¿Se termina la era Trump?

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  • Las encuestas que circulan, como dijimos, le dan por ahora una clara, aunque no abrumadora, ventaja a Biden. El simulador de The Economist le asigna a Biden un 88% de probabilidad de ganar la presidencia, contra sólo un 12% de Trump.

Marcelo Yunes

Ya concretadas las convenciones de los dos grandes partidos de EEUU, la batalla electoral está instalada entre la actual fórmula presidencial Trump-Pence y los candidatos republicanos Joe Biden-Kamala Harris, para las elecciones del 3 de noviembre. El contexto no puede ser más lejano a lo que se preveía en el ya infinitamente lejano comienzo de año. El centro de la escena lo ocupan tres procesos inmensos: uno es global, la pandemia del covid-19. Otro es muy específicamente estadounidense, la rebelión contra el racismo disparada por el asesinato de George Floyd a manos de la policía, y que a cada paso encuentra nuevos hechos que la reavivan, como el reciente caso de “gatillo racista” en Kenosha, Wisconsin. El tercero es tanto global como local: la marcha de la economía bajo el impacto de la pandemia, que no es lo mismo que el aspecto sanitario. Ninguno de los tres factores favorece hoy a Trump, a quien la mayoría de las encuestas da unos ocho puntos por debajo de Biden, una desventaja importante. Pero, por varias razones que pasaremos a considerar, todavía no decisiva, de modo que la pregunta del título debe ser respondida con un “por ahora no”. Falta que corra bastante agua bajo el puente.

El sistema electoral más antidemocrático del mundo

Las encuestas que circulan, como dijimos, le dan por ahora una clara, aunque no abrumadora, ventaja a Biden. El simulador de The Economist le asigna a Biden un 88% de probabilidad de ganar la presidencia, contra sólo un 12% de Trump. El último promedio de encuestas nacionales publicado por el sitio especializado fivethirtyeight.com, asigna al candidato demócrata el 51% contra el 43% de Trump (Ámbito Financiero, 24-8-20). Otro promedio de encuestas, esta vez del sitio Real Clear Politics, obtiene resultados muy similares, con una ventaja promedio para Biden de 7,6 puntos porcentuales. No obstante, en este caso también se mide la diferencia para Biden en los estados clave (swing states), y allí la ventaja es menor: 4,2 puntos. Como veremos enseguida, ésta es la diferencia que realmente importa, en razón del particular sistema de elección de presidente en EEUU, que no creemos exagerar si calificamos del más antidemocrático del mundo, al menos en las autodenominadas “democracias consolidadas”.

Es sabido que la elección presidencial en EEUU es indirecta: el electorado no vota a los candidatos, sino a electores por estado, cuya cantidad varía de manera (muy distorsionadamente) proporcional a la cantidad de habitantes. Son en total 538 electores, y ellos son los que votan al presidente, de manera que el candidato ganador necesita un mínimo de 270 para consagrarse.

Primer elemento antidemocrático básico: a diferencia de en la gran mayoría de los países del mundo, no gana quien simplemente tiene más votos, sino quien consigue más electores. Eso explica que en las tres últimas elecciones ganadas por los republicanos, en dos de ellas (2000 y 2016), el “ganador” (respectivamente, George W. Bush y Donald Trump) haya obtenido menos votos en el voto popular que quien “perdió” (Al Gore y Hillary Clinton), y en la otra (2008), aunque George W. Bush obtuvo más votos que John Kerry, hubiera perdido si no fuera porque logró manipular exitosamente la elección en el estado decisivo, Ohio. Si se hubieran contado los votos como corresponde, probablemente el ganador (¡aunque con menos cantidad de votos totales!) hubiera sido Kerry. Pero Kerry decidió hacer su aporte a la estabilidad del régimen “democrático” y no pidió el recuento de Ohio, cuyos electores fueron para Bush.[1]

Segundo: salvo en dos estados pequeños y de muy pocos electores, que tienen un limitado mecanismo de mayoría y minoría, el candidato más votado en un estado se queda con todos los electores de ese estado, aunque haya ganado por un solo voto. Así, no hay distribución proporcional de electores, lo que permite la distorsión entre cantidad de electores y cantidad de votantes.

Tercero: como dijimos, la distribución de electores es sólo aproximadamente similar a la distribución de votantes por estado, y el resultado es que los estados más populosos tienen menos electores de los que les correspondería. Por ejemplo: California tiene el 12,2% de la población, pero sólo el 10,2% de los electores (55). Texas, 8,6% de población y 7,1% de electores; en cambio, los ocho estados menos poblados tienen sólo el 1,9% de la población, pero el 4,5% de los electores. Esto significa, sencillamente, que los votos no valen lo mismo: pesan relativamente más los de los estados más pequeños y rurales, esto es, habitualmente los más conservadores.

Cuarto: la elección se hace un martes (día laborable, claro) y el voto no es obligatorio, lo cual, por supuesto, apunta a desalentar la asistencia de trabajadores/as y garantizar la afluencia de los ricos que pueden disponer de su tiempo sin tener que pedir permiso al empleador. Como el voto no es obligatorio, éste y otros obstáculos que ya veremos se suman para tirar abajo la cantidad de votantes, que afecta proporcionalmente mucho más a los sectores de bajos ingresos. El resultado es que el presentismo rara vez supera por mucho el 50-55% del padrón.

Quinto: la mayoría de los estados gobernados por republicanos buscan mecanismos legales y semilegales para restringir todo lo posible la asistencia de minorías (afroamericanos e inmigrantes latinos, sobre todo) cuyo voto habitualmente va para los demócratas. Esto va desde exigencias de registro previo hasta dificultar el traslado al lugar de votación de comunidades enteras, todo lo cual apunta a mantener la actual sobrerrepresentación del voto blanco (y rico) respecto de su peso en la población total. Lo cual es especialmente sensible en la elección 2020, en el contexto de la agitación del movimiento Black Lives Matter.

Sexto: un aspecto muy importante es que como no hay proporcionalidad en la asignación de electores –como dijimos, el partido que gana se lleva el total de electores de ese estado–, ninguno de los dos partidos dedica esfuerzos a los estados “perdidos” y se concentran en los estados “peleados” (swing states). Por ejemplo, los republicanos no se molestan en ganar votos en los estados de las costas atlántica y pacífica, que tradicionalmente votan a los demócratas, y éstos no se esfuerzan mucho en la campaña presidencial –la local ya es otra cosa– en los estados del sur y del “cinturón bíblico” (Bible Belt), de fuerte impronta religiosa, donde casi siempre ganan los republicanos. Así, la verdadera campaña se hace en no más de 10 estados clave sobre un total de 50, que son siempre los mismos: la zona de los grandes lagos (Michigan, Wisconsin, Minnesota), los viejos estados “industriales” del Rust Belt (Ohio, Pensilvania) y algunos otros (en primer lugar Florida, y luego Carolina del Norte, Virginia, Nevada, Colorado y no mucho más).

Desde ya, esto desalienta la participación de propios y ajenos en los estados de resultado “cantado”, porque ganar por un millón de votos o por cinco da exactamente lo mismo, ya que ganar el voto popular no ejerce la menor presión política y menos en el resultado final. Y es por esto que esa ventaja del 4% de Biden en los swing states no es en absoluto definitoria. La marcha de la pandemia y de la economía pueden traer novedades para uno u otro lado, y no está descartado que se repita lo de 2016, cuando Trumo definió la elección en sólo tres estados: Pensilvania, Michigan y Wisconsin, en cada caso por un margen estrechísimo, a veces de menos del 1%, pero quedándose con los 46 electores de esos estados que le dieron la ventaja decisiva.[2]

Séptimo: a nivel de la elección de legisladores nacionales por estado, el sistema es en muchos casos similar al nacional. Esto es, se divide el estado en distritos uninominales; el que gana, es miembro de la Cámara baja. La trampa es que, a diferencia de sistemas como el que conocemos en la Argentina, donde los distritos electorales son siempre los mismos, en EEUU las líneas de división geográfica entre uno y otro se pueden modificar de una elección a otra de la manera más arbitraria imaginable (lo que se llama “gerrymandering”), de manera de agrupar las comunidades “rivales” en bolsones “propios” con mayoría garantizada. Así, se distorsiona también el voto popular a nivel de cada estado, con consecuencias como que un partido que obtiene el 55% de los votos del estado se queda con dos tercios o tres cuartos de los diputados nacionales, y el 80% de los legisladores locales.

Octavo: el elemento más estructural de todos es que, por todo esto, las formas de hacer campaña y las estructuras necesarias para hacer que una candidatura sea competitiva (tanto en las primarias como luego en la elección general) son espantosamente caras, y por lo tanto dependientes de los aportes de grandes capitalistas. El valor de una candidatura no pasa casi nunca por las ideas o propuestas, sino por su capacidad de hacer lobby entre los empresarios y ricachos para recaudar los millones y millones de dólares que es necesario gastar para tener una mínima chance. De esta manera, todo el sistema político yanqui se convierte en un engendro clasista y excluyente donde la caja recaudadora lo es casi todo y las propuestas no son casi nada.

No hemos agotado ni de cerca el tema, pero con esto alcanza por ahora para dar una idea de cómo funciona el maravilloso modelo de una de los dos o tres “democracias más viejas del mundo”, desde la selección de los candidatos iniciales hasta el sistema de consagración de la primera magistratura. Tal es el contexto de la campaña que se viene en los menos de dos meses y medio hasta el 3 de noviembre.

La derecha dura…

Trump no necesita presentación: electo en 2016 con un programa difusamente proteccionista, chauvinista y populista de derecha, la evolución política de Trump lo ha ubicado cada vez más a la derecha incluso de la derecha tradicional republicana, con abundante condimentación del pragmatismo intuitivo y errático que ha sido la marca distintiva del magnate de la construcción y estrella mediática. Este perfil se agudizará en la campaña electoral, en la que Trump jugará la carta de ser la única opción de defensa de la propiedad, la ley y el orden, como si los demócratas fueran el comunismo ortodoxo. Así, el viernes 21, en un encuentro ante el Council of National Policy, un foro conservador, se presentó, con su megalomanía también característica, de esta manera: “Soy el único que se interpone entre el sueño americano y la anarquía, la locura y el caos totales”. No se trata sólo de un discurso de ocasión para una audiencia de derecha radical, sino casi una síntesis del eje de campaña principal con el que Trump espera remontar la cuesta. Ante la polarización que generan las protestas antirracistas, Trump se pone del lado de los que piden más violencia policial, ejército y en general toda la prédica conservadora para “restaurar el orden” en un país (y un orbe) “desquiciado por la extrema izquierda”. Cabe esperar todavía más protagonismo de la ultraderecha religiosa y de su agenda antiaborto, anti “ideología de género” y, por supuesto, negadora de la discriminación racial contra afroamericanos, latinos, originarios y otras minorías étnicas.

El gran punto en contra para Trump es el estado de la economía, con una recuperación errática y supeditada a un control nada garantizado de nuevos y viejos brotes de la pandemia. La recuperación del empleo existe pero es más lenta de lo previsto y parte de un piso bajísimo con una muy fuerte desocupación. Los planes de asistencia a los desocupados fueron en su momento bastante generosos (600 dólares por semana), pero la disparada del déficit fiscal está generando a los republicanos un dilema: seguir agrandando el agujero o complicar las posibilidades electorales. Por ahora, la “solución” es batir el parche contra China, los chinos y la “extrema izquierda”. No parece que le vaya a alcanzar sólo con eso, pero la campaña todavía no empezó en serio.

…y el centro “blando” (pero duro contra la izquierda)

Viendo esto, uno casi creería que la interna del Partido Demócrata la ganó el senador Bernie Sanders, autodenominado “socialista” y, para los cánones de EEUU, poco menos que un compañero de póquer de Lenin, Trotsky, Mao y Fidel Castro. Pero el candidato demócrata es Joe Biden, que no es ningún outsider de la política tradicional. Todo lo contrario: el ex vicepresidente de Obama (en sus dos mandatos) y senador por Delaware (desde 1973) ha sido durante décadas un sólido pilar del establishment demócrata y del capitalismo estadounidense.[3]

Contra lo que esperaba la “izquierda demócrata”, la profusión de candidatos y propuestas más “progresivas” dentro del partido (Sanders, la senadora Warren y, en menor medida, otras figuras de escaso impacto en las primarias) no implicó ningún giro a la izquierda ni en la elección de acompañante en la fórmula presidencial ni en las propuestas de campaña. Como pasa casi siempre, el razonamiento del establishment demócrata fue el siguiente: como los votantes “de izquierda” ya los tenemos asegurados con la fórmula y campaña que sea, la clave para conseguir más votos es correrse al centro, es decir, a la derecha.

La selección de la candidata a vicepresidenta acompañando a Biden, la senadora por California Kamala Harris, no hace más que demostrar una vez más que el otro partido tradicional del imperialismo yanqui rara vez hace concesiones a su electorado “de izquierda”, al que considera cautivo gracias a la tradición de “voto útil”, esto es, votar a los demócratas, por indigeribles que sean sus candidatos, “para que no ganen los republicanos, que son peores”. Esa lógica se sostiene sin cambios desde hace décadas. Por eso la elección de una mujer[4] de padre nacido en Jamaica y madre nacida en India –su nombre significa “loto” en sánscrito–, y la primera persona en una fórmula demócrata nacida al oeste de Texas pudo ser considerada al mismo tiempo como “innovadora y predecible” (The Economist 9207, “Groundbreaking and predictable”, 15-8-20).

Por lo pronto, en el actual contexto estadounidense y mundial parecía casi imposible no elegir a una mujer; las fórmulas compuestas sólo por hombres están pasando a ser rápidamente un anacronismo. La inclusión de una persona de orígenes étnicos no europeos blancos –y en particular afroestadounidenses, en medio del desarrollo del movimiento Black Lives Matter– también se hace cada vez más inescapable. A diferencia de Elizabeth Warren[5], otra competidora importante en la interna demócrata, Kamala Harris llena los dos casilleros, con otras ventajas adicionales desde el punto de vista de la ingeniería electoral demócrata. Primera, es mucho más joven (Warren tiene 71 años, Harris 55); segunda, está mucho más al centro que Warren, ubicada en el espectro de izquierda en soledad salvo por Sanders; tercera, su historial como senadora y sobre todo como fiscal general de California es ultra conservador, casi al gusto de los republicanos. En este punto, la selección de Harris parece diseñada a propósito para no darle argumentos a Trump y su campaña de “los demócratas son el caos de la extrema izquierda”.

Veamos: Harris se opuso a aliviar la sobrepoblación carcelaria y a la liberación de presos condenados por error; es enemiga de la legalización de la marihuana; amenazó con la cárcel a los padres de estudiantes que se hicieran la rabona; defendió la política de denunciar niños indocumentados a las autoridades migratorias; persiguió con saña digna de mejor causa a los delitos no violentos y hasta defendió –aunque en lo personal se opone– el derecho del estado de California a recurrir a la pena de muerte. No hay muchos fiscales republicanos (no hablemos de los demócratas) con un currículum tan consistentemente derechista.

Es verdad que como senadora aligeró un poco esa carga con su co-redacción de la Justice in Policing Act (ley de acción policial justa), inmediatamente posterior a las protestas por la muerte de Floyd, que limita un poco los poderes omnímodos de la policía. También aceptó medidas de despenalización de la marihuana. Pero no perdió su perfil: votó dos veces contra la asignación de fondos federales para el aborto y hasta apoyó la criminal política de Trump en Siria.

En realidad, esta actitud y el erratismo de su campaña electoral, en la que pasó del apoyo a la crítica al plan de salud universal (Medicare for All) de Bernie Sanders, la pintan no tanto como una conservadora recalcitrante sino más bien como una pragmática que antepone sus ambiciones a sus convicciones (otro rasgo que la acercaría al propio Biden). De esto se tomó Trump para llamarla “falsa” (phoney) y lista para “abandonar su propia moral” con tal de ganar poder.

Por supuesto, es una ironía completa que quien haga esta crítica –que no carece de cierto fundamento– sea nada menos que Trump, a quien su propia hermana mayor, la ex jueza federal Maryanne Trump Barry, considera una persona “sin absolutamente ningún principio. Ninguno. Excepto su propia conveniencia”, un hombre “falto de preparación” y una “máquina de mentir”.[6]

Po otra parte, digamos que los antecedentes de Harris como fiscal no le ganaron ninguna simpatía en la “izquierda demócrata”. El grupo Progressive Democrats of America, que apoyó a Sanders en las primarias, declaró que Harris “durante años no fue capaz de hacer rendir cuentas a la policía por sus groseros abusos en California”. En este respecto, la práctica de Harris está en perfecta consonancia con la de su compañero de fórmula. El propio Biden fue redactor de la ley de “aplicación de la ley y control del delito violento” (Violent Crime Control and Law Enforcement Act) de 1994, y fue históricamente conocido por su retórica de “mano dura” (tough on crime), incluyendo la tácita recomendación a los fiscales de juzgar a los niños como si fueran adultos, gracias a los incentivos fiscales a las administraciones de los estados por aplicar penas de cárcel más duras y frecuentes.

A esto cabe agregar las históricas buenas relaciones de Biden con el empresariado –y en particular en este momento, su oposición al seguro universal de salud Medicare for All, que generó suspiros de alivio en los poderosos lobbies de las grandes compañías farmacéuticas y de las aseguradoras de salud– y las Fuerzas Armadas (Biden apoyó prácticamente todas las intervenciones militares de EEUU en el extranjero). Y la frutilla del postre son las múltiples denuncias de abuso sexual, frente a las cuales la respuesta de Biden es “no me arrepiento de nada de lo que hice”. Vaya con la imagen de “decente” y “empático” que quiere instalar la campaña demócrata para contrastarlo con la inescrupulosidad y megalomanía de Trump…

En realidad, casi podría decirse que el principal activo de los dos candidatos son los defectos del otro. Biden, un anciano sin carisma y con evidentes problemas de elocución, muy notorios en los debates televisados de las primarias (aunque salió airoso en su discurso de aceptación de la candidatura en la Convención del Partido Demócrata), tiene como gran punto fuerte para atraer al electorado “independiente” el hecho de, simplemente, no ser Donald Trump y tener aspecto de persona civilizada. Por su parte, el magnate de pelo naranja, que hoy es quien la tiene más complicada, siempre puede contar con el factor que, según es leyenda, consignaba el propio Barack Obama: “No subestimen la capacidad de Joe para hacer cagadas” (“Don’t underestimate Joe’s ability to fuck things up”). Como es costumbre en EEUU (y en muchos otros lugares, bajo el influjo de la videocracia posmoderna), a medida que se acerque la fecha decisiva, y salvo que irrumpa el movimiento de masas con su propia agenda, la campaña se va a volver cada vez menos sobre las ideas y propuestas, y cada vez más sobre las personas y personalidades.

Mientras tanto, y por ahora, en el atípico ritmo de campaña presidencial 2020 –Trump va de gira en gira sin importarle la marcha de la pandemia, mientras que Biden no se mueve de pueblo, Wilmington, en Delaware– se repite una vez más el viejo patrón: la “izquierda demócrata” pone el activismo, se carga al hombro la campaña y garantiza el voto anti republicano, mientras que el establishment se dedica a recaudar millones del lobby empresario para los spots de TV y a cooptar lo que pueda de los movimientos sociales bajo el ala de la máquina partidaria. Si el triunfo sonríe a los demócratas, gobernarán devolviendo favores y con la agenda de la clase capitalista –como hizo Obama en múltiples terrenos, desde la inmigración hasta la agresiva política exterior–, mientras el ala progresista hará las críticas en sordina o en silencio “para no hacerle el juego a la derecha”. Nada que no conozcamos bien por estas pampas… y que sólo cambiará cuando esos movimientos sociales ganen volumen y adopten una política independiente de las estructuras de los partidos capitalistas y de sus figuras electorales.


[1] Otra “gran democracia”, el Reino Unido, tiene también un sistema disparatadamente antidemocrático e indirecto para elegir al primer ministro, que es elegido por los diputados, no por el voto popular. El país se divide en 650 distritos de unos 100.000 habitantes cada uno, que eligen a su vez un diputado cada uno. El/la candidata/a con más votos en ese distrito será miembro del Parlamento. Los 650 diputados eligen al primer ministro (que debe ser uno/a de sus pares; ¡vaya con la sacrosanta “separación de poderes”!) por mayoría simple. Por este sistema absurdo (first-past-the-post), un partido que sale segundo en todos los distritos del país y suma, digamos, el 35% de los votos, puede incluso ganar el voto popular pero no sólo no ganar la elección sino ¡no obtener un solo diputado de los 650!

[2] Un cálculo de The Economist de 2017 es que hubiera alcanzado con que menos de 300.000 votos se dieran vuelta en esos estados clave para que Hillary Clinton ganara la elección.

[3] Digamos que el perfil etario de los dos candidatos a presidente (Trump 74 años, Biden 77) no muestra exactamente un ímpetu renovador en la política estadounidense. En el Partido Demócrata hubo varios/as aspirantes jóvenes, pero el principal desafío a Biden lo constituyó Bernie Sanders, otro senador durante décadas (por Vermont), a punto de cumplir 79 años.

[4] Es la cuarta vez en la historia estadounidense que una mujer integra una fórmula de alguno de los dos grandes partidos. La primera fue Geraldine Ferraro (candidata a vice del demócrata Walter Mondale, derrotado por Reagan) en 1984, la segunda Sarah Pahlin (candidata a vice del republicano John McCain, derrotado por Obama) en 2008, y Hillary Clinton, candidata demócrata derrotada por Trump en 2016.

[5] Había otras mujeres en agenda: Stacey Adams (legisladora de Georgia y con un perfil progresista similar al de Warren), Karen Bass (afroestadounidense diputada por California y miembro del Congressional Black Caucus que supo hablar bien de Fidel Castro, lo que a ojos demócratas significa renunciar a Florida) y Susan Rice, la ex consejera de seguridad nacional de Obama. Pero, por las razones señaladas o por falta de popularidad o carisma, se trataba en el fondo de una disputa entre Harris y Warren.

[6] Este testimonio y otros tan o más jugosos aparecen en el libro de la sobrina del presidente, Mary L. Trump, sobre su tío, titulada Siempre demasiado y nunca suficiente. Cómo mi familia creó al hombre más peligroso del mundo, de reciente aparición. Acaso anticipando las amenazas de Trump de postergar la elección y de manipular el voto por correo, Mary Trump, de 55 años, sostuvo hace poco en una entrevista que “estoy un poco preocupada, Donald no soporta perder”.

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