nuevas respecto de ese período.

1.7 ¿Análisis nacional o desde la globalidad?

Katz introduce un razonamiento histórico y por analogía en defensa de su punto de vista que, precisamente por su claridad, ilustra algunas de las diferencias que nos separan. Hace mención a la “discusión sobre el nacimiento del capitalismo [que] opuso a los historiadores que subrayaban su origen nacional (Wood), con los estudiosos que remarcaban su génesis internacional (Wallerstein). Esa controversia contraponía la existencia de múltiples trayectorias de un sistema forjado en el siglo XIX, con visiones de un régimen que irrumpió como totalidad mundial en el siglo XVI. En este caso, el acierto de la primera mirada radica en los criterios que aportó para estudiar cada capitalismo nacional, en función de sus diferencias con los sistemas previos. El inconveniente de la segunda óptica estriba en la disolución de esas singularidades. (…) Esa divergencia de criterios internos o externos para definir la presencia del capitalismo cobra actualidad para evaluar las trayectorias nacionales divergentes seguidas por Rusia o Europa del Este frente a China. Esos procesos se desenvolvieron en un mismo escenario de globalización neoliberal, pero transitaron por cursos nacionales muy distintos. La expansión mundial del capitalismo que sucedió al fin de la Guerra Fría no implicó la implantación del mismo sistema en todos los rincones del planeta. (…) Por las mismas razones que la existencia de un sistema-mundo no equivalía a la automática adscripción de la URSS a esa totalidad, la preeminencia actual de la globalización no presupone el capitalismo en China” (“Descifrar China II: ¿Capitalismo o socialismo”, cit.).

Por lo pronto, el razonamiento por analogía entre las características históricas del capitalismo y las del socialismo es sumamente peligroso, en la medida en que tiende a subrayar en exceso los rasgos comunes y a perder de vista las diferencias cruciales entre uno y otro orden social. Pero veamos la cuestión en general y en particular.

En primer lugar, la explicación “nacional” del origen del capitalismo no sólo nos parece desacertada sino en cierto modo hasta reñida con el marxismo. No hay forma de explicar el capitalismo mundial como simple agregación de economías capitalistas nacionales y no como un todo integrado desde el inicio. El capitalismo es lo que es como orden social en primer lugar porque es un (el primer) orden social global. Todo el desarrollo del capitalismo moderno es inconcebible, tanto lógica como históricamente, sin la conquista de América y demás regiones no capitalistas, sin la conformación de un mercado mundial, sin el establecimiento de tasas de ganancia diferenciadas por países, regiones y grados de desarrollo. En verdad, sostenemos que desde el marxismo este enfoque global tiene una indiscutible supremacía epistemológica, por así llamarla, respecto de un análisis por agregación de naciones.

Sin duda, este punto de partida no exime a los marxistas del estudio de las “singularidades nacionales” –más bien, obliga a hacerlo–, pero suponer que esa ubicación ante todo global representa un  impedimento para ese estudio, u obliga a “disolver” especificidades en el marco general, es un non sequitur. No hay ninguna razón de orden teórico o metodológico para que eso deba ser así.

La comparación que hace Katz entre la situación de la URSS durante la Guerra Fría y la de la China bajo la globalización es improcedente porque omite la diferencia central. La característica decisiva de todo el período de la Guerra Fría fue la conformación de dos bloques económicos y geopolíticos casi sin ninguna integración. Por supuesto que, como correctamente señala Katz, ya entonces la economía mundial era una sola y capitalista, y eso no implicaba la “adscripción automática” de la URSS al orden capitalista. Pero sí implicaba dos consecuencias muy importantes: una, que no había forma de definir a la URSS y países del Este (también China) como “socialistas”, y dos, que, precisamente por ese cerco capitalista global, esas sociedades no capitalistas sufrían una profunda inestabilidad estructural. Y esto también por dos razones concomitantes.

Primera, porque no se trataba siquiera de sociedades en genuina transición al socialismo, sino que esa transición había sido interrumpida (en la URSS) o bloqueada desde el inicio (en los demás casos) por la total ausencia del principal elemento socialista de cualquier proceso, la presencia y capacidad de decisión y transformación de la clase obrera, políticamente expropiada por las burocracias stalinistas. Y segunda, porque de resultas de esa total ausencia de democracia obrera y del dominio opresivo de la burocracia, sin nueva intervención revolucionaria de los trabajadores –de la que hubo intentos y atisbos que no llegaron a cuajar o fueron derrotados–, no había forma de que esas sociedades no capitalistas se estabilizaran como tales de manera orgánica. Por el contrario, si quedaban libradas a su pura lógica económica de planificación estatal burocrática estaban condenadas a ser derrotadas por la capacidad y productividad superiores que le confería al orden capitalista su carácter global. Este factor fue el que, a fuerza de desgaste y deterioro interior de los regímenes stalinistas y la presión imperialista desde el exterior, terminó desembocando en el colapso de 1989-1991.

Así, contra el razonamiento de Katz, partir de la economía capitalista como una globalidad que no anula las especificidades nacionales permite entender esa doble realidad. A saber, tanto la conformación de un sistema mundial “anormal”, dividido en dos áreas político-económicas pero de las que sólo una, la capitalista, constituía realmente un orden global, como, en virtud de esa misma asimetría, la imposibilidad de que el mal llamado “bloque socialista” constituyera sociedades estables y orgánicas. Por el contrario, el signo que las definía era su inestabilidad estructural, al vivir sometidas de manera permanente a las presiones de un orden social global orgánico. Estas presiones sólo eran resistidas desde una lógica económica burocrática, mientras que el decisivo factor político socialista, la clase trabajadora, permanecía en situación de opresión y explotación. Si estas condiciones no cambiaban –y en lo esencial, lamentablemente, no cambiaron–, esos regímenes estaban históricamente condenados.

No fue éste el escenario en que tuvo lugar el ascenso de la economía china, que se aceleró y consolidó precisamente a partir de este período. La “separación en bloques” que atravesó toda la Guerra Fría se transformó en su contrario, la mundialización-globalización del capital a niveles nunca vistos y cualitativamente superiores a todos los períodos anteriores. Desaparecieron las fuertes restricciones a la inversión externa, el comercio internacional y la acumulación y remesas de ganancias propias del siglo XX, y tanto Rusia como China se abrieron de manera decisiva al ingreso del capital local y especialmente extranjero.

Es cierto que la conducción del PCCh mantuvo el control del Estado y estableció límites a esa penetración de las relaciones capitalistas. Pero, al mismo tiempo, el salto en la acumulación de capital con el ingreso de cientos de millones de nuevos asalariados a viejas y nuevas industrias transformó decisivamente la estructura económica y social china. El nivel de integración de China en las cadenas mundiales de producción, logística y suministros, junto con el desarrollo de un inmenso mercado interno antes misérrimo, representaba un panorama opuesto por el vértice a los parámetros de funcionamiento del capitalismo mundial durante la Guerra Fría, y eso incluye el tipo de vinculación entre los países imperialistas y los supuestamente “socialistas”.

¿Significa esto que cabe deducir de esta expansión e integración crecientes del capitalismo global que no puede haber ninguna “excepción no capitalista”?  No necesariamente: a nuestro juicio, Cuba y probablemente Corea del Norte pueden seguir siendo definidas hoy como no capitalistas. Pero aquí se imponen dos advertencias imprescindibles. La primera es que la presión exterior del orden capitalista global sigue haciendo crujir a esas sociedades, que, lejos de estabilizarse, se encaminan a una crisis inevitable si ese cuadro no se modifica. Y la segunda es que estas “excepciones” sólo pueden ser tales en razón de su insignificancia económica, su aislamiento y su situación marginal e irrelevante en los procesos económicos de la globalización, que puede seguir perfectamente su curso sin esas economías.

Nada parecido puede decirse de China, que ocupa un lugar absolutamente central en la arquitectura económica global, en todos los planos: en volumen de comercio exterior, como centro de producción industrial global, como núcleo de generación de tecnología, como mercado para las compañías globales, como socio comercial principal de más de la mitad de los países del mundo… Es exactamente por este lugar privilegiado e insoslayable de China que hay tanta preocupación en el establishment por el futuro del proceso de globalización en el marco del agravamiento de la rivalidad geopolítica entre China y EEUU. Para la economía capitalista global, “desacoplarse” de Cuba o Corea del Norte es un detalle minúsculo; desacoplarse de China es imposible, o como mínimo una disrupción gigantesca de consecuencias incalculables.

Por eso, aunque formalmente es cierto que, como dice Katz, “la expansión mundial del capitalismo que sucedió al fin de la Guerra Fría no implicó la implantación del mismo sistema en todos los rincones del planeta”, es necesario aclarar inmediatamente que los “rincones” donde no rija el capitalismo sólo pueden ser eso: rincones relativamente marginales, no la segunda economía del planeta.

Es entonces esa diferencia inmensa, cualitativa, entre los lugares respectivos del “bloque socialista” (¡incluida China!) durante la Guerra Fría y el lugar de China en la fase de la globalización-mundialización capitalista la “singularidad disuelta” en el enfoque de Katz. No son ni pueden ser, por lo tanto, “las mismas razones” las que explican el carácter no capitalista de la URSS en la Guerra Fría, por un lado, y a la vez el supuesto carácter no capitalista de China en el período actual, por el otro.

1.8 Los (diversos) capitalismos de Estado y otras variantes

Concluiremos esta sección con un rápido repaso de otras posiciones sobre el carácter social del Estado chino. Al respecto, es imprescindible, por las razones arriba apuntadas, considerar la elaboración de Au Loong Yu, que define a China como “capitalismo burocrático de Estado”. Yu aclara que “con ‘capitalismo burocrático’ no me refiero sólo a que la burocracia usa sus posiciones en el gobierno para obtener ganancias a través de medios capitalistas. Para ser más preciso, preferiría decir que China es un tipo de capitalismo de Estado en el que la burocracia fusiona el poder de coerción del Estado con el poder del capital. En muchos países del mundo, muchos funcionarios son corruptos y, en países como Pakistán y Egipto, se ven compañías dirigidas por militares, como en el caso chino. De cualquier modo, yo postulo que sólo en China se puede llegar a semejante grado de fusión (…), [una] situación única que es el resultado de una trayectoria también única desde la revolución de 1949” (“Fortalezas y contradicciones de la economía china”, cit.).

Para Yu, el elemento distintivo del orden social chino es que “el partido-Estado concentra en sus manos tanto el monopolio de la violencia como el poder del capital para favorecer el crecimiento económico” (“El ascenso del capitalismo en China”, jacobinlat.com, 18-12-2020). Por nuestra parte, coincidimos con Yu en que la formación social china no puede definirse más que como capitalista, a partir de los criterios que ya hemos desarrollado. También en que, en razón del peso específico económico de las empresas estatales y del direccionamiento político –con una influencia fluctuante de la planificación formal, según los vaivenes de la “línea oficial”–, puede hablarse en China propiamente de capitalismo de Estado regido burocráticamente desde el partido-Estado.

Sin embargo, como puntualizáramos anteriormente, nos parece abusiva la noción de Yu de “fusión” entre poder del Estado y capital. Si bien es una realidad innegable el nivel de íntima imbricación entre las estructuras partidarias y las del Estado, así como –a un nivel a nuestro juicio mucho menos estrecho– entre el funcionariado y el aparato de Estado, por un lado, y la clase capitalista propiamente dicha, por el otro, nos parece empíricamente indemostrado y políticamente equívoco, o desorientador, postular el concepto de fusión sin más entre ambas esferas.

Por lo demás, aquí también, tanto como en el caso de “transición” o de “imperialismo”, como veremos en la sección siguiente, hablar de “capitalismo de Estado” en China requiere ciertas cualificaciones, ya que dentro de quienes defienden  el concepto cabe una muy amplia gama de posturas que, por fuera de esa “etiqueta”, tienen realmente poco en común.

Por lo pronto, como advierte Yu ironizando sobre la célebre fórmula de Xi Jinping, lo primero a tener en cuenta en la denominación es que se trata de “un capitalismo de Estado dotado efectivamente de ‘características chinas’” (“¿Cuál es la naturaleza del capitalismo en China? – Sobre el ascenso de China y sus contradicciones inherentes”, Europe Solidaire Sans Frontières, mayo 2014). Pero hay aún muchas más tonalidades en la paleta general del “capitalismo de Estado”.

Por ejemplo, entre quienes sostienen la caracterización de China como “capitalismo de Estado” está el marxista egipcio Samir Amin, que por lo pronto aclara que emplea el concepto a sabiendas de que se presta a equívocos y reconociendo que tiende a la sobresimplificación, reservas que nos resultan atinadas. Sin embargo, no compartimos en absoluto la idea de Amin de que “el capitalismo de Estado fue una fase necesaria en el desarrollo del socialismo para los países en desarrollo [?]. Lo que importaba era el carácter particular del capitalismo de Estado [en cada variante. MY], que en el caso de China era visto como parte de la larga ruta al socialismo” (en John Bellamy Foster, “The new Cold War on China”, Monthly Review, julio-agosto 2021). Es innecesario aclarar que nuestra visión está casi en las antípodas de esta mirada sumamente complaciente respecto del régimen chino.

Pero no acaban aquí los equívocos y posibles confusiones. Hemos citado al británico Adrian Budd como un autor que propone aportes interesantes a la cuestión del régimen chino y que también lo define como capitalismo de Estado. Ocurre que, en su caso, y en la medida en que se hace eco de la teoría formulada desde los años 50 por la corriente trotskista fundada por Tony Cliff y el Socialist Workers Party inglés, Budd postula una continuidad del capitalismo de Estado ya desde el triunfo de la revolución de 1949. De esta manera, se pone un signo igual entre el orden social chino post revolución y el actual, lo que nos parece completamente equivocado. Una postura tal deja de lado la realidad del cambio evidente que ha habido en la orientación política y en la estructura económica de China, aun si se mantiene como elemento común el mando y control por parte del PCCh.

Paradójicamente, quienes, como Roberts y Katz, insisten en que China sigue siendo una economía transitoria entre el capitalismo y el socialismo, y además con rumbo “no resuelto”, replican desde una caracterización opuesta el mismo error metodológico de la corriente hoy dirigida por Alex Callinicos. Es decir, sostener que el carácter del Estado chino sigue siendo hoy el mismo que en 1949. Así, la continuidad del manejo del poder por parte del PCCh parece ser el elemento central para sostener que desde el giro de Deng Xiaoping en adelante los cambios en el orden social chino respecto del período maoísta son sólo de grado y no de cualidad.[13]

En particular Katz, como vimos, subraya explícitamente que la “continuada vigencia del marxismo como ideología” –lo que no es más que otra manera de designar la perpetuación en el poder del PCCh– es un aspecto central a la hora de definir el carácter del Estado. Asimismo, Katz argumenta que, a diferencia de ejemplos anteriores de capitalismo de Estado como el de Japón, “lo que distingue a China de ese antecedente ha sido la preexistencia de una revolución socialista, que cortó una trayectoria inicial del capitalismo. Ese componente socialista estuvo ausente en todas las versiones que adoptó el capitalismo de Estado a lo largo del siglo XX” (“Descifrar China III: Proyectos en disputa”; cit.). Más allá de que no coincidimos con el carácter socialista de la revolución china, cabe notar hasta qué punto el elemento de continuidad que representa la permanencia en el poder del PCCh ocupa un lugar central en muchas de las conceptualizaciones.

Por último, digamos que no hace falta aclarar que nos hallamos en la vereda opuesta, en todos los sentidos, de otro integrante del grupo de quienes consideran a China como un caso de “capitalismo de Estado”. Nos referimos al venerablemente imperialista Council on Foreign Relations, think tank especializado en política exterior fundado por David Rockefeller en 1921, con base en Nueva York. Como vemos, el caveat metodológico que se impone para cualquier debate serio es no dejarse llevar por las etiquetas y suponer que bajo los mismos “titulares” se encuentran contenidos políticos, teóricos y hasta de clase similares. Las variantes que encierra cada una de las posturas son tan diversas que es absurdo, o de mala fe, criticar una de ellas simplemente por “contigüidad osmótica” con otra aparentemente “similar”.

Por ejemplo, una posición que presenta ciertos puntos de contacto con la de Roberts y Katz, pero a la vez un matiz propio, es la de Richard Smith, que define a China como un “híbrido burocrático” no capitalista ni socialista. Smith admite que la cúpula china “se beneficia enormemente de las ganancias de las empresas estatales. Pero no son capitalistas, al menos no en relación con la economía estatal. Son dueños de manera colectiva del Estado, que es a su vez dueño de la mayor parte de la economía. Son colectivistas burocráticos que conducen una economía mayormente planificada que también produce para el mercado. Pero producir para el mercado no es lo mismo que capitalismo” (en M. Roberts, “Views on China”, cit.).

Como se ve, en esta polémica vuelven muchas categorías teóricas que habían sido parte del debate sobre la URSS y los países del Este durante la Guerra Fría e incluso antes de la Segunda Guerra Mundial. Esta taxonomía categorial –capitalismo de Estado, socialismo, estado burocrático, sociedad de transición, colectivismo burocrático– remite a elaboraciones, intelectuales y personalidades de esos períodos (en este caso, Bruno Rizzi). Y con razón, porque más allá de acuerdos y disensos, son las herramientas del arsenal teórico marxista las que están en mejores condiciones de aprehender y explicar las inmensas complejidades sociales y económicas del gigante asiático.

Volviendo a Smith, un aspecto particular de su enfoque es que centra su crítica al gobierno chino en su desmanejo de la cuestión ambiental. Smith atribuye este fracaso a que la conducción del PCCh elige como mal menor la degradación ambiental y el aumento de las emisiones de carbono, con tal de no comprometer el crecimiento económico y el impulso a la autosuficiencia ante la ofensiva del imperialismo yanqui. En este punto, si bien creemos que Smith no se equivoca al plantear esta contradicción, que es muy real, le asigna un papel completamente desproporcionado a la hora de juzgar de manera más global las contradicciones del Estado y el régimen chinos, error en el que no caen autores como Roberts y Katz.

Por otra parte, la imperiosa y real necesidad de recurrir a los matices y a las “soluciones mixtas” en muchos planos abre la puerta a definiciones que caen a veces  casi en la autocontradicción. Así, “Cheng Enfu caracteriza a China como ‘socialista con elementos de capitalismo de Estado’, una formulación extraña que suena confusa” (M. Roberts, “IIPPE 2021: imperialism, China and finance”, cit.). Lo propio sucede en la evaluación sobre el eventual carácter imperialista o no de China, como veremos en lo que sigue.

 


[1] De paso, señalemos que partiendo del hecho cierto de que la forma dominante –pero en modo alguno la única– del capitalismo globalizado de hoy es la neoliberal, a veces tanto Roberts como Katz terminan identificando neoliberalismo con capitalismo. Lo que conduce al razonamiento equivocado de que cuando determinadas estructuras o políticas de la dirigencia china son un obstáculo para un despliegue de la forma neoliberal del capitalismo, se considera esto como una demostración del carácter no capitalista tout court de éstas.

[2] Esta definición nos parece más precisa que la de Katz, que veremos más abajo, de transición “de dirección indeterminada”. Sin embargo, Roberts no parece siempre del todo consecuente con su propia definición. La idea de los “zigzags” y del rumbo político “en permanente disputa” en el seno del partido en cierto modo habilita la hipótesis de un golpe de timón “hacia una transición socialista” como resultado de decisiones del PCCh. Al mismo tiempo, como vimos, se hace una crítica muy dura (y muy justa) a la falta de democracia obrera, y se plantea con fuerza la necesidad de “restablecer el control de la clase obrera sobre la política y la economía”, tarea que como vimos, para Roberts está por fuera de la intención de Xi y la elite dirigente. Daría la impresión de que Roberts, que critica las vacilaciones e inconsecuencias del PCCh como “zigzags”, tiene él mismo una actitud algo “zigzagueante” sobre el rol actual y potencial del PCCh, y tiende a dejar el crédito abierto a una evolución del partido en sentido “socialista”.

[3] Recordemos que Kornai, miembro del equipo de economistas oficiales de Hungría bajo el régimen stalinista, se recicló como crítico liberal del “socialismo real” para beneplácito del circuito “mainstream” de economistas. Sobre China, sostiene que su éxito se debe en lo esencial a haber abandonado la planificación central y el rol dominante del Estado en la economía para abrazar el mercado y el capitalismo.

[4] Katz afirma que “lo que distingue a China de Rusia o Europa del Este es la continuada diferencia entre la estructura de la sociedad y el Estado, que mantiene a la clase capitalista alejada del control del poder político”. Pero Katz, que insiste más de una vez sobre este rol del PCCh, no señala con el mismo o aun mayor énfasis que correspondería en un marxista crítico del régimen chino algo que no distingue sino que iguala a China, Rusia y Europa oriental. A saber, el hecho incontrovertible de que si una clase estuvo categóricamente “alejada del poder político” en todas esas sociedades no fue tanto la clase capitalista como la clase trabajadora. Aquí, la supuesta “adscripción ideológica al socialismo” de esos regímenes no puede confundir a nadie, salvo quizá a quienes todavía, a esta altura del siglo XXI, siguen suponiendo (y no es el caso de Katz) que esas sociedades eran, de alguna forma “degenerada” o bastarda, “dictaduras del proletariado”. No lo eran ni esos países ni China entonces, y no lo es China hoy.

[5] Paradójicamente, ese acento exclusivo en la economía acerca metodológicamente a Roberts y a Katz a la ubicación de la mayor parte del movimiento trotskista de posguerra de defender a todo trance la conceptualización de “estado obrero” deformado o burocrático, a partir de tomar como patrón decisivo la estatización de la propiedad capitalista. Una crítica lapidaria de ese enfoque es la de Roberto Sáenz, especialmente “Las revoluciones de posguerra y el movimiento trotskista” (Socialismo o Barbarie 17/18, noviembre 2004) y “La dialéctica de la transición socialista” (Socialismo o Barbarie 25, abril 2011, ambos disponibles en izquierdaweb.org).

[6] En cierto modo, esta cuestión remite a otro debate que tuvimos con Katz en su momento sobre la política y el régimen de Hugo Chávez en Venezuela y su pretendido “socialismo del siglo XXI”. Mientras que Katz valoraba positivamente ciertas alternativas de relación entre Estado y mercado introducidas por el chavismo, nuestra postura era mucho más crítica, y considerábamos que, más que “socialismo del siglo XXI”, lo que teníamos ante nuestros ojos eran una variante limitada del capitalismo de Estado del siglo XX. La evolución posterior del chavismo bajo Nicolás Maduro no ha hecho más que reforzar nuestra convicción de que el camino a una verdadera renovación y relanzamiento de la perspectiva socialista en este siglo no pasa por ninguna variante “original” en el plano de las relaciones económicas, sino por la lucha por poner nuevamente en el centro de la escena el protagonismo, la autoactividad y las organizaciones e instituciones independientes de la clase trabajadora.

[7] Respecto de esta distinción, nos resulta extraño –e injustificado– suponer que en una eventual transición al socialismo regirían normas económicas fundamentalmente diferentes según se trata de países desarrollados o atrasados. En todo caso, lo que cambiará serán las relaciones de fuerza con el capitalismo global hostil y el punto de partida en términos de infraestructura para un proyecto que se encamine en la dirección socialista, lo que no es lo mismo. Además, como señalamos, lo decisivo para cualquier proyecto de transición al socialismo no es en primer término el aspecto económico, incluido el grado de desarrollo. Establecer esa distinción implica postular que los parámetros esenciales para la conformación de la “política económica” o plan económico del “proyecto poscapitalista” dependerán de la base capitalista previa del país en cuestión. Pero, reiteramos, poner en el centro esa preocupación en lugar de la cuestión que creemos decisiva, qué clase o sector de clase ejerce el poder político real, es una derivación de un enfoque economicista de la transición.

[8] Es el caso de la siguiente exposición acrítica, o más bien apologética, de la política de los jerarcas del PCCh: “China apostó a usar la dinámica del sistema capitalista para liberarse de esa lógica [!] y desarrollarse rápidamente, controlando sus contradicciones y limitando sus efectos destructivos. El socialismo de mercado ‘al estilo chino’ tendrá que alejarse del capitalismo de manera gradual y cada vez más aguda si quiere encarnar un genuino camino alternativo para toda la humanidad. Y ésta es precisamente su ambición: según altos funcionarios chinos [púdica referencia a la cúpula del partido. MY], y hoy de manera cada vez más explícita, esos préstamos [borrowing] tomados del capitalismo fueron sólo una manera de ‘cruzar el puente’, y serán sólo un muy largo ‘rodeo’ –algo como la Nueva Política Económica debiera haber sido para Lenin– en el camino al comunismo” (“Is China transforming the world?”, T. Andréani, R. Herrera y Z. Long, Monthly Review, julio-agosto 2021). Aquí, la acumulación de despropósitos, mociones de anhelo y hasta gestos de obsecuencia es tan ilustrativa que nos exime de mayores comentarios. Cabe imaginar lo que habría pensado Lenin de esta estrategia de “cruzar el puente” con la NEP dando “un muy largo rodeo” (¡de casi medio siglo!) “en el camino al comunismo”…

[9] Señalemos de paso que los discursos de Xi, pese a la reverencia por su “pensamiento” ya de rango constitucional, no suelen propalarse en vivo, salvo excepciones como el informe al XX Congreso. La presentación en público de las palabras de Xi sigue una coreografía cuidada, a la que ni siquiera la prensa oficial tiene acceso –Xi prácticamente no da entrevistas a medios chinos, mucho menos a los extranjeros–, y los discursos pueden llegar a conocerse a veces semanas o meses después de que tuvieran lugar. Da toda la sensación de que Xi tiene pánico a dar pasos en falso en público en contextos que no estén estrictamente controlados.

[10] Ver al respecto las argumentaciones de Roberto Sáenz en “Las revoluciones de posguerra y el movimiento trotskista”, Socialismo o Barbarie 17/18, 2004, en izquierdaweb. org.

[11] Como vimos en la primera parte, uno de los objetivos –aparentemente logrado– de Xi en el XX Congreso fue erradicar definitivamente esa tradición de que la voz de los ex líderes del partido es, si no obedecida, al menos inmensamente respetada. Xi no quería ninguna intromisión a su voluntad suprema dentro del PCCh; en cuanto a la influencia posterior que él pudiera ejercer tras su retiro, la cuestión se solucionó, sencillamente, eliminando la necesidad del retiro y transformando a Xi en líder vitalicio… por ahora.

[12] Un estudio extenso y profundo del proceso es el de Roberto Sáenz, “China: una revolución campesina anticapitalista”, Socialismo o Barbarie 19, diciembre de 2005, disponible en izquierdaweb.org.

[13] Este criterio parece la versión invertida del debate entre los marxistas franceses Maximilien Rubel y Pierre Naville en los 70. Rubel, representante de la llamada “corriente cálida” del marxismo, junto con Jean-Yves Calvez y Ernst Bloch, entre otros, objetaba a Naville que el carácter socialista de la revolución de 1917 era un “mito”, y que por lo tanto no tenía sentido considerar la deriva stalinista como una “desviación” de ésta. En el fondo, para Rubel, toda la estructura social de la URSS había quedado signada por el “pecado original” (la ironía es de Naville en Le nouveau Léviathan, 4. Les échanges socialistes, p. 480). Análogamente parecen razonar quienes defienden que China no ha modificado el carácter social de su Estado desde 1949, sea en razón de su “pecado original” (el SWP) o por la continuidad de la “virtud original” (Roberts y Katz). En una u otra variante, se postula que los tremendos cambios en la evolución política y social de China siguen constreñidos dentro de su marco de origen. No lo vemos así.

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