Apuntes sobre marxismo, Estado y bonapartismo

Intervención de cierre de Roberto Sáenz de la escuela de formación marxista del Nuevo MAS, diciembre del 2019.

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Los pilares de la sociedad, Georges Grosz, 1926.

En lo que sigue voy a dedicarme, muy someramente, a abordar cuatro áreas de problemas. Primero, a lo referido a la “puesta en órbita” de la problemática del bonapartismo, debido al giro a la derecha internacional. Segundo, llevaré adelante algunas consideraciones generales respecto del abordaje marxista del Estado; sobre todo en lo que tiene que ver con el carácter histórico que debe revestir dicha problemática. Tercero, la cuestión del bonapartismo propiamente dicho y la recuperación que hizo Trotsky de una temática que estaba presente en nuestros clásicos. Finalmente, algunas consideraciones respecto de la táctica del frente único y su importancia en la actual coyuntura.

 

  1. Bonapartismo en el siglo veintiuno

Lo primero es una valoración simple: estamos demasiado acostumbrados a la democracia burguesa; la tenemos muy naturalizada. Es factible que se nos haga casi imposible concebir circunstancias en las cuales las relaciones de fuerzas se hagan valer de manera más física, más directa; circunstancias que asuman características de menos mediación.

En realidad, en el “mundo occidental” en las últimas décadas (no vamos a hablar de China o Rusia, o mismo Oriente Medio), la política no se define habitualmente de manera directa, a los “bifes”. Ni siquiera todavía en el Brasil de Bolsonaro; aunque hay que seguir muy de cerca su evolución. En la mayoría de los casos casi todo se juega en el terreno de la “representación”, de lo “simbólico”.

En la democracia burguesa existe una relación entre lucha de clases, acción directa y “totalización política” por la vía del voto y la representación parlamentaria. Por eso mismo, precisamente, el momento de “síntesis” por así decirlo, sigue siendo un momento mediado. En EE.UU., también, porque finalmente Trump se aviene (al menos hasta ahora y en el orden nacional), a los usos y costumbres de la democracia burguesa. Y si bien acaba de decretar el “Estado de emergencia” (para intentar garantizar la construcción del muro), dicha medida será judicializada. Es decir: no significa todavía su aplicación por encima de las instituciones.

Venezuela, evidentemente, es otra historia: ahí se ha puesto en marcha un golpe de Estado casi clásico, orquestado por el imperialismo (aun no tienen participación las fuerzas armadas). Un golpe de Estado –atípico desde otro punto de vista-, que ha dado lugar a una suerte de “doble poder burgués” (en todo caso, no vamos a tomar dicho país como “modelo” para esta escuela, que pretende partir de la evolución de países más centrales).

Lo que les quiero decir es que estamos muy acostumbrados a una situación donde el imperio del voto y la representación es el que domina. Y cuando hacemos una escuela sobre el bonapartismo, sobre el eventual pasaje de la democracia burguesa al bonapartismo, a un régimen que coloca más en el centro de la escena las instituciones “pétreas” del Estado (burocracia, fuerzas armadas, policía, gobierno por decreto, Estado de sitio, etcétera), nos referimos a algo que no hemos transitado en los últimos años.

No hemos transitado la disolución del parlamento: que las cosas se definan por decreto, el Estado de sitio, la eliminación del derecho de reunión o de huelga; circunstancias dónde cada acción militante significa riesgos reales; donde caer preso puede ser grave (no es solo teoría o abstracciones).

Todavía no estamos en eso. Para ser concretos: el Estado de sitio significa que no pueden andar más de tres personas juntas por la calle; significa que pueden ir a tu casa y detenerte sin orden del juez; que pueden eventualmente detenerte sine die (sin plazo) y, si va un abogado a pedir por vos, lo sacan a patadas.

Y atención que eso no es una dictadura, ni mucho menos fascismo (que ya significa una situación de derrota). Pero eventualmente sí es bonapartismo o semibonapartismo: se disuelve el parlamento, la izquierda no sale más en la televisión. La política no se procesa en forma de mediaciones, sino que se procesa de manera más directa (extremamos un poco las cosas para que se entienda).

La contracara para los capitalistas es el peligro de un rebote: el desborde de los zarpazos reaccionarios por la izquierda (vía comités de lucha, vía organismos de doble poder, etc). Si se extralimitan, si miden mal las relaciones de fuerzas reales, pueden desatar una rebelión popular (un ejemplo clásico es cómo se desató la huelga general en Alemania en 1920 en respuesta al fallido golpe de Kapp).

Estamos acostumbrados a un accionar político que es una conquista. Aprovechando la democracia burguesa, la clase obrera conquista su representación política. Se transforma en clase política, para eventualmente desbancar a la burguesía: “La forma más elevada de Estado, la república democrática, que en nuestras condiciones sociales modernas se va haciendo una necesidad cada vez más ineludible, y que es la única forma de Estado bajo la cual puede darse la batalla última y definitiva entre el proletariado y la burguesía (…)” (Engels; 2004).

Una formulación que expresa algún mecanicismo (la apreciación de la república democrática como “necesidad cada vez más ineludible”; o la valoración de que es la “única forma bajo la cual puede darse la batalla última y definitiva”), pero que subraya correctamente las posibilidades de actuación política de la clase obrera bajo la democracia burguesa.

Antoine Artous, politólogo marxista de orígen mandelista, hace una puntualización erudita cuando señala que en los textos de Marx y Engels de comienzos de los años ’50, la república burguesa aparece siempre como un “régimen de transición” para obtener el poder político, pero no mantenerlo: de ahí las tendencias a la bonapartización.

Sin embargo, esto varía en el último Engels, en función de los desarrollos históricos que ocurren bajo sus ojos (Bismarck, III República Francesa). Posteriormente Lenin identificaría a la democracia burguesa como la forma política de dominación más estable de los capitalistas.

Pero ahora tenemos que imaginarnos la acción política en coordenadas algo distintas. Coordenadas donde las libertades democráticas -los derechos de los que gozamos -, aún con los límites del Estado burgués, empiezan a ser cuestionados por derecha: eso obliga a militar de una manera algo distinta: “(…) el Estado de excepción constituye un ‘punto de desequilibrio entre derecho público y hecho político (…), que –como la guerra civil, la insurrección y la resistencia-, se sitúa en una ‘franja ambigua e incierta, entre la intersección entre lo jurídico y lo político (…) las medidas excepcionales son el fruto de períodos de crisis política (Agamben; 2014; 25/6).

La nueva generación no tiene esa experiencia de militar en condiciones de semilegalidad. Es otro régimen político que supone una dialéctica distinta, o algo distinta (depende el grado a que lleguen las cosas), a la actual. El bonapartismo supone otras relaciones. Y, simultáneamente, si hay una tendencia a elementos bonapartistas o semi bonapartistas, es porque hay crisis.

No estamos ante una nueva era de los extremos, no hay amenaza de revolución obrera -al menos no por ahora-. Pero en determinadas circunstancias a la burguesía se le hace “anti-económico” mantener la democracia burguesa: soportar determinadas mediaciones para procesar cambios (contra-reformas). Ésta es una cuestión que se aprecia internacionalmente, aunque en muchos casos no se termina de pasar la raya (incluso todavía habrá que ver la evolución de Brasil).

Se están alimentando elementos de polarización e, incluso, de inicial “radicalización” (ver la tapa de The Economist dedicada a los “millenial socialist”). Sobre la base de determinados desarrollos materiales, puede que el mundo esté encaminándose a la reapertura de la época de crisis, guerras y revoluciones; una circunstancia donde el tipo de desarrollos que abordamos en esta escuela se pondrán a la orden del día.

En Brasil, repetimos, hay que ver hasta dónde llega Bolsonaro. Ahora viene la prueba de la contra-reforma jubilatoria, previo paso por el Congreso Nacional. El PT se transformó en un partido ultra reformista, ultra traidor, ultra adaptado (“Luliña es paz y amor”). Estamos hablando de un gobierno que fue neoliberal con concesiones mínimas, con contra-reformas. Sin embargo, en sus orígenes, fue una conquista: un partido de trabajadores con el elemento simbólico que dio lugar a un obrero presidente.

El PT sigue siendo el principal partido de Brasil. La socialdemocracia alemana era el partido más importante de la Alemania de Weimar; no había partido más grande en dicho período. Un régimen político sin el PT, es otro régimen ¿Fue barrido el PT? No todavía. Pero si ocurriese, sería otra cosa. Desde los años ‘80, el régimen político en Brasil se define por el PT: el único partido que no puede faltar es el PT.

Sin el PT es otro “Brasil político” y otro “Brasil social”; es otra cosa, si es que ocurre eso. “Vamos a fusilar a toda la petrolada” alardeó Bolsonaro durante la campaña… pero todavía no se ven muchos fusilados. Tenemos que dar herramientas teórico-políticas para pensar algo que está en desarrollo pero todavía no termina de decantar (insistimos aquí en el carácter de transición de todo régimen bonapartista o semi-bonapartista; y también de que aún Bolsonaro no llega a eso).

Hay otros casos. Por ejemplo, si el Front National ganara las elecciones presidenciales en Francia. ¿Saben qué es el Front National? Es el partido continuador de la Francia de Vichy: reivindica el régimen fascista que rigió en el país galo entre 1940 y 1944; no es cualquier cosa.

En la Francia de posguerra el régimen de Petain era pésima palabra. Obviamente, fue un régimen fascista que mandó decenas de miles de trabajadores forzados a Alemania; que deportó decenas de miles de judíos; que súper-explotó a la clase obrera y destruyó las libertades democráticas: un régimen fascista cómplice de los nazis, odiado por los sectores populares. “Será Hitler, él mismo, el mejor agente de reclutamiento para la Resistencia cuando decida enviar jóvenes obreros trabajadores franceses a las fábricas del Reich (…) el STO (Servicio de Trabajo Obligatorio), establecido en febrero de 1943, afectó a camadas generacionales enteras. La gente joven no tenía otra solución que tomar el tren a Alemania o el camino a la montaña” (Paxton; 1997; 344).

Ese régimen, repudiado popularmente por ser colaboracionista, tiene hoy sus continuadores en la que es la primera fuerza política francesa para las elecciones europeas… ¿Qué significa? Es todo un debate. ¿Cuánto significa y cuánto no? No se sabe todavía. ¿Tiene formaciones militantes extra-parlamentarias? ¿Tiene fuerzas de choque en las calles? Poco y nada. Existen fachos, claro, pero todavía son “fascistas del siglo XXI”.

De cualquier manera, atención: el Front National es un grave peligro, mucho más “radical” que Trump. Expresa una mayor desorientación de los sectores populares (si cabe tal comparación).

Porque Trump, finalmente, fue el candidato del Partido Republicano: uno de los partidos clásicos del bipartidismo estadounidense. Trump se presentó como un outsider. Pero siquiera expresa una fuerza radicalizada como el Tea Party; no termina de sacar los pies del plato del sistema de partidos tradicionales.

El Front National es otra cosa, es un partido fascista o, más bien, posfascista (el grado de desarrollo habrá que evaluarlo en la experiencia). En el 2002 hubo movilizaciones de masas para que el FN perdiera la segunda vuelta y se votó masivamente a Chirac, que era el alcalde de París -burgués, gaullista, imperialista, dirigente del partido conservador tradicional de Francia-.

Esta escuela es para comprender estos nuevos fenómenos. Fenómenos que de todas maneras tienen su “reversibilidad”, porque indican un malestar, una tendencia a la ruptura de la estabilidad y a un escenario de polarización; indican la eventualidad de un giro a la derecha, pero también de un rebote a izquierda. Ya veremos más adelante que los regímenes bonapartistas (o semi-bonapartistas), son regímenes de inestabilidad.“El hecho es que ya en el derecho de resistencia, ya en el Estado de excepción, lo que está en cuestión, en suma, es el problema del significado jurídico de una esfera de acción en sí misma extrajurídica” (Agamben; 2014; 41).

Claro que si afirmáramos que “no pasa nada” sería un grave error. No hay que impresionarse, pero algo pasa. Qué, exactamente, no podemos medirlo todavía; depende de la lucha de clases, pero algo pasa. La forma de dominación democrático-burguesa normal del capitalismo neoliberal está en crisis.

Y eso tiende a procesarse inicialmente por derecha, aunque podría serlo posteriormente por la izquierda también. Es un hecho que vamos a un escenario más polarizado de la lucha de clases; síntoma de una inestabilidad profunda que combina elementos económicos, geopolíticos y políticos.

En la Argentina la situación todavía es de normalidad (normalidad reaccionaria, pero normalidad al fin). Cuando hay represión, es represión “legal”: no se han decretado Estados de sitio, de excepción o de emergencia. Además, aun no se aprecian fuerzas “paraestatales” (salvo casos aislados donde está involucrada la burocracia, como el asesinato de Mariano Ferreyra años atrás).

Cuando se enfrenta fuerzas de extrema derecha disfrazadas de chalecos amarillos (caso francés), se trata de grupúsculos paraestatales. En Brasil ocurrió algo parecido en junio del 2013. Eso es otra cosa, un síntoma de mayor polarización. Que reprima la policía es “legal”; no sale de lo normal. Pero si aparece un “chaleco amarillo” de extrema derecha es otra cosa porque expresa un grado mayor de polarización.

En las marchas del movimiento de mujeres en la Argentina no hemos vivido eso todavía: que vengan provocadores. Sí hemos sufrido patotas de la burocracia en conflictos como el de Crónica, años atrás, Gestamp, Dana, Lear, etcétera; pero no llegan a ser grupos políticos fachos.

En Brasil el clima está más a la derecha aunque existen mediaciones, como el repudio a Bolsonaro en el carnaval. Si emergiera una fuerza irregular sería un salto en calidad del proyecto de Bolsonaro, ya que se apreciaría una ruptura en la legalidad. Atención que dicha ruptura puede venir desde la jerarquía máxima del Poder Ejecutivo, decretando un “Estado de excepción”, disolviendo el parlamento, interviniendo militarmente más Estados – como el caso de Río de Janeiro -.

Tratamos de prepararnos para estos fenómenos que van a ir en aumento, y que suponen la emergencia del otro polo, el polo revolucionario. Lo de Marielle Franco es un precedente muy grave. Pero también es verdad que se ha transformado en un verdadero símbolo de resistencia incluso más allá de las fronteras de Brasil.

Extremamos los ejemplos para que se entienda. Trump es un gobierno de derecha imperialista y reaccionario, pero no es todavía realmente bonapartista: “El país ha estado durante dos años al borde de una crisis institucional al tratar Trump de crear un Estado unitario con el control por parte de los Repuplicanos de los tres poderes, tendiendo hacia un régimen de partido único y de dominacion presidencial, una situación que se vió atenuada, pero no resuelta, por los avances del Partido Demócrata en las elecciones intermedias de 2018. Al chocar con los tribunales, Trump ha intentado gobernar por decreto” (“Democratic Socialist of America dos años después: ¿Dónde estamos? ¿A dónde vamos?, Dan La Botz, viento sur, 22/01/19).

Cuando hablamos de Bolsonaro hablamos de la hipótesis de un gobierno semi-bonapartista, hipótesis que hay que verificar en la práctica. Todavía no llega a eso; hablamos de un gobierno reaccionario, de extrema derecha, pero que no llega a ser semi-bonapartista (veremos la evolución en los hechos).

Lo distinto es que no es un gobierno de derecha más: es de extrema derecha pero todavía dentro del régimen democrático burgués. Por supuesto, si diera el paso de disolver el parlamento ya sería distinto (cruzaría el Rubicón).

Ante esa situación, se modificaría el quehacer político, porque habría una mayor represión “institucional” y/o porque aparecerían elementos parainstitucionales. Pero hay que comprender que entre el semi-bonapartismo, el bonapartismo liso y llano, una dictadura, el fascismo y el totalitarismo existen abismos, relaciones de fuerzas muy distintas.

Hay una tendencia al desborde por derecha de la democracia burguesa, que supone inercias históricas de la clase obrera por cuenta de la crisis de alternativas. Pero todavía no derrotas de gravedad: está implicada la posibilidad de un rebote hacia la izquierda; rebote que, a nuestro modo de ver, está inscripto en la lógica misma de los desarrollos.

 

 

  1. El Estado como categoría histórica

Lo segundo a lo que quería referirme es al Estado; sobre todo desde el ánglo de una apreciación histórica del mismo.  Partamos de una definición clásica de Engels: “(…) El Estado no es de ningún modo un poder impuesto desde fuera de la sociedad (…) Es más bien un producto de la sociedad cuando llega a un grado de desarrollo determinado; es la confesión de que esa sociedad se ha enredado en una irremediable contradicción consigo misma y está dividida por antagonismos irreconciliables, que es impotente para conjurar. Pero a fin de que estos antagonismos, estas clases con intereses económicos en pugna no se devoren a sí mismas y no consuman a la sociedad en una lucha esteril, se hace necesario un poder situado aparentemente por encima de la sociedad y llamado a amortiguar el choque, a mantenerlo en los límites del ‘orden’. Y ese poder, nacido de la sociedad pero que se pone por encima de ella y se divorcia de ella más y más es el Estado” (Engels; 2006; 146).

Resumidos aquí de manera brillante tenemos los rudimentos básicos de la teoría marxista del Estado (rudimentos que rescatará Lenin en El Estado y la revolución). Sin embargo, es importante subrayar que la teoría del Estado en el marxismo –como todo los demás- es una teoría histórica: supone modificaciones a depender del tipo de Estado del cual se trate (Lefebre llega a afirmar que existen “tres teorías del Estado” en Marx)[1].

Engels afirma correctamente que, por regla general, el Estado es la expresión política de la clase económicamente dominante: “Como el Estado nació de la necesidad de refrenar los antagonismos de clase, y como, al mismo tiempo, nació en medio del conflicto de clases, es, por regla general, el Estado de la clase más poderosa, de la clase economicamente dominante, que, con ayuda de él, se convierte también en la clase políticamente dominante, adquiriendo con ello nuevos medios para la represión y explotación de la clase oprimida” (Engels; 2006; 147/8).

Pero si se afirma una “regla general”, esto implica que existen “excepciones”. El Estado absolutista, por ejemplo, era el representante político de la ex-clase económicamente dominante (los propietarios de la tierra), no de la burguesía ascendente; burguesía que tuvo que hacer una revolución para transformarse en clase dominante (caso clásico de Francia; no fue igual en Inglaterra y Alemania).

La mecánica de ascenso de la burguesía que desarrolla Engels en el Anti Duhring es propia del capitalismo, no algo universal. La transición al socialismo tiene una mecánica opuesta: el “momento político” precede el económico. Engels cuenta en dicha obra la historia de una clase burguesa que primero se hace fuerte económicamente y después conquista el poder político; esto como argumento en favor del materialismo histórico.

Pero el materialismo histórico puede sostenerse comprendiendo que la relación entre economía y política es más compleja en la transición socialista: la clase obrera se vale del poder político para comenzar la transformación económico-social; transformación que no puede completarse en el ámbito sólo nacional. Si dicha revolución no se extiende, si no conquista una base de fuerzas productivas más amplia, dichas fuerzas productivas –más bien, el atraso de las mismas- se tomarán “revancha” al quitarle base material a las nuevas relaciones sociales. La determinación en última instancia de la economía reaparece así pero de una manera más sutil que la explicitada por Engels en Anti Dhuring.

En el Despotismo Oriental de las sociedades de riego, no hay clases sociales como tales. En estos casos, una burocracia de Estado se apropia del excedente de la comunidad campesina; una comunidad campesina que no posee diferenciaciones internas. Y en la Antigüedad, economía y política están superpuestas, es casi imposible diferenciarlas. “Estudiando el lugar que ocupa la economía en las sociedades humanas, Polanyi separaba con toda claridad la sociedad moderna de las demás. En esta, la economía se ha despejado y emancipado (‘disembedded’), convirtiéndose en esfera autónoma (…) En las demás sociedades, por el contrario, y singularmente en las ‘primitivas’ y arcaicas, la economía se haya siempre más o menos integrada (‘embedded’) en la sociedad y en todas las instituciones, no es un campo separado, sentido y organizado como tal por dicha sociedad” (Austin, Vidal-Naquet; 1986; 22).

“¿Más cómo ha conseguido eso [su dominación política, R.S.] la burguesía? Simplemente, transformando ‘la situación económica’ de tal modo que esa transformación acarreó antes o después, voluntariamente o mediante la lucha, una modificación de la situación política” (Engels; 2004; pp. 187).

Se trata, como se ve, de una circunstancia que no tiene validez universal; no “legisla” sobre el tipo de relaciones entre economía y Estado en cada caso histórico (vale decir, sobre cada tipo de Estado histórico).

Caso contrario, transformaríamos el relato englesiano en una suerte de “filosofia de la historia”: primero siempre el poder económico, luego siempre el poder político. Poder económico que, por lo demás, se afirmaría siempre “inelcutablemente”. Entonces, la “necesesidad económica” se impondría independientemente de la lucha de clases; la dialéctica no sería socialismo o barbarie, tal cual ha quedado demostrado en el siglo pasado, sino socialismo o socialismo.

Estas “unilateralidades”, del por otra parte brillante -en muchos aspectos- texto engelsiano, son explicables porque Engels se ve obligado a “inclinar la vara” en la polémica contra un idealista (y, para colmo, megalómano) como Dhuring[2]. Sin embargo, sirvieron de cobertura para muchos análisis esquemáticos en el marxismo, y más que meramente “análisis”, sirvieron de taparrabos “teórico” para el curso reformista-evolucionista de la socialdemocracia alemana. “Sin excepciones e inflexiblemente, la evolución económica se ha abierto camino” (Engels; 2004; 2008).

La crítica de Benjamin al peligro de la transformación del marxismo en una filosofía de la historia es pertinente. “La marioneta llamada ‘materialismo histórico’ siempre ganará. Puede fácilmente competir con cualquiera si consigue apoyo de la teología” (Benjamin; 2012; 63). Teología que aquí es una apreciación mecánica, esquemática del desarrollo histórico.“Nada ha corrompido tanto a la clase trabajadora alemana como la idea de que nadaba a favor de la corriente” (Benjamin; 2012; 69).

Afirmaciones de Engels que podían interpretarse “retóricamente”, fueron tomadas al pie de la letra. Es el caso de la siguiente cita: “La certeza de la victoria del socialismo moderno se basa en ese hecho material y tangible que se impone con irresistible necesidad y en forma más o menos clara a las cabezas de los proletarios explotados” (Anti-Dhuring, pp. 180).

¿Por qué colocamos aquí, en este curso, esta acentuación? En verdad, lo hacemos solamente a modo metodológico, para dar cuenta de que en la tipología de Estados y regímenes existen matices, una determinada “plasticidad” histórica. Pero sobre todo, para que se entienda que la teoría del Estado del marxismo tiene acentuaciones diversas según los casos; varios aspectos que son significativos dependiendo del proceso histórico del cual se trate.

Las relaciones entre economía y política varían, entonces, en cada Estado histórico. Obras como El Estado absolutista del marxista inglés Perry Anderson, la Karl Marx Theory of Revolution de Hal Draper, por no olvidarnos de Marx, el Estado y la política, de Antoine Artuos, afirman este carácter histórico en la tipología del Estado. Se evidencia así que las relaciones entre economía y Estado, antes del capitalismo, estaban mucho más “superpuestas” y que en la transición al socialismo se vuelven a “fusionar”. Sólo en el capitalismo ambas esferas están estrictamente delimitadas.

En el capitalismo, la economía se desarrolla como hecho de la esfera privada; mientras que la política, como hecho de la esfera pública. Estaa determinada escisión no ocurrió en otros regímenes sociales y tampoco se da en la transición socialista. Eso no quiere decir que el Estado esclavista o feudal no fuera opresor. Por el contrario, dicha opresión se afirmaba de una manera más directa, menos mediatizada que bajo el capitalismo; donde la “abstracción política” característica de la democracia burguesa (Artous) iguala formalmente a todos los “ciudadanos” en el plano de la política.  Igualación que no se corresponde con la desigualdad real en el plano de la sociedad civil, de la economía.

Artoús afirma que Engels realiza un desarrollo “histórico-genético” del Estado; algo muy coherente desde su punto de vista -el de afirmar el carácter historico de todas las “instituciones” humanas-. Lo hace “sobrevolando”, en cierto modo, los rasgos específicos del Estado en cada régimen social. Según él, Marx tendría una apreciación más matizada, históricamente determinada, apuntando a las especificidades en cada caso: “Una de las aportaciones de Marx –y una de sus originalidades para la época- es, por el contrario, su muy aguda percepción de las diferencias entre las sociedades precapitalistas y el capitalismo, en particular en lo concerniente a las formas del poder social (…) la principal de esas diferencias reside en la disociación, bajo el capitalismo, de las formas de propiedad respecto de las relaciones de soberanía, mientras que la imbricación de ambas es característica de las sociedades precapitalistas” (Artous; 2016; 39); imbricación que también caracteriza, o debe caracterizar, a la dictadura proletaria agregamos nosotros (A cien años de la Revolución Rusa. La revolución permanente hoy)[3].

Draper dice algo similar a propósito de Engels: “[Engels] se sentía menos inhibido para hacer grandes generalizaciones, no todas ellas propiamente calificadas; Marx, por otra parte, siempre parece estar más contento dando cualificaciones sin comprometerse en generalizaciones. Su temperamento se rebelaba contra las formulaciones ‘terminadas’; ‘es mi característica [le escribió a un amigo] que, si veo algo que terminé de escribir cuatro semanas atrás, lo encuentro inadecuado y lo someto a una reescritura completa” (Draper; 1977; 25/6).

No queremos ser injustos con Engels. Sus textos son enormemente sugerentes y permiten pensar muchos aspectos de la historia humana. Sólo elegimos subrayar que las relaciones entre economía, Estado y sociedad en cada régimen social tiene matices. Esta apreciación nos permitirá, también, entender la variedad de formas que se ven en los regímenes políticos capitalistas. Y esos matices son importantes para el marxismo, porque ponen de manifiesto la necesidad del análisis concreto de la situación concreta. Cómo se ordena la totalidad social y bajo qué dialéctica histórica opera la determinación en última instancia de la economía, son cuestiones que hay que estudiar en cada caso.

Afirmamos esto, no para limar ninguna arista en la definición englesiana-leninista del Estado como producto del carácter irreconciliable de las clases. Sino, entre otras cosas, para comprender la transición al socialismo de manera menos esquemática de lo que se la pensó durante el siglo pasado, incluso entre las corrientes socialistas revolucionarias; es decir, cuando se esperaba que las “leyes de la economía” vinieran a resolver los problemas independientemente de la naturaleza social del poder: circunstancia en que la clase obrera hubiera sido desalojada tanto política como socialmente del poder.

De ahí, también, nuestra referencia a Benjamin, en relación a quienes interpretan como una vulgaridad cualquier abordaje del materialismo histórico, dando lugar a un desarrollo progresivo automático de la historia. Esta crítica puede encontrarse también en Lenin, Trotsky o Gramsci.

Lo que permanece  siempre, y de forma ineludible, es que el Estado es un arma de opresión: “Siendo el Estado, como es, una institución meramente transitoria, que se utiliza en la lucha, en la revolución, para aplastar por la violencia al adversario, es un absurdo hablar de un libre Estado popular; mientras el proletariado necesite todavía un Estado, no lo necesitará en interés de la libertad, sino para aplastar a sus adversarios, y tan pronto como pueda hablarse de libertad el Estado como tal dejará de existir” (Carta de Engels a Bebel, Londres, 18 de marzo de 1875).

La dictadura proletaria es una herramienta para aplastar a los adversarios, pero es una dictadura de nuevo tipo: de la mayoría sobre la minoria, por oposición al pasado; y en tanto implica el ejercicio del poder por parte de esa misma mayoría, es una democracia también de nuevo tipo, por oposición a los regímenes minoritarios del pasado. De ahí que Lenin insistiera en el carácter de semi-Estado que debe tener el Estado obrero. Semi-Estado, en el sentido de que debe tender cada vez más a dejar de ser una institución colocada por encima de la sociedad; preocupación que proviene desde las primeras obras políticas de Marx.

Siendo así las cosas, lo que permanece es el concepto central del Estado. Esto implica que cualquiera que lo posea, incluso en la transición socialista, lo posee para afirmar su dominación.

Tomando lo que acabamos de afirmar, una última cuestión que nos interesa abordar en este punto -aunque parecería corresponder al siguiente- es la categoría de “bonapartismo soviético”, utilizada por Trotsky en los años ’30. La reflexión sobre el “Thermidor soviético” (la contrarevolución estalinista), sus característics y alcances, escapa a este texto. Pero vinculado a ella está, sin embargo, el carácter bonapartista de la burocracia, un elemento al que sí queremos referirnos someramente.

Bajo el capitalismo la burguesía puede no gobernar políticamente – es decir, directamente-, y aun así conserva el poder. Esa es, precisamente, la característica central del bonapartismo. Pero a nuestro modo de ver, en el Estado obrero eso no cabe. La experiencia histórica ha demostrado que no puede haber “bonapartismo soviético”. Ocurre que la dominación económico-social de la clase obrera requiere necesariamente su correspondiente dominación política. Una dictadura del proletariado sin el proletariado al frente del poder político, al frente del Estado, es una contradicción en los términos.

Parece acertada la opinión de que Trotsky se habría atenido excesivamente al modelo capitalista, donde el poder económico y el poder político aparecen estrictamente delimitados (Artous). Pero si como el propio Trotsky señalara, el socialismo sólo puede ser una construcción consciente; si, como sabemos, las instancias económicas y políticas se vuelven a fusionar en la transición socialista -por cuenta de la estatización de los medios de producción y la planificación económica-, la idea de un “bonapartismo soviético” no se sostiene. Si la dominación es “bonapartista”, no puede ser soviética; y si es soviética, sólo por un corto período de tiempo podría ser “bonapartista” (La última batalla de Lenin, Moshe Lewin)[4].

El bonapartismo capitalista es un régimen en el cual el poder político se ejerce en nombre de la burguesía pero no por parte de la burguesía misma. En él, el ejercicio del poder descansa básicamente en la burocracia estatal, la policía y el ejército. El gobierno bonapartista “se sube a las espaldas del patrón, le aprieta el cuello y, llegado el caso, no vacila en patearle la cara con su bota” (Trotsky; 1974; 9). Aun así, mantiene el imperio de la propiedad privada: la dominación social de la burguesía.

Lo propio no se aplica a la transición socialista. Ocurre que, por definición, la propiedad estatal es una categoría tanto económica como política: el carácter progresivo de dicha propiedad no se afirma per se, sino que depende de quién esté en el poder, de quién maneje realmente dicha propiedad.

Si como hemos visto hasta ahora, la teoría del Estado es una teoría histórica; si las relaciones entre economía y Estado varían según cada régimen social; si ambas instancias vuelven hasta cierto punto a fusionarse en la transición socialista; si, agregamos ahora, la propiedad estatizada no puede afirmar su progresividad de forma independiente de quién maneje políticamente el Estado; entonces, la idea de un “bonapartismo soviético”, de un ejercicio del poder “al servicio de la clase obrera” pero independiente de ella y no ejercido por la misma clase obrera, no se sostiene. “Con la ayuda de los aparatos burocrático y policial, el poder del ‘salvador’ del pueblo y árbitro de la burocracia como casta dominante se elevó por encima de la democracia soviética reduciéndola a una sombrá de sí misma. La función objetiva del ‘salvador’ es proteger las nuevas formas de propiedad usurpando las funciones políticas de la clase dominante” (Trotsky; marzo 1935).

A nuestro modo de ver, esta función no puede cumplirse “objetivamente”. Es decir, en abstracción de las “funciones políticas” de la clase obrera misma. La burocracia terminó constituyendo un nuevo tipo de Estado, el Estado burocrático, no meramente un régimen politico: desalojó política y socialmente al proletariado del poder. Su función fue transformar la propiedad estatizada en otras tantas bases de su poder social , aunque inorgánicamente y con este hecho no consagrado jurídicamente). La burocracia estalinista liquidó el carácter obrero del Estado.

La idea del “bonapartismo soviético” dio lugar a deslizamientos derechistas como el de Isaac Deutscher, que vio en Stalin un “bonapartista progresivo”, al estilo del de Napoleón, quien había extendido las conquistas de la revolución burguesa por Europa. Hizo esto apoyándose en una visión esquemática del desarrollo histórico. Abusó, entre otras cosas, de determinadas formulaciones del propio Engels respecto de la aplicación de “métodos bárbaros para tareas históricamente progresivas”: “Es, en efecto, un hecho que la humanidad ha empezado en la animalidad y que, por tanto, ha necesitado medios casi animales y barbáricos para conseguir salir a flote de la barbarie” (Engels; 2004; 2006).

Esto fue así en las etapas previas del desarrollo histórico – Engels le atribuye un carácter progresivo incluso a la esclavitud en la Antigüedad -. Pero no se aplica a la transición socialista, cuya tarea histórica no es afirmar una nueva forma de dominación de clase, sino un paralelo desarrollo de las fuerzas productivas y de relaciones sociales emancipadas que dé por tierra con la explotación del hombre por el hombre [5].

 

 

  1. Marxismo y bonapartismo

En tercer lugar, el bonapartismo. Trotsky fue uno de los pocos marxistas que tuvo la capacidad en la entreguerra de recuperar la teoría del bonapartismo – implícita en los textos de Marx y Engels -: “Sin embargo, por excepción, hay períodos en que las clases en lucha están tan equilibradas, que el poder del Estado, como mediador aparente, adquiere cierta independencia momentanea respecto a una y otra. En este caso se halla la monarquía absoluta de los siglos XVII y XVIII, que mantenía a nivel la balanza entre la nobleza y la burguesía; y en este caso estuvieron el bonapartismo del Primer Imperio francés, y sobre todo el del Segundo, valiéndose de los proletarios contra la clase media, y de esta contra aquellos. La más reciente producción de esta especie, donde opresores y oprimidos aparecen igualmente ridículos, es el nuevo Imperio alemán de la nación bismarckiana (…)” (Engels; 2006; 148).

El revolucionario ruso supo apreciar estas circunstancias “excepcionales”. Basándose en el criterio metodólogico de tomar en cuenta las especificidades, y la “plasticidad” de las formas de Estado bajo el capitalismo, propuso un nuevo enfoque para comprender los cambios de regímenes. Entendía que la democracia burguesa, aún en su carácter de régimen burgués, supone conquistas.

Postuló una acción política que viera los “grises”, que apreciara que no todo régimen político es igual, que entendiera la diferencia entre un régimen burgués y otro; de ahí que una de sus principales elaboraciones en la entreguerra haya sido la teoría del bonapartismo y el fascismo (Mandel).

En el XVIII Brumario de Luis Bonaparte, en La lucha de clases en Francia, en los textos del joven Marx, hay una cuestión que quizás se solape. Una cosa es el Estado absolutista, todavía de carácter feudal [6]. Pero tanto Bonaparte I y III como Bismarck son bonapartismos burgueses. La burguesía no gobierna directamente, pero sus regímenes son burgueses.

Bismark era representante de los Junkers, la clase terrateniente de Alemania del este; de cualquier manera, su régimen fue burgués porque garantizó las condiciones del desarrollo capitalista. A Bonaparte I podemos considerarlo un “advenedizo burgués”, ya que extendió las nuevas relaciones sociales por toda Europa. Al III, también. Sin embargo, los tres inhibieron las formas de representación política directa de la burguesía de uno u otro modo[7].

Trotsky trae esta experiencia de bonapartismo decimonónico a la comprensión del siglo veinte. Y hay otro elemento de continuidad que es importante: el aparato burocrático-militar, que comprende a la burocracia, a la Policía y al ejército; aparato que es una creación histórica del Estado absolutista, que puso en pie la forma moderna del Estado. Aparato al que se refiere Marx cuando señala que “cada revolución [burguesa, R.S.] no ha hecho más que reforzarlo”.

Caben aquí dos consideraciones. La primera es que Marx y Engels consideraron progresista al Estado absolutista en su tarea de centralización política estatal-nacional; tarea que desarrollaron poniéndole límites a los señores feudales y apoyándose en la burguesía emergente. Esto, en su primera etapa, ya que en la segunda sería reaccionario, al tratar de resistir el ascenso político burgués. En segundo lugar debemos tener en cuenta que, como denunciara Marx en sus textos sobre Francia, el Estado venía reforzándose en tanto institución colocada por encima y ajena a las masas; circunstancia que encuentra una expresión clásica cuando denuncia al Estado francés bajo Luís Bonaparte como un aparato que “tapa todos los poros de la sociedad” – que se chupa toda su “savia vital” por así decirlo[8].

Trotsky recupera la reflexión sobre un régimen político capitalista en el que no aparece la burguesía gobernando directamente, en el que un bonaparte se pone por encima del régimen representativo, ejerciendo su dominación al servicio de la burguesía, pero sustutiyéndola en su función política: “En su momento calificamos al gobierno de Brüning de bonapartista (‘caricatura de bonapartismo’), es decir, un régimen policíaco-militar dictatorial. Siempre que la lucha de los dos sectores sociales –poseedores y desposeídos, explotadores y explotados- alcanza su máxima tensión, están dadas las condiciones para la dominación de la burocracia, la policía y la soldadesca. El gobierno se vuelve ‘independiente’ de la sociedad (…) Semejante gobierno no deja de ser dependiente, por cierto, de los propietarios. Pero el dependiente se sube a las espaldas del patrón, le aprieta el cuello y, llegado el caso, no vacila en patearle la cara con su bota”. La burguesía ha sido desplazada políticamente del poder, pero el régimen bonapartista garantiza su poder social.

Subrayemos la capacidad de Trotsky para diferenciar los distintos regímenes políticos; para apreciar si la burguesía ejerce directamente el poder político, o si el mismo es ejercido por los aparatos burocráticos del Estado – una burocracia que podríamos caracterizar, desde el punto de vista de clase, como “pequeño-burguesa” – a su servicio.

Un método opuesto al ultraizquierdismo criminal del estalinismo, al “marxismo” vulgar del mismo: “Si hemos insistido en distinguir entre bonapartismo y fascismo no ha sido por pedantería teórica. Los términos sirven para diferenciar conceptos; a su vez, los conceptos sirven en política para distinguir las fuerzas reales” (Trotsky; idem; pp. 46). Y luego agrega, agudamente, que “los problemas sociales se resuelven en el terreno político”. Es decir, las definiciones marxistas no son afirmaciones “sociológicas” rígidas, sino que aluden a procesos dinámicos sometidos a la lucha de clases [9]. La democracia burguesa debe ser apreciada de manera distinta cuando se la cuestiona por la izquierda que  cuando se lo hace por la derecha. No se debe perder de vista que la democracia burguesa supone conquistas, como las instituciones de democracia obrera dentro de la democracia burguesa, entre otras.

El régimen de Weimar no podía existir sin la socialdemocracia. Y en esa socialdemocracia que impidió la revolución, que fue contrarrevolucionaria con respecto a la revolución espartaquista, que asesinó a Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, el solo hecho de que existiera, sin embargo, suponía concesiones a las masas. Suponía los sindicatos, los partidos de masas, las instituciones deportivas obreras, los periódicos, etcétera. La democracia burguesa es una forma de ejercer la dominación burguesa sin duda alguna, pero tiene sus limitaciones, sus mediaciones.

La apreciación de cada régimen político debe ser histórica. Es decir, no solo “teórica” u abstracta, por así decirlo. Todo lo que la democracia burguesa inhibe con respecto a la revolución, a la representación directa, y lo que facilita desde el punto de vista de conquistas democráticas, del derecho a la organización, etc.; esa dialéctica de la democracia burguesa es compleja, ya que da lugar al sectarismo y al oportunismo.

El propio Engels se excedía, involuntaria o ingenuamente, cuando en su famosa Introducción de 1895 a La lucha de clases en Francia, insistía de manera unilateral en que los viejos métodos de lucha basados en las barricadas habían quedado obsoletos; que las ganancias parlamentarias de la socialdemocracia avanzaban cual “proceso natural”.

La socialdemocracia venía aprovechando el régimen parlamentario para conquistar influencia entre las masas. Pero de ahí a concebir dicho proceso como uno sin ruptura revolucionaria, cual “proceso natural”, fue un error que le dió “excusas teóricas” a la direccion socialdemócrata para su curso de adaptación: “Los dos millones de electores que envía a las urnas, junto con los jóvenes y las mujeres que están detrás de ellos y no tienen voto, forman la masa más numerosa y más compacta, la ‘fuerza de choque’ decisiva del ejército del proletariado internacional. Esta masa suministra, ya hoy, más de la cuarta parte de todos los votos emitidos; y crece incesantemente (…) Su crecimiento avanza de un modo tan espontaneo, tan constante, tan incontenible y al mismo tiempo tan tranquilo, como un proceso de la naturaleza (…) Si este avance continúa, antes de terminar el siglo habremos conquistado la mayor parte de las capas intermedias de la sociedad (…) y nos habremos convertido en la potencia desiciva del país, ante la que tendrán que inclinarse, quieran o no, todas las demás potencias. Mantener en marcha ininterrumpidamente este incremento, hasta que desborde por sí mismo el sistema de gobierno actual, no desgastar en operaciones de descubierta esta fuerza de choque que se fortalece diariamente, sino conservarla intacta hasta el día decisivo: tal es nuestra tarea principal” (Engels; 1980; 25/6).

Bernestein y Kautsky adocenaron oportunistamente el texto de Engels (Engels llegó a recriminarles por esto). A la frase “La subversión socialdemocrática, que por el momento vive de respetar las leyes”, los editores de Neue Zeit le agregaron, escandalosamente, “a la cual tan bien le sienta”. Así, transformaron a Engels en un cretino legalista; esto, entre otras mutilaciones y agregados al texto, para agradar al régimen bismarckiano. Por lo tanto, sería injusto achacarle a Engels cualquier responsabilidad.

Sin embargo, la cuestión sirve para entender que en relación a la democracia burguesa acechan siempre dos peligros: el sectarismo ultraizquierdista – de tipo “tercer período”, que pierde de vista las conquistas que la misma supone – y el peligro oportunista, que pierde de vista su carácter de régimen de dominación capitalista. Un régimen que preserva la explotación capitalista y deja intactas las instituciones “petreas” del Estado burgués: la burocracia de Estado, la policía y el ejército; instituciones que volverán al centro de la escena con toda su fuerza represiva ante el peligro de que el Estado se vea desbordado por la revolución.

De ahí que la apreciación deba ser siempre circunstanciada. No es la misma situación cuando se trata de defender la democracia burguesa frente a una regresión bonapartista y/o fascista, que cuando se trata de desbordarla por la izquierda construyendo organismos de representación directa de los explotados y oprimidos.

Por otra parte, nunca conviene abusar de las definiciones y/o hacer generalizaciones demasiado abstractas estilo “todo régimen burgués tiende al bonapartismo”, deslizamiento bastante clásico. Esto es importante porque ubicarse defensivamente en una situación que no lo amerita, es una de las bases del oportunismo.

Si hiciéramos este hincapié en un momento de desborde por la izquierda al régimen, seríamos de derecha: siempre debe haber una apreciación concreta de las circunstancias. Traverso afirma que prefiere hablar de “posfascismo” porque ¿cómo va a haber fascismo sino hay revolución proletaria? Más allá de que hay que evitar todo esquematismo, si se avanza en un curso fascistoide sin que haya condiciones, puede haber un rebote hacia la izquierda.

Es importante subrayar que el proceso que relata Trotsky (la emergencia del bonapartismo y el fascismo, sobre todo en el primer caso antes que se consume una derrota historica – porque en el bonapartismo el pleito aun no está resuelto; en el fascismo sí, su consumación es una derrota histórica -), es un relato de ida y vuelta. Es una situación de inestabilidad, donde nada está decidido; un régimen de transición donde el desenlace puede ser el fascismo o la revolucion: “(…) el paso de un sistema [de gobierno, R.S.] a otro implica una crisis política que, con el concurso de la actividad del proletariado revolucionario, se puede transformar en un peligro social para la burguesía. En Francia, el paso de la democracia parlamentaria al bonapartismo estuvo acompañado por la efevescencia de la guerra civil. La perspectiva del cambio del bonapartismo al fascismo está preñada de disturbios infinitamente más formidables y, en consecuencia, también de posibilidades revolucionarias” (Trotsky; Bonapartismo y fascismo; 1934).

El análisis siempre debe ser concreto, circunstanciado. Si subrayamos las tendencias al bonapartismo, lo hacemos como producto de un análisis concreto que parte de los rasgos de la situación mundial: una grave crisis subyacente en materia geopolítica, económica y social, así como de la crisis de los partidos tradicionales, de la crisis del “centrismo burgués neoliberal”, etcétera, que está dando lugar a emergencias hacia la derecha, pero hacia la izquierda también.

La categoría de bonapartismo es una herramienta útil, porque en tiempos de guerras y revoluciones la democracia burguesa no sobrevive. Luego de la II Guerra Mundial, con el final de la era de los extremos, dicha tendencia se atenuó. Sí hoy se renueva, esto tiene que ver con las condiciones de inestabilidad a las cuales estamos ingresando.

Insistimos en que el bonapartismo es un régimen de transición, donde la relaciones de fuerzas no están resueltas; un régimen de transición que es como “un gráfico de doble entrada”, que puede tender a una estabilización reaccionaria, como provocar un brusco giro a izquierda.

 

  1. Someramente, sobre el frente único

El cuarto elemento es la táctica del frente único. Dicha elaboración viene de los III y IV Congresos de la Internacional Comunista (1921 y 1922). Es el reconocimiento de que somos minoría y tenemos que conquistar la mayoría. Esa es la base para el frente único, para el parlamentarismo revolucionario, para la militancia en los sindicatos tradicionales. Antes de lanzarnos al poder hay que conquistar a las masas.

La táctica del frente único se formula en esas condiciones: cuando los revolucionarios somos minoría; aunque una minoría importante, porque hay una cuestión de proporciones. ¿Cómo sería un frente único con la burocracia sindical en la Argentina, por ejemplo? Estar sentados en la mesa al lado de los burócratas llamando a un paro general. No es que vas al paro que llamó la burocracia, sino que sos parte del llamamiento con esta y aquella delimitación – delimitación que es siempre obligatoria -.

El llamado conjunto sucedería dirigiéramos unos cuantos sindicatos. Elementos claves para el frente único: primero, el reconocimiento de que sos minoría; determinadas proporciones, es decir, dirigir sectores reales de la masa de los trabajadores; ganar políticamente a la clase obrera en la experiencia común, no como un pedante ultimatista; por último, desenmascarar a las direcciones traidoras en la acción común.

Es, también, mantener la independencia política, “golpear juntos, pero marchar separados”. Combinar la exigencia y la crítica, la delimitación política con los reformistas. Unidad y organización en la acción, sin renunciar nunca a nuestra política revolucionaria, pero sin anteponer tampoco nuestra política a las necesidades de la lucha, a la unidad en la lucha.

Estas ideas vienen del siglo XIX, pero se generalizaron en la experiencia de la III Internacional, en todo el debate con los ultraizquierdistas. Uno de sus representantes intelectuales era George Lukacs y la revista Komunismus [10]. Amadeo Bordiga, joven dirigente del Partido Comunista italiano – al cual tuvo que enfrentarse inicialmente Grasmsci -, militaba en el ala izquierdista de la Internacional. Tenía un talante sectario, esquemático, casi criminal; un sectarismo que lo llevó, por ejemplo, a negarse a hacer un frente único con los Arditi del popolo, la milicia popular de ex combatientes de izquierda (los ex combatientes de derecha eran los Arditi a secas): “Los sectarios tienen muy poca confianza en la habilidad de las personas para cambiar el mundo (… ) Como Gramsci lo señaló en 1926, echando una mirada hacia la dirigencia partidaria en 1921/2: ‘Su posición [de rechazo a los Arditi del popolo] sirvió para descalificar un movimiento de masas que comenzó desde abajo y que por el contrario podría haber sido explotado por nosotros políticamente” (Beham; 2003; 108).

Todo el mundo sabe que las tropas de asalto del fascismo se nutrieron de ex combatientes de la Primera Guerra Mundial. Ernst Jünger, autor alemán de la época, muy conocido y reaccionario, hacía la apología y el retrato de las características “psicológicas” de estos ex combatientes en su libro Tempestades de acero; esta novela fue escrita inmediatamente al final de la guerra (Jünger había sido soldado alemán durante la contienda). Dichos rasgos “psicológicos” exaltaban el “espíritu de aventura” de la guerra, la negativa a adaptarse a la vida civil, el gusto por la militarización de las relaciones sociales, el desarraigo respecto de los quehaceres cotidianos. En la Segunda Guerra Mundial cumpliría funciones al servicio de la ocupación alemana en París, sin llegar a ser nunca un nazi convencido.

Volvamos a la historia de los Arditi del popolo. En Italia existía una fracción de izquierda de los ex combatientes que realizó un congreso representativo de unos 50.000 ex soldados en armas, a los cuales Bordiga les dio un ultimátum: «o se hacen comunistas, o no vamos al congreso». Un crimen político que contribuyó al ascenso de Mussolini.

Trotsky recupera las enseñanzas de dichos congresos de la Internacional. En los años ’20, él y Lenin se enfrentaron a ultraizquierdistas honestos; ya en los años ’30 se trataba de una burocracia siniestra. La burocracia cubrió con ultraizquierdismo las traiciones oportunistas de la década del ’20. Metodológicamente, sin embargo, las características de ambos desvíos son similares, ya que implican un desconocimiento de las circunstancias reales.

Muchas discusiones caben aquí. Por ejemplo, la cuestión de los comités de autodefensa, en los cuales insiste Trotsky en sus escritos sobre Francia. El comité de autodefensa es para moler a palos a los fachos, así de simple. Desmoralizar a sus integrantes y mostrarle a las masas de las clase media reluctantes, y también el resto de la clase obrera, dónde reside la fuerza social principal.

Hay que tomar nota de la insistencia de Trotsky en que la fuerza social de la clase obrera unificada es potencialmente muhísimo mayor a la del fascismo, que se nutre de sectores desclasados, heterogeneos, sin radicación estructural en el centro de la producción (al menos hasta que llega al poder del Estado, donde modifica su composición social y deja de ser un movimiento de masas, para transforma en una forma de bonapartismo o totalitarismo).

Volviendo a la actualidad, se observa que internacionalmente comienzan a aparecer grupos fachos en las marchas; grupos fachos que pretenden atacar a la izquierda, a las mujeres, a los inmigrantes, a la juventud. En Francia se está empezando a discutir. Meses atrás, les pegaron a militantes del NPA (Nuevo Partido Anticapitalista, de origen trotskista). En esas circunstancias, hay que organizar inmediatamente la autodefensa y prepararse para moler a palos a los fachos y no dejarles que levanten cabeza.

Hay que enfrentar la política criminal de la socialdemocracia (podria ser el PT) de “exigir a la policía que venga y resuelva”. La policía, como no puede ser de otra manera, siempre es cómplice de estas formaciones. La orientacion es la opuesta: hay que pasar a la accion directa contra los fachos, apoyándonos en el frente único. En un texto sobre los escritos de Trotsky acerca del fascismo, Mandel denuncia la política criminal de la socialdemocracia de “agarrarse a la legalidad, cueste lo que cueste”; la política criminal de que cuando los fascistas abandonan la esfera de la legalidad, las organizaciones de los trabajadores deben limitarse, cretinamente, a las acciones dentro de esa esfera.

La discusión sobre la táctica del frente único (atención, que el frente único es una táctica, muy importante, pero una táctica al fin. No es una estrategia), surge del reconocimiento de que existen direcciones burocráticas que dirigen sectores de masas de los trabajadores; sectores que tienen que hacer la experiencia con ellas, y que hay que ganarse el favor de las masas. El partido se gana el reconocimiento en la acción política, en la lucha de clases; no puede imponerse con ultimátums. Contamos con la conciencia y la experiencia de las masas; no podemos pasar por encima de ella. El arte de la política es ganar la dirección de los explotados y oprimidos.

Ahora bien, el frente único es más fácil formularlo “teóricamente” que llevarlo a la práctica; es un lío bárbaro. No es fácil medirse con nadie, y menos que menos con la burocracia. La lucha política es siempre compleja: “La táctica del frente único no es un principio universal (…) El arte de la dirección consiste en determinar en cada oportunidad con quién, con qué fin y sobre qué límites el frente único es aceptable, y en qué caso debe rompérselo” (Trotsky; 1974; pp. 67). Un arte muy dificil.

Tomemos críticamente la experiencia del viejo MAS. Este se estroló contra una pared llamada peronismo y burocracia sindical. Se hundió, entre otras razones, tratando de aplicar la táctica del frente único con la burocracia. No debe haber capa social más pérfida que la burocracia; una capa social que se construye en la perfidia político-social.

No siempre se toma nota de que en la Revolución de Octubre no había burocracia. Se trataba del menchevismo, de los socialistas revolucionarios, etcétera, todo tipo de formaciones reformistas que dirigian sectores de la clase obrera. Pero eran formaciones políticas, no una burocracia cristalizada a lo largo de décadas. La socialdemocracia alemana sí era una burocracia, formidable por lo demás, lo mismo que el peronismo en la Argentina. Practicar el frente único con ella es dificilísimo, y el viejo MAS se chocó contra esa pared.

El frente único da lugar al oportunismo y el sectarismo y, como en todo, hay que adquirir la experiencia practicándolo. El viejo MAS concretó pésimamente el frente único en casi todos los casos: en el maestrazo, en la huelga telefónica, etcétera. Cometió errores para los dos lados: algunos oportunistas y algunos sectarios, pero básicamente oportunistas.

Es muy difícil llevar a cabo el frente único sin desviaciones porque te medís con aparatos que tienen mucha experiencia práctica. En los conflictos que dirige la izquierda argentina actualmente, la burocracia casi no viene: bombea “desde afuera”, divide la base, etcétera. Pero no hay espacio para ningún frente único; lo que hasta cierto punto facilita las cosas, aunque estamos hablando de conflictos más bien pequeños, reducidos en escala. Brasil es otra historia, porque allí las presiones son tremendas. Permanentemente se plantea poner en pie frentes únicos y el desafio es, sin ser sectarios, cómo evitar caer en las redes de la burocracia; cómo evitar capitularle políticamente.

Otro criterio importante es que, cuando hablamos de frente único, hablamos siempre de frente único obrero. Es decir, entre organizaciones de nuestra clase. En general, frente único con la burguesía no se hace nunca. Puede haber mil combinaciones con las burocracias, pero no con la burguesía. Sí corresponde la unidad en la acción con la burguesía; pero organismos comunes, nunca.

Una definicion clásica del frente único es que un sindicato, un comité de lucha, un soviet, una coordinadora, etcétera – si son reales – son siempre frentes únicos de tendencias. Porque entre la clase obrera anidan muchos matices de opinión, muchas tendencias políticas.

¿Cómo caracterizamos a los partidos socialdemócratas? Ha habido toda una evolución en el último siglo: partido obrero, partido obrero reformista posteriormente; luego, partido obrero-burgués – por su adaptación a lo institucional y su reformismo-; más adelante, partido burgués-obrero – pierde prácticamente toda base obrera activa y, además, está consagrado a la gestión del sistema – y, finalmente, partido burgues a secas – aunque hay que ver en cada caso -.

Cuando Trotsky llama a la socialdemocracia “partido burgués” en algún texto sobre Alemania se está refiriendo a su adaptación al régimen, al parlamentarismo, al modus operandi de la democracia burguesa. Pero en aquellas décadas seguía siendo un partido obrero reformista, y hasta contrarevolucionario, pero todavía obrero. La involución de los partidos reformistas en la segunda mitad del siglo veinte fue de obrero-burgués a burgués-obrero y, finalmente, burgués-burgués. El Partido Socialista francés, el Partido Laborista en Inglaterra, son partidos burgueses-obreros (más el segundo que el primero, que parece ya más un partido estilo el Partido Demócrata de los EE.UU.), pero siguen siendo considerados “de izquierda”. Esto es un lío que hay que delimitar, precisar en cada caso.

Una cuestión importante es que el frente único es una táctica, no es una estrategia. Es decir: lo estratégico es siempre mantener la politica independiente revolucionaria, más allá de la tácticas y construir el partido revolucionario. Puede ser que en determinada circunstancia podamos llevar adelante acciones comunes con los reformistas, con la burocracia. Pero jamás hay que olvidar que son traidores, que son agentes del sistema dentro de la clase obrera. Y que, por esta razon, nuestro acuerdo con ellos sólo puede ser episódico, con el objetivo de garantizar la unidad en la acción. En el momento justo en que estas direcciones traiciones, hay que debordarlas.

Por esta misma razón, el frente único se hace valer en circunstancias muchas veces defensivas. Pero cuando la situación se coloca más a la ofensiva, cuando el partido revolucionario crece y se encamina hacia el poder, se acabó el frente único. El planteo del mismo como condición sine qua non para avanzar es un planteo oportunista, porque las direcciones traidoras siempre encontrarán mil excusas para no desbordar al sistema.

Esto nos recuerda el debate de Lenin con Zinoviev y Kamenev. Estos últimos planteaban que, sí o sí, debía constituirse un gobierno soviético con los socialistas revolucionarios y mencheviques (luego de la toma del poder) para que los bolcheviques “no quedaran aislados”… ¿Cómo podría constituirse un gobierno común con los partidos oportunistas – a esta altura traidores – que estában en contra de la dictadura proletaria?

Sirva el ejemplo para entender que la idea del frente único como “estrategia” es un criterio oportunista que no está en los clásicos: el frente único es siempre una táctica para aumentar el “volúmen” de la pelea, para golpear en común. Pero jamás se puede llevar a la práctica a costa de la independencia política de los revolucionarios, de las perspectivas estratégicas de la lucha.


Bibliografía

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– “Bonapartismo y fascismo”, 15 de julio de 1934.

– “Otra vez sobre la cuestión del bonapartismo. El bonapartismo burgués y el bonapartismo soviético”, marzo 1935.

 

[1] Por tipo de Estado nos referimos a las características específicas de cada Estado a depender de la sociedad que se trate: asiática, esclavista, feudal, capitalista, de transición socialista, etcétera.

[2] Podemos señalar el “paquete” total de tres textos engelsianos muy valiosos de la época: Anti-Dhüring (1878), Dialéctica de la naturaleza (1873/76-1878/83) y El origen de la familia, , la propiedad privada y el Estado (1884), sin olvidarnos, naturalmente, del brillante ensayo “El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre” (1876), textos muy sugerentes que colocan fundamentos metodológicos para la comprensión materialista de la historia (más allá de sus unilateralidades o aspectos superados por la investigación).

[3] Ocurre que la separación de la soberanía política de la clase obrera sobre la dictadura proletaria y el carácter estatizado de la propiedad, hacen que el Estado involucione burocráticamente hasta negar su carácter proletario como tal.

[4] Lewin insiste que el “vacío social” que se genera por la ausencia de la clase obrera tiende a ser llenado por otro acto social; en este caso la burocracia.

[5] En Deutscher y cierto marxismo vulgar hay una utilización esquemática de la categoría de “necesidad histórica”, así como de la determinación en última instancia de la economía. Las condiciones materiales, las necesidades y posibilidades históricas y los desarrollos de la lucha de clases, requieren de una combinación

[6] Nos ha costado mucho rastrear los diversos “cambios de frente” en las definiciones de Marx y Engels sobre el carácter del Estado absolutista, pero tendemos a creer que, básicamente, este tipo de Estado fue, en definitiva, el representante de las viejas clases dominantes terratenientes provenientes del feudalismo.

[7] Ambos Bonaparte disolvieron las formas parlamentarias; Bismarck las toleró pero retaceadas.

[8] Esta claro que el Estado bonapartista no llegaba al nivel de imposición sobre la “sociedad civil” propia del fascismo y / o el totalitarismo.

[9] Esto requiere una apreciación de las relaciones entre lo social y lo político más matizada: rechazar la tendencia a la “sociologización” del marxismo (clásico atajo para un pensamiento dogmático).

[10] Esta revista agrupaba a toda una serie de elementos izquierdistas opuestos a las orientaciones de Lenin y Trotsky en la Tercera Internacional. Estos últimos habían tomado nota que la primera oleada revolucionaria había pasado, y había que trabajar todavía por ganar a las masas obreras para las posiciones revolucionarias. Lukacs viraría posteriormente hacia la derecha, manteniéndose el resto de su vida como un “estalinista crítico”.

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