La derecha mundial y el «cuco» del comunismo

Quizás sea más certera hoy que antes la metáfora de Marx del comunismo como "un fantasma que recorre el planeta". ¿De donde sale esta nueva obsesión de la derecha mundial por el "comunismo"? ¿Cómo pasó una parte del personal político de la clase dominante mundial de anunciar el "fin de las ideologías" a ver comunismo en casi cualquier cosa?

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«Comunismo o Libertad«. Con ese slogan, Isabel Díaz Ayuso ganó por amplia diferencia las elecciones autonómicas de Madrid a principios de mayo. Para la campaña que se avecina en Argentina, algún derechista marginal ya empezó a coquetear con importar la idea. Los delirios de la derecha sobre el comunismo no parecen tener límites cuando incluso el propio Joe Biden, nada menos que del Partido Demócrata, era víctima durante la última campaña electoral en su país de la que parece ser la peor acusación de estos tiempos.

El caso más resonante por estas horas es el de Keiko Fujimori, la candidata ultraderechista a la presidencia peruana cuya campaña tuvo como eje principal y casi único la consigna «No al comunismo», en referencia a su rival electoral, el centroizquierdista Pedro Castillo. Fujimori, hija del dictador que gobernó Perú en los años ’90 bajo un régimen de neoliberalismo genocida (se calculan 80.000 desaparecidos), consiguió que el establishment político y económico peruano se alinee detrás de esta campaña, que curiosamente dice defender la «libertad» y la «república» contra el «comunismo» recuperando el legado de un dictador asesino que está preso por crímenes de lesa humanidad.

Como una especie de revival del macartismo de la década de los ’50, pero en un mundo donde ya no existe la URSS ni la guerra fría, quizás sea más certera hoy que antes la metáfora de Marx del comunismo como «un fantasma que recorre el planeta». ¿De donde sale esta nueva obsesión de la derecha mundial por el «comunismo»?

De hecho, cuando cayó el Muro de Berlín y la URSS, a fines de siglo pasado, se decía que se había acabado la época de los «grandes relatos», que la democracia liberal había triunfado definitivamente en el mundo. Pero entonces, ¿Cómo pasó una parte del personal político de la clase dominante de anunciar el «fin de las ideologías» a acusar de comunista a cualquier cosa que produzca sombra?

«Comunismo: es cuando tenes dos vacas y…»

En efecto, desde la suba de impuestos hasta la educación sexual, parecería que dentro del concepto de «comunismo» es posible meter cualquier cosa. Pero fue sin dudas con la pandemia y las correspondientes medidas restrictivas que los sectores reaccionarios intentaron plantear que lo que se venía era una especie de control totalitario estatal sobre la población. ¿Pero qué tiene que ver eso con el comunismo? ¿Es el comunismo esa especie de distopía a lo 1984? ¿Es cuando el Estado te dice hasta que corte de pelos autorizados podes usar? ¿Es cuando el Estado te quita «tus cosas»? ¿Se trata de destruir a la familia a través de la «ideología de género»? Veamos un poco más de cerca.

Existen una serie de lugares comunes a los que se asocia al comunismo desde la derecha y que son frecuentemente utilizados en el discurso público para justificar que, a pesar de la miseria social, las guerras y la explotación capitalista, la cosa podría ser peor.

Por ejemplo, la idea de que el comunismo viene a quedarse con tus cosas o de que ahoga la economía con sus impuestos, regulaciones y controles. En primer lugar, para quedarte tranquilo de que no vas a ser alcanzado por las expropiaciones masivas comunistas, un buen ejercicio es saber dónde estas parado en la escala social: ¿Tenes un Jet Privado? ¿Tenes varias casas en distintos países? ¿Tu empresa cotiza en la bolsa? ¿Evadís millones en impuestos? Cuando tus trabajadores hacen huelga, ¿llamas a tu funcionario estatal amigo para que la policía los reprima? Si la respuesta a todas estas preguntas es no, buenas noticias: en el comunismo nadie te va a quitar tus cosas, por la sencilla razón de que no tenés nada. «Nada», por supuesto, en términos de lo que es la propiedad privada capitalista, grandes concentraciones de propiedad que una persona de la clase trabajadora no llegaría a acumular ni con todos los salarios de su vida juntos.

Otro aspecto es la idea de que el comunismo es la presencia asfixiante del Estado, sobre todo cuando interviene en la economía perturbando el armonioso andar del libre mercado. Lo mas curioso de este mito es que protesta contra un fenómeno que es propio de la sociedad capitalista. El Estado-Nación moderno y centralizado, ese aparato burocrático fenomenal plagado de funcionarios, ministerios y gendarmes, cuya presencia parece que se «cuela» en todos los intersticios de la sociedad civil, es un fenómeno que nace históricamente con el capitalismo.

Contra lo que cree la derecha liberal, es el capitalismo el que requiere de lo que ellos llaman un Estado «grande», que sirva como ordenador social y económico del conjunto de la sociedad, por la sencilla razón que la concentración de los medios de producción en una minúscula cantidad de manos requiere de mayores mecanismos de coerción social y resortes de contención para poder defender la propiedad privada de unos pocos.

Dicho de otra manera, el Estado moderno no sólo no es contrario a los intereses de los capitalistas: es su producto más propio y original. De hecho, a una parte de la clase capitalista le conviene que el Estado tome medidas reguladoras y proteccionistas para salvar sus negocios. Observemos el caso típico de Argentina: la fracción burguesa más poderosa es, por supuesto, la del campo. Como su mayor negocio lo tiene en la exportación de sus productos al mercado mundial, este sector tradicionalmente presiona para que el Estado tome una política económica de corte liberal y aperturista. Pero existe toda otra fracción de la clase capitalista argentina, ligada a la actividad industrial, que busca lo contrario para que sus productos no pierdan competitividad frente al mundo. Por lo tanto, no sólo es falsa la dicotomía «Individuo/Estado», o «Mercado/Estado» sino que la propia clase capitalista compite entre sí para que el Estado tome una u otra orientación en beneficio de sus propios negocios. Por eso es que la clase capitalista tiene distintas expresiones políticas. Eso sí, todas ellas acuerdan en el que Estado tiene que ser el garante de la propiedad privada en general, a través del monopolio del uso de la fuerza. Vemos ahora que el Estado no sólo no se identifica con el «comunismo», sino al contrario, con la propiedad privada.

Es verdad que a veces el Estado toma medidas que afectan a los intereses de los empresarios. Pero sin excepción, eso sucede a raíz de la presión política y social que ejerce la clase trabajadora a través de su lucha y sus formas de organización sindicales, sociales y políticas. Cabe recordar la célebre fórmula de Marx según la cual el Estado administra los asuntos comunes de la burguesía. Los comunes, no los particulares, por lo que a veces se ve obligado a entregar tal o cual concesión para dejar intacto el sistema capitalista como tal.

Virus comunista

Teniendo todo esto en cuenta, es cierto que la pandemia trastocó por completo la normalidad de la vida social en todo el mundo. La cuestión es que un problema social/global como la pandemia dejó planteado desafíos que son irresolubles desde el paradigma individualista liberal. La cuestión es muy sencilla: puedo tener derecho a que no me importe contagiarme, sin duda, pero si no se toman ciertas medidas de cuidado estoy poniendo en riesgo también a los demás. En la pandemia no existe la posibilidad de salvarse solo, a menos que se apueste a un salvaje «sálvese quien pueda». Los gobiernos que aplicaron esta especie de darwinismo social -como Bolsonaro o Trump, en su momento- llevaron a sus países a verdaderos desastres sanitarios.

En ese sentido, la pandemia dejó planteado objetivamente el problema de las libertades individuales: cómo y en qué sentido los derechos individuales se relacionan con la vida social. Para el credo neoliberal, las libertades individuales no tienen nada que ver con tener derecho a la salud, educación y vivienda, por ejemplo. Más bien, se trata de poder «hacer lo que quiero» conmigo y mi propiedad privada, lo que se choca de frente con estos problemas de tipo social como la pandemia.

Aunque en un primer momento el miedo a un virus todavía desconocido puso a todo el mundo «en casa», con el correr de los meses, las cuarentenas, las restricciones, y la atrofia de las relaciones sociales empezó el hastío social por la pandemia. Es precisamente en ese momento cuando la derecha encontró un suelo fértil sobre el que plantar su semilla podrida. El escenario pareció quedar dispuesto así: de un lado, el Estado, monstruoso, asfixiante, que te dice qué se puede hacer y qué no, en qué horarios y en qué lugares. Del otro, el individuo, el reino de la libertad, la iniciativa privada y el desarrollo personal. En sus propias palabras: el «comunismo» o la «libertad».

Negación de la negación

Sin embargo, todo indica que la campaña «anticomunista» en boga no es una excéntrica moda pasajera. Es que los principales problemas que plantea el capitalismo del Siglo XXI son como la pandemiaEs decir, tienen un arraigo social evidente, son problemas eminentemente colectivos, obligan a pensar las relaciones sociales en su conjunto y afectan en mayor o menor medida a todo el mundo. El cambio climático, la brutal desigualdad, la superexplotación de las nuevas formas de trabajo. El paradigma capitalista liberal es incapaz de encarar estas cuestiones. Más bien, su actitud hacia ellos consiste en negarlos: no son problemas en absoluto. El cambio climático no existe, la desigualdad evidentemente existe pero no es un problema social sino de mérito individual, las nuevas formas de explotación son en realidad «emprendedurismo» y «economía colaborativa», etc.

Por lo que la gravedad y profundidad de estos problemas globales (en el caso del cambio climático se juega nada menos que nuestra supervivencia como especie) contrasta con la actitud lisa y llanamente negacionista de un sector minoritario, pero creciente, del establishment político capitalista. Este brutal desfasaje entre la realidad social y el negacionismo nos da una pista de por qué hay una creciente tendencia a la polarización política que empieza a adosarse a la polarización social, que ya es un hecho en las rebeliones que hace años atraviesan todo el mundo, por un lado, y en la radicalización derechista de sectores de las clases medias urbanas, por el otro.

Lo interesante, más allá de éxitos electorales circunstanciales, es que el discurso contra el comunismo puede llegar a tener, a la larga, un resultado paradójico para quienes lo reproducen. La derecha puede ser todo lo negacionista que quiera, pero no por eso los problemas que niega son menos reales. En ese marco, apostar a una polarización extrema construyendo como enemigo al «comunismo», en el contexto en que la lucha de clases muestra ribetes de mayor radicalidad, de mayor enfrentamiento directo, puede ser un juego peligroso hasta para la propia burguesía. Si hacer algo contra el cambio climático es «comunismo», si exigir condiciones laborales frente a empleos cada vez más precarios es «comunismo», si indignarse ante la ridícula concentración de la riqueza en un minúsculo puñado de personas es «comunismo», después de todo el comunismo no parece tan malo. Uno se siente tentado a decir, con Marx, que la burguesía se crea sus propios sepultureros.

En suma, más allá de que la campaña de la derecha tenga sus ribetes delirantes y bizarros, se trata de un proceso político profundo: con estos desafíos globales antes mencionados, la crisis capitalista mundial y la decadencia de la hegemonía de los imperialismos clásicos reflejada en la emergencia de nuevas potencias no-occidentales como la «comunista»  China, lo que estamos viviendo es un retorno de las ideologías.

Las esperanzas de sectores del establishment originadas a fines de los ’90 de poder presentar la política como una especie de técnica, de ciencia de la gestión de los asuntos sociales (por lo tanto reservada a profesionales y tecnócratas), quedan enterradas cuando son nuevamente los «grandes relatos», con sus valores morales, perspectivas históricas e imágenes del mundo los que ordenan el debate público a nivel mundial cada vez en mayor medida.

Nuevos y viejos fantasmas

Por supuesto, no todo es tan sencillo. Si bien podemos decir que el consenso neoliberal acerca del «fin de las ideologías» es parte del pasado, eso no quita que la izquierda aun cargue con el estigma de quedar asociada a la experiencia del estalinismo, es decir, al «Estado opresor». De hecho, si la derecha tiene éxito en lograr que se asocie «comunismo» al avasallamiento de los derechos individuales y de la libertad, es principal y fundamentalmente por la experiencia histórica de la URSS estalinista.

Se trata de una tarea histórica a nivel ideológico que la izquierda tiene por delante encarar: que el socialismo y el comunismo sean asociados no a la propaganda, al Estado policíaco y al partido único, sino a su ideario original de emancipación total de la humanidad. Esa emancipación no es la de la masa en detrimento de los individuos, sino la del libre desarrollo de cada uno como condición para el libre desarrollo de todos.

En conclusión, que las expresiones más rancias de la derecha internacional elijan al comunismo como rival político en un mundo donde no hay comunismo, expresa algunas tendencias profundas. Por un lado, la decadencia y el agotamiento del régimen capitalista para poder ofrecer una salida a los problemas sociales por él mismo engendrados, tanto que tiene que inventarse un enemigo -fantasmagórico, por ahora- para poder autoafirmarse. Por otro, la muerte definitiva del discurso que propugnaba el «fin de la historia» y el retorno de las ideologías como ejes ordenadores del debate político.

Por último, la obsesión de la derecha con el «comunismo» también muestra que la experiencia de las revoluciones del siglo pasado, aun con sus derivas y complejidades, fue tan profunda y cuestionó de manera tan radical al sistema capitalista que incluso décadas después las clases dominantes siguen teniendo pesadillas con ellas.

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