A propósito de «Terror y utopía»: Estalinismo, planificación burocrática y terror

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  • Los rasgos de la planificación burocrática, los problemas de la escasez y el terror estalinista.

Victor Artavia

Terror y utopía. Moscú 1937, es una voluminosa investigación del historiador Karl Schlögel, por medio de la cual ahonda en la sociedad moscovita de finales de los años treinta, cuando la contrarrevolución estalinista profundizó sus ataques para consolidarse en el poder.

Este libro hace parte de la creciente historiografía en torno al fenómeno del estalinismo, alentada por la apertura de los archivos soviéticos a principios de los años noventa; como destaca el autor, para el caso de la URSS el problema no es la escasez, sino la abundancia y riqueza de fuentes. En su caso, además, el abanico de fuentes se expandió por su enfoque desde la historia simultánea, una especie de “historia total” circunscrita en un espacio, tiempo y lugar específico, donde se estudia la esfera social, cultural, política, económica y científica, entre otras.

Uno de los aspectos más sobresalientes es su abordaje del estalinismo como un acontecimiento político y un hecho social al mismo tiempo. Por este motivo, a lo largo de las casi mil páginas que comprenden la obra, Schlögel combina la sistematización de datos cuantitativos con la recreación de la vivencia del “estalinismo como civilización”, retratando una “sociedad de arenas movedizas” –término acuñado por Moshe Lewin- sometida al choque entre el impulso utópico de la revolución por construir un mundo nuevo y la brutalidad del “Gran Terror” que desató la burocracia soviética.

Por otra parte, su principal déficit es que no profundiza en la interpretación política del estalinismo y, por el contrario, da continuidad al enfoque de otros historiadores –como Sheila Fitzpatrick- que lo relacionan directamente con la revolución bolchevique y el leninismo.[1]Esto quedó plasmado en el “epílogo” de dos párrafos –repetimos ¡de una obra de casi mil páginas!-, donde el autor se rehúsa a presentar conclusiones de la investigación, amparado en que 1937 fue un año de tránsito hacia una catástrofe mayor-la segunda guerra mundial-, por lo que persistió el estado de excepción y no se consolidó ninguna tendencia. No compartimos este criterio de Schögel, porque cuenta con la suficiente distancia histórica para extraer conclusiones en torno al “Gran Terror” de 1937 y los años circundantes.[2]

A pesar de esto, es un trabajo que aporta información actualizada sobre la vida en la URSS y, por ende, constituye un punto de referencia para continuar con el balance de la burocratización de la revolución rusa, tarea indispensable para el relanzamiento del socialismo revolucionario en el siglo XXI.

Con este artículo desarrollaremos tres aspectos que Schögel expuso en su libro, los cuales abordaremos desde la perspectiva estratégica de la corriente Socialismo o Barbarie: los rasgos de la planificación burocrática, los problemas de escasez y el terror estalinista.

La planificación burocrática y la modernización autoritaria[3]

La revolución rusa de 1917 modificó las relaciones de propiedad mediante la expropiación de la burguesía y el imperialismo, lo cual sentó las bases para la posterior emergencia de la URSS como potencia mundial. Asimismo, propició la modernización en muchos ámbitos de la sociedad soviética, algo que se reflejó particularmente en la reconstrucción de Moscú como una ciudad nueva y en ruptura con el pasado zarista.

Este proceso de modernización contrajo muchos aspectos progresivos, tales como la construcción masiva de escuelas, colegios y bibliotecas públicas, pilares sobre los cuales se elevó el nivel cultural de amplios sectores de la clase obrera y el campesinado. De igual manera, la ciudad construyó enormes obras de ingeniería civil, entre las que sobresalió el imponente sistema de metro, un verdadero “palacio subterráneo” que, hasta la fecha, destaca como uno de los más hermosos del mundo por el decorado artístico de sus galerías.

Pero, como fue común bajo el estalinismo, las conquistas parciales fueron reabsorbidas en función de una lógica de acumulación burocrática, donde el nivel de vida de las masas trabajadoras se sacrificó en función de los intereses de Estado dictados por la burocracia. El programa de modernización de Moscú no escapó de esto, pues reflejó –y estuvo condicionado- por la planificación burocrática, donde las metas a cumplir se imponían desde arriba y sin ningún tipo de control democrático desde la sociedad civil.

Esto lo refleja Schögel en su investigación, donde describe como la reconstrucción de la ciudad estuvo precedida por una “orgía de destrucción” de edificios y monumentos históricos, con la finalidad de instaurar una “nueva codificación del texto urbano” para borrar la herencia zarista y ubicar a Moscú como una metrópoli al nivel de sus similares en Europa o los Estados Unidos.

En principio esto no está mal, pues todas las revoluciones liberan enormes cantidades de energía para construir un mundo nuevo y, en el camino, barren con muchas referencias temporales, espaciales y morales del viejo orden. La revolución francesa, por ejemplo, impuso una nueva medición del espacio con el sistema métrico y adoptó el “calendario republicano” para suprimir las referencias religiosas.[4]

Pero la forja de un mundo nuevo debe realizarse preservando las conquistas culturales acumuladas hasta ese momento, lo cual, para el caso de la revolución socialista, tiene por objetivo colocarlas a disposición del conjunto de la población para elevar su nivel cultural. Esta fue la posición que defendió Trotsky en su debate con los defensores de la “cultura proletaria” o el futurismo que abogaba por la ruptura total con todas las tradiciones, ante los cuales remarcó que, la construcción de la nueva cultura socialista –no proletaria-, iniciaría por medio del control de la clase obrera del aparato cultural que anteriormente estaba en manos de la burguesía y, a partir de ahí, abriría el camino hacia la cultura para el conjunto de los sectores explotados y oprimidos.[5]

Contrario a esto, el estalinismo acometió la tarea de la modernización bajo las formas brutales que lo caracterizaron, por lo cual no tuvo contemplación a la hora de derrumbar obras invaluables del patrimonio cultural e histórico de la ciudad en tiempos de paz, todo con el objetivo de reafirmar simbólicamente su poder al frente del Estado soviético. Por ejemplo, en 1934 demolió la antigua muralla que rodeaba la ciudad desde el siglo XVI; hizo lo mismo con la torre y el bazar de la plaza Sújarev –uno de los sitios más memorables de la “vieja” Moscú-, pues obstaculizaba el tráfico urbano. Similar suerte afrontaron decenas de iglesias y monasterios centenarios, los cuales fueron destruidos para construir plazas, fábricas, edificios gubernamentales, hoteles o nuevos barrios.Esto generó molestias entre historiadores y personas dedicadas a la protección de monumentos y, ante sus cartas de quejas, la burocracia optó por arrestar, desterrar o fusilar a sus principales detractores.[6]

Otro aspecto de la planificación burocrática fue su desatención del grave problema de la vivienda en la ciudad, el cual creció exponencialmente debido a los enormes flujos migratorios desde el campo. Se estima que, entre 1926 y 1929, unos veintitrés millones de campesinos se desplazaron a las ciudades rusas, lo cual constituyó el flujo migratorio más grande en la historia de la humanidad hasta ese momento. Por eso, para finales de los años treinta, las familias de emigrantes campesinos representaban el 40% de la población urbana del país.

Lo anterior estuvo directamente relacionado con los desastres provocados por el estalinismo en el campo tras la imposición de la colectivización forzosa de la tierra, lo cual desató una caída estrepitosa de las cosechas y generó una hambruna en el país (sobre esto profundizaremos en el próximo acápite). En este escenario, las ciudades se convirtieron en el refugio para millones de seres humanos desesperados por conseguir trabajo en las fábricas y sobrevivir, aunque fuese en condiciones miserables.

Las familias más afortunadas se ubicaron en los llamados “pisos comunitarios”, los cuales eran apartamentos donde convivían varios grupos familiares que, a pesar de las terribles condiciones de hacinamiento, contaban con los servicios básicos para subsistir, tales como baño, retrete, agua, electricidad, gas y calefacción para el crudo invierno. Las “kommunalkas” –denominación rusa para los pisos comunitarios- fueron ideadas como una solución temporal ante el grave problema de vivienda durante la guerra civil y el resto de los años veinte, pero se tornaron en una “solución” permanente hasta la disolución de la URSS –incluso en la actualidad hay varios en funcionamiento en Rusia-, una demostración más de la despreocupación de la planificación burocrática por solucionar una necesidad básica de la clase obrera en el largo plazo.

Pero los pisos comunitarios de Moscú no dieron abasto para absorber a todas las familias migrantes, por lo cual surgió un nuevo tipo de urbanización con las llamadas “colonias obreras”, las cuales se ubicaron en las zonas periféricas de la ciudad y constituyeron el “Moscú invisible” que estaba por fuera del Plan General de la burocracia. Estos suburbios obreros se levantaron en torno a una o varias fábricas, las cuales construían edificios de barracas donde situaban a cientos de obreros, cuya “intimidad” estaba marcada por la colocación de sábanas alrededor de sus camarotes.

A pesar de esto, las barracas tampoco contuvieron a toda la población migrante y, en medio de la necesidad de conseguir algún lugar para dormir, millones de obreros y emigrantes campesinos “adecuaron” lugares insospechados como “casas”, una cruda realidad que Schögel retrató de la siguiente manera:

Para aquella masa de recién llegados lo importante era tomar posesión de una vivienda allí donde hubiera un hueco medianamente seco: pisos instalados en sótanos, construcciones hechas por las propias personas, celdas en los antiguos edificios de los monasterios o en espacios de iglesias transformadas con la colocación de habitaciones prefabricadas. No pocas personas pernoctaban en las propias fábricas, a veces, literalmente, debajo del banco de trabajo ante el que pasaban todo el día. Otras hallaban alojamiento en los túneles y los huecos del metro, o en galerías excavadas en la tierra (…) Muchos más habitantes de Moscú residían en los suburbios que iban proliferando, no en el centro de la ciudad. Pasaron años hasta que se construyeron las líneas de tranvías que los trajeran y llevaran de las fábricas. No era nada inhabitual que la gente recorriera a pie durante horas los caminos para llegar al trabajo, con tramos de cuarenta a sesenta kilómetros.[7]

Por todo esto, concluye Schögel, la Moscú de los años treinta tuvo dos rostros: el centro frente a la periferia; la ciudad de ladrillo contra las “colonias obreras” de madera; la ciudad moderna y planificada para autoafirmar el poder de la burocracia contra las villas miserias donde residieron millones de trabajadores y trabajadoras. Este contraste expone los criterios burocráticos con que se desarrolló la modernización de Moscú, donde las prioridades estaban colocadas en reafirmar el poder estalinista y no en resolver los acuciantes problemas sociales de millones de familias obreras y campesinas migrantes. Un criterio similar al que describió Trotsky sobre el problema urbano en la URSS, cuando remarcó que las “capitales y las ciudades industriales crecen y se embellecen; surgen aquí y allá teatros y clubes costosos, pero la crisis de viviendas es intolerable; es ya una costumbre que nadie se ocupe de las habitaciones”.[8]

Hambre, escasez y colas: la otra cara de la planificación burocrática [9]

La escasez de productos de consumo básico constituyó uno de los rasgos característicos de la economía soviética (y del resto de Estados burocráticos). Esto fue presentado por la prensa imperialista como una “prueba” de la ineficiencia del sistema socialista que, carente de los principios de libre mercado, resultó incapaz de garantizar productos en cantidades suficientes y con buenos estándares de calidad.

Schögel retrata las penurias que afrontaron millones de trabajadores y trabajadoras moscovitas para acceder a productos de consumo cotidiano, en lo que constituyó una lucha constante para no desfallecer a causa del hambre. Pero antes de ver en detalle cómo se manifestó la escasez en la experiencia cotidiana, vamos a sentar sus causas principales.

En realidad, el desabastecimiento en los Estados burocráticos no se originó en un supuesto “socialismo”, sino que fue consecuencia de la lógica arbitraria de la planificación burocrática. En los debates sobre el curso de la economía soviética en los años veinte, Trotsky sostuvo que la transición al socialismo requería de la planificación centralizada de la economía para propiciar un desarrollo armónico de las fuerzas productivas e incrementar el nivel de vida de la población, pero, además, insistió en la centralidad de la democracia socialista, pues constituía un factor político determinante para conducir racionalmente la economía según los intereses de la clase obrera, es decir, la forma en que se administra el plusproducto social para desarrollar las diferentes ramas industriales, la agricultura, los servicios sociales (educación, salud, deportes), entre otras cosas.[10]

En la URSS estalinista no se dio la última condición; la burocracia “planificó” la economía acorde a sus intereses privados de casta privilegiada y, en muchas ocasiones, según los vaivenes de sus luchas intestinas, lo cual se tradujo en pronunciados “zigzags” en sus orientaciones. En razón de esto, aumentó la producción económica a costa del nivel de vida de la clase obrera, priorizando de forma exagerada la industria pesada (sector I) en detrimento de la producción de bienes de consumo y la agricultura (sector II), indispensables para elevar las condiciones materiales de existencia de las masas obreras y campesinas.

En el caso de la URSS fue un rasgo constante de la planificación burocrática, lo cual se verifica con la creciente desproporción entre los sectores I y II a través de los años: en 1928, el sector I representaba el 39,5% de la producción y el II el 60,5%; en 1940, el I, 61,2% y el II, 38,8%; en 1965, el I, 74,1% y el II 25,9%, y en 1973, el I, 73,7% y el II, 26,3%.[11]Así, la burocracia estalinista orientó una planificación cuyo eje fue acumular en tanto que Estado, fortaleciendo la industria pesada, los medios de producción y el ejército, pero lo hizo a costa de sacrificar la producción –en cantidad y calidad – de alimentos y bienes de consumo básicos. Vistos estos datos, resulta muy atinada la caracterización de Trotsky con relación a la producción industrial soviética, la cual sintetizó en los siguientes términos: “Podemos formular para la industria soviética una ley bastante particular: los productos, por regla general, son tanto peores cuanto más cerca están del consumidor.”[12]

A esta falta de armonía estructural entre los sectores de la economía, es preciso sumar el curso errático y aventurero de la burocracia que, ante los desastres que provocaron muchas de sus orientaciones, forzaron giros abruptos para tapar sus errores –la clásica “fuga hacia adelante”-, lo que muchas veces empeoró las cosas. Un ejemplo de eso fue la colectivización forzosa del campo a finales de los años veinte, la cual impactó negativamente la producción agrícola en la URSS, pues expropió abruptamente a los campesinos de sus tierras, ganado y maquinaria, para obligarlos a producir en las cooperativas agrícolas (llamadas “koljoses”).Dichas granjas estaban bajo el control de 200 mil consejos de administración nombrados por el gobierno, pero carecían de los medios técnicos, los conocimientos en agronomía y, muy importante, del apoyo de los campesinos, sin los cuales era imposible levantar la producción de alimentos. Esto generó la destrucción de los motores de la agricultura soviética que, hasta ese momento, estaba en manos de 25 millones de familias campesinas, las cuales producían de forma aislada con el incentivo de obtener algún tipo de ganancia.[13]

Debido a esto, a inicios de los años treinta se produjo una caída en la producción de cereales, desencadenándose una terrible hambruna que acabó con la vida de millones de personas entre 1932 y 1933 (las estimaciones oscilan entre los cuatro y doce millones de muertes). Pero los problemas prosiguieron a lo largo de la década, pues el campesinado incubó un profundo odio hacia el gobierno de Stalin, al cual responsabilizaron de la hambruna y las precarias condiciones de vida.

Volviendo con Schögel, en su investigación analiza el impacto que contrajo la caída de la cosecha de cereales en 1936 (con estadísticas similares a las 1931-1932), lo cual provocó una nueva hambruna y, además, desencadenó un aumento significativo de los suicidios y en la propagación del tifus, principalmente en las regiones de Yarosavl, la República Autónoma de Mordvinia y la región del Volga. Ante la falta de alimentos, las familias campesinas recurrieron a medidas desesperadas para sobrevivir, como el consumo masivo de perros, gatos y mezclar la hierba con la masa para el pan; también formaron bandas para robar pan, lo cual en muchas ocasiones terminó en enfrentamientos sangrientos en las afueras de los comercios.

Esta nueva crisis profundizó el malestar en el campo contra el gobierno, de lo cual tenía pleno conocimiento la NKVD –policía política estalinista- por los miles de cartas que interceptó en el invierno de 1936-1937, donde era patente el repudio contra Stalin, tal como constatan los siguientes fragmentos:

«Los trabajadores de fábricas y oficinas obtienen ayudas, pero los campesinos son reprimidos»; «Me gustaría que hubiera guerra. Yo sería el primero en enfrentarme al Gobierno soviético»; «El zar Nicolás era un estúpido, pero el pan iba barato y era blanco, y uno no tenía que hacer cola. Uno podía conseguir cuanto quería» (…) «Tarde o temprano, a Stalin lo matarán. Son muchos los que están contra él. Stalin ha dejado morir de hambre a muchos»; «El Gobierno soviético y Stalin se comportan como si fuéramos sus siervos. Al igual que antes, cuando los campesinos trabajaban para los terratenientes, ahora el koljosiano trabaja hasta caer rendido, pero nadie sabe para quién, porque no consigue pan».[14]

Pero los problemas no se circunscribieron al campo, pues su impacto se trasladó a las ciudades, tanto por la falta de alimentos como por la llegada masiva de emigrantes del campo. Asimismo, la falta de productos agrícolas incidió negativamente en la industria, ya fuera por la reducción de materias primas o por la caída de la productividad debido a las pésimas condiciones de vida de la clase trabajadora.[15]

Por consiguiente, gran parte de la vida cotidiana de la población moscovita se consumió en una desgastante lucha por conseguir alimentos y productos de consumo diario –calcetines, agujas, papel-, cuyo principal símbolo fueron las enormes “colas” en las afueras de los comercios. Según un informe de la NKVD, entre la noche del 13 al 14 de abril de 1939, se contabilizaron 43.800 personas haciendo fila en las tiendas de Moscú.

Las colas se transformaron en estructuras sociales complejas, pues requerían de un alto grado de “inteligencia” para lidiar con la represión de la milicia, la cual intervenía cuando las aglomeraciones eran muy grandes – ¡hubo algunas de hasta cinco mil personas! –por temor a que desencadenaran algún tipo de disturbio, pues exponían la aguda problemática social que aquejaba a los sectores trabajadores. Las conversaciones que se desarrollaban durante las prolongadas esperas eran sintomáticas de eso, pues, según los informes recopilados por la NKVD, eran comunes las quejas ante el bajo poder adquisitivo de los salarios o lo absurdo de pasar cuatro o cinco días en una fila para conseguir un abrigo.

Lo anterior da cuentas del enorme “desgaste de energía vital” que representaron las colas para millones de trabajadores y trabajadoras que, además de afrontar las tareas en sus centros de trabajo, dedicaban muchas horas-o días enteros-para adquirir bienes de consumo básico. Además del malestar político, esto repercutía negativamente en el conjunto de la economía, pues aumentó el ausentismo laboral y cayó la productividad del trabajo, agravando aún más los problemas de desabastecimiento y la mala calidad de los productos. Esto se corresponde con los datos brindados por Trotsky: en 1931 el rendimiento medio del trabajo cayó un 11,7% y, con relación a la industria en su conjunto, creció un 8,5%en 1933 cuando la meta proyectada era del 36%.[16]

Por esta razón, la población desarrolló tácticas para sobrellevar las colas y otro sector hizo lo mismo para aprovecharse de la situación; por ejemplo, se creaban listas para apuntar el orden, se “alquilaban” personas para hacer la fila o se contrataba a alguien por adelantado para esa tarea (incluso haciendo el pago correspondiente por correo con días de antelación).En este marco, el florecimiento del mercado ilegal fue una consecuencia directa de los problemas de escasez, pues toda la población tuvo que recurrir al trueque y la reventa para sobrevivir, transformando la “especulación colectiva” es una poderosa palanca de la economía soviética.

La lógica absurda del derroche, destrucción y acaparamiento de la riqueza nacional a causa de la planificación burocrática, conllevó al surgimiento de una economía de supervivencia y subsistencia, contracara de la economía del privilegio de la nomenclatura estalinista; ante esto, resultaban impotentes las leyes o decretos del gobierno contra las colas o el mercado ilegal, pues era imposible que el país funcionara sin esos canales comerciales subterráneos:

“Sin mercado negro, toda la economía planificada no hubiera durado ni un día: los negocios comerciales in natura entre las fábricas y las empresas privadas disfrazadas de cooperativas, los pequeños artesanos organizados en forma de brigadas, una economía sumergida de la cual nunca se sabía claramente si se lucraba de la malversación de la propiedad estatal o si las empresas estatales se aseguraban de ese modo el rendimiento de la iniciativa privada (…) Las empresas clandestinas florecían precisamente allí donde la economía centralizada tenía sus grietas y sus cuellos de botella (…) En realidad, el poder estalinista era impotente contra el mercado negro, como órgano de la racionalidad económica, y contra los que negociaban en el mercado negro, como agentes de otro tipo de economía.”[17]

Esta representó una de las principales contradicciones que atravesó a la URSS estalinista, donde sistemáticamente chocaron la supuesta “planificación integral” de la economía con el interés privado de la burocracia, dando como resultado un elevado desarrollo de la industria y la técnica en ciertas áreas, pero que siempre estuvo acompañado de la penuria en el acceso a bienes de consumo para las masas. En estas condiciones, el mercado ilegal o paralelo surgió como una necesidad y se ubicó en los “poros” o grietas de la planificación burocrática, donde constantemente renació la producción simple de mercancías.[18]

Trotsky consideró que el desabastecimiento de bienes de consumo funcionaba como un elemento legitimador de la burocracia, pues la escasez era el terreno sobre el cual se erigiría el sistema de desigualdad y repartición privilegiada a partir de la cercanía a los círculos de poder:

La autoridad burocrática tiene como base la pobreza de artículos de consumo y la lucha de todos contra todos que de allí resulta. Cuando hay bastantes mercancías en un almacén, los parroquianos pueden llegar en cualquier momento; cuando hay pocas mercancías, tienen que hacer cola en la puerta. Tan pronto como la cola es demasiado larga se impone la presencia de un agente de policía que mantenga el orden. Tal es el punto de partida de la burocracia soviética. ´Sabe` a quién hay que dar y quién debe esperar.[19]

El “Gran Terror” estalinista[20]

Desde su instalación en el poder, el estalinismo se caracterizó por lanzar calumnias y ataques físicos contra sus adversarios, para lo cual se sirvió de las redes clientelares que construyó a lo interno del partido. Pero, con el pasar de los años, escaló en sus formas de violencia, alcanzando su punto más alto en la segunda mitad de los años treinta, cuando Stalin aniquiló a la gran mayoría de cuadros de la “vieja guardia bolchevique” y, en paralelo, desplegó una campaña de masacres sistemáticas contra sectores de la población trabajadora y campesina.

El terror estalinista fue una respuesta a la violencia en el interior del país, particularmente en el campo, donde el poder del partido se resquebrajó en muchas regiones y solamente se recompuso tras librar una verdadera “reconquista” desde las ciudades. Distante de la visión de un país donde el gobierno tenía todo bajo control, Schögel retrata una URSS atravesada por numerosos conflictos; solamente en 1930 se contabilizaron 13.755 levantamientos masivos, producto de los cuales 20.201 personas fueron condenadas a muerte por rebeldía.

En este contexto, la creación de un “enemigo común” era útil para darle cohesión a la masa amorfa que constituía la población de las ciudades, donde convergían millones de emigrantes de diferentes nacionalidades, los cuales huían de la persecución política y la “atmósfera” de guerra civil en el campo. Más que migrantes, eran refugiados y desplazados que llevaron a las ciudades la memoria de la violencia ejercida por el régimen, lo cual se difundió entre amplios sectores de la población moscovita y se combinó con el malestar social que se expresaba a través de movilizaciones de todo tipo: huelgas obreras, disturbios con el movimiento estudiantil, protestas de creyentes contra la persecución religiosa o la demolición de templos, entre otros.

El asesinato de Kirov en diciembre de 1934 marcó el punto de partida para la campaña de terror, la cual empezó con el destierro de miles de antiguos opositores y, posteriormente, dio paso a los procesos de Moscú entre 1936 y 1938. Estos juicios fueron novedosos porque apuntaron directamente contra miembros de la vieja guardia bolchevique, a los cuales se acusó de ser impostores, es decir, actuar como revolucionarios, aunque eran “agentes” del nazismo u otras potencias extranjeras.

A criterio de Schögel, la figura del “impostor” iba más allá de un cargo falso dirigidos contra los antiguos miembros de la oposición; en el fondo señalaba a todas las personas que pensaban de forma diferente a la burocracia dentro del partido, pero que se adaptaban en silencio a reproducir la política de los dirigentes, aunque no la compartieran. Esta “doble manera de pensar” era un estado de ánimo dentro de amplios sectores del partido y la sociedad, lo cual resulta lógico considerando que la revolución incentivó el pensamiento crítico en toda una generación, la cual ahora vivía sofocada por la brutalidad e incoherencia del régimen estalinista.[21] Así, al condenar a determinadas figuras como impostores, se disciplinaba a la masa de impostores en la sociedad.

Bajo la narrativa estalinista, el impostor principal fue Trotsky, por lo que el “trotskismo” derivó en un “concepto de uso para todo lo que implicara el mal por antonomasia en el cosmos estalinista, independientemente de las posiciones políticas.”[22] En razón de esto, miles de campesinos analfabetos -que “rubricaron” sus condenas con una cruz porque no tenían firma-, fueron procesados y asesinados por “trotskistas” o “contrarrevolucionarios”, vocablos que tan siquiera conocían; es decir, en ningún momento comprendieron los crímenes que se les achacaban y la razón de la violencia que experimentaban.

Pero el terror estalinista no se limitó a los antiguos referentes de la oposición, pues también tuvo un correlato sangriento entre sectores de la clase trabajadora y el campesinado, los cuales representaron las dos terceras partes de las víctimas. Siguiendo las estimaciones de Schögel, entre 1937 y 1938 murieron dos millones de personas a consecuencia del “Gran terror”: unas 700 mil por fusilamientos y el resto por las pésimas condiciones en los campos de concentración y las prisiones. Porcentualmente, eso significó que, el 1,66% de la población soviética entre los 16 y 69 años fue arrestada, mientras que, un 0,72%, resultó asesinada; una verdadera masacre para un país que no estaba en guerra.

A todo esto, hay que agregar que las víctimas no cometieron los delitos atribuidos, sino que, bajo los lineamientos de una serie de “órdenes”, fueron seleccionados bajo diversos criterios (nacionalidad, religión, pasado político, oficios, entre otros), para cumplir una cuota de fusilamientos y presos, fijadas con anterioridad en una oficina de burócratas.

Prueba de esto es la “orden 00447”, la cual fue firmada por Nicolay Yezhov -burócrata a cargo de la NKVD en ese momento- y fue discutida en el Politburó del partido. Es un documento secreto que, como apunta Schögel, constituye una pieza clave en la historia del siglo XX, pues, bajo el formato de directriz de oficina de suministros, decretó las pautas para el “Gran Terror” que asoló la URSS. En dicha orden se expuso, sin pudor alguno, las cuotas a cumplir en cuanto a arrestos (categoría 2) y fusilamientos(categoría 1), así como los costos económicos y problemas logísticos para desarrollar esa tarea. La meta inicial era de 268.950 arrestos y 75.950 fusilamientos, pero la burocracia estalinista no tuvo reparo en elevar la cifra de forma exponencial, dando como resultado la escandalosa cifra de 753.315 arrestos y 183.750 fusilamientos.

Este aumento en las cuotas fue producto de la “radicalización acumulativa” que experimentó el aparato burocrático durante la campaña de terror, en gran medida por la competencia interna entre cuadros de la burocracia por mostrarse implacables en la cacería de impostores trotskistas. A causa de eso, se instauró una industria de condenas por medio de órganos no judiciales (troikas –tribunal trilateral-, dvoiki–comisión bilateral- o el Tribunal Militar del Tribunal Supremo), los cuales procuraban emitir la mayor cantidad de sentencias por día; un ejemplo es el caso de la troika de Omsk, la cual emitió 1301 condenas por sesión el 10 de octubre de 1937; asimismo, Vyshinski y Yezhov confirmaban entre mil y dos mil condenas por noche.

Otro ejemplo de la radicalización en la brutalidad del régimen fueron los asesinatos de personas con discapacidades físicas, pues eran considerados como una “molestia” para los funcionarios en las cárceles, dado que requerían cuidados especiales y no podían realizar trabajos forzados. Por este motivo, fueron fusiladas entre 830 y 1160 personas con esta condición, aunque tenían sentencias en firme para internamiento.

El sistema de “justicia” estalinista funcionó como una línea de montaje donde se producían sentencias a toda prisa, sin resguardo de los derechos procesales mínimos. En razón de esto, la presentación de pruebas materiales fue descartada como elemento probatorio para fundamentar las condenas y, por tanto, el énfasis se colocó en las “confesiones”, que fueron presentadas como la forma más elevada para encontrar la verdad, aunque fuesen obtenidas bajo tortura o con amenazas contra familiares y amigos. Esto tuvo repercusiones en la esfera económica, pues, en promedio, entre el arresto y las ejecuciones transcurrían dos días, por lo que muchas empresas e industrias suspendieron sus actividades por la constante “falta de personal”, es decir, producto de la desaparición repentina de trabajadores a manos de la policía estalinista.

Otro aspecto del “Gran Terror” estalinista fue su discurso xenófobo, con el cual se instauró la “lógica” de que toda persona ajena al “pueblo soviético” era un potencial enemigo en un contexto donde crecía la amenaza de una nueva guerra mundial. De esta forma, la burocracia estigmatizó a grupos nacionales enteros, cuyos miembros fueron perseguidos, aunque no tuvieran ninguna responsabilidad individual en los crímenes que se les achacaba. Esto se tradujo en una serie de operaciones desarrolladas bajo criterios nacionalistas, donde hubo un altísimo porcentaje de condenas a muerte; por ejemplo, la “Operación Alemana” –orden 00439-, con un saldo de 55 mil condenas, de las cuales 42 mil fueron a muerte (equivalente al 76,2%); la “Operación Polaca” –orden 00485-, 139 mil condenas, 111 mil a muerte (79,4%); la “Operación Letona”, con 22 mil condenas, 16 mil a muerte (74,1%).

Conclusión

A la luz de todas las revelaciones que emanan de la “revolución de los archivos” y las nuevas investigaciones históricas sobre el estalinismo tras la caída de la URSS, es inconcebible insistir en que la burocracia soviética fue una simple «capa privilegiada» dentro de la clase obrera, argumento que sirve para sostener que la URSS fue un “Estado obrero burocrático” hasta el final de sus días.

La burocracia estalinista impulsó una contrarrevolución que destruyó el Estado obrero surgido tras la revolución rusa; en su lugar, instauró un Estado burocrático, una forma muy inestable de apropiación del plustrabajo social, para lo cual aplastó en el camino todo atisbo de oposición revolucionaria e instauró un régimen dictatorial de partido único.

Por este motivo, la planificación burocrática no fue obrera ni planteó una transición al socialismo; por el contrario, se caracterizó por ser arbitraria, sangrienta y con enormes desbalances, lo cual generó carencias para la población trabajadora, pues siempre estuvo al servicio de los intereses de la burocracia como capa gobernante. A la postre, esta forma de Estado se desplomó y dio paso a la reintroducción del capitalismo, una forma más estable y orgánica de apropiarse del plustrabajo social.

Es fundamental realizar un balance a fondo del estalinismo para relanzar el socialismo en el siglo XXI; las corrientes trotskistas no podemos repetir doctrinariamente las caracterizaciones que formuló Trotsky en los años treinta del siglo XX que, para el caso de la URSS, fueron definiciones abiertas, cautelosas y sujetas a la dinámica de los desarrollos de la lucha de clases, como el mismo Trotsky enfatizó.


[1] Schögel explícitamente no establece una relación de continuidad entre Lenin y Stalin, pero en ciertos pasajes denomina al estalinismo como bolchevismo. Asimismo, cuando explica las purgas o la construcción de los enemigos internos –trotskistas, saboteadores-, no da cuentas del carácter contrarrevolucionario de esa operación represiva y la asume como una expresión de terror político sin ahondar en sus implicaciones en la configuración político-social del Estado soviético.

[2]Incluso Trotsky fue más allá en las conclusiones de la “La Revolución Traicionada” –escrito en 1936-, donde sostuvo su caracterización de la URSS como un Estado obrero burocrático, aunque insistió en que era una definición abierta y sujeta al dinamismo de una formación social sin precedentes históricos, por lo que su fin no era brindar una definición acabada de un proceso inacabado. En este caso, el método de Trotsky nos parece correcto, en tanto lo desarrolló para caracterizar un proceso en tiempo real y sujeto a los avatares de la lucha de clases internacional –con la segunda guerra mundial en ciernes-, ante lo cual era precipitado liquidar las perspectivas de la revolución rusa.

[3]Esta sección la realizamos a partir del capítulo “Moscú, una obra en construcción: el Plan General de Stalin”. En Karl Schögel, Terror y Utopía. Moscú en 1937 (Barcelona: Acantilado, 2014), 67-98.

[4] En una escala diferente, algo similar acontece en las actuales rebeliones populares, donde son recurrentes los ataques a monumentos históricos que enaltecen a figuras opresoras, tales como conquistadores, esclavistas o violadores, entre otros.

[5] León Trotsky, Literatura y revolución (Buenos Aires: Editorial Antídoto, sin data), 87-108 y 123-140.

[6] Por otra parte, dentro de la lucha revolucionaria hay episodios excepcionales donde la destrucción de parte del patrimonio cultural es inevitable –lo cual no implica promoverlo -, como sucedió en la guerra civil rusa. Trotsky da cuentas de eso en “Mi vida”, cuando relata los conflictos constantes entre el Ministerio de Guerra y la dirección de los Museos, a propósito de la destrucción de iglesias y palacios históricos en los enfrentamientos del Ejército Rojo con las tropas contrarrevolucionarias. El argumento de los comisarios de guerra era que, los defensores del patrimonio histórico, le daban más importancia al arte que a la vida de los soldados revolucionarios. Esto refleja lo complejo del tema en el marco de una guerra, donde la clase obrera tiene que adoptar medidas drásticas para asegurar el triunfo de la revolución. Ver León Trotsky, Mi vida (Buenos Aires: Ediciones IPS, 2016), 369.

[7] Schögel, Terror y Utopía…, 91.

[8]León Trotsky, La revolución traicionada (Madrid: Fundación Federico Engels, 2001), 49.

[9] Esta sección la realizamos a partir del capítulo “El escaparate de Moscú: la abundancia del mundo, hambre de consumo y los mareos por hambre”. En Karl Schögel, Terror y Utopía…, 500-517.

[10]Otro factor es el mercado, pues a nivel internacional constituye un parámetro para medir la relación de fuerzas con otras economías capitalistas (precios, productividad del trabajo, calidad de productos, etc.), mientras que, en el plano interno, alienta la productividad en ciertas ramas económicas y sus métodos de cálculo monetario –la oferta y la demanda- son indispensables por un largo período para organizar la industria socializada. Sobre los debates de la transición al socialismo sugerimos leer La transición al socialismo y la economía planificada de Roberto Sáenz, así como revisar los análisis económicos de Trotsky en el capítulo II deLa revolución traicionada.

[11]Roberto Sáenz, “La acumulación socialista y la catástrofe stalinista”, en http://izquierdaweb.com/4-la-acumulacion-socialista-y-la-catastrofe-stalinista/ (Consultada el 15/09/2021).

[12]León Trotsky, La revolución traicionada…, 49.

[13] Trotsky, La revolución traicionada…, 63-72. La colectivización agrícola fue una respuesta precipitada ante la “huelga del trigo” que impulsaron los “kulaks” –campesinos ricos- a inicios de 1928, cuando se negaron a entregar gran parte de sus cosechas al gobierno, poniendo en riesgo el abastecimiento de alimentos en las ciudades. Hasta ese momento, la burocracia estalinista –en alianza con la “derecha” bujarinista- alentó el enriquecimiento de los kulaks, a los cuales pretendía “asimilar progresivamente” al soicalismo. Como analizó Trotsky, el problema no fue la colectivización en sí, sino los métodos aventureros y autoritarios con que se llevó a cabo, bajo los cuales el estalinismo no sopesó las consecuencias de un giro tan abrupto en las relaciones sociales en el campo soviético. Para la Oposición de Izquierda, la socialización de la tierra era factible como parte de un plan con tiempos razonados y en correspondencia con los recursos materiales y morales de la sociedad, apostando a convencer a los campesinos y no imponerlo por la vía militar. Pero una transición de ese tipo no era factible en los marcos de una planificación burocrática sujeta a los zigzags de la cúpula estalinista y sus luchas intestinas.

[14] Schögel, Terror y Utopía…, 511. Estos fragmentos coinciden con la valoración que realizó Trotskyen La revolución traicionada sobre la crisis por la colectivización forzosa, la cual consideró que reinstaló en la URSS la“atmósfera de la guerra civil terminada hacia largo tiempo” debido al descontento, la inseguridad y la represión desatada por el régimen, por lo cual “nunca el soplo de la muerte había estado tan cerca de la Revolución de Octubre, como durante los años de la colectivización completa.”.

[15]Trotsky, La revolución traicionada…, 69.

[16] Ídem. 69-70

[17]Schögel, Terror y Utopía…, 513-514. Por otra parte, esta descripción de las colas y el mercado ilegal en la URSS presenta muchas similitudes con lo que acontece actualmente en Cuba, tal como abordamos en varios artículos y entrevistas disponibles en Izquierda Web.

[18]Ernest Mandel, Tratado de Economía Marxista (tomo III) (México: Ediciones Era, 1980), 78-79.

[19]Trotsky, La revolución traicionada…, 119.

[20]Esta sección la realizamos a partir delos capítulos “La fabricación de enemigos: la causa contra el centro terrorista trotskista-zinovietista, 19-24 de agosto de 1936” y “El campo de tiro de Bútovo: topografía del Gran Terror”. En Schögel, Terror y Utopía…, 120-140 y 725-778, respectivamente.

[21] En su novela 1984, George Orwell desarrolló una crítica mordaz al estalinismo y definió al “doblepensar” como la disciplina mental para creer dos verdades contradictorias al mismo tiempo.

[22]Schögel, Terror y Utopía…, 138.

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